domingo, 11 de octubre de 2020

El Más Allá©


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Vale. Vale, vale, vale, vale. Vaaaaaaaaaaaaaaaale, vale, vale, vale, vale.
               Igual había que cambiar de estrategia; estaba claro que lo que yo había creído que sería el faro de esperanza que todos a mi alrededor necesitaban para seguir creyendo que yo continuaba ahí, al otro lado de un velo que no podíamos atravesar, sería seguir dando señales de vida. Y lo único que podía hacer para conseguir que mi hermana, mi madre, mi chica y el resto de personas que desfilaban ante mí día tras día era, precisamente, intentar arrancar de mi cuerpo esos patéticos espasmos que me costaban un triunfo.
               Claro que nunca habría pensado que esos espasmos habrían hecho que quienes me velaban se preocuparan aún más por mí.
               Así que el moverse quedaba más que descartado, básicamente porque no quería que me abrieran el coco en canal para ver qué me pasaba. Porque, si me metían de nuevo en quirófano, para empezar tendrían que raparme la cabeza, ¿no? No había visto ninguna película sobre enfermos terminales en las que simplemente les sierren el cráneo y se lo abran como quien parte un melón en primavera; el melón siempre era un coco al inicio, un coco al que se depilaba para que terminara brillando con la cobertura impecable de la familia de las sandías, y luego se procedía ya a utilizar la motosierra.
               -No le hagas caso, nena-me arrodillé frente a Sabrae, deseando tocarla, pero descubrí que me había convertido de nuevo en un ser de aire incapaz de ejercer presión en nada. Odié mi nueva forma una vez más, pero ahora tenía cosas más importantes en que concentrarme: consolarla, así que ya me ocuparía de mi estado gaseoso más adelante-. Vamos, no te pongas así. Sabes que tengo la cabeza dura como una piedra. Y no es que el tema de las lesiones te pille desprevenida, ¿verdad?-sonreí, estirando la mano para pellizcarle la barbilla, recordando demasiado tarde que ninguno de los dos estaba realmente ahí para el otro-. No has parado de decirme a lo largo de estos meses que me faltaba un verano-me encogí de hombros, riéndome, mientras las lágrimas de Sabrae manaban de sus párpados arrugados como géiseres invertidos, obedientes a la gravedad. Odiaba esas cascadas de sal que le dividían las mejillas en cuatro cuartos que yo me moría por mordisquear.
               Lo que acababa de decirle no era mentira. Yo disfrutaba diciendo tonterías para que los de mi alrededor se rieran, sin importarme si era por lo que había dicho o incluso a mi costa: esparcir felicidad era mi objetivo prioritario en la vida, y con Sabrae lo tenía todo mucho más fácil. No había cosa que dijera que a ella no le hiciera gracia, como si pudiera escuchar la nueva sintonía en la que vibraban nuestras mentes y tocar siempre el tono adecuado para conseguir hacer música.
               Y cuando esas notas eran particularmente divertidas, Sabrae reía, ponía los ojos en blanco, y achacaba su diversión a que era imbécil perdido. A lo cual yo no le discutía, pues viendo el tiempo que había tardado en fijarme en ella aun teniéndola delante no podía abogar por mi inteligencia.
               -Alec, eres imbécil-me decía.
               -Eres tontísimo.
               -Eres lerdo.
               -Te falta un verano.
               -Eres retrasado.
               -Qué tonto eres-aquella era mi frase preferida, porque solía venir acompañada de una risita más baja que las demás, una caricia de sus dedos en mis mejillas mientras me tomaba de la mandíbula y me acercaba a ella para darme un beso en los labios, etéreo como los amaneceres que compartíamos juntos, frágil y hermoso como el vuelo de una mariposa.
               No había absolutamente nada que hiciera con ella que no me gustara. Incluso hasta cuando nos peleábamos había algo que me atraía de nosotros: esa pasión con la que defendíamos nuestros puntos de vista divergentes, haciendo que chocáramos como dos fuerzas de la naturaleza, la erupción de un volcán y un tsunami combinados que arrasaban con todo, pero que terminaban creando vida de un modo u otro, dando lugar a la creación desde la base de la destrucción.
               La enfermera que había hecho que Sabrae entrara en ese estado semi catatónico en el que bien habría podido ponerse en contacto conmigo dio un paso hacia ella, buscando consolarla. Sin embargo, su mera presencia nos dolía a ambos: a ella, porque le hacía tener mil dudas de lo que sería de nosotros una vez me despertara al no tener garantizado que yo fuera yo; y a mí, porque era la primera vez en mi vida que tenía delante a Sabrae y no encontraba la manera de consolarla. Necesitaba tocarla, rodear su cuerpo con mis brazos, acunarla contra mi pecho y acariciarle los hombros mientras dejaba que su respiración se amoldara al ritmo de la mía. Sólo tomando como referencia los latidos de mi corazón Sabrae dejaba de hiperventilar.
               -¡NO TE ACERQUES A ELLA!-bramé, revolviéndome con la rabia de un cocodrilo al que le tiran de la cola, echando chispas de un modo literal. Por desgracia, no pude defender a Sabrae como ella se merecía.
               Pero una vez más, la subestimé. Sabía de sobra lo capaz que era de cuidar de sí misma, lo independiente y lo fuerte que había nacido y crecido, pero siempre se me olvidaba en los momentos más críticos, cuando su apariencia vencía a su esencia. Que fuera tan pequeña despertaba un sentimiento protector en mí con el que sólo podía compararse el que me nacía cuando tenía a Mary cerca, y creo que con mi hermana ni siquiera llegaba a ser así de intenso.
               Sabrae no necesitó decir nada. Recogida en sus lágrimas, concentrada en su dolor y en dejar que éste la mordisqueara por dentro en la más absoluta de las soledades, se giró en la silla para darle la espalda a la enfermera. No le interesaba nada de lo que ella pudiera decirle, pues sus palabras habían demostrado no ser más que dagas que se le clavaban en todas partes, incluida esa alma suya hecha de luz y fuegos artificiales. Sorbió por la nariz, rebuscó en el bolsillo de la sudadera, y se sacó un pañuelo de papel tan usado que ya había adquirido esa textura mezcla de cartón y tela a la vez. Se lo llevó a la nariz, se sonó ruidosamente, y jadeó en busca de aire cuando abrió los ojos y los posó en mí, deseando que yo le hiciera una señal para no creer lo que acababan de decirle.
               Habría entrado corriendo en mi cuerpo en ese instante de no haber sabido a ciencia cierta que la enfermera habría usado lo que fuera que me estuviera permitido hacer para reforzar su teoría. Así que, desde ese momento, decidí que no me movería. Tenía que encontrar la manera de demostrarles a todos que seguía ahí, que no había nada por lo que preocuparse más allá de encontrar la manera de hacer que me despertara. Y yo sabía que la chica que lo conseguiría estaba allí sentada, con su mente del tamaño de un palacio de cristal trabajando a mil por hora. Como siempre.
               -No la escuches-le pedí a Sabrae-. Sabes que lo último que haría en esta vida sería dejarte. ¿Me oyes, bombón? Sé que lo haces-susurré, inclinándome hacia ella, intentando detener mis manos más o menos en el punto en el que estaba su cuerpo. Me estaba engañando a mí mismo poniéndome en la misma posición en la que me pondría de ser de carne y hueso, aunque la ventaja de mi nueva forma era que ya no sentía la gravedad como antes. No sentía nada, incluida la tensión que vendría por tener los brazos estirados en la nada, ya que, a fin de cuentas, de eso estaban hechos mis brazos: de la nada más absoluta y vacía-. Sé que, en algún rincón, puedes oírme. No me voy a mover de aquí. No voy a cansarme de esperarte. Lo hice durante 17 años-sonreí, inclinándome para apartarle un mechón de pelo que se quedó donde estaba-, así que unos días no son nada. El premio bien lo merece.
               La enfermera empezó a hablar, y yo continué murmurándole palabras de consuelo para tapar aquellas frases prefabricadas. La esperanza es lo último que debemos perder. Sabes que no te dejaré. Tenemos que prepararnos para lo peor, pero esperar lo mejor. Sabes que no me voy a ir a ningún lado. Es pronto para hacer diagnósticos, podría no ser nada, finalmente. Sabes que te quiero. Muchos pacientes en su situación no tienen secuelas graves. Sabes que vamos a tener muchos hijos, tú y yo. Sus constantes vitales son estables y más bien fuertes. Sabes que te prometí que nada nos separaría, y esto no va a poder con nosotros.
               Quizá esto sea el principio de un cambio a mejor; puede que mi despertar se inicie así.
               -Sabes que nuestra historia de amor es épica, así que no puede terminarse en la cama de un hospital.
               Aprovechando esos poderes de semidiós que me había conferido mi nuevo aspecto, me concentré en crear una réplica espectral de su mano que llevarme a los labios. Le besé los nudillos como había hecho un millón de veces (en la calle, en el sofá, en la biblioteca, en la cama), mirándola a los ojos con la esperanza de que ella sintiera de alguna manera la fuerza de ese lazo que nos ataba.
               Entonces, Sabrae se tocó los nudillos que yo le estaba besando con la yema de los dedos de la otra mano. Tragó saliva, cerró los ojos y se mordió el labio.
               La mano fantasmal se movió igual que la normal lo había hecho siempre: giró sobre sí misma y me acarició el mentón con unos dedos cálidos y suaves.
               Lo había hecho ella, no yo.
               Alec, la escuché pensar, suplicante. Estaba dentro de su cabeza. Nada más importaba.
               Cogió la mano que mi cuerpo tenía colocada en la cama y esperó.
               -Te quiero-le dije, por si acaso podía escucharme. Pero no lo hizo. Simplemente se limitó a quedarse allí sentada, llorando hasta quedarse sin lágrimas, torturándome con mi impotencia. Sola, cuando se fue la enfermera.
               Acompañada, cuando llegó el doctor a decirle que podría venir a visitarme una hora cada día, que sería bueno para mí, que sería un gran incentivo. De haber sido uno de estos fantasmas que ejercen su influencia en el mundo real, habría puesto el hospital patas arriba.
               Me encantaría que ella no se separara de mí, pero ahora mismo, mi cuerpo era un agujero negro de energía. Notaba cómo Sabrae se iba apagando a marchas forzadas por culpa de estar a mi lado, esperando un milagro más bien improbable, que cada vez parecía más lejano. Verme media hora al día, repartida a lo largo de la jornada y dividida con Mimi, ya iba a ser agotador para ella.
               Estar con mi cuerpo una hora todos los días iba a matarla.
               El doctor depositó una bolsa en mis pies físicos, y yo sólo la miré de reojo, cuando Sabrae clavó una mirada completamente ida en ella. Mis cosas.
               -La señora Whitelaw cree que deberías guardarlos tú hasta que él se despierte. Dice que no hay nadie que pueda cuidarlo como lo cuidas tú.
               -¿A qué precio?-protesté-. Daría su vida por mí sin pensárselo, como si no valiera diez veces lo que yo.
               A Sabrae se le encendieron las mejillas, sus manos se convirtieron en puños que comenzaron a temblar. Me pareció esperanzador ver que no era el único completamente furioso con la situación.
               -Se ha movido-dijo con voz metálica, una voz que yo no reconocí, pero que hizo que me recorriera un escalofrío de pies a cabeza. A pesar de estar hecho de aire, se me erizaron los vellos de la nuca.
               La sonrisa del doctor parpadeó como un faro en la distancia: ahora sí, ahora no, ahora sí de nuevo. Pero los dos lo vimos. Lo supe por cómo la energía que manaba de Sabrae cambiaba radicalmente. No quería una confirmación, pero una confirmación era lo que le había dado el médico.
               Ahora mis males eran mucho más reales.
               -Sí, estoy al tanto de la situación. Verás, Sabrae… ¿era “Sabrae”, verdad?
               Puse los ojos en blanco.
               -De momento, sí. Tengo que perfeccionar la técnica con la ouija, pero en cuanto lo haga, le pediré matrimonio y ella también será la señora Whitelaw. Así no tendrás que aprenderte más nombres, medicucho de mierda.
