miércoles, 30 de julio de 2014

Abandonar un sueño es morirse por fascículos.

“¿Tú de mayor habrías querido ser tú? Búscate un segundo, en cuanto nadie mire, coges y te persigues un rato; si quieres encontrarte fácilmente, búscate con sinceridad y mírate en algún lugar entre una pequeña promesa y alguna gran frustración. Ahí andamos todos, entre miles de expectativas y cientos de no pudo ser. Dicho de otro modo, somos algo muy parecido a un manojo de promesas que han ido caducando o, con suerte, transformándose en bonitos recuerdos. Pero si lo piensas, la mayoría de tus proyectos van asfaltando de ilusión las ruinas de un pasado que crece bien absurdo destruido por la deflagración de los intentos. Y lo que eres hoy va cubriendo lo que quisiste ser algún día, que es lo que la gente jamás ve, y a veces ni siquiera se puede intuir.
Si algún día soñaste con ser actriz de culebrones, defensa del Madrid y guitarrista de jazz, lo más probable es que hoy seas estilista en Vallecas, contable de una consultora y cocinero en un motel de carretera.
No me vengas con que tus sueños han evolucionado, que has crecido, que en eso consiste madurar, en adaptarse a la vida y en que la vida se adapte a ti, que ser feliz es conformarse, y todas esas bobadas de la antiayuda. Te cambio el secador por una cámara, la calculadora por el balón, y la sartén industrial por una Gibson les Paul, y mirándome a los ojos, dime con qué te quedas.
Hablando en plata: abandonar un sueño es morirse por fascículos. Con la diferencia de que no la acabas tú, sino que probablemente sea ella la que acabe contigo. El día en que empiezas no te das ni cuenta de lo que estás haciendo, porque con el número uno, también en este caso, vienen todo tipo de tapas, excusas y justificaciones de regalo. Que si ya es tarde para intentarlo, que si al fin y al cabo lo puedo seguir haciendo como un hobby, que si en realidad me gusta vivir bien, que si no lo hago es por la familia, que si necesito una garantía de seguridad, que si ya no tengo edad, ni dinero, ni contactos... lo que sea.
POR ESO, A TODOS LOS QUE HOY SE PLANTEEN CONVERTIR SUS EXPECTATIVAS EN FRUSTRACIONES. A TODOS LOS QUE PRETENDAN INMOLAR SU VOCACIÓN CON LA DINAMITA DEL MIEDO. A TODOS LOS QUE UNA VEZ SE HAYAN PLANTEADO CASTRARSE UN "TE IMAGINAS". A TODOS ESOS, CON EL CORAZÓN EN UNA MANO Y LOS GENITALES EN LA OTRA, TAN SÓLO LES HARÉ UNA PREGUNTA: ¿TÚ DE MAYOR HABRÍAS QUERIDO SER TÚ? Y POR FAVOR, ANTES DE CONTESTAR, INTENTAD QUE LA PALABRA TARDE NO RIME CON LA PALABRA COBARDE.”
-Risto Mejide x

Inténtalo. Tienes toda la vida para intentarlo, y ni en un millón de años una vez se haya terminado te lamentarás de haber invertido tiempo en ello... porque no será tiempo perdido.

sábado, 26 de julio de 2014

La ciudad que nunca duerme y que jamás deja de soñar.

Si lo prefieres, puedes leer este capítulo en Wattpad haciendo clic aquí.

