jueves, 31 de diciembre de 2020

2O2O, gracias, ¡adiós!

 


Es curioso cómo, justo el año en que menos tiempo he pasado fuera de Asturias (ni siquiera 30 minutos, y gran parte dentro de un coche), es uno en los que más lejos he llegado. Y no ha sido fácil, como siempre, pero también soy consciente de que he sido muy afortunada de no haber perdido a nadie, ni haber tenido a nadie cercano contagiado por esta pandemia que ha maldecido un año que, en un principio, tenía pintas de que iba a ser genial, aunque sólo fuera por los planes que había hecho en el pasado y a los que me aferraba desesperadamente en enero.
               Enero. Todavía se me hace un nudo en la garganta pensando en lo que esconde esa palabra. A veces siento que lo finales de año son un poco venenosos para mí, viéndome otra vez sumergida bajo el agua mientras todo el mundo disfruta hasta el punto en el que puede. Claro que, por suerte, esta vez no parece que vaya a tener los fantasmas revoloteando por encima de mi cabeza, diciéndome que para qué seguir adelante si no sabes qué va a pasar después, robándome la motivación hasta el punto de hacer que renuncie al tiempo libre y siga trabajando porque prefiero estar fuera de casa (yo, que soy lo más casero del mundo) a dentro, donde las ideas sobre el suicidio me asaltan a cada minuto que pasa sentada en el sofá, preguntándome qué hago, aparte de, por supuesto, estar sola. Sé que sonará duro, e incluso egoísta, pero el confinamiento me hizo bien; me hizo bien sentir que, por una vez, iba al ritmo del resto del mundo, y no me estaba perdiendo gran cosa. Me hizo bien sentir a gente que estaba lejos un poco más cerca, aunque fuera por el mero hecho de que su tiempo libre crecía y yo conseguía colarme en él, no porque realmente hicieran un esfuerzo por incluirme en sus planes. Me hizo bien porque hizo que consiguiera salir de ese círculo vicioso horrible que me estaba succionando viva a finales de febrero, cuando una parte de mi cabeza ya me había puesto fecha de caducidad, y caminaba por inercia más que por las ganas de llegar a ningún sitio.
               El ciclo volvería a iniciarse a finales de agosto, pero por suerte, el año ya me había hecho más fuerte y, si bien esas ideas que me angustiaban y me hacían pensar en desaparecer volvieron, lo cierto es que no lo hicieron con la intensidad de antes. Por lo menos, agosto no me estropeó un 23. No tuve tan sólo media hora de felicidad, que extrañaré siempre, entre publicar un capítulo y confesar lo que me pasa por la cabeza, sólo para que quienes lo escuchan lo conviertan en un ataque contra mí y hagan de mi felicidad cenizas en la boca.
               Para mí, 2020 ha sido un buen año porque, para empezar, me ha permitido llegar hasta su final, algo que antes era prácticamente un derecho y ahora es un privilegio. Pero, sobre todo, porque ha sido una especie de jarro de agua fría (helada, más bien), que me ha hecho abrir los ojos. Los primeros espasmos del diafragma indicándome que, así, no puedo más. Que tengo que sacar la cabeza del agua si no quiero hundirme. Y, por suerte, saqué la cabeza del agua. O me hicieron sacarla: pequeños grandes momentos y personas de los confines de mi círculo social que entraban como cometas de una inmensa órbita en el más cercano, agujeros negros que por fin se alejaban y dejaban de absorber energía, fantasmas del pasado que se hacían de carne y hueso, y nuevas personas que aparecieron en mi vida para hacerme ver que, sí, hay vida más allá de lo que tenía en 2019.
               A pesar de mi pésimo estado mental, lo cierto es que enero y febrero fueron meses, por lo demás, buenos. Conseguir un 10 en un Trabajo de Fin de Máster que yo creía que no cumpliría con lo que se me pedía fue un dulce bocado de miel en una semana (la semana) en que yo sentía que todo a mi alrededor se desmoronaba. Incluso fue divertido descubrir que uno de los miembros de mi tribunal tenía las mismas raíces que yo. Quizá no conseguí Matrícula de Honor ese día, pero salí y me lo pasé bien porque yo quería, a pesar de mis reticencias.
               Febrero fue el Último Mes: el último mes de prácticas, el último mes en que salí de fiesta con un grupo nuevo, el último mes de bingo presencial (aunque también el primero) en el que descubrí por qué a las jubiladas les encanta tanto un juego tan simple como ése, y el último mes en el que me permití estar mal. Porque entonces, llegó marzo, y apenas un par de días antes del final de la vida tal y como la conocíamos, recuperé a dos personas que ahora son importantísimas en mi vida, y que funcionaron de talismán: presenté el penúltimo día una solicitud para unas prácticas de las que había oído in extremis, y todo salió a pedir de boca, a pesar de las colas para presentar la documentación y los nervios por si estaba todo, o no me lo admitían.
               Y entonces, llegó el confinamiento. Los meses comenzaron a confundirse, aunque sé que tuve suerte por tener un jardín en el que sentarme a tomar un poco el sol, por el que pasear, y fingir que estaba de vacaciones mientras el mundo entero se volvía loco. Fue entonces cuando acepté que no puedo cargar con el cadáver de una amistad simplemente por los buenos momentos, y algo dentro de mí cambió en cuanto llegué a esa conclusión: hice clic. Las “vacaciones” eran un retiro espiritual, en el que podía querer y ser querida, y alejarme si me apetecía, a reflexionar sobre lo que me pasaba y cómo podía solucionarlo. A una par de decenas de kilómetros de mí, se estaba cociendo una oportunidad que todavía me hace sentir tremendamente afortunada, y que ha servido para que sonría al darme cuenta de que no me da lástima no poder contársela a la persona que perdí. Había ganado a más de las que había perdido, mejores amigas (y también amigos). Realmente la naturaleza es sanadora, como pude comprobar cuando se permitió por fin la movilidad entre municipios.
               Hice el Examen de Acceso a la Abogacía, y conseguí aprobarlo todavía no sé cómo, ya interiorizadas las grandes noticias que había recibido el 12 de junio: iba a empezar a trabajar. Todo lo que le había dicho a mi madre sobre que no se preocupara por el dinero, que pronto trabajaría y no tendríamos que agobiarnos por llegar a fin de mes, pasaban de ser palabras tranquilizadoras a promesas que hacía sin tener un plan fijado, pero con la esperanza de que sucedería.
               Y sabiendo que empezaba a trabajar, empecé a aprovechar el verano todo lo que la situación lo permitía: con cuidado, paseé por pequeños pueblos costeros que sólo había visitado en mi infancia, conduje por carreteras de montaña que me sacaron de mi Asturias durante el tiempo que tardé en encontrar el camino de vuelta; me familiaricé más con el mapa de Gijón, y celebré no uno, ni dos, sino tres cumpleaños. Porque, por primera vez, mi círculo social era lo bastante grande como para ser demasiado para las restricciones.
               Sé que uno de mis mejores años, social y emocionalmente hablando, parece más patético que otra cosa comparado con otros, incluso cuando estos otros son los peores. Pero, la verdad, no puedo dejar de estar agradecida y de sentirme tremendamente afortunada. Por primera vez desde que me durmiera llorando mis últimas noches de 17 años, me veo con un futuro más allá de la universidad. Me veo con algo a lo que aspirar y por lo que luchar, más allá de objetivos a corto plazo basados, fundamentalmente, en el mundo del entretenimiento, del que siempre tendré una espinita clavada en mi corazón. Me veo con una motivación para seguir levantándome por las mañanas más allá de que tengo que escribir Sabrae (para la que, por cierto, estrené portada este año, mi favorita de toda la historia). Me veo con un objetivo, un propósito que, si bien no es tan espectacular y glorioso como el que tenía de adolescente, por lo menos está ahí, sobre el horizonte. Indicándome el camino, animándome a seguir.
               A estas alturas de la película, ya no sé si soy buena alumna, o es que tengo mucha suerte. Puede que un poco de ambas. Puede que, para mí, florezcan oportunidades que se escapan al resto, y que, a la vez, las que yo tengo me resulten más abundantes, y más hermosas, porque las recuerdo mejor. No todos los días, ni tampoco todos los años, se encuentra una un trabajo como el que yo he encontrado, y para colmo en medio de una pandemia, lo cual es el triple de suerte. No todos los años, ni mucho menos todos los días, consigue una nuevas lectoras para su novela, ésa larguísima a la que tanto cariño le pone, ésa que iba a durar 10 capítulos y ya va por 154, que estén tan entusiasmadas como yo por los personajes, y que esperen ansiosas cada domingo o cada día 23.
               Y, desde luego, no todos los años son el año en que ha nacido Sabrae. Mi pobre niña, qué año ha ido a escoger. Se merecía un año con más suerte, un año sin pandemia, un año en que la celebraran como yo querría celebrarla, un año en que también pudiera celebrar que me siento más querida que nunca (aunque, a veces, espere de los demás lo que yo doy de mí: mi todo), un año que me ha enseñado que hay personas buenas a la vuelta de la esquina, que no son los años, sino la calidad de los cuidados lo que determina lo buenas que son las relaciones, y que merezco que me escuchen como a una igual. Dramas literarios incluidos. Anécdotas de Pasapalabra incluidas.
               Idas de olla emocionales incluidas, sin convertirlas en armas.
               Es por esto que yo, a pesar de ser totalmente consciente de lo malo que ha sido este año para muchísima gente, para casi toda, tengo que decirlo: gracias, 2020.


