domingo, 31 de enero de 2021

Un salto de fe.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Cuando Jordan giró la esquina del pasillo y desfiló por la ventana de mi habitación en dirección a mi puerta, me hundí un poco en la cama, y me detesté enormemente por ello. Se suponía que era mi mejor amigo, que tendría que ponerme contentísimo verlo, pero, a pesar de que me gustaba pasar tiempo con él, no era con Jor con quien más me apetecía estar. La razón por la que hoy estaba de mejor humor que de costumbre medía bastante menos que Jordan, no tenía los cromosomas dispares y su piel tenía una pizca más de tofe que la de mi amigo.
               Pero me prometí que no dejaría que nadie más se diera cuenta de lo que me pasaba. Bastante mal me sentía yo ya por lo evidente de mis preferencias, preferencias que hacían daño a todos los que me rodeaban, pues aunque sí eran justas, eran demasiado intensas como para parecer sanas. De modo que, cuando Jordan atravesó la puerta de mi habitación, arqueé las cejas a un lado y espeté:
               -Sabrae, te noto rara. ¿Te has puesto reflejos?
               -Vete a la mierda-me instó Jordan, frunciendo el ceño a la velocidad de la luz. Me eché a reír, conteniendo en parte mi nerviosismo. Sabrae me había dicho que vendría nada más comer, y que pasaríamos toda la tarde juntos para compensar el tiempo que tendríamos que estar “en sociedad”, que era como habíamos empezado a referirnos a aquellos momentos en los que no estábamos solos. No es que mis amigos me molestaran, ni mucho menos, o que nos cohibiéramos en morrearnos si nos apetecía con ellos delante, pero yo sabía que Sabrae se sentía mal por monopolizarme en presencia de los demás, especialmente porque ella era, con diferencia, la que más me visitaba.
               Que no hubiera venido todavía no podía significar nada bueno. ¿Habría pasado algo? La única explicación mínimamente razonable que había ido construyendo a medida que pasaban los minutos y mamá disimulaba más y más sus miradas furtivas al reloj acababa de evaporarse ante mis ojos: que Sabrae no viniera ya no podía tener nada que ver con el cumpleaños de Scott. De lo contrario, no habría mandad sustituto.
               Porque eso era Jordan, ¿no? El sustituto. Era triste, pero así era.
               -No, espera… tienes menos tetas. ¿Te has puesto un sujetador reductor? Ojalá me hubieras consultado antes de hacerlo-lloriqueé, haciendo un puchero. Jordan miró a mamá, que puso los ojos en blanco y cerró la revista con un revés de la muñeca parecido al de una flamenca.
               -Si lo asfixio con la almohada, ¿crees que me lo perdonarás?
               -Me quitarías un peso de encima.
               -Estoy aquí, madre-le recordé, y ella se echó a reír. Tras darme un beso y coger su bolso, salió de la habitación con paso ligero, seguramente ansiosa por empezar una de sus escasas tardes en casa, sin tener que preocuparse del final de los horarios de visitas ni de dormir lo suficiente como para que la incómoda cama del hospital no le arruinara aún más el descanso. Otra persona a la que le estaba destrozando la vida. Y todo, ¿para qué? Por lo menos, tenía el consuelo de que ahora tenía una hora libre en la que poder salir a pasear mientras yo estaba con la psicóloga. Tampoco es que a mí me sirviera de mucho esa hora, pero eso era otra historia. Mamá volvía resplandeciente, con energías renovadas, de su paseo durante mi terapia, así que no necesitaba saber que mi última sesión se había reducido a diez minutos sentado en silencio observando a mi psicóloga, hasta que ella decidió que su tiempo valía más que el mío y que había pacientes que la necesitaban más que yo.
               Sabrae iba a matarme por eso, pero Sabrae no estaba. Y Jordan no me daba miedo, por mucho que le sacara dos cabezas.
               -Vengo de suplente-comentó Jor, acercándose a mí y chocando el puño conmigo. Habíamos renunciado hacía tiempo a hacer nuestro complicado saludo, en el que los dos necesitábamos estar de pie, así que ambos sentíamos que habíamos perdido una parte de nosotros mismos en aquel jodido accidente que me había dejado atado a la cama.
