lunes, 29 de febrero de 2016

88th Oscars: Todos soñamos en dorado.




Muchas gracias a todos. Gracias a la Academia, gracias a todos los que estáis en esta sala. Tengo que darles la enhorabuena a los otros nominados de este año por sus increíbles actuaciones. El renacido ha sido el producto de esfuerzos incansables de un elenco y un equipo increíbles con el que he tenido el honor de trabajar. Para empezar, para mi hermano en esta cruzada, el señor Tom Hardy. Tom, tu talento en la pantalla sólo puede superarse por tu amistad tras ella. Al señor Alejandro Iñárritu; a medida que se escribe la historia de nuestro cine, tú te has hecho un hueco a codazos  en estos últimos dos años, ¡qué talento más increíble tienes! Gracias por crear una experiencia tan trascendental en el cine. Gracias a todos en Fox y New Regency… a mi equipo entero. Tengo que darles las gracias a todos desde los inicios de mi carrera: a quien me contrató en mi primera película, al señor Scorsese, por enseñarme tanto sobre el arte del cine, a Mike Ryon (¿), gracias por ayudarme a navegar por esta industria. A mis padres; nada de esto habría sido posible de no ser por vosotros. Y a mis amigos; os quiero con locura, vosotros sabéis quiénes sois.
Y finalmente, quiero decir esto: hacer El renacido trataba de la relación de un hombre con el mundo natural. Un mundo que sentimos todos nosotros en 2015 como el año más caluroso del que se tiene registro. Nuestra producción tuvo que ir al punto más sureño del planeta para poder encontrar nieve. El cambio climático es real, está pasando ahora mismo. Es la amenaza más urgente que nos amenaza como especie en conjunto, y debemos trabajar en equipo y dejar de dejarlo todo para última hora. Tenemos que apoyar a líderes alrededor del mundo que no hablan por las grandes contaminadoras, sino por toda la humanidad, por la gente indígena del planeta, por los miles de millones y miles de millones de personas sin privilegios que serán las más afectadas por todo esto. Por los hijos de nuestros hijos, y por esa gente de ahí fuera cuyas voces se han ahogado por las políticas de avaricia. No demos este planeta por sentado; yo no doy esta noche por sentada.
Muchísimas gracias.








¿Conoces la gloriosa sensación de estar presente en el momento en que se está escribiendo historia? Todo empieza con una intro preciosa, digna de una película, y no es para menos: esta noche, se celebra el cine. Y estamos invitados. Los nervios están a flor de piel; falta gente y también la hay de más, pero no importa. Sale Chris Rock, y por la manera de sonreír sabes que va a pelear. No en vano, lleva un traje blanco. Los Oscar, tan blancos.
El primer plano es para Leo, y se te para el corazón un segundo.
Mencionan a Meryl y a Robert De Niro, porque ninguno “baja el listón” para que el otro pueda alcanzarlo. Las categorías se deslizan sin ninguna prisa, deleitánodse en tenerte en vilo. Alguien, una chica Bond, critica a James Bond, y no puedes estar más de acuerdo.
Sacan a girl scouts a vender galletas, y te preguntas si esta gente irá a los premios sólo a comer. Probablemente sea así. Neil no dio comida el año pasado, al menos que tú recuerdes; problema suyo.
Se van dando premios; con algunos, no estás de acuerdo. Los brincos de Alicia Vikander al recibir su merecidísima recompensa no entran dentro de esa categoría (aunque, sí, no es secundaria, es principal). Andy Serkins sale a entregar el premio a mejores efectos visuales: ¿quién mejor que él? Compara a Donald Trump con Gollum, y tú te ofendes.
Pobre Gollum.
Aparecen C3PO, R2D2 Y BB-8, y un joven actor se pone en pie en su butaca porque no da crédito a sus ojos. También harán aparición Buzz Lightyear y Woody, pero ni rastro del “black bloke from Star Wars: Darth Vader”.

































La noche avanza, las sonrisas se reparten y la música corta los discursos demasiado pronto. Otras veces, la música es los discursos. Y el piano de Gaga no podría estar más afinado, la voz de Sam Smith no podría ser más melódica. Entonces, llega. Mejor actriz. Aplausos.
Mejor actor.
Alguien, en algún lugar, abre el libro de historia. Millones de personas pidiendo que Leo se lelve el premio. Se lo lleva; muere un meme, nace una leyenda.
Mejor director. Más aplausos. Iñárritu, que pronto montará un mercadillo de estatuillas en su calle, le dice a Leo que “él es The revenant”, de la misma manera que le dijo Alfonso Cuarón a Sandra Bullock “Sandra, tú eres Gravity”.
La última categoría. Mejor película.
Y te sorprenden, te sorprenden gratamente, porque una buena historia se impone a inmensos efectos especiales. A veces, la sencillez, te otorga un Oscar. Menos es más, o si no, que se lo digan a Spotlight.
Empieza a caer confeti, y los párpados empiezan a pesarte, aunque estás feliz. Has visto cómo se escribía historia, una historia que te ha gustado. Y te das cuenta de que es verdad, viendo la ilusión de los ganadores mientras sostienen las estatuillas en sus manos, y papelitos del mismo color surcan el cielo.

Todos soñamos en dorado.

sábado, 27 de febrero de 2016

Nevada en los pulmones.

