sábado, 24 de mayo de 2025

A pesar de Sabrae.

¡Toca para ir a la lista de caps!

Acababa de darle mi segundo bocado al bocadillo de pollo empanado que habíamos hecho en una fogata cuando sonó el walkie-talkie del interior del vehículo.
               -¿Killian? Killian, aquí Bayek ¿me recibes? Cambio-preguntó una voz masculina en el interior, y Perséfone y yo nos miramos y nos sonreímos. La primera vez que escuchamos a Killian hablar por el walkie nos había dado un ataque de risa, porque pensábamos que lo de “cambio” y “corto” lo decía por tomarnos el pelo y ver nuestra reacción, pero no. Resultaba que sí que le daban uso en el ejército, y como todos los que llevaban los todoterrenos eran militares destinados especialmente a la misión de la WWF o jubilados, las viejas costumbres se mantenían.
               Me pregunté si Jordan empezaría a colgarme el teléfono con un “corto” tras el adiós, y sentí una punzada de dolor en el pecho al recordar mi casa. Los días se hacían cada vez más cuesta arriba con la falta de sueño, pero las noches se volvían insoportables con las jodidas pesadillas que me asaltaban cada vez con más intensidad. Tenía miedo de pensar en ellas y también de no desgranar de forma lo suficientemente concienzuda su significado, como si hubiera algo en ellas que me ayudara a dar con la clave para conseguir que pararan (aunque me daba en la nariz que lo que tenía que hacer para que pararan era impedir por todos los medios que se cumplieran presentándole mi renuncia a Valeria y largándome en el primer avión con destino a Inglaterra), así que me encontraba en una especie de limbo en el que cada paso que diera en una u otra dirección sólo servía para clavarme mil cristales en las plantas del pie, en un calvario similar al de la sirenita.
               No ayudaba, tampoco, que el cansancio me hubiera hecho darme cuenta de cómo sólo descansaba realmente bien en casa, con Sabrae dormida a mi lado, abrazada a mí y haciéndome sentir útil e importante, o yo abrazado a ella, haciéndome sentir querido y a salvo. Cada cosa que podía recordarme a casa, incluso la más insignificante, lo hacía.
                -Hola, Bayek-Killian se llevó el walkie a la boca y se apuró en tragar el bocado que acababa de darle a su bocadillo-. Te recibo, cambio.
               Escuchar ese “cambio” me catapultó a mi infancia, en una de las primeras Navidades que habíamos pasado en casa (en la de Dylan, me refiero; no en el infierno en el que yo nací y del que mamá me había salvado por los pelos). Dylan se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a Jordan, nuestro vecinito de enfrente, los días de mayor lluvia en los que mamá no me dejaba salir a preguntarle si quería que jugáramos. Por norma general no llamábamos a su casa salvo que estuviéramos seguros de que sus padres no habían tenido turno de noche y por tanto echarse una siestecita no era esencial para ellos, así que yo me quedaba incomunicado del que se había convertido en mi mejor amigo en los primeros días que habíamos estado en casa. Jugar con Mimi era un consuelo, pero no era lo mismo, y Dylan lo sabía. Por eso, una mañana de Navidad me había despertado con un paquete envuelto en papel metalizado con dibujos de cohetes, naves espaciales, lunas y estrellas del que mi madre no sabía nada; cuando lo había abierto, me había encontrado con un par de walkie talkies que habían puesto punto y final a mis tardes de soledad. Desde entonces, Jordan y yo nos volvimos totalmente inseparables incluso más allá de nuestros horarios de sueño. Los usábamos para absolutamente cualquier cosa: desde preguntarnos si queríamos hacer los deberes juntos (más bien animados por nuestras madres), invitarnos a tomar el postre en nuestras casas, comentar el nuevo juguete que nos habían regalado o avisarnos de la película interesantísima que estaban echando en la tele y que teníamos que comunicarle a nuestras madres. Llegamos al punto, incluso, de hablarnos por la noche, hasta bien entrada la madrugada, cuando nos levantábamos al baño o habíamos tenido alguna pesadilla. Eso había sido pésimo para nuestros horarios de sueño, pero lo mejor que podía haberle pasado a nuestra amistad; así, Jordan y yo nos convertimos el uno en parte del otro de una forma en que nadie lo había sido hasta entonces, con el permiso de mi familia, tanto biológica como adoptiva.
               Yo había empezado a reírme más de la cuenta, y que Mimi se riera conmigo no era más que un aliciente para buscar a Jordan en cualquier momento. Y eso, claro, había hecho que Aaron se pusiera tan furioso que, una tarde en la que estaba pintando en unos folios esparcidos por el suelo con unas ceras que Dylan nos había traído para la ocasión, me quitara el walkie de las manos y lo estampara contra el suelo porque llevaba cinco minutos diciéndole simplemente “cambio” a Jordan. Me había cogido un disgusto tremendo, pero no tanto por el walkie sino por lo que representaba: no quería echar de menos a Jordan ahora que sabía cómo era la vida sin tener que añorarlo. Mamá riñó a Aaron, lo mandó castigado a su habitación, y me vio tan desconsolado que se centró en intentar animarme diciéndome que no pasaba nada, que podíamos ir a comprar otros mientras me acariciaba la espalda que ni se molestó en reprocharle a mi hermano mayor que en esta casa no se daban portazos. De hecho, estaba tan preocupada por mí que ni siquiera dio el respingo que siempre sucedía a los ruidos fuertes que la sobresaltaban.