sábado, 30 de agosto de 2014

Pasteles salados.

Ojalá nunca tomes un postre que te sepa ácido por las lágrimas saladas que te estás tragando y se mezclan con él.
Estas lágrimas aparecen en el momento más inoportuno, cuando la mente comienza a dar vueltas y el pánico te atenaza la garganta al darte cuenta de una cosa: la fórmula del éxito contiene en su ecuación la incógnita familia aderezada con la variable apoyo. Nadie, que yo sepa, ha conseguido llegar a nada sin el apoyo de su familia. Y, cuando ese apoyo se reduce a hacerte chantaje emocional, a manipular tu mente y hacerte sentir culpable por no cumplir con las expectativas que desde niño habían cargado sobre tus hombros, cuando te obligan a malgastar cuatro años de tu vida estudiando para un trabajo cuyo contrato no quieres firmar, y para colmo quieren extender ese calvario dos años más y hacer de tu verdadera vocación el "hobby que bajo ningún concepto debe ocupar todo tu tiempo y todos tus esfuerzos" es cuando las cataratas del Niágara se ven reducidas a un simple arroyo comparadas con la tempestad que llevas dentro.
Te dices "mantente fuerte". Te dices que no te importa. Te dices que ere lo suficientemente valiente como para conseguirlo por ti mismo.
Pero la realidad es que te mata, que tienes miedo de no cumplirlo porque vas a intentar hallar solución a esa cuenta sin ser capaz de resolver la ecuación. Que sabes que tienes bastantes obstáculos en el mundo como para malgastar energías esquivándolos en lo que se supone que es tu "hogar". El cual, para colmo, no lo es.
Seguramente la calle sea mayor hogar que el sitio en el que duermes y comes.
Ojalá la familia fueran aquellos que te apoyan, aunque no te hayan visto en persona, aquellos que creen en ti... y no aquellos de los que desciendes, con los que compartes sangre, y quienes te cortan las alas. Bastantes hijos de puta hay por el mundo como para vivir entre ellos.
Bastante competencia hay como para ser pesimista.
Bastante gente hay sobreviviendo a duras penas como para que te alisten en las listas de los que sobreviven bien, pero malviven en tristeza.
Ojalá nunca tomes un postre que te sepa ácido por las lágrimas saladas que nacen del manantial del pensamiento "si gano algo, no podré mencionarlos a ellos... a no ser que quiera restregarles que, a pesar de todo, lo he conseguido".
Y, justo cuando ese pensamiento se materializa en una idea y en una posibilidad que amenaza con desvanecerse, lloras.
Haunted, de Cristina Otero


viernes, 29 de agosto de 2014

Margaery.

Ella buscaba en todas las revistas una frase que le dijera qué hacer. Cuándo se conectaban los mundos, en qué parada e metro que no salía en los mapas debía bajarse, qué comida pedir en el restaurante de alguna esquina incierta que se escondía del menú...
Y la encontró. “No tengas un plan b), ni colchón, a esto tienes que dedicarte con todo. Sólo si es tu única oportunidad podrás hacerlo: entregarás hasta lo que no tienes, tu alma”.
Mientras tanto, en lugares diferentes de la ciudad, a la otra le buscaban editoriales que quisieran publicarla. A ella le prohibían buscar cámaras con batería cargada, lente colocada y memoria libre. A la otra le construían puentes mientras a ella le sellaban túneles.
Cabe imaginar quién, de las que triunfó, se estremeció más. Porque ella decidió dejar de sentarse llorando al lado de la ventana, mirando al horizonte que se teñía de melocotón al caer el sol, con lágrimas que reflejaban el miedo a que esas historias de triunfadores en el fracaso y conformistas nostálgicos algún día hablasen de ella también.
Ese era el colchón al que la musa se refería. Y decidió destruirlo.
Y, para empezar, admitió ser yo. Y le devolvió el nombre robado a la musa: Natalie Dormer. Gracias a ella, las noches eran un poco más luminosas, porque con cada una ardía en el cielo un día menos antes de alcanzar la felicidad.
No iba a ser fácil, pero no tendría otra opción. La caída no iba a ser “dura”. Iba a ser “mortal”.

martes, 26 de agosto de 2014

Spiderman existe.

Si lo prefieres, puedes leer este capítulo en Wattpad haciendo clic aquí.