Sabía que con el portazo conseguiría cabrear aún más a mis padres, pero lo mejor de todo era que no me importaba. En ese instante, la resaca era cosa del pasado, y un dolor lacerante se había instalado en mi corazón. Me sentía como la primera vez que me había probado un vestido para desfilar, y había descubierto que no me servía: los ayudantes gilipollas de Marc Jacobs me habían tomado mal las medidas, y ahora no podía llevar esa belleza negra y blanca que tanto me había gustado y por la que tanto me había peleado. Repartí gritos e improperios entre bambalinas mientras las demás modelos me observaban, sin comprender qué pasaba, o cómo había podido nadie cometer un error tan garrafal, especialmente teniendo en cuenta que mis medidas estaban en Internet.
No podía dejar de llorar mientras correteaba por los alrededores en busca de una modista de emergencia que pudiera arreglar ese estropicio, y la verdad es que no la encontré. El mismísimo Marc, entrado en años y con sus eternas gafas de sol y el cigarrillo en una mano fue el encargado de detenerme y abofetearme para que mi ataque de ansiedad no terminara con todo Manhattan.
-Niña, te puedo garantizar que no vas a llevar ese vestido hoy, pero como no te tranquilices, será la última vez que trabajes para mí.
Conseguí calmarme, o, por lo menos, secar mis ojos, lo que en el mundo de la moda venía a ser lo mismo. No importaba cuán jodido estuvieras por dentro: si sonreías y estabas haciendo bien tu trabajo, bien podías estar hasta el culo de la droga más potente que hubieras logrado encontrar, o llevar en tu interior una depresión de caballo, de esas que hacen que los patéticos salten de las azoteas de los edificios de sus padres.
Algo así, multiplicado por mil, sentía en el momento en que me tiré en la cama. Ni siquiera me sobresaltó el sonido de un golpe seco y cristales rompiéndose. No sería hasta más tarde cuando me daría cuenta de que me había cargado uno de los cuadros del pasillo, aquellas obras de arte que mis padres rescataban en las subastas por cantidades ingentes de dinero. ¿Quién coño daba un millón de dólares por un lienzo con una puñetera línea pintada? Podría forrarme en Nueva York a base de vender mis dibujos de cuando tenía seis años.
Y ahora me iban a llevar lejos de mi ciudad, lejos de todo, para castigarme por las cosas que había hecho. Cosas que las chicas de mi edad hacían constantemente y cuyas culpables campaban a sus anchas con zapatos de Louboutin y bolsos de Miu Miu, embutidas en diseños de mi madre mientras esperaban a que las becarias de turno de la tienda de tal esquina les encontraran el vestido perfecto para la fiesta del sábado siguiente. Ojalá mi castigo fuera llevar unos Louboutin de diseño horrible durante una semana a todas partes. De verdad que lo acataría con resignación y no me quejaría.
Bueno, casi.
Escuché pasos detrás de mí, más allá de la puerta, en lo que decidí considerar el “mundo exterior y en calma” dentro de mi burbuja de infierno sin llamas. A través de mis sollozos logré entrever una respiración entrecortada, y mi yo más cínico sólo pudo sonreír en mi interior ante la expectativa de una nueva pelea.
El pomo de la puerta comenzó a girarse, y yo me retorcí para observarlo con furia. Si tuviera superpoderes, lo habría derretido, y luego habría hecho estallar media Nueva York con sólo el poder de mi mente. Pero, por suerte para la mejor ciudad del mundo, aquello no hizo falta. Unos susurros al otro lado de la barrera del mundo exterior y en calma hicieron que el movimiento fantasma del pomo de la puerta se detuviera. Un suspiro después, volvió a su posición original, y no se movió más del sitio.
Seguramente lo que más me fastidiaba de todo el asunto no era que no pudiera ver a mis amigos en un gran período de tiempo (había estado en Francia e Italia muchas veces, sólo acompañada por mi madre, lo que equivalía a que cada una fuera por su lado porque sabíamos demasiado bien que juntas no podíamos aspirar a nada bueno), sino la facilidad con la que mis padres se deshacían de mí. No sé, me habían hecho pensar que verdaderamente me querían. A casi nadie le concedías tantos caprichos ni le dabas tanta libertad y “confianza” si no le querías, ¿no es así? No todas mis amigas desfilaban en las mayores y más importantes pasarelas; al menos, no las de mi instituto, y no por eso mis padres me querían menos.
Pero, claro, a ninguna la habían enviado de una patada en el culo al país del que procedía la lengua en la que pensabas y hablabas, aquel que había tenido sometido al feto de tu nación cientos de años atrás, cuando Estados Unidos no estaba compuesto de 50 estados, y sino de 13 colonias que, para colmo, no tenían identidad propia y obedecían a lo que un retaco de isla al otro lado del mundo les obligaba a hacer. De verdad, qué asco de vida. Preferiría que me enviaran a la India a meditar. Cualquier sitio salvo Inglaterra, con cualquiera salvo con los Tomlinson.
Pensar que iba a estar varios meses con aquella familia me daba arcadas. No me malinterpretes, Louis era un tío guay. De hecho, me gustaba bastante cómo era, y me identificaba más con él que con mi padre (muchas veces había llegado a considerar que mi madre se hubiera liado con él y que me hubiera hecho pasar a Harry por su hija, pero mis ojos verdes me delataban a leguas de distancia), y tampoco tenía ningún problema con su mujer, una vieja amiga de la infancia de mi madre que parecía bastante simpática en las pocas ocasiones en las que pude hablar un rato con ella. No me trataba como lo hacían los demás, como a una modelo de alta costura, y tampoco como a una cría de 16 años que no sabía nada de la vida, sino como lo que era: una igual. Las pocas conversaciones que teníamos habían sido intensísimas, todo sobre moda, películas, Hollywood y mi país. Le encantaba mi país como a las plantas les encantaba hacer la fotosíntesis.
No, el problema no venía por los padres. Venía por los hijos. Más bien por el hijo. Thomas Louis Tomlinson. Era insufrible: todas y cada una de las veces en que había coincidido con él, me había dado la misma impresión; la de un gilipollas pretencioso que se creía Dios por haber salido de los huevos de su padre hacía muchos años, y que se creía el más guapo del mundo cuando claramente era un cani de aquí te espero. Por favor, si seguramente escribiera “guapa” con W en lugar de con gu. No podían obligarme en serio a cambiar a Zoe por semejante espécimen, al que vería todos los días durante dios sabía cuánto tiempo. ¿Si me metía a monja, me libraría de todo aquello?
Me tumbé boca arriba. Pasaron los segundos, los minutos, las horas, mientras yo caía en una espiral de autocompasión de la que me iba a costar salir. Escuché el tintineo de los cubiertos cuando pusieron la mesa. Alguien llamó a mi puerta.
-Diana, ven a comer-dijo mi padre, con esa voz rasgada que no admitía a discusión. Puse los ojos en blanco.
-No puedo. Estoy en Inglaterra.
-Que bajes a comer, niña.
-No tengo hambre.
Papá abrió la puerta y se me quedó mirando.
-¿Ni siquiera te has cambiado de ropa?
-Estoy cambiándome de casa; eso ya es mucho cambiar algo. Puede que en una temporada no me cambie ni las bragas.
-Diana.
-No voy a comer, ¿vale?-ladré, incorporándome y fulminándolo con la mirada, que me ardía a causa de las lágrimas-. No tengo hambre, ni un puto poco. ¿Quieres dejarme tranquila? No voy a comer-y volví a dejarme caer sobre el colchón, rebotando un poco, haciendo que mi pelo rubio bailara de arriba a abajo un segundo, como si tuviera vida propia.
Papá suspiró.
-Didi...
-Cierra la puerta cuando salgas.
-Didi...
-¡Ni Didi ni hostias! ¡CIERRA LA PUERTA CUANDO SALGAS!
Se quedó allí un rato, mirándome, el tiempo suficiente para que yo considerara el echar un vistazo para asegurarme de que no le había dado un yuyu y que por eso no se movía. Emitió un largo suspiro, preguntándole al señor por qué tenía un hija tan mala él, que era tan bueno, y sacudió la cabeza. Cerró la puerta despacio, temiendo hacer ruido y despertar la bestia que había en mí, que, a pesar de todo, se manifestó igualmente.
-¡¿POR QUÉ NO ME DARÁ UN PUTO CÁNCER Y ME MORIRÉ AHORA MISMO, JODER, HOSTIA PUTA?!-chillé, contemplando la pared y esperando a que vinieran a romperme la cara. No pasó nada, al margen de que mi madre me gritó desde la cocina:
-¡¡CIERRA LA BOCA, DIANA!!
Me gritó algo más que yo no logré entender. Gilipolleces varias, como siempre. Me abracé a mi almohada más grande y no me dormí hasta que no la empapé del todo.
Me despertó el sonido de mi teléfono, con la melodía característica de Zoe. Vibraba en mis vaqueros; ni siquiera lo había sacado del bolsillo. Era increíble. Sí que estaba mal. Observé la pantalla con la foto de las dos haciendo el tonto con un peluche de una jirafa mal hecha, y descolgué al tercer timbrazo.
-¿Qué te pasa?-inquirió ella con voz melosa. Puse los ojos en blanco. El rumor no podía estar corriendo ya.
-Nada.
-Vale, si es así, entonces, ¿por qué tu padre me ha llamado y me ha llevado al instituto para que vacíe tu taquilla?
Guau, las cosas realmente van en serio.
-Oh, tengo un viaje previsto. No me apetece hablar de ello.
-Pues vamos a hablar de ello. Te llamo en diez minutos. Más vale que te desmaquilles y te metas en el baño. Ponte sales. Las de la caja rosa. Las que compramos en aquella tienda.
Fruncí el ceño.
-Nosotras nunca hemos comprado sales, Zoe...
Ella suspiró al otro lado de la línea, en un piso cercano en mi mismo barrio.
-De acuerdo. Comprar, robar, pedir prestado, llevárnoslo regalado para que a cambio tu cara en Times Square pueda llevar un bocadillo con la marca... ¿acaso importa, en realidad? Cuatro minutos y cincuenta segundos. Métete en el baño o te meteré yo. Y sólo la cabeza. Durante cinco minutos. En el estanque de Central Park.
-Estoy perdiendo tiempo de baño con tus amenazas de subnormal profunda-ladré, levantándome de un brinco y estudiando mi habitación. Bah, volvería desnuda. Así se sentirían peor por hacerme no comer cuando estaba “demasiado delgada”.
-Como cuando te vuelva a llamar no estés en la bañera, te juro por Buda que tú sí que vas a ser una subnormal profunda.
Caminé en silencio. Abrí la puerta de mi habitación y me asomé. Vía libre.
-Ya sabes, porque voy a tirar tu cadáver al mar.
-Ya lo había pillado, ¿vale, Zoe? Adiós.
Me llevó tres minutos exactos conseguir que las sales hicieran una nube de espuma lo suficientemente grande como para cubrirme entera. Después de echar el pestillo a la puerta, me metí en la bañera despacio, con el agua caliente arañándome la piel y enrojeciéndomela como nunca antes lo había hecho. Seguramente mi subconsciente quisiera cocerme a fuego lento para que así, al menos, no notara el frío que iba a hacer en aquella mierda de país al que me estaban deportando.