               -¿Con intención de meter goles?-bromeé, y Jor me dedicó una sonrisa pícara.
               -¿Hay algo que quieras decirme, picarón?-me pellizcó la mejilla y yo sonreí, apartándome de él. Me di cuenta de que, aunque seguía nervioso por lo de Sabrae, lo cierto era que no me disgustaba que Jordan hubiera venido. Le echaba de menos, muchísimo. Llevaba desde la semana pasada sin estar a solas con él, pues las otras veces que había venido a visitarme, siempre había venido con alguien más, así que no podíamos fingir que habíamos pintado las paredes de su cobertizo y que nos habíamos recluido en él. Me moría de ganas por que me dieran el alta y poder ir a ese pequeño retazo de hogar que habíamos construido con nuestras propias manos, y lo lenta que estaba siendo mi recuperación hacía que me pusiera de un humor de perros que terminaba pagando exclusivamente conmigo mismo-. ¿Cómo te encuentras? –inquirió, apoyándose en la cama contigua y entrelazando las manos sobre el regazo. Me encogí de hombros.
               -Medio impedido. ¿Y tú?
               -Ilusionado ante la perspectiva de ganarme a la afición.

sábado, 23 de enero de 2021

Piscis.

De nuevo, en este capítulo va a haber importantes diferencias entre lo que pasó en Chasing the stars y lo que voy a describir aquí, así que te pido paciencia y comprensión. Han pasado más de tres años desde que escribí el capítulo Slay su, King T!, en el que se cuentan muchas cosas de las que aquí aparecen, y aunque Sabrae es el spinoff y por tanto debería ser completamente fiel a la historia original, bueno… notarás que un par de cositas son ligeramente distintas. ¡Espero que te gusten de todos modos!
Y, por cierto, en el anterior capítulo se me olvidó poner un pequeño mensaje como éste anunciando que la historia que se cuenta resumida es un proyecto que ya anuncié en 2018, cuyo primer párrafo puedes leer entrando en este enlace. Sé que no es mucho, pero visto lo mucho que os gustó la historia de Annie y Dylan, creo que disfrutaréis con ese primer parrafito.
Dicho lo cual, no te molesto más, ¡disfruta del capítulo!

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-Gracias por venir tan rápido-jadeó una llorosa Eleanor, cuyo rímel a prueba de lágrimas estaba encontrando serias dificultades para mantener su promesa de un maquillaje perfecto sin importar las emociones que desbordaran a su dueña, antes incluso de permitir que terminara de bajarme del coche-. Sé que te tomas muy en serio tus clases, y que seguramente estés de exámenes, pero de verdad que no te habría llamado si esto no fuera una… emergencia-a Eleanor se le quebró la voz de nuevo, considerando unas circunstancias de las que aún no me había puesto al corriente.
               Me había llamado en mitad de una clase, insistiendo tanto que incluso mi teléfono se había visto obligado a acceder a que yo cogiera la llamada, saltándose así las restricciones del modo “no molestar”. Estaba segura de que Eleanor sabía que apagaba todas las notificaciones, y procuraba mantenerme bien apartada del teléfono y no cogerlo más que para emergencias (aunque el concepto de “emergencia” se hubiera flexibilizado mucho a raíz de mi relación con Alec, hasta el punto de que cualquier mensaje suyo adquiría la máxima prioridad para mí), de modo que cuando mi teléfono empezó a vibrar en mi estuche, una pesada bola de cañón tiró de la boca de mi estómago hasta anclármela en la silla. Porque, fuera lo que fuera que hubiera pasado, no podía ser bueno.
               Me sentía un poco mezquina ahora que lo pensaba con más frialdad, pero ver el nombre de Eleanor en lugar del de Alec (o el de Annie) en mi móvil me había causado un alivio arrollador. Fuera lo que fuera lo que hubiera sucedido y que Eleanor no pudiera esperar a contarme, no sería, ni de lejos, tan mala noticia como las que me habían dado también en el instituto, hacía ya dos semanas.
               Claro que Eleanor, de nuevo, no insistiría si no fuera un asunto de vital importancia.
               -Sabrae-me recriminó Louis, a quien había interrumpido en plena explicación de las corrientes musicales del siglo XVIII, de la que la reina Victoria había sido mecenas. Puso los ojos en blanco cuando levanté la mirada en un gesto de disculpa; estaba segura de que, si le decía que era su hija la que estaba al otro lado de la línea, no se molestaría tanto conmigo.