Libros leídos este año: 18.
Películas vistas este año: 186.
Total de películas vistas hasta la fecha: 1263 (95 días, 16 horas y 56 minutos)
Capítulos: 1673 (68 días, 19 horas y 26 minutos)


lunes, 28 de diciembre de 2020

Buganvilla.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Di unos toquecitos en la puerta antes de entrar, echando de menos un mayordomo que dijera mi nombre para que Alec decidiera si quería verme o no. Algo dentro de mí, un instinto nuevo que se había ido perfilando durante esos meses, gracias a lo mucho que había llegado a conocerle, me decía que a pesar de que mi cercanía era una de las mejores medicinas que pudiera administrársele a Al, lo que había sucedido esa tarde cuando ésta ya se estaba vistiendo de noche haría que quisiera poner un poco de distancia entre nosotros.
               Y yo, por primera vez, estaba dispuesta a concedérsela. No me preocupaba que pudiera tener una recaída durante la noche (bueno, sí que me preocupaba, pero aquel no era el mayor de mis temores), pues sabía que había gente de sobra encargada de cuidar de él, y yo misma le vigilaría aunque fuera desde la sala de espera; ni siquiera me preocupaba que él creyera que lo último que había sugerido antes de que mi madre nos echara a mí y a Shasha de la habitación habría hecho que mi opinión respecto a él cambiara. Me preocupaba lo que había en su interior. Aquellas lagunas hechas de un mejunje pestilente y pegajoso con las que podría asfixiarse. Unos demonios con los que tenía que enfrentarse solo, pues cada vez que se asomaban a la superficie, me alejaba de él, temiendo que sus fauces pudieran alcanzarme a mí, que sus garras llegaran a secuestrarme como habían hecho con él hacía demasiados años. Tantos, que parecía no tener escapatoria.
               Sabía que tenerme cerca de él no haría sino aumentar sus preocupaciones, añadiéndonos a mí y a Shasha a una ecuación ya de por sí demasiado complicada como para intentar hacerla de cabeza, sin tan siquiera el uso de lápiz y papel, ya no digamos de una calculadora o incluso un ordenador. Alec tenía ya demasiada gente por la que preocuparse, demasiada gente en la que concentrarse, y tenerme allí, con él, alzándome orgullosa como un nuevo punto débil, el mayor que tenía ahora, no le ayudaría en absoluto.
               Yo deseaba que me quisiera cerca. Que me dejara acurrucarme contra él, darle un beso en su costado vendado, acariciarle el pecho y le dijera que todo iba a salir bien. Inhalar su aroma tan familiar pero con un deje extraño, como si hubieran sacado una nueva edición de su perfume corporal en la que se le añadían los ingredientes secretos propios del hospital. Relajarme escuchando su respiración dentro de su caja torácica, en lugar de en los pitidos de las máquinas. Necesitaba estar cerca de él. Pero yo no era la prioridad ahora.
               Alec giró la cabeza cuando escuchó el sonido de mis nudillos martilleando suavemente en la madera de la puerta. Estaba mirando por la ventana, observando las luces del corazón de Londres, que continuaba con su vida ajena a que el mundo de Alec se había detenido por completo y había comenzado a girar en otra dirección. Nos dedicamos una sonrisa triste, demasiado alejada de lo que nosotros éramos realmente. Era como si la presencia del otro nos resultara incómoda.
               Es curioso. La única persona con la que me sentía más fuerte y perfecta, incluso estando desnuda, era también con la que podía sentirme más vulnerable, más infinitamente insuficiente. Ojalá pudiera ser todo lo que él necesitaba, proporcionarle la ayuda que conseguiría hacer que sacara la cabeza de debajo del agua.
               -Hola-saludé con timidez.
               -Hola-respondió él, con la misma emoción en su voz. Se mordisqueó el labio inferior, la punta de su lengua asomando por entre sus dientes. Tenía el aspecto de un niño que había crecido demasiado, y demasiado rápido: a pesar de que se notaba que era mucho más alto que yo incluso estando en la camilla, mis ansias de protegerlo por la pureza que había en su alma me arrastraban hacia él como un torbellino arrastra a los barcos que se atreven a surcar sus aguas. La ausencia de la barba, a la que me había acostumbrado hasta ayer, cuando me pidió que se la afeitara (las enfermeras habían insistido en que las auxiliares lo harían, pero ninguno de los dos lo permitiría; sólo yo podía tocarlo de una manera tan íntima, tener de esa extraña forma su vida en mis manos), no hacía más que reforzar esa expresión de niño de seis, siete, ocho o, como mucho, nueve años, que mira a su profesora preferida con arrepentimiento, sabiendo que lo ha hecho mal y que está a punto de perder su favor. Quise correr para abrazarlo, estrecharlo tan fuerte entre mis brazos que tuvieran que volver a cambiarle las vendas, pero me contuve. Lo único que hizo que sólo diera un paso, lento y deliberado, con opciones a detenerme en cuanto quisiera, fue lo mucho que necesitaba esa distancia.
               No me di cuenta de que estaba jugueteando con mis dedos, toqueteándome las puntas de los de la mano izquierda con los de la derecha, hasta que bajé la mirada al entrelazarlos sobre mi vientre. Alec esperó. Y yo también esperé. A que se me ocurriera una excusa para marcharme, o a que se le ocurriera a él. A que alguno de los dos dijera que, quizá, sería mejor que yo no pasara la noche con él.
               Tragué saliva sonoramente, y me dio la sensación de que el ruido rebotó en las paredes blancas de la habitación. Observé que, durante el tiempo que habían estado con Alec a solas, el personal del hospital había cambiado las sábanas de las dos camas. Me entristeció darme cuenta, y me entristeció hacerlo entonces: antes, estaba tan ansiosa por estar a su lado, que ni me había percatado de un cambio tan importante.
               -¿En qué ha quedado la cosa?-pregunté, señalando la puerta con el dedo pulgar y una inclinación de la cabeza. Forcé una sonrisa que me salió más natural de lo que me esperaba, y antes de que nos diéramos cuenta, la tensión entre nosotros había desaparecido, y volvíamos a ser nosotros. Alec y Sabrae. Enfermo y enfermera. Enfermedad y medicina.
               Sol y tierra. Luna y estrellas.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Fénix.


¡Toca para ir a la lista de caps!

