viernes, 23 de octubre de 2020

Sobredosis de serotonina.


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Mimi parecía una payasa. En el sentido literal y metafórico de la palabra. Sus lágrimas se deslizaban por su rostro en ríos de un ligerísimo tono plateado que bien podrían ser las marcas de un maquillaje tan sutil como elaborado. Descendían en diagonal hasta los montes de sus mejillas, y de ahí, giraban en un ángulo de 90 grados para terminar cayendo en sus labios, dejándole un deje salado en la sonrisa que le traería muchos recuerdos a lo largo de su vida.
               Y siempre, siempre, le recordarían a ese momento.
               -Estás despierto-jadeó de nuevo, cogiéndome la mano y llevándosela a los labios. Las enfermeras aún no se habían percatado del pequeño milagro que acababa de suceder en su área, tan ocupadas como estaban atendiendo a los demás pacientes, mucho más interesantes que el chaval en coma cuyas únicas novedades eran las arritmias que le producía una chica que ni siquiera era su novia. Así que esos primeros momentos fueron sólo para nosotros dos, para que los disfrutáramos, para que hiciéramos algo con lo que tomarnos el pelo el uno al otro a base de recordárselo a nuestros sobrinos.
               Jadeé, intentando celebrar con un glorioso “¡sí!” que, efectivamente, así era. El sueño tan vívido que había tenido durante esa semana poco a poco se diluía en mi cabeza, en la que terminaría dejando un poso que sólo podría visitar en el mundo onírico. Lo único que quedaba de ese tiempo que había pasado como un fantasma más deslenguado que los demás (y también más desesperadamente inofensivo) era la sensación de cansancio, de agarrotamiento, de dolor.
               De no ser por lo ajeno que notaba mi cuerpo, nadie habría dicho que había pasado una semana desde la última vez que había abierto los ojos.
               Pero ahí estaba la sensación de hormigueo. El ardor en los pulmones a causa de tanto tiempo respirando oxígeno puro, que no tuviera que separar del resto de gases que componían la atmósfera. La presión que notaba en la parte baja de la espalda, sobre la que había pasado gran parte de ese tiempo, en la que pronto habrían comenzado a formárseme heridas. El encharcamiento ahora de mi respiración, cuando mis pulmones se veían obligados a funcionar de nuevo a pleno rendimiento, quizá incluso hasta un poco más forzados.
               Las llamaradas que me recorrían el interior, allí donde mis entrañas se habían quedado al aire, dejándome al descubierto y vulnerable durante más tiempo del aceptable. No había ningún hueso del cuerpo que no me doliera; incluso el cráneo acusaba los golpes que había recibido hacía ya tanto tiempo, pero lo que notaba por dentro era incluso peor. Era como si aún tuviera las manos expertas de los médicos revolviendo dentro de mí, como si me hubieran vertido ácido por el ombligo y éste hubiera ido calando mi interior hecho de esponja.
               Pero me sentía bien. Misteriosamente, a pesar de que nunca había estado peor físicamente, mi cerebro estaba segregando tal cantidad de serotonina que me sentía hasta mareado. Me estaba emborrachando de felicidad, literalmente, pues nunca habíamos luchado con tanta vehemencia por nada, y habíamos terminado lográndolo. La victoria jamás había sido así de dulce.
               Ni importante.
               Así que, movido por esa suerte líquida que me corría por las venas y que hacía que fuera capaz de poner en un segundo plano el sufrimiento que me ocasionaba la consciencia, asentí despacio con la cabeza. Me costó horrores parpadear; por eso lo hice muy despacio.
               Por eso, y porque aún no me acostumbraba del todo a mi cuerpo. Era como si hubiera vivido una larga vida siendo un ser etéreo, compuesto exclusivamente de partículas gaseosas, y de repente me hubieran encerrado en un cubículo tan pequeño que hasta a mí me costaba adaptarme a él. Como si me hubiera reencarnado en un mosquito cuando antes había sido un elefante.
               Como si me hubieran confinado en el cuerpo de un niño de tres años.
               -No puedo creer que por fin hayas abierto los ojos-jadeó mi hermana, a punto de empezar una de sus peroratas de felicidad. Sus ojos chispeaban con la luz de miles de estrellas, convirtiéndome en un navegante que veía su rumbo en las constelaciones, y que jamás se perdería gracias a ella-. He llegado a pensar que este momento no iba a llegar nunca… te hemos echado tantísimo de menos, Al… tienes los ojos más bonitos que he visto jamás.
               Bueno, bueno, bueno, dijo una voz en mi cabeza, desperezándose. Era lo único que no dolía, lo único que seguía sintiéndose tal y como antes de aquel paréntesis en mi existencia que todavía no me explicaba del todo bien, cálmate, niña. Sigo siendo tu hermano.
               -Ojalá…-jadeé, tomando aire. Respirar sin oxígeno con unos pulmones viciados era toda una hazaña, así que hablar todavía era peor-, pudiera…
               Bufé, frustrado, y giré la cabeza para acercarme de nuevo a la mascarilla, que Mimi me colocó de nuevo sobre la boca. La bocanada de aire ardiente que me entró en la garganta me hizo incluso más daño, pero también me alivió. Sentí que se me despejaban un poco más los sentidos, como si hubiera pasado un trapo por una ventana cubierta de polvo y grasa. El polvo se había ido, ahora sólo quedaba fregarla.
               -Tómate tu tiempo, Al. No hay ninguna prisa. Ya no-sonrió Mimi. Pobrecita. No sabía la que le esperaba. Me dejó dar una larga bocanada, en la que hinché tanto mi pecho que sentí que las vendas cedían un poco, y con ellas, mis costillas. Un ramalazo de dolor me ascendió por la columna vertebral: mi pecho protestaba por el sobreesfuerzo, pero yo no iba a dejar escapar esta oportunidad.
               -… decir lo mismo de…-tomé aire de nuevo. Una gotita de sudor me descendió por el mentón, fruto del tremendo esfuerzo que estaba haciendo para mantener la primera conversación de mi nueva vida-…ti. Sigues siendo igual de horrorosa que siempre.
               A Mimi se le congeló la sonrisa en la boca, y se irguió con dignidad. Su flequillo ocultó sus cejas, pero no su expresión de cansancio. Pobrecita. No llevábamos ni cinco minutos juntos de nuevo, y ya había conseguido agotar su paciencia.
               -Creo que te voy a pegar para que te vuelvas a dormir. Me caías mejor estando en coma-espetó, cruzándose de brazos y haciendo un mohín. Sonreí. Tuve la precaución, todavía no sé cómo, de no echarme a reír, porque eso habría resultado desastroso para mi caja torácica.
               -Seguro que no… soportas… dejar de ser la favorita… otra vez.
               Hundí la cabeza en la almohada, intentando no asfixiarme. Mimi me recolocó la mascarilla, ligeramente incorporada en el asiento.
               -Oh, Alec, pero si yo nunca he dejado de ser la favorita. Ni dejaré de serlo-sonrió-. Después de todo, no soy yo la que se ha estampado con su estúpida moto y le ha dado un susto de muerte a mamá. Dios, te la vas a cargar de tal manera…-incluso se relamió, la putísima psicópata que tengo por hermana. Maldito demonio pelirrojo. Si Lucifer la conociera, tendría pesadillas con ella-, mamá va a hacer que desees que el coche te hubiera pasado por encima.
               Y, como animada por la perspectiva de ver cómo nuestra madre me aniquilaba total y absolutamente, se volvió y avisó a las enfermeras. Ella diría que lo había hecho por felicidad, movida por un instinto fraternal poderosísimo, pero yo sabía la verdad: lo único que le interesaba más que el baile a Mimi, era ver a mamá echándome una bronca de no te menees.
               Vale, quizá esté siendo un pelín cabrón pensando así de mi hermana, y puede que hasta un poco tonto por no ver que estaba tratándome con la normalidad que yo desearía más adelante, pero dame un respiro, ¿quieres? Estoy convaleciente, coño. Me han quitado un trozo de pulmón. Eso me da derecho a ser un poco hijo de puta y muy, muy quejica, ¿vale? Y pretendo aprovechar que tengo una excusa para protestar por absolutamente todo.
               Así que no, no diré que Mimi avisó a las enfermeras con los ojos llorosos de nuevo, con una sonrisa en los labios, y que sólo se apartó de mí cuando ellas se lo pidieron. El personal médico revoloteó a mi alrededor como si le hubiera quitado el puesto a la mismísima Beyoncé (la cantante, no mi amiga) y yo fuera la nueva abeja reina. Todos bailaron a mi alrededor, tomándome las constantes, poniéndome luces en los ojos para que las siguiera, haciéndome mover los dedos de las manos y los de los pies para comprobar que no tenía lesiones medulares…
               Todos se hicieron a un lado con respeto en cuanto llegó una mujer de pelo rubio pajizo, recogido en una coleta, rasgos suaves y mirada oscura e inteligente. Sonrió nada más verme, más satisfecha consigo misma que conmigo por haber conseguido hacer su puto trabajo y apañármelas para abrir los ojos.
               -Me alegra ver que te has despertado, Alec. A Peter no le va a hacer ninguna gracia que lo hayas hecho en su descanso, pero que se aguante-rió, encogiéndose de hombros-. Soy la doctora Theresa Watson-se presentó, acercándose a mí y tomándome de la muñeca, comprobando estúpidamente mi pulso-. Fui una de tus cirujanas en quirófano, y he estado haciéndote el seguimiento junto con Peter Moravski, el cirujano jefe, desde que llegaste. ¿Cómo tiene la presión arterial?-preguntó a una de las enfermeras, que le soltó una cifra que yo no logré entender. La doctora Watson asintió con la cabeza-. Bueno, es normal que estés débil después de lo que has pasado. Ya hemos avisado a cocina para que te suban algo para comer; te morirás de hambre, ¿verdad?
               Asentí con la cabeza, incapaz de ignorar por más tiempo la sensación de vacío de mi interior. No sólo tenía unos dolores tremendos: también me moría de hambre.
               -Vamos a tenerte un par de horas más aquí, en observación, y luego, si todo va bien, te subiremos a planta, donde ya podrás recibir visitas.
               -¿Mi madre no puede entrar a verlo?-preguntó Mimi, con tono preocupado y no sin cierto deje desafiante en la voz que a mí me divirtió. No es que Mimi estuviera dispuesta a pelearse con los médicos, todo lo contrario, pero sabía a ciencia cierta que mamá no dejaría pasar ni un minuto desde que le dieran la noticia de que estaba despierto hasta poder comprobarlo con sus propios ojos.
               ¿Qué digo un minuto? Mamá no dejaría que pasaran ni tan siquiera diez segundos.
               -Por supuesto que sí. Pero nadie más-advirtió la doctora, señalándonos tanto a Mimi como a mí, como si yo tuviera alguna culpa de que la UVI hubiera parecido la alfombra roja de los Oscar, tan cotizada que todo el mundo quería pasearse por ella.
               Bueno, vale, técnicamente la culpa de que hubiera estado tan concurrida, y en horarios tan inusuales, era mía. Pero yo no lo había pedido. Es más, ni siquiera recordaba quiénes habían venido a visitarme: bien podría haber sido mi círculo social al completo, como mi hermana en exclusiva. Tenía vagos recuerdos de una vida pasada, flotando sobre mi cuerpo como un fantasma, pero todo lo que ocurría en ellos me parecía tan surrealista que no podía ser más que producto de mi imaginación. Eso, o me había dado un hostiazo en la cabeza y se me había soltado algún tornillo.
               Además, todo estaba tremendamente difuminado. Más que recuerdos, parecían fotogramas de una película superpuesta sobre otra, tan rápidos y desdibujados que no sería capaz de distinguirlos. Los más nítidos tenían que ver, como no podía ser de otra manera, con Sabrae, pero incluso entonces carecían de sentido: había uno en el que me encendía como la intermitencia de un coche cuando ella me tocaba, otro en el que se inclinaba sobre mí con mi sudadera puesta, y otro en el que prefería no pensar, pues se había visto como si estuviera viviendo el Halloween del que habla Lindsay Lohan en Chicas malas: como si estuviera intentando ganar el concurso a Miss Fulana de Inglaterra 2035.
               Sí, me haría bien mantener esa imagen apartada de mi mente, no fuera a darme un ictus pensando en su escote.
               Claro que el mejor sitio para que te dé un ictus es, precisamente, un hospital.
               Pero bastantes sustos le había dado ya a mi familia esa semana como para añadir un accidente cerebral a la lista. Necesitaría estar completamente despejado; todo lo que me lo permitiera mi reciente despertar, al menos. Iba a ser un día muy, muy movido, y mi cuerpo aún débil, y mi mente todavía adormilada, agotada de no sabía muy bien qué (supongo que de soñar gilipolleces) no se podían permitir malgastar ni una pizca de energía en algo diferente a mantener los ojos abiertos y tratar de tranquilizar al personal. Ya que, si los sanitarios me habían rondado como buitres a la carroña, debía tener un aspecto lamentable.
               El universo no tardó en mandarme la primera de las pruebas con las que debía demostrar en esta nueva vida ser merecedor de las muestras de cariño que me habían ofrecido en la anterior: en cuanto la doctora Watson salió por la puerta e informó a mis padres de que estaba despierto, ambos intentaron entrar en tromba en la UVI para comprobar que no era una broma extremadamente cruel. Dado que no le dieron tiempo a informarle de las limitaciones de aforo que había en mi cubículo, en el que ya se estaba haciendo una excepción a la norma de un paciente, un visitante, mamá se puso a dar gritos nada más impedirles dos celadores que pasaran Dylan y ella juntos. Suerte que mi padrastro era más paciente y sabía hacer retroceder a mamá cuando no llevaba razón, antes de que alguien saliera herido. Yo no le oí, pero se ofreció a quedarse atrás y dejar que mamá disfrutara de mis primeros momentos despierto sin discutir con nadie, y ella estaba tan atolondrada por el hecho de no tener que sacarme de su testamento por haberme sobrevivido que ni siquiera protestó. Simplemente empujó a los celadores y echó a correr, literalmente, hacia mí.
               A pesar de que el sonido debería haberme llegado antes que la imagen, vino tan rápido y yo estaba tan apijotado que no pude identificar ese golpeteo rítmico del suelo con sus pasos hasta que no la tuve prácticamente encima de mí. Entró con la energía de un huracán, arrasando con todo y todos mientras iba a confirmar que su mayor sueño se había cumplido, y no tendría que sentarse más junto a un cuerpo inerte.
               Sus ojos se abrieron como platos y una sonrisa radiante se dibujó en su boca, curvándosela hasta extremos imposibles, con la que su mirada se tornó en diamante. Emitió un sonoro jadeo cuando sus ojos se encontraron con los míos, y un tsunami de lágrimas ascendió por ellos. 
               Es que imagínate pasar nueve meses de embarazo, un parto relativamente largo, y que 18 años después, el fruto de tu vientre tenga la cara que tengo yo. No me extraña que mamá reaccionara así al verme: soy ofensivamente guapo.
               -Mi niño-gimió, andando hacia mí con ese gesto de absoluta felicidad en el rostro, un gesto que mamá había nacido para tener. Si hubiera estado más espabilado, me habría puesto a pensar en lo hermosa que habría sido mi infancia si siempre le hubiera visto ese semblante al estar con mi padre, el hombre que se suponía que debía protegerla, cuidarla y amarla de la manera que ella necesitaba para poder florecer como la preciosa flor que ahora era.
               Pero acababa de salir de un coma. En lo único en que podía pensar en que estaba feliz de estar ahí, feliz de que mi pasado fuera el que era, porque había conseguido superarlo y había sido capaz de volver a abrir los ojos. Me moría por volver a la normalidad.
               Así que, invirtiendo una inmensa cantidad de energía en recuperar todo lo que había sido con anterioridad, mi cerebro ideó un plan infalible con el que le demostraría al mundo que no todo había cambiado. Puede que sus reacciones al verme ahora fueran distintas a como lo habían sido hacía una semana, pero yo no era tan diferente.
               Puse los ojos en ella mientras se acercaba a cogerme de la mano, emocionada, con la  respiración agitada como si hubiera recorrido la distancia de un maratón en lugar de apenas una decena de metros para verme, y fruncí ligeramente el ceño.
               -Mi pequeñín-repitió con cariño, cogiéndome la mano y besándome la palma antes de inclinarse hacia mí. De haber estado un poco más fuerte o algo menos dolorido, me habría apartado de su gesto.    
               Pero, seamos sinceros. Estaba cansado, hecho papilla… y echaba de menos a mamá. Tenía un caso grave de mamitis aguda, no me avergüenza reconocerlo. Lo cual no me impedía tomarle un poco el pelo a la mujer a la que se lo debía literalmente todo.
               -¿Quién es usted, señora?-le pregunté en un hilo de voz por encima del sonido del respirador introduciendo oxígeno en mis pulmones que yo convertiría en una soberana vacilada.
               Mamá se quedó helada en el sitio. No sabía cómo procesar las cuatro palabras que acababa de escuchar de mi boca: las más horribles, las más inesperadas, su pesadilla más vívida. Rápidamente, empezó a repasar la brevísima conversación que había tenido con la doctora a la entrada de la UVI. Buscó una inflexión en la voz que se le hubiera pasado por alto, algo que le indicara que su hijo ya no era su hijo, o al menos no del todo, no completamente, no como lo había sido antes. ¿Acaso… acaso había perdido la memoria? ¿Acaso tenía una lesión cerebral como la que llevaban anunciando a bombo y platillo las enfermeras más agoreras? ¿Acaso mis lagunas mentales eran selectivas, y todos los años que habíamos pasado juntos, las risas y los llantos, las peleas y los mimos, se habían desvanecido de mi mente y ahora sólo ella era su custodio?
               ¿Acaso había quedado relegada al fondo de mi memoria, donde interpretaría un papel sin palabras, como figurante en un escenario que ella misma había creado con sus propias manos, el sudor de su frente, y la sangre de su seno?
               ¿Seguía siendo mi madre si yo no recordaba el vínculo que nos unía?
               ¿Volvería a escucharme decir la palabra con la que me refería a ella con el cariño con el que lo hacía cuando estaba falto, con el peloteo con el que lo hacía cuando quería algo, o con el fastidio con el que la pronunciaba cuando ella me avergonzaba en público?
               Si yo no recordaba quién era, mamá dejaba de ser mamá. Toda su persona, todo su carácter y toda su historia se había construido con la base de un único punto de inflexión: yo.
               Si se había armado de valor para marcharse del infierno en el que mi padre la había sumido, era porque no quería perderme. Porque mi vida valía tanto, o más, que la suya. Y si yo no recordaba eso, si no recordaba su esencia misma… Annie Whitelaw simplemente desaparecía.
               Pero su preocupación no se veía exclusivamente restringida a ella. Es más: como buena madre que era, le preocupaba más cómo me afectaba a mí no recordarla. ¿Me convertiría eso en alguien diferente? ¿Me causaría algún tipo de daño el no recordar quién era mi madre? ¿Me estaba molestando? ¿Me estaba dando miedo? ¿Había algo dentro de mí roto a un nivel incluso más profundo que mi alma, si no era capaz de reconocer ni a mi familia más cercana? ¿Me dolía? ¿Me recuperaría? ¿Quién era yo, si ya no era…?
               -¡HAS PICA…! ¡¡¡AUUU!!!!-aullé, retorciéndome de dolor. Satisfecho con mi broma (y puede que un poco arrepentido del extremo al que la había llevado, no lo voy a negar), me había incorporado un poco para señalarla en el típico gesto de “¡inocente!”.
               Lo que pasa es que el inocente había sido yo, al pensar que mi cuerpo era el de siempre y que mis acciones no tendrían consecuencias. Porque, en cuanto levanté la mano, un tirón me recorrió todo el brazo, instalándoseme en el hombro en forma de explosión. Mis costillas también se resintieron, protestando por el movimiento repentino con lo que a mí me sonó como un chasquido… y, por si fuera poco, los músculos de mi abdomen estallaron en un mar de llamas que hizo que me desplomara de nuevo sobre la cama.
               Se me dispararon las pulsaciones, como no es para menos, si tenemos en cuenta que estaba viviendo un puto calvario del que no iba a ser capaz de salir en mucho, mucho tiempo. Mamá se inclinó hacia mí, me pasó una mano por la frente perlada de sudor, y trató de tranquilizarme, de normalizar esa respiración jadeante que hacía que me subiera todavía más el pulso. A más rápido latiera mi corazón, más rápido se esparcía también por mi cuerpo la ponzoña en que se había convertido mi sangre, mezclada con mi dolor y la medicación con la que habían tratado de mantenerme con vida, ya no digamos despierto.
               -¿Te duele?-preguntó mamá, angustiada, y yo me mordí el labio y negué con la cabeza, apretando tanto los dientes que podría haberme hecho sangre. Mamá llamó a las enfermeras, que volvieron a rodearme con la diligencia de los mejores escoltas, y tras ver mi expresión, le pidieron que saliera un momento.
               Sorprendentemente, mamá obedeció sin rechistar. Se retiraron al otro lado del biombo, donde no podían verme, y esperaron allí con impaciencia mientras las enfermeras me destapaban, me quitaban las vendas (en las que había aparecido una mancha roja nada halagüeña) y me volvían a colocar los puntos que se me habían saltado. Por suerte para mí, tan sólo fuero tres, pero dolían como treinta.
