lunes, 29 de noviembre de 2021

Cadena perpetua.

¡Pss, pss! No te asustes, pero estás a punto de empezar a leer el capítulo 200 de la novela. Quería darte las gracias por haber llegado hasta aquí, no importa si llevas desde 2012, 2017 o la semana pasada. Cada comentario, cada tweet, cada mensaje y cada voto han hecho posible que hoy estemos las dos aquí.
bueno, las tres


Por 200 capítulos más!! 


(A poder ser, no exclusivamente en Sabrae JSJSJJSJSJS)🥂


Tamborileó con los dedos en la mesa, una sonrisa nerviosa pintarrajeándose poco a poco en su boca. Sentí que la tentación de decirle que mejor lo olvidara y que su historial no importaba, que su pasado ya había pasado y ya sabía todo lo que necesitaba saber de él, que lo que hubiera hecho no le definía, pero supe que aquello sería cobardía. Él había escuchado las peores cosas de mí y no había vacilado lo más mínimo en asegurarme que mis sentimientos eran válidos, que mi vida merecía que la escucharan, y que los celos que sentía escuchándome hablar de los que le habían precedido sólo hacía que mi amor fuera más dulce, igual que la miel alivia más tras una comida especialmente picante.
               Cuando le pedí que me hablara de Perséfone, había asentido con la cabeza, inclinándose hacia atrás en la silla, pegando la espalda al respaldo y cuadrando los hombros como si estuviéramos en una sala de interrogatorios, yo llevara una placa y a él lo hubieran pillado intentando meter droga en el aeropuerto.
               Abrió la boca, tomó aire, la volvió a cerrar, y frunció el ceño. Se había relamido los labios y había jadeado una risa nerviosa, de ésas que exhalaba cuando me vacilaba y yo le vacilaba más fuerte, lo suficiente como para que no supiera qué contestarme, y se había hundido un poco en la silla, espatarrándose.
               Cuando se pasó una mano por el pelo, ya no lo pude soportar más. Necesitaba preguntarle. La tensión de no saber qué era lo que estaba pensando, ya que se había vuelto más opaco que el muro de Berlín en plena posguerra, me estaba matando. Jamás me había sentido así con él desde que habíamos empezado lo nuestro: en el momento en que me había abierto de piernas para él, Alec me había abierto su corazón, y yo le había leído mejor que a nadie.
               Hasta ahora.
               -¿Qué pasa?-pregunté-. ¿Demasiado que contarme? Soy más fuerte de lo que parezco-alcé una ceja y levanté el mentón, altiva. Puede que fuera a hacerme un daño tremendo, pero me prometí a mí misma que no dejaría que se me notara. Le había pedido que me lo contara, habían usado a Perséfone como arma arrojadiza hacia mí, y le había fastidiado la noche a Alec. Tenía que saber a qué me enfrentaba, no importaba si era una mariposa o un titán.
               Además, no era tonta. Sabía de sobra qué era lo que predominaría en la historia de Alec y Perséfone: placer. Placer en todas sus formas: borracheras, noches de fiesta, juergas hasta el amanecer, tardes disfrutando de ese paraíso cuyo idioma ambos compartían, y… sexo. Sexo, sexo, sexo. Muchísimo sexo.
               Alec volvía demasiado radiante de Grecia como para que aquel brillo fuera sólo por el sol. Era el tipo de fulgor que sólo una mujer puede dejar en un hombre, y se me encogió el estómago al darme cuenta de que era eso, precisamente, lo que había pasado siempre, la atracción que había sentido hacia él cuando regresaba de Mykonos: la llamada que había escuchado en mi interior no era más que el eco de los gritos de Perséfone mientras alcanzaba incontables orgasmos con él. Mientras él hacía que los alcanzara.
               Hay algo intangible que tienen los chicos que follan bien. No sabes muy bien qué es, ni tan siquiera eres consciente de que estás reconociendo a uno: simplemente la manera en que hacen disfrutar a las chicas impregna su piel de tal forma que se convierte en parte de ellos, una parte que sólo tu subconsciente es capaz de percibir, pero de la que se hace prácticamente imposible escapar.
               Por supuesto, Alec era perfectamente consciente de que yo me esperaba mucho sexo de su historia con Perséfone, así que sus dudas y su cuidado no hacían más que colocarme al borde del precipicio. ¿Estaba dándose cuenta de que había sido tanto? ¿Demasiado, quizá? ¿Lo suficiente como para sentir que debía avergonzarse, o que los demás hacían bien burlándose de mí porque era imposible que estuviera a la altura de Perséfone, incluso cuando apenas podíamos parar de hacerlo?
               -No es eso, nena-negó con la cabeza, riendo de nuevo, pero esta vez esta risa fue un poco más atractiva, más aliviada y menos nerviosa. Era Alec sabiendo que, a pesar de que lo habían cazado con las manos en la masa, tenía carisma de sobra para salir airoso de cualquier asunto-. Es que…-se pasó una mano por el pelo y se encogió de hombros, dejándola caer sobre la mesa, lo suficientemente cerca de la mía como para dejarme claro que quería cogérmela y salvar la distancia que sentía que nos separaba, pero no lo bastante como para que yo sintiera la obligación de cogérsela. Tenía derecho a estar molesta con él, era lo que me decía. Tenía derecho a cabrearme por todo lo que se había callado, sobre todo después de mi sinceridad sin tapujos.
               Como si mi sinceridad no fuera en parte producto de mi corta vida sexual. Comprendía a la perfección que Alec se hubiera callado ciertas cosas: no sólo por respeto a mi ego, sino también porque es mucho más complicado comerse hasta el último bocado en un banquete que de un simple tentempié.
               -… no sé muy bien cómo empezar-admitió, girando la mano de forma que su palma quedara hacia arriba, a la vista de todos los reunidos en aquella habitación: dioses, mortales, y fantasmas del pasado-. Y no sé si sería mejor para ti que vaya directamente a lo que te interesa o que te prepare un poco el terreno.

