domingo, 3 de enero de 2021

El que más quiere.


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-¿Por qué me miras así?-pregunté, aguantándome la risa, como si no supiera exactamente lo que se le estaba pasando por la cabeza a mi madre en ese instante.
               A Saab y a mí se nos había echado el tiempo encima. Lejos de despertarnos con el amanecer, como teníamos por costumbre (yo, desde un poco antes que ella), habíamos dormido hasta bien entrada la mañana, con el desayuno enfriándose en la bandeja térmica que uno de los auxiliares había traído con el sigilo de un ladrón de guante blanco. Yo no me había movido, y ella, tampoco. Yo no había escuchado nada, y ella, tampoco.
               Nada había alterado nuestro sueño hasta que mi madre había entrado por la puerta, saludando a dos adolescentes que siempre se encontraba con energía, y muy despiertos. Su enérgico “¡buenos días!” fue un inmenso bache en mi electrocardiograma, e hizo que Sabrae diera un brinco a mi lado en la cama, tirando de las sábanas para taparse al darse cuenta de que aquello no era un sueño. Las sensaciones eran demasiado reales: el fío de la habitación le mordisqueaba suavemente la piel, mi cuerpo le proporcionaba el calor de una fogata en medio de un bosque nevado, y mi brazo era el peluche perfecto alrededor del cual enroscarse para sentir que estaba protegiendo algo. Si estiraba los dedos, podía acariciar la cara interna de sus muslos, causando estragos allá por donde mi piel la rozara.
               Sabrae lo sabía. Yo lo sabía. Y mamá, también.
               -¡Annie!-exhaló Sabrae, tapándose prácticamente hasta las orejas, hundiéndose como una tímida sirena en aguas neblinosas mientras mamá se acercaba a nosotros y empujaba suavemente la cama que Sabrae había corrido inútilmente la noche anterior de vuelta a su sitio.
               De repente, su cuerpo empezó a emitir el calor de mil soles y cuando la miré, aún somnoliento, me di cuenta de que se había puesto colorada. No obstante, tardé un segundo en poner en orden mis pensamientos (todavía la tenía demasiado cerca, y su perfume me embriagaba) y, así, poder recordar qué era aquel misterio que le daba tanta vergüenza, y que yo por fuerza tenía que saber.
               -Hol…-empecé, y me quedé callado al momento. Todo lo que había pasado el día anterior saltó sobre mí como una pantera al acecho. La visita de mi padre. El encuentro con mamá. Cómo mamá me había defendido como una verdadera dragona, con la valentía de un león. Mi ataque de ansiedad. Los médicos rodeándome como si fuera un paciente peligroso, como el más inestable que tenían. Sabrae, a mi lado, cuando me desperté. Sherezade gritándole que se fuera, y que se llevara a Shasha con ella, cuando vio en mis ojos mi proposición. La conversación. La promesa que le había hecho a mi madre.
               La distancia entre nosotros cuando Sabrae volvió a entrar en la habitación. Cómo había detestado sentirla tan lejos, ver que andaba con pies de plomo a mi lado, como si fuera un explosivo tremendamente delicado cuya detonación podría darse en cualquier momento, con el más leve giro de muñeca. Cómo había escuchado sus deseos de que rebajara la tensión como si los hubiera verbalizado, sólo con mirarla a los ojos y ver cómo me echaba de menos en esos escasos cinco o seis metros que nos separaban. Cómo había conseguido que volviera conmigo, que me dejara inhalar el perfume de su piel, de su pelo, de su boca, y ese sabor tan delicioso por el que iría al infierno sin dudarlo, por el que caminaría sobre la superficie del sol sin protector. La conversación que habíamos mantenido, su juramento de lealtad, lo difícil que había sido para los dos decir “no” cuando lo que queríamos era gritar “sí” (¿había tenido que pasar por algo así de duro cuando me dijo que no la primera vez?).
               La forma en que, como siempre, había convertido la conversación más seria de mi vida en un momento excitante. Cómo había activado cada una de mis células, y se había puesto a gemir de aquella forma tan deliciosa en que lo hacía cuando… cuando…
               Mi cerebro aceleró solo, saltando directamente a mi pesadilla. Como yendo en una autopista y girándome para ver la cara del pésimo conductor al que estaba adelantando, se recreó en los detalles que ella había puesto tanto empeño en borrar. Pero, de la misma manera en que Sabrae me había arrancado de las garras de mi subconsciente, me las apañé para escapar.
               Y recordé cómo me había guiado por aquella meditación tan sensual, cómo había hecho que sintiera el roce de la brisa marina allí donde había vendas y sábanas, que notara su sabor chispeante en la boca, que oliera su excitación y su sudor en el aire. Cómo nos habíamos besado, quitado la ropa, y cómo una parte de mí había seguido solo en aquella playa.
               En mis sueños, lo retomábamos justo en el punto en el que lo dejábamos. En lugar de tumbarme al lado de Sabrae, yo escalaba por su anatomía y miraba su placer diluirse poco a poco en sus ojos. El suave beso que le di era una pregunta, y la caricia con mi nariz en la suya, el interrogante. Ella asentía, separaba las piernas, y me dejaba disfrutar de la sensación más gloriosa que puede sentir el hombre.
               Qué curioso. La frontera entre el placer y el horror era la misma entre la desnudez y no de Sabrae. De la misma forma que su cercanía había conseguido alterarme, también había hecho que me tranquilizara. Todo porque, a diferencia de durante mi pesadilla, en el sueño notaba su piel en torno a la mía.
               Porque estaba desnuda.
               Y por eso se tapaba de esa forma.
               -Oh, Saab, no te preocupes-rió mamá, pensando que Sabrae se avergonzaba de que la hubiera pillado durmiendo tan cerca de mí. Sacudió una mano en el aire y negó con la cabeza-. Sé que a las enfermeras no les hace mucha gracia, pero eso es porque no te conocen. No te pegas mucho a él, estoy segura.
               Señora, me había gustado decirle, ayer no follamos porque tengo medio cuerpo escayolado, no por falta de ganas.
               No podía permitirme pensar en cómo se había puesto ella ayer. Cómo se había frotado contra mí, cómo me había besado, cómo… joder. Mierda. No pienses en eso, Al. Piensa en otra cosa. Gatitos, por ejemplo.
               -¿Aún no has desayunado, cielo?-preguntó mamá, inclinándose hacia mí para acariciarme la frente de forma amorosa. Negué con la cabeza-. ¿Habéis pasado una mala noche?
               -Pues…
               -Lo cierto es que no-corté a Sabrae antes de que pudiera meter la pata. No quería pensar en eso ahora. No quería volver a aquella cocina, en la que la víctima era distinta-. Hemos dormido de un tirón, ¿verdad, nena?-ella me miró con ojos enormes, propios de una liebre que cruza la carretera justo cuando se acerca una camión-. Supongo que experimentar tanta tensión durante tanto tiempo, cansa-intenté quitarle hierro al asunto, moviendo la mano que tenía escayolada (la libre estaba en la cintura de Sabrae), y traté de incorporarme.
               Gran error. Un ramalazo de dolor me recorrió el vientre y me puso blanco como la cal. La temperatura de la habitación ascendió diez grados de un plumazo, y mi respiración se aceleró.
               -¿Alec?-preguntaron las dos mujeres de mi vida, la que me había parido y la que me había dado la vida,  inclinándose hacia mí de forma instintiva, listas para protegerme de cualquier mal.
               Tuvimos tan mala suerte que la sábana se deslizó por el busto de Sabrae cuando reaccionó a mi quejido ahogado, dejando al descubierto sus pechos.
               Y entonces, mamá se dio cuenta de que anoche había pasado algo. Las sábanas tremendamente revuelvas en mi cama parecían aún más desordenadas en comparación con las de la cama de al lado, lisas como un mar en calma; la ausencia de mi bata de hospital, que me dejaba al aire las clavículas, la desnudez de Sabrae...
               … y la tensión sexual que había entre nosotros, perceptible hasta para una piedra. Nuestras pieles olían a sexo, las sábanas olían a sexo, el montón arrugado a los pies de la cama que eran el pijama de Sabrae y mi bata olían a sexo, el aire mismo olía a sexo. Mamá no era tonta. Incluso si sólo hubiera echado tres polvos en su vida, se habría familiarizado con ese olor sólo por cómo apestaba yo a sexo cada vez que venía de fiesta, borracho como una cuba y con el cuello semejante a una paleta de exhibición de pintalabios.