               -¿Lo estoy pronunciando bien? He visto tu ficha de camino, y…
               -¿Qué ficha?-me giré y miré a Sabrae con ojos entrecerrados-. ¿Por qué tiene este payaso tu ficha? ¿Por qué tienes una ficha?
               -Sé lo de las lesiones cerebrales-contestó ella con la calma de una duquesa que sabe que aterroriza con su presencia a sus vasallos.
               -No hagas como sino pudieras oírme, chavalita.
               -La enfermera me lo ha contado.
               -Ah, sí. Mire, Doc, igual deberíamos plantearnos la política de protección de datos de este putísimo antro al que me habéis traído-arqueé las cejas-. Eso de ponerse a divulgar la información de los pacientes por ahí como si fuera ambientador de lavandas no parece muy legal. Vale que seáis incapaces de hacer que me despierte de un jodido coma, pero, ¿llamarme subnormal? Exijo hablar con la Organización de Clientes y Usuarios.
               -Bueno, una de las cosas malas que tiene este tipo de pacientes…
               -¡Eh! No soy un tipo de paciente, soy el tipo de paciente, Doc. Entiendo que mis pulmones no fueran nada del otro mundo, pero tengo unos pectorales sobre los que se pueden partir bloques de granito para remodelar las cocinas.
               -… sin embargo, no debemos rendirnos, ni descartar otras opciones. Aún estamos haciendo pruebas, así que…
               -Pero, ¡qué mentiroso! ¡A mí no me ha venido a ver nadie! Llama a mi madre, Sabrae-la cogí del brazo-. Ella te lo dirá. Me tienen aquí muerto de risa como si fuera una maldita suculenta. Ni siquiera me han regado. ¿No se supone que estoy vegetal? Ya me dirás tú cómo mierda voy a hacer la puñetera fotosíntesis si ni siquiera me dan agua. Hay chamanes en el Amazonas con más idea de Medicina que esta gente.
               -… todavía no tenemos las pistas del Cluedo, así que lanzar una suposición al aire puede suponer un gran problema.
               Sabrae y yo nos quedamos callados, pasmados. La miré desde abajo.
               -¿Me acaba de comparar con un putísimo juego de mesa?
               Por la forma en que ella lo fulminó con la mirada, supe que estaba igual de ofendida que yo. Yo no era un Cluedo. Como mínimo, era un Monopoly. Me iba eso de manejar billetes en abundancia.
               Además, no dejaba de estar ahí por culpa del capitalismo. Al gilipollas al que se le hubiera ocurrido inventar el dinero le podría haber dado diarrea ese día. Jodido cabrón.
               -Ten en cuenta que el accidente que ha tenido es muy fuerte…
               -Bueno, igual me levantan la mano en el instituto y termino graduándome, ¿eh, Saab?
               -… de modo que era prácticamente imposible que no se viera afectado también en la cabeza en mayor o menor medida…
               -¿Te vas a quedar ahí sentada mientras me llama retrasado, o tienes pensado defenderme, mi amor, mi reina, sol de mis días y princesa de mi corazón?
               -… pero eso no quiere decir que vaya a quedarse mal.
               -Vale, ya veo que no piensas defenderme. Muy guay de tu parte. Ya llorarás cuando te la saque antes de que te corras.
               -Ni tonto, ni nada por el estilo.
               -¡No me joda, doctor! ¿Me han metido alguna hormona y ahora se me está desarrollando el cerebro y por eso me estoy proyectando fuera de mi cuerpo como si estuviera en Doctor Strange? Espero que sólo me crezca la cabeza; bastante me cuesta ya encontrar condones que me sirvan como para que ahora me termine quedando una polla de jabalí.
               -Hasta que no se despierte, no sabremos la magnitud de lo que está sucediéndole. Debemos tener paciencia.
               -¿Y cuándo se despertará?-quiso saber Sabrae.
               -Es difícil saberlo.
               -¿A alguien de tu panda de licenciados se le ha ocurrido meterme puto café en vena y esperar a ver qué pasa? Porque ese suero que me estáis metiendo tiene una pinta de tila que tira para atrás. Quizá por eso no soy capaz de abrir los ojos. ¿Me estáis colocando?
               -Pero lo hará, ¿verdad? Tiene que despertarse.
               -Por supuesto que me voy a despertar, Sabrae-espeté-. No pienso consentir que practiques la necrofilia. Seguro que tus padres te desheredarían.
               El doctor se sentó en la esquina de la cama, como si llevara temiéndose esa pregunta toda la tarde.
               -No lo sabemos, Sabrae-dijo tras una pausa, estirando el brazo hacia ella-. No debemos perder la esperanza.
               -Acabo de acordarme de por qué me la sudaba no ir a la universidad, nena-le confesé-. Los títulos universitarios no son certificados de no imbecilidad.
               -Y apoyarlo.
               -Vale, está claro que con esta gente no voy a abrir los ojos, así que yo de ti iría buscando tutoriales sobre proyecciones astrales. Tenemos que descubrir si hay alguna manera de tener sexo espiritual.
               -Pero, ¿no pueden hacerle ningún tipo de prueba ahora, para ir adelantando trabajo?
               Continuaron en un tira y afloja en el que Sabrae rayaba en la súplica, y el doctor por lo menos tenía la decencia de mostrarse avergonzado por lo poco (o nada, más bien) que estaban haciendo por mí.
               -No tenemos manera de saber cómo de retraído en sí mismo está.
               -Yo no he sido tímido en mi vida, no voy a empezar ahora, y menos con gente que literalmente me ha visto el puto páncreas.
               -… de hecho, ni siquiera sabemos si nos escucha.
               Sabrae miró mi cuerpo, horrorizada. Yo puse los ojos en blanco.
               -Para lo que hay que oír, quizá fuera mejor así.
               El doctor soltó no sé qué gilipollez sobre los accidentes de circulación, lo especiales que eran, y luego pasó a prometerle a Sabrae que regresaría con ella.
               -Pues claro que lo haré-bufé.
               -Conseguiremos impedir que se vaya.
               -Sí, ya, buena suerte intentando que me pire-ladré-. Venga, fus. ¿Es que no tienes más pacientes con los que experimentar?
               -La conductora se ha salvado-reveló, y yo me quedé quieto en el sitio-, así que ahora es el turno de él.
               La conductora… ni siquiera había pensado en ella. Es más, creo que ni siquiera había llegado a ver quién iba al volante del coche que nos había metido en este lío. Quizá debería tratar de ir a buscarla, ponerme en contacto con ella. Puede que tuviera la respuesta a qué me había pasado. Desde luego, mi situación no es una de esas que se den todos los días: no había visto absolutamente nada de gente que permanecía consciente durante sus comas, ya no digamos con superpoderes que de poco le servían. Me sentía como si estuviera en el sueño más realista de mi vida, con el poder de controlar absolutamente todo excepto el mundo, que se quedaba estático y anclado al mundo real.
               Pero había un problema: ya había intentado alejarme de mi cuerpo una vez, y no había dado resultado. Además, estaba el añadido de que no sabía cómo era la conductora, así que estaría buscando una aguja no en un pajar, sino en una mercería inmensa, y ni siquiera sabía cuál era la aguja exacta que necesitaba para mi tejido. Si tan solo pudiera tocar cosas… quizá entonces sería capaz de entrar en el ordenador de las enfermeras, que no parecía muy alejado de mi cuerpo…
               -Pagaremos por lo que te hemos hecho-la voz de Sabrae sonó amplificada, y cuando la miré descubrí que se había inclinado hacia mí. Tenía sus labios en los nudillos de mi cuerpo, y en los míos brillaba como nunca ese pequeño baile líquido de color dorado. Descubrí que su boca tenía más poder sobre mí que sus dedos.
               Como si no lo supieras ya, Alec, me dije a mí mismo, incapaz de apartar la cabeza del hecho de que disfrutaba más con sus mamadas que con sus pajas.
               -Las dos. Y luego, cuando te despiertes, podrás decidir si me perdonas o no quieres volver conmigo. Pero te lo juro, Al. Las dos lo pasaremos tan mal como tú.
               Me la quedé mirando, completamente estupefacto.
               -¿A qué coño viene eso?-le pregunté. Pero, de nuevo, no me escuchó. Para variar. No es sólo que mis palabras no sonaran de una forma que Sabrae pudiera oír, sino que, incluso en el caso de que pudiera escucharme, seguramente habría decidido ignorarme.
               Se levantó sin decir nada más, dejándome con mi otra versión allí plantado: mi cuerpo, tendido en la cama ajeno a todo, y yo sin poder procesar a qué se debía aquel comentario.
               No se inclinó a darme un beso en la mejilla como hacía siempre que yo me quedaba dormido a su lado y ella se levantaba para ir al baño, buscar una manta con la que taparme o apagar la televisión frente a la que me estaba echando una siesta. Simplemente, se fue.
               Dado que quería mi beso, sin pensármelo dos veces, fui tras ella como si pretendiera cazarlo.
               -¿A qué ha venido eso, Sabrae? ¿Pasarlo mal?-pasamos delante del puesto de las enfermeras-. Esto no es un concurso. Espero de corazón que no te estés regodeando en lo mal que está todo ahora mismo para sentir que me estás compensando por algo, porque no tienes nada por lo que compensarme, ¿me oyes? ¡No tienes nada por lo que compensarme!
               Sabrae empujó las puertas de la UVI y se echó a llorar. Se acercó a su madre sin decir una palabra, pero no por ello en silencio: sus jadeos expresaban todo lo que su boca no podía.
               -Pero nena…-gemí, intentando rodearla de nuevo con mis brazos. Sherezade se me adelantó, o más bien me sustituyó: estrechó a su hija entre los brazos y la pegó contra su pecho, dejando que le empapara la blusa con sus lágrimas.
               Mamá entró en la UVI, Dylan y mi hermana acompañaron a Sabrae y Sher por los pasillos del hospital, y yo me desvanecí cuando intenté seguirlos a ellos. En cuanto me di por vencido, notando que cada vez era más y más etéreo a medida que avanzaba por el hospital, alejándome de mi cuerpo, y exhalé un suspiro, me encontré de vuelta en la UVI, donde mi madre me ponía la mano en la frente, me apartaba un mechón de pelo, suspiraba y se sentaba con resignación de nuevo en la silla.
               ¿Me merecía todo lo que estaban haciendo por mí?
               No.
               ¿Iban a seguir haciéndolo?
               Sí, porque tenía, con diferencia, el mejor entorno del mundo.
               Mamá abrió una revista que había comprado en el descanso diario que le daban mi hermana y Sabrae, comenzó a ojearla sin apenas prestar atención a lo que había en las coloridas páginas, y esperó a que pasara la tarde. De vez en cuando, me echaba un vistazo: se giraba para comprobar si mis constantes vitales eran algo diferentes (no lo eran, de hecho, no había tenido las constantes así de constantes en mi vida, lo cual resultaba irónico, porque lo que tenía entonces no era vida ni era nada), me acariciaba el hombro, el brazo, la mejilla o el cuello, me daba un apretón en la mano, susurraba alguna palabra cariñosa, y regresaba a la revista, cuyos bordes ya empezaban a desteñirse de la cantidad de veces que iba saltando de una página a otra.
               Mientras tanto, me dediqué a reflexionar sobre la salida de Sabrae. Que pensara que tenía que vengarme de alguna manera me preocupaba y enfadaba a partes iguales: me enfadaba, porque no era culpa de nadie que yo estuviera allí. Los accidentes sucedían. Yo mismo había estado a punto de ocasionar varios a lo largo de mi corta vida profesional, y si los había evitado había sido sólo por tener unos reflejos más desarrollados que la media, y no porque hiciera las cosas bien. Seguramente el accidente se debía a una distracción, pero incluso cuando tienes los cinco sentidos puestos en la carretera, puede ocurrir una desgracia.
               Y preocupado, porque si Sabrae estaba dejando que la inquina la carcomiera era porque la situación la superaba más incluso de lo que pensaba. Lo que era muy triste, por cierto. No tenía que disimular conmigo jamás. Si sentía ahora la necesidad de hacerlo, era por ese instinto protector que tenía, y que conmigo tenía tan poco sentido: soy más alto, más fuerte y más pesado que ella. En ocasiones, también podía ser más rápido, dependiendo de cómo tuviéramos los dos el día. Me había pillado desprevenido un par de veces y había conseguido soltarme un par de hostias, pero (y no es por chulearme) había sido más culpa mía que mérito suyo. Lo único que no era más que ella era inteligente, y la inteligencia no iba a sacarnos de aquel lío.