               -No más movimientos bruscos-me advirtió la enfermera jefe, señalándome con un dedo acusador. No sabría decir quién tenía más ganas de que me fuera de la UVI, si ella o yo-. O tendremos que inmovilizarte.
               Me dieron ganas de contestarle con un sardónico “¿más?”, pero me mordí la lengua en el último momento, hecho que me pareció sorprendente y un gran indicativo de que las cosas estaban cambiando, y efectivamente era un Alec nuevo. Me quedé allí, calladito y formal, mientras dejaba paso a las mujeres de mi vida.
               Bueno, las que compartían sangre conmigo. Todavía no quería ponerme a pensar muy intensamente en Sabrae, o me entraría la ansiedad. ¿Por qué no estaba conmigo? Estaba seguro de que, si me pasara algo grave, ella no me dejaría.
               Ay, mi madre. ¿Le había pasado algo a ella? Intenté hacer memoria de lo que me había dicho la doctora. “Es normal que estés débil después de lo que has pasado”. Vale, pero, ¿qué había pasado? ¿Lo había pasado solo?
               Joder, ¿me había pasado algo con la moto?
               Mierda, mierda, mierda. Había cogido la costumbre de llevarme a Sabrae en moto de vez en cuando. Puede que…
               -Yo te lo traduzco: no más payasadas-me instó mamá, con un gesto que intentó ser duro pero no le salió del todo bien. Las lágrimas que se habían acumulado en sus ojos cuando me vio con los míos abiertos se habían derramado hacía tiempo-. Mi amor… ¿cómo estás?-sentándose a mi lado y acariciándome la frente con unos dedos que bailaron sobre mi piel, convirtiéndome en el mejor escenario de danza.
               -Sabrae-jadeé, sintiendo que el corazón iba a salírseme del pecho. Podía escuchar los latidos doblemente: por un lado, retumbándome en los tímpanos; y por otro, en las máquinas que me rodeaban, el único indicativo de que continuaba con vida durante la anterior semana, que para mí ni siquiera existía-. ¿Sabrae está bien?
               Cada exhalación era un suplicio. Cada sílaba, un puñal en mi garganta. Me ardía el oxígeno en los pulmones; sería capaz de trazar el recorrido de mi aparato respiratorio con sólo seguir la línea de fuego que entraba y salía continuamente de mi interior, con cada respiración.
               Pero aquello no era nada comparado con el malestar que me producía estar dentro de mi cabeza, ese lugar que constituía el hogar de mis demonios, los monstruos que me hacían creer que ella podía estar como yo.
               Ni siquiera era capaz de plantearme que le hubiera pasado algo más grave que a mí, y eso que yo estaba como si una manda de rinocerontes me hubiera utilizado como tablao flamenco. La idea de un mundo en el que Sabrae no fuera más que un recuerdo bastaba para pulverizarme el alma, y el alma era lo único que tenía intacto, de momento. Lo único sano. Lo único que podría entregarle para que lo poseyera como quisiera. No iba a darle nada roto.
               -Todavía no he podido avisarla-dijo Mimi en tono de disculpa, y mis ojos saltaron hacia ella-. Tiene el móvil apagado.
               -¿Avisarla?
               A ella jamás se le apagaba el móvil. Estaba muy pendiente de su batería. Tenía como una especie de don. Sabía que sus padres podían necesitarla, y no quería ponerlos en la tesitura de preocuparse por ella, por dónde estaría, por si estaría bien. Sabía perfectamente lo mucho que sufrirían Zayn y Sherezade si no eran capaces de localizarla: yo mismo lo estaba sufriendo entonces.
               -Está en el instituto-respondió mamá, leyendo mis temores en mis ojos. El suspiro que exhalé la hizo sonreír, y juro que en mi torrente sanguíneo fue como una corriente de agua fría que se vierte justo en el centro de un volcán a punto de erupcionar, evitando así una catástrofe.
               -Gracias a Dios…-musité en griego, y mamá sonrió.
               -Lleva visitándote una hora todos los días desde que ingresaste. No ha fallado ni una sola vez. De hecho, hasta que Mimi no te ha despertado, Sabrae ha sido la que más avances había hecho contigo.
               -¿Avances?
               -Supimos que nos escuchabas porque reaccionabas a ella. Cada vez que ella decía “mi amor”, te daba un vuelco el corazón-comentó con cariño, jugueteando con un mechón de pelo que se empeñaba en rizárseme en la frente, justo sobre el ojo, y que yo no me podía apartar-. Sabía que la querías, mi vida, pero no me esperé que la amaras tantísimo como para demostrarlo de una forma tan física.
               -¿Ella me hablaba?
               -Oh, sí, todos lo hacíamos, en realidad. Te hablábamos, intentábamos que olieras cosas, incluso te dimos a tocar diferentes objetos con la esperanza de que lo notaras. Pero nunca hacías nada. Te daban pequeñas convulsiones de vez en cuando, pero…
               -Era yo-dije con seguridad, a pesar de que no lo recordaba, pues lo sentía cierto. Una parte de mí, esa parte que se había bloqueado y que se guardaba detrás de cada vez más y más cerrojos ahora, sabía que había estado más consciente de lo que recordaba durante ese periodo. No era propio de mí dejar que mi cuerpo tomara las riendas. Yo jamás me quedaría de brazos cruzados y dejaría que pensaran que no estaba ahí. Si me tocaran… si yo las sentía… me aseguraría de que ellas me sintieran a mí.
               Mamá sonrió.
               -Sabrae estaba segura de que eras tú. Pero dejaste de moverte llegado un punto, y… recurrimos a otros métodos. Hasta que descubrimos que nos oías, así que nos centramos en eso. Mimi te puso música-miró a mi hermana, que sonrió y asintió con la cabeza, orgullosa de haberse ocupado del plan que había hecho que encontrara el camino de vuelta-. Yo te hablaba, y Sabrae te cantaba. De vez en cuando llamábamos por teléfono a tus amigos, para probar y ver si alguna de sus voces era la indicada… pero, por lo demás, la verdad es que protagonizábamos bastante la acción, ¿verdad que sí, Mím?
               Miré a mi hermana, que sabía exactamente por dónde estaban yendo mis pensamientos.
               -Sabrae te cantaba, Al-repitió, para permitirme terminar de interiorizarlo-. Se iba todos los días medio afónica, hablaba lo menos posible para descansar la voz todo lo que pudiera, y cuando volvía al día siguiente, se sentaba y empezaba otra vez hasta que se quedaba sin voz. Podíamos oírla al otro lado de la puerta. No dejó de intentarlo ni un instante.
               Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Imaginarme a Sabrae peleando a mi lado, cogiéndome la mano, cantando y cantando y cantando, sabiendo que su voz me guiaría hacia la salvación como el canto de una sirena invertida, y siguiendo incluso cuando le abandonaban las fuerzas, sin perder la esperanza, era algo que removía todo lo que yo tenía dentro. La visualicé a mi lado, sonriéndome, cogiéndome la mano y repasando todo el repertorio de las canciones que habíamos escuchado juntos, bendiciendo mis oídos con esa voz suya que el mundo no se merecía, pero que ella nos regalaba igual.
               La de cosas que me habría dicho con la música y las palabras de otros, y que yo era incapaz de recordar ahora.
               De qué mil maneras me había dicho que me quería usando las canciones de otros, confiando en que yo la escucharía.
               -No lo ha hecho porque me quiere. Lo ha hecho para no sentirse culpable al despertarme y no estar aquí-bromeé, y mamá y Mimi se sonrieron-. Así no tendría tanto cargo de conciencia.
               Descansé la cabeza en la almohada y cerré los ojos un momento. Sabrae estaba bien. Yo estaba despierto. Volveríamos a vernos, y eso sería todo.
               Un segundo… eso no sería todo. Todavía me faltaba la pieza más importante del puzzle.
               -Espera… has dicho que lleva visitándome una hora todos los días. ¿Cuántos días se supone que son eso?
               Mimi se mordisqueó el labio, mirando a mamá, que abrió la boca, indecisa, dispuesta a darme una evasiva…
               … pero alguien se lo impidió. Una figura alta y esbelta, muy propio de los personajes de las películas de Tim Burton, había aparecido por detrás de mi hermana. Incluso si no fuera por su bata blanca, el aire con el que se movía por la estancia, como si estuviera acostumbrado a lidiar con la muerte y la enfermedad día tras día, teniéndoles respeto pero ya no miedo, me indicó que aquel era uno de los miembros del equipo médico del hospital.
               -Alec. Me alegra ver que estás despierto. Soy el doctor Peter Moravski-anunció, acercándose a mí y cogiéndome la muñeca para comprobar mi pulso-. Theresa me ha avisado de que estabas despierto, y no podía posponer ni un minuto más conocer a mi paciente estrella.
               -Hola.
               -¿Cómo te sientes? ¿Tienes alguna molestia? ¿Dolores? ¿Náuseas, quizá?
               -Estoy… bien.
               Bueno, salvo por el hecho de que tengo como doscientos millones de fallas dentro por entre las que se cuela magma al rojo… pero sí, doc, estoy bien.
               El doctor sonrió.
               -Eres valiente, ¿eh? No podíamos administrarte morfina hasta que no te despertaras, y todavía no han empezado con tu dosis. Pero no te preocupes: Theresa ya ha dado aviso a la farmacia y tu medicación está en camino-asentí con la cabeza-. No obstante, para la próxima, que sepas que preferimos a los pacientes sinceros sobre los valientes. Los quejicas suelen vivir más. Y tú tienes motivos de sobra para quejarte.
               -Estoy bien. Saldré de ésta. He salido de cosas peores.
               -Tu madre me ha dicho que eres boxeador. ¿Cierto?
               -Bueno, sí, lo era. Estoy retirado, ¿sabe? Les daba…-me detuve un segundo a respirar-. Les daba yuyu verme competir.
               -El boxeo es un deporte peligroso. ¿Alguna lesión grave?-inquirió como quien no quiere la cosa, comprobando mis músculos.
               -Eh… una vez me rompieron una costilla.
               Chasqueó la lengua.
               -Sí, lo he visto.
               -Usted me operó, ¿no?
               -Ajá. Junto con Theresa. He de decir que tienes el par de pulmones más desarrollados que he visto en mi vida. Nunca había tratado con un deportista de élite, así que ha sido interesante ver lo que el nivel de exigencia de deporte al más alto nivel provoca en el cuerpo.
               -Bueno… me gusta cuidarme.
               -Se nota, se nota… por curiosidad, Alec, ¿podrías decirme qué día es hoy?
               Parpadeé. Este tío me estaba tocando los huevos. Aparecía sin avisar, se dedicaba a manosearme, ¿y ahora se ponía a preguntarme gilipolleces? Quería que me dejara tranquilo. Quería estar con mamá y con Mimi. Esperar con ellas a que llegara Sabrae.
               -No lo sé, Doc. Usted es el que tiene una carrera universitaria-jadeé en busca de aliento-. ¿Tengo pinta de calendario?
               -¿Qué es lo último que recuerdas?
               Parpadeé. Revolver en mi memoria era otro cantar. Una cosa era pensar en lo que había pasado hacía tiempo, cuando podía situarlo todo en alguna fecha concreta. Pero decir lo último que recordaba era… bueno, jodido. Principalmente porque no sabía qué era lo que estaba buscando. Sobre todo, porque tenía recuerdos bloqueados.
               Especialmente, porque mi mente consciente había vivido una línea temporal distinta a la que había disfrutado mi subconsciente.
               -Eh… me estaba zorreando una macizorra-contesté, recordando a la secretaria del distrito financiero. Me costó un poco tirar del hilo: la única referencia que tenía era el concierto de The Weeknd. A partir de ahí, había tenido que reconstruir todo el fin de semana: la fiesta en la terraza del Wela, Sabrae y yo follando al llegar, Sabrae y yo follando al despertarnos, Sabrae y yo saliendo a desayunar, Sabrae y yo follando en el baño (joder, no hacíamos más que follar), Sabrae y yo yéndonos de turismo, Sabrae y yo comiendo unas tapas, Sabrae follándome en la playa (pero ¡!¡! esta chiquilla es una puta sinvergüenza), Sabrae y yo duchándonos antes de irnos (y follando, por supuesto, porque estábamos salidos), Sabrae y yo en el aeropuerto, corriendo para no perder el avión… y, cómo no, follando en los baños.
               En cuanto la viera, le diría muy en serio que teníamos que ir al psicólogo. No podía ser que nos dedicáramos a echar siete polvos por día. Nos iba a dar un infarto a los dos. Ella ni siquiera llegaría a la mayoría de edad.
               A estas alturas de la película, era un puto milagro que no la hubiera dejado embarazada de quintillizos. Al paso que íbamos, romperíamos el récord de Apu y Abdullah.
               Luego la despedida en el aeropuerto, el absoluto y soberano Cansancio con mayúscula al llegar a casa (no es para menos), lo difícil que me había sido levantarme… ir a fichar… los rascacielos… los planes para esa misma tarde, en la que…
               -¿Qué día es hoy?
               -Lunes.
               -¿¡LUNES!? Joder, Doc, ¡me tiene que dar el alta! ¡He quedado para ir a la biblio con Sabrae! ¿Qué puta hora es?
               -Vas un poco tarde para eso, Al-Mimi puso los ojos en blanco. Puede que hubiera leído mis pensamientos: había quedado con Sabrae para ir a estudiar, y yo confiaba en obtener mi recompensa. Si me portaba bien y trabajaba lo suficiente, después de una intensa sesión de estudio venía una sesión de sexo aún más intenso.
               Porque no te equivoques: que me pareciera que Sabrae y yo folláramos muchísimo no significaba necesariamente que quisiera que bajáramos el ritmo. Ni de coña. Me pasaría dentro de ella 25 horas al día, 8 días a la semana. Si ella me dejara, que no era el caso. Pero encontraría la forma de convencerla.
               Joder, no sabía de qué cojones tenía el coño esa chiquilla, pero en lo que a mí respectaba, era pura cocaína.
               -¿Por qué? ¿Cuánto he…?
               -Has tenido un accidente mientras trabajabas, Alec-me reveló el doctor, y yo me lo quedé mirando.
               -¿Quién?-pregunté. Porque si ya de normal soy gilipollas, imagínate cuando me ha pasado un coche por encima.
               -Tú. Y ha sido bastante gordo. Has pasado por quirófano dos veces para tratarte, y te has pasado algunos días inconsciente.
               -¿Inconsciente?
               Mamá se mordió el labio. Mimi apartó la vista.
               -En coma-informó el doctor, a regañadientes-. Has estado en coma una semana.
               La cabeza empezó a darme vueltas. Se me volvieron a acelerar las pulsaciones, y el dolor subió como la marea.
               -Intenta descansar un poco, ¿quieres?-me dijo-. La medicación llegará enseguida, y te aliviará bastante el dolor. Ya hablaremos cuando estés un poco más fuerte. Come algo, duerme si lo necesitas, y piensa que lo peor ha pasado ya.
               Apenas tuve tiempo de digerir lo que me había dicho el doctor antes de que éste se fuera. Mira, entiendo que estaría hasta arriba de trabajo y sus pacientes moribundos le necesitarían más que un chaval que ni siquiera sabía en qué día vivía, pero ¿realmente eran esas maneras de decirle las cosas a alguien que acababa de viajar en el tiempo la friolera de siete días?
               Siete días… una puñetera semana. Sí que empezaba bien mi puta nueva vida, ingresado en un hospital sin darme cuenta de que estaba obrando un milagro sólo al alcance de las películas de ciencia ficción: convertir días en microsegundos.
               Mimi frunció el ceño, fulminando con la mirada el espacio donde antes había estado el doctor.
               -El doctor tiene una empatía de mierda, las cosas como son-acusó, encerrándose en su polo del instituto, abrazándose a sí misma como me gustaría poder hacerlo yo. Pero estaba impedido.
               Y no me daba la gana de ceder tan pronto el protagonismo.
               -Mary Elizabeth-le recriminó mamá-. No digas nada malo de él. Ha salvado a tu hermano.
               Mimi apretó los labios, sin decir nada más, visiblemente en desacuerdo con aquel comentario, pero demasiado emocionada por haber perdido la mitad de la herencia de nuestros padres como para aguar la ocasión. Mamá se volvió hacia mí y se dedicó a arrullarme como si fuera un bebé.
               -Estate tranquilo, cariño. No me voy a separar de ti-me dio un beso en la cabeza, algo que comenzaba a agobiarme un pelín. ¿Ni un segundo, nada más? Necesitaba un poco de tiempo a solas. Me dolía demasiado el tarro como para seguir soportando que ella continuara besándomelo durante mucho más tiempo.
               -Mamá… igual me agobio un poco-le dije, y ella alzó las cejas, sorprendida de que tuviera opiniones propias.
               -Soy tu madre.
               -Tengo 18 años, mamá. Tú tuviste un bebé, pero yo ya soy un señor. Tengo la fuerza física de un octogenario.
               -Razón de más para quedarme contigo.
               Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza. Las tripas empezaron a rugirme al poco, acusando el tiempo que estaban tardando en traerme mi comida. ¿Es que no había en ese puñetero hospital ni un triste paquete de galletas que pudiera llevarme a la boca?
               -Mamá.
               -Dime, tesoro.
               -¿Cómo es que Dylan no viene a verme?-inquirí después de un rato con los ojos cerrados. Mimi continuaba intentando contactar con Sabrae a través del móvil, pero siempre obtenía la misma respuesta: el número que ha llamado está apagado o fuera de cobertura. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde. Me estaba poniendo la cabeza como un bombo.
               Había escuchado la voz de Jor al otro lado del teléfono una vez, no obstante. Mis amigos venían para acá. Pronto, la UVI volvería a convertirse en el escenario de un seminario internacional, más concurrido que si la ponencia la diera una eminencia en su campo.
               Me moría de ganas de verlos. Y no sólo porque albergara la esperanza de que se trajeran consigo a Sabrae, sino porque les echaba muchísimo de menos. Puede que aquella no fuera la mejor manera de reunirnos los nueve otra vez, pero peor era nada.
               -¿Tienes ganas de verlo?-su tono de sorpresa no se me escapó, y decidí no dejarlo estar. Me sentía levemente más fuerte, lo suficiente como para ponerme un poco chulo con ella, especialmente porque sabía que ella no me buscaría las cosquillas. Se alegraba tanto de que estuviera despierto que no habría pestañeado si le dijera que había dejado embarazadas a 20 tías.
               -Joder, ¡claro, mamá!-lamenté ese grito en cuanto lo exhalé, pues me obligó a hacer una pausa para tomar aire que, sin embargo, ella respetó-. Es mi padre.
               -No entra porque ya hemos superado el límite de visitas. Sólo podemos entrar de uno en uno, pero… si quieres…-se inclinó hacia atrás, echando un vistazo por entre los cubículos, en dirección al lugar por el que habían venido.
               -¿Está aquí?
               -Claro que sí. Es tu padre-sonrió al repetir mis palabras, como si alguna vez yo hubiera insinuado que fueran mentira. Mi apellido no era lo único que me había dado Dylan. En cierto modo, me lo había dado todo. Había ayudado a convertirme en la persona que era ahora, nos había dado un hogar a mi madre y a mí cuando no teníamos donde guarecernos de la lluvia, me había dado una hermana un tanto rompe huevos a la que sin embargo adoraba, y había hecho que el final de mi infancia fuera feliz. Me había enseñado a afeitarme, me había dado La Charla Por Excelencia De La Pubertad, y aplacaba un poco a mamá cuando ella se ponía como un basilisco conmigo por alguna tontería.
               Lo único que no me había dado era la sangre, e incluso eso podía remediarse.
               -Viene a traerme y llevarme durante las visitas-informó Mimi-. Y espera a la puerta por si necesitamos algo.
               -Sí, siempre tenía un bocadillo o un pastelito que ofrecerme mientras te cuidaba-comentó mamá, incorporándose y haciendo un gesto hacia su pecho. Puso los ojos en blanco, desapareció un momento, y cuando regresó, venía acompañada de su marido.
               Y entonces, teniéndolos a todos juntos, me permití compararlos con los recuerdos que tenía de ellos. Todos tenía el pelo algo alborotado, al ser la menor de sus preocupaciones mientras yo estaba ingresado; unas profundas ojeras enmarcaban su mirada, y alrededor de los ojos de mamá y Dylan se habían formado unas arrugas de preocupación que en Mimi sólo se intuían si fruncía el ceño, al ser ella mucho más joven.
               Pero el cansancio era visible, palpable, casi imposible de esconder. Cansancio nacido de la preocupación, todo por mi culpa.
               Y, sin embargo, el gran alivio que sentían poco a poco iba diluyendo aquellas marcas de sufrimiento en un nuevo mar de tranquilidad. Las sonrisas eran genuinas, no impostadas. Los ojos chispeaban con una nueva luz. Las arrugas de preocupación se acentuaban, pero sólo porque los ojos se achinaban al sonreír.
               -¿Qué hay, chaval?-sonrió, acercándose y revolviéndome el pelo. Mamá protestó, pero como  yo no dije nada, Dylan decidió pasar por alto aquel comentario recriminatorio de ella-. Tu madre me ha dicho que tenías ganas de verme.
               -Ya ves… tanta mujer por aquí. Cualquiera lo diría-suspiré-. ¿Qué tal?
               -Alec, eres tú el que está en una camilla. Deja que seamos nosotros los que nos preocupemos, por una vez-se rió, inclinándose y dándome un beso en la mejilla. Su barba pinchaba. Me pregunté si a mamá le gustaría tan larga.