               Pero, además, mamá no había echado solamente tres polvos en su vida. Así que sabía perfectamente lo que había pasado allí. O creía saberlo, al menos. Después de todo, por mucho que me quisiera, las madres tampoco son ciegas a los defectos de sus hijos, y menos cuando esos defectos podrían estar haciéndolas abuelas de niños que nunca conocerían.
               De todas las madres del mundo, la única que no va a pensar que su hijo es un santo célibe es, precisamente, la del puto Alec Whitelaw.
               Mamá clavó los ojos en mí mientras Sabrae volvía a taparse a toda velocidad, recordándome un poco a la concubinas de los reyes que les han jurado fidelidad a sus reinas, al contrario que sus antepasados, unos cerdos a los que no querían parecerse en absoluto; al menos, hasta que una cortesana más joven y hermosa que su esposa había hecho acto de presencia en la corte.
               Mm. Cuando me pusiera bien, y pudiera, al menos, cascármela, deberíamos ver Los Tudor. Estaría guay.
               -Pues más razón para que desayunes. Tienes que recuperar fuerzas.
               Y dicho, y hecho. Agradeciendo el guante que mamá le había tendido sin tenerla en cuenta, Sabrae farfulló un apresurado “si me disculpáis”, se metió mi bata por la cabeza, y salió disparada hacia el baño, tan incandescente como un semáforo de carreras. Y, ya que estamos, demasiado rápido para mi gusto: apenas había tenido tiempo de verle el culo. Lo echaba de menos.
               Mamá se limitó a acercarme la bandeja, que habían colocado en la mesa de mi lado malo, y se sentó en su sillón de siempre, observándome comer con una mirada fulminante que le habría dado miedo al mismísimo Annibal Lecter. Cansada de ver cómo me peleaba con el paquetito de azúcar para el café, me lo arrebató de la mano de muy malos modos, lo rasgó sin esfuerzo alguno y vertió su contenido sobre la taza, que contenía el café más amargo que había probado en toda mi vida. Darle un sorbo a pesar de ver que estaba humeando no fue una buena idea, y una gotita se deslizó por mi piel, recorriendo mis facciones como los dedos de Sabrae lo hacían mucho mejor. En lugar de limpiarme como si fuera un bebé, algo que yo estaba deseando aunque sólo fuera por descargar la tensión del ambiente, mamá simplemente me tendió una servilleta, como si no pudiera alcanzarla yo. Dejé la taza de plástico sobre la mesa y, mientras me limpiaba, me preguntó:
               -¿Es que no piensas vestirte?
               Me la quedé mirando.
               -Vas a coger un resfriado.
               -¿Me ayudas?-puse ojos de corderito degollado y mamá puso los ojos en blanco.
               -Si estás tan bien como para quitarte la ropa, lo estás igual para ponértela.
               Y se acomodó de nuevo sobre el sillón, enfurruñada, observando de reojo cómo yo me terminaba mi desayuno, bastante pobre para la noche que había pasado. Incluso no habiendo hecho nada con Sabrae, las energías que había consumido el día anterior eran tantas que no me bastaba con el paquete de galletas que normalmente me saciaba, en condiciones normales. No sabía por qué, pero desde que me había despertado, sentía que tenía mucho menos apetito, cualquier cosa me llenaba y, para colmo, la comida no estaba tan buena como lo habría estado antes. Antes del accidente, me habría parecido que hasta un neumático estaba sabroso; ahora, sin embargo, ni el mejor de los manjares me parecía suficiente para luchar mucho tiempo contra las náuseas y seguir recuperando fuerzas, por muy agotado que estuviera.
               Y eso que en el hospital no es que dieran unos platos de estrella Michelín, precisamente. Es decir… había comido cosas peores, pero si tenía que vivir de esa comida durante un mes, terminaría perdiendo mucho peso. El único oasis de disfrute serían los miércoles por la noche, cuando mis amigos y las de Sabrae se congregaran alrededor de mi cama para comer toda la mierda que pudieran.
               Pero, en fin, que tres galletas de mierda no eran suficiente para un chaval cuyos huesos aún estaban soldándose. Por lo menos, podrían haberme subido unos huevos revueltos. Ni siquiera protestaría si decían no ponerme beicon, pero, ¿de verdad no podían hacerme unos huevos?
               Terminado el desayuno, aparté la mesa suavemente para tener un poco más de sitio. Me agobiaba tenerla tan cerca, claro que cualquier obstáculo habría sido bienvenido mientras mamá siguiera fulminándome con la mirada como lo estaba haciendo.
               -¿Por qué me miras así?-dije por fin, fingiendo que, de estar en su situación, no habría llegado a la misma conclusión que ella. A fin de cuentas, yo tenía el historial que tenía. Pero oh, vamos, mamá. Que no estoy, ni de coña, a mi máxima capacidad. Y yo, en el sexo, me entrego a fondo.
               Tuve que morderme los labios para no empezar a reírme en su cara; hacía mucho tiempo que mamá no me daba un tortazo con el que exigirme respeto, pero si me reía de ella, ni estar en el hospital me salvaría. Pero, ¡joder!, es que no podía dejar de pensar lo cómico que era todo. Justo el día en que Sabrae y yo dormíamos en bolas, era el día que nos dormíamos y ella entraba en la habitación sin darnos tiempo siquiera a un poco de intimidad para vestirnos mínimamente, y poder dar fe de que no había pasado nada. Las apariencias nunca nos habían acompañado menos.
               -¿Te parece gracioso, Alec?-preguntó con mala baba, alzando una ceja. Ay, mierda. Iba a darme una hostia. Me la estaba ganando a pulso. Tenía ganas de darme una hostia; se moría por darme una hostia.
               Sabrae abrió la puerta del baño para echar un vistazo dentro de la habitación. Todavía llevaba mi bata de hospital puesta, y su piercing se notaba por debajo de la fina tela. Me imaginé a mamá yendo a preguntarle si sabía que su hija mayor, de catorce años, tenía un piercing en el pezón.
               Se me empezaron a caer las lágrimas. Estaba haciendo tanta fuerza con los dientes que me sorprendió no notar ya el sabor metálico de la sangre en la boca.
               -No-dije con un hilo de voz, notando cómo convulsionaban mis hombros.
               -Y entonces, ¿por qué te ríes?
               -No me río-contesté.
               Y solté tal carcajada que Sabrae puso los ojos en blanco y se escondió de nuevo en el baño, cerrando la puerta sonoramente. Hija de puta. No me dejes solo.
               -¿Seguro? Porque a mí no me parece que no haya nada que te haga gracia. ¿Sabes lo que es reírse, Alec? ¿Acaso te has dado tal golpe en la cabeza que se te ha olvidado…?
               -Por favor, no me pegues-supliqué, llorando de la risa mientras mamá continuaba mirándome como quien descubre que el cachorro por cuyo pedigrí ha pagado miles de libras ha nacido con un par de cromosomas de más, y no es capaz de ir ni a recoger un palo en el parque-. Te lo juro, no lo estoy haciendo a propósito, es que…-me reí más fuerte y me limpié las lágrimas con el dorso de la mano mientras mamá continuaba mirándome con esa profunda decepción en la mirada. Acababa de darse cuenta de que había elegido mal al hijo con el que quedarse.
               -Sinceramente, Alec, ni siquiera me sorprendo de que hayas hecho una gilipollez semejante. Lo que me asombra es que Sabrae haya accedido-espetó, y yo me callé en el acto. El nombre de Sabrae siempre causaría estragos en mi interior, lo pronunciara alguien de fuera o mi voz mental.
               -No metas a Sabrae en esto-le insté con un deje imperioso en la voz, un deje con el que no hay que hablarle a una madre. Mamá, sin embargo, se cruzó de brazos.
               -¿Que no la meta? Alec, ¿cómo quieres que no la meta? Sois unos inconscientes, vosotros dos. Los dos. De ti ya lo sabía, pero lo que me decepciona muchísimo es que ella también sea así de egoísta. ¿Es que no eres consciente de tu situación?
               -No hemos hecho nada, Annie-le aseguró Sabrae, abriendo la puerta del baño. De nuevo, continuaba vestida con mi bata, aunque al menos ahora se había puesto pantalones. Tampoco es que los necesitara para mucho (para mucho más que para taparse las nalgas, quiero decir), ya que la bata le arrastraba mucho más allá de los tobillos. Era increíble la diferencia de estatura que había entre nosotros.