 Y yo que pensaba que no podía haber más tensión y peligro en un espacio cerrado, y que era imposible que esa sensación de seguridad se quedara adherida a las paredes del hospital. Que, cuando Brandon se fuera, milagrosamente sin haberse encontrado con su exmujer, Alec simplemente emitiría un bufido de relajación, pondría los ojos en blanco y lanzaría unos cuantos tacos para terminar de expulsar todo el veneno que su padre había puesto dentro de él.
               Siempre había creído que la suerte me sonreiría sin importar la situación. Que, sin importar cómo se torcieran las cosas, todo terminaría saliendo bien. ¿Qué posibilidades había tenido yo de encontrar a mi familia hacía casi quince años, cuando me abandonaron frente a la puerta de un orfanato en un pequeño capazo con una nota en la que sólo venían mi nombre y mi fecha de nacimiento? ¿Qué posibilidades había tenido yo de que Scott se parara frente a mí, de que nos miráramos a los ojos, y todo hubiera ido rodado desde entonces? ¿Qué posibilidades había tenido de que mi padre fuera cantante, y me regalara el premio más importante que se otorgaba en la música con una canción que llevaba mi nombre? ¿Qué posibilidades había tenido de que mi mejor amiga fuera insistente conmigo, ajena a mis continuos rechazos por mis ansias de ser desdichada en soledad los primeros días de cole? ¿Qué posibilidades había tenido de que Alec, un sol como no había ningún otro caminando sobre la faz de la Tierra, se enamorara de mí?
               Prácticamente ninguna. Pero todo había pasado, así que en lo más profundo de mi ser, me consideraba una de las pocas elegidas por Dios para que todo le saliera bien. No sabía qué había hecho para merecerlo, pero durante años, me había creído su favorita. De ahí había surgido una positividad rayana en la más desvergonzada inocencia, un sentimiento de supervivencia contra el que nada podría competir.
               Pero el universo es cruel, Cruel con mayúscula, y lo que Dios da, también lo quita. Supongo que había agotado toda mi suerte en ese momento, cuando Annie abrió las puertas del ascensor mucho antes de que Brandon se marchara de la habitación, dándose por vencido por primera vez en su vida. Quizá había abusado de mi suerte y no había tenido la suficiente como para evitar ese fatídico encuentro. Quizá, después de todo, estaba deseando imposibles. No sabía nada más que pinceladas generales de la historia de aquellos dos, las que Alec había estado dispuesto  contarme, pero con aquello me bastaba para sospechar que las cosas simplemente estaban siguiendo su curso. Que Brandon había luchado por conservar a Annie a su lado (no, no a su lado; más bien, bajo su yugo) con uñas y dientes, y que, igual que un jaguar, ahora que volvía a tenerla a tiro, no la pensaba soltar.
               Los dos padres de Alec se miraron en silencio durante un instante, como midiéndose. Pude ver que la expresión de Brandon cambiara ligeramente; podía intentar engañarse a sí mismo y también a Alec, a quien no conocía, cuyo rostro no le resultaba más familiar que por el parecido con su otro hijo y el suyo propio, pero Annie llevaba demasiados recuerdos pintados en sus facciones como para poder fingir que la terapia había obrado un cambio real en él. Alec no lo conocía, no del todo, al menos, así que podía intentar engañarlo, sobreponerse a las mentiras que su madre le hubiera contado con respecto a él, convencerlo de que todo eran exageraciones propias de una mujer histérica que se había inventado una historia tan truculenta como maligna para poder abandonarlo e irse con el calzonazos de su amante arquitecto.
               Con Annie, en cambio, no podía fingir ser otra persona. Ella había visto el monstruo que llevaba dentro. Había invocado la maldad de su interior. Y no podía hacer nada contra esa maldad… ni aunque quisiera.
               Brandon abrió la boca para decir algo, seguramente empezar el concurso de insultos en el que no tendría rival. Annie se achantaría como llevaba haciendo años, como había hecho siempre, como aún se achantaba cuando tenía una pesadilla en la que no había escapado de casa a tiempo, en la que aún seguía con él, y el sonido de unas llaves en la cerradura le recordaban a las trompetas indicando la llegada del Juicio Final. De la misma manera que los traumas de Annie se abalanzaban sobre ella cuando nadie estaba mirando, ya fuera para protegerla o simplemente por curiosidad, estos irían de nuevo a por ella y Brandon no tendría rival.
               O eso pensábamos todos, incluido Alec, que se revolvió en la cama, intentando atraer la tención de su padre de nuevo hacia él. Pero Annie nos sorprendió.
               Por segunda vez en su vida y también en la de Alec, fue ella la que cogió el toro por los cuernos. Hacía quince años que había cogido a sus dos hijos, había hecho una maleta apresurada y había salido corriendo (literalmente) de su casa en mitad de la noche, pero dentro de ella aún quedaba ese fuego que la había invitado a escapar. Puede que ya no fuera más que una chispa, pero por lo menos había conseguido levantar el globo aerostático que era su ánimo del suelo. Lo cual era mucho más que lo que podía decirse de Alec.
               -Perdonad lo mucho que he tardado, chicos, había unas colas terribles. Esta hora es horrible para conseguir dulces, parece ser-se encogió de hombros y se acercó nosotras, esquivando con habilidad a Brandon, que incluso tuvo el pequeño detalle de dar un paso atrás, acercándose más a Alec de una forma un tanto peligrosa para su estabilidad emocional. Sin embargo, mi chico estaba demasiado ocupado aterrorizándose por su madre como para fijarse en las pequeñas variaciones de las piezas del rival, ahora que la reina había entrado en el tablero. Curiosamente, en ese ajedrez mental que Alec estaba jugando, la pieza más importante no era el ente masculino con movilidad reducida, sino la figura femenina con libertad de movimientos-. Shasha, cielo, como no sabía muy bien qué te gustaba, te he traído un pequeño surtido. Para la próxima, ya me aprenderé tus preferidos-Annie le dedicó a mi hermana una cálida sonrisa que chisporroteó un momento en sus ojos.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Ignición.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Aquel que diga que el oxígeno es el ingrediente esencial para la vida, miente. Aquel que diga que es un gas, miente. Aquel que diga que es imprescindible para sobrevivir, miente.
               El oxígeno arde en los pulmones.
               El oxígeno es un líquido que se te mete en el pecho y te ahoga más que una tonelada de agua.
               El oxígeno es un veneno que te paraliza el corazón.
               Y si a mí me estaba haciendo daño en lo más profundo de mi ser, no quería ni pensar en lo que le estaría haciendo a Alec. Si yo me asfixiaba, Alec ardía por dentro. Si en mí el oxígeno era líquido, para Alec era un sólido que le arañaba los alveolos. Si a mí se me había parado el corazón, a Alec se le había deshecho, directamente.
               No era para menos, todo hay que decirlo. Mientras Brandon observaba a mi chico (me negaba en redondo a atribuirle un poder sobre él en forma de posesivo que había perdido hacía mucho, mucho tiempo), yo pude detenerme a examinarlo con más atención. La primera impresión a causa de la sorpresa me había revelado a un hombre fuerte en todos los aspectos: a pesar de que sus hombros estaban hundidos, había una fuerza y una seguridad en ellos que no casaban bien con la situación, como si no estuviera acostumbrado a humillarse ante nadie y no supiera muy bien cómo intentarlo siquiera. Como reforzando mi teoría, su mandíbula, más marcada que la de mi hombre favorito en el mundo, se movía a un lado y a otro, rechinando unos dientes que no me extrañaría que hubieran masticado carne humana. Su pelo, un poco menos revuelto que el de Alec, parecía sin embargo el cabello de Medusa, tan mortífero como su dueño, retorciéndose en su cabeza como serpientes del mismo color negro que teñía las raíces de su primogénito.
               Y la nariz parecía hecha para inhalar el olor de la putrefacción, del miedo, del pánico. La tenía ligeramente arrugada, cualquiera diría que por la preocupación, pero a mí me daba la sensación de que se debía, más bien, a que no había encontrado en la habitación a su víctima preferida, y acababa de descubrir que tendría que conformarse con su hijo, a quien había conseguido salvar hacía demasiado tiempo, aunque no el suficiente como para que la herida no siguiera escociendo. La boca, curvada hacia abajo en una mueca de disgusto, se me antojó la de un león rabioso: bien podría ser Scar quien estaba frente a mí, a punto de arrojar a Mufasa a la estampida de búfalos.
               Sus ojos tampoco me engañaban. Por mucho que hubieran pintado una expresión triste en unos iris marrones que, sin embargo, no tenían nada que ver con los de Alec, yo podía ver más allá. Podía ver que no había un alma tras ellos por cuya redención mereciera luchar.
               Podía ver que, por mucho que las facciones más masculinas de Alec fueran herencia de aquel hombre, sus parecidos no podrían ser más distintos. En Alec, los brazos eran sinónimo de protección; la espalda ancha, de apoyo; el pelo, de un campo de juegos para cuando estabas triste; los ojos, dos pozos de chocolate caliente en los que hundirte en los días más crudos del invierno, y la boca una fuente de amor, consuelo y pasión por igual. En Brandon, los brazos eran martillos; la espalda, el yunque; los ojos, dos carniceros; y la boca, la desgarradora.
               Si Alec significaba “protector”, estaba bastante segura de que Brandon significaba “destructor”. No necesitaba buscarlo en Internet. Era evidente la diferencia entre ambos, cómo conjugaban las dos caras de una moneda, el yin y el yan. La diferencia radicaba en que Alec había sido capaz de existir perfectamente sin él, pero Brandon, no estaba tan claro.
               Pude analizarlo tan sólo unos segundos más, unos segundos preciosos en los que Brandon sólo tenía espacio en su retorcida mente para ocuparse de su hijo. En qué estaba pensando, era imposible adivinarlo, pero la tensión que había en el ambiente no parecía haberlo alcanzado aún a él. Mientras que Alec y yo ya estábamos tensos, en un modo lucha-o-pelea en el que jamás nos habíamos encontrado estando juntos (ni tan siquiera cuando fuimos a aquella pelea épica con la que se había desencadenado todo), él parecía completamente ajeno a todo aquello. Cualquier espectador externo que no conociese de su pasado, habría pensado que aquél sólo era un padre ausente que se preocupaba por el bienestar de su hijo, malherido en el hospital.
               Alguien como Shasha, por ejemplo. Shasha. Su nombre reverberó en mi cabeza y se me aceleró el corazón un poco más si cabe. El estómago se me retorció incluso más fuerte que antes, y mi subconsciente me traicionó: mi instinto de protección de hermana mayor era más fuerte que el de supervivencia, y me vi abocada a girarme para comprobar cómo estaba Shash sin poder remediarlo, moviéndome entonces de una manera estúpida, justo lo que no debemos hacer las presas cuando el cazador está mirando en nuestra dirección.
               Si Brandon era un zorro, yo era un conejo. Y acababa de ponerme de pie sobre mis patas traseras, asomándome sobre la hierba.
               Inevitablemente, sus ojos pasaron de los de Alec a mí, y me recorrió un escalofrío que intenté disimular como pude. Me aferré a la barandilla de la cama con disimulo, buscando una estabilidad que necesitaba más que ese venenoso oxígeno que me entraba entonces en los pulmones, y a duras penas conseguí tragar saliva. Le sostuve la mirada conteniendo mis ganas de estrangularlo con mis propias manos por el mero hecho de haber puesto así de nervioso a Alec; de haber tenido la mente un poco más lúcida, me habría regodeado en cómo lo torturaría por todo lo que le había hecho en su infancia.