Louis podría pasarse la vida durmiendo, si por él dependiera. Sentir las mantas haciendo presión sobre su cuerpo mientras le acariciaban la piel desnuda era una sensación que bien merecía perderse la gloria de las batallas diarias.
Pero, claro, las batallas había que lucharlas.
Las mantas se retiraron de la misma forma en que se retira el agua del mar cuando se aproxima un tsunami, y tras un latido frenético de su corazón, abrió los ojos, asustado y aturdido.
-Arriba, Louis. Tenemos mucho que hacer hoy-dijo una voz que conocía, la voz a la que más amaba... y que odió en ese mismo instante. Suspiró, se frotó la cara y abrió los ojos. Eri lo estaba mirando con los brazos en jarras, apoyando las manos en sus apetecibles caderas, y una ceja arqueada-. No vas a remolonear todo el día.
-Buenos días a ti también, nena-replicó él, retorciéndose y poniendo a trabajar cada músculo de su cuerpo, que protestó por el ejercicio al que se le sometió sin consideración alguna. El rostro de ella se relajó, y, rodeando la cama, se plantó a su lado y le besó la frente.
-Buenos días, mi amor. Hoy te necesito.
-¿No lo haces siempre?-contestó Louis, enganchando algo con que taparse y cubriéndose hasta la cintura. Le dedicó una sonrisa pícara que enamoró un poco más a la española.
-Hoy te necesito mucho.
-Qué romántico lo que me dices, nena-la besó en los labios, y ella se dejó hacer, pero cuando vio que estaba seduciéndola y que sus intenciones no eran del todo nobles, negó con la cabeza y se apartó.
-No, hoy no.
Se alejó de él y se sentó en el tocador de su habitación a deshacerse los nudos que se reproducían entre sus rizos castaños. Louis se dejó caer en la cama, frustrado.
-Me maltratas.
-Mucho, sobre todo de noche-contestó ella, deteniéndose un momento para contemplar el reflejo del inglés. Louis negó con la cabeza, mirando al techo, preguntándose si aquel día se volvería afortunado.
Se incorporó un poco, y dedujo que no, su mujer no estaba para mucha fiesta. Bastante había hecho ya por la noche, saliendo de la cama a buscarlo y dándole el cariño que no sabía que requería hasta que ella se lo entregó, como para que encima le exigiera más cosas. No podía quejarse, lo sabía, sabía que tenía suerte porque tenía todo lo que deseaba cuando lo deseaba, excepto eso... pero, aun así, Louis no podía evitar sentirse un poco despreciado.
Se destapó y se acercó a ella; le recogió el pelo y se lo echó a un lado para poder besarle con tranquilidad el hombro. Sin barreras, nada de melena; solos sus labios y la piel de ella. Eri cerró los ojos.
-Louis...
-Déjame. Por favor.
-Deberías vestirte-accedió ella, echándose a reír. Él se encogió de hombros y tomó el cepillo que ella le tendía.
-No tienes nada que no haya visto ya.
-Rápido, ¿quieres? Tenemos que sacarlo todo para ir mañana a comprar cosas nuevas.
Louis no dijo nada, se limitó a asentir mínimamente, pero fue suficiente para que Eri lo viera. Recogió uno de sus mechones de pelo con los dedos y se dedicó durante cinco minutos a desenredarle cada nudo con un amor infinito, y con la paciencia que había tenido su madre cuando él y sus hermanas más mayores eran pequeños.
-Ya es súper tarde-bufó ella, temblando de nerviosismo. Louis puso los ojos en blanco y se echó a reír.
-Joder, Eri, deberías calmarte. En serio. Te alteras por cualquier tontería.
-No es ninguna tontería.
-¿Te acuerdas de lo mucho que me tocaste los huevos con que no te pedía que te casaras conmigo?-ella guardó silencio, lo que le dio alas. Sí, se acordaba, ¿cómo no acordarse? Se había puesto tan terca con casarse y con que le pidiera matrimonio ipso facto que habían tenido crisis muy gordas, lo suficientes como para pensar en un final... si no fueran, claro, ellos dos-. Estuviste cerca de un año incordiando con ello. Casi vendo el puto anillo. Y luego todo salió bien, haciéndolo a mi manera. Relájate aunque sea un poco.
-No me fío de ti en estos temas.
-Eso demuestra que eres una chica lista... bueno, casi. No deberías fiarte de mí en nada. ¿No ves que te estoy haciendo la pelota?
Ella se giró y se lo quedó mirando con semblante serio.
-Hay días en los que te quitaría los tatuajes a besos, y otros en los que te los quitaría a bofetadas.
-Y hoy es uno de los primeros, ¿verdad?
-Más bien de los segundos.
Se levantó con la gracilidad de una grulla alzando el vuelo, alzó las cejas, y salió de la habitación mientras Louis no hacía otra cosa que sonreír. En ocasiones era superior a él, mucho, demasiado, y él sólo podía quedarse mirando cómo se iba y cómo hacía las cosas de aquella forma tan peculiar que ella tenía, sin sentir otra cosa más que amor.
Pero en otras, simplemente le divertía el proceso con el que le dejaba con la palabra en la boca, y pensaba “guau, de verdad, eso es tan mío...”. Y realmente era así, realmente había cosas que ella hacía que en un principio habían sido solamente suyas, al igual que él hacía cosas que cuando se conocieron eran una marca distintiva de la chica.
Louis suspiró, sonrió para sus adentros y se vistió. Cuando bajó a la cocina, Astrid y Dan ya estaban despiertos, cada uno atacando a unos cereales ahogados en leche y acorralados en sendos boles. Les dio un beso en la frente a cada uno y se volvió hacia Eri, que acababa de sentarse a la mesa con una taza de chocolate caliente y varias galletas en compañía de ésta.
-¿Y mi desayuno?
-Tienes dos manos, igual que yo-bufó ella, poniendo los ojos en blanco. La pequeña Astrid se echó a reír, y Louis le mordió una mejilla.
-¿De qué te ríes, enana?
Eso sólo hizo que la niña se riera aún más fuerte.
-¿Y Eleanor?
Eri se encogió de hombros.
-Seguirá dormida-mordió una galleta, se la tragó y bramó al cielo:-. ¡Eleanor!
Se quedaron callados, pero nadie oyó nada.
-¡¡ELEANOR!!
Esta vez hubo movimiento en el piso de arriba.
-¡¡¡¡¡¡¡¡¡ELEANOR!!!!!!!
-¡QUÉ! ¡NO GRITES! ¡TE OIGO BIEN!
-¡PUES CONTÉSTAME! BAJA.
Entonces, una manada de búfalos enfadados salió en estampida de la habitación de Eleanor y se derramó por las escaleras, para acabar juntándose en la figura de la chica que apareció en la puerta de la cocina.
-¿Qué?
-Desayuna y vístete. Nos vas a ayudar a preparar el cuarto de Diana.
-¿Dónde va a dormir?-espetó Eleanor, mirando a sus padres alternativamente. Louis hizo caso omiso del tono enfadado de la chica; bastante tenía con hacerse el desayuno a través de la cortina de sueño que le nublaba los sentidos.
-En el ático.
-No vamos a tenerlo listo para cuando llegue. Que, por cierto, ¿cuándo llega?
-El lunes o el martes. No sé. ¿Lou?
Louis se giró en redondo y miró a las dos mujeres de la casa.
-Tengo que preguntárselo a Harry.
Eri asintió con la cabeza, tragándose la que ya era la última galleta. Apuró su taza y se encaminó a su hija.
-Si el ático no está listo, no creo que te importe demasiado compartir habitación con ella.
Eleanor puso mala cara, Erika se rió y desapareció por la puerta. Su hija se limitó a hacerle espacio para que pasara y se sentó en la mesa.
-Si te crees que te voy a hacer el desayuno yo, estás muy equivocada-la amenazó Louis mientras la muchacha balanceaba sus piernas. Ella sonrió.
-¿Qué os pasó anoche, papá? ¿Os peleasteis?
-Estuve escribiendo-se limitó a contestar Louis, y fingió que no se daba cuenta de cómo se iluminaban los ojos de Eleanor. A la chica le encantaba cualquier cosa relacionada con el pasado de su padre y los amigos de éste: desde las antiguas canciones, hasta las fotos que se habían hecho con toda clase de famosos, pasando por los discos recogidos en una estantería a los que nadie se atrevía a acercarse... y, sobre todo, los premios. A Eleanor le encantaban los premios de su padre, y hubiera matado a una gran cantidad de gente con tal de poder llevarse uno, solamente uno, a su habitación, y dormir abrazada a él.
La música corría por sus venas de una manera que no corría por las venas de sus hermanos. Le gustaba la fama, la vivía y la disfrutaba al máximo en las pocas ocasiones que se le presentaban. Y que su padre se hubiera pasado la noche escribiendo era una de las ocasiones perfectas para colgarse la etiqueta de Tomlinson a la espalda y pasearse por el mundo como si lo hubiera creado ella.
Pero confiaba en que eso cambiara pronto, y en su familia lo sabían. Confiaba en hacerse un hueco a codazo limpio, a ser reconocida y a triunfar de una forma en que no lo había hecho su padre (de su madre ya ni se hablaba, era un caso aparte que no se tocaba casi nunca), hacer que miles y miles de personas corearan su nombre y que el mundo conociera al detalle cada una de sus facciones, y la adorara e idolatrara como no se idolatraba a muchos. Sí, se entrenaba cada día, sí, ponía mucho empeño, estaba dispuesta a pagar con sangre, sudor, y lágrimas... y sí, las canciones que su padre había plasmado en una libreta de aquella habitación de ensueño eran la oportunidad perfecta para empezar a sangrar, sudar, y llorar.
-¿Se puede leer?-inquirió con una sonrisa de oreja a oreja que ni se molestó en tratar de empequeñecer. Louis negó con la cabeza, pero eso no tuvo ningún efecto en su sonrisa.
-Aún no le he echado un vistazo. Ya sabes cómo va esto, El.
Sí, lo sabía, pero no por ello se resignaba. Sabía que su padre era exigente en aquellas cosas, que le gustaba pulir al detalle cada una de las canciones, pero, ¿qué más daba? Era bueno en aquello, realmente tenía mejor cabeza para componer que voz para cantar lo que escribía. Claro que eso no se lo iba a decir en su vida. Le gustaba tener la cabeza sobre los hombros y ser bonita.
Y mamá la mataría si se atrevía a formular aquellas palabras en voz alta, como si no supiera que eran verdad.
-Déjame verlo cuando lo tengas terminado, ¿quieres?
-Desayuna y sube.
-¿Nosotros podemos hacer algo, papá?-preguntó Dan, que había permanecido en el más absoluto de los silencios hasta entonces. Louis se encogió de hombros y le revolvió el pelo.
-Claro. Seguro que os encontramos algo que podamos hacer.