               Además, precisamente porque ella era la inteligente de los dos debería darse cuenta de que la rabia era completamente inútil. Que estuviera ciega por ella era comprensible, pero tarde o temprano, tendría que ver que no servía de nada enfadarse.
               Estaba decidido a dedicar todo el día a descubrir una manera para hacer que cambiara de opinión y se relajara un poquito, cuando mi madre volvió a levantarse, con el sol oculto al otro lado del horizonte y un añil parcheado cubriendo las ventanas. Habría creído que se iba al baño de no ser porque recogió sus cosas, cosa que nunca hacía cuando tenía que atender la llamada de la naturaleza.
               Sólo cuando Mimi apareció en mi cubículo comprendí a qué se debía la ausencia de mi madre. Los privilegios de horarios, claro.
               Intenté no ponerme nervioso pensando en que el tiempo que había creído tener para convencer a Sabrae de que no se subiera a la parra acababa de verse reducido a la mitad, pero estaba tan entusiasmado por volver a ver a mi hermana que se me olvidó todo lo demás.
               -¡Mimi!-festejé, flotando hacia ella en una nube de felicidad sonrosada. Mimi se inclinó para mirar mi rostro, buscando una expresión que me delatara, y sólo cuando se convenció de nuevo de que no estaba fingiendo, tomó asiento, me cogió la mano y me dio un pellizquito en la palma-. Oye, ¿no te da vergüenza abusar así de un inválido?
               -Alec, soy yo-me anunció-. La chica más guapa del mundo mundial-sonrió, divertida por su propio chiste.
               -¿Alexandra Daddario? ¿Te has operado la cara? Deberías hacer que te devolvieran el dinero.
               -¿Qué tal estás?
               -Catatónico, Mary Elizabeth.
               -Uy, chico, sí que debes de estar mal, si eres incapaz de abrir la boca. ¿No te habrás dado un golpe en la cabeza y habrás perdido la capacidad de mover la lengua?
               -Dios no lo quiera-protesté-. A ver cómo cojones impido que te hagas con mi habitación, si no es dándote gritos.
               Mimi me palmeó la mano, pensativa.
               -Te he traído algo-anunció, girándose para revolver en una bolsa de tela que había llevado colgada al hombro, en la que yo no me había fijado hasta entonces. De ahí, sacó mis guantes más nuevos, aquellos que apenas me había dado tiempo a estrenar desde que me los regalaron: me los ponía un poco en cada sesión de entrenamiento, porque quería adaptarlos al contorno de mis puños, pero sin llegar a estropearlos.
               -¿¡Cuántas veces tengo que decirte que no toques mis cosas!?-bramé. Me parecía muy fuerte, lo de esta puñetera mocosa. Llevaba fuera de casa dos días, ¿y ella ya se había dedicado a saquear mi habitación?
               Mimi carraspeó, colocó el guante en mi regazo, con mucho cuidado, me cogió la mano y la puso sobre él. Esperó un rato, buscando una reacción por mi parte.
               -No sé si te has dado cuenta, pero no siento absolutamente nada.
               Mimi tamborileó con los dedos. Cogió mi mano de nuevo, extendió mis dedos con los suyos, y acarició con la yema de los míos el suave cuero blanco de los guantes. Ni por esas consiguió una reacción por mi parte.
               Suspiró. Asintió con la cabeza, y comenzó a sacar el resto de los objetos que había rescatado de mi habitación: medallas, mi reproductor de mp3, las llaves de repuesto de mi moto, incluso un muñequito de barro que ella me había hecho en clase cuando tenía apenas cinco años, y que yo tenía escondido en una caja debajo de mi cama porque sabía que, si lo ponía de exposición en mi habitación, le daría una excusa para subírseme a la chepa.
               Pero no quería tirarlo. Ni de coña iba a tirarlo. Era el primer regalo que me había hecho ella sola por mi cumpleaños.
               Cuando cerró mis dedos en torno al muñequito de barro, que se suponía que era yo, sentí que el corazón se me detenía. Metafóricamente, claro. El mío, el de verdad, no hizo absolutamente nada, porque para mi cuerpo Mimi no estaba allí. Pero yo la veía. Sus ojos húmedos, su boca apretada en una fina línea para evitar echarse a llorar. Deseaba con todas mis fuerzas que me despertara con ese muñequito.
               Y la verdad, yo también.
               Porque Mimi no se merecía verse relegada a ese tercer puesto en el que se encontraba ahora mismo, por culpa tanto de mamá como de Sabrae.
               -¿Te acuerdas de esto?-preguntó, con una sonrisa triste en los labios.
               -Claro que me acuerdo. Me lo regalaste por mi octavo cumpleaños. Te pasaste la semana anterior llegando a casa con las manos pintadas de los colores del muñequito.
               -Se supone que eres tú. Mira, si te fijas, tiene tu pelo… más o menos-se rió, observando cómo la cabeza del muñeco estaba un poco desfigurada, en una alusión al pelo alborotado con el que había pasado mi infancia.
               -Está muy lograda.
               -La encontré en una cajita debajo de tu cama.
               -No quería que se estropeara.
               -Creí que la habías tirado.
               -¿Cómo voy a tirarla, Mary Elizabeth? Es el primer regalo que me has hecho, y tú eres la nenita de mis ojos.
               Mimi acarició la superficie de arcilla que había perdido su capa de pintura. Una sonrisa titiló en su boca.
               -Bueno, supongo que tenía que intentarlo. Pasamos a la artillería pesada. Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas, ¿no?-envolvió con cuidado el muñequito en el pañuelo en el que lo había traído e, ignorando mi petición de que lo dejara sobre la mesa para que pudiera mirarlo cuando se me antojara, lo introdujo en una cajita y lo metió dentro de la bolsa-. Ni siquiera sé por qué me tomo tantas molestias…-musitó-. Seguro que se te ha olvidado que lo tienes. Pero en fin…
               -Mentira-acusé-. Si no estuvieras sorda como una tapia, me habrías escuchado pedirte que no lo guardes, pero…-me callé al ver lo que extraía de la bolsa, un inmenso trozo de tela hecho de seda blanca y azul.
               Mi chaqueta de boxeador.
               Mimi la alzó con cuidado frente a ella, observando mi dorsal. A continuación, se incorporó, la extendió sobre mi pecho, y me puso la mano sobre la tela.
               Esperó.
               Yo también esperé.
               Intenté concentrarme en alguna sensación de reconocimiento, pero no había nada. Era como si estuviera colocándolo todo sobre un cristal que se interponía entre los objetos y yo. No tenía manera de saber siquiera si el peso sobre mi cuerpo había aumentado o disminuido (claro que, con lo ligera que era la chaqueta, apenas lo notaría).
               Fuera como fuera el método con el que conseguirían arrancar una respuesta de mí, estaba claro que no se basaba en el tacto, por mucho que nos doliera a todos.
               A Mimi se le terminaron los recursos en cuanto vio que mi cuerpo no reaccionaba ni siquiera a mi chaqueta de boxeador, con diferencia el objeto más sagrado que tenía en mi habitación, de modo que, cuando se fue, lo hizo tremendamente desanimada. Sus pasos eran pesados, sus pies apenas se elevaban del suelo, y sus hombros iban hundidos en una silueta que ninguna bailarina debía tener jamás.
               Algo dentro de mí (espiritualmente, quiero decir) se revolvió al verla marcharse de aquella guisa. Me había girado y le estaba chillando a mi cuerpo cuando lo sentí de nuevo: ese torrente de energía cálida, luminosa y positiva que precedía a un evento que a mí siempre me encantaría. La llegada de Sabrae.
               Mis intenciones de echarle la bronca por el dramático cambio que había sufrido cuando le dijeron que mi estado era un pelín peor del que pensábamos (a pesar de que parecía no haber mucho margen de empeoramiento) se quedaron en eso, intenciones. Porque, en cuanto la vi, mi enfado se disipó en mi garganta y una sonrisa se instaló en mi rostro.
               Sabrae acudió a verme de nuevo ese mismo día con la cara lavada, el pelo bien atado en sus dos trenzas de siempre, que caían sobre su pecho formando un contraste genial con su sudadera rosa pálido, un color que resaltaba lo dorado de su piel. Llevaba puestos unos vaqueros claros que le quedaban genial, y unos playeros blancos con los que la había visto en más ocasiones, siempre dispuesta a pasear todo lo que se me antojara, vestida de forma cómoda con la que podría seguirme el ritmo. Supe que no era casualidad que hubiera venido así: pretendía demostrarme que no se iba a rendir fácilmente, y que si había tenido una salida de tono, había sido por lo impactante de las noticias que le habían dado y no porque fuera a cambiar tanto que terminara resultándome irreconocible.
                -Qué guapa estás-jadeé, sintiendo que me enamoraba un poquito más de ella. Siempre me parecía imposible quererla más de lo que lo hacía, pero luego la veía sonreír, y me daba cuenta de que sí, sí que podía. Era como el Everest: que fuera la montaña más alta del mundo no significaba que hubiera encontrado aún su techo, así que podía continuar elevándose hacia el cielo hasta que las estrellas lo frenaran.
               -Aquí me tienes de nuevo, sol-saludó con jovialidad.
               -Sol tú-contesté, viendo cómo el ambiente se encendía, tanto en luminosidad como en calidez, a medida que pasaban los segundos y su presencia continuaba ahí. Se sentó en el sillón que hasta hacía nada había ocupado mi hermana, y que era casi propiedad de mi madre, cruzó las piernas y me tomó de la mano automáticamente.
               -¿Has oído lo que ha dicho el doctor?
               -Sí, y déjame decirte que es imposible que no me despierte.
               -Tengo privilegios de horarios.
               -No me puedo morir soltero existiendo tú.
               -Le estoy seduciendo-me confió, soltando una risita adorable.
               -Pues no es al único.
               -Como no te despiertes pronto, quizá te deje por él.
               -¿Es por la bata? Porque estudiaré Medicina si te ponen las batas.
               -Me vas a ver más ahora que cuando venías a mi casa.
               -Y yo encantado.
               -Bueno, verme no, porque te empeñas en estar con los ojos cerrados.
               -Pero te veo igual. Te vería hasta si no tuviera ojos, bombón. Para lo que hay que ver… merece la pena-le guiñé un ojo.
               -Francamente, Al, no sé qué gracia le ves a esto, pero en fin-se encogió de hombros, cambió la posición de sus piernas-, supongo que me lo merezco.
               -¿Por qué?-protesté.
               -Casi hago que nos pillen cuando lo del simpa, así que un sustito de vez en cuando no viene mal, ¿eh?-bromeó. Sus dedos se deslizaron por la piel de mi mano, dibujando figuritas de luz en mi espíritu.
               Miró la pantalla de las pulsaciones, atenta a la reacción de mi cuerpo.
               -Tampoco estuvo tan mal. Además, si hubiéramos ido a la cárcel, habríamos tenido la excusa perfecta para cumplir una de mis fantasías: un vis-a-vis. Quizá deberíamos atracar un banco…-reflexioné.
               -Por cierto, de la que venía me ha dado un antojo muy raro, y… adivina lo que te traigo-comentó, metiendo la mano en su sudadera y sacando una bolsa de regalices que hizo que me pusiera a dar botes de alegría-. ¡Tachán! ¡Regalices! Bueno, tronquitos, en realidad. Tus preferidos-anunció, examinando la bolsa.
               Dios, me moría de hambre. No de hambre físicamente, sino más bien de gula. La última vez que había comido regalices no me habían abierto en canal, así que podíamos decir que había sido hacía una vida, a pesar de que no hacía tanto que me los había comido, en realidad. Eran, con diferencia, mi golosina preferida, así que Sabrae contaba siempre con una bolsa en su casa, preparada para cualquier contingencia consistente en que me pasara por allí y me entrara un antojo.
               Sabrae se puso a comerlos frente a mí, y yo la miré como si fuera lo más hermoso que había visto en mi vida. Lo cual no era exactamente así: ella era la mujer más hermosa que había visto nunca, pero lo más hermoso que había visto en toda mi existencia había sido su cuerpo desnudo, bañado por la luz dorada del amanecer, bajo la que Sabrae no podía ocultar su verdadera naturaleza de diosa.