martes, 8 de diciembre de 2020

Dorado.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Aquel sonido me parecía tan propio de una época de mi vida tan alejada como añorada que, por un momento, mi cuerpo no le ofreció la respuesta que le había obligado a interiorizar después años y años escuchándolo.
               Una parte de mi cerebro se desperezó, tratando de localizar la fuente del sonido para, así, saber qué conducta correspondía. Me resultaba vagamente familiar. Me sonaba, valga la redundancia. Esa dulce música que había ido poco a poco in crescendo, bailando en un rincón  sin identificar de mi mente antes de que pudiera fijar mi atención en ella…
               Un cuerpo se removió a mi lado, más cerca de lo que acostumbraba a tener compañía. Sentí su respiración como una presencia cálida y regular mientras los dos nos despertábamos, ella acusando tanto tiempo de funcionamiento a máxima potencia que no era capaz de ponerse en marcha; yo, con tanto banquillo chupado que todavía no era consciente del poder de mi cuerpo. Apenas era capaz de procesar que yo tenía un cuerpo.
               Hasta que…
               -Mm-jadeó Sabrae a mi lado, en ese tono característico que tenía de buena mañana, cuando había pasado tan buena noche que no quería que se terminara. Entonces, por fin, adiviné qué era aquel sonido: el despertador de su móvil. La dulce melodía con la que empezaba los días de clase, pues si se ponía un despertador a la vieja usanza, se sobresaltaba y se pasaba media mañana nerviosa.
               Me giré para mirarla, ignorando el millón de pinchazos de dolor que siguieron a aquel movimiento en el momento exacto en que Sabrae comenzaba a estirarse. Recordé entonces, vagamente, girarme y mirarla a la luz del amanecer, mientras ella se encogía y fruncía el ceño, acusando el frío de la habitación cuando nos pasábamos toda la noche con el aire acondicionado puesto (mamá era la encargada de apagarlo, pues a mí siempre se me olvidaba que estaba ahí, disponible para nosotros), protestando desde sus sueños por lo pronto que salía el sol siempre. Cuando el astro rey había terminado de besar sus párpados y Sabrae había abierto los ojos, me había encontrado mirándola como lo que era: la reina ante la que me postraría hasta el último de mis días. Es curioso, pero por muchas cosas extrañas que me hubieran pasado a lo largo de las últimas dos semanas (la visita de mi hermano, el coma, el accidente, o descubrir que la chica de la que estaba enamorado era amiga de mi cantante preferido), siempre habría alguna que superaría a las demás, eclipsándolas en asombro: la existencia de Sabrae.
               Como si tuviera la suficiente creatividad como para imaginármela solito, cada vez que abría los ojos y me la encontraba durmiendo a mi lado, ya fuera en una cama pensada para compartir o en una improvisación como la que había hecho la noche anterior, me asaltaba la sorpresa de que ella fuera real. Que no hubiera soñado con ella, simplemente, y nuestro contacto se viera restringido al mundo de los sueños.
               -Buenos días-saludé, estirando la mano y apartándole un rizo de color negro y brillo dorado de la mejilla, encontrándome así mejor con sus ojos.
               -Buenos días-respondió ella en el mismo tono suave e íntimo con el que la había saludado yo. Nuestro tono de las mañanas-. ¿Ya te has despertado, novio mío?
               No sé por qué, pensaba que mis heridas internas me causaban más sueño que dolor. Si ella supiera que lo único que no se había vuelto patas arriba en mi vida era mi capacidad para sentir cuándo amanecía, y despertarme a la vez que el nuevo día… eso, y quererla, por supuesto.
               -No del todo. Debo seguir soñando.
               -¿Por?-sonrió.
               -Oírte llamarme así es un sueño.
               Su sonrisa se había ampliado, se había vuelto sonora, y se había semiocultado en el colchón. Sus ojos habían encontrado los míos, y allí se habían quedado, a vivir en mi cuerpo igual que esperaba que su alma lo hiciera en la mía.
               Sus ojos se habían hundido en los míos, su alma se había mezclado con la mía, y nos quedamos así un rato, ignorando al amanecer hasta que éste se dio por vencido, comprendiendo por fin que lo más bonito sobre lo que podían posarse mis ojos no era él. Después de que las luces del cielo pintaran la piel de Sabrae de tonos hermosos, de chocolate con mezcla de oro, bronce, melocotón y después naranja, cuando la primavera dio paso al celeste, Sabrae rodó por el colchón de su cama, se dejó caer suavemente sobre el suelo, y bajó las persianas, sumiéndonos de nuevo en la oscuridad.
               Habíamos vuelto a dormirnos cogiéndonos de la mano, y ella se las había apañado para abrazarse con cuidado a mi brazo vendado, de tal manera que sintiera mi presencia junto a ella, pero no me hiciera sentir dolor a mí.
               Ya en nuestro presente, Sabrae rodó hasta quedar tumbada sobre su espalda y se apartó la melena de la cara, mirando hacia el techo un momento, disfrutando de ese oasis de paz en el que no existíamos más que nosotros. No había habido accidente. No había habido coma. Todo lo que había en aquella habitación éramos nosotros y nuestras ganas de vivir el futuro que se nos presentaba en el horizonte.
               Un futuro que le había quitado 40 minutos de sueño a Sabrae. Bostezó sonoramente antes de frotarse los ojos, sopesando si levantarse o no.
               -Yo no me quejaré si decides quedarte-le dije, asumiendo con orgullo el papel de ser la peor influencia que tenía en su vida. Ella se rió.
               -Hoy tengo un examen.
               -Tampoco sería el primero que no haces por mi culpa.
               Giró la cara para poder mirarme, sus rizos esparcidos por la almohada como los rayos de una estrella, como el halo de una virgen.
               -¿Porfa?-intenté, poniendo ojitos. Es increíble la facilidad con la que me espabilo cuando hay peligro de que Sabrae se vaya. Se volvió a reír de nuevo, negando con la cabeza y buscando mi mano en la penumbra. Al otro lado de la persiana de plástico, las enfermeras se preparaban para empezar la jornada con los pacientes. Habían hecho el cambio de turno hacía menos de media hora, pero la mañana ya se les estaba haciendo cuesta arriba como sólo a un trabajador puede hacérsele. Que me lo digan a mí.
               -¿Qué planes tienes?-inquirió, acariciándome el pecho por encima del pijama, siguiendo las dobleces de las vendas allá donde éstas daban vueltas y vueltas sobre mi torso.
               -Si te los contara, te enfadarías conmigo. Una vez, hace tiempo, decidiste imponerme que nada de sexo en las mañanas lectivas.
               -Oh, lo recuerdo-asintió con la cabeza, rodando de nuevo para tumbarse lo más cerca posible de mí, con el vientre sobre el colchón, el rostro muy cerca del mío, y sus ojos brillantes-. Pero siempre podemos hacer una excepción, ¿no te parece?
               -¿Es en serio?-jadeé, dejando que mi corazón comenzara a galopar. No sabía qué era lo que había cambiado durante la noche; quizá había sido la cercanía, quizá el ver a su hermano hundido y a ella en su mejor momento, amorosamente hablando, pero el hecho de que Sabrae  estuviera dispuesta a cambiar las reglas de juego sobre la marcha, sabiendo lo estricta que era, era motivo de celebración. Joder, estaba entusiasmado. Quizá demasiado. Puede que las enfermeras vinieran a ver qué me pasaba, por qué me latía el corazón a la velocidad a la que lo hacía, pero, ¿qué más me daba? Lo único que importaba era que tenía a Sabrae ahí, a mi lado, dolorosamente disponible, a centímetros de mi cuerpo, a punto de entregarse a mí de nuevo, en esa etapa de mi nueva vida en la que…
               -No-sonrió, retirándose con una risita malvada tras encender la luz sobre mí, el único motivo por el que se me había acercado tanto.
               … nuestra interacción principal seguiría siendo Sabrae dejándome con las ganas.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Burbuja de tranquilidad.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Al principio, me bastaba con el sabor de su boca en la mía. El mero hecho de sentirla tan cerca de mí, de que su aliento se mezclara con el mío y sentir su corazón martilleando junto a su pecho, bastaba para saciar ese apetito que me había estad reconcomiendo por dentro.
               Eso había sido al principio. Porque, ahora que aquellos demonios que se habían dedicado a perseguirme con la visita de mi hermano se habían marchado, de nuevo ese hambre de Sabrae volvió a acaparar toda mi atención. Hacía demasiado tiempo que no la tenía como a mí me gustaba, demasiado tiempo que no la sentía de esa manera profunda y carnal que había hecho que conectáramos en un principio. Puede que mi mente consciente no hubiera tenido tiempo aún de echar eso de menos, tan ocupada como la tenía en tratar de asimilar la miríada de estímulos que me habían acechado nada más despertarme.
               Pero todo eso terminaba pasando a un segundo plano, tarde o temprano, cuando tenía a Sabrae tan cerca. No me ayudaba que se sintiera igual de a gusto conmigo ahora que cuando estábamos en cualquier otro lugar; lo único que nos recordaba a ambos nuestra extraña situación y las limitaciones que ésta conllevaba eran los pitidos de mi pulso en los monitores, a los que les había activado de nuevo el sonido cuando Aaron se marchó, y, por supuesto, mi brazo en cabestrillo, lo único que me impedía que tirara de ella para arrastrarla más hacia mí. Los pitidos y las vendas nos decían a ambos: “¡eh, estáis en un hospital, recordad que tenéis que guardar las formas!”.
               Había, no obstante, un problema: yo estaba cansado de guardar las formas. Para colmo, era incapaz de mantenerlas durante demasiado tiempo con ella tan cerca, y las enfermeras hacían la vista gorda conmigo por mi delicada situación, y por ese carisma del que todo el mundo hablaba y que yo terminaría invocando para que me hicieran algunas concesiones. Ya le había lloriqueado a una de las enfermeras para que dejaran a Sabrae quedarse alguna noche del fin de semana, en la que yo tenía la esperanza de dormir más bien poco, así que suponía que ya se imaginarían lo que pretendía hacer: convertir el hospital en mi picadero personal. Dado que teníamos una cama, sería una tontería no aprovecharla, ¿verdad?
               Además, yo ya estaba tumbado. Lo único que faltaba era que Sabrae se subiera encima de mí.
               Era por eso, por la imperiosa necesidad de ella que me consumía, que había empezado a empujarla de manera inconsciente hacia el centro de la cama. Quizá hacerlo con mi familia tan cerca, a punto de llegar de un momento a otro, y las enfermeras echándome un ojo de vez en cuando para asegurarse de que no me daba un ictus o algo por el estilo, sería demasiado arriesgado.
