lunes, 12 de septiembre de 2022

Mi propio dragón.


¡Hola, flor! Tengo malas noticias: la semana que viene me voy de vacaciones (¡epa, eso no es tan malo!), y no voy a poder escribir durante semana, ya que vuelvo a empezar los cantes. Además, voy a estar de vacaciones hasta el 24, así que tampoco voy a poder subir el 23, sin que sirva esto de precedente. Intentaré dejar algo medio preparado para cuando vuelva y, con suerte, poder subir el 25, pero, ¡no prometo nada!
Espero que no me mates. Aunque, con el cliffhanger que se nos viene, creo que te va a costar resistirte. 😉
 
¡Toca para ir a la lista de caps!

Mi cuerpo era de nuevo mío. Estaba hecha de nuevo de carne, huesos, piel y sueños en lugar de puro vacío y tristeza. Durante la noche había podido descansar, y a pesar de que estábamos en los días más calurosos del verano, me sentía fresquita y arropada en el lugar en el que me encontraba, igual que una estatua en un museo o una diosa en su templo.
               Después de todo, aquella cama era el templo en el que Alec me había adorado, convirtiéndome en su diosa al transmitirme su divinidad mientras me poseía, glorioso, hecho de oro y luz solar. Era normal que la felicidad que impregnaba aquella cama fuera contagiosa: todavía no era capaz de separarla de la presencia de mi novio.
               Olía a nuestras noches juntos. Tenía el tacto de nuestras noches juntos. Era suave como nuestras noches juntos, e infinita como el placer que me hacía sentir cuando se arrodillaba entre mis piernas, me miraba a los ojos, y me penetraba con las manos en las caderas, gruñendo y sonriendo y dejándose llevar cuando yo empezaba a acompañarlo con mi cuerpo.
               Todavía era posible que él me acariciara la cintura y me pidiera disculpas con un beso en la sien por haberme dejado sola en la cama que compartíamos, como una soberana cuyo trono tenía dos asientos y que no podía dirigir su reino a solas.
               Por eso todavía podía despertarme feliz: porque sólo acariciaba la cama a mi lado estando despierta.
               Y esos segundos en los que mi calidez fue lo único que necesité para engañarme y decirme a mí misma que estaba acompañada, que nada había cambiado, fueron suficientes para que creyera que aún había esperanza.
               Y entonces acaricié la cama a mi lado y me di cuenta de que algo andaba mal. La cama estaba fría. No había esa huella de calor que siempre dejaba el cuerpo de Alec, que incluso había notado en la cama de Mykonos, cuando él se había ido a conseguir el desayuno y había tardado más en volver que cuando se iba al baño y volvía.
               Si estaba fría era porque Alec no estaba, y si Alec no estaba era porque el tiempo existía, los calendarios existían, y ya habíamos pasado el último día juntos antes de esa inmensidad separados.
               Alec no está, gritó algo dentro de mí.
               Y me hice un ovillo y me eché a llorar, incapaz de contener por más tiempo el torbellino de emociones en que me había convertido desde que él se había subido al avión. Perfectamente podía haberme vuelto la causante de las mayores turbulencias jamás experimentadas por una aeronave, tales eran mis bamboleos emocionales.
               Como si de una película se tratara, me imaginé vista desde fuera, enmarcada en la luz que se colaba por la claraboya mientras me hacía un ovillo y me aferraba a esos instantes de inconsciencia en que la somnolencia se confundía con la felicidad. Era descorazonador, un engaño terrible: la cama olía a él, se sentía como él, era él. Y estaba ahí y él no.
               Demasiado maligno para ser verdad, demasiado cruel como para ser mentira. No debería estar allí. No debería haber descansado. No debería haberme despertado, alejándome de aquel lugar de en sueño en que estábamos juntos, sin más compañía que nuestras pieles desnudas, haciendo el amor y respirando el aire que salía de los pulmones del otro como único método de supervivencia. Había soñado que volvía a estar con él en aquella playa de Mykonos, que yo volvía a ocupar el lugar de Perséfone, que me poseía y me adoraba y me llamaba “mi amor” y me convertía en suya para siempre, su miembro lamiendo mi interior mientras las olas lamían nuestros pies.
               Estar ahora seca, limpia y sola era una verdadera tortura. No tenía por qué soportarlo, no podía soportarlo. Venir aquí había sido un error, porque me había hecho bajar la guardia. Lo cual era, justo, lo único que no podía permitirme.
