domingo, 4 de octubre de 2020

Enfermeras interinas.


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Aquellos pequeños lagos de luminosa esperanza se expandieron igual que un tipo de estrellas al final de su vida, justo antes de terminar apagándose para siempre. El proceso fue idéntico que con aquellos astros de los que dependía un sistema planetario completo: en los confines de aquel barrio a escala infragaláctica, el calor llegaba tan atenuado que parecía más bien una ilusión. La luz, sin embargo, era un elemento recurrente, lo único estable e infalible: si mirabas en la dirección adecuada, ahí estaría, aportando un sentido en el que caminar, una dirección que fijar en el mapa de ruta.
               Para los demás, apenas fueron unos instantes; incluso para Sabrae también fue así. Su mano apenas aguantó el contacto con la mía, demasiado cálida para ser la de un muerto, pero demasiado inmóvil para ser la de un vivo. Ese limbo al que me había desterrado el accidente de coche acabaría matándonos, si no conseguíamos acabar nosotros primero con él.
               Los tres lagos se unieron, hundiéndose en el dorso de mi mano cuando su palma me presionó levemente la piel… y justo cuando pensé que me lo estaba imaginando todo, y que de alguna manera mi vista se había perfeccionado hasta el punto de hacerme posible ver el calor, Sabrae retiró su mano de la mía y la luz desapareció.
               Echó a correr, lejos de mí, tan alterada por no ser capaz de salvarme, por no conseguir arrancar de mí una respuesta, del tipo que fuera, por primera vez desde que nos conocíamos, que empezaba a convencerse de que ése era el final. Supe como si lo estuviera pensando en voz alta que, ahora, se arrepentía de haber pasado a verme. El fin de semana le había regalado unos recuerdos idílicos a los que aferrarse si a mí me pasaba algo trágico y permanente, le había hecho conocerme siendo completa y absolutamente feliz, sin que ningún miedo me acechara. Me había visto riendo, gritando, viviendo sin reservas como no lo había hecho con nadie. El único que me había visto en ese camino de liberación era Jordan, e incluso a él le había negado verme como me había visto ella: tan vulnerable, tan complicado, que era imposible no quererme.
               Podría haberme recordado como deseara: abrazándola de forma estratégica, cubriendo sus partes íntimas mientras nos besábamos; gruñendo mientras la saboreaba en aquella cama, cantando a gritos cualquiera de las canciones que ya habíamos hecho nuestras, relajado en una terraza, nadando en el mar bajo su atenta mirada, comiéndomela con los ojos cuando fue ella la que fue a bañarse y después regresó a mí como una sirena a la que le salen piernas a voluntad, o incluso corriendo con ella al hombro mientras huíamos de aquel bar al que habíamos estafado. Acelerado, cachondo, divertido, entusiasmado o conmovido. Podría haberme tenido como quisiera, pero se había empeñado en entrar a verme, y ahora no podría sacarse nunca esa imagen de la cabeza: yo, tumbado en la cama, con mis constantes vitales en exposición.
               El sonido de mi corazón le gustaba cuando lo escuchaba al apoyarse en mi pecho y escucharlo a través de mi piel, directamente desde el órgano donde más le pertenecía, no cuando una máquina sin ningún gusto lo transformaba en un pitido tan uniforme que parecía imposible que no fuera controlado. Mi pulso tenía arritmias cuando ella se tumbaba encima de mí, mi corazón se aceleraba y se descontrolaba, se saltaba latidos o dividía uno en dos. Era bonito oírme latir, respirar, vivir, porque siempre iba acompañado de mi mano en su pelo, mis dedos recorriendo sus rizos, recordándole que lo que estaba escuchando era a la persona que más la amaba en el mundo, y no un tambor de guerra a lo lejos que anunciara destrucción y muerte.
               Nadie fue tras ella, a pesar de que Scott estuvo justo a su lado. Ahí estaba la primera diferencia entre los dos: mientras que yo habría corrido tras Sabrae sin importar las circunstancias, Scott tenía algo más importante que hacer allí. Tenía que conseguir que yo supiera que estaba a mi lado, igual que el resto de mis amigos, esperándome con tanta impaciencia que las horas se estiraban como lo hacían también para mí.
               No en vano, Scott era el hermano de Sabrae. Yo era su Alec. No éramos lo mismo.
               Y ella, ahora mismo, necesitaba a su Alec. Poco podía hacer su hermano en eso, más que esperar, darle espacio de duelo.
               Como si supiera que su deber era suplir a Sabrae cuando no estaba, ejerciendo de nuevo de esa postura en la que se había visto un poco desplazada, Bey avanzó hacia mí.
               -Reina B-jadeé al verla. Su aspecto no era mejor que el de Sabrae. Tenía el pelo enredado donde antes había sido siempre una nube esponjosa, cuidada con esmero y mimo; sus ojos estaban rojos, y unas profundas ojeras hechas de tristeza le daban aún más oscuridad a su mirada apagada. Extendió una mano hacia mí, una mano más rápida que la de Sabrae, que había dudado mucho antes de tocarme (como si temiera que sus peores miedos se confirmaran, como terminó pasando) y me tomó de la mano. Bey me la cogió, no como Sabrae, que apenas me la rozó. Parecía estar más preparada psicológicamente para el esfuerzo que supondría tocarme, y confirmar que aquello era algo más que una pesadilla colectiva de la que ninguno parecía capaz de despertar.
               Suspiró. Mi mano estaba tibia, más fría que de costumbre (mi cuerpo les parecía una estufa a todas las mujeres con las que me relacionaba, de ahí que muchas se acurrucaran a mi lado después de un buen polvo, ignorando el sudor y la necesidad de ir al baño), aunque no lo suficiente como para temer por mi vida. Se mordió el labio sin mostrarme los dientes, apenas hundiendo un poco la carne en su boca, y entonces, habló:
               -Más te vale salir de este coma-su voz era cariñosa, maternal, la voz que ponía cuando me notaba triste pero no sabía por qué. Francamente, a Bey le daba igual qué fuera la razón de que estuviera disgustado. Lo único que le importaba era conseguir animarme, y nada más. Tenía la confianza de que podía superar todo lo que me atormentara, y así había sido siempre, o al menos, hasta que llegó Sabrae.
               Se inclinó un poco hacia delante, acariciándome el mentón con unos dedos que no tuvieron el mismo efecto que los de Sabrae. También notaba un ligero calor, pero muchísimo más tenue, aunque no había ni rastro de la luz que se había paseado por mi piel cuando Sabrae me tocó.
               -Para que te pueda matar yo de una paliza-puntualizó, y yo me quedé pasmado. Mi cuerpo no reaccionó, pues poca comprensión tenía de unas palabras que no podía procesar por sí mismo. Yo, sin embargo, me daba por enterado.
               Me reí por lo bajo… y en ese momento, empezaron a hacerlo también mis amigos, lo cual me hizo sentir terriblemente bien, y a la vez, tremendamente mal. Bien, porque volvíamos a ser un grupo, porque estábamos juntos en eso, porque me sentía arropado y acompañado incluso cuando estaba en una dimensión diferente, una dimensión que parecía que sólo me pertenecía a mí; y mal, porque aquélla era la primera vez que nos juntábamos todos de nuevo, los nueve, desde mi cumpleaños, la víspera de que Tommy y Scott entraran en el concurso. Y que nuestro reencuentro fuera precisamente de esa forma, en la que reíamos por no llorar, en que no podíamos abrazarnos, no les tomábamos el pelo a Scott y Tommy por la cantidad ingente de fans que estaban creando, no les vacilábamos por lo mucho que se notaba que el programa los adoraba, no le tocábamos los huevos a Scott por las peleas que tenía con Jesy ni pinchábamos a Tommy con el hecho de que fuera culpa suya que hubieran tenido que hacer una canción completamente en español…
               … era, hablando claro, una putísima mierda. No nos merecíamos esto, ninguno de nosotros. Ni Scott y Tommy, ni el resto del grupo, ni yo. No deberían estar congregados en torno a una cama de hospital, apiñados en una UVI en la que tenían las horas contadas. Deberíamos estar todos juntos, saliendo a comernos el mundo, quemando Londres, emborrachándonos hasta el punto de no saber ya ni nuestros nombres, pero sí estar seguros de que nos queríamos con locura y no habría nada que pudiera separarnos, porque en aquel universo paralelo, los accidentes de tráfico eran noticias lejanas que se repetían en el telediario, algo que jamás nos pasaría a ninguno, pues todos éramos invencibles.