               Una mamadita, no obstante, era harina de otro costal. Sabrae no necesitaría desplazarse demasiado; de hecho, no tenía mucho que hacer, ya que ya me estaba satisfaciendo a su manera. Quizá sus caricias fueran demasiado superficiales, pero ya habían servido para terminar de despertar la fiera que tenía en la entrepierna, y yo tampoco era tonto: podía oír su excitación, oler su hambre de mí, sentir el debate que se desarrollaba en su interior. Dejarse llevar, y arriesgarse a que la expulsaran pero complacernos a ambos, o mantenerse firme conmigo, diciéndome no una vez más, a pesar de que me había dicho hacía más bien poco que se había cansado de ponerme excusas.
               Todo eso eran excusas como otras cualquiera.
               -¿Al?-preguntó la tercera vez que tuvo que apartarse un poco de la trayectoria de mi mano derecha, que siempre terminaba tirando suavemente de ella hacia abajo.
               -¿Mm?
               -¿Estás intentando obtener algo de mí?-preguntó, divertida, alzando las cejas. Me separé de ella y fruncí el ceño, fingiendo no entender a qué se refería.
               -¿Qué quieres decir?
               -Ya es la tercera vez que tengo que apartarte para que no me empujes hacia cierta zona de tu cuerpo-comentó, soltando una risita adorable y echándole un vistazo de reojo a los monitores, que se chivaban de que mi pulso era más acelerado del normal. Comprensible, también te digo. Si te lías con un tío al que no le suben los latidos a pesar de que te estás dedicando a sobarle la polla, mejor rompe con él. No le van las tías.
               Cosa que a mí, desde luego, no me sucedía.
               Le dediqué una sonrisa radiante, la propia de un niño al que acaban de pillar tramando una fechoría en su libreta de superhéroes preferida. Sabrae se echó a reír y se levantó.
               -¡Eres de lo que no hay!
               -Venga, Saab. ¿Sabes por lo que he pasado? Concederme ciertos caprichos es lo menos que puedes hacer-lloriqueé, incorporándome un poco en la cama y gimiendo por lo bajo la notar que eso hacía que mis costillas se resintieran. Mierda. El dolor era como un ejército enemigo bien atento, preparado para arrebatarme toda la felicidad y el descanso que pudiera centímetro a centímetro, en cuanto yo bajara la guardia-. Estoy bien-añadí, en voz seria, nada juguetona, al ver la expresión que atravesaba su rostro.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Lobo con piel de cordero.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Ver a Aaron atravesar el pasillo como si fuera el dueño del hospital, pasando justo por detrás de Sabrae del mismo modo que lo haría un ángel de la muerte, me recordó a la inmensidad de ocasiones en las que había sido testigo de amagos de atropello. Tuve exactamente la misma sensación en la boca del estómago que cuando había salido de entre dos coches, cualquier noche de fiesta o cualquier día de marcha, sólo para encontrarme con que venía un autobús directo hacia mi grupo de amigos, hacia mí. Ese instante en el que eres plenamente consciente de repente de lo frágil que eres, de que tu vida pende de un hilo muy fino, de que cualquier pequeño desliz puede tener consecuencias irreparables.
               Debo decir que no me sorprendía: no sé cómo me las apañaba, pero siempre que me encontraba en un estado de felicidad plena y absoluta, aparecía algo que daba al traste con toda la euforia de mi situación: si echaba un polvo cojonudo con una tía, las llaves de su novio o de sus padres tintineaban en la puerta; si conseguía hacer todos los repartos en un tiempo récord, los de administración me asignaban una tanda que mis compañeros no habían podido hacer; si quedaba con Chrissy o con Pauline para follar, mis amigos me sugerían un plan con el que tendría que hacer malabares esa misma noche; y si empezaba a salir oficialmente con Sabrae, lo hacía en un puto hospital, donde no podíamos celebrar con un sexo genial el cambio de estado de nuestra relación.
               Apenas llevaba dos días en el hospital, y ya sentía que las paredes se me echaban encima. Mi madre, mis amigos, mi hermana y Sabrae se esforzarían al máximo en hacerme sentir como en casa, pero por mucho empeño que pusieran en hacer de aquella habitación un hogar, no dejaba de ser nada más que eso: una habitación. Una casa no podía ser exclusivamente una habitación: ¿dónde estaban el baño, la cocina, o la sala de estar si sólo había una estancia con una cama haciendo de dormitorio? Aquel sitio era poco mejor que un hotel de carretera de las películas cutres, en los que siempre se cocía un asesinato. En lo único que mejoraba era en el servicio de habitaciones, que sin embargo era incapaz de suplir el hecho de que yo no podía ni levantarme de la cama. Detestaba sentirme tan inútil, tan dependiente; acostumbrado a ir a mi bola como estaba, a entrar y salir sin dar explicaciones por mucho que me las exigieran, verme de pronto postrado en el mismo sitio, en casi siempre la misma postura, y sin más que entretenerme que las aplicaciones que había en el iPad que Mimi me había prestado, ya se me estaba haciendo la convalecencia cuesta arriba. Estaba aburrido. Aburridísimo.
               Hasta que llegó Trufas. Descubrí que echaba muchísimo más de menos al conejo de lo que pensaba en cuanto vi a Mimi aparecer con su transportín. Por mucho que me quejara de él, adoraba a ese animal sinvergüenza y entusiasta que se emocionaba por todo y se ponía frenético con la más mínima excusa, y que expresaba sus sentimientos comportándose como un minúsculo torito peludo que embestía a todo aquello que amaba. Incluido, por supuesto, yo, que no le dejaba corretear por el jardín de delante de casa si había mucho tráfico, que le daba unas gominolas extra si se ponía lo suficientemente pesado, y sujetaba su transportín con firmeza cuando nos lo llevábamos al veterinario, para evitar que el bamboleo del caminar lo lanzara hacia los lados y se hiciera daño al golpearse contra las paredes de su pequeña cabina privada.
               Le echaba muchísimo de menos porque era lo único que me quedaba de mi vida anterior, el único ser vivo al que no había visto desde que me desperté, que sólo convivía en mis recuerdos, y el único con el que sólo había pasado buenas experiencias. Incluso cuando el puñetero conejo se ponía pesado, metiéndose entre mi cuerpo y el de Sabrae reclamando mimos que yo no tenía pensado darle, pero que ella jamás le negaría, me encantaba todo lo que hacía. Era divertido, era gracioso, y siempre le apetecían unos mimos cuando a mí. Además, hacía feliz a Mimi.
               Y era suave y cálido, una sensación que echaba mucho de menos experimentar en el regazo, especialmente desde que Sabrae se negaba a acercarse a mí más de lo necesario, temiendo interrumpir el proceso de soldado de alguna de mis costillas o abrirme alguna herida que los cirujanos hubieran cosido con esmero. No me malinterpretes: prefiero infinitas veces que sea Sabrae quien se me sienta encima a que lo haga Trufas, pero ya que ella no quiere, por lo menos que lo haga alguien, homínido o no. Por lo menos, ambos eran mamíferos.
               Así que allí estaba yo, completamente feliz, en un calmado éxtasis como pocos había experimentado en mi vida, haciéndole carantoñas a Trufas y dejando que él se frotara contra mí, confesándome que me había echado muchísimo de menos igualmente, cuando vi a Aaron aparecer.
               De no confiar plenamente en mi instinto, habría creído que había visto mal. Pero a mí jamás se me ponían los pelos de punta por nada en particular: si veía a alguien a quien yo detestaba, mi cuerpo tenía una reacción inmediata que era completamente independiente de mi cerebro. Era como si hubiera una sustancia química flotando alrededor de Aaron, y mis células fueran capaces de reaccionar a ella.
               -Pero, ¿qué cojones hace él aquí?-murmuré por lo bajo, para mí mismo (mi madre detestaba que hiciera eso, pero a Sabrae no le importaba; seguramente era porque, siempre que Sabrae y yo estábamos juntos en una habitación, ella estaba lo suficientemente cerca –en mis brazos, quiero decir– como para escucharme, así que no le fastidiaba en absoluto), aunque una parte de mí, mi conciencia, no pudo evitar poner los ojos en blanco y gorgotear un incrédulo “por supuesto”.
               Sabrae se giró para mirar qué era lo que había arrancado mi reacción, con lo que se perdió la entrada triunfal del hijo pródigo en la habitación de sus hermanitos.
               Y entonces, yo me di cuenta de que ésa era la primera vez que Sabrae y Aaron estaban juntos en la misma sala: conmigo, postrado en una cama sin poder defenderla. Sentí cómo la adrenalina llenaba mi cuerpo en un tsunami sin precedentes: jamás me había puesto tan nervioso, tan frenético, como en aquella ocasión. Ni siquiera en las finales de los combates, cuando me lo jugaba todo, mi posición, el respeto de los demás, mi fama, y mi honor, en menos de una hora. La descarga que me producían los combates no era nada comparado con lo que sentí en el momento en que fui consciente de que Sabrae y Aaron estaban en la misma habitación.
               Pero no porque estuvieran en la misma habitación en sí. Oh, no. La habitación estaba lo suficientemente llena de gente como para que yo supiera que Aaron no se quitaría la careta que siempre llevaba puesta cuando mamá andaba cerca. Ni siquiera me preocupaba del todo por el bienestar de Sabrae; no sólo contaba con que mi hermano mantendría al monstruo que llevaba dentro a raya estando todos presentes, pues éste sólo aparecía cuando sólo yo podía verlo, como si creyera que el monstruo que había dentro de mí fuera a darle algún tipo de validación, sino que, además, contaba con la excelente capacidad de Sabrae para defenderse, que me había demostrado en tantas ocasiones que ya no podía ni contarlas.
               Vale, sí, me preocupaba que pudiera hacerle daño, pero aquella no era mi prioridad en ese momento. Lo que verdaderamente me angustiaba era saber que Aaron tenía constancia de que yo no estaba al cien por cien, que no podía cuidar de los míos, que no podía impedir que hiciera lo que le diese la gana con las personas a las que yo quería con tal de hacerme daño. Podía apelar al minúsculo ápice de lealtad y humanidad que había en él cuando se trataba de mi madre o de mi hermana, pero había una persona en esa habitación con la que no tenía por qué tener ningún tipo de consideración.
               La misma chica que me generaba un aluvión de sentimientos encontrados. Porque, por mucho que supiera que Sabrae podía defenderse sola de casi cualquier peligro, también era consciente de que mi hermano no era un rival a subestimar. Quizá no tuviera la disciplina que tenía yo, o mi fuerza, o la velocidad para trazar estrategias propia de la experiencia, pero sí tenía algo que en mí escaseaba: maldad. Y la gente, cuando es mala como lo era mi hermano, era capaz de cualquier cosa. Era capaz de suplir la falta de experiencia, de velocidad, de fuerza y de entrenamiento con aquel veneno que les corría por las venas, haciendo más daño con su cuerpo, que convertían en una bomba en vez de en una ametralladora con la que defenderse.
               Sabrae estaba bien ahora, pero, ¿qué pasaría cuando se fuera a casa esa noche? Jordan la acompañaría, Jordan le haría de escolta, pero, ¿y después? ¿Y cuando ella quedara con sus amigas? ¿Y cuando fuera sola a hacer recados, o a dar un paseo con los cascos puestos?