               -¡Y encima os creéis que soy tan tonta como para tragármelo! Os he visto dormir desnudos. ¿Es que no te da vergüenza, Sabrae?
               -Annie, de verdad te lo digo, no ha pasado nada…
               -Mamá, como sigas hablándole así a mi novia, me voy a cabrear.
               Mamá se giró para mirarme de una forma que me habría hecho recular en el pasado. Claro que en el pasado, estaba soltero. Ahora, no.
               -¿Que te vas a cabrear? Oh, vale. Bien. Perfecto. Genial. Así sabrás cómo me siento yo. ¿Es que sois tontos? ¿Cómo podéis ser tan inconscientes? ¡Tienes la pierna rota! ¡Costillas rotas, Alec! ¿Sabes lo que podría hacerte…?
               -¡No hemos hecho nada, mamá!-ladré-. Entiendo que pienses que a mí me resulta imposible tener la polla guardada en los pantalones en estas circunstancias, y más cuando se trata de Sabrae, pero ¡no! ¡hemos! ¡hecho! ¡nada!.
               -¡¡Ni siquiera tenías la polla guardada en los pantalones!!
               -¡¡¡Bueno, si nos ponemos así de tiquismiquis, técnicamente estoy gran parte del tiempo sin pantalones en esta puta habitación!!!
               -¡¡¡¡Ni se te ocurra hacerte el listillo conmigo!!!!
               -¡Es que estás siendo tan… ugh!-negué con la cabeza y me dejé caer sobre la cama. Ahogué un quejido de dolor que las habría puesto a las dos en guardia. Sabrae seguía plantada en la puerta del baño, retorciéndose la bata a la altura del vientre.
               -Mira, yo también fui joven, ¿sabéis? También tuve vuestra edad y también tuve las hormonas revolucionadas; sé perfectamente por lo que estáis pasando. Y no me he muerto por aguantarme las ganas de echar un polvo-fulminó a Sabrae con la mirada, y Sabrae dio un paso con los ojos llorosos.
               -Annie, de verdad, no es lo que parece, te lo juro. Yo nunca pondría tan en peligro a Alec…
               -Estabas desnuda, Sabrae.
               -¡Alec tuvo una pesadilla! Yo sólo… yo sólo… le tranquilicé. Sé que quizá se me fue un poco de las manos, pero te juro que no ha pasado nada. Ni siquiera nos hemos tocado. Sólo… nos hemos acurrucado el uno junto al otro, sin ropa.
               -Sí, mamá, quizá te sorprenda porque crees que tienes al mayor depredador sexual de la historia por hijo, pero yo también tengo autocontrol, ¿sabes? No soy un animal.
               Mamá me miró.
               -No pienso entrar al trapo.
               -¿Qué se supone que quiere decir eso?
               -Y te agradecemos que no lo hagas-Sabrae dio un paso hacia nosotros, extendiendo las manos en gesto tranquilizador-. Pero no podemos… ten un poco de fe en tu hijo, Annie-le pidió, y mamá volvió los ojos hacia Sabrae-. Sé que has sacrificado mucho por él, y créeme si te digo que todo lo que hayas hecho merece la pena.
               -Yo no estoy diciendo nada ni remotamente parecido a eso, niña.
               -No la llames así.
               -¡Es lo que es, Alec! ¡Los dos lo sois! ¡Y más tú que ella, todo sea dicho! Bueno, no. Los niños, no follan, eso te lo tengo que conceder.
               -¡Que no hemos hecho nada, Annie!
               -¡MAMÁ! ¡VALE YA!-troné-. ¡SI ESTA NOCHE ME HUBIERA FOLLADO DE VERDAD A SABRAE, ¿NO CREES QUE ESTARÍA SONRIENDO COMO UN SUBNORMAL HASTA LAS CINCO DE LA TARDE?!
               Por primera vez desde que había visto que Sabrae no llevaba ropa, mamá se dignó por fin a mirarme con la posibilidad de esbozar un gesto de comprensión en los ojos. Se quedó en silencio, mirándome fijamente, y yo aguanté su escrutinio el tiempo que hizo falta, sin ocultarle nada. Joder, incluso si hubiera querido hacerme la prueba del algodón, yo le habría dejado.
               Lentamente, las nubes oscuras de su enfado retrocedieron en sus iris, dejando paso de nuevo a ese día soleado que era su preocupación maternal. Nos creía. Me creía. Le había dado la clave para no enfadarse conmigo, pues era verdad: si me acostara con Sabrae, se me notaría.
               -Tenéis que admitir-comenzó-, que resulta un tanto difícil de creer que no hayáis hecho nada si amanecéis de esa guisa.
               -Lo entendemos, Annie, pero…
               -Mamá, Sabrae hace squirting.
               ALEC!-bramó Sabrae, poniéndose roja como un tomate.
               -¿Qué? Ni que fuera algo de lo que avergonzarse. Además, se iba a terminar enterando.
               -¿CÓMO?
               -¿Quién te crees que lava la ropa en mi casa?
               -Quizá es un buen momento para que empieces a controlar un poco la lengua, Al-bufó mamá mientras Sabrae se metía en el baño y empezaba a insultarme en urdu. Shasha me había enseñado lo suficiente como para conseguir entender “puto gilipollas de mierda”, pero la retahíla siguió durante un buen rato.
               -Lo que intento decirte es que yo también soy consciente de mi situación y mis limitaciones.
               -¡¿De las mentales también?!
               -¡Cierra la boca, Sabrae!
               -¡CIÉRRALA TÚ!-me atacó, abriendo de nuevo la puerta-. ¡CADA VEZ QUE LA ABRES, SUBE EL PAN!
               -Pues ya sabes lo que tienes que hacer-le dediqué mi mejor sonrisa de Fuckboy®  y Sabrae exhaló un gruñido de frustración, negando con la cabeza de nuevo-. Como iba diciendo, mamá, soy perfectamente consciente de que no puedo moverme todo lo que me gustaría. Sabrae dice que soy el fuck boy original. ¿Crees que el fuck boy original le echaría un polvo de mierda a su novia en una cutre habitación de hospital porque no se aguanta más? No, señora. Pienso darle un buen meneo en cuanto pueda-añadí en voz más alta, mirando a Sabrae otra vez-, y no hay nada que ella pueda hacer para impedírmelo.
               -Será si yo me dejo-atacó mi chica-. Después de todo, con no separar las rodillas me basta.
               -Tampoco sería la primera vez que te follo con las rodillas juntas.
               Sabrae se puso colorada. Yo le sonreí.
               -Annie, en cuanto llegue el cambio de turno de las enfermeras, lo subimos a una silla de ruedas y lo tiramos por las escaleras. ¿Qué te parece?
               -Que te va a hacer morirte de vergüenza antes.
               -La culpa es tuya, mamá, creyendo que no soy capaz de tenerla guardada en la funda durante dos semanas. No somos animales, ¿sabes?
               Mamá parpadeó.
               -Alec, me habéis destrozado media casa y no lleváis ni seis meses.
               -Eso es una falacia.
               -¿En serio?-mamá alzó una ceja-. ¿Es una falacia que desencajasteis la mampara de la ducha durante un polvo? ¿Es una falacia que rompisteis en una noche tres tablas del somier de tu cama? ¿Es una falacia que he tenido que tirar uno de mis cojines preferidos porque os dio por hacer Dios sabe qué cosa sobre el sofá, y me lo rasgasteis de arriba abajo? ¿Es una falacia que…?
               -Vale, quizá seamos un pelín fogosos…
               -¿¿Un pelín??
               -Sí, Annie, tienes razón, nos comportamos como dos mandriles en celo cuando estamos juntos, pero ¡eso era antes!
               -Sí, lo de la mampara de la ducha y el somier fue cuando Sabrae estaba ovulando. Y lo del cojín…
               -¡¿Qué tiene que ver que yo esté ovulando, Alec?!
               -¡¡Pues que estás salida!! Me das hasta miedo, a veces. Porque yo me dejo siempre, que si no, creo que hasta serías capaz de violarme. Sé perfectamente en qué fase de tu ciclo estás sólo por con cómo te comportas a mi lado. Cuando eres una verdadera hija de puta conmigo, calentándome para luego no hacer nada, es que se te está quitando la regla. Y cuando te me pegas como un lapa, es porque está a punto de venirte. Te falta poco, ¿a que sí?
               -¿Qué se supone que quiere decir eso?
               -Nada, mamá, es una forma de hablar. En serio, no ha pasado nada.
               -Tu hijo, que es un bocazas.