Mi móvil volvió a vibrar encima de los azulejos del baño. Lo cogí cuando el tono estaba empezando a sonar.
-A ver, ¿qué?
-No, qué no. ¿Qué tú? ¿Qué coño pasa, Lady Di?
Suspiré, me encogí de hombros y me dije “bah, ¿acaso importa?”. Procedí a contárselo todo, la conversación con mis padres, mis reflexiones de media mañana y media tarde tendida en la cama, contemplando el universo que no se quería extender ante mis ojos, tapado por aquel techo tan triste. Mientras tanto, ella asentía con monosílabos, sus palabras favoritas en el mundo. Ajá, aham, sí, ya, oh, mm.
Se quedó callada cuando llegué a la parte del Tomlinson júnior, reprobando en su fuero interno mi comportamiento prejuicioso. Ella siempre había mostrado un tierno interés por los canis, y cuanto más cani fuera un chico, más curiosidad sentía por él. Estuve considerando la posibilidad de que me pidiera ir conmigo sólo para estudiar al Tomlinson en su hábitat natural. Presentaríamos más tarde un informe a la NASA y nos daríamos una alegría con dos astronautas bien guapos en el espacio. Me pregunté cuánta gente habría follado allá arriba.
-Sigue, Diana-me instó ella, molesta. Pude escuchar cómo abría y cerraba cajones. Oh, oh. La libreta de los dramas no.
-Toda esta mierda te la estoy contando off the record.
-Y yo preocupada. Esto se merece dos hojas, por lo menos, en mi Libreta de Acontecimientos Importantes.
La Libreta de Acontecimientos Importantes, la LIA, o la libreta de los dramas en lengua común no-Zoe, era la libreta en la que llevaba la cuenta de los cotilleos más jugosos de la ciudad. Zoe los redactaba como si fuera una periodista, dando detalles sobre todo, y también apuntaba en los márgenes reflexiones y posibles justificaciones. O al menos, ese había sido su cometido único en sus orígenes, porque la verdad es que terminó cogiéndole tanto gusto a aquello de escribir que había terminado apuntando hasta la más mínima cosa. Cada vez que a alguien de nuestro círculo le pasaba algo, Zoe abría una app de su móvil que le hacía las veces de grabadora, y se dedicaba a entrevistar al susodicho en busca de detalles suculentos que más tarde pudiera psicoanalizar en su libretita infernal. Cabía destacar que estos análisis terminaban enmarañándose unos con otros de tal manera que el hecho de que a tal chica no le cupiera un vestido por una razón muy simple (que había engordado porque era una zorra adicta a las hamburguesas del Burger King), bajo el punto de vista de Zoe todo eso tenía una clara relación con el chico al que le había cagado una paloma hacía varios días.
Yo era la única persona a la que no trataba de relacionar con nada, básicamente porque si lo hubiera hecho, habría sido probable que le arrancara la cabeza y se la metiera en el coño.
-Vale, así que, te vas a Inglaterra-susurró. Se había tumbado en la cama, había cruzado los pies en el aire y se había puesto a balancearlos mientras hacía un esquema a sucio en un folio con ejercicios de química en la otra cara. Cerré los ojos con fuerza y me hundí un poco en el agua espumosa-. ¿Por cuánto tiempo?
-No lo sé.
Dio un golpe con su bolígrafo/lápiz en la libreta y chasqueó la lengua.
-¿Te importaría poner un poco de tu parte, por favor, Diana? Ser periodista no es fácil estos días-murmuró con voz herida, y yo sonreí.
-No sabe, no contesta.
-Te voy a colgar y me voy a hacer con tu maldita corona. Ya lo verás.
-Lo siento si no estoy muy receptiva hoy, pero es que, ¿hola? No quiero ir a Inglaterra. Me da muchísimo asco ese país.
-La reina Kate es bastante guapa. Y viste muy bien.
-Que me da igual, Zoe. Es horrible. Es demasiado... viejo.
-No es viejo. Es vintage. No es lo mismo-escuché cómo el bolígrafo rasgaba el papel mientras ella apuntaba algo así como “animadversión a lo antiguo: psicoanalizar más adelante con películas de Marilyn Monroe”. La puta que la parió. Puse los ojos en blanco, asqueada por esa actitud suya de intento de psicóloga en lugar de mejor amiga. ¿Ni siquiera me había ido del país y ya me estaba reemplazando? Mi orgullo herido me decía que debía ser más mortífera y traicionera, pues mi ego toda la vida había creído que mi pérdida sería un golpe muy duro para los de mi entorno, especialmente para Zoe.
Claro que eran los de mi entorno los que la estaban propiciando.
-Que. Da. Asco. Zoe, nada se compara con Nueva York. Ambas lo sabemos muy bien. Además, lo he estado mirando en un mapa, y la tal “Gran Bretaña” es en realidad muy pequeña. Encima de ancianos, pretenciosos. Estos ingleses lo tienen todo. Mi coño es bastante más grande que ese montón de tierra aislado del continente y creyéndose Dios, ¿sabes?
-Para empezar, los ingleses viven en una parte nada más. Como llames ingleses a los del norte o los del oeste, es probable que te maten.
-Me librarán de tanto sufrimiento.
-Además, ¿tú qué sabes si el nombre es metafórico o no? Puede que no se refiera al país en sí, como me encargaré de mirar más adelante... sino a las pollas de los tíos.
-Ojalá sea así-suspiré, sonriendo a pesar de que no quería hacerlo. Zoe sabía cuándo sonreía sin necesidad de estar presente, frente a mí. Lo escuchaba en mi voz, igual que yo lo escuchaba en la suya. Y pude escuchar su sonrisa a pesar de que no dijo nada, pero cuando sonreía expulsaba el aire por la nariz, dilatando las aletas de ésta y achinando los ojos.
Chasqueé la lengua.
-Oye, todo esto no será en realidad una artimaña tuya para quitarme de en medio y convertirte en la abeja reina del instituto, ¿verdad?
Bufó.
-Tu padre me prometió que serían mucho más convincentes de lo que han sido. Cabrones-me la imaginé poniendo los ojos en jarras, inclinándose ante el espejo y frunciendo el ceño... a pesar de que escuchaba su sonrisa a través de sus palabras, en el tinte melódico de su voz-. ¿Qué estás insinuando, por cierto? ¿No lo soy ya? Además, ¿a quién pondría de primera dama? ¿A Valerie, tal vez? Agh, no. Y menos con los zapatos que traía hoy. ¿Te has fijado?
-Procuro pasar de ella en la medida de lo posible, pero sí; ¿cómo no hacerlo? Eran tan de la temporada pasada como mínimo.
-Otoño-invierno de hace dos años. Lo he comprobado-Zoe y sus comprobaciones, que la hacían más lista y más letal, especialmente en el terreno de la moda, porque era el terreno en el que sus investigaciones se iniciaban con más ganas. A veces, incluso, aceptaba encargos míos, y no era la primera vez que nos pasábamos toda la noche buscando un bolso o un pañuelo descatalogado que había dejado de fabricarse hacía mucho. Cuando yo me daba por vencida, ella seguía buscando. Y lo terminaba encontrando. Era como una hiena.
-Qué asco.
-¿Le habrán hecho algo sus padres, o qué?
-Deberían invertir en arreglarle la cara, sí-espeté, y ella se echó a reír a carcajada limpia-. ¿Zoe? Estamos en un maldito colegio de pago. O le han bajado la paga (la que no entiendo por qué le dan, porque con esa cara podría ir al metro a pedir y hacerse millonaria), o se ha ido de casa. O fue drogada a clase.
-Tal vez fuera un poco de todo, Lady Di.
Casi pude verla sentada en su habitación, con las piernas cruzadas, alzando la mirada al cielo de Manhattan y con la lengua entre los dientes mientras luchaba por contener las carcajadas en un segundo plano, donde nunca pudieran molestar a las palabras que salían en tropel de su garganta.
-Somos un par de malas pécoras, Diana.
-La clave de ser la reina es coger aquello en lo que destacas y convertirlo en tu modo de vida.
La vi frente a mí, en otro edificio varias manzanas más allá, frunciendo el ceño y cerrando la boca, sin hacer por ello que su sonrisa se fuera de sus labios.
-Entonces, ¿por qué vives de las pasarelas?
-Vete a la mierda, Zoella-repliqué yo, poniendo los ojos en blanco de nuevo y pellizcándome la nariz. Volvió a reírse, esta vez con más fuerza.
La línea se quedó en silencio un momento, pero ninguna de las dos temió que se hubiera cortado o que la otra hubiera dado la conversación por finalizada. En ocasiones nos pasábamos así varios minutos, intentando aclarar nuestras ideas y encontrar el tema que abordar en la conversación. Era lo bueno de nuestra amistad, lo que nos distinguía como buenas amigas por encima del resto: nuestros silencios no eran incómodos, no nos callábamos para esperar lo que la otra dijera, y tampoco intentábamos rellenar el vacío con sonido. Simplemente no era nuestro estilo, y sabíamos esperar.
-¿Di?
-¿Zoe?
-Te voy a echar mucho de menos-me la imaginé asintiendo con la cabeza, con el pelo azabache cayéndole en cascada, liso como nunca, hasta acariciarle los muslos ligeramente bronceados. Frunciría la boca en un gesto triste con el que no pretendía llorar, y empezaría a tirar de los hilos sueltos del cobertor deshilachado que sufría el mismo destino que los demás. Su madre siempre la había reñido por esa manía suya, pero no podía evitarla. Le hacía sentir bien.
Rememoré con los ojos ahogándose en lágrimas cómo tardé en enterarme de que lo había dejado con su novio. Tres horas cruciales en las que estuve alejada de ella cuando más me necesitaba, y cómo me la había encontrado encerrada en su habitación, con música triste que no dejaba de hablar sobre rupturas (vamos, Taylor Swift total), y deshaciendo a conciencia el cobertor. Había soltado cada una de las piezas que lo conformaban, y sólo le quedaba separar el último par para terminar con su tarea de desintegración. Cuando alzó la vista, la encontré rota, y desde entonces me había prometido a mí misma que no dejaría que destruyera otro más de aquella manera.
Y ahora yo era la causa de que otro cobertor sufriera el destino de los anteriores. Y ni siquiera era mi culpa, sino de los que me habían criado.
-Y yo también a ti, cariño.
-Tienes que venir a verme antes de que te vayas.
-No sé cuándo me voy-suspiré, cerré los ojos y me hundí hasta casi la barbilla en el agua. Sostuve el teléfono lejos del agua para no cortar nuestra conversación-. Pero creo que deberíamos ir de compras. No tengo abrigos de invierno magistral.
-Puede que las compras te animen.
-¿Puedo comprar nuevos padres?
-Eso creo que los hacen por encargo, y una vez los tienes no aceptan devoluciones, y tampoco sustituciones. Tienes los que tienes, y punto. A no ser que seas uno de esos afortunados que cuenta con cuatro.
-¿Te imaginas que fuera adoptada?
Y seguimos en una espiral de conversaciones que carecía de sentido, con el único propósito de pasar el tiempo, como solíamos hacer cada vez que descolgábamos el teléfono. Primero se abordaban los problemas, luego los destruíamos, y finalmente encontrábamos maneras de celebrar que éramos libres de nuevo y que nada podía realmente con nosotras.