domingo, 15 de noviembre de 2020

Mausoleos y fosas comunes.


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Alec había puesto los ojos en blanco un mínimo de 28 veces (y digo “mínimo” porque no empecé a contarlos desde el principio, sino cuando lo había hecho un puñado de veces en un intervalo de apenas un minuto) en menos de 25 minutos cuando Mimi abrió la boca por fin, y le dijo algo que le hizo mirarme.
               Todo había ido relativamente bien cuando su familia entró a visitarle: no sólo venían sus padres y su hermana, sino que también se habían traído a su abuela, que se echó sobre él nada más verle, gritando palabras que en un inicio me parecieron incongruentes, pero que, después de que Alec sonriera y le diera unas palmaditas en la espalda, consolándola como si la que estuviera mal fuera ella y no él, identifiqué como frases en ruso. Por supuesto. Por mucho que Ekaterina sintiera deferencia por mí y hubiera empezado a cogerme cariño durante su visita, nos habíamos mantenido lo suficientemente alejadas la una de la otra como para olvidársenos, por un instante, que pensábamos en idiomas distintos.
               Con todo, no me molestó. Sabía que no lo hacía con mala intención, y que Alec se sentiría un poco mejor si alguien le hablaba en ese idioma que tanto relacionaba con casa. Dado el tiempo que pasaría en el hospital, cualquier cosa que hiciera que esa fría habitación se pareciera más a un hogar sería más que bienvenida.
               Dylan y yo intercambiamos una mirada de resignación, ya que ninguno de los dos dominaba el idioma en el que se estaban comunicando,  y a nuestra ignorancia compartida había que añadirle las reticencias que teníamos los dos a interrumpir ese momento que tan bien le haría a mi chico.
               Pero todo empezó a torcerse en el momento en que Alec carraspeó y, mirándome de reojo, cambió al inglés. Me pregunté por qué lo hizo durante un instante, el mismo instante en el que olvidé que, para él, Dylan era tan importante como el resto de su familia, por mucho que no compartieran sangre.
               -Familia, tengo una cosa que deciros-dijo tras carraspear, y yo sentí el impulso de levantarme para dejarle un poco de espacio, pero la forma en que me miró por el rabillo del ojo, como asegurándose de que seguía allí, que le estaba apoyando y que no había cambiado de parecer, me hizo permanecer en el sitio. Así llevaban meses siendo las cosas, y así esperábamos que continuaran siendo durante mucho, mucho tiempo: él me apoyaba a mí, y yo le apoyaba a él, los dos contra el mundo, sin excepciones ni condiciones. Sabía que, por mucho que me doliera dejarle marchar, por mucho que nos doliera a ambos, respetaría su decisión, y le defendería de todo aquel que quisiera rebatírsela, hacerle cambiar de opinión incluso aun a riesgo de hacerle daño.
               Le di un apretón en la mano para indicarle que me había percatado de su vistazo, y Alec asintió despacio con la cabeza, como insuflándose ánimos a sí mismo.
               -Esta mañana-decidió mentir para no preocupar a su madre, aunque yo sabía que había leído el correo de madrugada- he recibido un correo de una de las organizadoras del voluntariado, avisándome de que ya está todo listo para que me vaya, y pidiéndome que le diga en qué fecha tengo pensado incorporarme al grupo.
               El silencio que se instaló en la sala no fue sepulcral, ni de ultratumba: fue, más bien, propio del purgatorio.
               Era el tipo de experiencia del infierno que atormentaría a un sordo, pues por mucho que no escuches ningún sonido, sabes que incluso una salva de gritos como cañonazos indicando el principio de la guerra es mil veces mejor.
               -Todavía tengo que decidir en qué fecha me marcho, pero… quería que supierais que los planes de irme de voluntariado siguen en pie. Ahora más que nunca-puntualizó con fingida tranquilidad, intentando rebajar la tensión en el ambiente.
               No lo consiguió. Dylan miró a su mujer, que se había puesto pálida, y luego, después de un segundo de vacilación en el que todo el mundo se quedó expectante del siguiente movimiento, finalmente tiró la primera piedra:
               -¿Perdón?

domingo, 8 de noviembre de 2020

Harakiri.


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Estimado sr. Whitelaw.
 
Le adjunto por medio de este correo el Visado de Trabajo Especial emitido por el Departamento de Inmigración del Gobierno de Etiopía, si bien la autorización de estancia y tránsito se extiende a la totalidad de los territorios en que nuestra organización tiene presencia, al viajar al continente africano en calidad de voluntario bajo nuestra protección, como ya le habrán comentado mis compañeros del área de Recursos Humanos. Por favor, tenga en cuenta que la duración del visado es superior a la del contrato (un año y dos meses frente a un año natural completo), para darle más margen de maniobra a la hora de viajar a nuestra sede, con mayor amplitud de fechas.
A su vez, también le envío con este correo una copia del contrato que nos había enviado previamente firmado por usted, en la que ya constan también las firmas del Gerente de WWF en África, así como la mía propia. Por favor, no olvide imprimir este documento y presentarlo en el aeropuerto a su llegada a destino, ya que es requisito sine qua non el Visado de Trabajo Especial surte efecto. De no traer el visado acompañado del contrato, las autoridades pueden retenerle en la frontera e, incluso, ordenar su repatriación.
De la misma manera, le recuerdo que también será necesario que traiga un certificado de Vacunación contra la Fiebre Amarilla y la infección por COVID-19, que pueden exigírsele también en la frontera. También es  altamente recomendable la vacunación contra la malaria y el dengue, ya que algunos de nuestros campamentos se sitúan en zonas con alta incidencia de esta enfermedad.
Por último, recordarle que aún tiene pendiente de confirmación las fechas exactas de llegada y salida del país, quedando pendiente la reserva de los vuelos de ida y vuelta, amén del transporte que le llevará desde el aeropuerto en Adís Abeba hasta el primer punto de contacto con WWF. El coste de dicho transporte queda íntegramente cubierto por las tasas ya satisfechas para el inicio de su voluntariado; sin embargo, le ruego que me haga saber cuanto antes en qué momento se incorporará a nuestros servicios (recuerde que la fecha más usual de llegada de nuestros voluntarios es el 1 de julio, siendo ésta una fecha orientativa) para terminar lo antes posible las gestiones, poder dar por concluidos los trámites y, por fin, darle la bienvenida a nuestra Fundación.
Aprovechando para agradecerle de nuevo su altruismo y la confianza depositada en nosotros, le saluda atentamente,
 
Valeria Krasnodar.
Directora Adjunta del Departamento de la Región de África Oriental de WWF.
 
¿Qué era lo que decían? ¿Qué no había que consultar las redes sociales a altas horas de la madrugada, porque de noche todos los gatos son pardos?
               Porque tenían razón. Ni siquiera había pensado en la posibilidad de que tuviera un correo del voluntariado; simplemente había entrado por puro aburrimiento, harto de bajar y bajar y bajar por las notificaciones de Instagram y Facebook en busca de algo que no fueran mensajes de ánimo. Que, no me malinterpretes, agradecía mucho recibir, pero lo último que me apetecía era ponerme a darle las gracias a gente con la que llevaba sin cruzar palabra más de dos años, y a la que llevaba sin ver más de tres, sólo porque de repente me había vuelto interesante hasta el punto de ser la única persona que conocían que había entrado en un coma y había vivido para contarlo.
               Ni siquiera las fans de Zayn preguntándose por Twitter qué le sucedía a Sabrae, ahora que no subía historias; si se habría peleado conmigo e incluso recriminándome que le hiciera daño a su princesita (las que menos; en realidad, la mayoría eran respetuosas y mandaban callar a las ruidosas) habían conseguido entretenerme lo suficiente.
               El insomnio era una mierda. No recordaba la última vez que me había pasado media noche en vela, pero jamás había sido así de aburrida, especialmente porque nunca había tenido a mi madre en la cama del lado, respirando profundamente y recordándome que no estaba solo. Además, a la presencia de mi madre había que añadirle que tenía medio cuerpo vendado, casualmente mi mitad dominante, por lo que las soluciones que había encontrado en ocasiones (el típico Vladimir: una paja y a dormir) quedaban más que descartadas. Sólo tenía la opción de mirar el techo a oscuras, o la duermevela de la enfermera con el turno de noche, que pasaba a por un vaso de café de máquina cada media hora, intentando apañárselas con la planta entera para ella sola.
               Así que había acabado entrando en mi correo electrónico, detestando una vez más el puto accidente no porque hubiera hecho que me abrieran en canal, sino porque me había destrozado el móvil y no podía ni siquiera ponerme a leer conversaciones antiguas con mis amigos o Sabrae. Bueno, vale, leería sólo las de Sabrae, pero porque ¡ni con una semana entera tendría suficiente! Tenía material suficiente con el que entretenerme hasta que me dieran el alta, pero no los medios para acceder a ese material, así que tendría que conformarme con los correos que me enviaran para que respondiera encuestas a cambio de puntos que podría canjear por regalos que, en realidad, no quería. Quizá, si tenía suerte, incluso me mandarían publicidad de algún nuevo videojuego cuya demo estuviera disponible para móviles.
               Con lo último con lo que esperaba encontrarme era con un correo cuyo asunto rezara “Visado y contrato”, enviado desde una cuenta corporativa de WWF.
               Había entrado con desconfianza, sospechando que ese correo no me reportaría más que dolores de cabeza. Desde que había decidido hacer el voluntariado, mis semanas se contaban por los cruces de correos que compartía con el departamento de Recursos Humanos, para los que siempre mi documentación estaba incompleta pero que, por lo menos, tenían paciencia conmigo. Sólo sería un trámite más, pensé, un trámite con el que tendría que pedirle a Bey que me echara una mano.
               No me esperaba tener una luz verde. Y llegaba en el peor momento. Lo leí hasta la saciedad, una y otra vez hasta casi poder recitarlo de memoria, y cuando mamá se revolvió en la cama, muy cerca de despertarse, copié el texto y me lo envié por Telegram, eliminando después el mensaje de la cuenta de mi madre para que ella no descubriera nada raro en su teléfono cuando cerrara sesión de mi cuenta de correo. Dejé el móvil sobre la mesa gris y traté de darme la vuelta en la cama, con tan mala suerte que me olvidé de que, bueno, tengo como dos millones de huesos donde la gente normal apenas tiene dos docenas, y terminé dolorido y sudoroso de vuelta sobre mi espalda, cagándome en mis antepasados y con la cabeza ya dándome vueltas.
               Y ojalá fuera de dolor.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Diamante.


¡Toca para ir a la lista de caps!