               Pero ni yo era tan mezquina ni él arriesgaría tanto su imparcialidad; bastante se había discutido sobre la posibilidad de que él fuera mi profesor de Música por las conexiones que tenía con mi familia (eso de que su mujer hubiera sido mi primera nodriza no hablaba mucho en favor de su objetividad), pero al final, los deseos de mi padre habían conseguido imponerse gracias, en parte, a que nadie dudaba de la exigencia que recaería sobre mí, tanto por parte de Louis como por parte mía. Especialmente, por parte mía.
               -Mi hija necesita tener al mejor profesor de Música del instituto para poder ser una artistaza de los pies a la cabeza-había comentado papá en una de las comidas semanales-que-ocurrían-más-de-una-vez-a-la-semana en que las dos familias se reunían, reclinándose en la silla y sonriendo con chulería.
               -Oh, Z, no recuerdo cuándo fue la última vez que me dijiste algo tan bonito-había comentado Louis, llevándose la mano al corazón.
               -Nunca, probablemente-acusó Eri con una sonrisa.
               -Es una lástima que sólo estés disponible tú-le había escupido papá a Louis, y los dos se habían enzarzado en una pelea de mentira en la que los tortazos habían sido, quizá, un poco demasiado reales.
                -Lo siento, tengo que cogerlo-farfullé, incorporándome y saliendo como un resorte de la clase, con absolutamente todos los ojos puestos en mí. Si no fuera tan buena con todo el mundo, todo mi curso, y seguramente también todo el instituto, me detestaría. Pero, como podían ver que me merecía cada trato de favor que se me concedía, nadie podía protestar-. ¿Sí?-respondí, ya en el pasillo, y Eleanor empezó a chillar al otro lado de la línea-. ¡Eleanor! ¡Tranquilízate! Trata de calmarte, ¡no te entiendo nada!

domingo, 17 de enero de 2021

Simplemente por mí.


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-Dylan y yo nos conocimos el último invierno que pasé en la casa que compartía con el padre de Alec y Aaron-empezó mamá, y Mimi se revolvió en el asiento, poniéndose cómoda. Le encantaba escuchar la historia de cómo se habían conocido sus padres, nuestra familia, a pesar de que mamá siempre la empezaba de la misma forma: como si fuera un cuento.
               Como si estuviera ensayando para el día en que tendría que explicarle a la chica de la que su hijo estaba enamorado de dónde veníamos todos, cuál había sido el camino a recorrer hasta llegar al punto en el que nos habíamos cruzado, qué esperanza estábamos viviendo ahora que ni siquiera teníamos en el pasado.
               Me giré para mirar a Sabrae, cuya cara de sorpresa había mudado rápidamente en un gesto de profunda concentración, conectando las piezas unas con otras. Habíamos hablado de lo que mi padre había supuesto en mi vida en una de nuestras primeras noches juntos, pero no habíamos profundizado mucho en lo que había supuesto para mi madre, o para mi padrastro, o incluso para mi hermana. 
               Deseé un único segundo que Sabrae tuviera una actitud abierta, que le diera tiempo a mi madre para explicar lo que en un principio parecía un acto censurable, pero que en realidad no era más que el único acto de salvación que se había permitido dedicarse a sí misma. Después, cuando ese segundo pasó, me acordé de que Sabrae era inherentemente buena. Que no juzgaba a las personas, siempre daba todas las oportunidades que le pidieras… y el feminismo en el que la habían educado haría que no viera en lo que mamá estaba a punto de contarle como una historia con luces y sombras otra cosa que no fuera una historia de salvación.
               Así que estiré la mano hacia ella, dejándosela bien cerca para cuando las cosas se pusieran feas, y me volví para mirar a mamá, cuya expresión de controlada angustia por haber visto de lo que éramos capaces sus hijos (Aaron, sí; pero también yo) se convirtió pronto en esa mirada soñadora de quien cuenta su cuento de hadas preferido.