martes, 23 de noviembre de 2021

Sagitarios de primavera.

¡Gracias por la espera, flor! El capítulo de hoy es un pelín más cortito que los demás, espero que merezca la pena Nos vemos de nuevo el domingo, ¡disfruta!  

¡Toca para ir a la lista de caps!

Lo primero que noté fue la mezcla de sonidos, una mezcla de los que eran mis dos sonidos preferidos por separado, y entre los que nunca había pensado en hacer un ránking hasta ese momento: la respiración de una chica a la que yo conocía mejor que a mí mismo, y la sinfonía de los árboles desperezándose, las olas rompiendo en la parte baja del pueblo, y las gaviotas surcando el aire, siguiendo las estelas de los primeros barcos que salían a navegar.
               La respiración de Sabrae.
               La música de Mykonos.
               Todavía no me había dado cuenta de lo extraña que era la mezcla cuando me volví consciente de la luz del sol acariciándome los párpados, animándome a levantarme como siempre hacía con independencia de la distancia que hubiera entre el ecuador y yo.
               Y luego, los olores. La mezcla perfecta del mar y el aroma de los limoneros con la esencia de Sabrae, a frutas y sexo.
               ¿Sabrae… en Mykonos?
               Debía de tener el cerebro medio dormido si pensaba que ella estaba allí. Llevaba demasiado tiempo soñando con despertarme a su lado en mi isla como para que aquello hubiera llegado y yo no…
               Oh.
               ¡Oh!
               ¡OH!
               Abrí un ojo y me encontré con sus pestañas temblando ligeramente mientras continuaba durmiendo tan tranquila, de espaldas a la ventana, con una pierna encima de mis caderas, el pelo alborotado a su alrededor, convirtiéndola en un cuadro impresionista, en una diosa de las tormentas más oscuras que, sin embargo, eran las que se aseguraban de que los marineros extraviados volvieran a puerto. Pequeñas estrellas moradas, azules y rosas le poblaban la melena, las florecitas de la hortensia que no le habíamos quitado. Se nos habían caído encima como una lluvia de pétalos, polen y perlas de colores, ajenas a todo lo que había pasado entre nosotros, no haciendo el más mínimo caso de la actividad a la que nos habíamos visto abocados.
               Se me dibujó una sonrisa boba al pensar en ella moviéndose encima de mí la noche anterior, todavía con las manos marcadas allí donde la había atado fuerte con mi corbata. Lo bien que se había movido, las ganas que le había puesto a ese polvo, la forma en que me había convertido en suyo incluso cuando me había cedido todo el control, entregándose con un entusiasmo que pocas veces había igualado.
               Parecía mentira que aquella mujer con la que había recorrido los caminos y desvelado los rincones más ocultos del placer carnal fuera la misma chica que ahora dormía plácidamente a mi lado, a pesar de que ambas estaban desnudas y compartían el mismo cuerpo, la misma cara preciosa y perfecta que ahora sonreía con la tranquilidad de quien sabe que tiene a todo el universo a sus pies.
               Recordé entonces por qué habíamos llegado a aquel punto, qué necesidad nos había empujado a ir subiendo y subiendo hasta salvar el límite de las nubes y reconocer ese cielo cargado de estrellas, y se me empañó un poco la felicidad. Parte de la culpa de que lo hubiera pasado mal en Grecia era mía; debería haberle advertido lo que había, debería haberle dado más importancia a Perséfone de la que se la daba, debería haberme dado cuenta de que todo lo que había vivido en Mykonos era con mucha más gente, y no en soledad, como siempre se lo había pintado inconscientemente a Sabrae, dibujando rostros difuminados en un cuadro en el que lo único nítido éramos la isla y yo.
               Pero, la verdad, me duró poco la tristeza. Tenerla así, enredada conmigo de una forma en la que nunca había estado ninguna chica, ni siquiera en aquella cama, me hacía darme cuenta de que habíamos superado un hito más en nuestra relación. Aunque yo era humano y por tanto lleno de defectos, ella era una diosa cuya divinidad me protegía como un paraguas. No nos iba a pasar nada. No nos pasaría en Mykonos, y tampoco cuando me marchara de voluntariado.
               No pienses en eso ahora, me dije, detestando una vez más lo imbécil e individualista que había sido cuando tomé la decisión de marcharme. No podía enfadarme conmigo mismo; no, si era yo el que había puesto esa sonrisa en el rostro de Sabrae. No, si era yo el que había hecho que su cuerpo brillara de esa forma. No, si habían sido mis manos las que habían enmarañado las flores en su melena.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Medusa.