               La luz de la claraboya se oscureció un poco: una nube estaba pasando por la línea entre la misma y el sol, exactamente igual que con mi estado de ánimo. Curiosamente, en lugar de entristecerme más, lo que hizo fue darme una nueva perspectiva, como si alejarme del sol, de lo que Alec era, me diera un nuevo punto desde el que ver el mundo y comprender que puede que aquello no fuera más que otra prueba que yo tenía que superar.
               Reaccionar así a la cama de Alec sólo me haría perder el último refugio que me quedaba, el único bastión en el que todavía estábamos juntos nosotros dos. Tenía que tranquilizarme y tomármelo de otra manera. Mirar el lado positivo.
               Habíamos bajado un número más en la cuenta. Podíamos hacerlo.
               Alcancé mi móvil y mis pies se doblaron cuando vi la notificación en la pantalla de inicio con un nuevo videomensaje de Alec. No tardé en abrirlo y sonreír al ver lo que me esperaba en él.
               Alec estaba ya en el tejado de esa misma claraboya, lo cual me produjo una sensación rara al verla desde abajo. Era como contemplar la cima de una montaña por encima de las nubes después de haber guiado toda tu vida por su sombra, como ver tu ciudad natal desde un avión tras una vida entera recorriendo sus calles. Tenía el pelo revuelto, cara de sueño, y una sonrisa tranquila y a la vez traviesa que me relajó al instante.
               -Buenos días, bombón. Otro amanecer más. Ya queda menos. ¡Lo estamos consiguiendo!-agitó el puño en el aire y yo sonreí. Dejó caer la mano sobre el tejado y suspiró, pasándose una mano por el pelo-. Tú no lo sabes, pero voy a verte esta noche. Tengo unas ganas de dormirme a tu lado otra vez… y lo que no es dormir-me guiñó el ojo y yo me eché a reír-. Joder, soy un puto gilipollas si me he subido a ese avión. Tengo todo lo que necesito aquí, en casa. Tú eres todo lo que necesito, esa casa. Así que perdóname, bombón. Me apeteces muchísimo. Hasta esta noche, literal y metafóricamente. Sé que estoy soñando contigo cada vez que salga la luna. Nos vemos de nuevo mañana. Me apeteces, me apeteces, me apeteces.
               Me tiró un beso, sonriendo a la cámara, y el vídeo empezó a reproducirse de nuevo en bucle y en silencio. Sabía con qué estaba soñando y qué hacíamos en sus sueños. Rodé por la cama hasta quedar tumbada boca abajo y decidí grabarle un videomensaje que pudiera ver nada más llegar.
               -Buenos días, mi sol. Otro amanecer más-sonreí-. Efectivamente, ya queda menos, y sí. Eres gilipollas por haberte subido a ese avión-me reí y negué con la cabeza-. Te echo muchísimo de menos. No sabes lo agradecida que estoy por los videomensajes que me has dejado programados. Me dan la vida, ni te lo imaginas. Lo hacen todo más real, y eso que…-jugueteé con el colgante y acaricié la cama a mi lado, mirando el colchón-, todo es muy real en tu habitación. Es imposible no pensar en las cosas que nos dijimos aquí… las cosas que nos hicimos…-tiré suavemente de la sábana hasta descubrir mis senos, que todavía no se veían en la cámara-. Tu cama ya era grande cuando tú no estabas, pero ahora es inmensa. Qué ganas tengo de que vuelvas. Tú le das sentido a toda yo, haces que mis curvas sean de verdad, y… echo de menos sentirme corpórea contigo-fui bajando la mano que tenía libre por mi pecho y enfocando el camino que hacía, hasta mostrarle mis senos. Me mordí el labio, imaginándome su reacción cuando viera esos videomensajes. Cómo se metería la mano en los pantalones, cómo se aferraría a su virilidad y se la bombearía mientras yo me acariciaba en la distancia y en el pasado-. Todavía no me he acostumbrado a que no estés, ni lo he procesado, pero creo que terminaré haciéndolo en esta cama-seguí bajando la sábana hasta dejar a la vista mis bragas, y tiré de ellas suavemente para bajarlas-, y entonces, creo que los dos sabemos qué pasará. Y tú no ayudas-me reí-. Estás demasiado guapo, vestido sólo con tus bóxers en esos videomensajes. Me estás dando mucho contenido para masturbarme pensando en ti.
               Como había superado el límite de tiempo del videomensaje tuve que iniciar otro.
               -Pero tranquilo, mi amor. Pienso dejar constancia de todo lo que haga. Te voy a dejar mirar. Como siempre-coqueteé, mordiéndome el labio y mostrándole mis tetas, que ya estaban preparadas para una sesión de sexo anticipada por su voz ronca, demasiado parecida a cómo sonaba cuando estaba cachondo. Me metí la mano por dentro de las bragas y me acaricié despacio, dejando que mirara. Rodeé mi clítoris con dos dedos y contuve un gemido recordando su voz. Mis caderas se movieron despacio, al ritmo de mis dedos. Cuando faltaban diez segundos para que el límite llegara de nuevo, sin embargo, saqué la mano de mi entrepierna y volví a enfocarme la cara-. Todavía no, mi sol. Pero será pronto, te lo prometo. Me apeteces. Te quiero.