               -Lo sé.
               -No haberme tenido.
               -Un bocazas de manual.
               -Aparentemente, no lo suficiente, si soy incapaz de hacer que te sientes en mi cara, bombón.
               Mamá suspiró, negando con la cabeza, agotada.
               -Bueno, sea lo que sea lo que hayáis hecho, y siempre y cuando no le ponga en peligro… sigue haciéndolo, Sabrae. No le oía bromear así desde antes del accidente.
               -Es que los ataques de ansiedad me espabilan-bromeé, tumbándome de nuevo sobre la cama y poniéndole ojitos a mamá, que puso los ojos en blanco y me dijo que a ella no le hacía gracia el asunto.
               -Respecto a eso, Annie… tenemos buenas noticias.
               -¿Cómo dices?
               -Le he convencido para que vea a un psicólogo-anunció Sabrae, hinchándose como un pavo mientras mamá me acercaba la ropa que me pondría ese día: una camiseta ancha de manga corta y unos pantalones de chándal negros. Parece ser que el día era sería más frío que de costumbre, y temía que la calefacción del hospital no consiguiera suplir esa búsqueda bajada de las temperaturas. Mamá abrió los ojos, alucinada, y giró sobre sus talones para mirarme mientras yo me peleaba con las mangas de la camiseta.
               -¿Es eso cierto, Al?
               -Guarda los petardos, mamá, que tengo el corazón sensible y quizá no lo soporte.
               -Pero, ¡eso es fantástico, mi niño! Saab, tesoro, ¿cómo has hecho para…? Bueno, quizá será mejor que no me lo digas.
               -Le he convencido.
               -Con una mamada-anuncié yo. Sabrae me miró mal.
               -Ya te gustaría.
               -Sí, la verdad es que habría estado bien-musité, metiendo la cabeza por dentro de la camiseta y luchando para encontrar la salida. Escuché dos pares de pasos apresurarse hacia mí, y cuando por fin vi la luz, resultó que tanto Sabrae como mi madre me habían ayudado a encontrar la salida. Con mucho cuidado de no tocar mi vía, Sabrae me ayudó a sacar el brazo por el hueco de la camiseta, mientras mamá me la estiraba hasta los lumbares-. ¿Cuántas mujeres hacen falta para vestir a un tullido de 18 años?
               -¿Has avisado ya al personal de que ha cambiado de idea?
               -No, todavía no. Le convencí de madrugada, así que no pude comunicárselo a nadie.
               -¿De madrugada?
               -Sí, utilizó artes indias para hacerlo-comenté, pero no me hicieron caso.
               -Ajá. De madrugada es cuando más dócil es.
               -Es gracioso, porque el Kama Sutra es de la India-continué.
               -¿Y eso, por qué?
               -Es que…
               -Información que yo os proporciono por si algún día os resulta de utilidad-comenté, y las dos me miraron-. ¿Qué?
               -Tuvo una pesadilla.
               Me puse en guardia al momento.
               -Estoy aquí, ¿sabéis? Es de mala educación que habléis de mí como si no estuviera presente.
               -¿De qué era la pesadilla?-preguntó mamá, temiendo la respuesta, una respuesta que yo no quería darle. Se me secó la boca al momento, se me cerró la garganta y mis pulsaciones comenzaron a galopar. En mi cabeza, volví a escuchar la mezcla de voces, dos de las tres voces femeninas que más me importaban en el mundo. Primero, las súplicas y los sollozos eran los de mamá: recuerdos de los que yo nunca sería capaz de deshacerme, por mucho que lo intentara, ya que estaban grabados en mi mente como mis facciones venían codificadas en mi ADN. Imposible huir de ellas.
               La segunda voz, sin embargo, que se unía a la primera durante un horrible pero, por lo menos, breve dueto, era producto exclusivamente de mi imaginación. Por mucho que ya hubiera escuchado esas súplicas otras veces, al menos tenía el consuelo de que procediera del peor lado de mi subconsciente. Nunca había escuchado a Sabrae suplicar así, y esperaba no hacerlo nunca.
               Esperaba que los demonios de mi interior nunca tomaran el control, y la obligaran a hacerlo.
               Para eso era el psicólogo. Para ayudarme a controlarlos.
               No debía detenerme a pensar en todo lo que ello implicaba. Desde que me había despertado, una parte de mí había comenzado a angustiarse por lo que vendría después. Sabía que Sabrae lo había hecho con la mejor intención del mundo, pero hacer que le prometiera que buscaría ayuda no sería tan beneficioso para mí como ella podía pensar. Después de todo, la psicología no está hecha para combatir tus genes, ¿no? Simplemente te arrancaban algo que se te había incrustado dentro, pero si nacía directamente de ti, por mucho que trataran de hacer, no sería suficiente. Nunca sería suficiente.
               Para lo que sí sería suficiente, sin embargo, sería para hacerme más daño aún. Podía sobrevivir relativamente bien manteniendo las voces de mi cabeza a raya si me concentraba en no escucharlas, si ponía la música lo bastante alta o le proporcionaba a Sabrae el suficiente placer como para que sus gemidos acallaran las súplicas que, ahora que ya las había inventado, no dejarían de perseguirme. Con concentrarme en el presente me bastaba, pero si ahora, encima, tenía que agobiarme por el futuro, por prometedor que éste fuera (después de todo, el polvo que acabaríamos echando Sabrae y yo no se me iba a escapar; sólo era cuestión de tiempo), no podría con todo. Imaginarme allí sentado, en la cama, o tumbado en un sillón reclinable de terciopelo rojo como los que salían en las películas, bastaba para que se me revolvieran las tripas. Me revolvería la cabeza como los cirujanos me habían revuelto las entrañas, con la diferencia de que, durante la operación, había estado sedado y no me había enterado.
               Con el psicólogo sería todo lo contrario. No sólo no estaría inconsciente, sino que sería yo quien empuñaría los instrumentos y tendría que continuar deshaciéndome por dentro, desgranándome hasta la última molécula, siguiendo las instrucciones de alguien a quien no le importaba, para quien mi dolor no era más que un interesante caso de estudio. Con Sabrae, por lo menos, podía desahogarme sabiendo que los límites los trazaba yo.
               Al menos tenía el consuelo de pensar que todavía no habían hablado con mis médicos, así que no sabían de mi cambio de parecer, y me quedaba un poco más de tranquilidad. Poca, pero suficiente. Prefería seguir estresándome al imaginar el tiempo que faltaba para que vinieran a abrirme el coco y ver qué me pasaba, destapar toda la mierda que tenía dentro, más de lo que todos pensaban y, estaba seguro, más incluso de la que yo me atrevía a admitir.
               Me daba miedo perderme. Conocía a un montón de gente que había ido al psicólogo, empezando por mi madre, pero todos tenían un elemento en común: les habían hecho daño. Les habían inoculado veneno. Yo había nacido siendo peligroso, siendo tóxico. Lo llevaba dentro, y si alguien me abría, quizá la vasija en la que estaba todo ese veneno se vertiera, y yo terminara por convertirme en el monstruo en que había terminado degenerando mi hermano, el que siempre había sido mi padre. No quería ser un Cooper otra vez; adoraba ser un Whitelaw. Ser un Whitelaw significaba ser hijo de mi madre, ser hijastro de Dylan, ser hermano de mi hermana.
               Y ser el chico al que Sabrae amaba. A Alec Theodore Whitelaw.
               Miré a mi madre, con todos aquellos temores e inseguridades arremolinándose en mi interior. Las pesadillas serían un tormento constante si yo no las mantenía a raya, y la relación con Sabrae podría llegar a resentirse si tenía que despertarse todas las noches en plena madrugada para asegurarme que aquellos gritos no eran reales, pero… me daba mucho miedo.
               Me aterraba qué era lo que había dentro de mí. Si sus tentáculos más largos eran así, ¿cómo sería el rostro de la bestia? ¿De verdad podía creer que entraría en la guarida del Kraken, y sobreviviría a la osadía?
               Mamá se quedó en silencio, sus ojos diciéndome más de lo que me habían dicho nunca. Hacía mucho desde la última vez que había tenido que entrar en mi habitación para convencerme de que lo que estaba viendo ante mis ojos no era real, pero la expresión de pánico que siempre tenía cada vez que encendía la luz jamás se le olvidaría. Antes de Sabrae, alguien ya me había consolado durante aquellas pesadillas: ella.
               Por desgracia para ambos, ella no era la única que se había ido de aquella casa con sombras que la acecharían por la noche. Por lo menos, tenía el consuelo de que las mías eran muchas menos que las suyas.