Apuró su café y se fue sin decir palabra, mientras Eleanor se bajaba de la mesa y se sentaba en una silla, al lado de sus hermanos, para vigilar que no hicieran nada desproporcionado pero conforme a su edad.
Subió las escaleras entre más y más golpes en el techo, y cuando se encontró en el ático, descubrió que Erika se había puesto las pilas a toda velocidad. Estaba colocando las cosas de aquel lugar en dos montones, no sin antes haber hecho un hueco para poder desenvolverse más o menos bien en aquel ambiente.
-Joder, nena, eres rápida.
Eri se giró, se irguió, y los huesos de su espalda crujieron.
-Ooooooooooh. Damn-baló Louis, riéndose. Ella sonrió y se encogió de hombros.
-Lo sé-se limitó a decir, y le señaló un montón de trastos de cuya existencia ya ni Louis se acordaba, y empezó a susurrarle instrucciones mientras sus dedos se movían como varitas mágicas tratando de formular hechizos. Él asintió con la cabeza después de haber escuchado sin mucha atención las instrucciones, y comenzó a cambiar de sitio cosas, dejarlas en uno u otro montón (uno era para conservarlas y otro para tirarlas). Eleanor se unió a ellos en seguida, y fue la encargada de ir montando las cajas de cartón que su madre tenía dobladas y guardadas, como si supiera en el pasado que el futuro le deparaba una tarea así. Se sentó en el rincón con más luz del ático con las piernas cruzadas, celo entre ellas, y comenzó con su tarea de montaje. Louis y ella no pararon de hablar, mientras Eri escuchaba en silencio. No le gustaba charlar mientras estaba haciendo las cosas; sentía que necesitaba concentrarse en ellas, y si habla, no lo haría.
Una vez las cosas estuvieron organizadas en dos montones (Louis no pudo evitar fijarse en que las cosas para guardar eran mil veces más que las que acabarían en algún vertedero tercermundista), empezaron a guardarlas, y Eleanor se ocupó de bajarlas al salón, colocarlas apartadas en alguna esquina y asegurarse de que los pequeños no se acercaban a ellas. Luego se ocuparían de encontrarles un sitio.
Eri colocaba las cosas en las cajas, consiguiendo que no sobrara ni un simple milímetro cúbico de cada una de ellas, y se las acercaba a Louis, que las sellaba y las etiquetaba con un rotulador permanente.
El ático estaba vacío, a excepción de las cajas supervivientes, a la hora de comer, cuando nadie había echado de menos a Tommy, que bien hubiera podido servir de ayuda y hacer que las cosas fueran aún más rápido.
Bajaron al salón como una expedición de montañeros y se dejaron caer en el sofá, con las frentes perladas de sudor y el corazón a mil por hora. Ni siquiera tuvieron fuerzas para acercarse a por el mando y encender la televisión.
Sin embargo, Astrid y Dan estaban preparados para todo: era lo que tenía el no haber cargado con objetos pesados toda la mañana. Se pusieron a corretear alrededor del sofá en el que se había dejado caer su madre, donde luchaba por recuperar el aliento y algo de calma.
-¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a comer?
Los fines de semana eran una cosa muy especial para los niños: dado que no estaban en el colegio por la mañana, cuando se decidía el menú del día, tenían mucho que decir en lo que les apetecía tener de almuerzo. Y aprovechaban este privilegio siempre que podían, ya que las cenas no eran lo mismo. Siempre más ligeras que las comidas, rara vez Eri no comía un sándwich y no extendía el brazo en dirección a la nevera, como diciendo “servíos lo que queráis” a los mayores, después de haber preparado sendos bocadillos para los más pequeños, que se contentaban con comer lo mismo que comía su madre.
A Dan y Astrid poco les importaba el cansancio de su madre: estaban demasiado emocionados ante la perspectiva de elegir el menú como para darse cuenta de que la española no estaba para muchas fiestas.
-¿Qué queréis?-preguntó con los ojos cerrados y una mano colocada trágicamente en su frente. Los niños se detuvieron al instante. Se miraron un segundo y chillaron a la vez dos platos que nada tenían que ver el uno con el otro.
Dan se abalanzó sobre Astrid, que se puso a chillar aún más. Eri trató de separarlos con el pie.
-Vale, vale, vale, ¡vale! ¡VALE!-bramó, pellizcando con el pie derecho el culo de su hijo pequeño, que abusaba de la diferencia de altura con su hermana más pequeña.
-¡Dan!-gritó Louis, y el niño se separó de su hermana-. Ayuda a tu hermana a levantarse-Dan obedeció-. Como te has portado tan mal, comeremos lo que quiera tu hermana.
Astrid se sonrojó y bajó la vista, abrumada por la atención y la consideración que todo el mundo tenía hacia ella. Le cogió la mano a Dan y murmuró que comerían lo que su hermano quisiera. En el fondo, le había gustado mucho más la idea de éste que la suya propia.
Eri sonrió.
-¿No te da vergüenza que Astrid, aun siendo más pequeña, sea más buena que tú?-acusó, y Astrid se puso aún más roja y se acercó a su madre para darle un beso en la mejilla. Dan, sin embargo, comenzó a correr por todo el salón, al grito de:
-¡Sí! ¡Sí, tortilla, tortilla! ¡Sí!
Eleanor y Erika sonrieron ante el uso del español del pequeño. Louis cerró los ojos con más fuerza y se arrebujó aún más en el sofá, como si el hecho de que el niño no estuviera usando su idioma materno le agotara todavía más.
-Eleanor, ¿puedes hacerla tú?-su hija asintió con la cabeza-. Procura no armar mucho estropicio.
-Vamos, chicos. Me ayudaréis con los huevos.
-¡Tortilla! ¡Tortilla!-corearon los pequeños de la casa, siguiendo al trote a su hermana y colgándose de sus vaqueros. Eleanor los cogió de la mano y se alejó de allí, convirtiendo el salón en un oasis de paz.
-¿Dónde está tu hijo, Louis?-preguntó Eri, abriendo los ojos lo justo para ver cómo Louis se giraba y la miraba.
-Con Scott, supongo.
-Tiene que venir. Me dolería hasta el alma, si la tuviera.
-Tienes alma, Eri-se limitó a recordarle él, asintiendo con la cabeza-. Luego lo llamaré.
-Será mejor que vayas a por él. No vendrá si no le traemos a rastras. Sabes que odia trabajar.
-Yo también odiaba muchas cosas, y me jodía, y las hacía.
Erika se echó a reír.
-No me vas a perdonar nunca que te obligara a elegir el menú de la boda, ¿verdad?
-En mi puta vida. Y seguramente cuando me muera tampoco. Estaré inclinado desde alguna nube, mirando cómo Satán te echa chimichurri por encima, y gritaré: “Eso por lo del menú de la boda, te lo mereces, zorra”.
Eri se lo quedó mirando.
-Lo de “zorra” es con cariño.
-No voy a ir al infierno porque el infierno no existe. Supéralo, Louis.
-Hay evidencias científicas de que bajo nuestros pies hay corrientes de piedra líquida que se mueven por las entrañas de nuestro planeta en forma de ríos de lava de miles y miles de grados centígrados.
-Me encanta cuando te pones en plan científico-confesó, y Louis alzó las cejas-, aunque sea con tus gilipolleces bíblicas.
-Dios existe. Lo dice la Biblia.
-Spiderman existe. Lo dicen los cómics de Marvel.
Louis se echó a reír y extendió un brazo.
-Ven aquí.
-Ven tú, no te jode. O mejor, que me lleve tu Dios.
Louis volvió a reírse.
-Te tengo muy bien enseñada, joder.
Ella asintió con la cabeza.
-Aprendo rápido y soy lista. Y soy extremadamente guapa. Deberían clonarme-se apartó el pelo de la cara con un movimiento de la mano que era más un espasmo que cualquier otra cosa. Miró a Louis, y lo descubrió contemplándola como el pirata que encuentra el tesoro de su vida, aquel que lleva buscando décadas y décadas, inclinándose sobre un mapa ajado y teñido del color del café por el paso del tiempo, con pistas inverosímiles y una gran X señalando el lugar que más se parece al paraíso.
-Y modesta. Sobre todo, modesta.
-Te quiero-replicó ella, sin pensar, pero no sin sentir. Era el típico momento en que decir aquello la dejaba sin respiración, porque era cuando más consciente era de hasta qué punto quería a aquel hombre y hasta qué punto cambiaría por él y lo daría todo por él. Incluso lo que no tenía. Incluso lo que no quería admitir que creía tener. Su alma, su vida, sus ideas, su cuerpo... todo. No bastaría con tal de escuchar aquel regalo de los antiguos dioses griegos que recibió de todas formas, a pesar de ser un trato injusto:
-Yo también te quiero, pequeña.
-¿Aunque sepas que yo no he salido de tu costilla?
-Aunque sé que no seamos el resultado de los supervivientes a un gran diluvio que arrasó con toda la vida en la tierra.
-Tienes que aceptar eso, y lo sabes.
Louis se encogió de hombros.
-Sabes que hay un Dios, pero no que la Biblia sea todo verdad.
-Yo también podría creer en el puñetero Buda de poner mis propias condiciones, Lou. Así cualquiera cree en algo.
-Hasta tú crees en algo.
Eri se irguió en el asiento.
-El Karma es una fuerza suprema cuya eficacia está demostrada. A cada hijo de puta le pasan putadas. A cada cerdo le llega su San Martín. Esto es así.
-Yo soy un hijo de puta y no me pasan putadas.
-No eres mala persona.
-Oh, sí que lo soy, créeme, soy un cabrón con suerte-asintió él, y ella sonrió.
-Ya se cobraron tu deuda hace mucho tiempo.
-¿Cuándo?
-A los diez días de nacer.
Se quedaron en silencio un minuto.
-Eres una sabia-meditó Louis. Ella asintió.
-Y podría darte mil razones más que desmoten a tu Dios y prueben a mi Karma, pero no tenemos tiempo ni yo tengo fuerzas ni tú tienes la inteligencia suficiente.
-Vale, no soy un cabrón con tanta suerte-respondió él.
Se quedaron callados, pensando cada uno en sus cosas.
-Después de comer vas a por Tommy, ¿vale?-planeó ella, y él asintió.
Volvieron a sumirse en el silencio.
-Eri.
-¿Mm?
-¿Qué es Diana?
-Una hembra de 16 años de la especie Homo sapiens.
-Quiero decir, ¿es un premio? ¿O es un castigo?
-Sólo sabes qué te ha dado el karma una vez se ha acabado-contestó ella.
Louis la miró de nuevo como si fuera un cofre abierto repleto de oro y piedras preciosas.
-Deberías escribir un libro.
-Keeping up with Louis Tomlinson-ella alzó las cejas repetidas veces, sabiendo que aquello le encantaba a Louis. Efectivamente, él se echó a reír.
-Eres tonta.
Se levantó, se acercó a ella, la besó en la frente, y se dirigió a la cocina, dejándola sola con sus pensamientos.