Nueva York no era una ciudad para estar ahogada en penas. Si ella nunca dormía, tú no podías ser menos. Y el que no durmiera no significaba que no soñara y que sus calles no palpitaran con la emoción de la victoria. No todo el mundo vivía en la ciudad más importante del mundo, pero los que lo hacíamos sabíamos cómo celebrarlo.

domingo, 20 de julio de 2014

Pequeña mariposa.

Me habría esperado mil cosas diferentes más allá de aquella puerta.
Cosas horribles, cosas como océanos de magma con islas de magma solidificado por los que tendría que saltar para salir de aquel infierno.
Cosas como un país hecho de nubes, que sólo podrías conquistar si tenías alas.
Cosas como una infinidad de pasillos con complejo de laberinto, al estilo de mi Base, en el que la vida fluía como fluía la sangre por las venas y arterias del cuerpo; decenas de personas de un lado a otro, corriendo para cumplir con sus misiones, sin preocuparse de los demás a menos que fuera estrictamente necesario. Gente atareada con el dedo en el oído, escuchando las instrucciones de su próxima misión, con un libro arrugado y utilizado hasta la saciedad en las manos, pegado al pecho, dispuesto a disfrutar de unas vacaciones comparables a encontrar trufa en medio de la nada, gente con los hombros cubiertos de tatuajes, gracias a los cuales podrías saber a qué se dedicaban cada uno de ellos, y el grado de calidad con el que hacían su trabajo.
Pero nunca, jamás, me hubiera esperado encontrarme con una amplia sala llena de los muebles más lujosos que pudieras encontrar. Decorada en una escala de grises, en el otro extremo del lugar había una televisión tan grande como los cristales de las ventanas del comedor de mi hogar. Y frente a ella, un sofá grisáceo en el que podrían tumbarse tres o cuatro personas sin tocarse siquiera. Parecía hacerle frente con valentía, parecía plantarle cara como sólo un sofá puede plantarle cara a una televisión.
Había cuadros en las paredes, cuadros que no pude apreciar porque no tuve tiempo, ni energías, debido a mi estupor. Una mesa, sillas, una cómoda, y al otro lado, una barra de acero que trataba de separar la estancia, escudo de una cocina sin paredes a la que sólo podías identificar por la nevera, el horno y la vitrocerámica.
Hubiera mirado a Louis a los ojos con la estupefacción escrita en verde pardo de no ser porque iba delante de mí, casi arrastrándome, como si le avergonzara que pudiera ver los entresijos de su casa, o que siquiera supiera que él tenía una casa.
-¿Todos los ángeles vivís así?
Se encogió de hombros, concentrado exclusivamente en sacarme de allí cuanto más rápido mejor. Silbé, haciendo un poco de resistencia y girándome para contemplar mi entorno, pero no me dio tregua y siguió arrastrándome sin piedad. Podría haber protestado si quisiera, y él habría dejado de comportarse como un bulldozer, pero lo cierto era que nada de lo que hiciera conseguiría darme unos minutos para estudiar el ambiente.
-No me extraña que os aclame tanto la gente; si saben cómo vivís...-susurré, y él contestó con un tirón que me hizo trastabillar y casi caerme. Por suerte, mis reflejos estaban volviendo a mí, y conseguí mantener el equilibrio sin avergonzarme aún de que una tontería semejante me hubiera hecho tropezar y amenazar con estamparme en el suelo.
Sin mediar palabra, se giró, me echó un vistazo, comprobando quién sabía qué, y dejó que su mano se abalanzara sobre un cuadro de mandos que no dejaba espacio a nada más. Unas puertas de acero se abrieron, y me empujó dentro del ascensor más grande en el que había estado en mi vida.
Y eso que yo había estado en muchos ascensores, los mejores amigos de un runner. Aquellos pequeños te salvaban de cualquier cosa: desde una gran pérdida de tiempo subiendo escaleras para volver a tu hogar, los tejados, hasta de puerta interdimensional a los sótanos de los edificios, la parte preferida de las ratas para proliferar. Allí era donde más tiros se repartían. Sin olvidar, por supuesto, la deliciosa función de escudo que hacían contra las balas de tus enemigos, las cuales eran incapaces de atravesar las paredes de metal que el ascensor construía en torno a ti.
A pesar de que yo lo miraba con los ojos más inquisitivos que había conseguido colocar, él no se molestó en alzar la cabeza. Se contemplaba los pies, nervioso, y daba pequeños saltos que sólo consistían en doblar y estirar las piernas. Tenía las manos entrelazadas y caídas, con la desgana de su alma materializada en ese gesto aburrido. Quise acariciarle el brazo, decirle que todo estaría bien. Estúpida de mí. Yo era la que estaba encerrada en territorio enemigo, y él debía consolarme a mí, no al revés.
Ojalá pudiera decir que no le acaricié porque me di cuenta a tiempo de lo irónico de la situación, pero sería mentir, y la mentira es un robo terrible de la verdad. No, la cruda realidad era algo mucho más simple y doloroso, inocente y traidor: tenía las manos atadas por esposas de acero (me recorrió un escalofrío cuando mi cerebro volvió a recibir el tacto frío y duro de mis captoras), de manera que no podía mover una mano sin mover la otra.
-¿Estás bien?-pregunté, inclinando la cabeza y pestañeando despacio. Todo aquello me superaba, no estaba hecha para las sutilezas con las que se comportaba aquella gente. Nosotros no teníamos tiempo, ni energías, para todas aquellas tonterías: si te encontrabas mal, lo decías, y punto. Y si no decías nada, te ibas a una misión, y sólo tu vigilante se encargaría de darse cuenta de que en realidad no estabas para ello, pero sería demasiado tarde y tú te distraerías siendo un buen runner y cumpliendo con tu deber lo antes posible.
Pero, claro, cuando tienes alas y puedes volar, todo adquiere una dimensión diferente, y supuse que sería más difícil de manejar. Un techo más alto, unos edificios aún más rápidos, unas caídas que no te mataban, menos riesgos, y más dolor.
O tal vez sólo le preocupara que más tarde tendría que limpiar su enorme habitación, aquella cuya superficie en el lugar de donde yo procedía se repartiría entre casi diez personas.
-Sí, sólo... estoy preocupado.
Claro, debo de haberle manchado algo al pobre pájaro,pensé poniendo los ojos en blanco y asintiendo con la cabeza. Localicé la salida de emergencia, consistente en la misma trampilla en el techo por la que habíamos escapado Blondie y yo tres eternidades atrás, y me satisfizo darme cuenta de que no había perdido facultades. Luego, miré en derredor, y cientos de Kats diferentes me devolvieron la mirada cautelosa y curiosa que tan sólo una cautiva que siempre ha sido libre podía tener. Me acerqué a un espejo, y sentí cómo mi ángel de la guarda alzaba la mirada y me estudiaba en silencio, preguntándose qué hacía, pero con miedo a preguntar.
Mi reflejo no me dejó entrever nada que no hubiera visto en la habitación en la que me habían mantenido presa: mi cuerpo se guardaba con celo el secreto de la caída, dejando que éste sólo se entreviera en mi labio partido y mi frente magullada, con la herida cicatrizando lenta y trabajosamente, pero sin pausa, lo cual era de agradecer. Todos los tatuajes estaban allí, y mis ojos aún conservaban las rayas negras que aportaban una mirada felina y me hacían parecerme aún más a un gato de ojos verdes, pelo rojo y movimientos elegantes.
Parecía la misma chica que había salido de la Base con intención de volver, pero en mi interior, yo sabía que aquella chica agonizaba en una cama rodeada de cortinas corridas, y que la que iba a ocupar su lugar no se tomaba la molestia de sentarse a apretarle la mano, decirle que el viaje que iba a tomar sería duro, pero le causaría un descanso sin parangón.
-Asegúrate de notar las esposas-me dijo él, sacándome de mi ensoñación y rompiendo el hechizo hipnótico en el que me había sumido a mí misma-. Cuando las notas, te pones tensa. No quiero que estés demasiado relajada porque sea yo quien te lleve de paseo, y no otro. Los demás no deben notar que tenemos un pasado.
-¿No saben que eres un traidor? ¿No os gustan los traidores?
-¿A quién le gustan?-replicó, frunciendo el ceño. Alcé en un acto reflejo una comisura de mis labios, divertida por la pequeña victoria que me había anotado en mi marcador-. En serio, Kat. Llévalas a la vista. Con ellas no representas ninguna amenaza.
-La única amenaza que hay aquí está en tu espalda-contesté yo, y alcé las manos y señalé sus alas a modo de reiteración de mi postura. Él echó un vistazo sobre su hombro, y no dijo más nada.