               Me pregunté por qué a Sabrae le gustaba que me dejara la barba, si rascaba, y picaba, y pinchaba. Vale que estaba muy guapo (más que de costumbre, quiero decir), pero… ¿merecía la pena? Claro que a ella parecía encantarle la sensación. Quizá fuera masoquista.
               Hice lo que Dylan me pedía: me dejé mimar, me dediqué a descansar, y sólo dejé que las emociones más intensas me embargaran en dos ocasiones:
               La primera, cuando llegó la comida. Se trataba de una bandeja de plástico, cerrada de manera que parecía una caja ancha pero baja, dentro de la que me esperaba un filete de pollo con unas pocas verduras, una sopa aguada y un vasito de yogur. La verdad, para ser la primera comida que tomaba en mi nueva vida, resultaba un poco triste, y eso que la única comparación que tenía era la leche que había tomado en mis primeros días de vida. Comparada con aquella dulce lluvia de dioses que salía del pecho de todas las madres (te quiero, mami, gracias por dejar que tu cuerpo se destrozara para tenerme), aquel almuerzo resultaba un puto insulto.
               Pero yo me lo comí como si fuera el manjar más delicioso del mundo. Eso sí, protesté un poco cuando vi que el acompañamiento del pollo eran un par de patatas cocidas. Las enfermeras me habían cambiado la mascarilla por un tubo mucho más fino que se posaba en mi nariz y me permitía usar la boca sin ahogarme, así que me vine un poco arriba cuando pude tomarme la sopa sin tener que dar pequeños sorbos ridículos antes de volver a colocármela a toda velocidad.
               La morfina comenzaba a hacer efecto en mi cuerpo, pero el ardor seguía ahí. Si bien no era tan intenso, seguía molestándome en lo más profundo de mi interior, y cada movimiento hacía que mis entrañas lanzaran un quejido, recordándome que no estaba tan bien como fingía o quería hacer ver. Debía ser fuerte, me decía cada vez que me movía un latigazo me doblaba en dos. Para no lanzar un quejido que alarmara a mi familia, cerraba los ojos un instante y suspiraba muy, muy despacio, expulsando el alarido que me apetecía emitir en forma de soplido relajado. Y creo que se lo tragaban.
               -Mamá-murmuré al abrir el cuenco en el que venía el pollo y encontrarme con las patatas cocidas. ¿En puto serio?
               Que me había pasado un coche por encima, joder.
               Que me había pasado una semana en coma.
               Que me habían operado a corazón abierto.
               ¿No me merecía unas putas patatas fritas? ¿Acaso estaba pidiendo la putísima Luna, o qué?
               -No protestes-ordenó mamá, y con eso quedó zanjada toda discusión.
               Y la segunda vez que dejé que las emociones me embargaran fue…
               … cuando escuché un mar de pasos al otro lado de la pared, atravesando la puerta. Me quedaba una media hora en la UVI, pero mis amigos no iban a esperar ni un segundo más para verme despierto. Entraron en tromba en la sala, ignorando las protestas de las enfermeras, tan incautas que creyeron que respetarían su autoridad y no tendrían que llamar a seguridad.
               Tenía el corazón en un puño. Me subieron tanto las pulsaciones que el efecto de la morfina quedó un poco mitigado por mis nervios. No era sólo mi cuerpo protestando, sino también mi cabeza, recordándome que pronto recuperaría todo por lo que había luchado tanto, de una forma tan feroz que el daño que me había hecho había sido eliminado de mi memoria para no sufrir más.
               Estarían todos, lo presentía. Jordan, Bey, Tam, Max, Karlie, Logan, Scott, Tommy…
               … y ella, por supuesto.
               Sabrae.
               Sólo esperaba no estar demasiado hecho mierda como para dejar de gustarle. No quería que se decepcionara. Sospechaba que tenía un aspecto de mierda (quiero decir, si me dolía todo y me había pasado tanto tiempo sin comer que me había saciado con un triste filete de pollo, algo había tenido que cambiar en mi físico), así que ya no era el chico por el que se sentía tremendamente atraída. Sólo esperaba que la química que había entre nosotros no se viera tan reducida que la mecánica de nuestra relación cambiara, porque la iba a necesitar, y mucho, hasta que me dieran el alta.
               Bueno, y ¿qué coño?, hasta que me muriera.
               Aunque, por lo menos, contaba con sus sentimientos. Porque si podía estar seguro de algo, era de que Sabrae estaba enamorada de mí, me quería con la locura con la que yo la quería a ella, y no se daría por vencida. Pero lamentaría mucho que las chispas que saltaban entre nosotros cada vez que nos veíamos se apagaran, aunque fuera hasta que recuperara mi antiguo aspecto físico.
               Inhalé con toda la profundidad que pude, llenando mis pulmones a máxima capacidad, hasta que las costillas volvieron a resentírseme. Y esperé.
               Y esperé.
               Y esperé.
               Hasta que los chicos empezaron a aparecer. Como era de esperar, Bey y Jordan encabezaban la marcha, pastoreando a los demás como la mejor cabecera de una comitiva real. El pelo de Bey era más esponjoso que nunca, la sonrisa de Jordan jamás había sido tan blanca, Karlie y Tam nunca se habían alegrado tanto de verme y Max y Logan no recordaban ningún momento en el que hubieran experimentado más felicidad; ni cuando Bella aceptó salir con él en el caso de Max, ni cuando salió del armario con nosotros en el de Logan.
               Y ya estaba. De los nueve de siempre, de los diez que yo necesitaba, sólo habían venido seis. No había rastro ni de Scott ni de Tommy.
               Ni tampoco, por desgracia, de Sabrae.
               Mentiría si dijera que no me sentí un poco decepcionado al no verla. Me moría de ganas de estar con ella otra vez; ni siquiera le robaría mucho tiempo si estaba muy ocupada, pero necesitaba que me empapara con su presencia de nuevo. No habría nacido por completo otra vez hasta que no nos encontráramos.
               Me sentí sucio, rastrero y vil por pensar, siquiera por un instante, que mis amigos no eran suficiente, pero… es que era la realidad. Estaba un poco decepcionado.
               Aunque también me invadía una gran felicidad, pues era perfectamente consciente de que estaban haciendo un gran sacrificio viniendo a verme.
               -¡Alec!-celebraron todos a una, como si llevara años desaparecido en el Tíbet y de repente hubiera vuelto, sano y salvo, predicando los milagros de un dios exótico.
               -Heyyy-saludé, devolviéndoles la sonrisa radiante que me dedicaban.
               Bey parpadeó, estupefacta. Su sonrisa desapareció con la misma velocidad con que había aparecido, a pesar de que se había pasado una hora tratando de contenerla, precisamente desde que Mimi consiguió hablar con Jordan y él les trasladó las buenas noticias.
               -¿Heyy?-repitió-. ¿¡Te pasas una semana EN COMA, nos das un susto de muerte, y cuando nos vemos por primera vez nos dices HEYYYY?!-bramó, abalanzándose hacia mí con la rabia de una tigresa hambrienta. La cabeza empezó a darme vueltas, pero no en el mal sentido.
               No era como si un huracán me estuviera sacudiendo por el cielo, sino más bien, como si fuera una lavadora en pleno centrifugado. Había nacido para hacer lo que estaba a punto de hacer: vacilar a mi mejor amiga.
               -Madre mía-gruñí, frotándome la cabeza con una mano que notaba un poco adormecida-. ¿Qué coño pasa? ¿Está Venus en retroceso, o algo así?
               -¡¡Vete a la mierda, putísimo gilipollas!!-chilló Bey, levantando tanto la voz que les ahorró a las enfermeras el llamar a seguridad. Acababa de convocarlos ella misma.
               -Bueno, Bey, nena, tampoco hace falta que nos pongamos así. Estoy malito-le recordé, alisando la sábana un poco sobre mi cintura y poniendo ojos de corderito-, ¿recuerdas?
               Jordan se echó a reír.
               -Nos tenías preocupadísimos, tío. No sabes lo mal que lo hemos pasado todos.
               -Teníais que haberle amenazado con que vendría a verle antes-comentó Bey, dirigiéndose a Jordan, y después se volvió hacia mí-. ¿Sabes? Hoy iba a venir a verte. Se ve que necesitabas un estímulo un pelín más potente que Jordan prometiéndote que se quitaría las rastas si te despertabas.
               Guo, guo, guo. ¿Que Jordan va a hacer qué? De repente, la medicación se evaporó de mi organismo, así como el dolor y la semana de inactividad cerebral. Me giré y miré a Jordan con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado.
               -Discúlpame, Jor, ¿de qué está hablando nuestra querida Bey?
               -Pues…-Jordan se pasó una mano por el cuello, masajeándose el hombro y también la nuca-. Te veía tan mal que… yo… hice una promesa. Me quitaría las rastas si tú te despertabas.
               -Pues estoy despierto-constaté con calma.
               -Eso ya lo veo.
               -Y tú tienes aún las rastas.
               -¿Quieres que me las corte aquí?
               -¿Lo vas a hacer?
               -¡Claro que lo voy a hacer, tío! Tú me importas más que mis rastas, ¿sabes? No soy tan mal amigo.
               -¿Así que sólo necesitabas eso?
               -¿El qué?
               -Que yo me estampara con la moto. De haberlo sabido, me habría metido debajo de un coche nada más montarla. Así, te las habrías quitado mucho antes y no habrías llegado virgen a tu edad. Debería…
               -Que no soy virgen, Alec-a pesar de que llevaba aproximadamente un minuto aguantándome, Jordan ya estaba hasta los cojones de mí. Pues no le quedaba nada. Pensaba putearlo todo lo que pudiera.
               -… caérsete la cara de vergüenza, privándole a Londres de tu sabrosura solamente porque necesitabas una motivación para quitarte eso-sacudí la cabeza-. ¿Qué harías sin mí?
               -Vivir tranquilo.
               -Tranquilo y virgen.
               Jordan puso los ojos en blanco.
               -¿Por qué estamos aquí, Beyoncé?
               -¡Eh! Nada de llamarla Beyoncé. Sólo yo la llamo Beyoncé. ¿Qué es esto? ¿Me paso una semana inconsciente y ya me quitáis mis privilegios?
               -¿Era así de insoportable antes?-rió Tam.
               -He tenido una experiencia cercana a la muerte; puedo ser todo lo protestón que quiera.
               -Vaya, vaya, parece que alguien se ha levantado con el pie izquierdo.
               -Bueno, teniendo en cuenta que, para empezar, soy zurdo, y además tengo la parte izquierda del cuerpo vendada… no sé si esa es la expresión más adecuada.
               -Vaya, vaya, así que tenemos el día gruñón-ronroneó Bey, inclinándose hacia mí y dándome un sonoro beso en la mejilla que, sinceramente, hizo que me derritiera un poco por dentro. Jo. Cómo la quería. Y  qué bien sabía manejarme. Siempre me tocaba justo en mi punto más débil.
               Esbocé una sonrisa bobalicona y todos se echaron a reír. Empezaron a preguntarme qué tal estaba, si me encontraba bien, qué recordaba, si necesitaba algo. Francamente, a pesar de que normalmente disfrutaba con la atención, lo cierto es que me sentía un poco incómodo. Mis amigos se preocupaban por mí, sí, pero no estaba acostumbrado a que lo hicieran tanto ni con tanta intensidad. Así que tuve que seguir tomándoles el pelo para demostrarles que todo iba bien, y de paso relajar un poco el ambiente.
               -Oíd, está muy bien eso de darme conversación, pero creo que os estáis pasando con los preliminares y la anticipación. Podéis darme mi regalo cuando queráis.
               -¿Perdona?-rió Max, arqueando las cejas, considerando la posibilidad de que me hubiera golpeado la cabeza y no estuviera en mis cabales.
               -A Jesucristo le hicieron una religión cuando volvió de entre los muertos. ¿Qué me vais a regalar a mí?-se miraron entre ellos-. Porque, como mínimo, quiero un yate.
               -Sí, justo eso te vamos a pillar-se burló Logan-. Tommy y Scott están eligiéndolo.
               -Menos mal-suspiré-. Espero que sea grande. Me va lo grande, ¿sabéis? Pega conmigo-bromeé, y todos se rieron, especialmente Bey, que ya se había sentado en mi cama y todo. Menudas confianzas se tomaba la tía-. Qué aliviada estás, ¿eh, reina B? Es un poco feo masturbarse pensando en un muerto.
               -Qué guapo estás cuando estás callado-respondió, pero lo hizo con una sonrisa que no casaba con el tono de falso cabreo con el que había hablado.
               -Es una lástima que el concurso de Míster Universo no haya sido esta semana. Debo de haber estado increíble.
               -Anda que…-rió Karlie-. Haces cada bobada con tal de llamar la atención, Al.
               -Puede, pero he conseguido que vengáis corriendo todos, así que yo gano.
               -No todos-me recordó Tam, y yo me recosté de nuevo en la almohada.
               -Ah, sí. Nos faltan los gemelos, y por supuesto, mi amantísima esposa. ¿Alguien sabe algo de ella? ¿Ha aprovechado esta semana de libertad para ponerme tal cornamenta que no podré salir por la puerta?
               Karlie se rió.
               -Siempre nos informaba de tus avances. Que, por cierto, eran muy pocos.
               -Más bien nulos-la corrigió Tam.
               -Así que no, no te ha puesto los cuernos. No ha tenido tiempo.
               -Ni podría, realmente. Te recuerdo que no sois nada, oficialmente.
               -Beyoncé-le cogí la mano a mi amiga-. Sabrae se toma mi semen como la gente normal se toma un Actimel después de comer. Siento ser yo quien te lo diga, pero vamos bastante en serio.
               Todos se rieron de nuevo. Joder. Tendría que estamparme más a menudo. Esto del coma me había hecho una persona divertidísima, según parece.
               -Vale, tío listo. Si es así, ¿dónde está?
               -Eligiendo el yate con Scommy, ¿no?
               -No hemos podido localizarla. Ni a ellos tampoco, a decir verdad.
               -¿Scott y Tommy no saben que estoy despierto?-negué con la cabeza y extendí la mano, pidiendo algún teléfono. Bey me tendió el suyo, me lo desbloqueó, y dejó que entrara en la app de mensajes. Vi que Tommy se había conectado hacía menos que Scott, así que le envié el mensaje a él.
Llámame cuando puedas. Buenas noticias☺.
               -Menuda mierda esto de escribir con una sola mano, y encima con la derecha. Los diestros sois gente rarísima, ¿lo sab…?-empecé, pero me detuve antes de terminar la frase, ya que el teléfono empezó a sonar. Tommy no había dejado pasar ni diez segundos entre la recepción del mensaje y la llamada. Exhalé una risa malévola y toqué el icono del teléfono verde para aceptar la llamada.
               -¿Qué pasa?-chilló, lleno de ansiedad-. ¿Ha movido un dedo, o algo?
               Pobrecito. Me lo imaginé sentado en la cama de su habitación minúscula, con Diana tumbada a su lado, desnuda, a medio polvo. Debía de tener muchas ganas de verme si había dejado que sus emociones le dominaran así.
               -¿Que si he movido un dedo?-me cachondeé-. ¡Estoy como un toro, chaval! Te voy a robar las novias, y todo. ¡A las dos! Y sin despeinarme.
               Tommy empezó a gritar. No sabría decir si lo hizo en inglés o en español; el caso es que no entendí una palabra. A sus gritos le acompañaron golpes, ruidos, y más gritos, un poco más alejados, con la voz de Scott.
               -Pero, ¡THOMAS!
               -Vístete, deprisa. Hay que ir a ver a Al.
               -¿Qué pasa? ¿Qué le pasa? ¿Está peor?
               -¿Peor? ¡El muy hijo de puta está despierto!
               -Moved el culo, que estoy estable dentro de la gravedad-ordené, y colgué sin más preámbulos. Me crucé de brazos (bueno, crucé el brazo) y alcé las cejas-. Y así es como se hace, niños. Márcame el número de mi mujer, anda. Voy a cantarle las cuarenta por tenerme abandonado.
               Se me quedaron mirando, no sin cierta sorpresa, cuando recité de memoria el número de Sabrae para que no tuvieran que buscarlo en la agenda. Me tomaron un poco el pelo, diciéndome lo súper en serio que íbamos Sabrae y yo si me había tomado la molestia de aprenderme su teléfono, y yo sacudí la cabeza y desactivé el altavoz. Sonará egoísta, pero quería tenerla sólo para mí. Quería que su primera reacción fuera un recuerdo que sólo yo atesorara, algo íntimo de los dos, que no merecía ser compartido con nadie más.
               Había decidido ignorar que Mimi me había dicho que tenía el móvil apagado. Conmigo, sería diferente. Podríamos hablar cuanto quisiéramos, conseguiríamos contactarnos el uno al otro, y el mundo volvería a girar sobre su eje, a la velocidad y en el sentido de siempre.
               Mi imaginación voló en el tiempo que el móvil de Bey tardó en conectar con el servidor para hacer la llamada. La vi con la misma nitidez que si la tuviera delante: ella, inclinándose hacia su escuche al ver que éste se encendía misteriosamente, comprobando que era ni más ni menos que una llamada de Bey lo que había interrumpido su sesión de estudio. Cómo cogería el teléfono con manos temblorosas, pero a la velocidad del rayo: quizá se odiase por haber anticipado un poco las malas noticias, pero había decidido ser optimista. Algo dentro de ella había cambiado hacía unas horas, algo que la invitaba a soñar de nuevo, tiempo después de haber perdido las esperanzas.
               Deslizaría el dedo por la pantalla de su teléfono y jadearía:
               -¿Sí?
               -¿Qué, no vienes a verme?-la acusaría yo, incapaz de contener la sonrisa que me producía el mero sonido de su voz. Y ella se pondría a chillar. Y acabaría expulsada por usar el móvil en el instituto, y ambos seríamos los parias de la biblioteca cuando me dieran el alta y nos fuéramos a estudiar, intentando reencauzar mi vida puede que un pelín tarde, pero no demasiado, no con ella, que era capaz de obrar milagros.
               Sin embargo, no fui especial en ese aspecto. Igual que Bey antes que yo y Mimi antes que ella, fui incapaz de contactar con Sabrae para recriminarle que no hubiera estado ahí cuando abrí los ojos. Los dos nos merecíamos que ella hubiera sido lo primero que veía en esta nueva vida mía.
                Le devolví el teléfono a Bey y torcí la boca, negando con la cabeza.
               -Es una chica responsable-la excusé, y Max me sonrió.
               -Ya verás cómo viene corriendo en cuanto se dé cuenta de lo que significan tantas llamadas-me prometió, tratando de animarme, y esta vez me tocó asentir a mí. Sí, no dudaba ni un ápice que Sabrae se apresuraría para reunirnos, pero eso no hacía que yo la añorara menos. Quería verla por mis propios ojos, no en mi imaginación; olerla con mi nariz y no con mis recuerdos, oírla con mis oídos en lugar de con la memoria, y tocarla con los dedos en lugar de con la piel del pasado.
                No sabía cuánto tiempo tardaba la piel en renovarse completamente, pero no estaba dispuesto a dejar que en mi cuerpo llegara a haber algún lugar virgen de sus caricias. Necesitaba volver a tocarla. Sería la única manera de comprobar que era real, y no un sueño.
               Las enfermeras no dejaron que mis amigos le sacaran mucha más ventaja a mi chica. Al poco tiempo de intentar la llamada, los expulsaron de la UVI para que no estuvieran por allí molestando mientras me preparaban para subir a planta. Después de ajustarme todos los cables y vías necesarios para mi supervivencia (hablar de comodidad sería más adecuado, pero yo no me sentía cómodo en absoluto con medio cuerpo vendado y viendo cómo me paseaban de un lado a otro al ser incapaz de moverme yo), me sacaron de la UVI por una puerta diferente, me empujaron por los pasillos privados del hospital, y me metieron en el ascensor.
               -Vamos a echarte de menos-me confesó la enfermera que me acompañaba, controlando mis constantes por si acaso algo se torcía durante el viaje. Los celadores, un chico y una chica, asintieron con la cabeza.
               -Seguro que os he encantado como paciente. No me he quejado ni una sola vez en toda la semana.
               -En realidad, es por los conciertos privados que hemos tenido gracias a ti-se sonrió, adelantando la cama rápidamente, de forma que su coleta se balanceó de un lado a otro como el péndulo de un reloj.
               Me recosté sobre la almohada, deseando que el tiempo pasara más rápido, que Sabrae llegara ya y pudiera reproducir aquellos famosos conciertos que estaban en boca de todo el mundo.
               Me tocó una habitación para mí solo, la 238, lo cual fue una suerte, pues entre mis amigos y mi familia, superaríamos el límite de aforo hasta casi duplicarlo.
               Mimi, Dylan y mamá se quedaron un rato conmigo antes de bajar a la cafetería: mamá necesitaba reponer fuerzas, e ir poco a poco recuperando el color en la piel. La mujer intentó comerme a besos, pero no resulté demasiado nutritivo, de manera que me dejaron con mis amigos, poniéndonos al día y haciendo planes épicos para cuando me dieran el alta. Le tomé el pelo todo lo que quise y más a Jordan con su inminente cambio de look, pero él lo aguantó sin perder la sonrisa. Todos se alegraban tanto de verme de nuevo despierto que no les importaba que les vacilara hasta hartarme, igual que también esperaban con paciencia a que terminara mis frases entrecortadas, que se dividían con largos jadeos como un texto se divide con comas, puntos y coma, y puntos y puntos y aparte. Aguantaron con paciencia cada vez que yo convertía una simple frase en un párrafo, porque necesitaba
 