Que no te engañen: todos, en algún momento, necesitamos ser débiles. Que alguien nos sostenga entre sus brazos y nos reconforte, y no es, necesariamente, exclusivamente cuando somos pequeños. En ocasiones, te das cuenta de que crecer significa, precisamente, el aceptar que hay veces en que eres un dragón, y otras una simple mariposa. A veces escupes fuego, y desgarras carne, y custodias castillos, y otras el viento te arrastra a su antojo, mientras tú sólo flotas, luchando por intentar estirar tu etérea existencia unos segundos cruciales más, que en ti son años, pues sólo has nacido para ver la Luna una vez.
Es perfectamente normal sentir un nudo en la garganta, encerrarte en un baño para poder expulsar los sentimientos, colocar tu chaqueta en el asiento de al lado del bus, sólo porque no quieres que nadie se te acerque. Necesitas estar solo, necesitas tiempo para pensar.
Es como si fueras un copito de nieve aplastado contra otros para formar un muñeco: todos juntos sois el muñeco y, sin embargo, sois individuos. Eres una gota de agua en un océano, pero, ¿qué es un océano, sino una multitud de gotas?
Y que no te engañen: el ser débil también implica ser fuerte. A muchos nos engañan, nos enseñan a reprimir nuestros sentimientos, a prohibirnos sentir cosas negativas y canalizarlas hacia lo positivo. Todo puede canalizarse, ya se ha hecho hasta con el Nilo. ¿Por qué debería ser diferente una lágrima? ¿Por qué habría de ser distinto con un grito?
Mi consejo es el siguiente: canalízalo. Conoce tu interior, abrázalo; es tu único y verdadero hogar. Escucha lo que te diga, y si te dice que seas discreto, que lo compartas, hazlo. A veces, lo mejor es gritarlo a los cuatro vientos; otras, sólo decírselo al reflejo que te observa desde el otro lado del espejo, ese que tan bien te comprende.
No compartas tu escape con demasiada gente. Especialmente con gente que conozcas. De esa manera, no estarás vinculado a tener que mantener una postura ante ellos. Porque es precisamente lo que necesitas; es, precisamente, lo que deseas darte. Estallar.
Todos hemos dicho alguna vez que “los psicólogos no sirven para nada”, que te dejan peor de lo que entraste. Son malos, son pésimos, porque te revientan por dentro.
Pero tal vez seamos nosotros los culpables de ser volcanes.

martes, 23 de febrero de 2016

Repulsa filial.

No hay nada como que se te revuelva el estómago pensando en algo para hacer que tu manera de mirar y ver las cosas pegue un cambio radical.
Antes, solía pensar que cualquier manera de vivir, y saber que estás vivo, era preferible a la muerte. Que tener un ser querido postrado en una cama, mirándote y sonriendo cuando podía, era mejor que una tumba.
Ahora, prefiero la tumba. Ya entiendo a la gente que glorifica a los mártires, y lo sabio que es convertirte en uno: no te das tiempo a cagarla y dar asco, no te das tiempo a mostrarte como realmente eres. Simplemente, pum, estás muerto. Y todos los muertos son santos.
Y todos los vivos, acaban degenerados en lo contrario a un héroe. Hasta la palabra antihéroe es demasiado buena para ellos.

viernes, 19 de febrero de 2016

Sólo la mitad de un cielo, que está un poco ahí, pero no demasiado.

Es el primer 19 de febrero en el que echo de menos a alguien hasta el punto de no poder dejar de pensar en él. El primer 19 de febrero en el que sólo recuerdo lo que es escuchar unas patitas correteando por el pasillo. El primer 19 de febrero en el que estoy segura de que las canciones tristes se han escrito para nosotros. El primer 19 de febrero en el que pienso que Zayn y Louis tienen los mejores solos en Half a heart, pero la esencia de la canción somos tú y yo. El primer 19 de febrero en el que digo “hoy es el cumpleaños de Noble”, y mamá me corrige: “era el cumpleaños de Noble”. El primer 19 de febrero en el que no ladra nadie cuando llego a casa en mucho tiempo. El primer 19 de febrero cuya celebración carece de sentido. El primer 19 de febrero en el que no me debato entre ir a comprar un pastelito y dártelo, o simplemente rascarte la barriga. El primer 19 de febrero en el que nadie viene corriendo a saludarme, lloriqueando de felicidad, para asegurarse de ser el primero en saludarme ese día. El primer 19 de febrero en el que me doy cuenta de todo el tiempo que perdí adorando a otros, cuando lo más precioso que había visto nunca ya lo tenía en casa. El primer 19 de febrero en el que me martirizo por no haberte imaginado lo suficiente. El primer 19 de febrero en el que ya sólo me queda imaginarte.
Es el primer 19 de febrero que ya no es mágico.
Espero que estés bien, siendo polvo de estrellas cruzando el cosmos a toda velocidad. Te echo de menos. Siempre lo hago. Cuando voy en el bus, cuando estoy sentada en el sofá y miro el espacio al lado, cuando me ducho, abro la puerta y no intenta entrar nadie a lamerme las piernas, cuando se me cae la botella de agua y no tengo que correr a agacharme antes de que la cojas, cuando  puedo dejar las zapatillas sin vigilancia en cualquier sitio, porque nadie las va a secuestrar. Cuando nadie interrumpe lo que hago, metiendo el hocico entre mis piernas y meneando la cola.
Es el primer 19 de febrero en el que no tengo a quién hacerle un álbum de fotos en un momento. El primer 19 de febrero en el que lamento no haber hecho todas las fotos y vídeos que pudiera.
Nuestro hogar se autodestruye, mi amor. Tú eras lo que nos mantenía unidos. Sé la estrella que nos vigila y nos cuida en el camino.
A partir de ahora, intentaré sobrevivir a los 19 de febrero. Felices 7 años, Noblesín. Dicen que nadie está muerto mientras haya alguien que le eche de menos, que su espíritu puede vivir, que en nuestras manos está que se mantenga vivo.
Ojalá algún día mis manos hagan grandes hechizos pero, de momento, me conformo con sentir la magia que tú eres en la punta de los dedos.

martes, 16 de febrero de 2016

Post-San Valentín solitario.