               Le tiré un beso, cuidando de que en la burbuja siguieran viéndose mis senos, y envié también el mensaje. Había sido un verdadero consuelo notarme húmeda y preparada para darme placer pensando en él. Eso era más de lo que habría podido conseguir el día anterior. Significaba que poco a poco mi cuerpo estaba despertando y dándome el espacio que me merecía para hacerle buenos regalos a Al. Me encantaría verle la cara cuando volviera y se encontrara con que yo no había desaprovechado la oportunidad de devolverle las sorpresas. Y puede que incluso disfrutara de la manera en que él iba a aprovecharlas.
               Con unos ánimos que no me esperaba tener hacía apenas unos minutos, cuando había abierto los ojos, me levanté y me puse una de las camisetas de andar por casa de Alec. Pude comprobar en el armario que Mimi ya había estado revolviendo y dejando su propia huella: no se había atrevido a sacarlas del mueble para que no perdieran su olor característico y la razón por la que las robábamos, pero las había desordenado lo suficiente como para que yo me diera cuenta.
               Sin molestarme siquiera en ponerme unos pantalones cortos que disimularan que también me había puesto unos calzoncillos de Alec salí de la habitación. La camiseta que había escogido, de un color amarillo pastel que me quedaba genial y que recordaba que hacía que su cuerpo fuera tremendamente apetecible, me llegaba dos dedos por encima de las rodillas y, si bien se me adhería mucho a la piel de los muslos, daba el pego como vestido improvisado. Sabía que a Alec le gustaría mucho verme de esa guisa, y me recordé a mí misma hacerme un par de fotos más tarde para acompañar al vídeo que le había enviado nada más despertarme.
               Annie estaba ya en la cocina, entretenida sacando boles de cereales y colocando platos de sopa en la mesa de la misma antes de trasladarlos al comedor. Tenía los huevos y un paquete de beicon fuera de la nevera, pero no se había puesto a cocinarlos todavía.
               Supe por qué incluso antes de que me preguntara.
               -¿Qué te apetece desayunar, Saab? ¿Te hago unos huevos?
               Alec era el único que se empeñaba en desayunar salado los fines de semana. El resto de la familia no se quejaba si Annie no ponía más que cereales y yogur, pero Alec siempre protestaba: que si estaba creciendo, que si las proteínas eran importantísimas para la dieta del deportista, y un largo etcétera. Yo me había acostumbrado rápido al pequeño banquete que eran los desayunos en casa de los Whitelaw, pero me sentía mal haciendo que Annie cocinara sólo para mí. Había visto a Dylan picotear de vez en cuando un poco del beicon de Alec, pero Annie parecía satisfecha con una tostada y mantequilla.
               Así que lo siento, Annie, pero no vamos a invocar a tu hijo aún.
               -Me sirve con unos cereales, gracias.
               Annie asintió con la cabeza, empujando ligeramente los huevos a un lado, quizá un poco desilusionada. Los guardé en la nevera, junto con el beicon, y saqué unas naranjas para hacer zumo. Preparamos el desayuno en silencio, ella sin protestar porque yo estaba ayudándola, y yo sin tomarle el pelo por lo mucho que habían cambiado las cosas en una noche.
               Cuando por fin terminé con el exprimidor, Annie había terminado de tostar las rebanadas de pan.
               -¿Qué tal has dormido?
               -Muy bien-mi despertar había sido pésimo, de los peores que había tenido en meses, pero eso no iba a decírselo. Alguna de las dos necesitaba tener consuelo-. He descansado mucho. Más de lo que me esperaba, a decir verdad, y teniendo en cuenta las circunstancias. La cama de tu hijo es muy grande.
               -Es que mi hijo es muy grande-sonrió Annie.
               -Sí que lo es-asentí, riéndome. Annie se pasó una mano por la cara, tapándose la boca y la mejilla, y suspiró. Estaba contando los platos y acusando la ausencia de Alec-. Claro que es como si estuviera. La cama aún huele a él. Empiezo a pensar que él huele a su cama, lo cual es raro, porque… bueno… se pasa más bien poco tiempo en ella-sonreí, y Annie me dio una palmadita en el hombro, sonriendo también con tristeza.
               -Se pasa más tiempo en ella desde que ha empezado a salir contigo, así que supongo que es algo que tenemos que agradecerte.