tomar aire
 
antes de continuar.
               Logan me estaba poniendo al día, junto con Tam y Bey, de todos los dramas estudiantiles que me había perdido, los cuales aparentemente no eran pocos, cuando llegaron los dos invitados de honor. Eran dos borrones atravesando el hospital a gran velocidad, ofendidos con los ascensores por el tiempo que les había llevado conducirlos hasta mi planta.
               La verdad, pensé que Scott y Tommy tardarían menos.
               Vi cómo aparecían como una exhalación por la ventana de mi habitación, que daba tanto al control de las enfermeras como a una sala de espera para aquellas visitas que no pudieran estar en la habitación de su paciente. Más que echar una carrera, Scott y Tommy parecían estar corriendo por su vida, intentando superar al tiempo en lugar del uno al otro.
               Sabedores de que su momento había pasado y ahora las estrellas en la habitación eran las estrellas también de la televisión de nuestro grupo, mis amigos les sonrieron y se retiraron un poco para dejar que Tommy, Scott y yo nos reencontráramos. Me miraron con cara de no haber roto un plato en su vida, humillándose ante mí al ponerse a mi disposición para que yo decidiera si estaba enfadado o encantado con ellos. Por supuesto, era lo primero, pero no iba a ponérselo fácil.
               A pesar de que los efectos de la morfina empezaban a diluirse en mi cuerpo, todavía me quedaban energías para un poco de bulla.
               -¿Habéis visto lo que tengo que hacer para que Karlie se digne a juntarse con nosotros?-bromeé, y alcé la mirada para contemplar a Karlie, que hizo una mueca y me sacó la lengua mientras balanceaba las piernas sobre la cama contigua, aún vacía. Las risas de mis amigos me recompensaron por aquella ocurrencia, que quizá no habría tenido tanta gracia ni tan buena acogida de haber estado yo en óptimas condiciones.
               -¿Cómo estás, Al?-preguntó Tommy. Mis ojos saltaron de él a Scott alternativamente, analizando los cambios que se habían producido en ellos. En la televisión, parecían estrellas de cine que habían nacido para estar sobre un escenario, escuchando a un público enloquecido coreando sus nombres. Ambos eran putas estrellas del rock, la representación de lo máximo a lo que podía aspirar cualquier mortal.
               Ahora, sin embargo, parecían más humanos que nunca. Si bien en ellos no había el rastro de la preocupación que sí se había instalado en el resto de mis amigos, y que en mi familia había causado estragos, sí que había un deje de cansancio. No habían tenido demasiado tiempo para detenerse a reflexionar sobre lo que me había ocurrido, pues la espiral hipnótica y acelerada en que se habían convertido sus vidas les había impedido centrarse en los dramas ajenos. Yo aún no lo sabía, pero Scott y Tommy ya tenían bastante con lo suyo, incluso si no contábamos el programa.
               Pero ahí estaba: el cansancio, la preocupación, esa apariencia mate que les hacía salir perdiendo cuando tomabas como referencia su resplandor en la música.
               -Más bueno que Scott-sentencié-. Y eso es lo único que importa.
               Se echaron a reír, aliviados de que, al menos, conservara mi sentido del humor. Yo sin mis ocurrencias no era realmente yo, sino una sombra de mi ser del pasado, y lo que más habían temido todos era, precisamente, la posibilidad de que el carácter me cambiara al verme en un cuerpo inútil, dolorido y roto cuando antes había sido mi mayor orgullo. Suerte que Sabrae había empezado a hacer un magnífico trabajo conmigo, plantando flores en las grietas que me componían y regando regularmente con infinito mimo para que yo viera que en mi interior también había cosas que celebrar.
               Los ojos de Tommy se anegaron de lágrimas, y yo alcé las cejas.
               -Pero vamos, Tommy, no llores. Si Scott se pone las pilas y recurre a la cirugía, podrá volver a hacerme la competencia.
               -Eres gilipollas, macho-jadeó, negando con la cabeza-. Pensábamos que te ibas a morir.
               -Y voy y me despierto-chasqueé la lengua-. Mecachis en la mar. Las desgracias nunca vienen solas.
                -Pues sí-asintió Scott, aprovechándose de que yo ahora no tenía los reflejos tan rápidos, ni podía moverme tan deprisa como quisiera, para pellizcarme la mejilla-, la verdad es que ya te hemos visto más feo. No te queda mal esa barba de vagabundo indigente que te estás dejando-comentó, pasándome la mano por la mandíbula y dándome una pequeña torta en la cara. Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza, pensando por enésima vez en cómo reaccionaría Sabrae al verme. Siempre le había gustado con barba, pero, ¿qué decir de ahora? Me había echado un vistazo a mí mismo en el espejo del ascensor, antes de que los celadores terminaran de darme la vuelta para colocarme de cara a la puerta y poder sacarme sin dar marcha atrás. Por suerte, los ascensores eran amplios, así que lo hicieron con bastante rapidez y sencillez.
               Aun así, yo había tenido tiempo más que de sobra para hacerme una composición de lugar. No me había molestado en mirarme el cuerpo: lo tenía bastante dolorido e inmovilizado como para saber que tendría un aspecto lamentable, amén de que tampoco serviría de mucho levantar las sábanas, pues las vendas cubrían todo lo que merecía la pena mirar. La cara presentaba mejor aspecto: el casco había impedido que sufriera lesiones, dejando los cortes para mi torso y mis piernas. Eso no quitaba que me hubiera hecho un moratón en la parte izquierda de la cabeza, al impactar contra el cráneo.
               Ni de que me hubiera crecido una barba que yo no había llegado a ver jamás tan larga, ni tan oscura en un rostro tan pálido por la falta de sol y vitaminas, que también parecía algo chupado. Se me marcaba un poco más la mandíbula, tenía los ojos un poco hundidos y se me notaban dos círculos cerúleos en torno a los ojos. Además, también me faltaban las mejillas, esas a las que Sabrae le encantaba dar mordisquitos.
                ¿Me había agobiado? Pues un poco, la verdad. No esperaba estar así de mal. Evidentemente, tampoco esperaba ganar ningún concurso de belleza recién salido de un coma, pero las cosas se me habían ido un poco de las manos.
               Parecía cansado, herido y enfermo.
               Y yo nunca había parecido  cansado, herido ni enfermo.
               No quería que nuestro primer Reencuentro con mayúsculas fuera una decepción. Pero la echaba tanto de menos que estaba decidido a arriesgarme.
               -Oye, Al-intervino Tommy, cambiando radicalmente el tono de la conversación. Mientras que Scott quería bromear, fingir que no había pasado nada y que la nuestra era una reunión normal, él quería asegurarse de que todo estaba bien, o al menos todo lo bien que podía estar-. ¿Sientes algo?
               Intenté controlar mis ganas de contestarle una bordería, pero la forma en que me había hablado me superaba. Ya había pasado lo peor; no necesitaba que me tratasen como a un niño depresivo al que no se le puede decir que los Reyes son los padres.
               -No lo sé, Thomas-respondí, sin embargo, en un deje desagradable que no pude controlar-. Si me estás haciendo una paja, lo cierto es que deberías mejorar la técnica.
               Vale, me había pasado, y me sentí mal en el acto. No debía pagar mis frustraciones con mis amigos; bastante mal se lo había hecho pasar ya, como para que ahora encima tuvieran que soportarme comportándome como un verdadero capullo.
               -No le llames Thomas-le defendió Scott.
               -Estoy convaleciente-protesté.
               -Me refiero a si te puedes mover, coño-espetó Tommy, sin acusar el golpe bajo que acababa de asestarle-. Le tengo cariño a Sabrae, no me gustaría que se follara a un tetrapléjico.
               Desearía no haberme reído, pero el cabrón tenía su gracia, así que no lo pude evitar.
               -No he probado aún-mentí, viendo por el rabillo del ojo cómo los demás alzaban las cejas, sorprendidos por lo mentiroso que podía llegar a ser-. La verdad es que… me cuesta un poco…-tragué saliva, fingiendo que hacía un esfuerzo sobrehumano, cuando en realidad ni siquiera estaba intentando moverme-. ¿Puedes levantar la sábana? Voy a ver si puedo mover los pies.
               La atmósfera en la habitación cambió, y todos se inclinaron hacia delante, aunque no más que Tommy, que tiró de la sábana hacia arriba y prácticamente me tocó los dedos de los pies con la nariz.
               Me lo dejó a huevo para darle la patada del siglo en la mandíbula, lanzándolo contra el techo mientras me echaba a reír sonoramente, seguido pronto por todos mis amigos. Al único al que no le hizo gracia fue a él, pero me daba lo mismo.
               Conseguimos así que se relajara el ambiente, y pronto estábamos bromeando como siempre: yo me metía con Tommy, así que Scott salía a defenderlo; entonces, me metía con Scott, y Tommy lo defendía recordándome el vínculo que había entre la víctima de mis bromas y mi persona favorita en el mundo, a lo que yo respondía con un comentario mordaz que los chicos celebraban con una risa nada falsa, que les salía de dentro, aunque todos sabíamos muy bien que estaban siendo buenos conmigo por el mero hecho de que acababa de despertarme. Pronto, no me dejarían tregua, así que tendría que aprovecharme.
               Me preguntaron por el accidente, ése del que apenas tenía información, y cuando les confesé que tenía una laguna importante, que no recordaba nada después de salir de las oficinas en la que una secretaria que estaba buenísima había tratado de que me fuera con ella a la cama, sentí que de nuevo una bruma se instalaba en mi pecho. Sabía lo que pensaban todos, o por lo menos de lo que me acusarían: me había saltado un semáforo. Mi condición de motorista me hacía sospechoso siempre en esas situaciones. Estaba claro que la culpa siempre era del motorista, la parte más temeraria e inconsciente de los implicados en los accidentes. Siempre, siempre, siempre. Pero no era así. De verdad que no. Me tomaba en serio las normas de tráfico cuando estaba trabajando, especialmente de mañana. Sí que recordaba tener un poco de prisa, pero más por las ganas que tenía de que llegara la tarde e irme a estudiar con Sabrae (¿ves lo enfermo que estaba en mi otra vida? Tenía ganas de estudiar, por el amor de Dios) que por terminar el reparto en sí. Había hecho un cambio y ya contaba con perder toda la mañana, aunque si hubiera sido previsor, también habría hecho un justificante en el instituto para que no me pusieran falta la semana entera.
               Los chicos me pusieron una mano en los brazos, en las piernas, en la cabeza, mostrándome su apoyo. El Alec que había bromeado con que dos macizorras lo habían subido a la planta en una cama, viviendo una vida mejor que la de un millonario, e incluso había hecho un dab para celebrarlo había quedado atrás, a pesar de que habíamos vivido en el mismo minuto. Me angustiaba pensar en que el accidente hubiera podido ser culpa mía, a pesar de que estaba seguro de que lo había hecho todo bien. No me había saltado ningún semáforo, no me había metido en ninguna dirección prohibida, no había cruzado ninguna intersección sin mirar. No podía ser culpa mía.
               Y aun así…
               -No me acuerdo del coche, ni de nada. Aunque estoy seguro de que no me salté ningún semáforo-recordaba, como en un sueño, escuchar a las enfermeras hablar de que había algún semáforo involucrado, pero yo los respetaba como respetaba a las mujeres. Los leía igual que a ellas, y actuaba en consecuencia: naranja significaba precaución, rojo, ni lo intentes; y verde, vía libre, pasa sin preocupaciones-. Me conocéis, tíos. Sabéis que sólo me los salto de noche, cuando no viene nadie. No soy tan imbécil, ¿sabéis?
               Porque sí, al hecho de que eso me hacía quedar como un irresponsable había que sumar que era de ser simple y llanamente gilipollas saltarse un semáforo en plena hora punta en el distrito financiero. Ni siquiera los peatones tenían tantas agallas, e incluso cuando se respetaban a rajatabla las señalizaciones, siempre había algún despiste que podía degenerar en tragedia.
               -No creemos que te lo saltaras, Al-me consoló Tam, y sentí que los ojos se me anegaban de nuevo en lágrimas. Yo no era el único afectado por este puñetero accidente.
               -Odio lo que le he hecho a mi madre. ¿La habéis visto?-asintieron, pero yo continué-. Está hecha mierda. No parece ella. Mi hermana… joder, mi hermana parece enferma, pero mi madre parece muerta por dentro. Dylan me ha dicho que apenas ha dormido. Yo aquí, en coma, y ella despierta a mi lado todo el tiempo. Manda cojones-negué con la cabeza, tragando saliva.
               -No es culpa tuya, Al.
               -Si hubiera sabido que lo estaba pasando así de mal, yo… no sé. Habría luchado más. Habría intentado despertarme antes. No habría dejado que esto llegara tan lejos.
               -Eh, eh, Al. No tenías ningún control sobre ello-Bey me puso una mano en la barbilla y me acarició la mejilla.
               -Es muy frustrante-jadeé, negando con la cabeza, mirando lo que el accidente había generado en mi cuerpo. Cobré plena consciencia de repente de lo frágil que era: por mucho que hubiera parecido duro y fuerte, en el fondo seguía hecho de materiales tan delicados como las figuras de cristal que se exponían en los museos.
               Puede que incluso aún más delicado. El brazo escayolado, las vías en el codo, las vendas en el pecho, haciendo presión en mis costillas, atestiguaban en ese sentido.
               No pienses en eso ahora. Es hora de mirar hacia delante, me dijo una voz en mi cabeza, a la que tuve que darle la razón. Sacudí aquellos malos pensamientos de mi mente, agitando la cabeza como si fueran monos escalando por un árbol de ramas móviles, e imaginando que se iban volando lejos, donde no pudieran alcanzarme ni tampoco hacerme daño. Tenía que volver a ser el Alec de siempre cuanto antes para que las cosas volvieran a funcionar.
               Y lo hice.
               -Y encima, por culpa de esta mierda, me pierdo vuestra puñetera actuación en el desfile de Victoria’s Secret-protesté, mirando a Tommy y Scott, que se quedaron estupefactos un rato, antes de echarse a reír. Recordaba haberles dicho que les tenía muchísima envidia hacía dos semanas, cuando me anunciaron que ya habían terminado de grabar su actuación entre las modelos más buenorras del mundo, cuando en realidad, en lo único en que podía pensar era en Sabrae enfundada en uno de esos conjuntos de lencería que hacían babear a mujeres y hombres por igual.
               Sabrae… no dejé de pensar en ella mientras Tommy y Scott me contaban con pelos y señales cómo había sido la experiencia, sin duda la más estimulante de sus vidas. Puede que yo no pudiera verlo pronto, dijeron, porque mi pobre corazón no soportaría tantas emociones, a lo que les respondí diciéndoles que me comieran los huevos. No dejaron de describirme los atuendos de las modelos, sus sensaciones mientras esperaban en el backstage, desde el que habían partido para cantar con Chad una versión de Sexy bitch en la que sólo habían participado ellos tres, y en la que Diana había desfilado dos veces. Y yo pensé: me pregunto cuánto se chulearía Sabrae si a ella le tocara ser Diana en ese momento.
               Después, me contaron que Diana y Layla se les unieron para cantar Work from home. Y yo pensé: me pregunto qué ropa escogería Sabrae para hacer una actuación con baile en un desfile de lencería de alta costura.
               Y luego, me contaron que Layla conmovió al público cantando sola una balada de Ciara, Dance like we’re making love. Y yo pensé: así bailamos nosotros (Sabrae y yo, evidentemente), como si estuviéramos haciendo el amor.
               Y yo pensé: me pregunto qué canción escogería ella.
               Y luego pensé: me pregunto qué canción de The Weeknd sería su elegida.
               Y al final pensé: evidentemente, Often.
               Era incapaz de quitármela de la cabeza. No me extrañaría que, si me abrieran el cráneo, de él surgiera ella como una seta al llegar el otoño. La echaba de menos, quería verla ya. No soportaba más, no podía seguir fingiendo más tiempo que estaba concentrado escuchando lo que mis amigos me decían. Una parte de mi cerebro estaba lejos, muy lejos, en un lugar indeterminado.
               Y entonces, como si el cielo hubiera escuchado mis plegarias, el aire cambió a mi alrededor. Percibí de un modo familiar y, a la vez, completamente nuevo, ese torrente de energía tranquilizadora, pero estática y brillante a la vez, que irradiaba su cuerpo como la más potente y palpable de las auras.
               Fue uno de esos momentos de la vida en que haces lo indicado en el momento justo. Motivado por un instinto ancestral, un impulso que no sabría explicar, giré la cabeza y miré hacia la ventana de mi habitación en el momento en que la veía pasar.
               Se me detuvo el corazón un instante, lo suficiente como para poner a todo el que estuviera mirando mi electrocardiograma sobre aviso de que algo estaba a punto de pasar.
               Desapareció un instante, sólo un instante, mientras giraba la esquina de la puerta. Enseguida estuvo de vuelta, pero a mí me pareció una eternidad.
               Sus ojos del color del chocolate a la taza se encontraron con los míos, conectándose de una forma casi magnética.
               Todo el dolor se esfumó de mi cuerpo.
               Volvía a estar en perfectas condiciones.
               No me había pasado absolutamente nada.
               Sabrae estaba conmigo. Estaba ahí. Me estaba mirando, y estaba preciosa, más preciosa que nunca, más preciosa de lo que podría verla jamás.
               En cuanto la vi, lo supe. Todo el dolor, todo el sufrimiento, todo el esfuerzo y el cansancio habían merecido la pena, y la seguirían mereciendo hasta el día en que desapareciera de la faz de la tierra, que no sería el mismo en el que exhalara mi último aliento. Porque, de todas las personas del mundo, Sabrae era la única capaz de salvarme la vida… de hacerme resucitar.
 