No dejo de preguntarme cuántas entradas serán demasiadas entradas. Pero se acerca tu cumpleaños, y yo sigo un poco muerta por dentro.
Sabes cómo me molestaba tener la capacidad emocional de un ladrillo en ocasiones, y una de ellas es ésta. Nunca lloraré lo suficiente; pero, a este paso, parece que nunca lloraré, y punto.
Las cosas aquí siguen como estaban cuando te fuiste. Bueno, salvo por las fundas del sofá. Antes me encantaban los sofás, tan blancos, y me gustaba sentarme en ellos sin funda cuando tú te quedabas en Aces. Ahora, no los soporto. Y nadie se ha sentado en tu sitio aún.
Hemos ido de paseo un domingo. Como si el que no hubiéramos salido antes fuera por tu culpa. Como si fuéramos de pasear, o a mí me gustase salir de casa. Hemos ido al cine. Sí, a Leo. Sí, lo hace bien.
Sí, este año es el año.
Son mis segundos Oscars.
Los primeros sin ti.
No sé qué haré despierta de noche cuando sean los anuncios, a quién veré roncar. No sé quién me hará desviar la vista y mirar al sofá de al lado, porque estás suspirando, o te estiras, o te estás poniendo patas arriba.
Creo que los voy a ver por la tele. Qué locura, ¿verdad? Qué locura.
Creo que este año han acertado con el lema. We all dream in gold. Todos soñamos en dorado.
Como tu pelo. El que no era azabache.
Creo que se me dejará de encoger el estómago cuando camine a tientas de noche, sin encender la luz, y me dé cuenta de que ya no hace falta que estire un poco el pie antes de pisar. Ya no voy a pisar a nadie. Nadie va a chillar y me va a lamer la cara cuando me agache, sufriendo por el golpe más que tú. Qué locura, ¿verdad? Qué locura.
Creo que los voy a ver sola. Que ya nadie me va a hacer levantar las bolsas con comida y decir “Noble” de la manera más cariñosa que me ha salido nunca.
Tal vez algún día se me levante este luto transitorio. Puede que algún día esté conduciendo, y te vea en el espejo retrovisor.
Hasta entonces, seguiré reproduciendo en mi cabeza todos tus ladridos, los que no conseguí grabar a tiempo. Qué horrible es pensar que tienes todo el tiempo del mundo cuando, en realidad, te quedan segundos.
No dejaré de verte hasta que me vuelva loca.
Y la locura inducida es la peor de las locuras.

jueves, 11 de febrero de 2016

Sé libre, mi pequeño capibara.