               Todos.
               Incluso yo, por mucho que me dijeran que tuviera cuidado, que como fuera tan chulo conduciendo como lo era con lo demás, terminaría dándoles un disgusto a todos ellos. Pero no lo decían en serio. O, al menos, no pensaban que pudiera pasarme esto. Como mucho, por sus mentes pasaba un esguince de muñeca, una pierna rota… pero no estar postrado en una cama de hospital, sin un pronóstico claro, sin ninguna señal de que las cosas fueran a mejorar.
               Al menos, la pierna rota la tenía, pensé con ironía, así que no andaban tan desencaminados cuando me advertían acerca de los peligros de conducir desconcentrado, o con lluvia, o demasiado rápido, o con temeridad.
               Sin embargo, sabía que, por mucho que a mis amigos les gustara tener razón, odiaban no haberse equivocado, pero, sobre todo, detestaban haberse quedado cortos en sus peores pesadillas.
               -Escúchame, hijo de puta-dijo Jordan, mi alma gemela, mi persona preferida, el que había estado conmigo desde el principio, el que me leía mejor incluso que yo mismo, el que me sosegaba cuando me sulfuraba y el que me azuzaba cuando estaba demasiado tranquilo-. Como te mueras, te mato, ¿me estás escuchando?
               -No te queda Inglaterra para correr como no te despiertes, puto desgraciado-me aseguró Karlie, mi niña, la que más me protegía de las bromas de los demás, la que reservaba webs con trucos para curar la resaca cuando me pasaba con el alcohol y me traía regalos de todas partes del mundo, patrocinadas por los viajes de sus madres.
               -Madre mía, la que te espera como no te despiertes, es que vamos a asustar hasta al demonio-intervino Logan, mi niño, mi protegido, el que me había hecho sentir más de fiar y más especial por ser yo el primero al que le confió su secreto, al que no me importaba acompañar donde fuera para asegurarme de que lo trataban como se merecía, el primero en empezar a reírse de mis bromas, por muy tontas que fueran, y el último en dejar de hacerlo.
               -Las cosas que hacen por atención, ¿eh, cabrón?-me pinchó Scott, mi rival preferido de todos, el que había contribuido a crearme, el que había hecho que mi vena competitiva no se viera frustrada cuando dejé de boxear, el primero al que miraba y el primero que me miraba a mí cuando veíamos a un pibonazo en una fiesta, animándonos la noche al otro no sólo por la posibilidad de sexo, sino por el interés de una sana competición. El que había encontrado a Sabrae. El que me la había dado. El que me había puesto una mano en el hombro y me había dicho que lo único que quería era que fuéramos felices cuando le conté lo que habíamos hecho, el que me recibía con una sonrisa en su casa, que se ampliaba un poco cuando le confesaba que, en realidad, ya no venía a verle a él.
               -Que sepas que, como nos echen del concurso, vendré personalmente a partirte la cara. Ya nos estás votando para que ganemos a mi hermana-me instó Tommy, el bebé del grupo, y sin embargo el más sensato, el que sacudía la cabeza y ponía los ojos en blanco y se mordisqueaba el puño cuando yo decía una subnormalada mayor que las demás para hacerlos reír a todos, el que me preparaba una tortilla un poco más gordita que las de los demás, el que me reservaba una caja de turrón cuando iba a España, el que me había asegurado que el grupo no se rompería por irse él y Scott al concurso, el que me había convencido de que yo era tan importante como ellos dos.
               -Sí, tío, ¡qué oportuno eres! Justo tienes que tener un accidente cuando faltan días para que estrenen el desfile de Victoria’s Secret. Que conoces a una de las modelos que participan, chaval, ¿seguro que quieres montar todo este paripé?-me recordó Max, el que siempre tenía un cigarro para mí en las fiestas, el que se marchaba con su novia sólo después de asegurarse de que todo estaba bien, el único al que le permitía llamarme “Alexander” porque él sólo me dejaba a mí llamarle “Maximiliam”, aunque Alexander no fuera mi nombre y Maximiliam tampoco fuera el suyo; con el que compartía la ración de nachos extra picantes que hacía Jeff y que el resto se resistían a probar, el que más me había vacilado con que terminaría más casado que él cuando conociera a la chica indicada cuando yo le pinchaba comentando “uf, el amor” en tono repelente en cuanto nos avisaba de que se iba a ver a Bella, el que les había dicho a Tommy y Scott que ya podían esforzarse en San Valentín, porque ahora competían también conmigo y yo era un oponente temible.
               -Por eso lo hace, precisamente: este paripé es lo único que va a montar en relación a esas modelos-río Tam, con diferencia con la que peor me llevaba del grupo, y eso que nos adorábamos, pero es que ella no soportaba cómo me hacía de menos; veía de qué era capaz y odiaba que no viviera a pleno potencial. Por eso me retaba cuando decía que me retiraba de la competición de beber de chupitos, por eso me vacilaba cuando le decía algo a su hermana, por eso ponía los ojos en blanco y me pegaba un corte cuando decía alguna estupidez: porque Tam sabía que era inteligente y odiaba que me comportara como si fuera imbécil, puesto que eso sólo hacía que yo me convenciera de que no era tan listo como ella creía.
               Todos empezaron a reírse de nuevo, la tensión del ambiente un poco más relajada. Bey cogió mi mano con las vías entre las suyas.
               -Te esperamos impacientes, osito-me dio un suave beso en el dorso de la mano, como si fuéramos los protagonistas de un cuento de princesas con los roles invertidos, en el que era ella la que me sacaba a bailar y no yo-. Ahora nos toca a nosotros-me prometió con dulzura, acariciándome los nudillos aún magullados, con raspones por el impacto. Sentí que un intenso amor salía a flote en mi pecho al percibir las energías de todos concentradas en mí, pero en especial, las de ella. Mi chica original, que había dado un paso atrás cuando Sabrae apareció en mi vida. Mi primer amor, mi mejor amiga, la que me quería tanto que me había animado a echarme en brazos de la chica de la que terminaría enamorándome, porque me quería para ella, sí, pero quería más que fuera feliz que tener el monopolio sobre mí y poder disfrutarme. La que me acariciaba la espalda en las fiestas, la primera en sonreír al verme, la que se reía más fuerte con mis chistes cuando estos eran realmente buenos, la que me explicaba pacientemente todo lo que yo no entendía y se enfadaba conmigo cuando dejaba de intentar las cosas, la que se inclinaba a darme un beso en el cuello cuando yo le pedía que me deseara suerte para ir a por una tía, tan sólo para susurrarme al oído “como si la necesitaras”.
               En un universo paralelo en el que Sabrae no existiera, o yo jamás hubiera probado la verdad y el destino en sus labios, Bey sería la que ocuparía su lugar. Nos habríamos esperado el uno al otro con la paciencia de Penélope, tejiendo nuestras vidas entrelazadas de forma que, cuando llegara el momento de juntarnos, lo único que quedara pendiente fuera hacer un nudo y disfrutar del cuadro completo. Yo me despertaría del coma y la vería allí, a mi lado, del que no se habría movido aunque eso significara apartarme de mi madre, y ella me sonreiría con los ojos llenos de lágrimas, y yo le sonreiría a ella y ella pensaría que todo el tiempo de sufrimiento habría merecido la pena, porque mis ojos son más bonitos cuando los ves en directo en lugar de en tu imaginación. Así empezaríamos nuestra vida juntos.