sábado, 10 de septiembre de 2022

Veintiséis veranos y un pedacito más.

 

Este año se cumplieron 10 años desde que empecé a registrar todo lo que hay en mi cabeza e un sitio que iba a pertenecerme siempre, en el que podría ser yo de verdad y al que le daría atajos de acceso a las personas que yo quisiera, ni más ni menos. Otras podrían encontrar este rincón, pero sería después de dar un rodeo propio de aquel al que no se espera y que no tiene la alfombra extendida para él.

               Un poco como han sido mis 25. Recuerdo no tener ningunas ganas de cumplirlos el año pasado, de hablar con mi entorno sobre esa cifra que me parecía de más vieja incluso que los 34, que sonaba peor… y mi primer instinto de escritora es decir “qué equivocada estaba”, ya que en cierto modo es así, pero también, en parte, no. Era como si intuyera lo que iba a pasar, que diría adiós a personas que yo creía ancladas para siempre en mi corazón, bien amarradas y a prueba de tempestades.

               Y, a pesar de todo, me ha venido bien. Siempre digo lo mismo, porque es difícil no hacerlo, pero este año he aprendido muchísimo. Empezar a opositar y a medir mi tiempo y ser responsable de mi tiempo libre me ha hecho valorarlo y darme cuenta de que las relaciones, del tipo que sean (siempre que sean positivas, claro), son un privilegio y no una obligación. Que quien quiere estar contigo, está; quien quiere escucharte, te escucha; y quien quiere acercarse a ti, lo hace. Cada oportunidad que he dado ha tenido siempre el mismo peso, y mi primer cuarto de siglo me ha servido para darme cuenta de que no todo depende de mí, de que gente cercana se aleja y tu vida puede cambiar radicalmente en cosa de una hora… o, en realidad, de 20 minutos.

               He dejado de aceptar dobles ticks azules que me costaban muy caros y me arrastraban a un pozo del que no sabía salir. He dejado de permitir que me traten como si fuera inferior en un grupo en el que deberíamos ser todas iguales. He dejado de aferrarme a personas cuyo cariño presente es el eco del amor del pasado, al que me aferraba esperando que a la vuelta de la esquina nos encontráramos en la casilla de salida como si la vida fuera el juego de la oca y no un camino enrevesado en el que, algunas veces, vas acompañado y otras vas solo. He aprendido a decir en casa lo que necesito, a pedir que me vean como soy y no como una proyección de lo que son ellos. He aprendido a disfrutar de nuevo de esa soledad que cultivaba a los 16 y que no me parecía tan mal, aunque también me he dado cuenta de que es normal sentirse triste por sentirse sola a pesar de que se te descargue la batería social a veces: somos animales sociales y necesitamos de nuestros iguales para sentirnos bien.

               Pero no todo ha sido malo. Todo lo contrario. A pesar del dolor del primer trimestre, también tenía faros de luz guiándome, estrellas en el cielo pintándome constelaciones que yo antes me había negado a ver porque me gusta demasiado la sensación del sol acariciándome la piel. He tenido gente antigua que se ha acercado más de lo que ninguno de los dos nos esperábamos, gente que me ha hecho darme cuenta de qué es realmente querer saber de alguien y del valor que tiene mi tiempo. Gente que, a pesar de que detesta escuchar audios, me quiere lo suficiente para escucharme siete minutos seguidos hablando de lo que me está pasando y que no se burla de mí diciendo que sueno graciosa enfadada cuando me reproduces a doble velocidad. Gente que me ha aconsejado en tonterías y gente que me ha apartado de hacer tonterías.