               Me gustó ver que, a pesar de que mi cuerpo continuaba en sus trece, ella no se daba por vencida. Empezó a amenazarme con traerse sus deberes a la UVI, y cuando vio que mi cuerpo no reaccionaba, me especificó que serían los de sintaxis.
               -No, los de sintaxis no-supliqué.
               -Vale. Guay. Mañana me traigo mis deberes de sintaxis, entonces. Como tú prefieras-levantó las manos con las palmas vueltas hacia mí en señal de claudicación. Sus ojos se posaron en mi cuerpo, haciendo que me estremeciera de nuevo, como si me estuviera acariciando con su alma directamente en la mía a base de mirarme así.
               Estaba empezando a cansarse, lo notaba. Su energía ya no era tan intensa, y su luz comenzaba a titilar, como la llama de una vela que poco a poco va menguando al no encontrar cuerda con la que alimentarse.
               Suspiró, se inclinó hacia delante, me cogió la mano y me acarició la palma, haciendo que pareciera uno de esos jinetes de dragón de Eragon, con las manos encendidas como si tuvieran incrustada una bombilla LED.
               -Te echo mucho de menos, Al-confesó en un tono completamente distinto. Suplicante. Necesitado.
               -Yo también te echo muchísimo de menos.
               Y era verdad. Ambos podíamos vernos, pero la parte más importante de nuestra relación, el reflejo físico, no estaba ahí. Y, sin él, nos teníamos a medias. Y yo no quería tenerla a medias. Ni ella tampoco, por descontado.
               -No puedes seguir haciéndome esto.
               Así que intenté entrar de nuevo en mi cuerpo. Luché por introducirme, pero no hubo manera. Me tumbé de nuevo sobre mí, repetí la operación y gruñí, frustrado, cuando sólo me encontraba con el vacío.
               -Me duele verte así, con todo lo que tú eres… por favor, Al. Despierta.
               Me di de hostias, me intenté zarandear, pero no sirvió de nada. Sabrae se quedó esperando a que yo hiciera algo, pero mi cuerpo no me respondía. No había forma humana de conseguir que pasara a través de él y me poseyera a mí mismo, recuperando todo lo que había sido y todo lo que sería.
               Ella esperó. Yo luché. Ella esperó. Yo luché. Ella esperó. Yo luché.
               Ella se inclinó hacia mí. Yo me quedé parado, esperando a ver qué hacía.
               -Alec-susurró a mi oído, y su voz sonó amplificada, como si hubiera hablado a través de un altavoz. Dejé que su voz me duchara, era agua purificadora-, eres un boxeador.
               Lo soy.
               -Un luchador.
               Lo soy.
               -Así que, por favor, lucha.
               Eso hago. Lo estoy haciendo,  todo lo que puedo. Pero es inútil.
               -Te…-empezó, y a mí me entró el pánico. Sabía exactamente lo que venía a continuación, y no quería ni por asomo escucharlo de aquella manera. No quería seguir allí plantado, tirado como una maleta perdida en el aeropuerto, a un continente de distancia de su legítimo dueño. Quería poder celebrarlo con ella la primera vez que quisiera decírmelo. No me lo digas ahora, cuando no puedo contestarte, pensé con absoluto terror, incapaz siquiera de abrir esa boca que no podía hacerse oír.
               Se contuvo a tiempo, no obstante. Como siempre, era capaz de salvarme en el último instante, cuando todo parecía perdido y yo ya me había resbalado por el precipicio. De nuevo, su mano aparecía de la nada y me agarraba en el momento en que parecía que iba a caerme al vacío.
               -Me apeteces-se despidió, relamiéndose los labios.
               Y yo volví a ser yo. Más o menos. No en el sentido en que lo había sido durante 18 años (ya sabes, con masa, superficie y volumen), pero sí en mi esencia, lo que aún se conservaba en esos días de completa locura.
               Pensé que iba a marcharse sin darme un beso de nuevo, y eso no lo podía consentir. Necesitaba tener sus labios de nuevo en mi piel, aunque no pudiera sentirlos. Me daba absolutamente igual: quería que su boca me rozara una vez más, después de tanto tiempo. Así que, cuando se incorporó, yo empecé a protestar, ignorando deliberadamente que no me escuchara.
               -Y tú a mí. Y más me apetece un beso.
               Una sonrisa fugaz le atravesó la boca, y se inclinó para cumplir ese deseo que parecía haber escuchado. Sin embargo, la mascarilla de oxígeno que me habían puesto aún no sabía por qué nos molestaba, pero le daba demasiado miedo retirármela para algo que le parecía tan irrelevante ahora mismo como darme un piquito.
               De modo que me lo dio en la mejilla, y aunque protesté, me conformé con eso. Por lo menos, la notaba que se iba un poco feliz, quizá aún conservando sus esperanzas.
               Así que cuando entró mi madre, preparada para afrontar una nueva noche, yo me acurruqué en su regazo y no esperé a que ella se tapara para dormir. Cerré los ojos e hice que pasara el tiempo hasta la mañana siguiente, preguntándome cuándo volvería a verla, si tendríamos un horario fijo.
               No se hizo de rogar durante mucho tiempo. Regresó a eso de la hora de comer, cuando los auxiliares repartían las bandejas de plástico entre los pacientes, dejando así que mi madre pudiera llevarse algo a la boca más apetitoso que la crema de verduras que tocaba ese día.
               Se me cayó la mandíbula al suelo (literalmente, además; eso de no tener límites fijos tenía sus ventajas) cuando la vi entrar. Se había sometido a un cambio radical: se había hecho la raya del ojo, aplicado rímel y un pintalabios granate que le había visto en más ocasiones, y que varias veces había podido disfrutar rodeando mi polla mientras me la chupaba de una manera bestial.
               El pintalabios iba a juego con un top de terciopelo granate que dejaba a la vista su generoso escote, amén de ese ombligo con el que me gustaba detenerme a juguetear con los dientes mientras bajaba a comerle el coño, y una minifalda de cuero negra que me había vuelto loco la primera vez que la vi: Bey tenía una igual, pero en rosa, y su mayor atractivo consistía en que era una prenda con la que no se podía llevar ropa interior. Me lo había pasado genial provocándola en la pista de baile de la discoteca de los padres de Jordan el día que la trajo, y cuando la toqué de forma sutil, sin que nadie nos viera, había encendido en ella algo que explotó con violencia cuando nos fuimos al reservado del sofá.
               Avanzó hacia mí contoneando las caderas como mejor lo hacía, subida a unos tacones con los que sus pasos se escucharían hasta en la Luna.
               -Hola, guapo-ronroneó con sensualidad, sentándose tan lentamente en el sillón que mi madre acababa de dejar vacante, que no pude evitar recordar las veces en que se sentaba sobre mí. Lo había hecho al mismo ritmo que las veces en que ella había llevado el control de los polvos y quería hacerme sufrir deslizándome en su interior terriblemente despacio.
               Con la misma lentitud, cruzó las piernas, dejándome ver un segundo lo que había entre ellas.
               Y déjame decirte una cosa: los fantasmas podemos ponernos cachondos. Es algo extraño. No había experimentado nada semejante en toda mi vida, así que es bastante difícil de describir, pero digamos que es como si no cupieras en ti; lo cual no deja de ser raro, teniendo en cuenta que dejas de estar hecho de materia. Mientras tienes la sensación de estar expandiéndote, a la vez, en tu bajo vientre, hay algo que comienza a tirar de ti con la intensidad de un agujero negro.
               También está el calor, por supuesto. Y una extraña vibración que no sabía catalogar.
               Aunque lo más raro de todo era no sentir ese placer que me producía la presión de mi erección contra mi ropa. No la echaba de menos; me sentía completo de esa forma, aunque mentiría si dijera que no prefería ponerme cachondo dentro de mi cuerpo…
               … fundamentalmente porque, si estaba cachondo en mi cuerpo, tenía formas de aliviarme.
               -¿Qué tal estás hoy?
               -Fatal, gracias-bufé, de pie frente a ella, pasándome una mano por la cara y mirándola de arriba abajo. Sabrae coqueteó descaradamente conmigo, calentándome más y más. Los átomos que me componían, si es que aún eran átomos, las estaban pasando canutas para seguir unidos unos a otros-. ¿Te cuento un secreto?-confió, inclinándose hacia mí de modo que su culo quedó suspendido en el aire mientras sus pechos rozaban la piel de mi brazo desnudo.
               Nunca, en esos tres días que llevaba en ese estado, había deseado tanto salir de él.
               -No llevo bragas.
               Levanté la cabeza y le lancé tal gruñido al cielo que todos los pájaros del mundo habrían levantado el vuelo, despavoridos, de haberlo hecho en el plano físico en vez del astral.
               Sabrae se giró como un resorte, dispuesta a averiguar si había despertado algún tipo de reacción física en mí.
               -¿Es que quieres matarme?-protesté cuando volvió a sentarse, acariciándome el brazo con toda la mano: dedos estirados, palma presionada… el festival de colores que había allí no tenía nada que envidiar a la mejor fiesta Holi celebrada en la India.
               Ni corta ni perezosa, Sabrae levantó una bolsita de papel que yo reconocí al instante.
               -¿Sabes? Con todo esto de acicalarme, no he tenido tiempo de comer nada, así que he parado en un Burger de la que venía y… ¡he cogido unos bites!-los agitó en el aire, haciendo que rebotaran en el interior de la bolsa. A continuación, la abrió, inhaló el aroma que salía de su interior, cerró los ojos y emitió un gemido.
               Un gemido en toda regla.
               Joder, había veces que gemía menos mientras yo se la metía.
               -Así que te gustan más los bites que follar conmigo, ¿eh, nena?
               -Mm, puede que esto del coma tenga sus ventajas: así no tengo que compartirlos contigo-esperó una reacción por mi parte, como que me incorporara como un resorte y se los arrebatara. Lo habría hecho de estar a mi alcance, pero por desgracia, no era así.
               De modo que se metió uno en la boca. Cerró los ojos de nuevo. Masticó lenta, muy lentamente.
               Yo me giré hacia el puesto de control de las enfermeras, ajenas a nosotros.
               -¡Enfermera!-grité-. ¡Mire lo que me está haciendo este demonio minúsculo!
               Sabrae se tragó el primer bite despacio, chasqueó la lengua y asintió con la cabeza.
               -Delicioso.
               -¡¿Es que nadie va a venir a ayudarme?! ¡Que estoy indefenso, joder!
               Sabrae se comió otro, y luego otro más. Cuando sacó el cuarto del interior de la bolsa, sonrió, levantó los ojos y me miró. Pude ver lo oscuro de su mirada, lo calculador, lo sucio. Iba a conseguir que me diera algo, lo sabía.
               -No sé por qué me estoy dando tanta prisa-reflexionó-. No es como un día normal, en el que tengo que comer cuanto más rápido, mejor. Hoy puedo disfrutar.
               -Bueno, me consuela ser el único que lo está pasando mal aquí.
               Sabrae sonrió. Se llevó el bite a la boca. Le dio un mordisco, partiéndolo a la mitad.
               El calor que me estaba haciendo sentir era insoportable.
               Sabrae masticó muy, muy despacio. Me recordó al movimiento de su mandíbula mientras se metía mi polla hasta la garganta, una vez que me la chupó estando sentados en el sofá de su casa. Me había corrido mordiéndome el puño para no ponerme a gritar, porque ella lo estaba haciendo genial, y sus padres estaban en la habitación contigua, haciendo la lista de la compra. Si Zayn hubiera tardado diez segundos menos en terminar de hacerla, me habría pillado corriéndome en la boca de su hija.
               El agujero negro de mi bajo vientre tiraba de mí con más voracidad cada vez.
               Sabrae tragó saliva, sonriendo con orgullo, igual que hacía cada vez que yo terminaba en su boca.