               Gracias a Dios, no había ido demasiado lejos. No necesitaba de forma imperiosa que se perdiera el primer día que la sacaba de casa, bajo mi completa responsabilidad. Perder la cabeza por esa gilipollez sería incluso más pésimo que perderla porque mis padres supieran identificar mi cara de después de follar (que, según Scott, era increíblemente épica).
               Lejos de mis temores de que se fuera derecha a la barra, se Diana se había inclinado a observar el dinero de la pecera, que aumentaba a pasos agigantados, de tal manera que Jordan apenas daba abasto y necesitaba recurrir a una de las camareras del bar que casualmente pertenecía a su familia, de piel pálida, labios carnosos y pelo recogido en trenzas de millones de colores. A pesar de que todo el mundo se quedaba mirando a la chica un par de minutos la primera vez que la veían (vale que fuéramos londinenses, pero en las afueras no ves lo mismo que en el centro real), la modelo no parecía impresionada por las pintas. Ni siquiera había un deje de curiosidad realmente incrédula en su expresión mientras examinaba la pecera.
               -¿Vas a echar algo, o qué?-espetó la camarera, después de hacer un ademán en nuestra dirección, como reconociendo nuestra presencia.
               -Relájate, cría, sólo estoy mirando.
               -Seguro que no has visto tanto dinero en tu vida-se burló la camarera, echándose a reír, como si eso fuera su sueldo de una noche, cuando lo cierto era que Scott y yo habíamos conseguido sonsacarle que no manejaba tanto dinero ni en un trimestre. A veces, “los padres de este hijo de puta me explotan”, esgrimía. Otras, “lo que os pasa es que sois una panda de niños ricos y mimados que no saben qué hacer con su dinerito, porque tenéis demasiado miedo de pasároslo por el culo, no vaya a ser que os rasque” gruñó.
               La primera noche que nos soltó semejante perla, Scott se la folló en el baño que tenía la puerta rota, pero mi hermano de otra madre era un campeón al que había que dedicarle sus merecidas décadas de estudio. Eso, y que era su manera de lidiar con las críticas y de mantener a todo el mundo a raya.
               -Un pezón mío vale cinco veces lo que sacaríais en un año si llenarais la pecera cada noche, pero aprecio tu esfuerzo-respondió Diana. Jordan se echó a reír cuando la chica alzó las cejas.
               -¿De verdad no sabes quién es? 
               -Si lo supiera, no llevaría esas pintas.
               Y se alejó en busca de Bey y Tam, con nosotros dos como escolta. Escuché por encima de la música tronante cómo Jordan le explicaba con pelos y señales el negocio que podrían hacer ahora que estaba aquí.
               Como si nunca hubiera tenido hijos de nadie de One Direction bajo su techo.
               Bey se atusaba el pelo con los dedos de una mano mientras sostenía un Martini entre los otros.
               -¿Qué se celebra?-inquirí, quitándole la copa de la mano. Scott se dejó caer en el sofá, levantó dos dedos en dirección a la barra y asintió, para después taparse la cara un segundo.
               -La incorporación de una nueva joyita a mi corona particular.
               Diana sonrió.
               -Voy a ser una tía influyente de mayor, te recomiendo que sigas pulida y brillante, mi amor.
               -Eso procuraré-se carcajeó la americana, aceptando una de las copas que llegaban. Concretamente, la que iba a ser para mí.
               Se cruzó de piernas y miró cómo Scott daba un largo sorbo, cerraba los ojos, saboreando la bebida, y luego encendía su radar. Tamika se echó a reír viendo cómo escaneaba la sala en busca de tías buenas dispuestas a pasárselo bien una noche.
               -No puedes parar, ¿eh? Eres un puto ninfómano.
               -Soy tío. Se sigue esperando esto de mí.
               -Deja que lo disfrute, Tam. Cuando deje de ser guapo seguramente acabe suicidándose.
               -Moriré siendo 7 veces más guapo que tú, de todas formas, lo cual es bastante consuelo, viendo con las que consigues juntarte-y le lanzó una mirada descaradísima a Diana, que no le prestaba atención. Observaba el lugar con sumo interés: las luces que danzaban, la barra que veía renovado su brillo constantemente, bien por el derrame de un vodka o una cerveza, bien por la bayeta que la agredía incansablemente; los discos colocados por la pared, tanto de vinilo como compactos, las fotos de los mejores clientes, los recortes de periódico de los conciertos que se habían dado en la ciudad y que habían interesado al dueño…
               -Apuesto a que nunca has estado en un sitio así, americana-le susurré al oído, y todo a mi alrededor desapareció un momento. Sólo existían mis labios y el milímetro de piel que rozaron de su oído. Fue más que suficiente para olvidarme del peligro que corría en ese lugar.
               -Te sorprendería en qué cuevas he llegado a meterme-replicó, colgándose de mi cuello y dándome un beso rápido en los labios, como diciendo “eres mío, no lo olvides”. Su boca tenía un toque a cereza.
               -¿Tienes algún récord en mente, T? Porque te recuerdo que no vale si te las traes de casa.
               -Cierra la boca-respondí.
               De refilón, distinguí el pelo de mi hermana, que sacudía la cabeza al ritmo de la música y esgrimía un vaso de tubo como si no le importase más en la vida que ese trabajo de peculiar portaestandarte. Me disculpé de mis amigos y me acerqué a ella. La pellizqué en la cintura y ella dio un grito que se oyó por encima de las palabras que vomitaban los altavoces, pero nadie nos miró. La gente de esos sitios estaba acostumbrada a gritos histéricos a partir de las 11 de la noche. Eran parte de la música ambiental.
               -Dios, Tommy, ¿qué quieres?