               Pero yo ya tenía a Sabrae. Ya tenía una vida con una chica distinta de Bey. Mi alma gemela no era mi reina B, sino mi bombón, aquel por el que me sacrificaría a la diabetes si es que en algún momento el azúcar me ocasionaba algún problema. Así que no sería Bey quien se sentaría pacientemente a esperar a que me despertara.
               Y, la verdad, era mejor. No porque me gustara lo que iba a sufrir Sabrae, tanto a solas como frente a mí, sino porque Sabrae era lo que yo necesitaba. No necesitaba alguien que se sentara a mi lado a esperar a que yo librara mis batallas; no necesitaba una paciente, sino una compañera. Bey había cumplido su papel cuando se quedó  en la discoteca con Tommy, y Sabrae más de lo mismo, acompañándome la noche que lo cambió todo. Para la única para la que el cambio en los designios del destino resultaría perjudicial sería para Sabrae, y detestaría toda la vida el dolor por el que iba a hacerla pasar, pero, sinceramente… por muy mal que suene, por muy cabrón y veleta, elegiría a Sabrae siempre antes que a Bey. Esperaba que no se diera jamás la tesitura en la que tuviera que escoger entre ellas, pero mi elección era cristalina para mí. Incluso podría pensar que ni siquiera tenía libre albedrío en ese sentido.
               Porque con Bey, por mucho que nos quisiéramos, nos idolatráramos e incluso nos deseáramos, no había chispa. No había luz. Nuestra conexión no era visible.
               Y con Sabrae, sí. Había sido ella la que me había puesto luz en la mano, y la que me pintaría de dorado cuando viniera a verme y me acariciara, recordando cómo había adorado en el pasado unos músculos cuya forma jamás sería la misma.
               Bey había sido la Primera (con mayúscula inicial), pero Sabrae era la ELEGIDA (con mayúsculas), y contra eso no había nada que hacer.
               Los chicos se me quedaron mirando, esperando que me uniera a sus risas; a algunos incluso les pareció que las comisuras de la boca de mi cuerpo se levantaban ligeramente, como si efectivamente estuviera fingiendo todo aquello y el mero hecho de escucharlos reír fuera demasiado para mí, como si no pudiera aguantar un minuto más sin incorporarme, señalarlos con el dedo y gritar “¡habéis picado!”.
               Ojalá todo fuera así de sencillo. Ojalá pudiera cumplir sus deseos, ahora más que nunca, tal y como les tenía acostumbrados. Todos tenían en mente momentos en los que yo me las había apañado para sobreponerme a mis defectos y ser el epítome de una amistad perfecta: Jordan, cuando le obligué a  comprar un billete de avión para que pudiera ir a darle un beso de despedida a Zoe. Bey, cuando la acompañé a casa después de ir por primera vez a la discoteca más cara y exclusiva de Londres, para la que se había puesto tan guapa que resultaba irresistible (sobre todo para mí, que por aquel entonces no tenía ninguna atadura, y aunque había dejado de beber los vientos por ella, tampoco era de piedra y sentía su atractivo sexual arañándome la piel e incitándome con un “¿por qué no?”), en la que apenas habíamos aguantado media hora (había pasado más tiempo arreglándose para la discoteca que en la discoteca en sí), por culpa de unos gilipollas que se habían dedicado a sobarla hasta que yo intervine para rescatarla. Karlie, cuando en el colegio le dijeron que su familia era rara porque no tenía padre, que eso de tener dos madre no era normal, a lo que yo respondí pegándole un puñetazo al niño en cuestión, porque nadie hacía llorar a mis amigas. Max, contándome con pelos y señales cada movida que tenía con Bella, cada discusión, el motivo que los había llevado hasta ahí, las posibles soluciones para aquella bronca con la que él no quería que acabara todo, y yo poniéndole una mano en el hombro y diciéndole “cómprale bombones y pídele perdón. Y luego, le comes el coño” (porque no hay nada como comerle el coño a una chica para conseguir que te perdone, y si un problema no se soluciona con un cunnilingus es porque no tiene solución). Tam, cuando la acompañé por los túneles abandonados del metro de Londres, el día que fue a decirle al que le pasaba la droga que no iba a seguir vendiéndola, que quería ganarse la vida de forma honrada y que ya no podía arriesgarse más, sintiéndose segura por el mero hecho de tenerme a mí a su lado, con los brazos cruzados y dedicándole miradas amenazantes a su “jefe”, que no habría dejado que se marchara de rositas de no ser por mí. Logan, cuando me lo encontré de noche, la última noche que me había comportado como un soltero sin obligaciones ni ataduras, después de que lo dejaran plantado, y lo acompañé de fiesta hasta que le pasó el disgusto, a pesar de mis bromas homófobas que, si bien no tenían ninguna gracia (eso de ir con el culo pegado a la pared en un bar gay está ya muy visto, incluso para mí), habían conseguido levantarle un poco el ánimo. Tommy, cuando me metí entre Scott y él cuando empezaron a pelearse en el gimnasio, en aquella partida de baloncesto que había podido salir tan mal. Scott, cuando me metí entre Tommy y él para separarlos mientras se peleaban, en la partida de baloncesto que tan mal podía haber ido.
               Y las veces que había cuidado de Sabrae, incluso sin él saberlo. Cuando la había acompañado a casa, cuando me había pegado a ella al sentir ella frío, cuando me había ocupado de ella antes que de mí para darle placer, cuando me la había echado a hombros para correr más rápido el fin de semana mientras nos marcábamos el simpa, dejándole la mitad del último chilli cheese bite (porque estaba enamorado de ella, pero tampoco soy gilipollas), matándome a trabajar para conseguirle un regalo que estuviera a la altura, para conseguir dinero para que en nuestro viaje pasara las menores penurias posibles, interponiéndome entre ella y la multitud, dejándole mi casco cuando andábamos en bici, acariciándole el mentón y preguntándole si estaba bien cuando terminábamos, si le había gustado, incluso cuando era evidente que era así por su sonrisa y su entrepierna húmeda del placer que le había hecho sentir.
               Aceptando que me dijera que no y que tratara de forma inútil de proteger su corazón, cuando los dos sabíamos que se lo rompería el día que me fuera a África.
               Cambiando absolutamente toda mi vida por ella, porque quería merecérmela, porque necesitaba merecérmela, porque tenía que hacerla feliz para poder tenerla, y tenerla era lo único para lo que yo había nacido, o lo único que se me daba realmente bien.
               Una de las jóvenes enfermeras, de la que yo me terminaría haciendo muy amigo a lo largo del tiempo que me tocaría estar allí, se asomó a mi cubículo y, con un carraspeo, captó la atención de mis amigos. Se giraron al unísono para mirarla, y cuando ella les dijo que tenían que irse ya, en lugar de protestar como habrían hecho en cualquier otra situación, simplemente asintieron con la cabeza. Mi grupo no era lo que se dice dócil, pero también sabíamos cuándo había que ceder.
               De modo que se fueron. Uno por uno, se inclinaron a darme un beso o un apretón, a revolverme el pelo o acariciarme el brazo, diciendo que me recuperara pronto, que menudo susto les había dado, que no tenía vergüenza, que esperaban que pronto pasara todo, que se morían de ganas de volver a verme tan feliz y divertido como siempre.
               Que me querían.
               Muchísimo.
               No sabía cuánto.
               Pero sí que lo sabía. De lo contrario, no estaría hecho un mar de lágrimas viendo cómo se inclinaban sobre mi cuerpo dormido, con una sonrisa cansada en los labios y los ojos ligeramente húmedos. Odiaban dejarme allí solo, pero sabían que era lo mejor, que molestarían a las enfermeras más de lo que podían ayudarme a mí, así que era hora de dar un paso atrás.