               Se inclinó hacia delante, me dio un beso en la frente y me acarició el pelo, perdonándome todo lo que pensaba que había hecho mal a lo largo de las últimas doce horas.
               -Mi leoncito-susurró contra mi piel, recordando las veces en que yo la había defendido aun no siendo más que un niño. Todas las veces en que me había encaramado a su regazo, había hundido la cara en el hueco de su cuello, le había apartado el pelo y le había dado un beso que le había sabido a salvación, a agua en un mundo desértico, a dulce en un universo de sal.
               Mamá había pasado un infierno, pero me había conseguido a mí. Yo era el diamante que se había formado en las paredes del volcán, a presiones tan altas que no permitían ni respirar. Y no iba a dejar que creyera que no era más que una pieza de cristal sin pulir.
               -No te preocupes. Pronto, se pasará todo.
               Asentí con la cabeza, sintiéndome un fraude por tratar de transmitirle una seguridad que yo no sentía en absoluto. Ella tenía más confianza que yo en que lo superaría, en que el psicólogo me haría más bien que mal, porque no sabía lo que había dentro de mí.
               Pasado el momento de tensión inicial, y ya convencida de que Sabrae y yo no éramos tan temerarios como para intentar lo que le había parecido que habíamos llevado hasta el final cuando entró en la habitación, terminaron de ayudarme a vestirme. Ponerme los gayumbos y los pantalones no era tan fácil como ponerme la camiseta, así que con eso tuvieron un papel más activo. Supe que nos había perdonado, y que se arrepentía de haberse enfadado tanto con Sabrae, que no hacía más que demostrarle lo implicada que estaba con mis cuidados, cuando la miró mientras me subían los calzoncillos por las piernas y comentó con sorna:
               -Seguro que no estás acostumbrada a moverlos en esta dirección, ¿verdad?
               Sabrae se echó a reír, y no se me escapó que su carcajada terminó con un suspiro de alivio por la tregua tan bien recibida.
               -Si te soy sincera, no es la primera vez que hago esto en esta dirección. Aunque la escayola sí que es nueva.
               -Le gusta calentarme en sitios públicos-expliqué, y mamá se echó a reír-. Pero no quiere llegar hasta el final. Es mala conmigo.
               -Sí, seguro que lo soy-Sabrae me sacó la lengua y yo hice lo propio.
               -Pero seguro que no se te da tan bien, ¿no es así?-la pinchó.
               -Mamá, asume ya que te han quitado el puesto. Será lo mejor para todos-me reí.
               Después de terminar de vestirme, le pidió a Sabrae que llevara la bandeja al puesto de las enfermeras, donde alguien se ocuparía de devolverla a las cocinas. De paso, mi chica aprovechó para ir a por unos bollos para desayunar, momento que mamá no desperdició para ahondar un poco más en la cuestión.
               -Son peores ahora, ¿verdad?-preguntó, y yo asentí con la cabeza, jugueteando con un hilo de las sábanas-. ¿Sabrae aparece en ellas?
               -¿Cómo lo sabes?
               -Creo que no habrías dado tu brazo a torcer si ella no estuviera involucrada.
               -Ella no se merece esto-miré la habitación sintiendo que algo me oprimía la garganta, detestando una vez más que el inicio de nuestra relación se viera reducido a esas cuatro paredes. Ella haría especial hasta una mazmorra mugrienta, oscura y fría, pero que tuviera el poder de convertirlo todo en maravilloso no significaba que no se mereciera un palacio de cristal, dorado y luminoso.
               -Tienes que dejar de sobreprotegerla tanto, Al. Ella sabe lo que te pasa, y si tú te cierras en banda, se preocupará más todavía. Le das el doble de cosas de las que ocuparse: de conseguir que le cuentes lo que te ocurre, y luego, de solucionarlo.
               -No quiero que la salpique mi mierda, mamá. No quiero que se asuste. No quiero que…
               No quiero que se dé cuenta de que todo es fachada. De que, dentro de mí, hay algo roto. De que no me la merezco, por mucho que ella insista en que sí.
               -¿… te deje? Porque no lo hará.
               -Sé que no lo hará. Me lo ha prometido. Y también sé, que, con lo tozuda que es, es capaz de dejar que nos destroce a los dos con tal de no faltar a su palabra. Me quiere lo suficiente. Me quiere demasiado-murmuré, sin atreverme a mirar a mi madre. Era duro decir esas cosas, pero era lo que sentía.
               -Igual que tú a ella.
               -Claro-contesté rápidamente, como si la insinuación fuera ofensiva. Bueno, un poco sí que lo era.
               -¿Quién crees que quiere más de los dos?
               -Yo-dije, más rápido aún.
               -Ajá. Y eso, ¿cómo lo sabes?
               -Mamá-me eché a reír y me froté la cara con ambas manos, vendas incluidas-. Porque, simplemente, lo sé. Pero no me importa ser yo el que más quiere, ¿sabes? No… no me siento mal. De hecho, me gusta. No es que vaya a hacerle ninguna absurda reclamación, ni nada por el estilo, por eso precisamente. Todo lo contrario. Me hace sentir bien. Lo hago porque quiero. Porque me sale. No lo puedo evitar. Simplemente… es así.
               -¿Sabes?-dijo, despacio-. Yo creo que vais oscilando. Hay días en que es más ella, y días en que eres más tú. Y, hoy, creo que le toca más a ella.
               -¿Sí? ¿Por?
               -Porque creo que sabe lo que has soñado, pero si no te lo dice, es para que tú no sufras más. Y porque te deja seguir comportándote como un payaso para que las dos pensemos que no estás fatal. Cuando eres tú el que más quiere, ella te hace cortar el rollo y admitir qué es lo que está mal. Es como si te empujara hacia el precipicio, porque sabe que vas a sobrevivir a la caída. Pero, cuando es ella la que más… le sale ese lado protector. El precipicio le parece más alto, y no se va a arriesgar a perderte.
               -O sea, que cuando ella me quiere menos de lo que yo la quiere a ella, se la suda que me pase algo-ironicé, y mamá puso los ojos en blanco.
               -No. Simplemente, tiene menos paciencia para aguantar tus gilipolleces. Lo cual no quiere decir que no te idolatre.
               -“Idolatrar” es una palabra un poco fuerte, ¿no te parece?
               -Oh, mi niño, créeme, si es algo, es suave. Tú no puedes verlo porque estás demasiado ocupado besando el suelo que ella pisa, pero Sabrae bebe los vientos por ti. No he visto a nadie mirar a otra persona como ella te mira a ti, excepto…
               -¿A Dylan y a ti?
               -No. A ti cuando la miras a ella. ¿Recuerdas cuando nos encontramos en el supermercado en invierno? ¿Cuando nos cruzamos en el párking después de ir a comprar? Lo supe en ese momento. No la había visto mirar a nadie como te miró a ti; incluso cuando nos la encontramos antes con su madre, me di cuenta de que pasaba algo porque no dejaba de buscar. ¡De buscarte a ti! Y luego, os vi juntos, y lo primero que pensé fue “menos mal”. Nunca había visto a nadie mirarse con tanta intensidad en un sitio tan poco romántico. Que te salten chispas de los ojos en París no tiene mérito; si lo hacen en un aparcamiento, es amor verdadero.
               -¿Nos tienes envidia, mami?-ronroneé, inclinándome hacia ella con una sonrisa en los labios, y mamá puso los ojos en blanco y me apartó empujándome con toda la mano en la cara.
               -Sois adolescentes, estáis en la edad de ser intensos.
               -¿Quién crees que se quiere más? ¿Sabrae y yo o tú y Dylan?
               -¡Estoy casada, Alec, por el amor de Dios! Por supuesto que sois Sabrae y tú-respondió, refunfuñando, y yo me eché a reír mientras ella se arrebujaba en su rebeca, envolviéndose en ella como una oruga que prepara su crisálida-. Qué pregunta.
               Nos quedamos callados un momento, sumidos en nuestros pensamientos. La marea de miedo se retiró poco a poco, dejando una sensación de vulnerabilidad que hizo que me sintiera desnudo como pocas veces en mi vida.
               -¿Mamá?
               -¿Sí?
               -Me da miedo. Lo del psicólogo. ¿Y si sale mal? ¿Y si lo que tengo dentro es incurable?
               Mamá se mordió los labios, analizándome como si me viera por primera vez.
               -Lo conseguirás.