-¡Podías haberme encendido la puta tele!-gritó. Astrid salió de la cocina, corrió hasta la mesa donde tenían los mandos, y se lo tendió-. Gracias, mi amor-susurró, acariciándole la mejilla y dándole un beso. La niña volvió a desaparecer por la cocina, y ella se quedó tirada en el sofá, contemplando cientos de rostros desfilar ante ella. Después de pensarlo un rato, decidió poner una serie española en versión original. No la conocía, pero... qué bien sonaba el idioma con el que habías crecido, sobre todo después de estar tanto tiempo callado.

sábado, 23 de agosto de 2014

Sun of my days, my moon and stars.



Me haces sentir pequeña. Me haces sentir como un cubito de hielo encima de una vitrocerámica al rojo vivo. Me haces sentir como un trozo de piel frente a una cuchilla. Como una ramita apenas conectada a su árbol en un día ventoso. Como tener la batería del móvil al 2% y embarcarte en una llamada que durará horas. Como dormir sólo con una sábana y la ventana abierta en invierno. Como llegar a casa y que tu sofá esté ocupado. Como subirte a un ascensor y que éste se detenga, sin razón aparente, entre dos pisos... durante horas. Como montar en la montaña rusa y, cuando te estás acercando a la bajada más impresionante, levantar los brazos, lo único que te sujetaba a la seguridad del vagón. Me haces sentir como si estuviera escalando una montaña sin arnés, como saltar de un avión sin paracaídas de emergencia.
Me haces sentir pequeña de una forma bonita, en la que quiero que me estreches entre tus brazos en un día nevado y me des calor. O, si te apetece, que me metas simplemente en el bolsillo de tu camisa favorita y me lleves contigo a todas partes.
Ojalá pudiera estar frente a ti, y decírtelo, aunque sé que no te importaría y que te dicen cosas parecidas. Pero yo haría que te importase, porque lo que yo te diría, y cómo te lo diría, no te lo han dicho nunca. Tú me haces débil, y me obligas a ser fuerte para merecerte. Y la mayor parte del tiempo, lo soy.
Y la otra mitad, mi alma es tuya, y sufre porque no la usas. Es en esa mitad donde aparece la esperanza y el deseo de mejorar: de llegar a un día a casa, escuchar el murmullo de la televisión mientras rebusco en mi bolso para sacar las llaves, abrir la puerta y ver cómo giras la cabeza, con las piernas sobre el sofá, el mando en la mano, los tatuajes en tu piel... y sonríes.

lunes, 18 de agosto de 2014

Pegaso.