                Mi madre llegó al poco tiempo, con su voz acariciando cada rincón de la estancia, asegurándose de que todo el mundo sabía lo profundamente agradecida que estaba de que le dejaran quedarse allí, conmigo. Me sonrió con tristeza cuando me vio, como si supiera que podía verla y no quisiera dejar entrever lo preocupada que estaba por mí. Comprobé que se había hecho con una manta, y a juzgar por las miguitas que había en las comisuras de sus labios, deduje que había comido algo para pasar la noche conmigo. No sabría decir si habían sido las enfermeras mismas las que le habían proporcionado el sustento (mientras mis amigos estaban allí, les habían dado la cena a los pacientes de la UVI que estaban despiertos), o si, por el contrario, Dylan había sido capaz de convencerla de que fueran a la cafetería, comiera algo y repusiera fuerzas para los duros días que quedaban por delante, los más complicados de su vida. Nada podría compararse con sentarse a mi lado, observar mis constantes vitales en unas pantallas que hacían que yo dejara de ser especial, menos su hijo y más un conjunto de gráficos y números, sin saber si iba a sobrevivir, o peor aún… a quedarme así para siempre.
               Mamá me cogió la mano, acarició el hueco entre mis dedos y, con los ojos fijos en los míos, cerrados, estoicos, sin querer mirar todo el cariño que me demostraban las personas que más me importaban, me dio un beso de nuevo en el dorso de la mano. Sentí una débil presión allí donde los labios de mi madre habían tocado mi piel, y, angustiado, levanté la mano rápidamente para comprobar si había algún tipo de luz, como con Sabrae, que me indicara que ella estaba ahí.
               No había nada. Pero, por lo menos, notaba la sensación atenuada de mi madre besándome, como si lo hiciera a través del jersey más tupido de la historia.
               -No te voy a dejar solo, mi niño-me prometió mamá, sorbiendo por la nariz, sin esforzarse en contener las lágrimas.
               -Mamá…-jadeé, acercándome a ella y estirando la mano para ponérsela en la cabeza, recordando demasiado tarde que estábamos en mundos solapados pero paralelos, sin poder influir el uno en el otro. O, al menos, yo no podía hacer que ella me sintiera, pues apenas era un fantasma.
               Me quedé mirando mi cuerpo. Se me ocurrió que, si mis órganos seguían librando una batalla en la que, por lo menos, conseguían resistir, quizá lo único que quedaba de mí en un lugar tangible para los demás podía actuar como una especie de puente para mandarles señales de que estaba bien, que sus esfuerzos eran vistos y apreciados, que no estaban solos, que veía su sufrimiento por estar separados y lo compartía.
               Así que, en lugar de intentar tocar lo que me rodeaba, me toqué a mí mismo. Algo con lo que, por cierto, tenía bastante práctica (aunque, la verdad, nunca me había proyectado a mi plano astral para hacerme una paja, pero tampoco podía ser tan difícil). Sin saber muy bien por dónde empezar, decidí intentar apartarme un mechón de pelo de la cara, pero, de nuevo, fue como si un holograma intentara tocarme. No ocurrió absolutamente nada.
               De nuevo, probé a tumbarme sobre mí mismo, como había visto que hacían en las películas de Halloween de Disney, pero tampoco surtió efecto. Hice toda la fuerza que pude para condensarme en un punto de mi cuerpo y mover, aunque fuera, uno de los dedos de mis pies, pero ni por esas.
               Fugazmente, se me ocurrió que cabía la posibilidad de que, si no podía controlar mi cuerpo, era porque tenía una lesión medular grave. Una de esas que hacen que te conviertas en un cadáver de cuello para abajo. El hecho de que no pudiera sentir a Sabrae de forma física, pero sí pudiera ver nuestra conexión, reforzaba esa idea: ¿qué otra explicación podía haber a que viera una luz en mi piel allá donde ella me tocaba, pero fuera incapaz de sentir su tacto, si no era yo el que estaba creando esa luz en mi cabeza?
               Venga, Al. Tú no tienes tanta imaginación como para proyectar eso sobre ti mismo, dijo una voz dentro de mí, a la cual tenía que darle la razón. Por muy romanticón que yo fuera, ni en un millón de años habría sido capaz de crear algo tan hermoso como lo que Sabrae traía consigo.
               Y estaba el hecho de que, muy, muy lejos, había sentido a mi madre. Sí, apenas había sido un roce cuando ella me estaba apretando la mano, pero ahí estaba. ¿Acaso estaba recuperando poco a poco la sensibilidad? Puede que con el paso del tiempo mis sentidos volvieran a la normalidad. Que no pudiera oler era lógico; a fin de cuentas, me habían puesto una mascarilla de oxígeno que me impedía percibir nada más que el sabor metálico del gas entrando en mi cuerpo. Lo que no tenía explicación era que fuera capaz de ver, y encima ver desde fuera, como si fuera un espectador de mi propia vida y el mundo en el que vivía no fuera más que un escenario.
               Pero, ¿el tacto? Tenía que estar ahí, en algún lugar. Cerré los ojos y me encerré en una burbuja de negrura, concentrándome en mirar dentro de mí, buscando algo, lo que fuera; una hebra plateada de la que tirar para llegar hasta un interruptor que poder accionar, un botón rojo parpadeante, o el mando de una consola con el que controlarme a mí mismo como si fuera el personaje de un videojuego.
               Noté que empezaba a calentarme, que mi burbuja se iba condensando más y más…
               … y justo cuando creí que no encontraría nada, lo vi.
               Una ranura por la que se colaba la luz.
               Lo cual fue putamente cómico, porque en cuanto me di cuenta de que era una trampilla y la empujé, me encontré de nuevo atrapado por una oscuridad que no podía controlar.
               Pero el resto estaba todo tal y como yo me imaginaba que estaría si no estuviera teniendo este sueño tan raro. La mascarilla de oxígeno me apretaba en la cara, presionándome la nariz mientras me obligaba a seguir respirando (más que ayudarme, me molestaba, pero no tenía manera de quejarme). Los sonidos eran tan nítidos como hasta hacía un segundo, o puede que incluso más fuertes: dado que no tenía la vista, el resto de mis sentidos trataban de suplir la ausencia de ésta afilándose mucho más.
               Ahí estaba el tacto de nuevo.
               Y con el tacto, la sensación de dolor. El fuego en mi interior, el saber que no había nada que estuviera bien. Lo único que no ardía era mi cara; el resto de mi cuerpo era una maraña de veneno, fuego y hielo que luchaban a muerte entre sí para ver quién se hacía con el control de mi ser.
               Sólo había un pequeño, minúsculo, ínfimo oasis de frescor y tranquilidad en mi cuerpo; justo a las puertas por las que se colaba el veneno, los dedos de mi madre rodeaban mi mano, recordándome que estaba ahí, disponible para mí.
               La escuché susurrar algo, y supe lo que tenía que hacer.
               Con un esfuerzo hercúleo, me las apañé para mover un poco los dedos de mi mano. Pensé con alivio que, por lo menos, tendría los brazos plenamente operativos una vez me quitaran las vendas.
               Y entonces, mi madre chilló, retirando los dedos tan rápido de mi piel como si los hubiera colocado sobre una plancha caliente.
               -¡¡¡¡ENFERMERA!!!!-bramó, y yo me vi catapultado fuera de mi cuerpo, de vuelta a ese mundo de colores en lo que no había nada consistente capaz de hacerme sentir la más mínima presión. El dolor desapareció nada más volví a aparecer al lado de mi cuerpo, pero con él, la sensación de alivio que suponían las manos de mi madre.
               Un enjambre de médicos, enfermeras y celadores revoloteó en torno a mí. Me abrieron los ojos y me enfocaron las pupilas con unas luces que no me molestaron ni pude ver, reforzando mi estupor al comprobar que lo que yo estaba viendo en ese momento era completamente independiente de mis ojos. Me tomaron el pulso, me dieron golpecitos con un martillo en la rodilla que tenía sin vendar, comprobando que se movía, lo cual era una buena noticia: por lo menos, no estaba tetrapléjica.
               Un joven médico le preguntó a otro si debían llevarme a hacer una resonancia electronoséqué, para comprobar mi actividad cerebral, a lo que el médico más mayor le respondió negando con la cabeza, diciendo que todavía no podía salir de la UVI y que era pronto para hacer conjeturas. Necesitaba descansar. Tenía que ponerme fuerte. Hacerme pruebas ahora iría más en detrimento mío que en mi beneficio, y lo primero era dejar que me recuperara, no resolver el rompecabezas en que me había convertido.