El ascensor se detuvo lentamente, como si la atmósfera electrificada le afectara también a él, y las puertas se abrieron en un silencio tan absoluto que me llamó la atención. Louis carraspeó, y se dispuso a arrastrarme igual que a un animal de carga otra vez, conduciéndome por los parajes más pintorescos sin tocarme siquiera. Rodeó con los dedos la cadena que unía a mis dos preciosas pulseras, y tiró de mí.
Se me hizo muy difícil caminar tras él, principalmente porque sus alas se movían al andar (como era natural), y me golpeaban y acariciaban a partes iguales. Además, mi campo de visión se veía muy reducido por lo que tenía delante, de manera que apenas podía distinguir luces y señales por todas partes, compuestas en un azul claro que recordaba al cielo.
Pero cuando llegamos a la zona donde la vida palpitaba, todo cambió. Sus pasos se volvieron más calmados, mucho más calculados, como si controlara la situación y fuera el único que tenía ese poder... al contrario que los míos, que se volvieron más irregulares e indecisos.
Apenas giramos una esquina que nos vomitó en un pasillo concurrido, sentí todos los ojos de la Central de Pajarracos Express clavándose en mí. Parecía que habían recordado mi presencia de repente y querían tenerme bien vigilada.
Decenas y decenas de personas con protuberancias clavadas en la espalda se volvieron y se me quedaron mirando con incredulidad, como si el bicho raro fuera yo. Vamos, hombre, yo no era la que tenía alas ensartadas en la espalda, yo no era el experimento genético... y me hicieron sentir como tal.
Hubiera agachado la cabeza de no haberme recordado a mí misma que era una embajadora de los runners en aquel lugar, y que debía comportarme como tal: cabeza alta, hombros atrás, mirada de desaprobación, odio manando de mis poros cual veneno. Desde luego, eso era lo que recibía con cada pestañeo de uno de aquellos seres antinaturales: odio, odio, puñaladas de odio, flechas de odio, aguijonazos de puro odio.
Los ojos bajaban rápido a las cadenas que me mantenían presa, y comprendí el nerviosismo de Louis por que se vieran bien: en cuanto notaban que estaba atrapada y que no había manera de que fuera peligrosa, su odio se relajaba un poco. Ya no les apetecía tanto matarme rápido, sino jugar conmigo de la misma forma que el gato juega con el ratón al que acaba de cazar. Por supuesto, yo no me dejaría cazar fácilmente.
A no ser que jugara con desventaja. Y las putas esposas eran una desventaja.
A medida que iba caminando detrás de Louis, me di cuenta de que yo no era la única diana para aquellas flechas oculares. De vez en cuando, algunas chicas se molestaban en cambiar su objetivo, y contemplaban a Louis con preocupación. Se mordían los labios, bajaban la mirada, se retorcían las manos nerviosas, y todo aumentaba a medida que la distancia entre nosotros y ellas se reducía. Luego, cuando su influjo pasaba, volvían a contemplarme.
-Eres una especie de don Juan, ¿verdad?-inquirí, y algunos sisearon al escucharme hablar. Vaya, pero si habla y todo, parecían decir aquellos susurros aterrorizados.
-Lo que pasa es que soy muy guapo-replicó Louis, regalándome una sonrisa que levantó siseos más silenciosos pero con más furia. Decidí divertirme, y a partir de ese momento les devolví la mirada a todas y cada una de las muchachas que contemplaban a mi captor con ojos de cordero degollado. Ellas eran conscientes de lo mismo que yo: la cercanía con la que Louis me aferraba no era estrictamente profesional, y desde luego él no ponía mucho empeño en hacer que no se notara que iba confiado conmigo. De vez en cuando nuestras manos se rozaban, y yo notaba cómo el corazón me daba un vuelco, más por las reacciones de las chicas que por cómo me hacía sentir aquella piel contra la mía.
Varios ángeles incluso se giraron cuando pasamos, consumiéndose en llamaradas de fastidio, y yo me permitía sonrisas de autosuficiencia que hacían que las llamas aumentaran aún más su calor: “Sí, ¿lo veis? A mí me esposa antes que a vosotras. Y no necesito unas alas para vuestros polvos celestiales”.
Cuando vi a lo lejos la silueta de una morena de alas negras, traslúcidas, fue cuando comencé a fijarme en las diferencias que había entre los ángeles. Me reprendí a mí misma por no darme cuenta antes de que las alas blancas de Louis no eran algo que todos compartieran, ni de lejos.
Desde que vi a la morena de alas negras, que resultó ser una morena de alas de murciélago (a la que Louis obsequió con una sonrisa que ella le devolvió), constaté que entre ellos no había dos con las mismas alas. A partir de aquella visión vampiresca (me recordó a aquella novela de Bram Stoker), convertí mi paseo de la vergüenza en una excursión por un zoo.
Me sorprendió ver hasta qué punto los ángeles tenían un catálogo de alas que se podían insertar. Desde alas de libélula que permitían a un muchacho cambiar de dirección a la velocidad del rayo, hasta alas de águila de una chica que apenas le permitían caminar acompañada por un mismo pasillo, pasando por alas de paloma gris, de buitre... y de mariposa.
Cuando encontramos a la chica mariposa, estábamos ya muy cerca del lugar donde tenían encerrado a Perk. Estábamos en un pasillo con una ventana lateral, que daba a una gran zona de techo abovedado y acristalado con un suelo tan irregular que no podía ser natural. Di un suave tirón de mis cadenas, casi sin pensarlo, y me desvié ligeramente hacia aquel cristal, muerta de curiosidad, atraída por los colores que había en su interior. Era una polilla que iba a la luz, pero, sencillamente, me daba igual.
Louis fue benévolo conmigo, y se olvidó de su papel de duro y férreo captor para dejar que satisficiera mi capricho. Me miró a los ojos, y el mundo se evaporó un instante.
-¿Quieres vernos?
Asentí con la cabeza. Rompió el contacto visual, y el universo se apresuró a explotar de nuevo y colocarlo todo en su sitio otra vez, a una velocidad a la que no estaba acostumbrado.
Me llevó hasta el cristal y soltó las riendas, dándome el control de la situación. Los ángeles de nuestro entorno se detuvieron y formaron un corrillo en torno a nosotros dos, preparados para ayudar si su compañero se lo pedía, pero yo no estaba de humor para escapar.
Mis ojos bailaron por todas las formas que se movían en aquella jaula tan bien construida: alas grises, negras, marrones, blancas... todas se entremezclaban y cobraban fuerza, moviéndose con soberbia mientras cortaban el aire. Varias chocaban y se separaban en una danza tan complicada como bonita, y lo suficientemente fascinante como para tenerme contemplándola varios minutos, mientras aguantaba la respiración, y preguntándome cómo algo tan hermoso podía contribuir a algo tan horrible.
Estaba a punto de separarme del cristal cuando una figura pequeña captó mi atención. A unos 40 metros de donde estaba yo, una chiquilla de no más de metro y medio había entrado por una puerta invisible. Y sus alas eran lo más hermoso que había visto hasta entonces: de un amarillo brillante, devolvían la luz del sol con más intensidad, moteada por los tonos rojos, verdes y azules que cubrían sus alas.
-¡Louis! ¡¿Tenéis mariposas?!
Él se acercó a mí y pegó la cara al cristal, siguiendo la dirección que mi dedo le marcaba. Sonrió.
-Oh, sí, es Gwen. Le pusieron las alas hace menos de un mes.
Como si supiera que estábamos hablando de ella, la pequeña Gwen se giró en nuestra dirección, buscó algo y finalmente nos encontró a nosotros. Sus ojos fueron de los míos a los de Louis, y una sonrisa se dibujó en la boca de la chiquilla. Sacudió la mano en el aire y Louis le devolvió el saludo. Yo no me atreví. Todavía era el enemigo, por muy preciosa e inocente que fuera.
-¿Puede volar con eso?-pregunté. Las alas, aunque bonitas y grandes, parecían demasiado débiles para soportar el peso de la chiquilla. Simplemente no eran lo bastante gruesas. Louis se limitó a encogerse de hombros.
-Aún no lo sabemos. Todavía no sabe usarlas bien.
-Pero, si lleva un mes con ellas...
-Esto-dijo, agitando sus propias alas- requiere mucha más práctica que lo de encogerse en pleno salto para llegar más lejos-replicó, y sin decir nada más, volvió a coger mi cadena y me llevó lejos de aquella ventana y la mirada inquisidora de sus compañeros.
Parecía que él no era lo único bonito que el Gobierno había hecho allí.