 
Apenas pegué ojo la noche del domingo al lunes, terminando de encajar las piezas del puzzle incompleto que Alec me había entregado hacía tiempo. No porque pensara que él lo había ocultado a propósito, sino porque ni siquiera él mismo se daba cuenta de la importancia que tenía Mimi en su historia. Su hermana cumplía un papel importantísimo. Había sido la primera en salvarle la vida, y puede que también fuera la indicada la segunda vez que la vida de él pendiera de un hilo.
               Escuché cómo se preparaban por la mañana, tumbada desnuda en la cama de Alec, que aún olía a él, vestida sólo con su chaqueta de boxeador, con ese tacto tan suave que casi consolaba mi corazón destrozado. No podía dejar de pensar en la cantidad de veces en que había sentido las sábanas rozándome todo mi cuerpo, algodón contra piel, y me había encantado esa sensación. Sin embargo, ahora la aborrecía.
               Lo que me gustaba de su cama no era lo suaves que eran sus sábanas, lo mullido de su colchón o lo cómodo de su almohada: era la pendiente que su cabeza formaba en la almohada, la pequeña depresión que su cuerpo hacía en el colchón, tirando del mío; lo cálido de las sábanas mientras él me abrazaba, me acariciaba, me besaba o me hacía el amor.
               Había sido increíblemente feliz en aquel lugar. Había conocido un placer que no tenía límites.
               Y esa  noche me había tocado compensar todo lo bueno que había sentido allí.
               Sabía que estaba cometiendo un sacrilegio utilizando su chaqueta como pijama, pero  también sabía que él lo entendería. Alec me quería demasiado como para enfadarse conmigo, por muy ofensivo que resultara lo que yo hiciera. Siempre vería lo mejor de mí, la luz entre la oscuridad, por muy débil que fuera. Sabía que me vería bonita incluso en mi peor momento, agradable en mis peores días, generosa cuando fuera egoísta e inteligente hasta diciendo tonterías. Él era así.
               Inherentemente bueno.
               Así que sólo me quedaba castigarme, seguir pensando y pensando, rumiando maneras de recuperarle. Estaba encerrado en su cuerpo y yo ya no era la única capaz de sacarle, estaba segura. Al menos, eso me decía mi reflejo en claraboya, en la que me había mirado un millón de veces, disfrutando de manera morbosa del placer que él me daba. Me gustaba mirarme cuando él me satisfacía casi tanto como a él; me gustaba vernos unidos, me gustaba sentir que servíamos a un propósito común, que nos dábamos algo que el resto del mundo no podía darnos. Quizá para él no fuera así, pero para mí, sí.
               Había creído estar enamorada una vez, así que ya sabía identificar la sensación, de modo que sabía a ciencia cierta lo que suponían mis sentimientos: Alec era mi primer amor igual que yo era el suyo, de modo que nuestra historia no podía acabar en un hospital. El destino nos lo debía.
               No podía morirse estando soltero, no mientras yo respirara. No sería justo.
               Y te das cuenta ahora, rió el Alec de mi cabeza, que se había tumbado a mi lado en la cama. Le miré.
               -Siempre dices que soy la lista de la relación-contesté-, pero no soy yo la que habla ocho idiomas.
               Se echó a reír, una risa que no tenía comparación con su risa auténtica. Era el eco de aquel sonido que a mí tanto me gustaba, igual que él no era más que un fantasma de la persona a la que estaba destinada.
               Tuve que contenerme para no acompañar a Mimi al hospital por la mañana; sólo después de que me insistiera en que era importante que no me perdiera ningún examen para  poder volver con más facilidad a la normalidad cuando todo pasara, y recurriera a mi punto flaco (Alec se disgustará cuando se despierte y se entere de que has dejado a un lado tus estudios), entré en razón.
               -Pero tú no has ido a la audición de la Royal por visitarle, ¿qué diferencia hay?
               -Que yo no iba a entrar-contestó con tristeza-. Pero tú sí vas a sacar notazas.
               Lo dudaba bastante, la verdad. El poco tiempo que le había dedicado al examen de esa mañana en casa había sido completamente inútil. Era incapaz de concentrarme, no dejaba de darle vueltas a cuál sería la canción que Alec necesitaba. De tanto mirar la Wikipedia de The Weeknd para estudiarme su discografía, me la había terminado aprendiendo de memoria. Y eso que no es que tuviera pocas canciones, precisamente.
               Estaba convencida de que sería Abel el que le despertara, absolutamente convencida. La importancia que tenía en nuestra relación era mil veces superior al siguiente artista relevante para nosotros: había sido nuestro primer concierto juntos, junto con nuestro primer viaje; la primera canción que le había cantado, el primer disco que habíamos escuchado íntegramente juntos, el cantante al que Alec no había dejado entrar en el dormitorio mientras estaba con una chica hasta que llegué yo. Tenía que ser The Weeknd. Y estaba convencida de que sería Often, pero, ¿qué estaba haciendo mal? Había cantado cien veces esa canción, de todas las maneras posibles, y ni por esas.
               Ni siquiera llegué a considerar la posibilidad de que estuviera haciendo un planteamiento erróneo de la situación. Eso fue lo que nos condenó.
               Así que no, no iba a sacar notazas. No creía que fuera a suspenderlo, aunque sí me bajaría la media bastante, y lo peor de todo es que me daba absolutamente igual.
               Cuando Jordan me recogió para ir al instituto, parecía igual de animado que yo. Era como si la revelación que ninguno había experimentado nos rondara a todos, pero sin que ninguno de nosotros pudiera llegar a alcanzarla. Era algo flotando en el ambiente, una niebla en la distancia que poco a poco se acercaba a nosotros, a la que todavía no habíamos sido capaces de identificar.
               Me dio un toquecito en la espalda a modo de ánimo; ahora que no estaban ni Scott ni Alec, había asumido el papel de hermano mayor. Que, la verdad, le quedaba un poco grande. Jordan era el hermano pequeño de su casa: estaba acostumbrado a que lo consolaran, no a consolar, y en momentos como ése no sabía muy bien qué hacer. Estaba haciendo un gran esfuerzo conmigo, lo cual demostraba lo mucho que le importaba, aunque sólo fuera por lo que yo le importaba a Alec, pero ese esfuerzo a veces no era suficiente.
               O puede que, quizá, yo estuviera demasiado nerviosa como para permitirme ningún avance. En clase apenas contestaba a las preguntas de los profesores; había dejado de hacer los deberes porque me quitaban demasiado tiempo de mis investigaciones en busca de una mejora para Alec, y mis notas pronto se resentirían. Mimi tenía razón: a Alec no le gustaría ver cómo bajaba el nivel “por su culpa”, pero yo no podía hacer nada para remediarlo. Y tampoco dejaba que nadie lo hiciera, o no permitía que lo que hicieran por mí (que no era poco) me hiciera mejorar.
               Por suerte para mí, mis amigas no se rendían. Me escuchaban mientras yo me desahogaba hasta quedarme sin lágrimas en el recreo, me daban todos los mimos de los que yo ahora notaba una carencia tremenda (Alec decía que no, pero era increíblemente mimoso y yo ya me había acostumbrado a tenerlo siempre rondándome), y se mostraban increíblemente pacientes conmigo cuando yo rechazaba un plan que habían ideado sólo para intentar animarme. Me decían que tenía que salir, que no debía quedarme en casa, que necesitaba despejarme para estar fuerte y mantener una actitud positiva que ayudara a Alec, pero de lo único de lo que tenía ganas cuando llegaba del hospital, era de ponerme el pijama, meterme en la cama, llorar hasta agotar las pocas lágrimas que me quedaban, y dormirme para viajar en el tiempo y repetir el bucle una, y otra, y otra vez.
               Mi cuerpo apenas generaba positividad, y toda la que tenía la reservaba para Alec. No podía permitirle verme así, completamente destruida. Nada me garantizaba que me oyera solamente, así que prefería estar lo mejor posible, engañar mis energías, cuidar de mi aura y hacer como si todo fuera bien y me encantara visitarle en la UVI.
               Momo me recogió en la puerta del instituto, como tenía por costumbre. Me rodeó los hombros con su brazo, me dio un beso en la mejilla, de modo que sus rizos color fuego me hicieron cosquillas en la nariz, me dio los buenos días y me preguntó cómo estaba.
               -Mal.
               Siempre era mal. Siempre era fatal. No podía estar de otra manera, porque ni siquiera estaba ahí. Estar lejos de Alec me mataba, pues sentía que le estaba traicionando, pero, a la vez, sabía que había perdido la oportunidad de ocupar el sitio de Annie hacía meses, cuando me había negado a ser su novia.
               Y la respuesta de Momo siempre era:
               -Bueno.
               Un “bueno” paciente, un “bueno” que indicaba “bueno, no te preocupes, la cosa mejorará”, un bueno que decía “bueno, yo siempre voy a estar aquí, apoyándote, ¿sabes?”. Y lo sabía, por supuesto que sí.
               Y otro beso, porque sabía que yo echaba terriblemente en falta los de Alec, y, aunque sabía que los suyos no tenían nada que ver con los de él, mi piel los agradecía. Jamás había recibido tal cantidad de besos en toda mi vida: todo el mundo se había volcado conmigo, mis padres, mis hermanas, mis amigas… incluso los amigos de Alec se comportaban como si yo fuera su viuda.
               Añoraba los días de avances y pequeños descubrimientos que a mí me sabían a la invención de la penicilina, porque en aquellos días me levantaba con ilusión, sintiendo que me acercaba al despertar de Alec. Ahora, sin embargo, a medida que iba pasando el tiempo, cada vez lo veía más y más lejos. Estaba caminando hacia atrás, despidiéndome de él, en lugar de saludándolo.
               O eso me decía mi parte negativa, que cada vez estaba ganando más y más peso, por mucho que yo se lo impidiera.
               Y todo por el estúpido The Weeknd.
               -He intentado hacer los deberes de Mates. Son imposibles, ¿no crees?
               -Yo ni siquiera les he echado un vistazo. Lo siento.
               -No te preocupes, Saab-Momo volvió a darme un beso en la sien, tirando de mí con cariño, haciéndome avanzar en lugar de estancarme en aquel pozo de autocompasión-. Tomaremos apuntes más rápido de lo normal, y con más interés, ¿te parece?-ofreció, animada, y yo la miré, siendo plenamente consciente de la inmensa suerte que tenía de que Momo fuera mi amiga. No había nadie como ella, nadie que me aguantara con tanta paciencia todas mis épocas difíciles, nadie que me tendiera la mano con amabilidad y cariño cuando me caía, ofreciéndome levantarme con más ánimo que cuando había besado el suelo.
               Bueno, sí que la había. Por esa persona estaba así.
               Al menos, ese día, mis amigas consiguieron distraerme. El departamento de Literatura había empezado a preparar el festival del Día del Libro, que Scott siempre se había tomado con mucha responsabilidad por coincidir con su cumpleaños. Siempre hacíamos juegos que tuvieran que ver con obras o autores relacionados con una temática que aún estaba por decidir, y precisamente de eso teníamos que debatir en clase, defendiendo a muerte un punto de vista en el debate final que tendría lugar el viernes. Taïssa, Kendra y Momo estuvieron muy atentas conmigo, escuchando mis tímidas sugerencias en lo que a ideas respectaba, todas girando en torno al amor o la felicidad, temas muy trillados pero que siempre eran una apuesta segura (y precisamente lo que no querían los profesores).
               -Sí, deberíamos hablar del cambio en las mujeres en las novelas de amor, desde el inicio hasta la actualidad.
               -O cómo el modelo de felicidad ha cambiado para ellas; en el siglo XIX, tenían que casarse para poder ser felices, pero ahora lo que se busca es el desarrollo personal.
               -¿Sabéis? Eso me recuerda al libro que leí el mes pasado…
               Yo me entretenía escuchándolas. Incluso me animaba un poco. Estar con mis amigas era como recargar las pilas; tanto, que al final, terminé sacando el libro de Naturales y colocándolo disimuladamente entre mis piernas y la mesa, para intentar estudiar algo sin que la profesora se enterara. Por supuesto, cuando me pillaron, Kendra y Momo me cubrieron mientras Taïssa continuaba escribiendo en su libreta, reforzando la teoría de que estaba buscando una idea muy interesante que había leído en un apartado del tema de biología en el que se ponían en duda los estudios que determinaban que las mujeres éramos genéticamente más empáticas y sensibles. Kendra hizo un trabajo excelente convenciendo la profesora, y cuando se marchó, casi convencida de que tendríamos que elegir ese tema, se giró y me ofreció pasarse el recreo estudiando en la biblioteca.
               Cosa que ella detestaba, pero me quería tanto que sabía lo mucho que me preocupaba de cuidar mi media para tener la mayor cantidad de opciones disponibles a la hora de ir a la universidad… y también sabía lo poco que podía hacer estando la situación de Alec como estaba.
               De modo que, en cuanto sonó la sirena, recogimos nuestras cosas y pusimos rumbo a la biblioteca, en la que nos encontramos a unos cuantos compañeros de clase salpicados aquí y allá, entre los alumnos de último curso aprovechando para dar el último repaso a sus exámenes. Nos sentamos en una esquina de una de las alargadas mesas del fondo, desparramando nuestras cosas por toda la superficie, y consultando los esquemas que Taïssa había hecho a modo de repaso. Sus esquemas eran legendarios: como chuletas, pero muchísimo mayores (del tamaño de folios), contenían toda la información de un tema, sin importar lo extenso que fuera, en tan solo una cara, de modo que tenías toda la información a golpe de vista.
               -Jo, me encanta tu letra, Taïs-comenté en voz baja, y Taïs, Ken y Momo se miraron y se sonrieron. Había conseguido distraerme un poco de todo lo que me rodeaba, hasta el punto de conseguir hacerle un cumplido a una de mis amigas.
               Sé que no parece mucho, pero créeme, en mi situación, lo era.
               -¿Cómo lo ves?-preguntó Momo, y suspiré.
               -Voy a suspender.
               -¿Qué dices? Es imposible que suspendas. Eres como la reina de los estudios. Lo sabes todo-me recordó Kendra, ignorando el siseo que le dedicó un estudiante de último curso volcado sobre sus apuntes.
               -No lo sé todo, tía. Necesito preparar los exámenes, pero con éste no he podido.
               -¿Quieres que hagamos chuletas rapidísimamente?
               -¡Shh!
               -¡Shh tú!
               -¡Ni de coña! No voy a copiar-protesté, escandalizada. Ése no era mi estilo. Mamá no me había criado para que fuera una tramposa.
               -Bueno, yo sólo lo sugería.
               -La cosa no está tan mal, después de todo. Saab quizá baje del Sobresaliente, pero por lo menos sigue siendo honrada-bromeó Taïssa, y Momo soltó una risita por lo bajo que se convirtió en un sonoro siseo de las cuatro cuando el mismo pesado de último curso nos mandó callar.
               -¡Eres pesadísimo!
               -¡Métete en tus asuntos!
               -¡Si te preocuparas de verdad por tu examen, no estarías poniendo la oreja!
               -¡Cierra la boca!
               El chico se sacó unos auriculares del estuche, exhaló un sonoro gruñido que hizo que toda la biblioteca lo mirara, y se puso a escuchar música.
               -Si tan fácil era, ¿por qué no lo ha hecho antes?-protestó Kendra.
               -Porque es un chico-contesté-, no les da la cabeza para ello.
               Mis amigas alzaron las cejas. Yo me encogí de hombros y volví a los esquemas de Taïssa.