               -Hacía muchísimo frío ese día. Llevaba nevando casi una semana, y a pesar de que me encantaba llevar a los niños al parque a jugar con la nieve en mis días de descanso o en las tardes en que no tenía que trabajar, lo cierto es que, esa vez, me gustaba un poco menos que de costumbre. El Starbucks al que siempre iba durante mi pausa para el café estaba cerrado, de modo que no me quedó más remedio que ir al del centro comercial en el que trabajaba, que estaba más hasta los topes que nunca: no cabía ni un alma, y ni siquiera las camareras tan amables que siempre estaban atentas para señalarme un hueco libre antes que a otro cliente un poco menos habitual que yo habrían sido capaces de encontrarme un hueco. Y eso que eran auténticas expertas.
               »Pero entonces, le vi-mamá miró a Dylan, que le dedicó una sonrisa resplandeciente a pesar de lo comedida que era-. O, más concretamente, vi el hueco que había frente a él en la pequeña mesa en el rincón en el que estaba sentado. Detestaba tener que hacerlo, pero no me quedaba más remedio: era molestar a un desconocido aparentemente inofensivo,  o quedarme sin café.  Lo cierto es que incluso me daba un poco más de lástima por él que por ningún otro: estaba demasiado ocupado en su sándwich de huevo y queso y en el periódico que tenía entre las manos como para dejar que el bullicio le molestara, y yo no quería perturbar esa paz. Odiaba el Starbucks de mi centro comercial precisamente por eso: nunca había ni un instante de silencio en el que pudieras saborear tu café a gusto, sin tener que concentrarte en la sensación de tu paladar en lugar de la de tus oídos. Pero, como te digo, no me quedaba otro remedio. Necesitaba desesperadamente un café, como las abejas necesitan que llegue la primavera o tú y Alec necesitáis estar juntos.
               Una leve sonrisa titiló en el rostro de mamá, y Sabrae y yo nos miramos, entendiendo cuánto necesitaba mamá ese café aquel día de invierno de hacía tantísimo tiempo. Dieciséis años, nada más y nada menos. Más de lo que Sabrae llevaba respirando. Más de lo que yo llevaba siendo un hermano mayor.
               -Me acerqué a él, en parte rezando por que me dijera que estaba esperando a alguien y así me diera una excusa para no meterme en un lío que me costaría caro si Brandon aparecía como por arte de magia por ahí y me veía sentada frente a un hombre bastante apuesto…
               -¿Bastante?-la interrumpió Dylan, y mamá puso los ojos en blanco, le dio una palmadita en la mano, sacudió la cabeza y continuó.
               -… y en parte suplicando por que me dejara sentarme aunque fueran cinco minutos. Mis tacones me estaban matando. Supongo que tenía una pinta horrible, porque la forma en que me miró cuando llamé su atención fue espectacular. Ojalá hubiera podido hacerte una foto.
               -Es que estabas guapísima, cariño.
               -Llevaba el uniforme de Harrod’s-respondió mamá con cierto fastidio, como si no le encantara el piropo que venía justo después.
               -¿Trabajaste en Harrod’s, Annie?-preguntó Sabrae, inclinada hacia delante como una niña fascinada con las historias que le cuentan, de princesas, príncipes, animales que hablan, hortalizas que se convierten en vehículos y hadas madrinas que dejan una estela de purpurina allá por donde pasan. Mamá asintió con la cabeza, las pestañas rozándole las mejillas como hacía cuando las clientas le preguntaban si algo que les quedaba bien les quedaba bien. Mamá era sincera en esa época (al menos, en ese sentido), y por ello la valoraban mucho en su departamento. Lamentaron su marcha casi tanto como ella, a pesar de que la razón de su partida fuera la llegada de un nuevo bebé a la familia, uno cargado de esperanza, sin miedos ni pesadillas-. ¡Qué clase!
               -Aun así seguías pareciendo una modelo-continuó Dylan-. Ninguna de tus compañeras lo llevaba como tú.
               -Eres un pelota…-mamá se echó a reír-. Siempre lo has sido.
               -Bueno, de tus dos maridos, el más pelota es el que más tiempo lleva contigo-ronroneó Dylan, acercándose a ella para darle un beso en los labios mientras la sujetaba por la cintura. Me hizo cosquillas por dentro verlos así. Así quería estar yo con Sabrae cuando llegara a su edad; claro que mamá era mayor que Dylan, cosa que a nosotros no nos pasaba.