               -¿Cómo puedes estar tan segura?
               -Porque las voces que suenan en tu cabeza diciéndote que no eres bastante son las mías. Y a mí también me decían que no era bastante. Aún lo dicen, de vez en cuando, cuando estoy en una mala racha… Pero, de ti, jamás se han atrevido a decir nada. Saben que no hay nada malo que decir.
               -Ojalá pudiera creérmelo, mamá.
               -Por eso necesitas uno, Al-ronroneó-. Alguien tiene que quitarte la venda de los ojos. Eres la única persona en el mundo que no puede ver lo bueno que eres.
               -También soy la única persona en el mundo que está dentro de mí.
               -Yo puedo ver dentro de ti. Soy tu madre, ¿recuerdas? Y sólo veo luz. ¿Crees que soy tonta?
               -No. Creo que eres mi madre.
               -Tu hermana también puede, y opina como yo. ¿Crees que Mimi es tonta?
               -¿Es una pregunta con trampa?
               Mamá negó con la cabeza, sonriendo.
               -¿Y qué me dices de Sabrae?
               -Ella no cuenta. Es todavía menos imparcial que tú. Está enamorada de mí.
               -Habría que ser muy tonta para enamorarse de una mala persona, como me pasó a mí. Alec, dime, ¿crees que Sabrae es tonta?
               -No-admití-. Sabrae no es tonta.
 
 
Mamá llamó a Aaron para que viniera cuanto antes, pero, por supuesto, él tenía otros planes. Necesitaba desesperadamente hacerse el interesante, así que después de un oscuro “iré en cuanto pueda, mamá, pero no puedo prometerte nada”, mi madre colgó el teléfono y se frotó la cara, pensativa. Le llamó mientras yo comía, convencida de que a esas horas, un sábado por la tarde, no tendría ninguna excusa, laboral o académica, para no ir a visitar a su hermano pequeño y su desamparada madre. Yo no las tenía todas conmigo de que no tuviera ningún plan con sus amigos al que no estuviera dispuesto a renunciar, aunque me sorprendió que, si lo tenía, por lo menos fuera lo suficientemente considerado como para no decirle nada a mamá.
               -Bueno, por lo menos lo has intentado-comenté entre bocado de albóndigas y bocado de albóndigas. ¿Recuerdas lo que dije respecto a que no tenía hambre y no encontraba nada que me apeteciera lo suficiente como para alcanzar un empacho? Bueno, pues resulta que me equivocaba. Como si quisiera compensarme por el día horrible que habíamos tenido ayer, mamá había venido a mi habitación con un tupper lleno hasta arriba de sus deliciosas albóndigas, patatas asadas incluidas. Se me hizo la boca agua en cuanto las vi, y mi expresión había sido de tanta felicidad que Sabrae incluso se echó a reír, feliz de verme así. Ahora, se había sentado con las piernas estiradas a mi lado, cortándomelas en trozos más pequeños de lo que a mí me gustaría para suplir esa mano que tenía vendada, y mirándome con un interés y un amor infinitos, como si verme comer fuera para ella la cosa más satisfactoria del mundo.
               -¿Crees que con una llamada ya basta, Alec?-inquirió mamá, negando con la cabeza con férrea determinación-. No. Pienso hablar con tu hermano, aunque sea lo último que haga. Se va a enterar de lo que vale un peine.
               -Mira, mamá, nada me gustaría más que mandar de una puta vez a Aaron a la mismísima mierda, pero no quiero que lo pases mal. Era pequeño cuando él se mudó, y aun así me acuerdo del daño que te hizo. ¿De verdad crees que voy a permitir que suceda eso otra vez?
               -No es algo que esté en tu mano. Si algo se te clava, lo tienes que extraer para que no se te infecte. Y yo he tardado demasiado tiempo en poner en su sitio a tu hermano.
               -Mamá, no tienes que hacer nada por mí, en serio.
               -¿De verdad piensas que las cosas pueden quedarse así? He pasado una noche horrible, igual que tú. O al menos, hasta que… bueno-nos miró a Sabrae y a mí con intención, y los dos apartamos la vista. Ella volvió a sonrojarse, y los lunares de su nariz parecieron trocitos de lava solidificada justo por encima de un magma a punto de entrar de nuevo en erupción-. Vosotros lo sabéis mejor que yo. Dylan quería pedir una excedencia en el trabajo hasta que te dieran el alta, y si le he disuadido, no ha sido porque no estuviera de acuerdo con él, sino porque sé lo mal que te sentirías viendo que todos detenemos nuestras vidas por ti, Al. Esto tiene que acabarse. Ninguno de los aquí presentes nos merecemos estar todo el rato alerta, pendientes de qué será lo siguiente que la familia de Brandon se saca de la manga.
               Mamá se acercó a mí y me puso una mano en el hombro.
               -Además, incluso si no aceptas nuestros motivos, piensa en que es algo que me debes. Tienes que dejarme cumplir con mi deber como madre. Debo proteger a mi hijo. Nadie se mete con mi bebé. Nadie, ¿me entiendes? Ni siquiera su hermano.
                Dicho lo cual, se había girado y, mordisqueándose la uña del dedo pulgar, comenzó a teclear en su teléfono con una sola mano, enviando mensajes a diestro y siniestro mientras yo me terminaba las albóndigas más deliciosas que había probado en mi vida. Para mi sorpresa, sentí pena de Aaron. Seguro que creía que mamá quería verlo urgentemente porque lo echaba de menos, o porque necesitaba su consuelo después de la visita de nuestro padre; lo último que se le pasaría por la cabeza es, precisamente, lo que iba a pasar: que mamá le iba a dar la patada.
               Debería haberme alegrado lo que mamá se proponía; era todo lo que llevaba deseando desde que Aaron había empezado a usarla como un arma para hacerme daño, pero nada más lejos de la realidad. Como le había dicho, sabía que mamá lo lamentaría. Recordaba las tardes que se había pasado mustia, las noches llorando cuando pensaba que Mimi y yo dormíamos. No quería que volviera a ese agujero en el que Aaron la había metido cuando le dijo que quería irse a vivir con sus tías, que su sitio no era una casa llena de Whitelaws, que él había nacido siendo un Cooper y moriría siéndolo, aunque eso no tenía por qué significar que renunciara a ella. Ella, que siempre sería su madre, aunque ya no su familia más cercana; a la que seguiría queriendo más que a nada, aunque ya no quisiera seguir viéndola todos los días, nada más levantarse.
               Perder a un hijo es horrible, pero a mamá le había quedado el consuelo de que, por lo menos, podría verlo en los cumpleaños y en las fiestas. Había miles de madres a lo largo del mundo que no podían disfrutar de sus niños, así que ella debía considerarse afortunada.
               Así que, ¿por qué le escocía?
               Odiaba que Aaron tuviera tanto poder de hacerle daño. Y, de la misma manera, odiaba que mamá tuviera razón. La única manera que teníamos de seguir adelante y soltar el pasado, era dejando atrás a Aaron.
               Ojalá no tuviera que ser así. De todas las personas del mundo, mamá era la que menos se merecía tener que elegir entre sus dos hijos.
               -¿Estaban ricas?-preguntó Sabrae, ansiosa. Me pasó un tupper que había preparado para la ocasión, con un trozo de tarta de manzana horneado con todo su amor, y guardó el de mamá, idéntico al suyo, en la bolsa en que lo habían traído.
               -Geniales. Joder, no sabes cómo las echaba de menos, mamá-comenté, tratando de atraer su atención. Mamá sonrió de una forma un tanto curiosa, como si me ocultara un secreto-. Te has superado a ti misma, de verdad. ¿Les has puesto algo nuevo?
               -¿Te gustan más que las de siempre?
               Sabrae se revolvió a mi lado. Cualquiera diría que estaba vibrando. Asentí con la cabeza.
               -Creo que sí. ¿Qué les has puesto?
               -La receta es la misma. Es la cocinera la que ha cambiado.
               Incliné la cabeza a un lado.
               -¿Mimi ha aprendido a hacerlas?
               -No, bobo, ¡las he hecho yo!-festejó Sabrae, lanzándose sobre mí para abrazarme de una forma un tanto imprudente, y besándome en la boca sin importarle un comino el deje de tomate que aún había en mis labios. No pude responder a su beso, de tan estupefacto como estaba-. ¡Sorpresa!-se limpió un poco de salsa de tomate de los labios y se rió con un tintineo musical-. Decidí aprovechar que tus amigos querían pasar tiempo contigo para practicar la receta. Tu madre me la ha pasado, así que hora no podemos romper. Estamos más que casados: nos une el secreto de las albóndigas de tu madre.