               Conseguí centrarme y memorizar bastante antes de que sonara el timbre para volver a las clases, y con ánimos renovados, continué estudiando incluso por el pasillo.
               Habría hecho el examen concentradísima, e incluso sorteando el Notable y rascando el Sobresaliente (ya que justo nos preguntaron lo último que yo había sido capaz de estudiar, como le pasaba a Scott, que hacía selección de los temas y siempre le pedían lo que había escogido), de no ser porque tuve una distracción terrible: mi padre.
               Mientras esperaba a que abrieran la puerta de clase, levanté un segundo la cabeza para resolverle una duda a Taïssa en el preciso instante en que papá hacía acto de presencia en el altillo del pasillo. Habría pensado que se dirigía a una de sus clases y quería aprovechar para pasar a saludarme y ver qué tal estaba, de no ser por la forma en que su expresión cambió radicalmente, de la determinación a la duda, cuando me vio con un libro en la mano. Recordó, de repente, que le había comentado hacía unas semanas que me habían puesto ese examen ese día, precisamente un lunes, con lo que yo detestaba estudiar los domingos.
               -Bueno, siempre puedes estudiar los sábados-bromeó papá, y yo le había fulminado con la mirada.
               -Eso no tiene ninguna gracia, papi-había protestado yo, haciendo un mohín que a él le había parecido adorable y que le había empujado a comerme a besos. Cómo cambiaban las cosas. Hacía un par de semanas, papá no necesitaría ningún estímulo para ponerse cariñoso conmigo, pues sabía que yo le devolvería con creces el favor.
               Ahora, no obstante, me daba mimos porque me notaba triste, y se frustraba al ver que yo era incapaz de animarme lo suficiente como para participar en sus juegos.
               -Mierda-leí que decían sus labios, y fruncí el ceño, preguntándome qué le habría pasado…
               … hasta que me fijé en que sostenía el móvil contra su oreja.
               De repente, caí en que no había mirado mi teléfono ni una sola vez. Dejé caer mi mochila en el suelo, revolví hasta encontrar el estuche, lo abrí, y extraje el móvil del interior. Accioné el botón de bloqueo, y como me temía, me encontré con el dibujo de una pila descargada indicándome que debía cargar la batería.
               Me puse en pie como un resorte, mirando la pantalla de mi teléfono sin poder creerme que no me hubiera acordado de él hasta ahora. Había dejado que se descargara durante la noche, tan obcecada estaba con darle vueltas a la idea de que Mimi tenía la clave del despertar de Alec. Y ahora no había manera de contactarme.
               -¿Qué pasa, Saab?
               -¿Podéis ponerme a cargar el móvil? Tengo que hacer una cosa.
               -Pero, ¿y el examen…?-empezó Taïssa, pero yo ya me estaba alejando a la carrera, abandonando la mochila entre los pies de mis amigas. Papá había dado la vuelta y sorteaba a los estudiantes que le iban en dirección contraria, tratando de poner distancia entre nosotros.
               -¡Espera, espera!-le pedí, pero papá no me hizo el menor caso, hasta que dije la palabra mágica, ésa que hacía que todo el mundo se detuviera y nos mirara-. ¡PAPÁ!
               Como ya me esperaba, todos los que me rodeaban se detuvieron y clavaron los ojos en mí. Sabrae Malik, la hija del de Literatura, Zayn, el que también es cantante, pidiéndole un favor a su papaíto. Qué sorpresa. Normal que sea la primera de su clase; seguro que papi convence a sus compañeros de que sean más benevolentes corrigiendo con ella.
               Papá hundió los hombros, agachó la cabeza, suspiró y se volvió.
               -¿Qué pasa?
               -Nada.
               -Mientes fatal, papá. ¿Qué pasa? Venías a verme, ¿verdad?
               Dado que sabía que no era capaz de mentirnos a las chicas de su vida (no a mí, no a Shasha, no a Duna, y por supuesto, no a mamá), papá simplemente se limitó a quedarse callado, mirándome fijamente. Recordé todo lo que había hecho por nosotros, por su familia, desde el principio: compartiendo lo justo con el mundo para satisfacer la curiosidad de las fans, pero siempre cuidando con celo de su privacidad, manteniendo bien separados los dos aspectos de su vida: su fama y su paternidad, impidiendo que se conectaran incluso cuando contaminaba su arte con su familia, como había hecho con la canción que había compuesto para ser tocaya mía.
               Haría lo que fuera por protegernos.
               La cuestión es, ¿yo necesitaba que me protegieran?
               -Te he visto hablando por teléfono, y yo tengo el mío sin batería. Ha pasado algo, ¿a que sí?
               Papá se relamió los labios.
               -Por favor, papá-supliqué, con los ojos llenos de lágrimas. Tragó saliva y suspiró profundamente, como si odiara lo que me tenía que decir.
               Ya estaba.
               Mimi tenía la clave.
               Pero en el mal sentido.
               Igual que le había dado la vida, también se la había quitado.
               -¿Es Alec?-debería decir que pregunté, pero en realidad, lo que hice fue chillar.
               Papá asintió con la cabeza.
               -Sí, es Alec.
               -¿Se encuentra bien?
               -Tienes un examen, Sabrae-me dijo-. Si te lo cuento, no lo vas a hacer.
               -Me da igual el puto examen-rezongué, notando las lágrimas calientes bajarme por la mejilla. ¿Por qué no me abrazaba? ¿Por qué no se acercaba y me estrechaba entre sus brazos? ¿Por qué no me mentía y me decía que todo iría bien? ¿Por qué no intentaba consolarme incluso cuando yo ya no tenía consuelo?
               Alec no iba a despertarse.
               Alec… era pasado. Yo tenía futuro; él, no. Así que mi futuro no me interesaba.
               -Dímelo-rogué-. Dímelo. Dime que ya no tengo razones para vivir.
               Papá dio un paso hacia mí. Solo uno. Pero fue una zancada, así que me puso al alcance de su mano, y me la cogió. Sentí en el tacto la energía de un mundo oscuro, el mundo que se hacía real a través del primer consuelo que iba a recibir.
               Sabrae Malik, pondría mi epitafio. Muerta en vida durante seis segundos, la viuda más joven de la historia, primera y única en adquirir esta condición sin tan siquiera haber sido nueva.
               La entierran sin corazón.
               -Sí que las tienes, mi niña-me dijo, pegándome a su pecho y acariciándome la cabeza-. Claro que las tienes.
               -No-sollocé-. No, papá, yo no…
               -Él está bien.
               Y entonces, dijo unas palabras rarísimas. La primera, “está”. La segunda, “despierto”.
               Levanté la cabeza y lo miré sin comprender. Está despierto. Está despierto. ¿Qué coño significa está despierto?
               Mi corazón se detuvo un instante; mi cerebro era incapaz de trabajar a la suficiente velocidad con todo el ruido que había en el ambiente, de manera que ordenó silencio durante unos segundos.
               -Y ha preguntado por ti.
               Está
               DESPIERTO.
               ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ESTÁ DESPIERTO!!!!!!!!!!!!
ESTÁ
DESPIERTO
               El corazón ganó entonces la batalla a la razón, igual que la primavera siempre vencía al invierno. El mundo se desperezó con la luz de un nuevo día, un amanecer precioso, dorado y sonrosado, que ocurría a media mañana. No había nubes, ni sombra, ni tampoco oscuridad.
               Alec estaba despierto.
               Alec estaba bien.
               -Gracias-jadeé, no sé a quién: si a mi padre, si a Dios, o a mí misma por haber sido lo bastante fuerte como para haber sobrevivido. Había algo igual de horrible que yo siendo viuda de Alec: él siendo viudo de mí.
               Pero ya había pasado todo.
               -Gracias, gracias, gracias…-recité a la velocidad del rayo. Papá me acarició la espalda, dejó que llorara en su pecho, y alucinó cuando me separé de él y eché a correr en dirección a las escaleras.
               -¿Adónde vas?
               -¡VOY A VERLO!-chillé, bajando a toda velocidad, y le escuché correr tras de mí, puede que para impedir que me cayera, o para abrirme las puertas que yo no viera de tan acelerada que estaba, o… 
               … para traicionarme y cogerme del brazo.
               -De eso nada-respondió, tirando de mí-, tienes un examen que hacer.
               -¿¡Es coña!?
               -No, señora-sentenció papá, arrastrándome de  vuelta al pasillo, ignorando mis sonoras protestas-. Oye, a mí me hace la misma ilusión que a ti que hagas este puto examen, pero entiéndeme, niña: ¿sabes el pollo que me va a montar tu madre como se entere de que te he dejado saltarte un examen?
               -¡Es tu mujer, papá! ¡No será la primera vez que te pelees con ella!
               -¡Es abogada!-me recordó-. ¡Cuando termine conmigo, me tendréis que recoger con el recogedor y meterme en una urna! ¡De eso nada! No pienso dejar que me machaque por lo ansiosa que eres, ¡tengo una puta canción cojonudísima que va a ganar un Grammy metida en la cabeza, y todavía no he terminado de grabarla! Cuando acabe con ella, que tu madre me mate si quiere, pero… ¡SABRAE!-bramó cuando le mordí el brazo para que me soltara, y me cruzó la cara de un tortazo, que no voy a decir que no me mereciera, porque sí que lo hacía-. ¡Vete a clase AHORA MISMO o llamo a tu madre, y entonces te puedes preparar!
               -¡¡¡No le tengo miedo a mamá!!!
               -¡¡¡Lo cual demuestra que eres una putísima inconsciente!!! ¡¡Tira!!-ladró, dándome una palmada en el culo y subiendo las escaleras tras de mí. Esperó en el aula mientras el profesor repartía los exámenes, y yo lo fulminé con la mirada durante todo el rato, hasta que me di cuenta de que él no se iba a ir hasta que yo no escribiera en el papel.
               Así que escribí mi nombre. Comprobé que él se despedía de su compañero con un “adiós, Bertie”. Salió del aula.
               Conté un minuto entero, el más largo de mi vida, y entonces me levanté, troté hasta la mesa del profesor y le entregué la hoja en blanco.
               -Pero, ¿qué es esto, Sabrae?
               -Mi examen. No me sé nada. Lo siento. Me tengo que ir.
               -Pero…
               -Lo prepararé más para la recuperación, lo prometo-aseguré, agachándome para recoger mi cartera (tendría que coger un taxi para llegar cuanto antes al hospital) y dejando la mochila junto a Momo, para que ella me la llevara a casa. Toda la clase alucinaba.
               Salí por la puerta con toda la dignidad del mundo, y luego, eché a correr hacia la salida, con tan mala suerte que me di de bruces con papá.
               -¿Adónde cojones te crees que vas?
               Giré sobre mis talones y volví por el pasillo, en el que me tenía acorralada. Papá empezó a soltar improperios, me dijo que debería darme vergüenza, que era la vergüenza de la familia (algo que mamá siempre nos decía si la cabreábamos lo suficiente, y que hacía que Scott y yo nos partiéramos de risa y nos ganáramos un tortazo), que no sabía de dónde lo había sacado…
               De modo que, como vi que mi herencia acababa de esfumarse y que ya no podía caer más bajo para mi padre, decidí que tenía que tenía que llevar la última expresión a lo más literal posible.
               Así que me abalancé hacia la ventana y la descorrí a la velocidad del rayo.
               -¿PERO, QUÉ HACES?-tronó papá.
               -¡ME VOY!-anuncié, subiéndome al radiador y escalando hacia la ventana.
               -¿POR LA VENTANA? ¡ESTAMOS EN UN SEGUNDO PISO!
               -¡ABAJO HAY SETOS! ¡AMORTIGUARÁN MI CAÍDA! ¡ADIÓS, PA…!-me despedí, pero él me cogió de la cintura y me alejó de la ventana, tirándome al suelo. Empecé a luchar para levantarme, detestando no poder usar mis conocimientos como reina del kick boxing con él precisamente por los lazos que nos unían, lo cual me quitaba una gran ventaja.
               -Para, para, ¡para!-ordenó papá, y yo me detuve y lo miré con desconfianza. Si Louis estaba de camino e iba a ayudarle, estaría en demasiada desventaja-. ¡Joder!-bufó-. Quién cojones me mandaría… con lo bien que estábamos tu madre y yo con Scott. ¡Me cago en Dios! Está bien, ¡coge tus cosas!
               -¿Para qué?-inquirí con desconfianza.
               -Te voy a llevar al putísimo hospital.
               -¡TE QUIERO! ¡ERES EL MEJOR PADRE DEL MUNDO!-celebré, dándole un beso, poniéndome en pie de un salto y entrando como un ciclón en la clase. Mientras recogía mis cosas, papá le pidió a mi profesor que le dijera a Louis, el nuevo jefe de estudios, que se iba.
               -Pero, ¿no tienes guardia de biblioteca?-quiso saber mi profesor.
               -Si Louis tiene algún problema… que me coma los cojones-sentenció papá.
               Cuando entró en el coche, yo ya tenía el cinturón de seguridad abrochado, había arrancado el coche y apagado la radio.
               -Corre, corre, corre-le pedí a la velocidad del rayo. Nos fuimos respetando todas las señales de tráfico y los límites de velocidad. Deseé estar en un coche patrulla o un camión de bomberos; así te dejaban vía libre, y no tenías que someterte a las mismas normas que el resto.
               Curiosamente, no pensé en las ambulancias. Demasiadas malas experiencias con ellas.
               -¿De verdad ibas a saltar por la ventana?-preguntó papá en un semáforo, muy cerca ya del hospital. Yo temblaba como una hoja cuando le miré.
               -Sí.
               Papá rió entre dientes.
               -La madre que me parió… y menos mal que hace un año no lo soportabas.
               -Hemos cambiado mucho, los dos. Ahora nos conocemos mejor.
               -Sí, ahora le conoces la polla.
               -¡PAPÁ!-protesté.
               -¡Es la verdad! Voy a hablar de esto con Sherezade. No pienso dejar que Shasha también se vuelva loca. Nada de chicos hasta que tenga, por lo menos, 30 años.
               -Shasha no va a tener novio en su vida. Le dais asco los hombres.
               Papá torció la boca, meditabundo.
               -Está bien, pues a Duna.
               -Shasha es la lista de la familia. Personalmente creo que esa opinión suya respecto a los hombres es lo más sensato que he oído nunca.
               -Sí, ya lo veo, doña “Me voy a tirar por la ventana para ir a ver a mi no-novio, con el que casualmente tengo una relación más formal que mis padres, que llevan casados 10 años”.
               -Papá, llevas más de 10 años casado con mamá.
               -Soy profesor de Literatura, no de Matemáticas. Y tu madre lo hace breve. Cuando quiere.
               Le sonreí.
               -Sabes que el semáforo lleva diez segundos en verde, ¿no?-me dijo.
               -Es que te pones muy guapo cuando hablas de mamá.
               Papá puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar sonreírme. Me dejó en la puerta principal del hospital, y esperó a que yo entrara como una loca para irse a aparcar. Ni siquiera pensó en que Scott estaría allí arriba, con los demás. Por mucho que le echara de menos, sabía que Alec y yo necesitábamos intimidad.
               Llamé al ascensor, pero tras tres segundos de espera, le pregunté a un enfermero dónde estaban las escaleras y subí a toda velocidad por ellas. No me faltó el aliento en ningún momento, a pesar de que nunca había hecho tanto esfuerzo. No tenía adrenalina en la sangre, sino sangre en la adrenalina. Podría haber corrido una maratón en media hora sin enterarme, siempre y cuando en la meta estuviera mi objetivo, mi glorioso e impresionante objetivo: Alec.
               Atravesé el pasillo y rodeé la puerta de su habitación casi derrapando, sin poder creerme que estuviera a punto de pasar lo que sabía que iba a pasar. Había demasiada electricidad en el ambiente como para que él no estuviera consciente.
               Y, cuando nuestros ojos se encontraron, todo el mundo se apagó.
 