               Y entonces, ni corta ni perezosa, sacó esa lengua infernal suya y la paseó por la superficie del bite. Lo rodeó con la punta, recogiendo unas gotitas de queso con ella. Tragó despacio, igual que hacía con las gotitas de líquido preseminal que se me escapaban cuando ella empezaba a jugar conmigo. Volvió a sacar la lengua y a meterla en el queso, solo que, esta vez, lo sacó prácticamente todo, dejándose una gota en la comisura del labio, que se quitó con el dedo índice y se chupó despacio, mirándome a los ojos con intención.
               Igual que hacía cuando se limpiaba después de que me corriera en su boca. Siempre había una gotita de semen que se le escapaba. Y ella siempre se la limpiaba así.
               Me equivocaba. Sí que podía ponerme cachondo y sentir una sensación física a pesar de no tener cuerpo. Había una sensación de urgencia en mi entrepierna, me picaba todo el cuerpo, y tenía la boca seca. Sabía de sobra qué era lo que necesitaba para saciar mi sed. No era agua, sino su néctar.
               Sabrae repitió la operación con los últimos bites, haciendo que me desesperara. Cuando terminó, me miró con satisfacción, expectante. Alzó una ceja y me dedicó una sonrisa torcida.
               -Tu coño ya puede dar gracias de que esté en coma-le dije-, porque después de lo cachondo que me has puesto, te follaría tan fuerte que te partiría en dos.
               Sabrae se rió, como si me hubiera escuchado. Lo único que me mantenía con un mínimo de cordura era, curiosamente, la mascarilla, que me impedía oler ese aroma a hembra que desprendía en momentos como aquel. No había que ser un Nobel de Física para darse cuenta de que ella también se había puesto cachonda: presionaba los muslos uno contra otro, su respiración se había vuelto un poco superficial, y se le había puesto la carne de gallina. Pezones incluidos.
               Sus ojos se deslizaron de nuevo por mi anatomía, analizando lo poco que las sábanas dejaban intuir. Sólo cuando se detuvo en mi entrepierna y torció la boca, pensativa, confirmé lo que estaba pensando: le apetecía acariciarme.
               -Joder, debes de haberte puesto muy mal si te apetece meneársela a un cadáver-me burlé-. ¿Ves como no se puede jugar con fuego, nena?
               Sabrae arrugó la bolsa y la dejó sobre la mesa gris. Se quedó callada un momento, pensativa, silencio que ambos agradecimos e invertimos en tratar de tranquilizarnos.
               Empezó a acariciarme de nuevo, distraída. Esta vez, sus ojos seguían la trayectoria de sus manos en mi piel. La luz que ponían en mi alma no era tan blanca como antes, sino que tenía un tono anaranjado, como si estuviera hecha de puro fuego. Tardé un momento en comprender que así era el color de la tensión sexual que había entre nosotros.
               Me pregunté qué pasaría si tardaba demasiado en despertarme, hasta el punto de que la sola cercanía del otro bastara para excitarnos. ¿Me pondría completamente naranja, como si me hubiera pasado con el autobronceador, nada más tocarme ella?
               A pesar de que era bastante triste, en realidad, que las cosas estuvieran así entre nosotros, no podía dejar de pensar en lo hermoso que resultaba ver las caricias de Sabrae en mi espíritu. Había algo tremendamente picante y, a la vez, inocente, en esos haces de luz. No se me ocurría nada más erótico que ver mi alma encenderse por las caricias de Sabrae, incluso aunque sólo sintiera un lejano calorcito, tan amortiguado por la distancia entre nuestras dimensiones solapadas que necesitaba cerrar los ojos y concentrarme para sentirlo.
               Pero no iba a cerrar los ojos. Eso significaría dejar de verla.
               Empezó a hablarme de nuevo, segura de que estaba yendo por el camino correcto. A mí me daba la impresión de que tanteaba en terreno pantanoso, pero con todo, también estaba haciendo importantes avances.
               -Haré lo que sea para que te despiertes-me prometió.
               -Siéntate en mi cara-contesté, divertido.
               -Excepto sentarme en tu cara-añadió, riéndose, como si me hubiera escuchado, pero yo sabía que no había dado una contestación perfecta a mi comentario por haberme oído, sino por lo mucho que me conocía. No había ningún tipo de vínculo entre nosotros, ninguna influencia que pudiéramos ejercernos el uno al otro, más allá de los sentimientos que nos despertaban nuestros recuerdos conjuntos.
               Hasta que me quitó la mascarilla y me besó.
               No sólo porque sentí su beso, sino porque al quitarme la mascarilla, también pude volver a olerla.
               Echaba mucho de menos su olor. Esa mezcla de frutas tropicales, frescor y amor que siempre la acompañaba y que me hacía soñar con una casa al lado de la playa en una isla paradisíaca, de aguas cristalinas en las que bucear con ella hasta que las estrellas coronaran el horizonte, extendiendo un manto tan amplio sobre nuestras cabezas que nos creeríamos infinitos. El deje de manzana de su champú me hacía pensar en una tarde de picnic, tumbados bajo un cálido aunque tímido sol sobre una mantita de tela con cuadros blancos y rojos. Y las notas de maracuyá de su perfume me catapultaban de vuelta a las noches de amor que compartíamos, haciéndolo o simplemente sintiéndolo, donde nuestro cuerpo sólo existía allá donde el otro lo tocaba.
               Y el beso me descolocó completamente. Me hizo estallar, arrastrándome a los confines de la galaxia, encendiendo todo mi cuerpo de un precioso color rosa, el filtro con el que llevaba viendo la vida desde que Sabrae había entrado en ella. A pesar de que sólo había tocado la comisura de mis labios, todo mi cuerpo se encendió como una bengala. Mi alma empezó a latir como un corazón, un corazón que no se correspondía con el que estaba en el mundo de Sabrae, bombeando ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Pero yo me expandía y me contraía, me expandía y me contraía, me expandía y me contraía, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una estrella en el cielo lanzando una señal de esperanza a todos aquellos que quisieran verla, un sol tan lejano que ni siquiera era propio, apenas un destello en un mar de oscuridad.
               La alteración que la boca de Sabrae ocasionó en mi cuerpo tuvo su propio reflejo en los gráficos del control de las enfermeras. Un pico de actividad que no podían explicar más que a un despertar tan efímero como extraño. Los pacientes en coma no explotan de esa manera para volver a sumirse en el caos.
               Quizá fuera un error en los monitores.
               Pero, por si acaso, una de las enfermeras se incorporó y fue a verme. Le preguntó a Sabrae si había hecho algo, y cuando ella se lo explicó, negó con la cabeza, confusa. Quitarme la mascarilla y darme un beso un segundo no debería haberme catapultado a esa orgía de actividad.
               Claro que la enfermera no se daba cuenta de que era de Sabrae de quien estábamos hablando.
               Sabrae volvió a mirarme, me cogió la mano, acarició la palma, la muñeca, el antebrazo, siguiendo la línea de mis venas, que ahora repartían su luz un poco más lejos.
               -Sé que estás ahí-me dijo, y yo me quedé callado. Porque, sí, estaba ahí.
               Me apartó un mechón de pelo de los ojos y continuó:
               -¿Qué tengo que hacer para que te despiertes…?
               Estaba estable. Tenía una forma definida. Un volumen inconsistente. Pero tenía forma.
               Hasta que dijo las dos palabras mágicas. Las únicas dos palabras que resonaban en mi interior como si fueran el principio y el fin de mi existencia, las palabras a las que les debía la vida.
               -¿… mi amor?
               Exploté. Me multipliqué en un millón de diminutos fantasmas como un fuego artificial. Todo el universo se contrajo hasta caberme en la palma de la mano, y mi temperatura se disparó hasta el infinito. Me volví de colores y empecé a vibrar.
               Y sentí cosquillas. Por todo el cuerpo; no sólo en el estómago, como mariposas, cuando ella me llamaba así. Fue como si mil manos me hicieran cosquillas en cada milímetro de mi piel.
               Sabrae se quedó quieta, percibiendo el cambio en la energía de la misma manera que las ondas gravitacionales afectan al resto del universo, por muy lejos que esté.
               Se envaró y clavó los ojos en el electrocardiograma, analizando la montaña que se salía del molde que habían ido perfeccionando durante días las demás. Yo también la miré, justo en el momento en que desapareció.
               -Alec-dijo Sabrae, y no pasó nada. Bajé la vista y la miré.
               -Ya lo tienes, nena. Ya lo tienes.
               Sabrae cogió aire. Cerró los ojos, concentrándose en aquel poder sanador.
               -Mi amor-repitió, y mi reacción fue la misma. Volví a estallar, a dilatarme, a encenderme. Mi energía era tal que mi corazón físico no podía contenerla, y se dejaba llevar por mí en lugar de resistirse a mi onda expansiva.
               Sabrae se echó a llorar, feliz, y yo me incliné hacia ella y la abracé. No sé cómo, pero pude detener mis brazos justo sobre los suyos, mientras ella gemía y me saludaba, reconociendo que estaba ahí, que había esperanza aún.
               Cuando le llegó el turno de salir, estaba tan eufórica que casi se va sin besarme.
               -Sabrae, ¿no se te olvida algo?-protesté cuando se levantó y se puso a recoger sus cosas, temblando como una hoja. Entonces, pensándoselo mejor, se dio la vuelta y me dio un beso en la mejilla, a lo que yo respondí poniendo los ojos en blanco-. Quiero un beso en la boca, tía, mira que eres sosa. Si me voy a pasar otra noche en coma, es por tu culpa. Eres una frígida. Te odio-gruñí-. No tengas la poca vergüenza de volver por aquí.
               -Hasta mañana, sol. Volveré mañana a las cinco-se despidió ella, acariciándome la cara-. ¿Tienes ganas?
               -¿Que si…?-me presioné el puente de la nariz-. Sabrae. Da gracias de que no esté despierto, porque así puedo aprender a usar toda la energía cósmica que tengo a mi alcance para hacer un contador estelar que dé fe de los segundos que quedan para volver a vernos.
               Sabrae me apartó la mascarilla y me dio un beso en la comisura de la boca de nuevo, haciendo que yo volviera a reventar, con muchísima más violencia que antes.
               -Hasta mañana, mi amor-se despidió, y echó a andar brincando, sin saber que un charquito espectral de color dorado y que respondía al nombre de Alec Theodore Whitelaw la perseguía por toda la UVI. Claro que, ¿cómo iba a saberlo? Aquel charco no era capaz de mojarle los pies.
 
 
Supe que las cosas estaban muy mal y que sus esperanzas se disminuían a pasos agigantados cuando Jordan apareció a los pies de mi cama. Me incorporé de un brinco de la silla en la que me había quedado esperando a mi invitado del día, preguntándome quién sería.
               Había visto en el periódico que había abierto mi madre aquella mañana que era domingo. Si no me despertaba ese día, a la mañana siguiente cumpliría una semana completamente inconsciente. O, por lo menos, sin control de mi cuerpo.
               Las energías de mi familia se vieron renovadas cuando Sabrae salió de la UVI con la buena noticia de que, si bien aún no me había movido, por lo menos sí era capaz de oírles. Ella y Mimi habían dedicado largas horas de investigación en foros de internet a mi enfermedad, navegando y buceando en consejos que se contaban por millones, algunos incluso contradictorios, hasta que la solución se presentó ante Sabrae como una aparición. Desde que ella dijo que tenía arritmias cuando me decía dos palabras, dos palabras concretas, todos a mi alrededor se volcaron en darme estímulos auditivos.
               La única que no había aceptado que no fuera capaz de sentir nada de forma física fue mi abuela. Mamushka llegó a los pocos días de mi accidente, y como buena princesa rusa que era (o, por lo menos, se proclamaba), me aplicó disciplina donde los demás sólo me aplicaban cariño. Se sentó con dignidad en la silla del hospital, una silla que yo llamaría “comunista” de estar despierto y que haría que ella me lanzara una mirada envenenada y me borrara de su testamento. Por suerte para mis derechos hereditarios, aún no tenía el control de mi boca, así que no podía tomarle el pelo.
               -Te parecerá bonito el disgusto que me has dado-soltó sin miramientos, sin tan siquiera dedicarme un triste “privet”. Puse los ojos en blanco y suspiré-. Sabía que no nos iba a traer nada bueno, la dichosa moto del demonio. Ya me dirás tú qué necesidad tenías de ponerte a trabajar tan joven. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Has puesto en peligro tu futuro, el futuro de esta familia, incluso el futuro del imperio, por tus tonterías. Te corre por las venas la sangre de reyes, Alec-estaba tan enfadada conmigo que ni siquiera quería usar su apelativo cariñoso, Alexéi-. Arriesgarla de este modo por una empresa que no se preocupa por ti es estúpido, incluso para que lo hagas tú.