Parpadeé, sin poder creérmelo.
-¿Eres hijo de un ángel?
-Mejor aún. Soy el primer ángel que han conseguido que nazca vivo.
Seguí mirando, con mi cerebro todavía negándose a que aquella información entrase en él. Me sentía como una caja registradora cuyo detector de códigos de barras era incapaz de descifrar el que tenía delante, seguramente porque pertenecía a otra tienda.
Negué con la cabeza, apretando el sofá. Mis dedos se clavaron en él, el último contacto con aquel mundo en el que no me quería ver envuelta. Estaba al borde de un precipicio, con el mar rugiendo embravecido debajo de mí, y con la única esperanza de que las rocas del acantilado no se desprendieran antes de que yo pudiera correr a tierra firme.
-Eso es... imposible. No...
-¿No teníais constancia de ello?-él se limitó a sonreír. Me hizo sentir muy pequeña a su lado, tanto física como psicológicamente: me encontraba ante un gigante alado que, con el mínimo movimiento, podría aplastarme. Estaba sentada frente al anciano más longevo y sabio del mundo, y yo era una simple niña de cinco o seis años, que balanceaba las piernas en el sofá mientras pasaba la lengua por una piruleta multicolores.
-Sabemos cómo os hacen, pero no...
-Sabéis que les incrustan las alas a los demás, y sabéis que la clonación lleva siendo posible mucho tiempo, y que es un hecho en las fuerzas de la ciudad. Lo que no sabíais hasta hace nada es que han dado un paso más, y ahora no os enfrentáis a dictadores con aires de emperadores, sino a científicos cuyos delirios de grandeza les han llevado a creerse dioses.
-Dijiste que buscara información sobre ti. Estabas vivo hace siglos, ¿desde cuándo llevan a cabo eso?-mi voz se alzó varias octavas, presa del pánico. Sí, me apetecía gritar, sí, acababa de descubrir que no teníamos nada que hacer contra gente que podía manipular la genética, por mucho que nos entrenásemos y por muy selectivos y estrictos que fuéramos con los que se unían a nuestras filas. La manipulación genética era lo más parecido a la magia que había en el mundo, y no se podía combatir la magia si no tenías una varita equiparable en poder.
-Es mi cuarto tatarabuelo, creo. Tal vez sea más lejano. Nunca lo he preguntado. Simplemente sé que desciendo de él.
Comparé la fotografía que había visto en la pantalla del ordenador surgir ante mí, triunfante, con el muchacho que tenía enfrente. Sí que había diferencias, pero tan mínimas que bien podrían ser porque su edad fuera diferente al del chico de la fotografía. Tenía barba donde el de principios de milenio mostraba un mentón desnudo, el pelo era ligeramente diferente... pero estaba allí, era el chico de la fotografía, aquel cantante que había desaparecido hacía tanto tiempo que tan sólo pervivía en los anales de la historia y en libros especializados. Al fin y al cabo, todos éramos pequeñas anécdotas en la historia, después de todo.
-Sois idénticos-susurré. Me llevé la mano a la trenza, y por primera vez en mucho tiempo, sentí la imperiosa necesidad de deshacérmela y volvérmela a hacer delante de alguien.
La última vez que había hecho eso, estaba con Taylor en su habitación, y había sido después de una sesión de sexo tan salvaje que me había dejado el pelo hecho un desastre. Y no soportaba tener la trenza sin control. El pelo me molestaba al correr, y aquella era la única manera que tenía de controlar una mata tan larga y abundante como la mía.
Solté la goma y mis dedos se afanaron en deshacer los bailes del pelo, que se negaba en parte a liberarse frente a mi captor.
-Pero eso no explica que todos te traten de la manera en que lo hacen.
Él alzó las cejas. Me pregunté si sería genético o si sería una marca personal, que había surgido en su familia sólo con los miembros alados. Y deduje que él era el único. No podían tener una estirpe especializada en hacer ángeles.
-Sí, si tienes en cuenta que soy el único ángel natural que ha pisado este mundo-sus ojos se clavaron en un nudo en mi pelo que me estaba dando más trabajo del que me esperaba. Tanto tiempo correteando de un lado para otro y el estrés de las misiones en las que me había embarcado (desde la subasta hasta mi patético intento de huida) habían terminado pasándole factura a mi melena-. Te traeré un cepillo-se limitó a decir, y antes de que yo declinara la invitación, se levantó y se encaminó hacia una puerta. Reapareció unos segundos después, con un objeto oscuro en la mano. Me lo tendió, lo cogí, y lo miré a los ojos, esperando algo, pero aún sin saber qué.
-Sabes usarlo, ¿verdad? En tu casa también los tenéis-inquirió, abriendo y cerrando las manos. Y yo me eché a reír.
Le habría pedido que me contara toda su historia mientras yo me afanaba en acicalar lo más peligroso de mi cuerpo (cuántas veces habría discutido con Puck por la trenza, porque era muy larga, porque así me podrían cazar con tan sólo tirar de ella), pero no pude.
Mientras me peinaba, y después dividía mi pelo en tres mechones, a cada cual más grueso, me contempló con aquellos ojos del mismo color del cielo que surcaban, y me dio la sensación de que me volvía a arrancar la ropa a jirones, y me contemplaba desnuda, estudiando cuánto podría pedir si decidía vender mi cuerpo del mismo modo en que le había regalado mi alma a él.
No paró de frotarse las manos en el proceso, ni siquiera cuando éste finalizó.
Me lo quedé mirando, sumí la jungla amazónica de mis ojos en la lluvia del monzón de los suyos, y supe que confiaba en él, que en realidad sabía que no me haría daño... y que me sentía muy sola, que llevaba sintiéndome así toda la vida, incluso cuando estaba acompañada, incluso cuando estaba con Taylor, incluso cuando todo el mundo estaba a mi alrededor. La única vez en que no me había sentido sola fue en aquella oficina cuyos cristales tuve que romper para precipitarme dentro, escapando de él, huyendo de aquella sensación de que algo se avecinaba y no debía quedarme para que cambiara mi vida.
Las palabras salieron de mis labios sin que yo les diera permiso para hacerlo. El corazón lo había hecho antes, y con más diligencia.
-Vamos a la cama, Louis.
Seguí a mi instinto de nuevo, aquel que tanto me había ayudado. Y éste premió mi confianza con la sonrisa que apareció en la boca del ángel, que me tendió la mano y me condujo a su habitación, donde nos quitamos la ropa y nos dimos lo único que le puedes entregar a alguien cuando estás desnudo.
Más tarde, tenía la cabeza apoyada en mi pecho, y yo le acariciaba el pelo chocolate con la mirada fija en los cuadros de la pared.
-Quieres que te lo cuente-murmuró.
-Sólo si tú quieres-repliqué, frunciendo el ceño. Él asintió con la cabeza.
-Sí, la verdad es que... los dos queremos que te lo cuente.
Se puso unos pantalones, esperó a que me cubriera con una camisa (me recreé en los botones, un pequeño lujo que no solíamos tener los runners), y los dos nos dirigimos al salón-cocina.
Sin mediar palabra, cogió dos latas de la nevera y las dejó encima de la barra americana de acero. Me senté en uno de los altos taburetes y abrí el pequeño contenedor sin mediar palabra. Eché un trago y casi inmediatamente lo escupí.
-¿Qué cojones es esto? ¡Pica!
Él sonrió, pero su sonrisa no era alpinista, y decidió que no merecía la pena escalar hasta sus labios.
-Es cerveza, Cyntia. Relájante.
Que me llamara Cyntia me hizo relajarme, tenía que admitirlo. Me hacía... sentir en casa.
Pero no probé aquel líquido infernal y asqueroso nunca más.
-¿Por dónde empiezo?-preguntó, haciendo bailar la lata.
-¿Por el principio?-sugerí yo.
-Aunque viva en el ático más lujoso de toda la ciudad, y probablemente uno de los más caros del mundo, mis orígenes no son para nada de la alta sociedad de esta metrópoli-espetó de repente, y sentí un poco de vértigo por la primera revelación. Creía que todos los ángeles eran ricos, y que sus padres pagaban para que sus hijos tuvieran alas y fueran la créme de la créme en la especie-. No me mires así. Es cierto-dio otro trago-. Mi familia fue pobre. Es decir, mi... llamémosle “abuelo” no lo fue, pero... digamos que no dejó mucha herencia. Sólo un montón de pufos que no pagó en vida, y que les tocó pagar a sus hijos cuando desapareció de este planeta. De modo que pasamos de ser lo mejor de Inglaterra a ciudadanos normales, corrientes, de a pie.
»Cuando empezaron los cambios, mi familia fue una de las primeras en notarlos. No sólo se acabó la libertad, también cerraron de repente el grifo de muchas familias que malvivían con una pensión de ayuda de los gobiernos, para que sus hijos no pudieran ir a estudiar y se convirtieran en súbditos de lo que más tarde le salvaría la vida. Les salió bien, más o menos.
»Ni mis abuelos ni mis padres se metieron en líos de protestas-juraría que me miró con condescendencia un segundo, como diciendo “mi familia fue más lista que la tuya”, pero, sea como fuere, el gesto desapareció tan pronto como apareció-. En el fondo, sabían que no iba a servir de nada y que el que tiene las armas, tiene el poder... no fue una “Segunda Revolución Francesa”, como algunos la llaman, porque ni somos franceses, ni fue el pueblo el que se levantó. Más bien al contrario, fueron los de arriba los que bajaron de sus tronos para destrozar a los de abajo.