Madre mía. Estaba guapísima, con su pelo alborotado, la falda arrugada, las mejillas encendidas y los ojos brillantes.
 
Dios mío. Estaba guapísimo. Increíblemente consciente, con los ojos brillantes, y su sonrisa torcida de siempre en la cara. No podía disimularla ni aunque quisiera. Tenía la barba más larga de lo que se la había visto nunca, las mejillas un poco chupadas, y unas ligeras ojeras en los ojos, pero yo nunca le había visto más guapo.
               -Debería darte vergüenza-me soltó-, ¿qué hacías, que no estabas al pie de mi cama cuando me desperté?
               Me reí.
 
Sabrae esbozó una sonrisa, una preciosa sonrisa que hizo que mi corazón brincara en el pecho, ignorando las costillas que me ardían alrededor. Sus ojos se humedecieron, intentando contener las lágrimas de felicidad al verme despierto, y muy bien. Joder, claro que estaba muy bien. La estaba viendo.
               Sin embargo, sabedora de que había un papel que interpretar, se puso una mano en la cadera y se mordió el labio.
               -Mi vida no gira en torno a ti, Alec.
               -¿Acaso no es ésa la mayor de las trolas?-espeté-. Justo por delante del…
              
 
-… heliocentrismo, y que el tamaño no importa.
               Negué con la cabeza, acercándome a él. En silencio, nos estábamos comunicando.
               Estás aquí.
               Estoy aquí.
               Estás despierto.
               Has venido.
               No podía no despertarme.
               No podía no venir.
               Avancé hacia él. Necesitaba tocarlo, confirmar que era real. Lentamente, preparándome para el impacto que supondría sentir la vida en su piel, coloqué la mano en las barras de metal que impedirían que él se cayera, y después, le acaricié la mano. Me la cogió a la velocidad del rayo, como si fuera a irme. Como si no tuviera todo el tiempo del mundo para hacerlo.
 
Sabía que tenía todo el tiempo del mundo para hacerlo.
               Pero cuando quieres a alguien como yo quiero a Sabrae, incluso mil vidas te parecen insuficientes.
               Me estremecí de pies a cabeza, sintiendo que una corriente eléctrica nos recorría a ambos. Eran nuestras energías, reequilibrándose después de tanto tiempo escoradas hacia un lado.
               ¿Realmente había existido esa semana en la que no había sido plenamente consciente de las caricias de Sabrae?
 
¿Realmente había existido en esa semana en que no había podido hundirme en la mirada de Alec?
               -¿Cuánto has tardado en venir?-me preguntó, y yo puse los ojos en blanco, sabiendo por dónde iban los tiros.
               -Como diez minutos desde que terminé el examen.
               -Vale-asintió él-. Pues descuéntalos de nuestro siguiente polvo.
               Me reí de nuevo.
               -O sea, que nos quedamos en dos, ¿verdad?
               -Cabrona-gruñó él por lo bajo. Le acaricié el mentón, y le noté derretirse.
 
Uf.
               Madre. Mía. Nena. Dame. Putos. Críos.
               Me rozó el mentón con el dorso de los dedos, y yo creí que me volvería loco. Me consumía un deseo voraz; necesitaba todo de ella, y mucho, muchísimo más.
               -No pasa nada. Me gustan los rapiditos.
               -Apuesto a que sí-sonreí, pensando en la cantidad de veces en que la había hecho llegar al orgasmo en tiempo récord… y en la misma cantidad de veces en que ella me había mirado a los ojos, completamente saciada, y me había dicho: “ahora, tú”.
 