               Una de sus amigas se puso roja como un tomate. Pude verlo incluso con luz azul.
               -No tomes drogas-le advertí, aunque ser amigo de un camello no me dejaba mucha autoridad moral para ello. Pero, joder, había nacido antes que ella. Tenía que hacerme caso.
               -No soy tonta.
               -Y no te emborraches.
               -He venido a eso.
               Dio un trago sólo para fastidiarme.
               -Contrólate, o tendrás que dormir en casa de Scott.
               -Mmm-jugueteó con la pajita negra-. Ahora que me apetece emborracharme.
               -Lo harías en el sofá.
               -Se pueden hacer muchas cosas en un sofá.
               Si no hubiera bebido antes, le habría soltado una bofetada antes incluso de que terminara de pronunciar la última palabra. Pero lo cierto era que había bebido, y que apreciaba el sentido del humor vomitivo de mi hermana cuando el alcohol me iba en vena. Me eché a reír, le di un beso en la mejilla y le dije que se lo pasara bien.
               Cuando regresé con Scott y las chicas, Tamika andaba desaparecida, y Diana se había sentado entre Bey y Scott, con las piernas cruzadas, las rodillas tan cerca que, de haber sido otra gente, habría pensado cualquier cosa, excepto lo que era.
               Scott le contaba a Diana la historia de cómo Jordan quería convertirse en el más rico y famoso de su nombre, lo cual no era fácil.
               -… claro, lo famoso es imposible. O sea, ¿Michael Jordan? Está como una puta cabra. Sin embargo, lo de rico… puede hacerse, ¿sabes?
               -Justin Bieber se llama Justin-concedió ella, removiendo su pajita en la que tenía que ser mi copa, dado que Scott tenía la suya propia y Bey charlaba con una chica a la que yo sólo conocía de vista.
               -El caso es Jordan Belfort. Fue corredor de bolsa. Este cabrón quiere manejar tanto dinero como él, cuando el otro llegó a hacer 3 millones de pavos a la semana. Eso es una bestialidad.
               -No tienes cara de que te interesen las finanzas.
               -Me pasé media infancia en casa de Tommy, ¿eh, T?
               -Dios, por favor, no le vayas con el rollo de que te crió mi madre.
               -Y no lo hizo, la mía fue la que se encargó, y tengo que admitir que hizo una labor excelente. El caso es que Eri siempre tenía una película puesta. Siempre. Y, claro, El lobo de Wall Street tenía que estar entre ellas. ¿El trabajo de DiCaprio? Mi padre no sabe cantar comparado con cómo actúa DiCaprio. Y sabemos de sobra quién era el bueno de los cinco.
               -No me parece una peli muy para niños.
               -Y no solía dejarnos verla. La tía se la sabía de memoria. Tres putas horas de película. En inglés americano. De memoria. De puta coña, ¿no es cierto, T?
               -Yo soy la prueba de que mi padre se interpuso entre ella y el apellido que quería-me encogí de hombros.
               -Esa película me marcó.
               -Margot Robbie-aporté yo.
               -Dios, ¡sí! ¡Margot Robbie!
               -Si Scott tuviera un tipo, ella sería ese tipo. La verdad es que te pareces bastante a ella, Didi.
               -No la insultes. Diana es más guapa.
               Parpadeó un segundo, dándose cuenta de lo que acababa de decir, y luego miró a la americana, que se llevó una mano al pecho, luego le cogió la mano y susurró un vanagloriado “gracias”. No parecía odiarle, ni querer ir a por él en ese momento.
               -Sí, bueno, eh… ¿de qué estábamos hablando?
               -DiCaprio-dije yo.
               -Sí, eso. Eh… bueno, pues que quiere ser como Jordan Belfort.
               -¿No acabó en la cárcel?
               -El hijo de puta consiguió que hicieran una película sobre su vida. Y, si te soy sincero, todo lo que vivió bien merecía un par de años a la sombra.
               -Seguro que  tú no aguantarías ni dos días.
               -Tommy sería mi Jonah Hill. Siempre podría prostituirlo a cambio de mi inmunidad.
               -Me adora-asentí, y Scott se lanzó a darme un beso en la mejilla. Me la limpié y le di un puñetazo en el hombro.
               -No puedo seguir con esta farsa, en serio. Te necesito.
               -Aquí no, mi amor. Tenemos una reputación que mantener.
               Empezamos a pelearnos de coña, y mientras intercambiábamos puñetazos, dos cosas trascendentales sucedieron.
               La primera, Tamika apareció con una bolsita de plástico minúscula, que contenía polvos dentro, y seguramente no pertenecientes a Campanilla.
               La segunda, una cabellera flameante apareció por la puerta.
               Se me detuvo el corazón en plena lucha en el instante en que la vi. Dios, estaba preciosa, con aquella minifalda que enseñaba sus piernas de tal manera que tu imaginación no pudiera aportar casi nada, el top que le dejaba el ombligo al descubierto, y la cazadora vaquera que tantos buenos recuerdos me traía (como el verla aparecer con ella puesta, y sólo con ella, en el último cumpleaños que había pasado estando con ella). Del hombro le colgaba el bolso negro de cadena plateada que tantas veces había tenido que sostener, o incluso llevar yo, cuando iba demasiado borracha para poder tenerse en pie e ir cargando con él a la vez.
               Sus ojos se posaron en mí un segundo, y fue como si me hubieran bendecido mil ángeles. Se me retorció el estómago al ver que una minúscula sonrisa, que rápidamente consiguió asesinar, le atravesaba la boca, aquella boca que sabía tan bien, la mejor delicatesen que había probado… y se me hizo un nudo en la garganta cuando cerró con firmeza la mano en torno a la de su acompañante.
               Quise arrancarle la cabeza.
               A él, no a ella.

