Este año se cumplieron 10 años desde que empecé a
registrar todo lo que hay en mi cabeza e un sitio que iba a pertenecerme siempre,
en el que podría ser yo de verdad y al que le daría atajos de acceso a las personas
que yo quisiera, ni más ni menos. Otras podrían encontrar este rincón, pero
sería después de dar un rodeo propio de aquel al que no se espera y que no
tiene la alfombra extendida para él.
Un
poco como han sido mis 25. Recuerdo no tener ningunas ganas de cumplirlos el
año pasado, de hablar con mi entorno sobre esa cifra que me parecía de más
vieja incluso que los 34, que sonaba peor… y mi primer instinto de escritora es
decir “qué equivocada estaba”, ya que en cierto modo es así, pero también, en
parte, no. Era como si intuyera lo que iba a pasar, que diría adiós a personas
que yo creía ancladas para siempre en mi corazón, bien amarradas y a prueba de
tempestades.
Y, a
pesar de todo, me ha venido bien. Siempre digo lo mismo, porque es difícil no
hacerlo, pero este año he aprendido muchísimo.
Empezar a opositar y a medir mi tiempo y ser responsable de mi tiempo libre
me ha hecho valorarlo y darme cuenta de que las relaciones, del tipo que sean
(siempre que sean positivas, claro), son un privilegio y no una obligación. Que
quien quiere estar contigo, está; quien quiere escucharte, te escucha; y quien
quiere acercarse a ti, lo hace. Cada oportunidad que he dado ha tenido siempre
el mismo peso, y mi primer cuarto de siglo me ha servido para darme cuenta de
que no todo depende de mí, de que
gente cercana se aleja y tu vida puede cambiar radicalmente en cosa de una hora…
o, en realidad, de 20 minutos.
He dejado
de aceptar dobles ticks azules que me costaban muy caros y me arrastraban a un
pozo del que no sabía salir. He dejado de permitir que me traten como si fuera
inferior en un grupo en el que deberíamos ser todas iguales. He dejado de
aferrarme a personas cuyo cariño presente es el eco del amor del pasado, al que
me aferraba esperando que a la vuelta de la esquina nos encontráramos en la
casilla de salida como si la vida fuera el juego de la oca y no un camino
enrevesado en el que, algunas veces, vas acompañado y otras vas solo. He aprendido
a decir en casa lo que necesito, a pedir que me vean como soy y no como una
proyección de lo que son ellos. He aprendido a disfrutar de nuevo de esa
soledad que cultivaba a los 16 y que no me parecía tan mal, aunque también me
he dado cuenta de que es normal sentirse triste por sentirse sola a pesar de
que se te descargue la batería social a veces: somos animales sociales y
necesitamos de nuestros iguales para sentirnos bien.
Pero
no todo ha sido malo. Todo lo contrario. A pesar del dolor del primer
trimestre, también tenía faros de luz guiándome, estrellas en el cielo pintándome
constelaciones que yo antes me había negado a ver porque me gusta demasiado la
sensación del sol acariciándome la piel. He tenido gente antigua que se ha
acercado más de lo que ninguno de los dos nos esperábamos, gente que me ha
hecho darme cuenta de qué es realmente querer saber de alguien y del valor que
tiene mi tiempo. Gente que, a pesar de que detesta escuchar audios, me quiere
lo suficiente para escucharme siete minutos seguidos hablando de lo que me está
pasando y que no se burla de mí diciendo que sueno graciosa enfadada cuando me
reproduces a doble velocidad. Gente que me ha aconsejado en tonterías y gente
que me ha apartado de hacer tonterías.