Lejos, a cada vez más y más decenas de metros, Gwen echó a andar. Una de sus alas se movió. La otra, no. Y por el rostro de la chiquilla cruzó tal expresión de dolor que, mientras se arrodillaba, yo no pude hacer más que sentirme mal por haber olvidado que aquellas alas, aunque bonitas, aunque útiles y liberadoras, dolían... dolían más que ninguna caída.

lunes, 14 de julio de 2014

Gelatina.

Esperaba realmente que él se atreviera a, al menos, decirme la verdad de dónde estaba, por qué me había llevado allí, y por qué no a mi hogar verdadero. Y le hubiera sonsacado la verdad por la fuerza de no ser porque sentía miles de cadenas estrujándome la cabeza. Así era muy difícil pensar.
Él esperaba pacientemente a que yo hablara primero, sentado en un sofá de cuero blanco que, según parecía, había arrastrado hasta los pies de la cama (nadie tiene un sofá de cuero blanco a los pies de su cama, es ridículo). Quería transmitir aires de comodidad y seguridad en sí mismo, pero no lo consiguió del todo, ya que se veía perfectamente el dolor escrito en el rostro y la preocupación marcada en sus facciones. Tenía los brazos a ambos lados del sofá, y se reclinaba sobre ellos mientras las alas guardaban sus espaldas cual escudo de plumas. Sus rodillas estaban muy separadas.
A pesar de la posición en la que se encontraba, no podría salir corriendo ni aunque me lo plantease. Notaba todavía mi cuerpo torpe y dolorido, y no iba a llegar muy lejos, por muy rápido que fuera el inicio de mi carrera.
Me incorporé en la cama y me tapé con las sábanas, de un blanco impoluto que pocas veces había visto.
Decidí empezar por algo fácil para constatar que diría la verdad.
-¿Qué hora es?
Sus ojos se clavaron en los míos, y casi sentí cómo una fuerza invisible atravesaba la habitación y se anclaba en mi mente, empujando cada vez con más fuerza en los confines de mi mente, haciendo que se pareciera mucho a una goma que se va estirando poco a poco y dentro de la cual hay contenido un trozo de plastilina en el que se marcarán más tarde esos movimientos.
-Las 3 y 20-respondió con voz trémula. Leyó mi pregunta en los ojos, y sentenció-: Has dormido durante dos días y varias horas. Creíamos que no despertarías después de esto.
Abrí los ojos como platos y eché un vistazo al exterior, al doloroso exterior luminoso, a través de las enormes ventanas que poblaban la habitación. Si aún me quedaban dudas de si estaba o no en la Base, éstas se esfumaron. Cuando alguien desaparecía sin dejar rastro, se encargaban a equipos que fueran en su búsqueda. No podíamos arriesgarnos a que la policía nos tomase como rehenes. Las reglas eran sencillas: o el rescate o la muerte. No había tercer camino.
Tragué saliva, y me pregunté si estaba lista para morir. Que me sacaran de allí era imposible: sería un gran logro si conseguían entrar, así que...
La respuesta que podía encontrarme me aterrorizó tanto que rápidamente volví a mi interrogatorio externo. Se suponía que me habían preparado para morir en aquel momento, y, sin embargo, ¿por qué de repente no me apetecía en absoluto que vinieran a buscarme? Sólo quería esconderme entre las sábanas, dormirme, y despertar semanas atrás, cuando me disponía a entrar en la Central a robar los documentos que me habían encargado y que habían desencadenado todo aquel desastre.
-¿Dónde estoy?
-¿De verdad no lo sabes?-sonrió él incorporándose y acercándose a la ventana. Sus alas hicieron de parasol, y me descubrí a mí misma agradeciéndole el juego de sombras en el que me sumió durante unos instantes.-. Es la Central.
Mis pulmones se llenaron de gelatina. La Central de Pajarracos Express, conocida entre los ciudadanos como la Central de los Ángeles. Su nombre original era la Central Aérea, pero nadie recordaba ya aquel nombre, al margen, por supuesto, de los burócratas del Gobierno que se sentaban en sus sillones a fumar puros mientras contemplaban al pobre gentío admirador, que no sabía hasta qué punto era un esclavo de aquel régimen.
-¿Cómo la llamáis vosotros?-me sorprendí preguntando. Tenía muchas versiones, pero no la de los que cabalgaban el cielo en caballos incorporados en su cuerpo. Se volvió para mirarme, y pasó de ser blanco a totalmente negro debido a estar a contra luz.
-Sólo la Central.
-Tiene que tener otro nombre. Las nuestras... bueno, tienen muchos, dependiendo de en cuál estés y a cuál vayas. Coliflor, Seta, Base, Bomba... Todo el mundo tiene varias palabras para llamar a su hogar.
-Este no es nuestro hogar-se limitó a replicar, y volvió a girarse. Esta vez se quedó a medias, y pude contemplar las líneas de su rostro recortándose contra el cielo despejado. Varios aviones lo surcaban en aquel momento (como siempre, por otra parte), pero ni una sola nube de algodón se atrevía a hacer mella en aquel día soleado. Sería horrible estar corriendo por los alrededores del Cristal; las infinitas ventanas hacían las veces de lupa y conseguían que te asases aunque la temperatura media de la ciudad fuera de 16 grados. No era la primera vez en cerca del Cristal alcanzaban los 40.
-Pues esto tiene pinta de ser bastante cómodo, como una casa.
-Una cosa es tu casa, y otra cosa es tu hogar. Y aunque ésta sea mi casa, no estoy en mi hogar-contestó, tozudo. Puse los ojos en blanco.
-De acuerdo. Y, ¿por qué estoy en tu casa-no-hogar?-quise saber, acariciándome las piernas y maravillándome la no notar nada roto más allá de la frontera de la piel. Ni siquiera había marcas de heridas. Había pasado de ser un valle de relieve extremadamente accidentado a una aburrida llanura sin mucho que destacar.
-Estabas herida, y te hemos curado-respondió, encogiéndose de hombros. No me gustaba que me tratara como si no me conociera. ¿Hola? Hemos follado. Podrías al menos dar muestras de que mi puta cara te suena, para bien o para mal.
-Ya estoy mucho mejor. Si quieres, puedes dejar de vigilarme. En cuanto te plazca estoy dispuesta a que me saques de aquí,volver a las calles, y fingir que no ha pasado nada.
-Eres moneda de cambio ahora mismo, así que eso de que te suelten va a ser un poco complicado-volvió a sentarse en el sofá, pero en lugar de tirarse sobre él, se quedó con el culo apoyado en el borde, la espalda arqueada y los codos en las rodillas. Vale, no me iba a dejar marchar tan fácilmente.
-¿Por qué necesitáis un rescate? Tenéis alas. Y sois más que nosotros. Podríais entrar perfectamente en mi Base y reducirla a menos que cenizas, si quisierais.
-No si quieren que lo que les habéis robado les sea devuelto sin publicarlo.
Fruncí el ceño.
-¿Qué había en el Cristal la otra noche para que no pudierais renunciar a ello? ¿Realmente os merecía la pena cargar con dos de nosotros para salvar eso?
Asintió despacio, como si fuera tonta o me dieran miedo sus movimientos. Deberían asustarme, pero no era consciente de que era capaz de arrancarme la cabeza con una sola de sus alas. Estaba demasiado débil y aturdida como para percatarme del peligro.
-Lo que robasteis no puede caer en malas manos, y ya está en malas manos.
-Lleva en malas manos desde que lo creasteis vosotros, fuera lo que fuera.
-Igualaría las fuerzas, iniciaría una guerra de la que pocos escaparían, y toda la paz de la que disfrutan los normales se rompería. Vivimos en una balanza, Kat, una balanza con un equilibrio muy delicado y perfecto. Los ángeles somos lo que se interpone entre vosotros y el Gobierno, lo que hace que no salgáis a la calle y os pongáis a matar gente como verdaderos terroristas, para así hacer saber al mundo que vuestra Cruzada es la única legítima y que todas las demás están mal.
-¿Qué había en lo que robamos, Louis?
Apretó las mandíbulas.
-No estoy seguro-mintió-, pero eran códigos de seguridad. Las cámaras son lo único que os detiene de entrar en el Gobierno, ¿no es así? Y ahora tenéis los códigos, y algo peor. Lo que tú robaste: la manera de fabricar ángeles.
Eso lo sabía, pero que lo dijera en voz alta no ayudó a que me creyera realmente que yo había formado parte de todo aquel follón. Para ser sincera, apenas podía dar crédito a eso de que tuvieran las fórmulas de creación de pájaros en papeles impresos, con cápsulas que fácilmente podían abrirse a modo de defensa. Era surrealista. Te hacía pensar que el Gobierno deseaba que las alcanzaras y comenzaras una guerra.
-Perk y yo no podríamos recuperarlo ni aunque nos devolvierais a casa sanos y salvos. Y los runners no son tontos. A estas horas ya habrán sacado miles de copias y las habrán repartido por todas las Bases de la ciudad. No puede haber nadie que no sepa ya las sustancias que utilizan para crearos.
-Ojalá fuera tan simple como juntar dos líquidos, créeme-sus ojos bajaron al suelo y sus manos se tensaron en una mueca.
-No os serviríamos de nada.
-Sin alas, no.
Me lo quedé mirando.
-Y no tenemos alas.
-De momento-respondió él con voz helada, y se estudió las manos. Noté cómo mil volcanes explotaban en mi interior.
-No vais a ponerme alas.
-No, no vamos a ponerte alas. Al menos, yo no. Otra cosa es tu amigo. Es diferente. Es bastante más fuerte que tú, tiene la espalda más ancha, y su cuerpo soportaría la adición. Yo estoy en contra, claro. Un runner jamás debería llevar alas, pero... yo no soy el que más manda aquí.
Traté de imaginarme a Perk con alas, alzándose en el cielo con una de las armas que les daban a los ángeles. No sé por qué, pero me lo imaginé con un tridente en la mano. Los ojos rojos, llenos de odio, clavándose en mí. Y descendería para clavarme su tridente en el pecho, hacerme sufrir, conseguir que desapareciera de la faz de la Tierra...
Me estremecí.