               -No son como… ¿jodidísimas de hacer?-pregunté, aún atontado. Mamá siempre me había vendido sus albóndigas como el plato más complicado del mundo.
               -Sabrae es una alumna aplicada. Ya es una cocinera excelente.
               -Doy fe-ronroneé, inclinándome de nuevo hacia ella.
               -Entonces, ¿te han gustado de veras? Porque las he hecho seis veces. Quería que estuvieran perfectas. No podía arriesgarme… es el primer sábado que pasamos juntos, así que tenía que celebrarlo con algo especial, ¿no crees?
               -Más te vale hacerme algo así de genial cada sábado, o rompemos-insté, dándole un beso.
               -Te cocinaré encantada-contestó, dándome otro.
               -Más te vale-la amenacé, devolviéndole el beso.
               -Te pondrás gordito-ronroneó, mimosa, contraatacando con un beso más.
               -¿No me vas a ayudar a quemarlo?-la piqué, arrancándole otro.
               -Deberíamos poner la cama en la cocina-me susurró al oído, para que mi madre, que había apartado la vista por lo moñas que podíamos ser, no la oyera-. Nos ahorraría mucho tiempo.
               -Y dinero, que podríamos gastar en otras cosas…-ronroneé, besándole el cuello y acariciándole la pierna. De no ser por mi madre, Sabrae se habría enterado.
               De no ser por mi madre y por una visita inesperada, a la que yo llevaba echando de menos días.
               -¿Alec Whitelaw?-preguntó Chrissy, entrando en la habitación justo delante de Pauline y apoyándose en la puerta, como si fuera una profesora asociada de universidad que va a vigilar en un examen. Dejó de dolerme todo el cuerpo durante un breve lapso de tiempo, en el que la alegría por verlas se hizo con el control absoluto de mí mismo.
               Las echaba de menos. Terriblemente de menos. No ver en casi una semana ni a Pauline ni a Chrissy me resultaba rarísimo, tanto como no poder ir a boxear un sábado por la semana. Las únicas veces en que había estado tanto tiempo sin verlas había sido durante el verano, cuando mis vacaciones o las suyas nos habían hecho imposible encontrarnos.
               Vivir una semana sin ellas había hecho más real que nunca el cambio que se había producido en mi vida. Era como vivir en la jungla para, de repente, encontrarme en la estepa, sin nada que me amenazara, pero tampoco donde esconderme.
               Chrissy me tendió un paquete y me guiñó el ojo, acusando el tiempo que habíamos pasado sin vernos en días laborables. Todavía llevaba el polo con el logo de Amazon, ése que me habían roto en dos para poder operarme.
               -Soy yo.
               -Voy a necesitar una identificación-contestó cuando me incorporé para recoger la cajita de cartón, que retiró rápidamente. Puse los ojos en blanco.
               -¿Qué pasa? ¿Estoy demasiado vestido como para que me reconozcas?
               -¡Nos has dado un susto de muerte!-me recriminó Pauline, sorteando a Chrissy y rodeándome con cuidado los hombros con sus brazos. Me estrechó contra su pecho suavemente, poniendo especial cuidado en no tocar ni mis vendas ni mi vía, y me dio un beso en el cuello cuando yo me giré para inhalar su aroma a frutas y azúcar-. No vuelvas a hacer esto, ¿me oyes? ¡Una chica feísima ha venido a traerme las materias primas estas dos últimas semanas! Ha sido absolutamente catastrófico.
               -¿Por eso habéis tardado tantísimo en venir a verme? ¿Por el susto?-inquirí, y Chrissy puso los ojos en blanco.
               -Todo está revolucionadísimo, Al-se sentó a los pies de mi cama y balanceó sus largas y tonificadas piernas en el aire, negando con la cabeza-. En administración se negaban a mandarte nada al hospital, y querían que nos repartiéramos tu cupo de paquetes y tus rutas hasta que cogieran a alguien para suplirte, pero nos hemos negado. Nos parece horrible que te traten como si fueras una moto con piernas, ¿sabes? Hemos hecho parones, y todo, para obligarlos a que te calculen la baja con los aumentos por horas extra que has hecho estos últimos meses. No querían. Son unos cabrones. Unos explotadores. Menudos hijos de puta…
               -No me extraña que se revolucione todo; soy el único que trabaja…-ronroneé, y ella me fulminó con la mirada y levantó el paquete en el aire.
               -Si tú eres el único que curra, ¿qué es esto, entonces?
               -Sí, Al. ¿Qué has comprado?-preguntó Sabrae, que acababa de terminar su abrazo de reencuentro con Pauline. Me puse pálido.
               -Nada.
               -Sabes que mientes súper mal, ¿verdad?
               -Oh, vaya. ¿Era secreto?-Chrissy fingió taparse la boca con la mano, y a mí me dieron ganas de asesinarla.
               -Sí, Chrissy, era secreto. No debías dármelo delante de mi madre.
               -¿Qué puedes haber pedido que te…?
               -Revistas. Guarras. No pretenderías que te las pidiera, ¿verdad, mamá?
               -Mañana hablaré con los médicos. Ya estás para que te den el alta.
               -Eso te encantaría-bufé.
               -¿Señora Whitelaw? Es un placer. Soy Chrissy, la compañera de su hijo. Hacemos las rutas juntos cuando llueve. O las hacíamos-Chrissy me fulminó con la mirada-. Después de ver lo desagradecido que eres, creo que te vas a tener que buscar otra furgoneta.
               -¿Desagradecido? ¡Habéis tardado dos semanas en venir a verme!
               -¡Estábamos ocupadas!
               -Si hubiera sido mi funeral, ¿habríais tardado el mismo tiempo?
               -Depende, ¿habría chicos guapos?
               -Guau, Chrissy, no desaprovecharías la última oportunidad de sentarte en mi cara ni aunque fuera moralmente reprochable, ¿verdad?-acusé, y ella se echó a reír.
               -Quién sabe.
               -Es un placer. He oído hablar mucho de ti. Alec cuenta maravillas sobre ti.
               -Siempre he tenido tendencia a la exageración-puse los ojos en blanco.
               -Encantada, señora Whitelaw. Yo soy Pauline. Alec me traía el género antes de decidir convertirse en un paso de cebra para automóviles.
               -Oh, ¡tú eres la de las pastitas! Te quedan deliciosas. Se nota que las haces con ganas.
               -Sí, señora, pero, si le soy sincera, creo que no soy la única que hace sus cosas con ganas, y le salen tremendas-Pauline me lanzó una mirada cargada de intención que mi madre no comprendió, y yo me eché a reír.
               -¿Tan necesitada estás de hombre, Pau? Te podría dar el número de varios de mis amigos.
               -Hazlo, por favor.
               -Creo que me he perdido.
               -Mamá, ¿recuerdas que tenía una amigas con las que me acostaba de vez en cuando?
               -¡De vez en cuando! Pauline, ¿tú y Alec lo hacíais “de vez en cuando”?
               -Creo que eso es ser modesto, la verdad, Chris.
               -¿Son ellas?-inquirió mamá, escandalizada-. ¿A la vez?
               -Ya le gustaría, señora Whitelaw-espetó Chrissy, apartándose el frondoso pelo del hombro y echándose a reír.
               -Antes se odiaban, no sé por qué ahora se han vuelto amiguísimas. Sabrae, te estoy viendo. Deja el paquete tranquilo.
               -¿No quieres que te lo abra?
               -Ya lo abriré cuando esté solo.
               -Pesa mucho.
               -Son muchas revistas.
               Sabrae puso los ojos en blanco, pero no dijo nada más. Sabía que estaba ocultándole algo, que no era tan tonto de pedir revistas guarras y hacer que Chrissy me las trajera a la habitación sin asegurarme antes de que estuviera solo, pero… no se me ocurría una forma mejor de ocultarle qué era lo que había dentro de aquel simple paquete, por el que había removido cielo y tierra para tenerlo cuanto antes.
               -Bueno, por lo menos tenéis el consuelo de que Alec es pesado, pero es bueno en la cama-bromeó mamá, que ya iba de colega con Chrissy y Pauline como si las conociera de toda la vida. Las chicas se rieron, asintieron con la cabeza, se miraron y volvieron a reírse.
               Estaban chifladas, pero me daba igual. Las quería tanto que me estaba más que dispuesto a lidiar con sus locuras.