He
vuelto a trabajar durante estos 25, o debería decir que he empezado a trabajar, ya que lo de Oviedo difícilmente podría
considerarse trabajo. Y empezar a trabajar, ser responsable y probar a los
demás y a mí misma de lo que soy capaz me ha dado una libertad y una nueva
forma de valorarme que no sabía ni que necesitara ni que estuviera accesible a
mí hace hoy un año y dos días (porque también he cambiado lo suficiente para
despreocuparme un poco más del ordenador; la Erika de 27 probablemente no
llegue a estas líneas, pero no lo hago por ella, sino por la de 26 y por la que
puede que vuelva aburrida dentro de unos cuantos años y quiera saber qué tal me
iba. Estoy bien. Aunque no lo recuerdes o lo hagas con una sensación agridulce,
ahora mismo estoy bien). Me he comprado un coche y ya no me agarro con fuerza
al volante cuando entro en la autopista o cuando tengo que adelantar; de hecho,
escucho muchas canciones por primera imaginándome la pinta que tendré mientras
aparco como una verdadera reina con esa
música anunciando mi llegada. He vuelto a ir a la playa y disfrutar bañándome y
me he reído entre las olas como creo que no lo hacía desde, precisamente, los
16. O puede que los 15; quizá los 14.
El caso
es que, para las pocas expectativas que tenía y para esas premoniciones que han
terminado pasando (nota mental: no volver a escribir agradecimientos en
entradas de final de año que no siento; si estoy aquí es para ser sincera
conmigo misma y no para quedar bien con gente que ni siquiera entra aquí), mis
25 han estado muy, pero que muy bien. He visto Harry Potter y la piedra filosofal en el cine por primera vez en mi
vida. He vuelto a recorrer mundos digitales en los que se reconoce el de verdad. He sostenido la luna en mis manos. He tomado el desayuno en una taza con
una foto mía y de mi hermano que me ha regalado él. Me he colado de nuevo en la
Administración y he conseguido que me digan tantas veces que están encantados
conmigo por lo trabajadora que soy que he dejado de creer que soy una vaga
(¡porque no lo soy! ¿Quién llevaría diez años publicando semanalmente si fuera
vaga?). He escogido el llavero para mi primer coche. He llegado hasta la
lectura del examen práctico en la primera oposición a la que me presento. He
aprobado el primer examen de Oviedo, y no sólo eso: contra todo pronóstico, he cantado bien tres temas inventados y uno
de memoria. He ido tranquila mientras conducía durante horas por sitios que no
conocía con otra persona al lado, algo que no creí a mi alcance hace un año. He
visto a Imagine Dragons en concierto. He pedido a autores que no conozco que me
firmen libros bajo otro nombre. He hablado con la voz de las canciones de Mulán
y la de Amy Adams y le he dado dos besos a esta última, escuchando mi nombre en
la boca del sonido español de mi actriz favorita. He descubierto una playa
cerca de casa. He celebrado mis diez años como escritora confiando más que
nunca en los planes que tengo en mi cabeza, cambios de portada incluidos. He
salido de fiesta sola porque no podía perder la oportunidad de cantar a gritos No control o Temporary Fix en una habitación llena de gente que me haga los
coros. Me he hecho autorregalos de constelaciones y me he atrevido a comprarme
de nuevo bikinis para disfrutar de lo que más me gusta del verano: ponerme
morena saltando olas. He recibido sólo una felicitación a las 12 de alguien que
se esfuerza en quedarse conmigo, y me he dado cuenta de que ambas cosas me
gustan: que se esfuercen y me feliciten a las 12, y que otros me suelten y me
den la libertad de caer en que ya no me importa si me felicitan. Me he vuelto
más libre, y más feliz.
Y todo
eso en una edad de la que no me esperaba nada… y que me ha cambiado como creo
que no lo ha hecho todavía ninguna otra, ni tan siquiera los 18, cuando empecé
la universidad. Me gusta el sitio en el que estoy. Me gustaría tener a algunas
personas que estaban conmigo cuando soplé las velas hace un año, pero he
entendido que no puede ser, y que por mucho que tú des, en algún punto también
debes recibir. Me gustaría también que mis amigas no hubieran tenido razón y
realmente pudiera compartir amistades con enemigas, pero, de nuevo, he
aprendido que las cosas no siempre salen como quieres.
Lo
que sí puede pasar es que las que vienen sean mejores de lo que esperas. A la vuelta
de la esquina siempre va a haber cosas nuevas; la lluvia de hace años no está
en las nubes que ahora te dan sombra, sino en el mar en el que te bañas.
Y
ahora, con 26, estoy cansada de quedarme en la orilla.
Elijo
bañarme.
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