               He vuelto a trabajar durante estos 25, o debería decir que he empezado a trabajar, ya que lo de Oviedo difícilmente podría considerarse trabajo. Y empezar a trabajar, ser responsable y probar a los demás y a mí misma de lo que soy capaz me ha dado una libertad y una nueva forma de valorarme que no sabía ni que necesitara ni que estuviera accesible a mí hace hoy un año y dos días (porque también he cambiado lo suficiente para despreocuparme un poco más del ordenador; la Erika de 27 probablemente no llegue a estas líneas, pero no lo hago por ella, sino por la de 26 y por la que puede que vuelva aburrida dentro de unos cuantos años y quiera saber qué tal me iba. Estoy bien. Aunque no lo recuerdes o lo hagas con una sensación agridulce, ahora mismo estoy bien). Me he comprado un coche y ya no me agarro con fuerza al volante cuando entro en la autopista o cuando tengo que adelantar; de hecho, escucho muchas canciones por primera imaginándome la pinta que tendré mientras aparco como una verdadera reina con esa música anunciando mi llegada. He vuelto a ir a la playa y disfrutar bañándome y me he reído entre las olas como creo que no lo hacía desde, precisamente, los 16. O puede que los 15; quizá los 14.

               El caso es que, para las pocas expectativas que tenía y para esas premoniciones que han terminado pasando (nota mental: no volver a escribir agradecimientos en entradas de final de año que no siento; si estoy aquí es para ser sincera conmigo misma y no para quedar bien con gente que ni siquiera entra aquí), mis 25 han estado muy, pero que muy bien. He visto Harry Potter y la piedra filosofal en el cine por primera vez en mi vida. He vuelto a recorrer mundos digitales en los que se reconoce el de verdad. He sostenido la luna en mis manos. He tomado el desayuno en una taza con una foto mía y de mi hermano que me ha regalado él. Me he colado de nuevo en la Administración y he conseguido que me digan tantas veces que están encantados conmigo por lo trabajadora que soy que he dejado de creer que soy una vaga (¡porque no lo soy! ¿Quién llevaría diez años publicando semanalmente si fuera vaga?). He escogido el llavero para mi primer coche. He llegado hasta la lectura del examen práctico en la primera oposición a la que me presento. He aprobado el primer examen de Oviedo, y no sólo eso: contra todo pronóstico, he cantado bien tres temas inventados y uno de memoria. He ido tranquila mientras conducía durante horas por sitios que no conocía con otra persona al lado, algo que no creí a mi alcance hace un año. He visto a Imagine Dragons en concierto. He pedido a autores que no conozco que me firmen libros bajo otro nombre. He hablado con la voz de las canciones de Mulán y la de Amy Adams y le he dado dos besos a esta última, escuchando mi nombre en la boca del sonido español de mi actriz favorita. He descubierto una playa cerca de casa. He celebrado mis diez años como escritora confiando más que nunca en los planes que tengo en mi cabeza, cambios de portada incluidos. He salido de fiesta sola porque no podía perder la oportunidad de cantar a gritos No control o Temporary Fix en una habitación llena de gente que me haga los coros. Me he hecho autorregalos de constelaciones y me he atrevido a comprarme de nuevo bikinis para disfrutar de lo que más me gusta del verano: ponerme morena saltando olas. He recibido sólo una felicitación a las 12 de alguien que se esfuerza en quedarse conmigo, y me he dado cuenta de que ambas cosas me gustan: que se esfuercen y me feliciten a las 12, y que otros me suelten y me den la libertad de caer en que ya no me importa si me felicitan. Me he vuelto más libre, y más feliz.

               Y todo eso en una edad de la que no me esperaba nada… y que me ha cambiado como creo que no lo ha hecho todavía ninguna otra, ni tan siquiera los 18, cuando empecé la universidad. Me gusta el sitio en el que estoy. Me gustaría tener a algunas personas que estaban conmigo cuando soplé las velas hace un año, pero he entendido que no puede ser, y que por mucho que tú des, en algún punto también debes recibir. Me gustaría también que mis amigas no hubieran tenido razón y realmente pudiera compartir amistades con enemigas, pero, de nuevo, he aprendido que las cosas no siempre salen como quieres.

               Lo que sí puede pasar es que las que vienen sean mejores de lo que esperas. A la vuelta de la esquina siempre va a haber cosas nuevas; la lluvia de hace años no está en las nubes que ahora te dan sombra, sino en el mar en el que te bañas.