domingo, 7 de febrero de 2016

2483 días juntos, o, si lo prefieres, 6 años, 9 meses, y 16 días.

Ni siquiera sé cómo empezar esto. No es que lo vayas a leer nunca; al fin y al cabo, no sabías leer. Al fin y al cabo, ya no estás. Ahora no eres más que polvo de estrellas, pero hasta la partícula más minúscula de todo el Universo no deja de serlo, con lo que eso no es para nada despreciable. “Estamos hechos de polvo de estrellas”, como dicen, ¿no?
Jamás podría expresar por palabras lo que pasé la madrugada del 6 de febrero, y a lo largo de todo el día siguiente. Ahora ya estoy un poco mejor. Por fin he podido entender que no es un adiós de nuestras formas, pero no uno de nuestros átomos. Seguiremos encontrándonos cuando yo no sea más que un recuerdo también, y ése es mi mayor consuelo. Que sigues conmigo, rodeándome, animándome como lo hacías sin siquiera pretenderlo, a pesar de que yo ya no pueda volver a tocarte.
Supongo que es por eso por lo que no quiero que mamá y papá tiren tus cosas. Sé que es una tontería, pero me alegra saber que en ese cajón está tu collar, que en aquella alacena están los platos en los que comías. Confieso que ahora, más que nunca, le tengo miedo a perder la memoria: te estaría perdiendo a ti. Y, aunque seas una parte de mí, me duele más el hecho de perderte que de perderme. Es por eso que quiero que nos quedemos con tu camita, o que Ivan no se lleve al pueblo de Merche las cosas que usabas. Quiero poder verlas, de vez en cuando. Acordarme de que una vez viví un sueño de verdad. De que tuve suerte.
Y de que me tuve que despertar a las 4 y 12 de la madrugada de una vez por todas. De cómo me arrodillé delante de ti en el sofá, cómo te cerré los ojos porque los tenías un poquito entreabiertos, cómo te acaricié el lomo como tanto te gustaba y te di un beso en el hocico, como te dejabas siempre porque me gustaba más a mí que a ti.
Te trajo papá en brazos a casa, apenas eras una bolita de pelo a la que le costaba horrores pasar a la terraza porque tu barriga daba con el escalón. Ahora que lo pienso, es natural que fuera él quien te envolviera en una manta y te sacara de casa, exactamente igual que te metió.
Has vivido bien, mi amor. Has conseguido que sonriéramos cuando  llegaste y que llorásemos cuando  te fuiste. Has sido por el que más he llorado, y no me avergüenza decirlo: las lágrimas derramadas por las cosas puras que se van están hechas del néctar de los dioses. No son un desperdicio.
Todavía me asoman en los ojos, y sé por qué son. Por todas las cosas que me hiciste vivir, porque verte llegar por primera vez a casa en brazos de papá fue la imagen más bonita que mis ojos captarán jamás. Sigo sin querer tener hijos, por cierto. Espero que no te parezca mal.
Y tú sigues sin hijos. Y a mí me sigue pareciendo mal.
Prometo no olvidar todo lo que pasamos juntos, las veces que me hiciste sonreír, y las veces que me hiciste preocuparme. Preocuparme, como cuando se te atragantó el hueso de filete, y tuve que meter la mano para sacártelo (me habría dado algo si te me hubieras muerto con sólo 6 meses). Preocuparme, como cuando vomitabas, hasta el punto de que a mí también empezaban a darme arcadas.
Pero, gracias a los dioses, me preocupaste una vez por cada 100 mil veces que me hiciste sonreír.
Cuando llegaste a casa y te dio por tirar de las cortinas y morder el cable del home cinema. Se ve que te gustaba el dorado.
Como cuando estaban echando un documental de osos en la tele, y cuando uno salió de plano, tú te bajaste del sofá y miraste detrás de ésta, para ver dónde se había metido.
Como cuando brincabas y chillabas como loco en cuanto alguien decía “pelotas”. Sabías que era de jugar.
Como cuando  te daban las venadas, y corrías por todo el prado a una velocidad que asustaba.
Cuando Ivan llegaba a casa y te volvías loco; sabías que significaba que nos íbamos a Aces.
Cuando vinieron los amigos de tío, y te pasaste la tarde entera jugando con ellos, o cuando vinieron mis primos y se quedaron alucinados con cómo encontrabas las pelotas que habíamos perdido a base de rastrear.
Cuando eras pequeño, y en cuanto estirábamos una mano en tu dirección ya empezabas a mover las patas traseras. Mamá decía que tendríamos que llevarte al metro para que tocarasla guitarra con ellas, y consiguieras unos ahorros.
Cuando te dábamos de comer, y te emocionabas demasiado y nos hacías daño con los dientes, y te lo decíamos, y la próxima vez lo cogías más despacio.
Cuando no te dejábamos coger los palitos de los dientes, y tú te quedabas sentado esperando a que te dijéramos “venga, cógelos”, y dabas un brinco y salías corriendo al jardín.
Cuando te volvías literalmente loco al escuchar “¿quieres comer?” o “¿vamos a dar una vuelta?”, justo después de girar la cabeza en una y otra dirección.
Cuando ponías cara de pena, sentado delante de mí cuando yo estaba en el sofá, para que yo me levantara y te hiciera un sitio.
Cuando no nos dejabas escuchar el timbre porque te ponías a ladrar como loco, o cuando tú eras el timbre, y ya empezabas a saludar a mamá cuando volvía de trabajar incluso antes de que ella abriese la puerta del ascensor.
Cuando te daba por rebozarte en el prado, y decíamos que estabas “ganando la cebada”.
Cuando te sentabas a la puerta de casa a esperar a que papá volviese del tren.
Cuando eras el único que bajaba corriendo la cuesta hacia el apeadero para ir a buscarme, o cuando te asomabas a mirar la veiga como si estuvieras protagonizando El Rey León.
Cuando te ponías boca arriba, y parecías una personita peluda, durmiendo en el sofá.
Cuando les ladrabas a los cangrejos que íbamos a comer, porque era evidente que eran siervos del diablo y había que echarlos de casa.
Cuando te agobiabas porque no dejábamos de achucharte. Tienes que entenderlo, toda tu vida fuiste más suave que un peluche.
Cuando me mirabas y yo decía “Qué guapo es este perro”, o la retahíla de adjetivos que me inspiraban tus ojos. Lindo. Listo. Bellísimo.
O cómo te llamaba. Noblesín. Napia. Pequeñito. Chiquitín. A pesar de que, puesto de pie, fueras tan alto como yo.