-¿Te gustaría ir a verlo?-preguntó, y en su voz escuché un tono más ilusionado de lo que me esperaba. El típico tono del granjero que llama a sus vacas para que las lleven al matadero, y que en lugar de pensar en todo el trabajo que va a tirarse por la borda para que varias familias coman, en la vida que está a punto de acabarse por el disfrute de su carne, se emociona pensando en los fajos de billetes que le esperan al despedirse de una mercancía viva en la que ha invertido parte de su tiempo, mercancía a la que ha visto crecer.
Me quedé callada, mirándole en silencio, meditando mi respuesta. La verdad es que me apetecía bastante echar un vistazo a mi nueva prisión: cuanta más información reuniera sobre ella, más fácil me sería escapar si algún día conseguía recuperarme del todo y ellos me dejaban un poco de autonomía.
Pero me aterraba muchísimo la idea de salir de aquella gigantesca habitación y adentrarme en un mundo aún más grande, un territorio donde yo era el enemigo y mi cabeza se pagaba más cara incluso que la vaca entera que el granjero hacía subir por la rampa del enorme camión.
Y no olvidemos a Perk. No sabía cómo estaba; dudaba bastante, por descontado, de que lo hubieran tratado con la deferencia con la que me habían tratado a mí. Seguramente no hubiera dormido en un colchón de plumas y no le hubieran curado sus heridas quién sabía cómo, sino que estaría tirado en alguna estancia sucia y oscura, más parecida a una cárcel que a otra cosa, en la que le darían de comer acercándole de un puntapié un plato de acerco con comida fría, asquerosa. De esa a la que nadie podía acostumbrarse nunca por mucho tiempo que estuvieras encerrado. Tu estómago protestaba siempre.
Tal vez esté bien, susurró una voz en mi cabeza, que me quiso recordar para qué me habían entrenado. Reconocer el terreno. Buscar salidas. Usar salidas. Escapar lo más rápido posible. Si es factible, ayudar a los compañeros. Si pone en peligro la propia vida, dejarlos allí. Es mejor perder a un runner que perder a dos, siempre.
Me descubrí a mí misma asintiendo con la cabeza. Louis se me quedó mirando, se golpeó las pantorrillas y se levantó con una agilidad que hizo que mi corazón diera un brinco.
-Ahora vengo. Comprueba que puedes caminar. Nunca hemos usado a nuestros médicos para curaros a vosotros-meditó un momento, colocándose el índice en la mandíbula, y salió de la estancia dejándome con un millar de preguntas en los labios, preguntas que no podría formular con la más mínima coherencia.
Decidí que sería buena idea tratar de levantarme y constatar que, efectivamente, mis piernas estaban curadas y funcionaban bien. Me arrastré hasta el borde de la inmensa cama y dejé los pies colgando de ésta un momento. Las yemas de los dedos rozaban el suelo. Al menos no había perdido la sensibilidad; supe que le suelo estaba helado. Claro que si hubiera perdido la sensibilidad, no estaría moviendo mis miembros como si nada.
Haciendo acopio de todo el valor que tenía, y que no era excesivo, me apoyé en las piernas y me incorporé despacio. Me sorprendí al no notar ningún latigazo de dolor cruzándome el alma. Todo estaba en orden.
Me acerqué a un espejo y observé mi reflejo impoluto. La caída no había dejado más marca en mí que un pequeño corte en el labio. No recordaba que me hubieran pasado aquella luz por la cara, así que era natural. Y, oh, allí estaba la herida de la frente, tapada con una pequeña venda ajustada con algodones.
-Mi ropa-le dije al silencio, que se quedó callado, esperando a que dijera algo más. No había rastro de cortes, la sangre que antes había teñido mis prendas de un color carmesí había desaparecido sin dejar ni una sola mancha. Todo estaba en orden, no había ninguna costura de más en mi traje. Aquello era imposible, pero si me la había cortado en numerosas ocasiones durante los ataques de la policía y las fuerzas del Gobierno que nos habían sorprendido dentro de su edificio más querido...
-Supongo que no sabíais nada de la regeneración hasta la fecha, ¿verdad?-sonrió mi ángel de la guarda, apareciendo en una esquina de mi espejo y echándome un vistazo de arriba a abajo. Ya volvía a ser el mismo chulo y engreído que se había apoderado de mí y de mi lealtad hacia los míos.
-Sabíamos que hacíais algo con ella para eso-me toqué la espalda, y su sonrisa vaciló un instante-, pero no teníamos ni idea de en qué ámbitos la aplicabais.
-En todos los que podemos. Os sorprendería ver lo útil que es. Aunque, claro, ya lo habéis visto.
-¿Me lo habéis hecho todo a la vez?
Esta vez su sonrisa alcanzó dimensiones inhóspitas hasta la fecha.
-No, bombón. Tuvimos que desnudarte para poder regenerarla. Créeme, disfruté mucho con ese proceso.
Me habría sonrojado de no estar furiosa. Una cosa era que me secuestraran, que me curasen las heridas que ellos mismos me habían infligido, que me tratasen como a escoria por el simple hecho de tener la espalda desnuda... pero no iba a consentir que me desnudaran mientras yo estaba inconsciente. Y menos que me vistieran. No era una nenita. No tenía miedo de mi cuerpo; podía pasearme desnuda por aquella sala perfectamente.
No dije nada. Me limité a bufar, bajar los hombros y apretarme más fuerte la trenza. Era lo único que no se habían atrevido a tocar en mí. Mejor. Así me recordaría cuando me despertara que todo lo que estaba viviendo era real. Me había caído, Louis me había recogido en el último momento en medio de un estallido azul, y me habían llevado hasta allí, junto con un compañero, en contra de mi voluntad. Se suponía que era por mi bien, pero la misma excusa habían utilizado los de arriba para implantar cámaras de seguridad en cada esquina de la ciudad y arrebatarles la intimidad a sus ciudadanos, a los que se suponía que tenían que proteger.
Una vez me vi lista y me infundí todos los ánimos que pude, me giré en redondo y contemplé a Louis con mi mejor cara de póquer. No duró mucho. Mis ojos bajaron hasta sus manos, entre las que bailaban unos objetos metálicos que rápidamente identifiqué.
Me pegué contra el espejo con todo el cuerpo en tensión.
-No me vas a poner eso.
-Sólo son esposas-replicó, alzándolas y poniéndolas al lado de su cara. Me hizo sentir muy pequeña.
-¡No me vas a poner eso!
Puso los ojos en blanco.
-Sabes que no muerden, ¿verdad?
-No quiero que me las pongas.
-Es la única manera de que te puedas pasear por aquí sin que nadie te mate.
-Pues he cambiado de idea. Déjame en esta habitación.
-Ahora ya he avisado de que nos íbamos. Venga, Cyntia. Son sólo de metal. No tienen ninguna fórmula que hará que te queme la piel, ¿lo ves?-me demostró, cogiendo una y colocándosela alrededor de la muñeca. La cerró y sacudió su mano enjaulada en el aire.
Pude sentir las gotas de sudor frío corriéndome por la espalda.
-No, no, no. Antes muerta que esclava, antes manca que con esposas.
-¿Es alguna especie de frase chula de runner, o qué? Relájate. No te van a hacer daño-se liberó la mano y se acercó a mí. Cada paso que dio hizo que aumentara mi pánico 300 veces.
No eran sólo las esposas en sí lo que me aterrorizaba: era todo lo que representaban. Desde el Gobierno en sí hasta a la policía, pasando por todas las etapas intermedias. Disparos, balas, perros, helicópteros, cámaras... todos los elementos servían a un mismo fin; el de limitar mis movimientos y hacerme ir con cuidado, obedecer a lo que me dijeran y hacerme conducir cual ovejita inofensiva. Exactamente igual que hacían esas esposas. No podías correr con las manos atadas, pues perdías velocidad y tu equilibrio era pésimo. Era mucho más fácil correr con un tiro en la rodilla que con una pistola juntándote los brazos.
-No, Louis, por favor, no, no no-supliqué, pero él apoyó su dedo índice en mis labios y me hizo callar. Ojalá pudiera haberme hundido en sus ojos como me había acostumbrado a hacer, pero aquel no sería el caso: alguien tan longevo, alguien a quien habían clonado hasta la saciedad, se las sabía todas para tranquilizarme, y yo no debía tranquilizarme. No debía mirarle a los ojos.
Muy despacio, pegó el frío metal contra mi antebrazo. Me quedé tan quieta que incluso dejé de respirar. Lo único que se movía en mí era mi corazón, que latía frenético, tratando de compensar el hielo en que me había convertido.
Subió lentamente las esposas abiertas por mi brazo, las paseó por mi clavícula, y siguió subiendo por mi cuello hasta la mandíbula. Luego las acercó por mis labios. Fue ahí cuando cerré los ojos.
Deseé con todas mis fuerzas que el espejo que tenía detrás se rompiera y me matara allí mismo. No importaba si era rápido o despacio, sólo quería que acabara con aquello.
-Abre los ojos, Kat.
Exhalé el aire por la nariz y lo volví a inhalar muy rápido.
-Kat.
Algo cálido y suave sustituyó al duro y frío metal en mi cuello. Abrí los ojos.
-Sólo es metal. Su fuerza está aquí-se tocó la sien con un dedo, luego pasó a la mía, y fue bajando por mi mejilla hasta acariciarme los labios con el pulgar.
Deseé que me besara, y esta vez mis deseos fueron órdenes para el cosmos. Sus labios se posaron en los míos muy despacio, luego se rindieron a la pasión. Me pasó las manos por el cuello, y yo me estremecí un segundo al volver a notar el frío contra mi piel. Abrí los ojos un segundo, pero él se había vendido a mí, de modo que me sentí segura. Podía volver a cerrarlos, y así lo hice.
Mis manos recorrieron su espalda, él me las bajó hasta su cintura, y dejó las suyas en la mía. Me pegó contra sí, y dejó que me rindiera.
Cuando nos separamos y yo recobraba el aliento, descubrí que ya me había maniatado. Lo miré con el miedo inscrito en mis ojos verde pardo, y él trató de tranquilizarme con su mirada de mar.
-Con esto no se tendrán que dar cuenta de cómo no voy a dejar que te hagan daño.
Mis labios volvieron a entreabrirse y recibieron de nuevo su boca.
-No te separes de mí-me susurró al oído. ¿A dónde cojones voy a ir?, me gustaría haber preguntado, pero el pánico concentraba mi mente en aquellos puntos donde el metal acariciaba mi piel.