               Y ahora, con 26, estoy cansada de quedarme en la orilla.

               Elijo bañarme.



domingo, 4 de septiembre de 2022

En el siguiente amanecer.


¡Toca para ir a la lista de caps!

-Ay, madre-rió Luca, dando una palmada y juntando las manos frente a la nariz, de manera que su sonrisa se convirtió en dos medias lunas-. No me digas que eres de esos tíos. A las chavalas de por aquí las vas a hundir en la mierda con esa cara que tienes. No necesitas mandarles cartitas de amor para mojar, ¿sabes, tronco? Danos una oportunidad a los demás, anda-me dio un codazo, riéndose, y yo puse los ojos en blanco.
               -No es para las tías de por aquí. Créeme, estoy seguro de que habrá auténticos pibonazos por aquí…
               -Un inglés listo. Creo que eres el primero en la historia-se burló Luca, y yo me reí también.
               -Quizá tenga algo que ver el hecho de que tengo ascendencia griega. Y rusa. Pero ése es otro tema del que hablaremos más adelante-le di un golpecito en la frente con el dorso de la carta-. El caso es que, aunque no dudo que hay belleza de sobra en este campamento para alegrarse la vista, por desgracia para las chicas de por aquí, mi época de fuckboy ya ha pasado.
               Luca se inclinó hacia atrás mientras me miraba de reojo.
               -Tienes pinta de haber sido el típico cabrón con suerte al que sus amigos tienen envidia.
               Qué me vas a contar, pensé, recordando la manera en que los gilipollas de Mykonos se habían reído de mí cuando vieron mis cicatrices. Sí, vale, no habían visto mi lado más sensible y vulnerable y no sabían lo mal que lo había pasado a raíz de los cambios irreversibles que había sufrido mi cuerpo, pero aun así, sus carcajadas habían sido demasiado crueles. Como si llevaran años esperando que yo les diera algo de lo que burlarse y se fueran a abalanzar a la primera oportunidad que se les presentara.
               Sin embargo, no sentía que fuera así con los de casa. Todo lo contrario. El único que podría tenerme envidia realmente sería Scott, porque no sería la primera vez que le levantaba una tía, aunque a decir verdad, él también me las levantaba a mí, y eso le daba un poco de emoción al asunto. Nunca está de más tener un poco de competencia sana en tu propio grupo de amigos para tener que esforzarte más. ¿Quién sabe? De no ser por Scott, posiblemente no habría mejorado en mi manera de ligar (y de follar, también sea dicho) y casi seguro que no habría tenido tanto éxito. Y él podía decir lo mismo de mí: lo había hecho espabilar. Su piercing no tenía nada que hacer contra mis músculos de boxeador, pero mis ojos castaños no eran competencia para esos rasgos exóticos suyos que recordaban a las tías al lejano oriente.
               -No te voy a decir mi número-dije, sonriendo-, porque siempre que lo hago con gente que no me conoce se piensan que soy un fantasma. Incluso cuando lo rebajo.
               Luca entrecerró los ojos.
               -¿Cuarenta?
               Sonreí.
               -¿Cincuenta?
               Le di otro toquecito en la frente con la esquina de la carta.
               -Sigue subiendo y luego multiplícalo por dos, espagueti. Y entonces tendrás la mitad.
               -Coña-dijo, abriendo muchísimo los ojos-. ¿En serio? ¡Joder! ¿Y cómo te las apañabas? La tendrás en carne viva-comentó, bajando la mirada hasta mi entrepierna-. Yo sólo te pido que me dejes a Odalis a mí. Puedes quedarte a Perséfone, si quieres. Total, está claro que, incluso si no hubieras llegado tú, a mí no va a volver a tocarme ni con un palo.
               -Por mí como si te tiras a todo bicho viviente en este campamento, Luca, tío. Ya me he retirado. Ahora estoy felizmente emparejado.
               -Un verdadero fuckboy nunca se retira-Luca sacudió la cabeza, los brazos en jarras-. No realmente. Yo tengo un amigo en casa que era también un ligón como tú. Conoció a una tía, se enrollaron, la cosa iba bien, y tal… él dejó de andar por ahí con otras... hasta que llegó la Semana de la Moda de Milán y se le presentó la ocasión de hacer un trío con dos modelos. Ningún gilipollas dejaría escapar esa oportunidad.