No recordaba ningún instante en toda mi vida en que hubiera sido así de feliz. Así de ligero, de glorioso, tan etéreo que incluso el aire me resultaba demasiado denso. Una deliciosa sensación de calidez se entendía por toda mi piel, calentando todas y cada una de mis células, sacándolas del letargo en que habían estado sumidas a lo largo de toda mi existencia.
               No supe lo que era vivir hasta que Sabrae me dijo que sí. Sólo cuando pude llamarla verdaderamente mía, descubrí lo que era verdaderamente triunfar, sentirse importante, pleno y con un significado. Mi sentido último era estar con ella; mi felicidad dependía de su mirada, y mi existencia, de su respiración y su sonrisa, de la manera en que se le curvaban las comisuras de la boca cuando sus ojos se posaban sobre los míos y la conexión que había entre nosotros se veía reforzada.
               Todo lo que había tenido antes, todo lo que había sido, todo lo que había deseado... se esfumó. La multitud coreando mi nombre en las gradas de los estadios de boxeo, las miradas de admiración de mis compañeros en el gimnasio cuando yo superaba sin esfuerzo lo que para ellos eran límites infranqueables, incluso la sensación de orgullo que me embargaba cuando hacía que una chica se corriera conmigo. Nada de eso tenía la más mínima importancia, ni me causaba ni una pizca de satisfacción, ahora que sabía lo que era la Felicidad Más Absoluta. Así, con mayúsculas.
               Era estar besándola. Era sentir que por fin soltaba las riendas y se dejaba ir, abandonando sus miedos y entregándose a mí como llevábamos deseando meses que se atreviera a hacerlo. Custodiar su corazón y merecerme esos sentimientos que hacían amanecer en mí la primavera se convirtió, a partir de entonces, en mi razón para vivir. Y, aunque fuera un peso inmenso el que recaía sobre mis hombros, la recompensa bien lo merecía.
               Porque era ella. Y escucharle decir lo que llevaba meses ansiando oír. Lo que yo no debería haberle gritado en un parque en medio de un arrebato de rabia, lo que a ella no se le debería haber escapado en los pasillos del instituto el día de mi cumpleaños, lo que no deberíamos haber disfrazado con frases igual de sonoras para nosotros, pero indescifrables para los demás: “te quiero” por “me apeteces”.
               -¿Me lo dices otra vez?-le pedí, mirándola a los ojos a tan poca distancia que nuestras pestañas prácticamente se entrelazaban. Nunca había estado tan cerca de alguien con tantísima ropa puesta (más por ella que por mí), y sin embargo jamás me había sentido tan cómodo. Sabía que no podía pedirle nada más al universo, pero no sólo eso: tampoco lo deseaba.
               Todo lo que quería estaba allí, a mi lado, respirando en mi boca y buceando en mi mirada.
               -Exagerado-repitió, riéndose de mí con un deje de maldad que a mí me encantaba. Seguro que Sabrae consideraba que era cruel conmigo, y en ocasiones, alguien de fuera podría pensar que, efectivamente, era una cabrona. Pero yo sabía que no era así. Era más bien traviesa.
                Y las niñas traviesas son las favoritas de sus padres.
               -No, lo otro-protesté, haciendo un mohín, aunque adoraría cada palabra que saliera de sus labios, fuera cual fuera-. Porfa, que estoy convaleciente.
               Sabrae me cogió la mano. Sus dedos eran suaves en mi palma, cariñosos en su tacto, cálidos y tiernos donde antes no había sentido más que hielo lacerante. Cientos de mujeres me habían tocado de la misma manera antes que ella, pero ninguna era capaz de hacerlo como Sabrae: con sólo una caricia, me proporcionaba más placer y felicidad que todas las chicas de mi pasado juntas, aunando esfuerzos.
               -Te quiero, Alec Theodore Whitelaw.
               Me lo dijo mirándome a los ojos, como si cupiera algún equívoco en aquella frase tan pequeña, y sin embargo, tan importante. Mi nombre completo, ése que sólo escuchaba cuando mi madre se enfadaba tanto conmigo que sacaba la vena de sargento de la marina que todas las mujeres llevan dentro con sus hijos, de repente dejó de sonar como música infernal y pasó a tener la cadencia de una marcha nupcial. Incluso por si me entraba la duda de que estuviera dirigiendo esa frase hacia mí, cuando podía verme reflejado en sus ojos, Sabrae me regalaba un  “te quiero” que nadie más podía quitarme: no había ningún otro Alec Theodore Whitelaw en su vida. Sí otros Whitelaw. Puede que otro Theodore. Quizá, incluso, otro Alec.
               Pero ningún Alec Theodore Whitelaw.
               Todo eso, sólo lo era yo.
               Se acercó a mí de nuevo para besarme; sus labios apena rozaban los míos al principio, mucho más consciente de mi situación que yo mismo. Estaba tan acostumbrado a ser el fuerte, el alto, el grande, el que debía tener cuidado, que ahora que había perdido todos esos atributos simplemente me entregaba a mis instintos más bajos. Normalmente yo era el de la mente fría, especialmente en la cama (por mucho que me costara), pero, ¿hoy? Acababa de volver a nacer hoy. No tenía manera de controlar mi fuerza. Ni siquiera lo deseaba.
               Sin embargo, lo que para mí había supuesto simplemente un salto de línea con dos párrafos a los que ni siquiera había un punto y aparte que los dividiera, para Sabrae había sido una larguísima letanía de lamentos, de dolor, de un suplicio tan absoluto y aterrador que no había forma de describirlo con palabras, pues sólo quienes lo hubieran vivido podrían comprender por lo que ella había pasado. Yo me había teletransportado; ella, corrido una maratón cargando con más de su propio peso muerto a sus espaldas. Lo mío era pura y simple ansia: ansia de tenerla, ansia de disfrutarla, ansia de vivir todo el tiempo que ahora se extendía frente a nosotros como el horizonte desde la cima de una montaña. Pero lo de ella… lo de ella era una meta, la lluvia de champán desde lo más alto del podio festejando la victoria, un resultado conseguido después de tanto esfuerzo que las agujetas, casi instantáneas, resultaban insoportables.
               Sabrae me había llovido del cielo.
               Y yo era un diamante que ella había extraído de la roca, y pulido y pulido y pulido hasta que conseguía reflejar la luz de su portadora como un minúsculo sol.

viernes, 23 de octubre de 2020

Sobredosis de serotonina.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Mimi parecía una payasa. En el sentido literal y metafórico de la palabra. Sus lágrimas se deslizaban por su rostro en ríos de un ligerísimo tono plateado que bien podrían ser las marcas de un maquillaje tan sutil como elaborado. Descendían en diagonal hasta los montes de sus mejillas, y de ahí, giraban en un ángulo de 90 grados para terminar cayendo en sus labios, dejándole un deje salado en la sonrisa que le traería muchos recuerdos a lo largo de su vida.
               Y siempre, siempre, le recordarían a ese momento.
               -Estás despierto-jadeó de nuevo, cogiéndome la mano y llevándosela a los labios. Las enfermeras aún no se habían percatado del pequeño milagro que acababa de suceder en su área, tan ocupadas como estaban atendiendo a los demás pacientes, mucho más interesantes que el chaval en coma cuyas únicas novedades eran las arritmias que le producía una chica que ni siquiera era su novia. Así que esos primeros momentos fueron sólo para nosotros dos, para que los disfrutáramos, para que hiciéramos algo con lo que tomarnos el pelo el uno al otro a base de recordárselo a nuestros sobrinos.
               Jadeé, intentando celebrar con un glorioso “¡sí!” que, efectivamente, así era. El sueño tan vívido que había tenido durante esa semana poco a poco se diluía en mi cabeza, en la que terminaría dejando un poso que sólo podría visitar en el mundo onírico. Lo único que quedaba de ese tiempo que había pasado como un fantasma más deslenguado que los demás (y también más desesperadamente inofensivo) era la sensación de cansancio, de agarrotamiento, de dolor.
               De no ser por lo ajeno que notaba mi cuerpo, nadie habría dicho que había pasado una semana desde la última vez que había abierto los ojos.
               Pero ahí estaba la sensación de hormigueo. El ardor en los pulmones a causa de tanto tiempo respirando oxígeno puro, que no tuviera que separar del resto de gases que componían la atmósfera. La presión que notaba en la parte baja de la espalda, sobre la que había pasado gran parte de ese tiempo, en la que pronto habrían comenzado a formárseme heridas. El encharcamiento ahora de mi respiración, cuando mis pulmones se veían obligados a funcionar de nuevo a pleno rendimiento, quizá incluso hasta un poco más forzados.
               Las llamaradas que me recorrían el interior, allí donde mis entrañas se habían quedado al aire, dejándome al descubierto y vulnerable durante más tiempo del aceptable. No había ningún hueso del cuerpo que no me doliera; incluso el cráneo acusaba los golpes que había recibido hacía ya tanto tiempo, pero lo que notaba por dentro era incluso peor. Era como si aún tuviera las manos expertas de los médicos revolviendo dentro de mí, como si me hubieran vertido ácido por el ombligo y éste hubiera ido calando mi interior hecho de esponja.
               Pero me sentía bien. Misteriosamente, a pesar de que nunca había estado peor físicamente, mi cerebro estaba segregando tal cantidad de serotonina que me sentía hasta mareado. Me estaba emborrachando de felicidad, literalmente, pues nunca habíamos luchado con tanta vehemencia por nada, y habíamos terminado lográndolo. La victoria jamás había sido así de dulce.
               Ni importante.
               Así que, movido por esa suerte líquida que me corría por las venas y que hacía que fuera capaz de poner en un segundo plano el sufrimiento que me ocasionaba la consciencia, asentí despacio con la cabeza. Me costó horrores parpadear; por eso lo hice muy despacio.
               Por eso, y porque aún no me acostumbraba del todo a mi cuerpo. Era como si hubiera vivido una larga vida siendo un ser etéreo, compuesto exclusivamente de partículas gaseosas, y de repente me hubieran encerrado en un cubículo tan pequeño que hasta a mí me costaba adaptarme a él. Como si me hubiera reencarnado en un mosquito cuando antes había sido un elefante.
               Como si me hubieran confinado en el cuerpo de un niño de tres años.
               -No puedo creer que por fin hayas abierto los ojos-jadeó mi hermana, a punto de empezar una de sus peroratas de felicidad. Sus ojos chispeaban con la luz de miles de estrellas, convirtiéndome en un navegante que veía su rumbo en las constelaciones, y que jamás se perdería gracias a ella-. He llegado a pensar que este momento no iba a llegar nunca… te hemos echado tantísimo de menos, Al… tienes los ojos más bonitos que he visto jamás.
               Bueno, bueno, bueno, dijo una voz en mi cabeza, desperezándose. Era lo único que no dolía, lo único que seguía sintiéndose tal y como antes de aquel paréntesis en mi existencia que todavía no me explicaba del todo bien, cálmate, niña. Sigo siendo tu hermano.
               -Ojalá…-jadeé, tomando aire. Respirar sin oxígeno con unos pulmones viciados era toda una hazaña, así que hablar todavía era peor-, pudiera…
               Bufé, frustrado, y giré la cabeza para acercarme de nuevo a la mascarilla, que Mimi me colocó de nuevo sobre la boca. La bocanada de aire ardiente que me entró en la garganta me hizo incluso más daño, pero también me alivió. Sentí que se me despejaban un poco más los sentidos, como si hubiera pasado un trapo por una ventana cubierta de polvo y grasa. El polvo se había ido, ahora sólo quedaba fregarla.