»Todo pasó rápido, como te contaran, y el Gobierno empezó con sus planes de ángeles antes de que la gente se diera cuenta de la situación de verdad, y el primero de ellos, Gabriel, ya estaba en el aire apenas un año después de que las sangres dejaran de ser ríos que manaban por la ciudad. Ya sabes cómo acabó Gabriel.
Sí, acabó estampado contra el suelo, porque nadie previó que fuera a cansarse rápido y que su egocentrismo lo fuera a llevar a volar a casi un kilómetro de altura... exactamente, hasta la cima del Cristal, a la que no llegó. Algunos decían que le faltaron 10 metros, otros, que le faltó 1, otros incluso decían que se quedó a centímetros de llegar a la cima. El caso era que nunca logró subir hasta allá arriba, y que al Gobierno le venía tan bien como mal: nadie alcanzaba a su edificio más emblemático, pero tampoco sus ángeles eran tan poderosos como creían.
-Así que-continuó él, después de cerciorarse de que sabía su historia (lo cual es el trabajo de todo buen enemigo)-trabajaron muy a fondo en mejorar a mi raza. Los primeros ángeles surgieron despacio, con los compañeros de Gabriel siendo cautelosos y bailando siempre a metros de las azoteas de los edificios. Una vez el cielo se fue llenando de manchas blancas y la gente se acostumbró a que nos cayéramos, a alguien se le ocurrió la idea de que tal vez la variedad en las alas hiciera que pareciera que éramos más fuertes. De modo que se pusieron con ello: pasaron de las simples alas de cisne, como las de Angelica, a las alas de paloma, de murciélago, de águila... todo valía con tal de hacer experimentos y encontrar las alas perfectas.
»Cuando ya dominaron todas las alas, pasaron a una fase superior, en la que no tendrían que invertir tanto dinero y tanto tiempo buscando candidatos ideales en cuya espalda se pudieran insertar un par de alas. Como sabrás, entrenar a un aprendiz es más complicado de lo que parece. Y es agotador-los dos asentimos con la cabeza; él dio un nuevo sorbo a su bebida, tragó saliva y continuó, contemplando las letras plateadas tatuadas en la lata rubí-. Y así surgió la idea de ángeles naturales, niños que nacieran con alas, bebés mitad humanos mitad pájaros. Los llamaron “cachorros de Pegaso”-se echó a reír-. Cuando me lo contaron, no me hizo ni puta gracia. ¿Tengo cara de caballo?
Negué con la cabeza, mordiéndome la sonrisa. Él asintió.
-Me lo parecía. Bueno, el caso es que no les suponía mucho esfuerzo crear un embrión de esas características: ya dominaban la genética, porque ya sabían hacer crecer las alas de los animales que cazaban hasta límites que nadie hubiera imaginado, y la cirugía ya la tenían, sólo hacía falta dejar de coser las alas a los cuerpos de los chiquillos, y hacer cesáreas a las mujeres que estuvieran embarazadas de ángeles.
Se quedó callado un momento, y miró por la ventana. Las sombras se sucedían con calma; nadie subía tan alto, a excepción de los aprendices que saltaban desde la azotea para coger impulso y dominar el planeo.
O, al menos, eso habíamos averiguado en la Base.
-Implantaron 200 embriones con el gen de las alas en mujeres que se ofrecieron voluntarias a cobrar un dineral y a pasar a la historia como la primera madre de ángeles.
Me giré para volver a mirarlo. Su mandíbula hacía tanta fuerza que me sorprendió que no le reventaran los dientes.
-Hubo 197 abortos, y sólo 3 cesáreas se llevaron a cabo. Los tres niños nacieron muertos, con malformaciones que seguramente les mataron antes incluso de que se les formara el corazón.
Hizo una pausa, y luego prosiguió:
-Cambiaron el gen. Probaron en 100 mujeres. 60 abortos, los demás, niños que, o bien eran deformes y estaban muertos cuando abrieron el vientre de sus madres, o bien murieron al poco tiempo porque el organismo humano no está hecho para volar.
» Pero ellos no se rindieron, y siguieron bajando las tasas de ensayo y teniendo cada vez más éxito, hasta que a uno se le ocurrió la genial idea de probar y dejar que la madre diera a luz de manera natural al bebé, sin importar el tiempo que le llevara. Sin importar que el pequeño sería mucho mayor de lo que vuestras caderas están diseñadas para soportar.
»Como tenían miedo de que más muertes y abortos pasaran al conocimiento de la ciudad (no sé cuántas madres murieron, pero te aseguro que no fueron pocas), decidieron dar sólo dos oportunidades. Para un chico y una chica. Las compensaciones económicas que se prometieron llegaron a límites que mucha gente podría solo soñar, límites que tal vez no puedas ni concebir en tu imaginación, Cyn-susurró. Me miró a los ojos, y entendí por qué había empezado así.
-No-susurré.
Si lo decía, si yo lo oía, sería como si su madre volviera a quedarse embarazada... de él.
Asintió con tristeza.
-Para cuando fue esto, hace 20 años, mi familia ya no tenía nada de lo que había ganado ése cuya cara es idéntica a la mía. No tenían nada. No vivían debajo de un puente porque la ciudad no permite la mendicidad, pero créeme si te digo que antes de que yo llegara a mi casa, no había muebles, porque todo lo que mis padres ganaban, la miseria que les daban, iba al supermercado. Es mejor comer que tener un sofá en el que sentarse-murmuró con amargura-. A mi madre le pareció bien probar suerte y dejar que su sangre entrara en el concurso; a mi padre la idea no le convencía del todo, pero no sabían nada, ¿y si aquello funcionaba realmente y era la cura prometida? ¿Y si dejaban escapar la oportunidad de salir de la miseria y criar a su familia lejos de aquella casa sin muebles? Todo era demasiado tentador, y mis hermanos tenían mucha hambre.
Me mordí el labio.
»Así que mi madre se presentó. Y la cogieron, sorprendentemente. En su defensa dirán que era la más hermosa de la que había pasado por las pruebas, y el sacrificio era muy triste, porque no había nadie con un ADN tan puro y fuerte como el suyo. Se quedó embarazada de mí al primer intento; su óvulo modificado acogió con alegría al espermatozoide de mi padre. Esperó para verme la cara durante casi año y medio (resultó que las alas necesitaban mucha energía para formarse, y no dejaban que el cuerpo se desarrollara hasta que estuvieran totalmente hechas, por eso todas las cesáreas habían sido un puto fracaso). Se hinchó como nunca nadie había visto antes hincharse a una mujer. Se discutió mil y una veces si había que sacarme de ella antes de que fuera demasiado tarde, antes de que ella muriera y yo con ella, antes de que yo no tuviera sitio para desarrollarme y la mujer que me estaba dando la vida me aplastara.
»Pero, por fin, me animé a salir. Fue de noche. Los gritos de mi madre se oyeron por todo el vecindario, y luego por toda la ciudad, cuando la ambulancia nos llevaba al hospital. Ahora podían practicarle una cesárea, pero ella se negó. Tenía miedo de que muriera al poco de estar entre sus brazos, como si los utensilios del cirujano estuvieran malditos, o algo-miró a un punto del vacío, y sonrió-. Quería cogerme en brazos, era lo único que deseaba. Llevaba demasiado tiempo esperando para abrazarme como para soltarme nunca.
»Le rompí varios huesos mientras salía, y ella chillaba, y chillaba, y chillaba. Por mucha anestesia que le pusieran, yo era demasiado grande, no cabía, no iba a poder salir. Era ella o yo.
»Y terminé siendo yo. Se dio por vencida y dejó de respirar, y los demás, lejos de ayudarla, de tratar de reanimarla, se limitaron a tirar de mí con fuerza, y sacarme de ella, robándole lo poco que le quedaba de vida a aquel cuerpo-le apreté la mano, tenía los ojos llenos de lágrimas. Una valiente se deslizó por su mejilla-. Sólo quería sostenerme una vez en brazos, y ni eso le permití.
Rodeé la mesa y le pasé un brazo por el hombro. Le besé el pelo, sintiendo cómo se me revolvían las entrañas. Tantas vidas desperdiciadas, tanto sufrimiento, y todo porque el Gobierno no se atrevía a venir a por nosotros. Necesitaba masacrarnos de la manera más lenta y agónica posible.
-Mi hermana decía que fui la cosa más bonita y más horrible que le había pasado a mi familia. Que me vio allí, con aquellas alas blancas como la nieve, y que aunque se había propuesto odiarme no había podido. Quería odiarme por las alas y por matar a nuestra madre, pero me quiso porque era lo último que quedaba de ella.
-Tú no mataste a tu madre.
-Yo ayudé a que mataran a mi madre. Y no voy a olvidar que me mancharon las manos con la sangre más preciada que hay-alzó la vista-. Por eso estás aquí arriba, Kat-me recorrió un escalofrío al escuchar aquella palabra: era darle esencia otra vez a lo que era-. Por eso te conté lo que tenía preparado para este Gobierno y todos los que intentarán venir después. Por eso quiero luchar. Porque yo no soy su arma, sino la vuestra.
-Serías más útil con nosotros-le invité, sin saber si le aceptarían. Probablemente le acribillasen a tiros sin preguntar, y lo mandarían todo al traste. Desde la esperanza hasta las vidas perdidas, la de la madre de Louis... todo porque tenía alas en la espalda y esa era la mayor señal de peligro.
Pero negó con la cabeza.
-No, la resistencia está bien, pero una bomba en el corazón es aún mejor. Aquí tengo amigos. Aquí puedo convencer a gente. Y lo que es más importante-me rodeó la cintura y pegó la cabeza a mi cuerpo-. Te tengo a ti. Eres Ulises, y yo soy tu caballo de Troya. Adivina dónde están las murallas de la ciudad.
Le tomé el mentón y le obligué a alzar la vista. Era un buen momento para decírselo.
-Te quiero, y traicionaré por ti.
-Yo también te quiero, Cyn. Y voy a matar por ti.