               -El caso es que conseguí distraerlo de su lectura lo suficiente como para que no pudiera mantener sus ojos fijos en el periódico durante más de dos o tres minutos, mientras yo me iba tomando mi café poco a poco. Cada vez que me inclinaba a dar un sorbo de mi taza, me lo encontraba mirándome, y cuando yo levantaba la vista para hacerlo (las pocas veces en que me armé de valor para enfrentarme a su mirada), él apartaba la mirada rápidamente, como si le hubieran pillado haciendo algo que no debería. Cuando empecé a comerme mi magdalena, no obstante, por fin se concentró, y por un momento pensé que eso sería todo.
               »Hasta que algo dentro de mí le dijo que le pidiera el periódico. Que quería tocarlo. Menuda locura, ¿verdad? No le conocía de nada, no sabía su nombre, y lo único que compartíamos era esa diminuta mesa en la cual ni siquiera nos estábamos tocando, aunque eso pareciera imposible, pero… quería tocarle. Quería saber qué se sentía teniendo su piel bajo los dedos, y no sólo su alcance. Así que le pedí el periódico. Él me lo tendió con una sonrisa amable, balbuceé algo que no logré entender, y dejó que intentara concentrarme en la lectura sin sacarse el móvil del bolsillo, a pesar de que de vez en cuando le vibraba. Le reclamaban en la oficina, pero él seguía allí.
               »Me gustó el detalle del móvil. Después, Dylan me contó que lo había hecho para que no le sintiera inaccesible, pero en ese momento en lo único en que podía pensar era en lo bonitos que tenía los ojos, del color del caramelo, en lo cuidada que estaba su barba (un poco más corta que ahora, y también con menos canas)…
               -¿Me estás llamando viejo?
               -Sí-mamá le sacó la lengua a Dylan, que hizo una mueca y se sacó una daga ficticia del corazón. Mimi y Sabrae se rieron suavemente, haciéndole los coros a mamá, que le dio un beso en la mejilla además, como premio por su gracia-. En fin, en pocas palabras, que me enrollo mucho: me gustaba que Dylan me diera una excusa para ver algo más que sus cejas y su pelo mientras analizaba su teléfono.
               »A partir de entonces…
               -¿Qué pasó?-preguntó Sabrae con ansia, y mamá parpadeó.
               -¿Qué pasó con qué?
               -Con el periódico. ¿Te lo llevaste?

lunes, 11 de enero de 2021

Nuevo primogénito.


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A pesar de que tanto Chrissy como Pauline estaban más que deseosas de presenciar el encontronazo de Alec con Aaron, que prometía ser de los mejores de la historia, la madre de ambos se encargó de aguarles la fiesta pronto. Con un carraspeo, después de acercarse para darle a su primogénito un beso que haría que el de Judas fuera completamente inocente, se volvió hacia ellas y se apartó el pelo caoba de la cara. 
               -Chicas-pronunció en tono de disculpa, mirándolas a ambas para asegurarse de que no malinterpretaban sus palabras; sabía que eran una parte importantísima de la vida de Al, de modo que se alegraba enormemente de haberlas conocido a ambas, y bajo ninguna circunstancia quería que pensaran que molestaban-, ¿os importaría dejarnos solos? Hay un par de cosas que tenemos que discutir en familia.
               Pauline, una verdadera reina de la diplomacia, y que seguramente se había olido lo que  se cocía en el ambiente en cuanto percibió el cambio en la atmósfera en la habitación, asintió con la cabeza y se separó del vano de la ventana, en el que se había apoyado tras terminar la presentación con mi suegra. A pesar de que había sido la que más veces me había enviado mensajes preguntándome por el estado de mi chico, y la más insistente en que la avisara en cuanto hubiera una novedad, supo ver que no le quedaba más remedio que irse, quedándose con ganas de más por primera vez en su vida en lo que a Alec respectaba. Y parecía bastante resignada a conformarse, al menos, por esta vez. Se inclinó a darle un beso en la mejilla, le acarició la contraria, le dedicó una dulce sonrisa y le susurró en voz baja que se alegraba de ver que estaba bien antes de coger su bolso y prepararse para irse.