               -Bueno, en eso tengo que darte la razón.
               Llevaba dedicando varias noches en vela (esto de no tener que dormir tenía ventajas que podían convertirse en desventajas si las utilizabas lo suficiente) en reflexionar sobre si volvería a Amazon cuando me dieran el alta. La respuesta era sí la gran mayoría de las veces, pero siempre había alguna duda socavando la decisión. ¿Me daría tiempo antes de irme a África? ¿Me aceptarían ellos? ¿Podría volver a andar en moto? Si la respuesta a esas tres preguntas era la misma, “sí”, creo que volvería a mi puesto de trabajo.
               Pero algo me decía que había muchas posibilidades de que la respuesta fuera “no”. A cuántas, no sabría decirlo. Sospechaba, no obstante, que el “no” más rotundo sería para la última pregunta. Y no tendría nada que ver con mi cuerpo, sino con mi madre, mi hermana, y Sabrae. Podía pasarme por el forro lo que me dijeran mamá y Mimi, pero, ¿sería lo mismo con Sabrae?
               Lo dudaba.
               Mi abuela continuó despotricando contra mí, contra Amazon, contra la industria automovilística y el tráfico londinense, con diferencia la mayor desgracia que había vivido la humanidad después de la Revolución Rusa.
               -Jesús-musité, masajeándome las sienes-. Mamushka, hay hambrunas en el mundo, ¿de verdad te parecen tan malos los atascos de Londres? Porque vale que son malos, pero precisamente con mi moto…-me eché a reír mientras ella seguía y seguía, cada vez más alterada…
               … hasta que se incorporó y empezó a pegarme bolsazos, como hacía cuando me pasaba con ella.
               Claro que no contaba con que normalmente pegaba a un cuerpo fuerte, no a uno tan roto que estaba hecho de retales.
               Se me dispararon las constantes, me partí en dos y de mi interior empezaron a salir llamas mientras las sábanas se teñían de un horrible color carmesí que, desgraciadamente, ya me resultaba demasiado familiar. Mamushka se detuvo en seco, aterrorizada, pero el daño ya estaba hecho: me había saltado varios puntos, que me cosieron rápidamente, no sin antes expulsarla de la UVI y prohibirle la entrada nunca más.
               Escuché los gritos de mi madre en ruso cuando Mamushka le explicó lo que había sucedido, tan avergonzada con su arrebato de rabia que ni siquiera podía mirar a su hija a los ojos. Tardaron media hora en colocarme de nuevo bien los puntos, y tuvieron que traerme una bolsa de sangre para compensar la que había perdido de la que, si bien no era mucha, no podía permitirme prescindir aún.
               Me habían limpiado las heridas, renovado las vendas y cambiado las sábanas cuando Sabrae vino a visitarme, pero aún estaba pendiente de la transfusión. Se sentó a mi lado como llevaba haciendo todos los días, miró mis constantes vitales, y cuando sus ojos se detuvieron en la bolsa de sangre, contra todo pronóstico, esbozó una sonrisa.
               No necesité que me dijera lo que yo llevaba sospechando desde que me colocaron la bolsa en aquel extraño perchero. Mi grupo sanguíneo era ya especial de por sí, O-, así que solía costar más encontrarme recambios. Con todo, lo más especial de la etiqueta de la sangre no era el grupo y RH, sino el nombre que habían escrito apresuradamente en una esquina. S.G. Malik. Lo cual dejaba dos opciones:
               1. Sofrito de Garbanzos Malik.
               2. Sabrae Gugulethu Malik.
               Y, dado que yo no soy un plato vegano al que haya que añadirle humus, estaba bastante seguro de que la sangre era de Sabrae.
               -Te están poniendo sangre de calidad-comentó, divertida. Tras lo cual,  tomó aire, cogió su teléfono, activó la música y empezó a cantar.
               Porque ah, sí. Se me olvidaba contártelo. Resulta que, cuando Sabrae salió de la UVI diciendo que yo oía y todo el mundo se volcó en conseguir que me despertara con estímulos auditivos, Sabrae y Mimi decidieron que la forma más eficaz de hacerme despertar sería con música. La primera vez que Mimi entró sabiendo que la escuchaba, se dedicó a parlotear como una loca, con la esperanza de decir algo que me cabreara lo suficiente como para resucitar de entre los muertos.
               Entró insultándome, llamándome capullo, gilipollas…
               -¿Qué pasa, capullo? Despiértate ya, vago gilipollas. Mira, me he traído tu sudadera de boxeo.
               -¡QUÍTATE MI SUDADERA AHORA MISMO!-rugí desde El Más Allá©.
               -Me voy a dedicar a llevarla hasta que te despiertes. Dormiré con ella. Bailaré con ella. Comeré con ella. Veré mis telenovelas con ella. Estate agradecido al instituto por imponerme el uniforme, porque si no, también la llevaría a clase. La llevaré todo el tiempo hasta que apeste a chica-anunció con orgullo, chuleándose como un pavo-, y entonces no te la podrás poner.
               La fulminé con la mirada, y luego, me eché a reír. Si ella supiera que ahora tenía tres sudaderas iguales: la mía, la que le había regalado a Sabrae originalmente, y la que había encargado nueva para que Sabrae se la pusiera mientras me devolvía la mía para que yo la usara y volviera a impregnarla con mi olor después de echarla a lavar. Lo sé, lo sé. Hace falta tener como mínimo un doctorado para entendernos.
               Y estamos muy casados.
               De verdad. A esas alturas de la película, me daba la sensación de que Sabrae y yo teníamos más cosas atándonos el uno al otro que Zayn y Sher, que compartían nada más y nada menos que cuatro hijos y tenían su situación legalizada. Pero todo divorcio con menores puede resolverse con una custodia compartida, ¡a ver cómo coño nos solucionaban a Sabrae y a mí el tema de las sudaderas!
               Dado que había visto que enfadarme no era la solución, Mimi había pasado a tratar de enternecerme llamándome “hermanito”, “Al”, “guapo”… incluso probó con “mi amor”, lo cual nos dio a ambos una grima impresionante.
               De modo que pasó al plan B, B de “musicota de la Buena”. La única que seguía erre que erre intentando hablar conmigo y sin recurrir a quemarme los tímpanos con los tremendos temazos que tenía metidos en las listas de Spotify era mi madre, que cada hora se inclinaba hacia mí, me acariciaba la frente y me susurraba un dulce:
               -Despiértate, mi joven leoncito.
               Yo me deshacía y me convertía en un charquito a sus pies durante aproximadamente media hora, lo cual me dejaba muy poco tiempo al día en mi forma sustancial. Cuánto quería a mi madre. Era la mejor, la más buena, la más guapa de todo el mundo. Me pasaría la vida comiéndomela a besos… ya sabes, si tuviera el control de mis músculos.
                Así que, mientras Mimi se dedicaba a sentarse a mi lado, con las piernas cruzadas y tecleando en su móvil, dejándolo con frustración a los pocos minutos y volviendo a la carga más adelante, Sabrae se sentaba y me cantaba directamente. A veces se ponía música de fondo; a veces, lo hacía a capella.
               Ambas empezaron, naturalmente, con The Weeknd. Qué originales. Lo mejor de todo fue ver a Sabrae cantando sobre orgías, esnifar cocaína, follar durante semanas o hacer mamadas de horas de duración al alcance del oído de las enfermeras. Me sorprendió que no la echaran, la verdad. Muchas veces la fulminaban con la mirada, pero jamás llegaron a vetarle la entrada, así que ella continuó viniendo todos los días a bendecirnos a todos con su voz, y de paso traumatizar a mis compañeros pacientes con sus tendencias sexuales.
               Todos los días me cantaba Often. Todos. Los. Días. Y yo todos los días la escuchaba tumbado en la cama, con las piernas en alto y ojos brillantes, maravillado de que alguien con una voz como la suya pronunciara mi nombre a intervalos regulares. Alec, Alec, Alec. De sus labios, sonaba igual que una canción. Alec esto, Alec lo otro, Alec arriba, Alec abajo, Alec delante, Alec detrás, Alec, Alec, Alec, y de vez en cuando, mi amor.
               Sólo para confirmar que yo estaba ahí.
               Por supuesto que lo estaba.
               Así que ella sonreía y seguía.
               Hasta que llegó un día en el que nos quedamos sin canciones de The Weeknd que hubiéramos escuchado juntos.
               -Mimi te va a seguir poniendo las demás. Yo tengo que centrarme en otras canciones. Veamos, ¿Jason Derulo, o Taylor Swift?
               -La duda ofende.
               -Que lo decida el azar, ¿te parece? Cara, Jason Derulo; cruz, Taylor Swift-Sabrae lanzó una moneda al aire-. Alea iacta es.
               -Eres súper friki y súper lista.
               -Ha salido cara-anunció, inclinándose para mostrarme el rostro de la reina Isabel (descanse en paz) (alguien debería retirar de una vez los peniques de Isabel, pensé) sobre el dorso de su mano.
               -¿Y vas a hacer lo que te diga una moneda?
               -Pero, como de costumbre, voy a hacer lo que me dé la gana-anunció, y yo me reí.
               -Eso ya me parece más propio de ti.
               -¿Empezamos con Love story?
               -Dale caña-contesté, colocándole un micrófono delante e invocando un público minúsculo que empezó a chillar nada más lo creé. El público diminuto se puso a dar brincos, igual que yo, cuando Sabrae llegó al estribillo, cantando a grito pelado. Las enfermeras incluso hicieron una conga. Todo era un putísimo cachondeo, salvo por un detalle insignificante:
               ¡¡SEGUÍA EN UN PUTO COMA!!
               Sabrae paraba de vez en cuando a beber agua y descansar un poco, y mientras lo hacía, llamaba por teléfono a todos mis conocidos para intentar despertarme. Analizaba con atención mis constantes vitales, buscando una variación apreciable, pero nadie conseguía lo que de momento sólo había logrado ella: alterar mi ritmo cardiaco. Así que, después de unos minutos hablando con Jordan, Tam, Bey, Logan, Max, Karlie, Scott y Tommy, Pauline, Chrissy, e incluso Sergei, Sabrae colgaba el teléfono y volvía a la carga.
               Sabrae tuvo el detalle de llorar delante de mí en tres ocasiones, pero venía con los ojos hinchados y rojos a verme. No había que ser un lince para ver que se pasaba todo el trayecto desde su casa hasta el hospital llorando a moco tendido: a veces lo hacía en el asiento trasero del coche de Dylan; otras, en un vagón del metro, apoyada en Mimi y mojándole el hombro. Pero, cuando atravesaba las puertas de la UVI, esbozaba una sonrisa que yo creía sincera, al menos, en parte. Creo que las lágrimas tenían una composición irregular: 25% tristeza por la situación, y 75% impotencia por no ser capaz de conseguir de mí más que una estúpida arritmia que no iba a llevarnos a ningún sitio.
               Yo intentaba por todos los medios despertarme, de veras que sí. Chocaba contra mi cuerpo una y mil veces, trataba de moverlo, me tumbaba sobre él, lo levantaba… pero no había manera. La trampilla seguía sellada, no había forma de acceder de nuevo a aquella luz con la que había conseguido moverme, por poco que fuera, y sentir de nuevo ese dolor que me confirmaba que estaba vivo. Me jodía como no me ha jodido nada en mi vida verla llegar con los ojos rojos, y gritaba al universo que trataran de impedirnos que volviéramos a reunirnos, porque no era mi posición natural estar allí, al lado de ella, sin poder protegerla. Tenía que ser yo quien la protegiera a ella, y no al revés.
               El aleatorio la condujo hacia el octavo disco de Taylor Swift, a la primera canción que había sacado de su disco. Sabrae tomó aire, asintió con la cabeza, cerró los ojos, me cogió la mano y empezó a cantar.
               -Vintage tee, brand new phone, high heels on cobblestones. When you are young, they assume you know nothing.