Intercambiamos un beso salado, salado por sus lágrimas, salado por el mar que tenía en los ojos... un mar que ahora se deslizaba por nuestros rostros.

domingo, 17 de agosto de 2014

Genio, adiós; eres libre.

Muchas veces pienso en el suicidio, y es siempre cuando estoy triste, pero no es por estar triste, no me malinterpretes. Es porque cuando estoy triste, estoy enfadada también con el mundo por ponerme así. Pienso en él con rabia, porque para mí es un castigo, más que la liberación de la que muchos hablan.  Es un castigo a los demás, que pierden su juguete y ya no pueden jugar. No es un ángel abandonando este mundo, sino un alma que desaparece y limita el juego de los demonios.
Poca gente piensa que el infierno es donde ya estamos, y que muy pocos pueden, en realidad y al contrario de lo que muchos piensan, escapar de él.
Los juguetes maltratados dejan la guardería que les tortura.
Pero yo me quiero demasiado y sé que para mí soy demasiado especial y fuerte como para renunciar a las estrellas a cambio de dejar a los agujeros negros del universo sin planetas, cometas y lunas que absorber.
Es una lástima que no todo el mundo se dé cuenta de que para sí mismo es igual de fuerte e igual de especial.
Queda tanto por hacer, tantas cosas por las que ser fuertes, y tan pocos queriendo serlo.
Esto es por todos los juguetes rotos que se precipitan a la basura sin saber que un niño puede quererlos a pesar de sus magulladuras.
Por todos los genios de la lámpara que nos conceden deseos a los demás... y luego, sin recibir un gesto de gratitud a cambio, se van.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Yogur.