               Chrissy, no obstante, parecía luchar contra un mar de emociones. Estaba segura de que su historia con Aaron no era, ni de lejos, tan turbia como la que Annie compartía con el padre de éste, pero que la llama de una vela no llegue a considerarse un incendio no significa que no pueda quemar. Entre aquellos dos aún parecían quedar cosas pendientes, y parecía que Chrissy no estaba segura de ser capaz de dejar el cuento a la mitad justo ahora que se le había presentado una oportunidad tan buena de ponerle punto y final de una vez.
               Sin embargo, de la misma forma que Pauline tardó una exhalación en decidir que su sitio no estaba ahí y que no le correspondía reclamarlo de ninguna forma, Chrissy también llegó a la misma conclusión. Pauline y ella ya tendrían más oportunidades de ver a Alec y, con suerte, ella también tendría la ocasión de resarcirse de todo el daño que le habían infligido. A fin de cuentas, se habían reencontrado después de mucho, mucho tiempo. El universo debía desear que Chrissy tuviera la última palabra.
               Así que Chrissy asintió con la cabeza, esbozó su mejor sonrisa diplomática, y su pelo bailó en torno a su busto y sus hombros cuando verbalizó los pensamientos de Pauline:
               -Por supuesto, Annie. Faltaría más. Estoy segura de que tenéis mucho de que hablar-comentó, mirando con intención a Aaron, con una ceja alzada, mientras éste continuaba escaneándola con la mirada. Por supuesto, él no era tonto, y ya se había dado cuenta de que algo iba mal. Normalmente, Annie no era tan despegada con él; solía celebrar su llegada como quien festeja la aparición de un cometa en el cielo, después de años esperando para verlo surcar las estrellas.
               Pero, si ya estaba incómodo con esa ola que se avecinaba y para la que todos, excepto él, estábamos preparados, lo que hizo Chrissy a continuación terminó de resquebrajar su poca compostura.
               Porque, echándome un vistazo como pidiéndome disculpas y a la vez permiso, se inclinó hacia Alec y le dio un largo beso en los labios. Annie arqueó las cejas hasta tener dos perfectos semicírculos en la frente, yo me esforcé sobremanera en no abrir la boca para demostrar mi estupefacción, y Pauline se llevó dos dedos a los labios para ocultar su sonrisa.
               Pero la peor parte se la llevó Aaron, con diferencia. Sus ojos se oscurecieron tras una opaca película de rabia que descendió hasta su boca, congelándole los labios en una fina grieta apretada, de apenas unos micrómetros de espesor. Aaron perdió el control un segundo, sólo un segundo, pero para mí fue suficiente: a pesar de que enseguida se recompuso y se rió por lo bajo, como si todo aquello le hiciera gracia, como si estuviera dispuesto a meterse con su hermanito pequeño por lo libertinas que eran sus relaciones sentimentales, fueran serias o no, y la ligereza con que dejaba que otras chicas le dieran morreos en presencia de su novia, yo pude ver más allá. Donde había una risa oculta, podía escuchar la amargura. Donde se relamió los labios, preparándose para lanzar una pulla que, esperaba, molestaría a Alec, yo veía cómo se tragaba el veneno que le ascendía ardiente por el esófago. Donde se mordía los labios para no lanzar la pulla demasiado pronto, yo veía que contenía una protesta.
               Donde se pasaba una mano por el pelo, fingiendo diversión, de una forma muy similar a la que lo hacía Alec, yo podía ver que, lo que estaba, era desesperado por recuperar el control de sus emociones.
               -Hasta luego, guapo-ronroneó Chrissy como una gatita, y sólo le faltó frotarse sensualmente contra Alec. Cosa por la que yo no habría protestado, por cierto.

domingo, 3 de enero de 2021

El que más quiere.


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-¿Por qué me miras así?-pregunté, aguantándome la risa, como si no supiera exactamente lo que se le estaba pasando por la cabeza a mi madre en ese instante.
               A Saab y a mí se nos había echado el tiempo encima. Lejos de despertarnos con el amanecer, como teníamos por costumbre (yo, desde un poco antes que ella), habíamos dormido hasta bien entrada la mañana, con el desayuno enfriándose en la bandeja térmica que uno de los auxiliares había traído con el sigilo de un ladrón de guante blanco. Yo no me había movido, y ella, tampoco. Yo no había escuchado nada, y ella, tampoco.