Cogiéndome de las manos, me condujo hasta la puerta. Echó un vistazo hacia atrás, comprobando que no me había muerto, y abrió la puerta.

viernes, 11 de julio de 2014

No son píxeles, son células.

Para Mayte. Arsa. Gracias por esos perreos intensos.


Se apagan las luces. Se encienden los sueños.
Las gargantas, las sonrisas y la felicidad alcanzan la máxima potencia. Ojos que no paraban de moverse y buscar por todas partes se encuentran en un punto fijo, como si éste fuera el centro del mundo y la gravedad fuera tan fuerte que pudiera arrastrar consigo a las almas. Las luces se encienden, los gritos rompen las barreras de lo que estaba establecido. Y sólo puedes esperar, esperar unos segundos que se hacen eternos, con la boca a punto de romperse debido a la gran sonrisa que te cruza el rostro. Y todo está bien otra vez, todo merece la pena. La lucha acaba, ellos están ahí, son de verdad, no son píxeles. Son células. Miles de millones de células que te hacen sentir cosas que no sabías que existían.
Y esos conjuntos de células tienen nombre. Zayn, Liam, Niall, Louis, Harry. Los que fueran "los cinco idiotas de las escaleras" que ahora están llenando estadios. Los que una vez no se conocían y ahora son hermanos, no se sangre, pero sí de espíritu. Y están ahí contigo, dispuestos a hacerte pasar las mejores casi dos horas de tu vida. El tiempo vuela, se enreda  con sus voces, se disipa en el aire mientras tú hacen lo que te dicen: te callas, gritas, te mueves, agitas tu palito luminoso, incendias el estadio con las luces en esa canción por la que sienten tanta predilección. Haces mil y una fotos, te detienes a hacer vídeos de tu canción favorita, llamas a tus amigas para que estén contigo aunque sea sólo unos minutos. Te sientes plena y te das cuenta de que la felicidad es mucho más poderosa que la tristeza, y que una simple vela, por muy débil que parezca, basta para vencer a la oscuridad.
Ellos se mueven por el escenario, se paran a hablar, hacen bromas entre sí. No entiendes la mitad de lo que dicen por los gritos, pero sonríes, porque por una vez, los altavoces son enormes, de varios metros de alto. No son los de tu ordenador, o los de tu televisión. Ni siquiera son los auriculares. Son altavoces cuyos sonidos se grabarán para reproducirse en otros altavoces, igual que se hace con el borrador de un libro que en un principio está sólo en el cuaderno de apuntes de su autor y termina ocupando cientos de librerías por todo el mundo. Eso es mágico.
Y recogen tu bandera, que puede gustarte o no en cualquier otro momento. Pero en ese instante, ese trapo de dos colores te parece lo más bonito del mundo, porque se lo están anudando al cuello como si fuera la capa de Superman (por fin tu héroe tiene capa), o a la cintura como si de un pareo se tratase. Recogen cosas que les tiran los que están en pista, se ponen gafas enormes, caminan con chulería sólo para hacerte reír, porque se lo pasan tan bien, o mejor, que tú.
Pero cuando se van, no se llevan la euforia con ellos. Ella sigue en ti, colándose por tus venas. Agarras con fuerza tu palito, ese por el que llevas tanto tiempo esperando, y te dispones a salir en unos segundos del lugar al que llevas esperando entrar mil años. No puedes dejar de hablar de ello, no puedes dejar de rememorarlo, y das las gracias por haber nacido cuando ellos existen y por tener maneras de dejarlo grabado para siempre. Que el mundo se entere de que has cumplido uno de tus sueños, y de que para ellos ha sido así también. Que todos se enteren de que ha sido un concierto especial, y de que entre tú y otras 45 mil personas habéis conseguido convertir un rostro serio en una cara llena de felicidad. Que todo el universo sepa que dan las gracias por lo que tú estás mil veces agradecida.
Por motivos que no merecen ser mencionados, iba con las expectativas bajas. Casi "triste". Pero ellos no me hubieran decepcionado ni aunque me hubiera esperado que la Luna bajase a bailar con ellos.
Cada cosa que hicieron, cada vistazo que les eché como pude, bien con prismáticos (sí, lo reconozco), bien a las pantallas. Cada susurro "Louis es tan pequeño" "Qué guapo está Liam con el pelo así" "Cómo lo vive Niall" "La voz de Zayn" "Cómo te seduce Harry", cada grito, cada agitación del palo como si de una espada láser en una batalla épica se tratara. Cada palabra en español, y no tan en español (los "ti amo" de Harry), las vueltas que daban por el escenario, los momentos de silencio porque Louis no estaba para cantar su solo de She's not afraid, cada aliento contenido para escuchar las notas altas de Zayn, cada brinco de Niall, cada coro de "yo soy español, español, español, español". Cada caricia en el vientre de Louis al cantar, cada baile de Liam, cada primer plano del que estaba haciendo su solo, cada palmada en Rock Me y What Makes You Beautiful, el baile de Live while we're young, cada grito susurrado del público en partes de la canción que se escuchaban bajas en el disco,cada primer plano de las fans, cada imagen que aparecía en las pantallas del escenario, cada grito y cada luz hiriendo a la oscuridad... Incluso lo que vino antes, los teloneros, los vídeos musicales en los que parte del estadio se levantaba ya a bailar,  celebrando que estábamos juntos allí, con una cuenta atrás que había sido de años y ahora era de tan sólo minutos, te decía una cosa:
Son increíbles. 
Y he podido estar a su lado. Aunque eso se paga, en realidad... no tiene precio.

domingo, 6 de julio de 2014

¿A qué me refiero?

“Cuando digo que quiero viajar, no me refiero a que quiera estar en hoteles e ir de visitas con guías, o comprar llaveros en las tiendas de regalos. No quiero ser turista. Cuando digo que quiero viajar, me refiero a que quiero explotar otro país y convertirme en parte de él. Quiero descubrir pequeñas cafeterías en Alemania, e Italia, y Francia. Quiero caminar por playas en Australia, y revolver en librerías de Inglaterra. Quiero recorrer la Gran Muralla China y escalar acantilados en Hawaii. Quiero conocer a gente que no sea como yo, pero a la que le gusten las mismas cosas que a mí. Quiero tomar fotografías de cosas y lugares y personas a las que conozca. Quiero que mi mente esté constantemente asombrada por la vida en la Tierra. Quiero ver cosas con nuevos ojos. Quiero mirar un mapa y ser capaz de recordar cómo me transformaron los sitios en que he estado, las cosas que he visto y la gente a la que he conocido. Quiero llegar a casa y darme cuenta de que no he llegado a casa totalmente, sino que he dejado una pequeña parte de mí en cada uno de los lugares en los que he estado. Esto, creo, es lo que se encuentra en el corazón de una Aventura, y por eso voy a convertir mi vida en una.”

miércoles, 2 de julio de 2014

Por favor, Karma, mi recompensa.

Ya son dos las veces en las que aluden a "porque va tu amiga, que si no te quedabas en casa", y me dan ganas de gritar, pegarles, hacerles auténtico daño. ¿No les parece bastante ahogar todas mis esperanzas de vida y burlarse de lo que están haciendo? ¿Realmente necesitan joderme as 24 horas del día? Ya nada es lo mismo. Compré esas entradas en Septiembre creyendo que iba a ser un día genial. Que pasearía por Madrid en unos pantalones cortos, sin muslos rozándose por primera vez en la historia, que tendría buenas vistas en el concierto y que me compraría ese anillo que llevo tanto tiempo deseando.
Y la realidad es distinta, y yo me parezco demasiado a esa versión de mí misma que se subió al autobús del viaje de estudios a Italia porque ya estaba pagado, no porque le faltaran ganas de quedarse en casa; va a hacer un calor sofocante, no voy a poder llevar pantalones cortos, mis muslos seguirán sangrando, me pasaré una tarde entera a las puertas de un hotel por las que no se asomará nadie, y ellos seguirán siendo un montón de píxeles. Y todavía quieren "castigarme" privándome de eso, de estar en el mismo lugar que aquel al que admiro, quien no me ha salvado la vida, ni la sonrisa, ni ha hecho nada por mí, al margen de robarme el corazón y hacerme suya, fuerte, sin remedio.
Pero el problema no está ahí. El problema es todo: una masa gelatinosa en los pulmones que no me deja respirar, una nube que tapa el sol y me impide leer. El problema es que me quieren robar mi vida, que no me dejan volar. Cuando no estoy, para ellos todo es paz; cuando estoy se desata la guerra y, aun así, quieren tenerme vigilada. Les gusta destruirme despacio, y yo detesto las risas cuando no las comparto.
Algún día se acabará, y yo ya lo sé. Me cansaré de todo esto y trataré de escapar... de verdad. Se lo cuento a los demás cuando veo que no puedo con ello sola, y siempre me responde la misma risa incrédula, el mismo gesto y la misma frase: "Ya será para menos, Erika". Y yo me callo, asiento y sonrío, pero sé que en mi vida he dicho nada tan en serio como eso.
Nunca he sido de términos medios, y cubrirme el brazo de arañazos de cuchilla no es una opción.
Simplemente tengo miedo de que, por falta de apoyos, no alcance la felicidad encarnada en una ciudad, un cartel, y una acción. Para eso hay que ser fuerte, y yo me estoy cansando de serlo. Apenas me quedan fuerzas, pues las estoy gastando con quienes, en teoría, deberían dármelas.
Lo mejor es que si lo logro tendré muy poca gente a quien darle las gracias, y no seguiré el protocolo de mencionarlos los últimos, porque no estarán. Espero que no importe.
Y, ¿todavía tienen la cara dura de llamarme amargada y arisca y decirme a qué se debe? No lo sé. Tal vez a que me estoy cansando de ser fuerte. No se puede luchar siempre desarmado contra una espada del mejor acero.