               Uno a uno, los sanitarios se fueron marchando, dejándome de nuevo a solas con mi madre. Volví a invocar aquella burbuja de oscuridad y, en cuanto veía que aparecía una rendija de luz, me abalanzaba hacia ella, volvía a moverme y regresaba de nuevo a mi plano astral. Quería que supiera que estaba ahí, que no estaba velando a un cadáver sino a su hijo, aún incapaz de regresar con ella pero ansioso hacerlo.
               Mamá miraba las partes de mi cuerpo que se contraían y relajaban como una vigilante controla las luces que se encienden en una pantalla, indicando si hay algún intruso o todo va normal. Siempre acariciaba el mismo punto de mi cuerpo sin importar cuál moviera yo: el hueco entre mis dedos, analizando cada uno de mis movimientos por si acaso estaba tratando de comunicarme con ella en una especie de código morse corporal.
               Llegó un momento en que, a costa de un sufrimiento que llegó a reflejarse en mis constantes vitales, conseguí mover distintas partes de mi cuerpo en apenas dos minutos. Eso me dejó completamente agotado, jadeante y mareado, e incluso si mamá no me hubiera siseado despacio para tranquilizarme, creo que lo habría dejado por entonces.
               Mamá necesitaba dormir, y creo que yo también. Deseé ser pequeñito, del mismo tamaño que cuando era un bebé, y en cuanto vi que el mundo crecía a mi alrededor, supe que ese deseo me había sido concedido y me acurruqué en el pecho de mi madre, como tantas otras veces había hecho.
               Fui consciente de todos y cada uno de los segundos que pasaban, porque un fantasma no puede dormir. Simplemente me quedé allí acurrucado durante toda la noche, escuchando a mamá respirar más profundamente en cada cabezada que echaba. Al igual que yo, mamá no disfrutó de un sueño reparador, pero por lo menos durmió un par de horas en total que le permitieron afrontar el día con un poco más de energía, aunque quizá no con la misma esperanza.
               Después de una eternidad en la que yo pude observar cómo envejecía un año con cada hora que pasaba, finalmente el sol terminó siendo demasiado como para poder continuar ignorándolo, y mamá abrió los ojos, se estiró, desperezándose, y me miró. Volvió a cogerme la mano, acariciándome los nudillos, y le dedicó una sonrisa agradecida a una de las auxiliares que le llevó un café en un vasito de plástico.
               -Traerán el desayuno en unos cuarenta y cinco minutos-informó en tono comprensivo. Mamá parpadeó.
               -¿Hay alguna posibilidad de que me suban algo a mí también? Quiero separarme de él lo menos posible-comentó, y la auxiliar sonrió.
               -Claro. El doctor Moravski se ha ocupado ya de todo. Todas las comidas que se le dedicarían a él-la auxiliar miró mi cuerpo-, se las entregaremos a usted. Sin ningún coste, por supuesto.
               -Es muy amable de su parte. Espero poder verle pronto para agradecérselo en persona.
               -El doctor Moravski empezará en breve su turno, y tenía intención de pasarse a verla nada más empezar su jornada, para ver qué tal va todo por aquí. ¿Ha pasado buena noche?-la auxiliar estiró la sábana a la altura de mis pies, seguramente más por costumbre que por necesidad: había movido los pies, sí, pero no tanto como para hacer más de un par de arrugas en las mantas.
               -Bueno. He dormido algo. Tampoco aspiraba a dormir toda la noche de un tirón, pero…-mamá me miró, y le dio un sorbo de nuevo a su café antes de devolver la vista a la auxiliar-, es una situación complicada.
               La auxiliar asintió, tirando de su coleta rubia en un tic nervioso que me recordó mucho a cuando Sabrae se toqueteaba las trenzas haciendo los deberes, especialmente cuando se encontraba con ejercicios particularmente difíciles.
               -Es comprensible. Si necesita que le preparemos una tila, o algo, díganoslo. Cuidar de la familia de nuestros pacientes también forma parte de nuestro trabajo-le dedicó a mamá una sonrisa cálida que consiguió un reflejo en el rostro de mi madre. Asintió, dando un nuevo sorbo de su café, y cuando se lo terminó, dejó el vasito en una mesa portátil de color gris que habían colocado su lado, en la que ya había colocado el móvil, un cargador y una botella de agua. Le envió un par de mensajes a Dylan informándole de la situación, contándole qué tal había pasado la noche e interesándose por la suya. Tras sonreír con tristeza al móvil leyendo que Dylan apenas había pegado ojo, tanto por la preocupación que yo le despertaba como por sentirse solo al no tenerla a su lado, mamá le dio la vuelta al teléfono, cruzó las piernas y se giró para mirarme.
               Las enfermeras le trajeron una bandeja de plástico con una tostada, mantequilla, mermelada, un brick de zumo y una taza de café solo. Mamá se lo bebió obedientemente, masticó de manera mecánica la tostada, y cuando se hubo terminado todo, se levantó para dejar la bandeja vacía en una mesa, con las demás. Resultó que las enfermeras desayunaban lo mismo que los enfermos, así que decidió considerarse una especie de enfermera interina en lugar de un paciente sin dolencias.
               Cuando volvió a sentarse a mi lado, me cogió la mano, me dio unas suaves palmaditas en el dorso, esperando una reacción por mi parte que no le negué, y las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo, en una sonrisa invertida que no me gustó nada.
               Pero no podía volver a entrar en mi cuerpo. Me dolía demasiado, más incluso que ayer, y también me notaba muchísimo más debilitado cuando salía de él, de modo que dejaríamos nuestra forma de comunicación para ocasiones puntuales, y, de momento, también las reduciría al punto de contacto que ella hubiera establecido conmigo. Me costaba muchísimo más mover mi cuerpo en zonas en las que no había otra persona al otro lado, dispuesta a notar cada sutil cambio en mi posición.
               El doctor Moravski vino a primera hora de la mañana a hablar con mamá. Le trajo unos papeles que tenía que firmar, “pura burocracia, nada de lo que preocuparse”, le habló de mi evolución y le preguntó qué tal había pasado la noche.
               -Se ha movido. Varias veces-indicó mamá. El doctor Moravski asintió con la cabeza, pensativo, con un pie colgante balanceándose en el hueco de la cama. No dijo nada, y mamá tampoco, y yo no vi la necesidad de abrir la boca, principalmente porque es absurdo hablar si nadie te escucha.
               -Le mantendremos bien vigilado para ver cómo evoluciona.
               Mamá asintió con la cabeza.
               -Hacemos todo lo posible, señora Whitelaw. Aunque no lo parezca.
               Mamá levantó la mirada y no le contestó, o al menos, no con palabras. En ocasiones, estas resultan redundantes, y aquel fue uno de esos momentos. “Pues no lo parece”.
               -He de irme-el doctor tiró de su bata, alisándosela para parecer más presentable-. Tengo otros pacientes a los que atender. No obstante, no dude en llamarme si necesita algo. Estoy aquí para lo que necesite.
               -Gracias, doctor.
               El doctor asintió con la cabeza, se metió las manos en los bolsillos y se alejó de allí. Mamá emitió un bufido y se giró para mirarme.
               -¿Has oído eso? “Hacemos todo lo posible”-repitió en tono burlón, poniendo los ojos en blanco-. Ni siquiera han probado a ponerte un despertador. Quizá sea eso lo que necesitas, mi pequeñín-me acarició la frente, apartándome mechones de pelo rebeldes. Como si hubiera tomado conciencia de repente de lo que acababa de decir, recogió el móvil de la mesa e, ignorando los mensajes que tenía pendientes (cantidad; la noticia de mi accidente había corrido como la pólvora, y todo el mundo quería saber cómo estaba su retoño, y de paso también ella), activó la alarma y esperó a que sonara, colocándomela sobre la almohada para asegurarse de que la oía.