Cuando subías en tu primer invierno a mi cama, y te acurrucabas a mis pies, y yo apenas podía moverme y casi no descansaba. Pero no importa, me hacía ilusión.
El primer día que pasaste en casa, cuando te metí debajo de las sábanas y tú te quedaste dormido en dos segundos (y dormías bien, créeme, Ivan decía que entrabas en K.O.). Y te tuve que bajar porque me daba muchísimo miedo aplastarte.
Cuando Ivan y yo hicimos que te subieras a la mesa de Aces, y empezaste a ladrar desde allí al llegar mamá y papá.
Cuando  fuimos por primera vez a Aces, y te dijimos que nada de salir de la finca, y te dimos una balón de baloncesto, y cuando  la pelota se fue al camino, tú te quedaste sentado, esperando, bien por permiso, o bien por que alguien fuera a devolvértela.
Cuando huías, todo ofendido, cuando intentaba hacernos una selfie. Hijo, qué quieres. Podríamos haber conseguido más que con la de los Oscar.
Cuando vimos los Oscar juntos. Mis primeros Oscar, y los únicos que tendremos los dos. Y tú te fuiste ofendido cuando ganó Patricia Arquette, justo la que yo no quería que ganase, porque no la conocía.
Me hacías sonreír con tu alegría cuando llegábamos de viaje, corriendo de un lado para otro, ladrando para asegurarse de que todo el mundo supiera que volvíamos a estar todos juntos. Parecía que hubieran pasado 5 años, y no una semana.
Cómo correteabas para que te sacásemos, o te diésemos de comer, y cómo te sentabas en cuanto alguien empezaba a prepararte la cena.
Tus giros de cabeza, a un lado a otro, cuando alguien te hablaba.
Cuando guiñabas un ojo. Estoy convencida de que lo hacías a posta, aunque quisieras fingir que no.
Aquella vez que te dije “no puedo tirarte el palo, Noble. Está muy lejos”. Y tú lo cogiste y me lo pusiste al lado de la mano.
Cuando ibas a coger las naranjas, y nos las dejabas a la puerta de casa, hasta que mamá se daba cuenta y te reñía, y tú entonces corrías al jardín otra vez con las orejas orientadas hacia atrás. Cuando estábamos sentados y nos las dejabas en las piernas para que te la tirásemos.
Cuando me protegías y te ponías entre alguien a quien no conocíamos y yo.
Cuando te ponías celoso porque acariciaba a otro perro y venías todo ofendido a reclamar mis atenciones, como diciendo “ella es mía, búscate a otra humana”.
Cuando eras el primero en darme un beso de buenos días, porque corrías a mi habitación en cuanto sonaba el despertador.
Cuando llorabas de felicidad y te metías entre mis piernas cuando llegaba del instituto, o la universidad.
Cuando íbamos de excursión, y corrías por la veiga, o te metías en el río y no había quien te sacara. Dios, hace ya dos años que no vamos al río.
Cuando tirabas la comida que te daba mamá, porque no te fiabas de que no hubiera una pastilla escondida entre las dos rosquillas. Y luego, después de que rodasen, ya recuperabas la confianza.
Aquella vez en que, estando con Ivan en un rally, un amigo suyo te ofreció un trozo de empanada, y tú cogiste el resto de aquella porque, ¿quién se puede conformar con un trocito nada más, pudiendo tenerla entera?
Cuando teníamos que darle la vuelta al cubo de la basura, porque, contra todo pronóstico, te encantaba el marisco (va a ser verdad eso de que los perros se parecen a sus dueños), y no te importaba meter la cabeza entera en el cubo para darte un manjar.
Cuando no sabías si salir de paseo o quedarte en casa para comer las sobras del pollo asado que sabías que te esperaban. Jamás podré volver a comer pollo sin que se me rompa un poquito el corazón.
Cuando te acordabas de buelita, e ibas a su habitación cuando hablábamos de ella, a pesar de que la viste muy poco, y la última vez, en el hospital, cuando tenías 5 meses.
Cómo corrías detrás del panadero, y le ladrabas, y dabas vueltas y vueltas por la finca porque no podías salir a morderlo. Bueno, a morderlo no, pero tú ya me entiendes.
Por cierto, ahora a papá también le cae mal. Tú y yo siempre fuimos los sabios.
Cuando era verano y te dábamos los restos de helado, y luego, un heladito entero para ti solo. Era irresponsable, vale, pero era graciosísimo verte comer, la cara que ponías, lo despacio que lo hacías para que no se rompiera.
Cuando me cogías las zapatillas, y me enseñabas que las tenías, y luego salías corriendo, y parecía que tuviéramos un caballo garañón en casa más que un pastor alemán precioso.
Cuando te dábamos las botellas de agua para que salieras a destrozarlas porque te encantaba el ruido que hacían.
Cuando subías en las noches de tormenta, temblando, y te tumbabas entre la cama de mamá y la mía y nos dormíamos acariciándote.
Cuando subías corriendo al coche, no fuera a ser que te dejábamos allí.
Cuando huías del aparato de medir la fuerza pulmonar de buelita, como si te fuera a hacer algo, pero luego, curiosamente, sólo la dejabas a ella cogerte en brazos.
Cómo te ofendía que te cogieran en brazos.
O cuando te quedabas con papá en el pueblo y mamá y yo veníamos a Avilés, y hablábamos por Skype, y tú mirabas detrás de la pantalla del ordenador, a ver por qué nos veías y nos oías, pero no podías olernos ni tocarnos.
Creo que todavía te oigo en el viento, tus uñitas rascando el azulejo cuando te levantas. Entrando a casa corriendo, porque están tirando voladores, y a ti eso no te gusta.
Arrancando naranjas del árbol, para que alguien juegue contigo.
Paseando por la acera de la que vienes a casa, para comprobar que estamos todos, y volver a salir.
Suspirando en medio de la noche, porque qué vida más atareada llevas. O bostezando en pleno día, porque para nada duermes 20 horas de 24.
Hicimos tantas cosas juntos, y todas las que nos quedaban por hacer. Me duele en el alma haber pensado este mismo viernes “el próximo fin de semana, lo grabo mientras corre por aquí”. Parece mentira que no hace ni un año que escribiera una entrada para tu cumpleaños, diciendo que estabas “en la mitad de tu vida”. Jamás una equivocación mía me había dolido tanto, y jamás posponer algo ha estado tan mal. Todas las fotos que tengo tuyas me parecen pocas; los vídeos, son una miseria.