               Nada había alterado nuestro sueño hasta que mi madre había entrado por la puerta, saludando a dos adolescentes que siempre se encontraba con energía, y muy despiertos. Su enérgico “¡buenos días!” fue un inmenso bache en mi electrocardiograma, e hizo que Sabrae diera un brinco a mi lado en la cama, tirando de las sábanas para taparse al darse cuenta de que aquello no era un sueño. Las sensaciones eran demasiado reales: el fío de la habitación le mordisqueaba suavemente la piel, mi cuerpo le proporcionaba el calor de una fogata en medio de un bosque nevado, y mi brazo era el peluche perfecto alrededor del cual enroscarse para sentir que estaba protegiendo algo. Si estiraba los dedos, podía acariciar la cara interna de sus muslos, causando estragos allá por donde mi piel la rozara.
               Sabrae lo sabía. Yo lo sabía. Y mamá, también.
               -¡Annie!-exhaló Sabrae, tapándose prácticamente hasta las orejas, hundiéndose como una tímida sirena en aguas neblinosas mientras mamá se acercaba a nosotros y empujaba suavemente la cama que Sabrae había corrido inútilmente la noche anterior de vuelta a su sitio.
               De repente, su cuerpo empezó a emitir el calor de mil soles y cuando la miré, aún somnoliento, me di cuenta de que se había puesto colorada. No obstante, tardé un segundo en poner en orden mis pensamientos (todavía la tenía demasiado cerca, y su perfume me embriagaba) y, así, poder recordar qué era aquel misterio que le daba tanta vergüenza, y que yo por fuerza tenía que saber.
               -Hol…-empecé, y me quedé callado al momento. Todo lo que había pasado el día anterior saltó sobre mí como una pantera al acecho. La visita de mi padre. El encuentro con mamá. Cómo mamá me había defendido como una verdadera dragona, con la valentía de un león. Mi ataque de ansiedad. Los médicos rodeándome como si fuera un paciente peligroso, como el más inestable que tenían. Sabrae, a mi lado, cuando me desperté. Sherezade gritándole que se fuera, y que se llevara a Shasha con ella, cuando vio en mis ojos mi proposición. La conversación. La promesa que le había hecho a mi madre.
               La distancia entre nosotros cuando Sabrae volvió a entrar en la habitación. Cómo había detestado sentirla tan lejos, ver que andaba con pies de plomo a mi lado, como si fuera un explosivo tremendamente delicado cuya detonación podría darse en cualquier momento, con el más leve giro de muñeca. Cómo había escuchado sus deseos de que rebajara la tensión como si los hubiera verbalizado, sólo con mirarla a los ojos y ver cómo me echaba de menos en esos escasos cinco o seis metros que nos separaban. Cómo había conseguido que volviera conmigo, que me dejara inhalar el perfume de su piel, de su pelo, de su boca, y ese sabor tan delicioso por el que iría al infierno sin dudarlo, por el que caminaría sobre la superficie del sol sin protector. La conversación que habíamos mantenido, su juramento de lealtad, lo difícil que había sido para los dos decir “no” cuando lo que queríamos era gritar “sí” (¿había tenido que pasar por algo así de duro cuando me dijo que no la primera vez?).
               La forma en que, como siempre, había convertido la conversación más seria de mi vida en un momento excitante. Cómo había activado cada una de mis células, y se había puesto a gemir de aquella forma tan deliciosa en que lo hacía cuando… cuando…
               Mi cerebro aceleró solo, saltando directamente a mi pesadilla. Como yendo en una autopista y girándome para ver la cara del pésimo conductor al que estaba adelantando, se recreó en los detalles que ella había puesto tanto empeño en borrar. Pero, de la misma manera en que Sabrae me había arrancado de las garras de mi subconsciente, me las apañé para escapar.
               Y recordé cómo me había guiado por aquella meditación tan sensual, cómo había hecho que sintiera el roce de la brisa marina allí donde había vendas y sábanas, que notara su sabor chispeante en la boca, que oliera su excitación y su sudor en el aire. Cómo nos habíamos besado, quitado la ropa, y cómo una parte de mí había seguido solo en aquella playa.