               -Qué remedio me queda. Estoy acostumbrada al sexo efímero.
               Alzó las cejas, frunciendo ligeramente el ceño. Te prometo que no había visto a nadie tan guapo como él.
               -¿Sí? En cuanto me quiten los puntos, te me sientas encina, nena; ya te daré yo sexo efímero-sacudió la cabeza-. La madre que te parió.
               Me reí en voz baja, y luego, me hundí en sus ojos.
               No sabes cómo he echado de menos mirarte.
               Ojalá supieras que a mi alma le ha cundido este tiempo separados como mil años, Saab.
               Nada va a volver a separarnos, Al. Nada.
               Algo se movió en el límite de mi campo de visión… y me volví.
               No me había fijado en que la habitación estaba llena hasta que Tommy no se movió. Todos sus amigos estaban allí: Karlie, Tam, Bey, Jordan, Logan, Max, Tommy, e incluso Scott. Es curioso: si bien me alegraba de ver a mi hermano, era muy, muy en el fondo.
               Ahora mismo, Alec tenía el monopolio casi absoluto de mi felicidad.
               Alec me acarició los nudillos, reclamando la atención que le había negado.
               -Todo el mundo fuera-ordenó Tommy, y nadie rechistó. Salieron obedientemente, ordenados y eficientes, dejándonos solos.
               Una extraña sensación de vértigo se instaló en mi estómago. Intenté recordar la última vez que me había puesto nerviosa estando con Alec a solas.
               Y me di cuenta de que fue en nuestra primera vez.
 
¿He dicho alguna vez que Tommy Tomlinson es un puto dios infravalorado, el mejor amigo que uno puede tener, y que se merece todo lo bueno del mundo?
               ¿No?
               Bueno, pues don Tommy Tomlinson es un puto dios infravalorado, el mejor amigo que uno puede tener, y se merece todo lo bueno del mundo.
               Si hubiera estado en condiciones, me habría levantado de la cama y le habría besado los pies por decirles a los demás que se fueran para dejarnos solos a Sabrae y a mí. No era imbécil: sabía que se pondrían a cotillear a través de la ventana, pero nada nos arrebataría la sensación de intimidad que tendríamos estando solos.
               Sabrae me miró cuando todos hubieron salido, se acercó la silla de los acompañantes, y se sentó alisándose la falda. No rompió el contacto visual conmigo en ningún momento, lo cual le agradecí.
               Igual que me gustaba ver su expresión cuando me hundía en ella, también quería ver cómo cambiaba su mirada cuando pasara a ser mía.
               Porque no te equivoques, colega lector: llevaba sabiendo que ella aceptaría ser mi novia desde que abrí los ojos.
               Por eso tenía tantas ganas de verla (bueno, por eso, y porque es guapísima, está buenísima, es graciosísima, buenísima, y yo la adoro).
               Porque estaba hasta los cojones de no ser oficialmente suyo.
              
-¿Estás bien?-le pregunté con un hilo de voz, afinando el oído para escuchar el timbre nervioso que había oído en el aire. Me latía el corazón a mil por hora. Estiré la mano instintivamente y le acaricié la suya. Llevábamos demasiado tiempo separándonos como para no estar tocándonos todo el rato.
               -Bueno, menos por los cables, los tornillos y tal…-hizo una mueca y sonrió, agotado-. Pero… sobreviviré.
               -Yo… tenía el móvil apagado. Sin batería. Lo siento.
               -No pasa nada.
               -No he podido venir antes.
               -Que no pasa nada, Saab. Tenías un examen, y eso es…
               -Lo he entregado en blanco. No podía concentrarme. A decir verdad-sonreí-, ni siquiera recuerdo lo que me han preguntado.
               Sonrió.
               -Doña Estudios, sacando un cero. Vivir para ver. Literalmente-comentó, riéndose, y yo sonreí, notando los ojos húmedos-. Bueno, lo que importa es que estás aquí.
               Sabía reconocer perfectamente eso: era un pie. Me tendía la mano, y me sacaba a bailar. Era hora de dar el siguiente paso de lo que, esperaba, fuera una danza larguísima. De mil años, por lo menos.
               -Alec…-empecé entono vacilante, y la sonrisa de él se ensanchó un poco más.
               -Me gusta ese tono. Me invita a pensar que voy a disfrutar de esta conversación.
               Puse los ojos en blanco, pero supe que no me estaba desconcentrando a propósito. O, por lo menos, no para fastidiarme, sino más bien lo contrario: me tomaba de la mandíbula, me decía que podía con él, que me dilataba, y poco a poco se hundía en mí.
               Salvo que esta vez, a mí me gustaba desde el principio.
               Así que tomé aire y, muy lentamente, disfrutando del proceso y eligiendo las palabras, empecé.
               -Cuando me enteré de lo de tu accidente, yo… vine a verte nada más saberlo. No me separé de ti hasta que las enfermeras no me echaban para casa. Me dieron privilegios de horarios, pero toda paciencia tiene un límite.
               -Entiéndelas, bombón-sonrió él, señalando su cuerpo-. Me querían sólo para ellas. ¿Puedes culparlas?
               -Se me paró el corazón-continué-, no podía respirar.
               Recordar aquello era demasiado duro; suerte que él ya era él otra vez, y me cogió la mano y me besó el dorso.
               -Si llego a saber que tenía que estamparme con la moto para que me hicieras este caso, habría ido derechito hacia un muro hace mucho, mucho tiempo-bromeó. Sonreí, me toqueteé las trenzas, y me llevé su mano a los labios. Qué cálida me parecía ahora que volvía a estar viva.
               -Estaba aterrorizada. Por mí, por lo que me hizo saber lo que te había pasado, por ti…
               -Ah, menos mal. Ya pensaba que sólo te ibas a preocupar por ti en este asunto-rió, apoyando la cabeza en la almohada, y yo sonreí. Me relamí los labios.
               -No podía dejar de pensar en lo que te dice hace meses. Fui tan tozuda-jadeé, negando con la cabeza, recordando cómo había sido tajante en mi negativa-. Mi peor pesadilla era venir un día y ver que tu cama estaba vacía, pero incluso mi yo más egoísta tenía que ceder ante esa posibilidad. Porque aunque tú seas mi dios personal, Alec-sus ojos chispearon; él sabía lo importante que era mi fe para mí, y que lo pusiera a la altura de quien se suponía que no debía compartir su posición con nadie era muy ilustrativo de lo muchísimo que me importaba-, y los sentimientos que me despiertas no puedan ser de este mundo de tan hermosos… eres humano. Igual que yo. Tienes el tiempo en este mundo contado, por muy injusto que eso me parezca.
               »El caso es que… he tenido muchísimo tiempo para pensar, y pensar, y pensar. Y tú no te ibas de mi cabeza ni aunque intentara hacer el esfuerzo de sacarte de ella, aunque lo cierto es que jamás lo intenté. Pensar en ti y sufrir el equivalente a lo que tú estabas sufriendo me parecía penitencia suficiente para todo lo que te he hecho estos meses. Me he dado cuenta de que he sido una imbécil por no querer estar contigo, y una estúpida, y una gilipollas por pensar que podría pararlo, además de una cabrona y una egoísta, y… oye, párame cuando quieras, ¿eh?-bromeé, y Alec sonrió.
               -Es que de momento estoy de acuerdo contigo en todo.
               Los dos nos reímos, y él me acarició la cara.
               -Nunca pensé que llegaríamos a esto. De todas las personas del mundo… y pensar que te he tenido al alcance de la mano toda la vida, y no he querido conocerte hasta ahora. Me he sentado cada día durante siete días a cogerte de la mano y tratar de traerte de vuelta porque tengo que darte las gracias. Gracias por dejar que me cuestione cosas de mis orígenes, y ayudarme a entender que cuestionarme eso no implica dudar de mí, de mi familia, ni de mi futuro. Gracias por dejarme incluirte en ese proyecto de futuro. Gracias por enseñarme lo que es ver el sol. Gracias por enseñarme lo que es el amor. Gracias por hacerme reír como nadie, disfrutar como nadie, e incluso sufrir como nadie. Gracias por hacer que haya vivido en tan solo unos meses lo que muchos se pasan toda la vida buscando. Gracias por haber dejado que te conociera.
               Alec me sonrió. Tenía los ojos anegados en lágrimas.
               -Gracias por ser Alec. Y gracias por hacerme ser Sabrae. Sabrae no es la cobarde que le pone frenos inútiles a sus sentimientos, sino la que vive cada día como si fuera el último, ríe a carcajadas, llora a moco tendido y, sobre todo, quiere a rabiar. Porque lo hago. Te quiero, Alec Theodore Whitelaw. Con tus tonterías, tus protestas, en tus días malos, y en tus días buenos. Te quiero cuando estás inconsciente y te quiero cuando estás consciente. Te quiero cuando me abrazas en la cama, cuando me besas mientras lo hacemos, cuando me guiñas el ojo desde el otro extremo del pasillo, o cuando me mandas un mensaje simplemente para recordarme que tú estás aquí, en mi vida. De donde no quiero que salgas. No quiero ver ningún amanecer, a no ser que sea a través de los vídeos que me envías cada mañana. No quiero dormir en otra cama que no sea la tuya, o la nuestra en casa de mis padres, o la de un hotel que hemos reservado juntos. No quiero crecer y convertirme en una mujer que no es lo bastante libre como para entregarse al hombre al que ama, y ese hombre eres tú, Alec.
               Le cogí el rostro entre las manos y le acaricié la mandíbula.
               -Sé que no me lo merezco, así que no te voy a preguntar si tu oferta sigue en pie…
               -Sigue en pie-respondió él apresuradamente, y yo me reí.
               -¿Temes que cambie de opinión?
               -No. Quiero que sepas que Scott me dijo que, como no te esperara, lo lamentaría toda mi vida. Y que sería si intentara gilipollas si intentara pasar página y olvidarme de esto, Saab.
               Tragué saliva y lo miré. Y lo miré, y lo miré.
               -Por suerte, en todas las familias hay un hermano guapo y un hermano listo. Y, en la mía, yo resulto ser los dos-se jactó. Sonrió. Sonreí-. Así que claro que sigue en pie, nena. Seguirá en pie por siempre-me acarició el hombro y siguió la línea de mi cuello, masajeándome la mandíbula con su pulgar.
 
¿Me dejas narrar?
 
No. Ahora es mi turno.
 
Bueno, me la suda. Sólo quería decir que te quiero muchísimo y que no me imagino una vida sin ti.
 
Eres de tonto…
               -Pues la acepto-sonreí, exultante. Nunca había sido tan feliz.
 
Yo tampoco.
 
Me pregunté si sería posible morir de felicidad igual que de pena, si había algo parecido a una sobredosis de serotonina.
 
Yo también.
 
¡Déjame a mí! Te estás cargando la emoción del momento.
 
Vaale. Te quiero, mi amor.
 
Yo también te quiero.
               -Aunque no sé si se me dará bien esto de estar en pareja-bromeé-, ni a ti ser monógamo, pero…
               -Venga, amor. Si estamos casados-sonrió Alec, acariciándome la mejilla y haciendo que me echara a reír-. Además, yo soy como un perrito. Leal a muerte. Soy un Golden Retriever-se jactó.
               -A mí me recuerdas, más bien, a un chihuahua.
               -Mira, Sabrae-protestó, incorporándose un poco en la cama-. Si queremos que esto funcione, vamos a tener que admitir que soy masculino como un Golden Retriever. Un chihuahua no me sirve.
               -Los chihuahuas son monos. Los puedes llevar en el bolso.
               -Los chihuahuas son ratas-sentenció, tozudo. Puse los ojos en blanco y me eché a reír.
               -Está bien. Puedes ser un Golden Retriever, si…
               -¿Perdón? ¿Cómo que si…? ¿Tengo que recordarte que me acaban de abrir en canal? Dame un respiro.
               -Calla y escucha mis condiciones. Si queremos que esto funcione-le miré con intención y él puso los ojos en blanco-, tenemos que escucharnos el uno al otro.
               -Está bien, está bien. A ver, ¿qué me vas a imponer ahora? ¿Es un trío?-preguntó en un susurro-. ¿Con Chrissy, como acordamos?
               -Mejor.
               -¿Mejor que un trío con Chrissy? Ay, mi madre. ¿Vamos a hacer una orgía con Diana también?
               -¡Calla y escucha!-se acomodó en la cama, impaciente, y yo me reí. Carraspeé, tragué saliva y continué-. Bien, como te iba diciendo… no te voy a preguntar si tu oferta sigue en pie. Aunque ya la haya aceptado-añadí apresuradamente al ver la cara que me ponía-. A cambio… te voy a hacer otra.
               -¿Cuál es?
               -Sal conmigo. Déjame presumirte delante de todo el mundo, llevarte a reuniones familiares y obligar a mis amigas a aguantarte. Hacerte regalos ñoños, celebrar por todo lo alto nuestro aniversario, y poder exigirte todos los besos que yo quiera, y ponerme de morros cuando tú te canses de mí y sentencies que no me vas a dar más. Déjame poder decirte que te quiero cuando a mí me dé la gana, porque va a ser a todas horas. Y déjame tener el gran placer de escuchar cómo dices que soy tuya. Incluso aunque no pueda ser de nadie. Quiero ser tuya, Alec. ¿Me dejas ser tuya?
               -Pues claro que sí-sonrió él, inclinándose para besarme. Dios. Nuestro primer beso en nuestra nueva vida juntos. Me puse rígida de los nervios, pero luego me dije “sólo es Alec”. Y me puse más nerviosa aún.
               Porque no podía ser “sólo” si se trataba de “Alec”.
               -Eres una reina, Sabrae Malik-murmuró, admirado, contemplando mis facciones.
               -¿Por qué?
               -Porque me lo dices precisamente en el único momento en que no podemos echar un polvazo de celebración. Eres la reina, chica-bromeó, y yo me eché a reír. Estaba eclipsado por mi belleza. La verdad, nunca me había sentido tan bien-. Oye, nena… en la boca no tengo puntos, ¿sabes?
               Jadeé una risa, me puse en pie, tiré de la barra para bajarla y que no nos molestara, y le besé.
 
Me besó.
               A mí.
               A su novio.
               ¡Hola! ¡Soy su novio!
 
ERES INSOPORTABLE.
               El beso fue lento incluso para uno de película, mágico incluso para un cuento de hadas, emotivo incluso para una despedida, porque no era una despedida, sino todo lo contrario. Lo alargamos todo lo que quisimos, con el tiempo en nuestras manos, haciendo pequeñas pausas para que Alec pudiera respirar, y yo reírme, apoyando la frente sobre la de él e inhalando su delicioso aliento. Miré por el rabillo del ojo las constantes vitales de Alec, y me mordí la sonrisa al ver que se le habían disparado las pulsaciones.
               -¿Te duele?-le pinché. Sabía que no.
               -Sólo cuando paras-me respondió.
               -Entonces, se te va a olvidar lo que es el dolor, porque no pienso parar de hacerlo-contesté, acercando mi boca de nuevo a la suya.
               -Lo dudo. Cada día que pasa, te pones más guapa.
               -Calla. Exagerado…
               -¿Me lo dices otra vez?
               -Exagerado-repetí, riéndome de él de forma cruel.
               -No. Lo otro-protestó, como un niño pequeño-. Porfa, que estoy convaleciente-me recordó, y yo me reí de nuevo, entrelacé mis dedos con los suyos, y repetí:
               -Te quiero, Alec Theodore Whitelaw.
               Y continuamos besándonos, disfrutando el uno del otro, y de la vida que se extendía ante nosotros, con un amplio abanico de posibilidades, todas preciosas, porque no contemplábamos ninguna en la que no estuviéramos nosotros.
               Y me di cuenta de una cosa: el romanticismo no está en los lugares bonitos, en los detalles caros o en las declaraciones trabajadas. Está en los “te quieros” verdaderamente sentidos, y en decirlos sin miedo, con todo el orgullo del mundo. Porque creía que lo que más podía enorgullecerme era ser negra en un mundo de blancos, ser musulmana en un mundo de cristianos, ser bisexual en un mundo de heterosexuales, ser buena en un mundo egoísta, feminista en un mundo machista, inteligente en un mundo nada curioso, o una mujer en un mundo de hombres.
               Pero lo que más me enorgullecía ahora era ser suya.



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1 comentario:

  1. Es muy heavy pasarte tres años esperando a leer un capítulo que ya has leído previamente solo exclusivamente por el significado que tiene, porque sabes que supone un punto y a parte para una historia que se ha convertido en todo para ti, aun cuando la empezaste pensabas que sería otra mas.

    No puedo expresar todo lo que he sentido leyendo este capítulo porque ha sido demasiado, desde el momento de Alec comenzando a ser consciente de todo lo que ha ocurrido, Sabrae y sus aventuras con las ventanas, la parte de Zayn que me ha hecho descojonar viva y EL MOMENTO (Si en mayúsculas)
    Ha sido increíble el discurso de Sabrae, me ha dejado prácticamente temblando y leerla por fin decirle con todas las letras a Alec el esperadisimo “Te quiero” ha sido ver una estrella fugaz en un cielo despejado Erika. Te has coronado con este capítulo ha sido jodidamente increíble y me tiemblan las piernas solo de pensar en todo lo que se viene a partir de ahora, va a ser legendario. No puedo esperar tía, estoy deseosa.

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