               Suspiró y retiró el estrambótico estruendo de mi oído cuando vio que ni siquiera mi corazón se había percatado; debería haberme dado un infarto, pero no sucedió absolutamente nada.
               La tarde transcurrió sin incidentes. Después de comer, dos celadores vinieron a asearme, pasándome una esponja por las partes del cuerpo que tenía al aire, y a cambiarme las sábanas que podían retirar sin tener que moverme de mi cama. Mamá les ayudó, acariciándome con más mimo del que nadie había exhibido jamás, secándome con cuidado, por si acaso tenía una lesión interna que nadie había descubierto aún, y ahuecándome la almohada cuando volvieron a posar mi cabeza sobre ella.
               No contestó cuando los celadores se despidieron anunciando que mañana, si quería, podían probar a lavarme el pelo. Pensar en que quizá al día siguiente yo estaría igual le causaba más dolor del que podía soportar. Estaba completamente rota, y no podía permitirse que nadie la destrozara un poco más, siquiera haciéndole una mínima incisión. Simplemente les dio las gracias, despidiéndose de ellos con un “adiós” y no un “hasta mañana”.
               Aproximadamente una hora después, un cuarteto de enfermeras se presentó en nuestro cubículo con el pretexto de cambiarme los vendajes. Mamá asintió con la cabeza, apartó su silla, y se quedó de pie a mi lado, por si acaso hacía falta. Las enfermeras se miraron entre sí.
               -Esto, señora Whitelaw… tenemos instrucciones de pedirle que no esté presente mientras le hacemos las curas.
               -¿Por qué?
               -Bueno, verá, algunas de las heridas de su hijo son un poco… delicadas-decidió la enfermera más experimentada después de un instante de reflexión-, y no queremos generarle más estrés del que ya está padeciendo obligándole a verlas.
               -¿Qué puede haber peor que ver a mi hijo en este estado?
               -Ver las heridas que le han dejado en este estado-respondió la segunda enfermera con más experiencia de las cuatro. Mamá parpadeó, me miró un segundo, dubitativa, y yo atravesé la cama para llegar hasta ella.
               -Déjalas que hagan su trabajo. No te necesito para nada, mamá-detuve mis manos aproximadamente a la altura de sus hombros, en el aire. Mamá pestañeó un par de veces antes de dejarse convencer por mis palabras inaudibles, y tras coger su bolso, salió del cubículo. Yo la acompañé. No quería quedarme y ver qué había hecho de mí el accidente; las heridas ya me dolían suficiente sin necesidad de verlas, así que constatar lo que me había sucedido no haría sino empeorar mi situación. Es como cuando tienes una espina clavada en un dedo: si la ignoras y procuras no utilizarlo, deja de molestarte. Por el contrario, si no haces más que mirarla y tratar de sacártela, lo único que consigues es hundírtela más y, por tanto, que te haga más daño.
               Además, tampoco quería dejar a mamá sola. Quizá no me escuchara, viera ni tampoco hablara, pero me daba la sensación de que mi presencia fantasmagórica le hacía más bien que mal. Algo me decía que la cercanía conmigo, ya fuera mi cuerpo o mi nueva forma espiritual, era lo que le impedía tener un colapso nervioso y hundirse completamente en la miseria, tirando así la toalla. Mamá no podía permitirse tirar la toalla, de modo que cuando se sentó en uno de los sillones de las enfermeras, mirando las sombras de las que estaban ocupándose de mi cuerpo, yo invoqué un sillón idéntico al suyo, me senté frente a ella y fingí que estábamos manteniendo una conversación, que a quien miraba era a mí y no a ellas.
               Volvió conmigo en cuanto las enfermeras me dejaron. Nunca, en toda mi vida, había estado tan acompañado como por aquel entonces. Ni siquiera tendría las noches para estar solo, pero no iba a quejarme. Por muy egoísta que suene, me gustaba ver a mamá conmigo, apoyándome, aun con lo mal que me sentía por poder ver lo que mi convalecencia le estaba haciendo a ella.
               Se dedicó a leer en silencio a mi lado, con una mano en la mía para que siguiera sintiendo su calor. Las enfermeras dejaron una revista a su lado cuando mamá se acurrucó en el sofá a echarse una siestecita que terminó durando una hora, y que habría durado más de no haber llegado el momento que yo más anticiparía a partir de entonces: las visitas de mi hermana y de Sabrae.
               La primera en llegar fue Mimi. Caminó hacia mí con cautela, como temiendo que todo aquello fuera un paripé con el que pretendiera asustarla, pero nada más lejos de la realidad.
               -Hola-me saludó en tono dubitativo, concentrada en cada una de mis facciones. Sus ojos saltaban como trapecistas de mi rostro a los paneles con mis constantes vitales, y de vuelta entonces a mi rostro.
               -¿Cómo va eso, Al?
               -Hombre-me encogí de hombros-, teniendo en cuenta que estoy literalmente catatónico, yo diría que no muy bien. ¿Y tú?
               Mimi me cogió la mano y yo me quedé mirando nuestras manos unidas. Nada. Ni luz que me indicara que había algo al otro lado, ni una sensación de presión, por mínima que fuera.
               -Vas a tener que esforzarte más, piojo-suspiré, flotando en el aire y tumbándome en él.
               -La casa está muy vacía sin ti-murmuró Mimi, apretándome la mano.
               -Bueno, eso está un poco mejor.
               -Necesitamos que te despiertes.
               -¿Te piensas que a mí me gusta estar hecho de gas?-protesté-. Podríais capturarme dentro de un globo, por el amor de Dios.
               -Te echamos mucho de menos-susurró con un hilo de voz que hizo que el mundo se me viniera encima. Se me cerró la garganta y sentí que me deshacía por los pies; cuando me los miré, descubrí que se habían desvanecido. Así que esto es lo que pasa cuando se te cae el alma a los pies… cuando eres sólo un alma, al menos.
               -Oh, pequeña… hago todo lo que puedo, de veras, pero no sé cómo puedo…
               Estaba a punto de meterme de nuevo en mi cuerpo cuando Mimi se echó hacia atrás, soltándome la mano y dejándome solo. Floté hacia ella y odié ver cómo se le humedecían los ojos mientras me miraba, esperando una reacción que yo no podía darle. Necesitaba que me tocara, necesitaba decirle que todo iba bien, que no se preocupara por mí, que encontraría la manera de salir de esta y que no la dejaría sola, pero… si pudiera hacer todo eso, ni siquiera necesitaría hacerlo, porque implicaría que no estaríamos en esa situación.
               -Alec, donde quiera que estés, tienes que volver, por favor. No podemos estar así. No puedes pretender que te veamos sólo media hora al día y que sea suficiente. Papá quiere entrar a verte, pero no puede. No quiere quitarnos tiempo a mí y a Sabrae.
               Me expandí como un globo aerostático al que le insuflan aire. Pensar en Sabrae me animó automáticamente, como darte cuenta de que al día siguiente no madrugas después de un viernes particularmente atareado.
               Algo dentro de mí se había desconectado (probablemente, mi cerebro) dada mi reacción. No sabía por qué me sorprendía de que Sabrae fuera a venir a verme, como si no estuviera a hacer por mí lo mismo que yo por ella: absolutamente todo.
               Mimi no se hizo de rogar. Incómoda, sin saber qué hacer conmigo, estuvo apenas diez minutos a mi lado antes de marcharse, no sin antes despedirse con un beso y un apretón en la mano por si acaso yo no escuchaba, y se alejó por el pasillo apresuradamente. Sabrae era más fuerte que ella, pensaba, así que ella podría estar más tiempo conmigo. Era lo justo.
               En cuanto la vi aparecer, sentí que mi interior florecía. Literalmente. Unas cosquillas muy familiares se abrieron paso por mis entrañas hechas de aire, acariciándome por dentro como sólo los pétalos de las flores podían hacer.
               Entró en la UVI con paso decidido, llevando mi sudadera negra, que le quedaba inmensa, como el más hermoso de los vestidos. Tenía unas tremendas ojeras marcándole la parte baja de los ojos, el pelo revuelto y los ojos rojos de haber dormido poco, y para colmo, mal.