               En mis sueños, lo retomábamos justo en el punto en el que lo dejábamos. En lugar de tumbarme al lado de Sabrae, yo escalaba por su anatomía y miraba su placer diluirse poco a poco en sus ojos. El suave beso que le di era una pregunta, y la caricia con mi nariz en la suya, el interrogante. Ella asentía, separaba las piernas, y me dejaba disfrutar de la sensación más gloriosa que puede sentir el hombre.
               Qué curioso. La frontera entre el placer y el horror era la misma entre la desnudez y no de Sabrae. De la misma forma que su cercanía había conseguido alterarme, también había hecho que me tranquilizara. Todo porque, a diferencia de durante mi pesadilla, en el sueño notaba su piel en torno a la mía.
               Porque estaba desnuda.
               Y por eso se tapaba de esa forma.
               -Oh, Saab, no te preocupes-rió mamá, pensando que Sabrae se avergonzaba de que la hubiera pillado durmiendo tan cerca de mí. Sacudió una mano en el aire y negó con la cabeza-. Sé que a las enfermeras no les hace mucha gracia, pero eso es porque no te conocen. No te pegas mucho a él, estoy segura.
               Señora, me había gustado decirle, ayer no follamos porque tengo medio cuerpo escayolado, no por falta de ganas.
               No podía permitirme pensar en cómo se había puesto ella ayer. Cómo se había frotado contra mí, cómo me había besado, cómo… joder. Mierda. No pienses en eso, Al. Piensa en otra cosa. Gatitos, por ejemplo.
               -¿Aún no has desayunado, cielo?-preguntó mamá, inclinándose hacia mí para acariciarme la frente de forma amorosa. Negué con la cabeza-. ¿Habéis pasado una mala noche?
               -Pues…
               -Lo cierto es que no-corté a Sabrae antes de que pudiera meter la pata. No quería pensar en eso ahora. No quería volver a aquella cocina, en la que la víctima era distinta-. Hemos dormido de un tirón, ¿verdad, nena?-ella me miró con ojos enormes, propios de una liebre que cruza la carretera justo cuando se acerca una camión-. Supongo que experimentar tanta tensión durante tanto tiempo, cansa-intenté quitarle hierro al asunto, moviendo la mano que tenía escayolada (la libre estaba en la cintura de Sabrae), y traté de incorporarme.
               Gran error. Un ramalazo de dolor me recorrió el vientre y me puso blanco como la cal. La temperatura de la habitación ascendió diez grados de un plumazo, y mi respiración se aceleró.
               -¿Alec?-preguntaron las dos mujeres de mi vida, la que me había parido y la que me había dado la vida,  inclinándose hacia mí de forma instintiva, listas para protegerme de cualquier mal.
               Tuvimos tan mala suerte que la sábana se deslizó por el busto de Sabrae cuando reaccionó a mi quejido ahogado, dejando al descubierto sus pechos.
               Y entonces, mamá se dio cuenta de que anoche había pasado algo. Las sábanas tremendamente revuelvas en mi cama parecían aún más desordenadas en comparación con las de la cama de al lado, lisas como un mar en calma; la ausencia de mi bata de hospital, que me dejaba al aire las clavículas, la desnudez de Sabrae...
               … y la tensión sexual que había entre nosotros, perceptible hasta para una piedra. Nuestras pieles olían a sexo, las sábanas olían a sexo, el montón arrugado a los pies de la cama que eran el pijama de Sabrae y mi bata olían a sexo, el aire mismo olía a sexo. Mamá no era tonta. Incluso si sólo hubiera echado tres polvos en su vida, se habría familiarizado con ese olor sólo por cómo apestaba yo a sexo cada vez que venía de fiesta, borracho como una cuba y con el cuello semejante a una paleta de exhibición de pintalabios.
               Pero, además, mamá no había echado solamente tres polvos en su vida. Así que sabía perfectamente lo que había pasado allí. O creía saberlo, al menos. Después de todo, por mucho que me quisiera, las madres tampoco son ciegas a los defectos de sus hijos, y menos cuando esos defectos podrían estar haciéndolas abuelas de niños que nunca conocerían.
               De todas las madres del mundo, la única que no va a pensar que su hijo es un santo célibe es, precisamente, la del puto Alec Whitelaw.