               -Este gilipollas sí-le di una palmada en el hombro-. Sobre todo porque, si se presentara la ocasión, nadie elegiría un trío pudiendo montarse una orgía, ¿no?
               Luca entrecerró los ojos.
               -¿Le van las tías?
               Me reí.
               -Ni siquiera sabes su nombre, ¿y ya intentas que la saque del armario?
               -Sólo quiero saber si puedo hacerme ilusiones o no.
               -Yo soy muy celoso-contesté, burlón.
               -¿Hasta con tu compañero de cuarto?
               Volví a reírme y le señalé la esquina que me correspondía de la cabaña, donde ya había colocado las fotos de mis amigos. Mi dedo apuntaba a la foto de Sabrae en Mykonos, la de más valor sentimental para mí, pero Luca tenía espacio de sobra en la pared para examinar a mi novia y decidir por sí mismo que, sí, estaba justificado que fuera celoso con ella.
               Luca se acercó a ella como un leopardo se lanza sobre una presa, y se arrodilló en el colchón para poder observar la foto con más detenimiento. Hizo amago de cogerla para poder verla mejor, pero se lo pensó dos veces al darse cuenta de que aún no me conocía lo suficiente como para saber si le cortaría la mano sólo por tocar una foto de mi chica. No de momento, pero tampoco descartaba hacerlo al día siguiente, cuando todo se volviera más real.
               Cuando viviera mi primer amanecer sin Sabrae. El primero que no compartiríamos en un vídeo que lo embotellaría para la posteridad.
               Pobre de él cuando realmente digiriera que no estábamos juntos. Sería el final para todos nosotros.
               Luca arqueó las cejas, impresionado. No sabría decir por qué, pero me dio la sensación de que viendo a mi novia entendía por qué yo no iba a ser como el gilipollas de su amigo. Debía de ser de los típicos que veían justificados los cuernos si aparecía una chavala que estuviera más buena que tu novia, y, aunque no debería enorgullecerme de tener la aprobación de alguien así, lo cierto es que lo hice. Me gustó que Sabrae impresionara a Luca. Me gustó que entendiera mi negativa redonda a hacer nada sin mi novia, por lo menos nada de índole sexual.
               Me gustó que, viéndola, entendiera que la respetara. No es que necesitara ser guapa para merecerse respeto, por supuesto, pero ver que Luca creía que Sabrae era lo bastante guapa como para sufrir por ella y que mereciera la pena me hizo sentir extrañamente bien.
               -Está buena-sentenció al fin, ratificando su aprobación con un asentimiento de la cabeza.
                Entonces, como si se hubiera dado cuenta de que puede que hubiera tocado una tecla que no debía en mí, se volvió y me miró con nerviosismo. Sabía que le ganaría fácilmente en una pelea y que podría saltarle todos los dientes de un puñetazo si me lo proponía. No merecía la pena arriesgarse a que yo lo cruzara. ¿Y si era de los típicos chiflados que no quería que ningún tío se acercara a su novia, estuviera lo más lejos que estuviera, porque en el fondo no se fiaba de ella?
               Todavía tenía mucho camino que recorrer conmigo, el espagueti. Porque no es que no me hiciera gracia que otros tíos la piropearan: todo lo contrario, me encantaba. Sobre todo porque me hacía recordar la manera en que gemía mi nombre mientras me la follaba, la forma en que sus uñas se hundían en mi espalda, cómo sus caderas acompañaban los movimientos de las mías.
               Por supuesto que me gustaba que otros hombres piropearan a mi reina. No tenía ningún mérito ser el preferido de una diosa si eras el único que depositaba ofrendas a sus pies. Ahora bien, si tenía a todo el mundo para elegir, y seguía eligiéndote a ti…
               -No está buena-respondí-, está buenísima-le di un empujón y Luca cayó sobre mi cama, riéndose. Había esquivado una bala conmigo. Puede que el resto de chicos del campamento no fueran como yo, y sabía de sobra lo que pasaba cuando había demasiada testosterona y muy pocas posibilidades de sexo para rebajarla: empezaban las peleas.
               De menuda me había librado Sabrae. Al final iba a tener que darle las gracias y todo por hacer que me matara a pajas durante un año.
               -Aun así… un año es mucho tiempo. ¿Cuánto es lo máximo que has pasado sin mojar, fuckboy redimido?