La habitación daba vueltas sobre el eje de la cama, en una especie de imitación a las peonzas con las que yo nunca había jugado. Los muebles bailaban a mi alrededor, al son de una música que no conseguía escuchar, bien por ser demasiado tenue o bien por ensordecedora.
Las voces se habían acallado, sustituyéndose por el eco que las palabras del ángel que tenía frente a mí formaban en las paredes de aquella habitación que fingía ser bailarina de ballet. Ya no era un diálogo, sino un monólogo; un monólogo cuyo público era el dolor, una bestia que mordisqueaba hasta la parte más ínfima de cada una de mis células, regodeándose en tenerme entre sus fauces, aterrorizada, sabedora de mi indefensión.
-Me... duele-dije, sin importar que fuera el enemigo, sin importar su cercanía. Honestamente hubiera suplicado clemencia incluso a los líderes del Gobierno, sin con aquello dejaba de ser el chicle humano del monstruo llamado Dolor.
Más tarde me acordaría de Perk, y me preguntaría cuántas veces habría pensado en abandonar nuestro secreto y abrir la boca para no cerrarla antes de vomitar un enorme torrente de palabras, las que querían los ángeles. Pero eso sería más tarde, cuando la tortura hubiera pasado, cuando los monstruos hubieran vuelto a las sucias y húmedas cavernas en las que se escondían, abandonándome en una tierra desértica en la que el sol abrasaba la piel. Una barbacoa gigante. Sería después, cuando el dolor fuera un recuerdo demasiado presente aún en mi cuerpo, cuando me dignaría a pensar en los demás.
Los runners éramos egoístas por la naturaleza. Eso nos mantenía vivos.
Los ojos azul cielo, los más bonitos que había visto en mi vida, se entrecerraron ligeramente. Louis asintió, con la boca en una mueca de tristeza, y se levantó lo más despacio que pudo.
No obstante, sus movimientos instigaron nuevos latigazos que me destrozaron por dentro.
-Te traeré algo para el dolor.
Me quedé lo más quieta posible, lamentando que tuviera que mover el pecho para poder respirar. De los pulmones manaba un dolor tan insoportable que estaba segura de que, si mi cabeza estuviera en condiciones normales, y no embotada y aturdida, habría podido contar todos y cada uno de los alvéolos gracias a los cuales vivía.
Tras un calvario de soledad en el que a duras penas lograba escuchar el sonido de las agujas del reloj celebrando el paso inexorable del tiempo, volvió con un líquido rosáceo y brillante, que me tendió sin contemplaciones.
-Bébete esto-murmuró-. Hasta la última gota.
Habría asentido de estar viva, habría levantado la mano de poder hacerlo, me habría obligado a beber aquello si no me fuera la vida en ello... pero me iba, y no era capaz de moverme sin chillar. Y me quería demasiado, aun a pesar de todo por lo que estaba pasando, como para demostrar hasta qué punto estaba débil como para gritar delante de él.
-Kat, no me hagas esto más difícil. Bébetelo.
Pero no podía moverme, de veras que no podía, me sentía mal, inútil, sucia, y rota. Y un jarrón roto es incapaz de contener líquidos en su interior.
Él chasqueó la lengua, visiblemente molesto, y dejó el vaso encima de la mesilla de noche, más lejos que nunca. Pensé que quería torturarme, pero cuando desapareció por la puerta, con el único sonido de sus pasos en el suelo y sus alas acariciando los muebles, me di cuenta de que aquello no era un espectáculo de gladiadores.
Traté de mover una pierna.
Y en mi vida chillé tanto.
Eones después, regresó con una pajita.
Estuve a punto de llorar de alegría cuando me la colocó en la boca, se sentó en el suelo al lado de mi cabeza, y la hundió en el líquido rosáceo. Di un trago que me supo a fuego. Cerré los ojos y apreté los dientes mientras se me llenaban los ojos de lágrimas.
-¿También quieres que trague yo por ti?-inquirió, alzando una ceja y hundiendo la otra, tal y como hacían las placas tectónicas en las fallas donde se juntaban en lugar de separarse.
Su tono me enfureció por dentro, y le habría abofeteado de encontrarme con fuerzas. De modo que hice lo que me ordenaba: empecé a sorber con rabia, ignorando el fuego de mi garganta, preguntándome si habría algún músculo que no me doliese y por el que no estuviera rabiada de dolor, si alguno de mis tejidos, por extraño e inútil que me pareciera en un primer momento, no estaría dolorido y moribundo.
Por suerte, mi estómago estaba en perfectas condiciones, y cuando el líquido llegó a mi boca y se derramó por mi esófago hasta llegar a él, el órgano batidora lo agradeció como el mayor de los tesoros.
Volvieron a llenárseme los ojos de lágrimas, pero esta vez no era por el dolor, sino por todo lo contrario: una enorme y poderosa sensación de alivio barrió mi ser con un tsunami frío donde antes ardía.
Me encontré bebiendo con más y más furia, a cada vez más y más velocidad, y levantando la mano y sosteniendo yo misma la pajita mientras Louis apoyaba la espalda en el colchón y dejaba que me terminara el vaso, con la cabeza en el borde de éste, y los ojos clavados en el techo.
Ni siquiera se movió cuando escuchó los ruidos que mis labios y la pajita hicieron al terminarse la bebida. Le tendí el vaso, sin saber si se lo estaba dando o si le pedía más. Probablemente fuera lo segundo. Además de ser muy útil, el líquido sabía muy bien. Me pregunté si sería un licor de dioses, si de verdad existían éstos después de todo, y si los ángeles habían subido a los cielos y les habían pedido eso a cambio de cualquier otra cosa. Desde luego, merecía la pena cualquier sacrificio por aquello. Incluida la libertad.
-Te sentirás un poco eufórica unos minutos-informó, y yo asentí enérgicamente, con una sonrisa felina en los labios. Lo sabía-. Tranquila, no durará mucho. Luego volverás a ser tú.
Me hubiera decepcionado de no sentirme tan bien. Deseé poder quedarme así para siempre, manando energía y bienestar como pocas veces lo había sentido en toda mi existencia. Me senté en la cama y acaricié la alfombra color crema con la punta de los dedos de los pies. Lo miré.
-Esto es genial, ¿cómo se llama?
-No lo sé.
-Debe de tener un nombre.
-Yo no lo sé. No me gusta tomarlo.
-¿Por qué? Es genial-repliqué, dándole un toquecito en el costado con mi pie izquierdo. Ese contacto activó un interruptor en él, pues se volvió hacia mí para taladrarme con un hielo incandescente.
-Ya no me surte ningún efecto.
-¿Antes lo tomabas?-inquirí, animada por la conversación, por estar aprendiendo cosas nuevas de un universo del que sólo había visto un planeta. Una galaxia al completo se abría ante mí, con sus satélites, sus cometas, sus estrellas, sus soles, sus planetas, y sus ríos de energía manando en todas direcciones y detenidos a la vez.
-Me lo daban para el dolor de alas, y apenas me hizo nada dos o tres veces. Ahora ya no lo siento.
Me detuve un momento para pensar... pero enseguida volví a mi estado.
-Es una pena que no te funcione-comenté, balanceándome de un lado a otro, estudiando la habitación como no lo había hecho antes-. Es realmente genial.
-Ya lo has dicho, Kat-se levantó y no me dio más tiempo a responder. Recogió el vaso, la pajita, y se fue de la habitación sin decir nada más.
Me animé a seguirlo, descalza y con unos pantalones cortos que no había visto antes. La camiseta tampoco era mía: de tirantes, dejaba medio vientre al descubierto. No me importaba estar medio desnuda. Me importaba lo bien que me sentía y lo bien que me hacía sentirme de aquella manera.
-¿Cuánto va a durar este enfado tuyo?
-No estoy enfadado-replicó, y yo silbé, porque sí que lo estaba-. Te lo parece a ti. Y va a durar lo mismo que tus síntomas.
-No digas “síntomas”. Parece que estoy enferma, y en mi vida me he sentido mejor.
Dejó el vaso al lado de un grifo, se volvió y se me quedó mirando.
-Pues has estado muchas veces mejor que ahora, Kat. Estás secuestrada en un edificio en el que todos, excepto uno, no dudarían un segundo en matarte. No puedes hacer nada para escapar, al margen de intentar suicidarte, lo cual es un poco difícil-por su boca asomó una sonrisa cínica que yo encontré la mar de divertida-. Sin olvidar que tenemos a otro de tus compañeros encerrado y lo estamos sometiendo a gran cantidad de torturas.
La última palabra hizo que la nube rosa que me rodera se disipase, y el mundo volvió a cobrar su aspecto habitual de cárcel sin barrotes pero tampoco sin otra condena que no fuese la cadena perpetua. Y yo formaba parte de los únicos prófugos que escapaban del ojo de los focos por los pelos, mientras los ángeles, la policía, nos perseguían y nos atrapaban en cuanto cometíamos el menor error.
Cabía destacar que mi mundo no tenía un suelo suave y plano, sino miles de salientes, de desniveles, y de pasos en falso que te matarían si hacías algo mal.
Se me borró la sonrisa del rostro. Se me escapó, más bien, porque apareció en la del ángel que me había llevado hasta allí.
-Parece que ya vuelves a ser tú.
-¿Qué ha pasado?-inquirí, mirándome las manos. Tenían cortes, cortes que no dolían, pero eran tan antiguos como los que tenía cuando llegué al Cristal, antes de estar en la cima del mundo y contemplarlo todo como quien tiene alas a la espalda.
-Si te lo digo yo, perderá la gracia-se acercó a una nevera y abrió una lata que chasqueó una lengua de la que carecía-. Prefiero disfrutar del espectáculo.
Se sentó en uno de los sofás mientras yo me quedaba allí, de pie, contemplando el vacío. Lo último que recordaba era a la muchacha mariposa caminando con aquellas preciosas alas incrustadas en la espalda. Traté de ahondar más en el océano de mis pensamientos, pero fue totalmente inútil. No conseguía bajar más allá de un par de metros bajo la superficie, y estaba claro que allí no estaban los arrecifes a los que me dirigía, sino apenas unas motas de polvo que no flotaban en el aire y que no eran polvo, sino partículas de algas muertas nadando con el ritmo de las corrientes del mar.
-No me llega nada-susurré, frustrada. El aire se encargó de transportar en bandeja de plata la voz de Louis hasta a mí.
-Trataste de escapar. Te cogieron. Fue Angelica. Y...
-... me tiró al suelo-terminé la frase antes de dejar que la cerrara él. El nombre de la chica había sido otra llave más a una puerta que se abría de nuevo sin yo girar la cerradura, al igual que lo había sido la palabra “tortura”. Recordé a Perk. Recordé lo que le habían hecho. Recordé la rabia que me dio. Recordé empujar a los ángeles y correr como alma que llevaba el diablo, con las manos atadas (me toqué las muñecas cuando llegué a ese punto de mis recuerdos, y me alegré de sentir la piel contra la piel, en lugar de un emparedado de piel, acero, y piel), recordé llegar a aquella réplica de la ciudad y de un bosque, recordé tratar de esconderme, calcular mal un santo y oír el zumbido de cientos de alas lanzándose contra mí. Recordé una cabellera rubia, volar por un momento, y luego sentir que la gravedad me recordaba de repente.
Angelica me había tirado al suelo desde una altura considerable, y varios huesos se me rompieron antes de que mi cerebro se rindiera y me dejara inconsciente, en un acto de compasión que debía agradecerle por siempre a aquella pequeña masa que tanto hacía por mí y en la que no pensaba casi nunca, a pesar de ser ella la que pensaba.
Recordé el sueño, el coro de voces, el dolor omnipresente y las sábanas pegándose a mi cuerpo sudoroso. Podía mover las piernas, aunque se me habían roto. Podía mover los brazos, aunque estaban rotos. Podía mover la cabeza, aunque juraría que me había roto el cráneo.
Podía descifrar el coro de voces y los bailes de figuras frente a mí.
Angelica estaba sentada a la mesa de la cocina, con una expresión en la mirada que me habría detenido el corazón, si las miradas matasen. Louis estaba apoyado en la mesa de la misma, con la espalda vuelta hacia el ángel y los ojos también clavados en mí.
-Deberías haberle atado también los pies. Así no habría podido correr.
-No ha llegado muy lejos.
-Pero ha seguido siendo una amenaza, Louis. Por mucho que te guste la chica, tienes que reconocer que es peligrosa para nosotros. Debería estar abajo, con el otro, y no aquí, mientras la tratas como una emperatriz y la vistes de seda.
-No la he vestido de seda.
-Porque sabes que nos cabrearías si lo hicieras.
Mi ángel guardó silencio mientras la que me había llevado hasta allí sonreía con cinismo.
Angelica lo miró con ojos llameantes.
-Estás enamorado de ella.
-No lo estoy-se apresuró a negar el otro, girándose y contemplándola. Me habría dolido en el alma de no haberme dado cuenta de que aquello ponía las cosas más fáciles. La chica se limitó a alzar las cejas.
-Pero te gusta.
-Eso es evidente-contestó él, volviendo a su guardia sobre mí-. Si no me gustara, estaría abajo con el otro.
-Dijiste que la tendrías aquí para averiguar cómo se las había arreglado para vincular la bomba con ella.
-No iba muy en serio, pero si lo descubro...-le mostró las palmas de las manos antes de volver a cruzarse de brazos-. Bien por mí.
Angelica guardó silencio, sin apartar los ojos de la espalda de él.
-No puede ser con ella.
-Pues es con ella.
-No está permitido.
-A mí, sí.
Angelica se levantó, rodeó la mesa y se plantó al lado de él, que la miró de reojo y se llevó una mano a la boca.
-Precisamente tú, por mucho que te dejen saltarte las normas, eres el que más tiene que cumplirlas.
Se fue sin decir nada más, mientras Louis la seguía con la mirada. Cuando cerró de un portazo, negó con la cabeza, se acercó a mí, y me alzó en volandas. Me transportó hasta la cama y me dejó allí tirada mientras se iba a hacer algo.
Cuando yo conseguí empezar a gemir y sacudirme un poco, volvió a la habitación y se sentó a mi lado. Me acarició el pelo hasta que desperté.
Y, después, volvía a estar en el salón, con los ojos en la cocina que allí no pintaba a nada. Me di la vuelta lentamente, queriendo echarle en cara muchas cosas, pero sobre todo, que hubiera fingido estar allí todo el rato cuando solamente llegó al final.
Sus ojos cambiaron de expresión en cuanto analizó mi rostro.
-¿Qué has recordado?
-A Angelica. Aquí-hice un gesto con la cabeza en dirección a la barra americana. Él suspiró.
-Bueno, se suponía que no tenías que enterarte de lo que hablamos. ¿Lo sabes?
-¿Por qué te estás saltando las reglas conmigo?-escupí las palabras como si fueran veneno. En cierto modo, lo eran. Él puso los ojos en blanco.
-Vosotros también tendréis un protocolo para cuando capturáis a uno de los nuestros, Kat. Estoy seguro. Tenéis que tenerlo-sacudió la cabeza-. Deberías estar abajo, con Perk. En una celda al lado de la suya. Así sería más fácil que uno de los dos confesara: los gritos de los amigos son el mejor aliciente en estas cosas.
-Me pones enferma-gruñí.
-Que estés aquí os ayuda a los dos. Sois fuertes cuando estáis separados. ¿O me vas a decir que fuiste fuerte cuando lo viste y te echaste a llorar?
Se me revolvía el estómago con sus palabras, precisamente porque daban tanto asco como razón tenían. Era horrible, todo aquello: desde la situación, hasta lo que nos había llevado hasta allí, pasando por todo lo de entre medias y lo que le rodeaba. Deseé que fuera otro el que cargara con el muerto de la misión en la que me tiré por aquel puente para escapar de él, y me sumergí en el río sabiendo perfectamente que dominaban la tierra y el cielo, pero el agua seguía siendo territorio nuestro.
-Y sabes por qué te tengo aquí.
-Porque nos acostamos.
Sonrió.
-Eso es un efecto colateral, Kat. Créeme. No puedo soportar pensar en que te hagan lo mismo que le están haciendo a tu amigo.
-Perk no es amigo mío. No le conocía antes de la misión. Se merece esto tan poco como los niños inocentes a los que matáis cuando aprendéis cómo hacerlo.
-Yo nunca he matado a ningún niño.
Pero la imagen de mi hermana pequeña de cuerpecito destrozado contra el suelo de la calle, enmarcado en su propia sangre, no se me iba de la cabeza.
-¿Por qué no me matan ya y acabáis con esto?
-Porque yo no se lo permito.
-Tiene que haber alguien por encima de ti.
-Tengo alas. Te sorprendería saber hasta qué altura puedo llegar.
Tuve que sonreír, porque la verdad era que la respuesta era buena. Pero rápidamente corregí mi gesto.
-Recuerdo que ella te dijo que debías ser quien más ejemplo diera con las normas, a pesar de que te dejaran saltártelas.
-Los demás duermen perfectamente sabiendo que la excepción que confirma la regla no son ellos, te lo garantizo.
-¿A qué se debe?-ignoré su tono sarcástico, porque no podía permitirme otra sonrisa. Aquel tira y afloja que se traía con su lado más mordaz era atractivo, sí, y una de las cosas que había hecho que mientras surcaba el aire en dirección al suelo en el Cristal, deseara que me sostuviera entre sus brazos. Sin embargo, tenía que conseguir mis respuestas. Probablemente me ayudaran a sobrevivir.
-A que soy diferente.
-Si vas a decir que eres más guapo que los demás, te juro que...
-Al margen de eso. Ya lo sabes, Kat. En el fondo lo sabes. Piensa un poco. Piensa por qué no podías dejar de mirarme a mí cada vez que veías un nuevo ángel con sus nuevas alas.
Me mordí el labio y asentí despacio.
-¿Tiene que ver que las tuyas sean las mejores de todas las que he visto?
Él también asintió, tomándose incluso más tiempo en la montaña rusa de su cabeza que yo.
-Esa es la consecuencia por la cual soy especial.
-¿Por qué te respetan tanto los demás?
Louis palmeó el sofá, y yo me fui a sentar en el otro extremo de éste. Suspiró, se miró las manos, alzó la cabeza, se inspeccionó las alas, y murmuró:
-Porque a mí no me las pusieron, Cynthia-me recorrió un escalofrío cuando pronunció mi nombre-. No se formaron en un tanque con células tratadas científicamente a las que se cultiva como quien cultiva lechugas.
Fruncí el ceño, temiendo comprender de qué iba la cosa. Él asintió, con una tristeza infinita dibujada en los ojos.

-Las formó mi madre. Nací con ellas.