               Pero para mí, era la criatura más hermosa del mundo.
               -¡¡Hola!!-la saludé. Evidentemente, no me escuchó, así que no me contestó. Es más, ni siquiera dijo nada. Al contrario que Mimi, se sentó a mi lado sin tan siquiera dedicarme un “hola” con el que hacerme saber, si yo no tenía el sentido del tacto disponible, que estaba ahí.
               Tragó saliva sonoramente y, con gran esfuerzo por su parte por no retirar la mano, tomó la mía entre las suyas y me miró con atención.
               Yo me derretí.
               Literalmente.
               Me habría hecho pis del gusto si hubiera estado al mando de mi uretra. Porque puede que no sintiera sus manos en la mía, pero sí veía la danzarina corriente de luz de colores cambiantes allí donde nuestras pieles estaban en contacto.
               -Alec-susurró, siguiendo las líneas de la palma de mi mano con los dedos, haciendo que la luz se estirara como un pulpo de preciosos tentáculos dorados.
               -Ése soy yo, nena-me hinché como un pavo y contuve las ganas de ponerme a bailar. Sabrae había vuelto, así que eso sólo podía significar una cosa: tarde o temprano, me despertaría.
               Sus ojos estaban fijos en mi rostro físico.
               -Al, ¿estás ahí?
               -Siempre, nena-ronroneé-. Te va a hacer falta algo más que un puto coche para que me aleje de ti.
               Por favor, escúchame.
               Por favor, escúchame.
               Por favor, escúchame.
               Por favor, escúchame.
               Una lágrima se deslizó por su mejilla y mi interior implosionó. Las cosas no deberían ser así. Ella no debía sufrir; por mí menos que por nadie. No por mí, que la amaba más de lo que se podía amar a nadie, que haría lo que fuera por ella, incluso volver de entre los muertos, o de donde fuera que estuviera ahora.
               Me giré y empecé a chillarle a mi cuerpo, lanzándome a mí mismo una lluvia de meteoritos con los que debería haberme reducido a cenizas. Sin embargo, tan sólo me quedé en los escombros del templo que había sido un día, los que habían sobrevivido al puñetero accidente.
               -Al, soy yo. Sabrae.
               -Sé quién eres. Te reconocería entre un millón de clones. Y este hijo de puta-miré mi cuerpo-, también. Si no te recibimos con una erección es porque hay público, y sabemos que te gusta ir de tímida.
               Casi pude escucharla riéndose de mí en un mundo paralelo. Eres imbécil, Alec.  
               Sus dedos escalaron hacia mi mejilla, paseándose por el borde de la mascarilla. Invoqué un espejo y me quedé mirando cómo mi rostro se iluminaba allá por donde ella paseaba los dedos.
               Sabrae se mordió el labio al comprobar que empezaba a salirme barba. Quería tirarme de los pelos. Con lo que me gustaba que me acariciara la barbilla cuando empezaba a raspar… adoraba tocarme cuando me empezaba la sombra de la barba. Siempre insistía en pedirme que bajara y le diera placer con la boca. Decía que la mezcla de fricción de mi lengua y resquemor de mi mandíbula le generaba un placer increíble.
               -Tendrás que ponerte a una dieta tope estricta, bombón-le había dicho yo una vez, y ella me había mirado con el ceño fruncido.
               -¿Por qué?
               -Porque vas a llevar una vida muy sedentaria a partir de ahora. Vas a pasarte la vida sentada. En tu silla favorita: mi cara-había hecho una C en el aire con mi mano, exhibiendo mi rostro para su consideración. No había tenido que hacerlo dos veces. Sabrae se rió y no se hizo de rogar; se sentó sobre mí y me dejó comérmela como quien se come una fruta tropical después de una intensa sesión de buceo: con tanta ansia y tanta lascivia que el acto en sí resultaba de lo más sensual, incluso cuando lo devorado era de verdad una fruta y no una mujer.
               Me habría puesto cachondo al pensar en el sabor de su coño de no haber estado el percal como estaba. No podía pensar en sexo cuando Sabrae lloraba delante de mí.
               -Abre los ojos, por favor.
               Me quedé quieto, decidiendo qué hacer. Había estado a punto de meterme dentro de mi cuerpo otra vez con Mimi, pero algo me había refrenado. No había sido sólo el hecho de que mi hermana se echara hacia atrás y hubiera roto el contacto entre nosotros, sino algo más. Algo que hacía mucho tiempo que no sentía: miedo al dolor físico, al vacío absoluto que me esperaba al otro lado de la trampilla si me atrevía a atravesarla.
               La última vez que había experimentado un dolor parecido, aunque ni de coña tan intenso, había sido, precisamente, en el ring. Sólo en el cuadrilátero tienes el tipo de miedo que yo estaba volviendo a sentir ahora, porque sólo en un combate de boxeo pueden hacerte tanto daño como me lo había hecho el coche. Tenía costillas rotas, se lo había escuchado a los médicos; y precisamente una costilla rota puede arderte en el pecho más que si te tragaras una hoguera. A eso había que añadirle los huesos rotos en las piernas y en los brazos, amén de las heridas abiertas en el pecho, que tan malas parecían por cómo escocían que me alegraba de no haberlas visto aún, y la dichosa medicina, que más que medicación, parecía veneno. Así se sentía, al menos, en mis venas.
               Algo dentro de mí, algo que no había conseguido identificar, me había dicho que no serviría de mucho intentar meterme de nuevo en mi cuerpo si Mimi no estaba en contacto conmigo. Sólo me haría sufrir, y que me costara mucho más regresar de nuevo a ese plano en el que no sentía nada más que emociones, ni para bien ni para mal. Aunque también en ese plano perdía completamente el control de mi cuerpo, la única conexión que me quedaba con Sabrae…
               … pero tenía el consuelo de que podía verla. Podía seguir admirando su belleza, incluso cuando ésta se encontraba en decadencia: hasta cuando tenía los ojos llorosos, el pelo revuelto y los labios amoratados de tanto haberse mordido en sueños, me seguía pareciendo la chica más guapa de todo el mundo. No había absolutamente nadie que hiciera eso (existir) como lo hacía ella.
               Así que, ¿cuál sería mi decisión? ¿Seguiría siendo un egoísta y me la quedaría mirando desde fuera, un espectador de mi propia vida, o entraría a jugar un partido que tenía perdido, lesionado y con unos músculos que hacían más por mis rivales que por mí?
               Decidí que quería seguir mirándola. Un ratito más, nada más. Sólo un poquito. Luego, cuando me anunciara que se iba, o cuando se levantara rápido porque ya no podía más como había hecho ayer, me colaría de nuevo en mi cuerpo y le indicaría que seguía allí, que estaba ahí, que seguía percibiendo su presencia del mismo modo que ella era capaz de percibir la mía en una habitación cerrada.
               Esto no es el final, Sabrae, pensé.
               Sabrae tragó saliva, deslizando sus ojos por mi piel, de los míos a mi mandíbula, de mi mandíbula a mi hombro, de mi hombro a mi codo, acariciándome como yo la acariciaba a ella: sólo con la mirada, porque era lo único que teníamos.
               -¿Qué te han hecho?-jadeó cuando sus dedos se detuvieron en el hombro que me había perforado un hierro procedente de aún no sabía muy bien dónde. ¿Había sido del coche, quizá? ¿Mi propia moto? ¿Tal vez la cabina de teléfono que se había desintegrado sobre mis pulmones? No lo sabía, ni tampoco tenía mucho interés en averiguarlo. Simplemente quería que todo eso pasara y poder reunirme lo antes posible con Sabrae, y algo me decía que esa tarde no iba a ser la nuestra.
               -¿Por qué ha tenido que pasarte a ti esto?-continuó, con la mano flotando sobre mis vendajes, temiendo tocarme y a la vez odiando lo que ella consideraba cobardía, y yo, prudencia. No sabía cómo estaba, no sabía lo que tenía, nadie había querido explayarse en mi diagnóstico con ella, así que, ¿cómo saber dónde podía tocarme, en qué zona mis heridas eran críticas y mis vendas me estaban salvando, y dónde sólo eran superficiales y los vendajes me preservaban?