               Hice que el público sacara sus linternas y las balanceara al compás de la música.
               -Sequin smile, black lipstick, sensual politics-me estremecí al escucharla decir “sensual”, pero intenté contenerme-, when you are young they assume you know nothing.
               Me senté a su lado y atravesé su mano con la mía.
               -But I knew you, dancing in your Levi’s, drunk under a streetlight, I… I knew you, hand under my sweatshirt, baby kiss it better, right…
               Sentí un escalofrío que me recorría de pies a cabeza. Miré mis constantes. Seguían constantes, valga la redundancia.
               -But I knew you’d linger like a tattoo kiss, I knew you’d haunt all of my what-ifs, the smell of…-Sabrae se quedó callada, y se echó a llorar mientras Taylor seguía.
               La tercera vez. Ésa fue. Yo traté de consolarla, de arrancarle a mi cuerpo una respuesta, pero me resultó imposible. Sabrae se limpió las lágrimas, sorbió por la nariz, asintió con la cabeza, estiró la espalda y tomó aire.
               -Perdona-me dijo.
               -No tengo nada que perdonar-le respondí. Volvíamos a estar solos. El público se desvaneció en cuanto ella se echó a llorar.
               -¿Estás bien, Sabrae?-preguntó una de las enfermeras. Sabrae asintió despacio, cansada.
               -Ahí voy-miró su móvil y se puso a cantar la siguiente canción, que resultó ser también del mismo disco. Betty. Esta vez, quien quiso llorar fui yo, y de hecho, creo que lo hice a mi manera. Tenía la voz más hermosa del mundo, la más dulce, la más expresiva y cariñosa. La mejor, la única que existía.
               La única capaz de hacer que un fantasma al que le resultaba imposible llorar lo hiciera. Era raro llorar así, con el alma, sin mojarte los ojos. Pero lo consiguió. Las últimas lágrimas rebeldes aún se deslizaban por sus mejillas cuando terminó la canción.
               -No sé qué más puedo hacer…
               -Lo estás haciendo genial.
               -Ni siquiera sé si soy yo quien te puede ayudar-jadeó, y a mí se me vino el mundo encima. Cómo no iba a ayudarme ella. Ella me ayudaba con sólo respirar.
               -Eres tú. Claro que eres tú. ¿Quién iba a ser si no? Llevas siendo tú desde hace meses. Desde que nos dimos el primer beso. A las 2 de la mañana o a las 2 de la tarde. Cuando comía, cuando dormía, cuando estudiaba. Estás en todas partes, lo eres absolutamente todo. Si hay alguien en este mundo capaz de obrar milagros, ésa eres tú. Mira todo lo que he cambiado por ti. Lo llevas dentro, Sabrae-le tomé el rostro entre mis manos, sin darme cuenta de que, de nuevo, volvía a sentirla-. Una no coge a un tío como yo, lo convierte en el hombre que es ahora, y luego duda de su capacidad para hacer magia. La gente no funciona así. El mundo no cambia tanto. Sólo alguien poderosísimo puede conseguir todo lo que tú estás consiguiendo.
                Sabrae se limpió las lágrimas.
               -Recuerda quién eres.
               -Qué estúpida soy. Claro que puedo ayudarte-se rebatió a sí mismo-. Soy Sabrae, y tú eres Alec.
               -Eso es, nena. Recuerda quién cojones eres. Recuerda quién coño somos.
               -Soy la puñetera Sabrae Malik-se reafirmó-. Y tú eres el puñetero Alec Whitelaw. Somos Sabralec. Nuestra historia no va a terminar en una habitación de hospital. Aunque sea lo último que haga.
               -Di que sí, nena. Joder, eres poderosísima. La reina del mundo. Olé tú, y olé tu coño. Bravo-me levanté y me puse a aplaudirle, seguro de que pronto lo lograríamos. Sabrae se reiteró en Often, volvió a cantarme Love me harder, y me repitió Shameless. Cantó a gritos, tan fuerte que se despertaría ronca a la mañana siguiente, y por eso pospondría su visita hasta última hora de la tarde, al contrario que Mimi, que vendría a primera hora de la mañana.
               Pero, entre medias, me trajeron a Jordan.
               -¿Aquí sigues?-me preguntó mi amigo, y yo me envaré.
               -¿Adónde coño quieres que vaya?
               -Vago de mierda…-se rió-. ¿Qué pasa, fiera?-estiró la mano para hacer nuestro saludo especial, y yo me lo quedé mirando.
               -Jordan, no sé si te has dado cuenta, pero estoy vegetal. Significa que no hago más que la fotosíntesis. Y ni eso, siquiera. No puedo extraer oxígeno de los fluorescentes.
               -Bueno, ¿esas tenemos? De acuerdo, tú mismo-se encogió de hombros y se dejó caer en el sillón del acompañante, dándome qué pensar. El contraste entre él y Mimi era evidente, por lo pelirroja de ella y lo negro de él, pero incluso con Sabrae tenía unas diferencias tan importantes que la comparación resultaba hasta chocante. Sabrae apenas alcanzaba el suelo con los pies; Jordan, por el contrario, cubría el sillón por completo.
               Por primera vez, me pregunté cómo luciría yo sentado en ese sillón.
               -Sabrae y Mary están un poco hasta el coño de ti. Y, la verdad, no las culpo. Ver crecer la hierba es más entretenido que estar contigo. Sinceramente, Al, ¿cuánto tiempo vas a seguir con este paripé?
               -Hasta que las uñas de los pies me lleguen al suelo.
               -Escucha, tío, no te ofendas, pero esta broma empieza a ser ya pesada. Quiero decir… vale, sí, te han abierto en canal, te ha pasado un coche por encima, y tal…
               -Ni siquiera fue en ese orden.
               -Ja, ja. Como broma, está muy bien planeada, pero… ¿no te parece que le estás echando un poco de cuento?
               -¿Disculpa?
               -Vamos, tío, ¿a cuántos chavales de 18 años conoces que se tiren una semana en coma por tener un accidente? Has de admitir que es, cuanto menos, inusual.
               -Perdona, Jor, no lo entiendo. ¿Eres el nuevo puto bocazas del grupo? Porque nos hemos perdido a un gran cómico contigo durante todos estos años. Igual tendría que haberme callado la boca más a menudo.
               -Y si lo haces por las enfermeras, déjame decirte que no merece la pena. Tío, ¡es primavera! Las chicas están empezando a llevar minifalda. ¿De veras prefieres las batas de estas chavalas a verles los muslos a las compañeras de clase? Te recuerdo que Bey se cuenta entre ellas-me dio un codazo y se detuvo en seco-. Joder, tío, lo siento. ¿Te ha dolido eso?
               -¿Eo? ¡Tierra llamando a Jordan! ¡Que no siento nada, joder!
               -Bueno, por si acaso, yo, eh… perdona. Sabrae me ha dicho que no deje de hablarte en todo el tiempo que me dejen estar aquí. ¿Lo estoy haciendo bien?
               -De cine.
               -Tengo muchas cosas que cortarte.
               -Pues empieza-respondí, mirándome las uñas.
               -Pero no lo voy a hacer hasta que no abras los ojos.
               Levanté la vista y lo atravesé con la mirada.
               -Guau, deberían darte un puto premio al cerebro más cósmico de esta generación, ¿no te parece?
               -Vale, mira, si necesitas algún estímulo, te lo daré: ha venido Zoe.
               Si hubiera estado despierto, me habría puesto pálido.
               -¡Pero Jordan! ¡Picha brava! ¿¡Te han desvirgado mientras yo estaba convaleciente?! ¡No sé si eres el mayor vividor de esta ciudad, o el más sinvergüenza de todo el país! ¿Cuánto duraste? ¿Te pusiste tú encima? Espero, por Dios, que supieras desabrocharle el sujetador. ¿Pudiste desabrocharle el sujetador?
               Jordan esperó. Y esperó. Y esperó.
               -Joder, esta mierda del coma me está matando. Me muero del aburrimiento, hermano-le confesé. Jordan suspiró.
               -¿Es que voy a tener que empezar a follarme a todo Londres para que te despiertes por ver tu posición de fuckboy oficial amenazada?
               -¡Eh! Un respeto. Soy el fuckboy ORIGINAL, Jordan, no el oficial. Cuidadito. No es lo mismo.
               -Pobres chicas londinenses-se rió Jordan-. Tú en coma, y Scott encerrado en un concurso. Me han dicho que la venta de consoladores se ha quintuplicado desde el lunes pasado.
               -Confío en que te pongas en contacto con todas las sex shops a las que estoy ayudando a vender tanto para que me den mi comisión.
               -¿Quieres que vaya a reclamar tu comisión a las sex shops?
               Me eché a reír.
               -Ni habiéndote parido te conocería mejor, tronco.
               Jordan se toqueteó las rastas, pensativo.
               -Venga, ahora en serio. ¿Qué tengo que hacer para que te despiertes? No he visto a Zoe en toda la semana-me confesó-. He dejado que se vaya sin más. ¿No merece eso una compensación?
               -Pues no. Merece que te dé una hostia, por gilipollas. ¿Por qué la dejas irse, si te gusta? Mira, Jor, yo no voy a estar ahí siempre que estés con ella, ¿sabes? Tienes que empezar a tener un poco de iniciativa. No te acostumbres a que yo haga las cosas, ¿eh? Lo del billete de avión fue una excepción. No voy a ir a agarrártela para que se la metas cuando por fin echéis un polvo.
               Entonces, Jordan se echó a llorar.
               -Pero, ¿qué cojones, tío? No me jodas, ¿eh? Si ni siquiera puedes oírme.
               -¿Qué es lo que tenemos que hacer, Alec? ¿Qué es lo que quieres, o lo que necesitas…? No podemos más. No podemos más. Nos estás matando a todos. Sabrae no puede más, Mimi no puede más, tu madre no puede más, nosotros no podemos más… yo no puedo más, Alec… estoy harto de estar en el cobertizo solo. Harto. Lo odio. Lo odio, lo odio, lo odio. Sin ti, es un puto zulo de mierda que ni siquiera me divierte. Bey está en la mierda. Todos lo estamos, pero ella y yo, más. No nos puedes hacer esto. ¿Qué cojones necesitas?
               -¡No lo sé!
               -Te daremos lo que quieras. ¡Lo que quieras! ¡Me cortaré las putas rastas si te despiertas, ¿me oyes?! ¡¡Me las cortaré!!
               -Me gustaría verlo-respondí.
               -Y Bey se rapará si eso es lo que quieres.
               -Eso ya no me gustaría verlo-negué con la cabeza. Jordan se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
               -Esto no es justo. Menuda puta mierda, tío. Si lo hubiera sabido, no te habría dejado apuntarte a esa mierda de Amazon. Te habría convencido para que cogieras el curro de camarero que buscaban mis padres. Estarías en la barra con Patri.
               -Sabes que daría pérdidas, Jor. No puedo ver una copa y no bebérmela, igual que no puedo ver una tía y no follármela. Es superior a mí.
               -Sólo queremos que vuelvas. Porfa, Al. Haremos lo que sea.
               Me cogió la mano, me la apretó, la presionó contra su frente y se echó a llorar. Me pareció ver un débil resplandor allí donde me tocaba, pero fue tan tenue y tan fugaz que me resultó más fácil achacarlo a mi imaginación que a una nueva explicación en la que tuviera que pensar.
               -Jor…
               -No quiero vivir en un mundo donde no estés tú, Al. No quiero. No me vas a obligar-sacudió la cabeza y sus rastas salieron disparadas en todas direcciones, marcando un ritmo que mi corazón no se atrevió a seguir-. ¿Con quién voy a jugar yo por equipos ahora?-se rió, triste, y yo me eché a reír también.
               -Te quiero un montón, tío. Eres mi hermano, lo sabes.
               -Te quiero un huevo, tío-me dijo él-. Vuelve con nosotros, hermano. Te echamos mucho de menos.
               Se inclinó para darme un beso en la mejilla (porque en mi grupo de amigos somos Machos™, no Machitos, así que no tenemos miedo de mostrar que nos queremos), y se marchó.
               Me pasé toda la noche pensando, cavilando. Busqué por todas partes, encerrado en esa burbuja oscura, aquella rendija que me indicaba la situación de la trampilla a través de la que podría colarme en el mundo real. No hubo suerte, pero notaba algo en el aire. Algo nuevo.