domingo, 18 de octubre de 2020

Terivision: Los siete maridos de Evelyn Hugo.

 
¡Hola, delicia! Vuelvo después de, aproximadamente, dos millones de años a subir una reseña en el blog, para nada por suplir la ausencia de capítulo de Sabrae, que, por si te preocupa, llegará el 23 (¡hay cosas demasiado importantes acercándose, y me parecía imposible no hacer que pasaran en un 23!).
Pero en fin, que me enrollo mucho. El libro con el que he resucitado esta parte del blog es:
 
Créditos de imagen: Bitácora de libros





¡Los siete maridos de Evelyn Hugo! Lo había visto en Goodreads un par de veces, y lo cierto es que ya me había llamado la atención por su temática, que aborda la vida de una famosísima (e irreal, al menos hasta donde yo sé) actriz de Hollywood, Evelyn Hugo. Bueno, está bien, en realidad el hecho de que en la primera frase de la sinopsis ya se mencione la palabra “Hollywood” tiene mucho que ver en el hecho de que quisiera leerme este libro. Pero, después de añadirlo a “pendientes” y dejarlo ahí, olvidado, una amiga mía me dijo que lo había leído y se había acordado de mí, incitándome a que lo leyera pronto. Y eso he hecho.
Y tengo que decir que me ha encantado, como ella me dijo que me sucedería.
El libro narra la historia de Evelyn Hugo; no sólo de su vida amorosa, sino de su ascenso a la fama y los sacrificios que tuvo que hacer por mantenerse en la cumbre una vez la alcanzó. Para ello, la autora, Taylor Jenkins Reid, usa a la periodista Monique Grant, una “desconocida”, como se califica incluso ella misma, como puente para que el lector final (o sea, tú o yo) conozcamos esa vida plagada de luces y sombras que ha vivido Evelyn, con la que la diva del cine terminará teniendo un vínculo que, la verdad, tendría que haber visto venir.
No ahondaré mucho en la historia para no hacer spoiler por si mi reseña (que va a ser positiva) te da ganas de leerla; simplemente me gustaría señalar que a pesar de que parece una lectura ligera, de las que consumes en un viaje en tren o en avión con destino a tus vacaciones, no lo es en absoluto. O bueno, quizá un poco. A pesar de que hay momentos edulcorados, propios de comedia romántica con la que pasar una lluviosa tarde de sábado, hay otros momentos bastante crudos, que no te dejan indiferente, desde la muerte de personajes muy queridos por Evelyn, a momentos que ella se ve obligada a vivir. Y es que esta novela es, precisamente, el desnudo de una estrella para demostrarle a su público que es humana, al final del todo de su vida. La actriz se confiesa, literal y metafóricamente, con la periodista, en una redención de sus pecados en la que pone todas sus cartas sobre la mesa, desde la revelación de su auténtica sexualidad, a las artimañas que usó para llegar a la cima, pasando por los típicos trucos de márketing hollywoodiense con los que todos estamos acostumbrados (porque, no, evidentemente todos esos matrimonios no fueron por amor).
La vida de Evelyn engancha, y lo hace muchísimo más que la de Monique, una de las dos narradoras en primera persona (la otra, evidentemente, es la propia Evelyn) cuyo papel es casi anecdótico, hasta el punto de que el plot twist con el que Taylor Jenkins Reid pretende sorprenderte no es lo más importante ni impactante de la historia. Mientras que el personaje de Evelyn Hugo está perfectamente perfilado, el de Monique apenas es un esbozo, cuyos dramas personales (está intentando sobreponerse a su reciente separación de su también reciente marido) no consiguen hacer que gane en profundidad. Y, por consiguiente, cuando descubres la relación entre ambas narradoras, te quedas un poco frío.
Por otro lado, y ya en términos del libro en sí, he de decir que el estilo de Taylor Jenkins Reid me parece sencillo, pero elegante y cautivador cuando necesita serlo, consiguiendo atraparte incluso sin que tú pretendas pasarte horas y horas leyendo sus palabras. Algo que me ha gustado mucho de esta lectura es el juego que hace con los artículos de prensa que tratan la vida de Evelyn, retratando sus escándalos según se suceden, dándole más verosimilitud a la historia y creando un mundo todavía más complejo y tridimensional. En cierto sentido, me recuerda a las publicaciones en blogs y revistas que aparecían en La boda de Rachel Chu, de Kevin Kwan, que también me gustaron precisamente por lo novedoso; en aquella ocasión, era la primera vez que leía algo semejante.
Sin embargo, no puedo decir todo maravillas del libro, ni mucho menos. Llevo una temporada leyendo libros traducidos; no tengo nada en contra de leer en versión original, todo lo contrario: me parece una herramienta muy útil cuando quieres reforzar los conocimientos de un idioma extranjero, y en gran parte de los casos la traducción siempre perderá algo que tenía el original. Pero el caso es que he decidido concentrarme en el español de momento, al ser el idioma en el que escribo, y siendo la lectura una herramienta tan importante para un escritor, me parece que leyendo en inglés pierdo (nuevas palabras que puedo no conocer en mi idioma materno, y también soltura) más de lo que gano (construcciones gramaticales que tengo oxidadas, y vocabulario que desconozco completamente).
No ha sido el caso aquí. He leído el libro en formato electrónico, como llevo haciendo un tiempo ya (de hecho, ahora que me están regalando libros físicos por mi cumpleaños, me está costando un poco volver a acostumbrarme a las páginas en papel, los marcadores de plástico y demás), y cuál ha sido mi sorpresa cuando, a pesar de tenerlo todo en orden (las primeras páginas, con la información de la editorial y demás), me encuentro con que la traducción parece más un collage de las realizadas por personas a ambos lados del Atlántico que por una sola. Hay expresiones tanto españolas como latinoamericanas en la novela que hacían que, en ocasiones, me resultara complicado abstraerme con la novela; me descolocaban completamente, hasta el punto de que llegué a preguntarles a mis amigas, que tenían el libro en físico, para asegurarme de que no me había hecho con una versión con errores. Y no era el caso. La traductora había hecho una versión tanto para España como para América Latina, en la que, en lugar de elegir el “dialecto” del español (por llamarlo de alguna forma) de una zona en concreta, decidió meter expresiones de aquí y allá para, supongo, intentar agradarnos a todos. El inconveniente es que estoy convencida de que a mí me ha chocado de la misma forma que si fuera americana, con lo que realmente, por intentar tenernos a todos contentos, no ha quedado nadie satisfecho. O, por lo menos, esa es mi impresión; no hay problema en leer un libro traducido al español latinoamericano, grandes escritores de nuestra lengua no pertenecen a España, y eso no les hace peores, ni mucho menos. El principal problema es precisamente lo extraño de la mezcla: se queda a medio camino entre dos culturas, haciendo que no puedas acostumbrarte a una determinada expresión, pues pronto la traductora la cambia completamente, dejándote sin red de seguridad a la que recurrir en el caso de algún desliz.
En resumen, y quitando esto, la historia me ha gustado muchísimo. He conseguido empatizar mucho con el personaje de Evelyn a pesar de que no podríamos haber vivido vidas más distintas; he sufrido con ella, he amado con ella, e incluso se me ha escapado una lagrimita en algunos momentos muy duros que he revivido con ella. Por desgracia, sigo teniendo la capacidad emocional de un ladrillo, y me cuesta mucho llorar, aunque sé lo sanador que resulta.
Pero el quedarme mirando a la nada mientras proceso lo que ha sucedido en el libro, no me lo quita nadie. Quizá, para la siguiente vez que lea este libro (porque no me cabe duda de que lo revisitaré), tenga la lágrima más suelta, y pueda desahogarme todo lo que la historia se merece.
Lo mejor: la forma en que se tratan ciertos temas, como la homofobia, la misoginia, o la ambición. Cruda, descarnada, sin temor a ser sincero.
Lo peor: la traducción.
La molécula efervescente: «Hollywood tiene algo: es un lugar, pero también un sentimiento. Si huyes allí, puedes dirigirte hacia el sur de California, donde siempre brilla el sol y hay palmeras y naranjos en lugar de edificios sucios y aceras llenas de mugre. Pero también huyes hacia la vida tal como la muestran las películas.
Huyes hacia un mundo que es moral y justo, donde los buenos ganan y los malos pierden, donde el dolor al que te enfrentas solo es un esfuerzo que te hará más fuerte, para que al final tu victoria sea aún mayor.»
Grado cósmico: estrella galáctica {4.5/5}
¡Espero que hayas disfrutado con mi reseña! Y recuerda no preocuparte; Sabrae y Alec estarán de vuelta este viernes 23