               -Porque el universo me odia porque te tengo, bombón-le contesté, inclinándome hacia ella. Atravesé mi cuerpo y me dio absolutamente igual, aunque había rachas en las que me daba un poco de yuyu-. Porque le debo al universo mil años de mala suerte por cada año de buena que paso contigo.
               Sabrae levantó la vista, me miró un microsegundo, y luego clavó los ojos en el electrocardiograma. Fue como si me hubiera visto, como si supiera que estaba ahí. Aguzó el oído y frunció los labios, apretando mis dedos entre los suyos.
               -Y los pagaría gustoso-continué, arrodillándome frente a ella-. Todos y cada uno de ellos. Sufriría todo lo que me echen a cambio de que estemos juntos.
               -Todo esto es por mi culpa-jadeó, con las lágrimas deslizándose de un modo infernal por sus angelicales mejillas. Era increíble cómo una criatura tan bella podía hacer algo así de horrible: llorar, y para colmo, por mí. No me lo merecía. De todas las personas del mundo, yo era la última que se merecía que Sabrae llorara por mí.
               Y, sin embargo, sería siempre la primera, porque era por la que sentía las cosas más intensas.
               -Si yo no te hubiera insistido en irnos a Barcelona, nada de esto habría pasado.
               -No. No, te equivocas. Me habría terminado pasando. Tengo una deuda con el universo, y tengo que pagarla, pero lo haré sin…
               -Estarías mejor sin mí-gimió, negando con la cabeza, encogiéndose sobre sí misma.
               -No es verdad, Sabrae-respondí, arrastrándome un poco hasta quedar incluso más cerca de ella. Le puse las manos en las rodillas-. No es verdad, y lo sabes. Tú me haces feliz. Eres la única persona en el mundo capaz de hacerme así de feliz. De no ser por ti, yo… seguiría perdido. Tú me has encontrado-estiré una mano y cogí la suya entre las mías-, y ahora que sé quién soy, sé qué es lo que quiero, y te quiero a ti. Siempre. Siempre me apetecerás tú-deslicé los dedos por su piel, y entonces, me quedé completamente paralizado.
               En el mismo momento en que los dedos de mi cuerpo ejercieron una levísima presión en sus dedos, dándole lo más parecido a un apretón consolador desde que nos separamos por última vez, el domingo por la noche, yo me di cuenta de que la estaba tocando.
               Mis manos se habían detenido en sus rodillas.
               Y mis dedos se habían cerrado en torno a su mano.
               Todo sucedió en un segundo. Al mismo tiempo que yo me quedaba completamente quieto, aferrándome a esa nueva sensación de paraíso físico que llevaba negándoseme durante dos días, Sabrae abrió los ojos como platos, con la mirada fija en nuestras manos, y se incorporó como un resorte. Cogió aire, echó los hombros hacia atrás, y bramó:
               -¡¡ENFERMERA!!
               Me pegó tal susto que me caí de culo, rodé sobre mí mismo y me quedé tirado en el suelo.
               -¡ME CAGO EN DIOS, SABRAE!-troné mientras las primeras enfermeras, las más jóvenes y de mejores reflejos, se levantaban como resortes y corrían en nuestra dirección-. ¡Joder, menudos putos pulmones! ¡Que estoy en puto coma, hostia, no a mil kilómetros de distancia!
               Se desató un infierno a mi alrededor. Me incorporé como una exhalación y me puse al lado de ella, rodeándole los hombros inútilmente: volvía a estar hecho de la materia de las nubes. Estábamos de nuevo en planos distintos, así que no podía darle ningún tipo de consuelo mientras ella lloraba, boqueando en busca de aire como un pez fuera del agua.
               -Lo habéis visto, ¿verdad?-inquirió, llorosa, luchando con sus pulmones de la misma manera que yo lo hacía con los míos. Todos habían visto cómo mis dedos volvían a abrirse lentamente, igual que los pétalos de una flor, cuando yo me desvanecí de mi cuerpo y dejé de combatir la gravedad-. Se ha movido. ¡Se ha movido! Está aquí.
               -Claro que estoy aquí-protesté-. ¿Adónde iba a irme? Aquí es donde estás tú.
               -Se va a despertar-sentenció, esperanzada-. Sólo tengo que…
               El personal fue desvaneciéndose poco a poco, huyendo de ella y de sus esperanzas, demasiado inocentes como para poder soportarlas.
               La enfermera que le había dado un bollito de pan extra a mamá durante la comida se acercó a Sabrae, le puso una mano en el hombro y hundió los suyos.
               -Odio ser yo quien te diga esto, niña…-dijo con suavidad y tacto, la voz propia de una madre o una enfermera-, pero hay veces en que ese gesto no es una buena señal.
               Sabrae se quedó helada. Yo me habría quedado helado si estuviera hecho de algún medio físico, pero como no era así, simplemente me quedé pasmado.
               -¿Qué quieres decir?-preguntó ella.
               -Ni que le hubiera hecho un puto corte de manga-contesté yo.
               -Verás… hay veces en que los músculos sufren contracciones involuntarias.
               -Pero, ¿qué cojones me está contando, señora? ¡Eso lo he hecho yo!
               -Parece que se mueven por intención de su dueño, pero… no tiene por qué ser así.
               -Oh, vamos, ni que fuera mi polla lo que se hubiera movido. Sí, vale, a veces me da brinquitos cuando estoy empalmado, y yo no lo controlo, pero…
               -Pero, ¿qué coño dices?-protestó Sabrae-. Sé que no ha sido un calambre, ni nada por el estilo. Yo también los sufro a veces, pero sé identificar cuándo me dan la mano, y es lo que Alec acaba de hacer.
               -¡Sí, nena, díselo! ¡Acaba con ella, bombón!-festejé.
               -Los músculos de la mano son los menos propensos a sufrir calambres, es cierto-cedió la enfermera-. Sin embargo…
               -Sin embargo, ¡nada! ¡Vete! ¡A! ¡Casa! ¡Pringada!-empecé a dar palmadas, una por cada palabra que grité.
               -Sin embargo, ¿qué?-bramó Sabrae, con un deje histérico en la voz que no me gustó en absoluto.
               -¡ESTÁS ASUSTANDO A MI PIBA!-ladré. Podía escuchar su corazón latiendo a mil por hora. Le tiré un rayo a la putísima enfermera.
               -Hay movimientos de la mano que pueden indicar lesiones muy concretas-explicó la enfermera, haciendo una pausa dramática que yo aproveché para que un cocodrilo se la comiera enterita.
               -¿Qué clase de lesiones?-preguntó Sabrae.
               -Dierna-contesté yo. La enfermera se relamió los labios y yo fruncí el ceño. A partir de ahora, decidí, estaría más pendiente de mi cuerpo, y me asegurará de comportarme como un poltergeist si esa mujer se me acercaba.
               -Dímelo-sollozó Sabrae. El cocodrilo chasqueó la mandíbula y agitó la cola con impaciencia.
               -Tranqui, Dientecitos. Ahora meriendas-le dije.
               La enfermera se tomó su tiempo.
               -Las lesiones cerebrales.
               Sabrae se quedó en silencio, conteniendo el aliento. Yo, sin embargo, tuve una reacción completamente distinta.
               -¿Lesiones cerebrales? ¿Pero qué cojones me estás contando, putísima payasa?


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1 comentario:

  1. SABÍA QUE NO LO DESPERTERIAS ZORRITA.
    Estoy super desesperada por leer el despertar pero por otro lado estoy adorando fuertemente ver el rol de Alec de fantasma y como habla con Sabrae sin que ella le escuche. Casi lloro cuando ha empezado a hablar de todos sus amigos, ha sido lindisimo no he podido evitar lagrimear un poquillo. Maravilloso capítulo nena, eso si, DESPIERTALO YA POR DIÓ.

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