               -Pauline, ¿no tendrás, por un casual, envío a domicilio en tu pastelería, verdad? Ahora que Alec no va a verte, no quiero quedarme sin mi ración semanal de pastitas. Nadie las hace como tú, querida.
               -Algo podremos apañar, señora Whitelaw.
               -Annie, por favor. Llamadme Annie las dos-miró a Chrissy también, que asintió con la cabeza con una sonrisa.
               -Podría llevárselas a casa desde tu confitería, Pau-Chrissy miró a la francesa, que asintió con la cabeza-. Después de todo, tengo experiencia.
               -Me parece buena idea.
               -Decidido queda. La verdad es que las echo mucho de menos. Tengo muchas ganas de que a Alec le den el alta para volver a pegarme los atracones de siempre. Puedo hacerte llegar el dinero a través de Chrissy… con el plus que me pidáis…
               Pauline se echó a reír.
               -No va a ser necesario, Annie.
               -Tendré que pagártelas de alguna forma, bonita.
               Esta vez, yo también me reí, y mamá me miró sin entender.
               -Mamá, la mayoría de las veces ni siquiera pagaba por las pastas.
               Sabrae negó con la cabeza, poniendo los ojos en blanco y mirando por la ventana para que mamá no viera cómo se reía ante lo cómico de la situación. No obstante, a mi madre no le hacía ni pizca de gracia.
               -¿Que no…? ¡Eres un sinvergüenza!-estalló-. ¡¿Ni siquiera podías pagarle las pastas a tu madre, que tienes que conseguirlas folleteando por ahí?! Sin ánimo de ofender, Pauline.
               -Tranquila, Annie. No ofendes en absoluto. Nuestra mejor clienta no podría.
               -¡Me sorprende que Pauline todavía tenga el negocio abierto! ¿Es que no tienes vergüenza, Alec? ¡Ya no digo que tengas que pagar los regalos de tu madre, sino darle al trabajo su justa recompensa…!
               -Mamá, ¿no crees que las pastas no eran el trabajo, sino la recompensa?
               -¿¡Mientras trabajabas!?
               -Debía de ser uno de los pocos gigolós afiliados a la seguridad social de Londres, en mis buenos tiempos-le guiñé un ojo a Pauline y ella se echó a reír. Mamá empezó a chillarme, a llamarme sinvergüenza, a decirme que eso no podía ser, que tenía un morro que me lo pisaba, que no podía ir así por la vida, que cómo se me ocurría, que bla, bla, bla. Yo me rebozaba por la cama, gemía lo malito que estaba, hasta que Sabrae intervino para sacarme del apuro, y le recordó que las chicas no habían venido allí para vernos pelear.
               Lo cual era cierto, por muy bien que se lo estuvieran pasando Chrissy y Pauline. No las había visto disfrutar tanto en la vida; al menos, con la ropa puesta, claro.
               Y las chicas consiguieron un milagro: hacer que, por un rato, me olvidara de que estaba en un hospital, algo que ni mis amigos habían sido capaces de hacer. Tratándome como siempre, con la salvedad de que me tocaban con cuidado y sólo si no les quedaba más remedio, Chrissy y Pauline hicieron que olvidara que estaba encerrado en una habitación, que pronto me vería un psicólogo para tratar mis traumas, que tenía medio cuerpo inutilizado por las vendas… en fin, todo aquello que me había estado molestando y persiguiendo desde mi despertar. Mis amigas habían traído al Alec que había sido antes del accidente, me lo habían cosido a la piel y me habían obligado a interiorizarlo hasta que, por un momento, volví a ser él.
               Lo cual me hacía mucha falta. No sólo porque ese Alec estaba más animado y era más gracioso, algo que mi madre y Sabrae necesitaban con desesperación, sino porque, además, ese Alec no sentía ningún tipo de remordimientos si tenía que destrozar algo. Podía con cualquier cosa.
               Era invencible, justo lo que necesitábamos al cabo de un par de horas, cuando Aaron, cansado de hacerse el interesante y de comerse la cabeza, preguntándose qué era lo que mamá consideraba tan urgente como para pedirle que fuera al hospital a verme, a pesar de que sabía lo incómodo que me sentía en su presencia, se presentó en la habitación, acallando de un plumazo las risas que habían llenado la estancia durante la tarde.
               -Vaya. No sabía que hubiera una fiesta. Habría venido antes-comentó, mirando directamente a Chrissy, que inclinó la cabeza hacia un lado, sonrió, y respondió:
               -Pobrecito. Seguro que crees que eso habría marcado alguna diferencia.
               Aaron se echó a reír, se relamió los labios y asintió con la cabeza.
               -Te echaba de menos, nena.
               Esta vez, la que se rió fue Chrissy, que saltó de la cama y se contoneó hacia él como una súper modelo de moda de baño. Se puso de puntillas y, con el rostro a la misma altura que el de él, se inclinó hacia su oído y le susurró, congelándole la sonrisa en los labios a mi hermano:
               -Podría decir lo mismo, pero… no echas de menos una cosa cuando tienes otra mejor, ¿no?
               Chrissy se giró de nuevo para mirarme, y los ojos de Aaron se posaron en los míos. Con la confianza de un campeón, le sostuve la mirada.
               Por primera vez en mi vida, disfrutaría de cada segundo que mi hermano estuviera conmigo.


 
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2 comentarios:

  1. Me he descojonado viva con el principio del capítulo, he sentido la vergüenza de Sabrae en mis propias carnes y todo. Me ha gustado muchísimo lo mucho que estoy queriendo a Annie últimamente, es como si antes solo fuera un afecto y ahora un cariño inmenso como personaje.
    El momento albóndigas me ha dado la vida junto con la aparición estelar de Pauline y Chrissy, no puedo esperar a que esta ultima hunda a Aaron en la absoluta mierda de la que procede.
    Pd: me he puesto nerviosa con el puto paquetito, auguro drama y y estoy tensa solo de pensarlo.

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  2. Me ha ENCANTADO el capítulo en serio. Me reído muchísimo, con los últimos capítulos de tanta tensión se me había olvidado lo gracioso que es Alec jajajajaja
    Buenoo comento por partes como siempree:
    - Alec recordando todo lo que había pasado el día anterior me ha puesto un poco triste y bueno no me había parado a pensar que todo lo de los últimos capítulos ha pasado en un solo un día.
    - Me ha flipado muchísimo la frase “La frontera entre el placer y el horror era la misma entre la desnudez o no de Sabrae”. Estaba deseando verla en el cap desde que la dijiste en twitter jajajajajaja
    - Y bueno a partir de esa frase he empezado a reírme a carcajada limpia la verdad no te voy a mentir osea que puta risa la vergüenza de Sabrae, Alec intentando no reírse cuando su madre le regaña (muy identificada con esto la verdad), los dos intentando convencer a Annie de que no habían hecho nada… QUE RISA EN SERIO
    - Sabrae insultando a Alec en urdu cuando ha dicho que hacía squirting >>>>>>>>>>>
    - “quizá seamos un pelín fogosos” dice JAJAJAJAJAJAJA, han destrozado media casa, me meo en serio (cuando vuelvan a follar después de esto Annie se queda sin casa).
    - ALEC AL PSICOLOGO AHORA MISMO, es que sabía que iba a intentar echarse atrás, me cago en todooo
    - Con la conversación de Alec y Annie me he puesto a llorar es que,,, Sabrae y Alec se quieren muchísimo, no puedo no puedo no puedo. Siempre me acordare del momento en cts en el que Scott y Eleanor dicen que al lado de Sabralec ellos parece que se odian y realmente SI porque no hay mejor pareja de Sabralec y punto (aunque que quede claro que adoro también a sceleanor, pero es que Sabralec son simplemente superiores)
    - El momento albóndigas ha sido muy TOP
    - Que Chrissy y Pauline hayan ido a verle me ha puesto contentísima y super soft, me encanta lo amigas que se han hecho las dos. Toda esta parte ha sido super graciosa y Annie llamando sinvergüenza a su hijo por no pagar las pastas me ha encantado.
    - Lo del paquete me tiene intrigadísima.
    - Y el final !!!!!!!! Chillando me encuentro. Chrissy REINA, a poner al gilipollas de Aaron en su sitio coñooo
    No te exagero si te digo que he hecho más de 8 capturas de este capítulo JAJAJAJAJAAJAJ. Como siempre deseando leer el siguiente, aunque con miedo por las cosas gordas que se vienen <3

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