¡Hola, flor! Antes de que se me olvide, y como soy partidaria de dar las malas noticias antes que las buenas, hoy te traigo una: La semana que viene, es decir, el domingo 14 es bastante posible que no haya capítulo. La razón es que me voy de viaje de fin de semana, y me va a ser difícil compaginar el estudio de la oposición con preparar las maletas y escribir. No obstante, intentaré sacar algo, pero dado que las posibilidades de que tardemos en volver a vernos son altas (95 frente a 5, diría yo), prefiero avisarte para que te pongas en lo peor y darte una sorpresa agradable a que sea al revés, y me estés esperando y esperando para luego decepcionarte diciendo que no tengo nada y que nos vemos a la semana siguiente. De nuevo, intentaré escribir algo para no dejarte colgada hasta el día 23, pero no te prometo nada. Tengo unos horarios infernales y estoy hasta arriba de trabajo, así que prefiero ponerme con Sabrae y Alec cuando realmente tenga tiempo y capacidad cerebral para dedicarles la intensidad que se merecen.

¡Toca para ir a la lista de caps!

 
Voy a ser un verdadero hijo de puta admitiendo esto que incluso me da asco a mí mismo, pero prefería mil veces las cosas que se me pasaron por la cabeza cuando me encontré a Sabrae llorando sola en aquel mirador bajo que la que me lanzó como una granada a punto de estallarme a la cara. Y eso que todas eran mil veces peores que lo que me preguntó y el camino que me hizo tomar pero, ¿qué puedo decir? Soy un puto egoísta de mierda.
               Prefería todo lo que había pensado porque sabía que tenía mejor solución para mí. Si le habían molestado, si le habían dicho algo, incluso si la habían tocado sin su consentimiento, yo podría explotar como me apeteció en aquel momento: abriéndole la cabeza a alguien. En el breve lapso de tiempo que pasó entre que la vi y le pregunté lo que sucedía, una hilera de nombres y caras desfiló ante mi cabeza. Podría haber sido cualquiera, pero algo me decía que Dries era culpable. Él siempre me había desafiado cuando estaba con Perséfone, como si le divirtiera tratar de enfrentarnos para, así, también, conseguir liarse con ella, y que yo me quedara con Chloe, a quien el hacía una campaña que me hacía pensar que más que primos, eran amantes.
               Una palabra de Sabrae serviría para que fuera a por él y me asegurara de que no lo contara, bien por quedarse sin dientes o bien porque le metería tantos golpes que, por fuerza, se le metería el miedo en el cuerpo.
               Con lo que no contaba era con que Sabrae me diera un nombre contra el que yo apenas podía hacer nada.
               O eso pensaba yo.
               -¿Era tu novia?-me preguntó con un hilo de voz, como si cada palabra le costara un esfuerzo que no podía permitirse, como si cada letra fueran diez kilómetros buceando en la fosa más profunda del océano.
               Yo ya sabía a quién se refería. Era imposible no saberlo, dada la manera en que le estaban dando la tabarra con ella. Pero quería que me dijera su nombre. Necesitaba que me dijera su nombre para saber que no estaba equivocado, que lo que iba a hacer era lo correcto, que iría a por la persona indicada.
               -¿Quién?
               Apenas había un par de metros de distancia entre nosotros, pero de repente fui plenamente consciente de todo lo que se estaba concentrando allí, los miles de cuatrillones de átomos que había entre los dos, la infinidad de segundos eternos que convertían aquellos centímetros en años luz. Todos los veranos que habíamos pasado separados, cada vez que mi presencia había molestado a Sabrae, cada vez que ella había puesto los ojos en blanco después de mirarme y yo me había reído al notar su irritación.
               La había lanzado de cabeza a contemplar un pasado en el que ella nunca había participado esperando que se moviera en él como pez en el agua, que reconociera en la noche unas constelaciones bajo las que nunca había podido observarme. Y a un estanque de tiburones.