               Una electricidad.
               Iba a pasar algo. Lo sentía muy, muy cerca.
               Por eso, cuando mamá se separó de su precedente marchándose a desayunar, en lugar de tomando su desayuno a mi lado, me puse nervioso. Y, cuando vi entrar a Mimi, supe que sería la última vez, para bien o para mal, que veía a alguien de esa manera: desde otro ángulo que no fuera el que proyectaban mis ojos.
               -Buenos días, tonto del culo-saludó Mimi, brincando hacia mí con la falda del instituto balanceándose en sus piernas-. He venido antes porque tengo cosas importantes que hacer esta tarde: pasar la aspiradora, porque alguien le está echando morro al asunto. En fin. Vamos a cambiar un poco el sentido del concierto, ¿te parece?
               Mimi se inclinó, me colocó los cascos del móvil en los oídos, y subió el volumen a tope de la lista de hacer deporte que había actualizado hacía semanas. La fulminé con la mirada.
               -Mary Elizabeth, estoy en coma, no sordo.
               Mimi esperó veintitrés minutos. Cuando su teléfono le envió una notificación indicándole que se había terminado la lista, suspiró.
               -Alec, ya he mirado todas tus listas públicas. ¿Podrías hacer el favor de decirme qué puñetera canción quieres que te ponga? Te he puesto Hallellujah seis veces. Si no te despiertas con eso…-suspiró, negó con la cabeza y empezó a teclear.
               -Oh, tómate tu tiempo respondiendo mensajes, no te preocupes por mí-ironicé.
               Pero, entonces, en lugar de apartar la vista para darle intimidad a mi hermana, me fijé en la pantalla del teléfono.
               Y vi que no estaba en ninguna aplicación de mensajería. Estaba en Spotify.
               Sólo que, en el correo electrónico, no había puesto el suyo, sino el mío.
               Caí en la cuenta justo en ese momento.
               Había una canción importantísima que no había escuchado aún.
               Levanté la vista y la miré mientras tecleaba. Cada vez que probaba una combinación y esta resultaba negativa, Mimi abría la aplicación de notas y tachaba una nueva frase. Revisé todas las que había escrito: relacionadas con el boxeo, Sabrae, o el sexo.
               Me ofendió un poco que creyera que mi vida sólo se reducía a eso, o que por lo menos lo más importante eran solamente esas tres cosas.
               Escribió, escribió, escribió, y ninguna de las mierdas que se le ocurrieron era mi contraseña.
               -Vamos, niña. Vamos. Lo tienes. No es tan difícil de adivinar. Es facilísima.
               Mimi tecleó de nuevo. ATW0503.
               -Joder, esa no, tía.
               Torció la boca, negó con la cabeza cuando le salió un aviso de que le quedaban dos intentos. Probó otra cosa. Earbas5.
               -¿Qué coño es…? Ah. Vale-Sabrae al revés. ¿Tan listo se cree esta cría que soy?
               Mimi contuvo el aliento. Se mordió el labio. Tamborileó con los dedos en la parte trasera del móvil.
               Empezó a escribir otra cosa. Queda un intento.
               Mimi no se atrevió a intentar iniciar sesión con la contraseña que acababa de introducir. Negó con la cabeza, tragó saliva y, frustrada y sin ideas, decidió entrar en Instagram.
               -Sí. Sigue ahí. Lo vas a encontrar-la animé al ver que iba bajando, y bajando, y bajando.
               Entrecerró los ojos. Frunció el ceño.
               La primera publicación era de su cumpleaños.
               Mimi levantó la vista y clavó sus ojos en mi rostro.
               -¡SÍ! ¡SÍ! ¡TE ESTÁ VINIENDO! ¡VAMOS, MIMI, TÚ PUEDES!
               Mimi entró en Spotify de nuevo. Le temblaba el pulso. Comprobó mi correo electrónico y tocó la caja de la contraseña. Empezó a escribir. La primera con mayúscula.
               Eme.
               I.
               Eme.
               I.
               Mimi tomó aire. Volvió a mirarme.
               -¿Qué es lo que más me ha gustado siempre de mí?-le pregunté. Mimi no respondió-. Vamos, Mimi. ¿Qué es lo que más me gusta de mí?
               -Que eres mi hermano-respondió, su línea de pensamientos siguiendo exactamente el mismo camino que estaba recorriendo yo.
               -Sí, y, ¿cuándo pasó eso?
               -Mi cumpleaños-reflexionó.
               Uno.
               Cuatro.
               Uno.
               Uno.
               Mimi1411.
               Mimi tomó aire.
               -Dale a entrar.
               Mimi inhaló.
               -Dale a entrar, joder.
               Mimi cerró los ojos.
               -¡QUE LE DES A ENTRAR, MARY ELIZABETH!
               Mimi posó el dedo en el cuadrito verde que ponía “entrar”. A los dos se nos detuvo el corazón. A ella, por los nervios. A mí, por la anticipación.
               Y entonces:
               ¡Bienvenido de nuevo, Alec!
               Mimi suspiró, aliviada, y yo estallé en una llamarada de felicidad. Cuando fue consciente por fin de lo que acababa de pasar, Mimi se giró, me miró, sonrió y empezó a llorar en silencio. Me acarició la cara, me cogió la mano, me dio un beso en el dorso, me dijo que me quería, que era el mejor hermano del mundo, y entró en mi biblioteca.
               Navegó por la inmensidad de mis listas, la gran mayoría privadas porque me había salido por defecto esa configuración una temporada y me había aborrecido cambiarla. Excepto en una, en la que se detuvo nada más verla. Mientras que las demás tenían todas al menos una palabra para definirlas, ésta tenía solamente un emoji: el de la chocolatina. No había mosaico de carátulas, lo cual era muy extraño. Y la duración no tenía sentido: cuatro minutos. Sólo había una canción, dos como mucho si eran cortas.
               Mimi tocó la carátula, leyó el título, me miró a mí, miró de nuevo el móvil, y luego, le dio a Reproducir.
               La voz dulce de Nick Jonas cantando Unhinged llenó la habitación. La llenó de una manera en que no lo había hecho ninguna canción. Mimi apoyó la cabeza sobre mi vientre, agotada, y decidió esperar, dejar que mi Spotify me guiara por la neblina de mi mente.
               Por probar, sospechando lo que efectivamente sucedió, intenté invocar la burbuja de oscuridad, sin éxito. La canción tenía demasiados recuerdos: igual que había sucedido la primera vez que la escuché, no fui capaz de abstraerme de ella para lograr escapar. La primera vez, Sabrae había intentado cambiarla, para lo cual habría tenido que sacarme de ella, algo a lo que yo no estaba dispuesto a renunciar. De modo que lo haríamos sentados, como iguales, amándonos mientras su canción preferida de su disco preferido sonaba, marcándonos un nuevo ritmo.
               Y ahora, dejaría de ser ese extraño dios incompleto. Dejé que la luz me absorbiera, cerré los ojos, y me desvanecí.
               Llegué a una playa, la playa con la que había soñado cuando estaba con Sabrae. Unhinged sonaba en el cielo, y del horizonte difuminado apareció una silueta con un vestido blanco, igual que la arena.
               Sabrae.
               Se acercó a mí, sonriéndome. El cabello le bailaba en torno al rostro debido a la brisa marina, una brisa que yo notaba acariciándome la piel. Tenía una flor de hibisco blanca, de centro naranja, prendida del pelo. Me cogió la mano.
               -Vamos, Al. Es hora de volver a casa.
               Tiró suavemente de mí, se puso de puntillas, y me besó los ojos.
               Las sensaciones que tanto tiempo llevaban sin alcanzarme llegaron por fin a mí con la lentitud de la marea, y con la misma intensidad. Poco, muy poco a poco, fui consciente de nuevo de mi cuerpo: desde los dedos de los pies hasta la nuca, las puntas de las manos hasta el pecho. Todo me ardía, todo me dolía, pero todo estaba bien, de una forma extraña.
               Aquel cuerpo estaba magullado, pero era de verdad. Era el mío, y había sobrevivido.
               Mi corazón resonaba en mis tímpanos, no por fuera, con un sonido irreconocible. Mis pulmones se llenaban de oxígeno, subían y bajaban, y yo con ellos. Tenía frío en las manos y calor en los pies. Me dolía el costado y el hombro.
               Pero podía ver.
               Podía oír.
               Podía oler.
               Podía escuchar.
               Y podía sentir.
               Como sentía a Mimi tumbada sobre mí.
               Como sentía las manos al final de mis brazos; una escayolada, la otra, libre. Con un esfuerzo hercúleo, conseguí mover los dedos; después, la muñeca, luego el codo, y a continuación, el brazo entero. Con una lentitud desesperante, logré levantar la mano y abrir los ojos.
               Se me contrajeron automáticamente las pupilas al recibir la luz del fluorescente sobre mi cabeza. Mi corazón se aceleró un poco por el esfuerzo, al que ya no estaba acostumbrado, pero no me importó, y a Mimi tampoco. Despacio, despacio, despacio, mi mano se desplazó por la cama, flotando pesadamente hasta la cabeza de mi hermana.
               Entonces, la posé sobre ella. Le acaricié el pelo con la yema de los dedos, ese pelo sedoso y abundante con el que siempre le gustaba flagelarme cuando estábamos en el sofá.
               Mimi se puso rígida. Se giró y me miró. Se le abrieron los ojos como platos al ver que yo le devolvía la mirada. Se movió despacio, evitando hacerme daño, y dejando que mi mano cayera sobre mi vientre. Se mordió el labio y se incorporó, intentando descifrar qué significaba que doblara los dedos, señalándome la cara.
               La mascarilla. Quítame la mascarilla.
               Se acercó a mí.
               -Alec-jadeó, y yo le sonreí como pude. Levanté el brazo, un brazo que me hormigueaba y que me respondía con rebeldía, para ponerme la mano tan cerca como pudiera de la mascarilla. No podía quitármela: me dolía demasiado y estaba desentrenado. Pero ella me ayudaría.
               Me encantaba estar de vuelta. Me encantaba el dolor, las llamas, el embotamiento de los sentidos. Significaba que el sufrimiento de mis seres queridos se había terminado. Que volvía a estar vivo. Que podría reanudar mis planes, seguir divirtiéndome, seguir queriendo.
               Algo me decía que esta vida iba a gustarme mil veces más que la anterior… y eso que había adorado la anterior.
               Y quién mejor que mi hermana, que me había salvado la vida anterior por el mero hecho de existir, para recibir mis primeras palabras.
               -Mimi-gemí, con una voz ronca, que no parecía mía, pero que sonaba tan idéntica a la que había tenido siempre que era imposible que fuera de otra persona.
               Mimi me retiró la mascarilla, me sonrió, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
               -Mimi-repetí, adorando la sensación de sus lágrimas acariciándome el mentón.
               -Alec, estás despierto-celebró. Le acaricié el rostro. Mi hermanita. Mi preciosa hermanita. Le hice un gesto para que se acercara, y ella se inclinó para pegar la boca a mi oído.
               ¿Crees que te lo voy a poner fácil sólo porque me ha pasado un coche por encima?
               Prueba otra vez, mocosa.
               -Fea.
               Pero, lejos de enfadarse conmigo, Mimi se echó a reír, y a llorar a la vez.


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1 comentario:

  1. BUENO, MIRA ESPERABA ANSIOSA ESTE CAPÍTULO PERO ME DA UNA PENA TERRIBLE DEJAR LA FACETA DEL ALEC FANTASMA PORQUE QUÉ MOMENTAZOS DA EL CABRONAZO ME PARTO EL CULO.

    Casi me muero y me rompo las cuerdas vocales al chillar cuando he leido Unhinged, mira que sabía desde hace muchísimo tiempo como se despertaba este cabronazo pero es que leerlo así y además como se forma el proceso en el momento en el que comienza a escuchar la canción.... ME TIENE MAL.

    Ahora estoy deseando leer la perspectiva de Sabrae de como se entera y como se reencuentran me voy a puto moriiiiiir.
    LA SEMANA QUE VIENE SABRALEC SE HACE CANON.

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