Pero lo único que lamento realmente es no haberte llevado a ver el mar.
Tú me has enseñado lo que es querer de verdad. Lo que es tener ganas de llegar a casa, porque sabes que hay alguien esperándote con impaciencia. 
Y no puedo estarte mas agradecida.
Ojalá fuera cristiana para pensar que sigues vivo en algún sitio. Te quiero mucho mi Noblesín, gracias por estos casi 7 años que nos has dado. Siento no haber estado a tu lado mientras te apagabas, ni haber podido llorar la última vez que te acaricié, ya sin que tú te enteraras, pero ten por seguro que yo nunca, JAMÁS, voy a olvidarte. 
Eres y seguirás siendo la luz de mis días, pequeño. Ahora eres otra vez polvo de estrellas; una razón más para adorar a las constelaciones. 
Te adoro. Te quiero. Gracias por todo. Ahora nos toca estar un ratito separados, pero no pasa nada. Te haré estar orgulloso. 
Como yo lo estoy de ti. 

jueves, 4 de febrero de 2016

El Nilo del cosmos.

Les gusta ser públicos.
Pero más les gusta lo privado.
Pasear de la mano por las alfombras rojas es un privilegio ganado a pulso, pero cuando la alfombra es la de casa, blanca, o cuando ni siquiera es, y se permiten cogerse de la mano, se sienten como dioses.
Les encanta verse trabajar en directo a cada uno. Echar un vistazo entre bastidores, captar la atención del que está actuando, robarle una sonrisa, conseguir que le invite a compartir escenario.
Pero no hay nada como la emoción del momento después de que el último foco se apague, el último grito finalmente quede sumido en el silencio, y los aplausos ya no son más que ecos en la distancia.
Qué apetecibles son las bocas después de cantar. Qué apetecibles son los cuerpos cuando  en ellos aún late el calor del baile.
Es por eso que siempre se besan antes y después de cada actuación. Les gusta comprobar la diferencia en su ser, que permanece imperturbable y a la vez eternamente cambiante, igual que un río, cuyo curso no suele variar, pero cuyas gotas de agua no son, jamás, las mismas.
Hay gente que son afluentes, pero ellos son el Nilo. Son fuertes; una cultura entera está dedicada sólo a ellos. Y lo adoran.
Hoy, ha sido uno de esos días mágicos en los que dos corrientes de agua se unen para desembocar juntas y engrandecer a un océano ya de por sí enorme. Ella se lo recrimina, con una sonrisa en los labios cuya luz le hace pensar a él que bien podría leer bajo ella.
-Desafinaste a posta.
Él se ríe, sonríe, y vuelve a probar el pintalabios de cereza de ella. Habían llegado a un acuerdo, tiempo atrás, cuando el Nilo era poco más que un reguero al que cualquier guijarro podía hacer peligrar. Si él necesitaba apoyos, ella aparecería, igual que la Luna se pone delante de la Tierra para recibir el impacto de un asteroide.
Y así había sido, y él no había podido dejar de perder la noción del tiempo al verla volver dando brincos, los rizos agitándose con sus movimientos, como un halo de esperanza chocolate, cobre y oro; la risa en la boca, el cuerpo listo para más espectáculo aún, su piel tan descubierta en aquella noche, tan sólo tapada por el sencillo pero glorioso vestuario consistente en poco más que un sujetador y unas bragas negras, de cuero, terminado en una falda que le aportaba más sensualidad.
-Somos dioses juntos, ¿o no lo recuerdas?
Claro que lo recuerda. Todos los días, al levantarse. Todas las noches, al irse a la cama, y añadir a la “lista de cosas que haces antes de dormir”, el darle un beso.
Se sienta en sus rodillas, se desliza hasta que los ojos de ella están a la altura de los de él. Vuelve a saborear el éter de su boca; en sus ojos hay una pregunta cuya respuesta conocen desde hace tiempo.
Empiezan a desnudarse, con la urgencia de quien va a hacer el amor, disfrutando del susurro de la ropa deslizándose por los cuerpos. Y piensan, “¿Qué he hecho yo para merecer tanta felicidad?”.
Y piensan, “¿cómo puedo hacer que dure para siempre?”.
Y saben que lucharán por hacer de lo interminable su rutina, de la eternidad un voto.
Él juega con el colgante de ella, una pequeña estrella colmada de diamantes colgada de una cadena tan fina que, con los mismos movimientos del cuello de ella, podrían romperse.
Y la mira largo y tendido; él es Miguel Ángel, y ella, su David. Sus manos recorren su cuerpo como el mejor orfebre crea el jarrón perfecto.
El colgante no puede competir con sus ojos, a pesar de ser lo único que lleva puesto.
Ella mueve suavemente las caderas; cada una de las células de ambos se encoge de expectación. Cierran los ojos, se recorren la cara con la yema de los dedos, susurran sus nombres que, curiosamente, son las palabras más hermosas en labios del otro.
-Te voy a escribir un disco entero.
Ella sacude la cabeza, divertida.
-Estás loco.
-Eres arte visual. Haré que entres también por los oídos.
-Ya entro por los oídos-contesta ella, dulcemente. Lo besa en la mejilla, se acerca a su oído, y le susurra exactamente lo que él quiere oír.
Qué afortunado hay que ser para conseguir, siquiera, imaginarse lo que ellos tienen. Dos galaxias que rotan alrededor de la otra hasta acabar colisionando y formar un microcosmos, más grande que la suma de las partes, que resplandece en el cielo nocturno con más fuerza que el sol.

Qué bueno es vivir, cuando puedes verlos cerrando los ojos.