domingo, 26 de abril de 2020

Amo y señor del universo.


Quedan 37 minutos de día, pero sólo quería deciros que hoy es el día que NACE SABRAE!!!!! CELEBREMOS CON ESTE CAPÍTULO!!!🎆🎆🎆🎆

Sospeché que mi madre ya se imaginaba que iba a pasar muy poco por casa durante mi cumpleaños, porque si a duras penas podía darse la circunstancia de que se me cayera el techo de la casa encima, en mi cumpleaños tenía más energía que nunca que por algún lado tenía que salir.
               Decir que estaba eufórico era quedarse muy corto. Después de lo que a Sabrae se le había escapado al final del recreo, me moría de ganas de volver a verla. No pudo ser a la salida, pero yo ya me esperaba que hiciera lo imposible por escabullirse, incluso si dentro de eso estaba el dejar tirado a Scott para ir corriendo a casa. Ya la martirizaría bastante su hermano.
               Eso sí, estaba decidido a no dejar que se me escapara durante la noche, convirtiendo mi fiesta de los 18 en un momento épico de mi vida que sería incapaz de olvidar, ni aunque me sometieran a un tratamiento de electrochoque condenadamente eficiente. Bebería hasta emborracharme, bailaría hasta que me dolieran los pies, la besaría delante de todo el mundo hasta dejar de sentir los labios, y me la llevaría a la sala violeta en la que la había hecho mía por primera vez, hacía unos pocos meses, cuando mi vida aún no había dado un giro de 180 grados.
               No obstante, todavía debía esperar un poco, y mentiría si dijera que no me parecía mal. La espera hacía todo más dulce, me permitía recrearme en las expectativas que me iba creando sin ningún tipo de miedo: ahora que confiaba como nunca antes en los lazos que me unían a las personas a las que quería, sabía que podía soñar despierto sin miedo a que ellos me decepcionaran. No lo haría. De la misma manera en que planificas al detalle un viaje que ansías y disfrutas tanto como viviéndolo, yo me regodeaba en las cosas que pensaba hacer durante la noche.
               Por primera vez en mucho tiempo, me regodeaba en lo que aspiraba, y que Sabrae no estuviera conmigo no lo hacía todo peor, sino mucho mejor. Su compañía sería un regalo, el mejor que podían hacerme.
               Aunque la verdad es que el listón estaba bastante alto.
               Después de comer y de dar buena cuenta a la tarta que mi madre había ido a recoger a la mismísima pastelería de los padres de Pauline, me tocó abrir los regalos que me había hecho mi familia. Mi hermana se revolvió en el asiento, nerviosa, mientras rasgaba el papel de colores de una caja que contenía una pequeña plataforma carga portátil cuya batería se llenaba con la energía del sol. Me quedé mirando a Mimi, estupefacto.
               -Para cuando vayas a Etiopía-sonrió, apartándose un mechón de pelo de la cara-. Así no te quedarás sin batería en el móvil nunca, y podrás mandarme un millón de fotos de tu fea cara mientras se te va poniendo morena-su sonrisa titiló un segundo, y yo me di cuenta de lo difícil que iba a ser para ella quedarse en casa, con papá y mamá, mientras yo me iba al otro lado del mundo. Mimi no estaba acostumbrada a que yo estuviera en casa, sí, pero lo poco que estaba era tiempo que aprovechábamos juntos en mayor o menor medida. No tenerme por las noches para ver una serie o hacerme de rabiar, o no pincharme para empeorar mi mal humor mañanero era algo que se le haría cuesta arriba.
               Me incliné y le di un beso en la mejilla.
               -Gracias, Mím. Te quiero un montón, enana-le acaricié el costado y ella sonrió, complacida por las atenciones. Puede que también sintiera uno poco de celos de Sabrae, ahora que ella era la nueva chica de mi vida. Claro que eso no significaba que Sabrae fuera a ser la única; mi hermana siempre tendría un hueco en mi corazón, y eso no cambiaría jamás. Mimi se estiró para coger otro paquete, con el característico papel de regalo marrón propio de la librería a la que había acompañado a Bey hacía unos días. Al abrirlo, me encontré con una pequeña guía de viaje de Italia, y levanté la vista para mirar a mi hermana.
               -Para que te sirva de motivación-explicó, esbozando una sonrisa que claramente buscaba camelarme. Debería haberme sentido culpable por las esperanzas que Mimi aún depositaba en mí para que aprobara el curso y mamá y Dylan nos regalaran el viaje a Italia al final, pero su fe ciega en mí me conmovió-. Tiene un diccionario de italiano al final-explicó, señalando las últimas páginas, de bordes de un color diferente al resto-, para que vayas practicando.
               -Bueno, ya tengo algo que hacer en mis ratos libres en África-bromeé con cautela.
               -Alec, te vas a graduar este año-sentenció mi madre con disciplina-; no vas a perder el curso.
               -Ya lo veremos.
               -Ya te digo yo que lo veremos.
               -Es mi cumpleaños-le recordé-. No puedes echarme la bronca hoy. Es moralmente reprochable.
               Mamá puso los ojos en blanco pero esbozó una sonrisa, la típica sonrisa indulgente de cuando sabes que tu hijo adolescente (bueno, técnicamente no tan adolescente) lleva razón.
               Tengo que decir que mi entusiasmo con los regalos fue en aumento, y cuando mis padres me entregaron el suyo, grité de la emoción y salté de la silla para abrazarlos y comérmelos a besos a ambos. Por eso, también, estaba de un humor estupendo. Troté a casa de Jordan para compartir con él las noticias, y de paso pasar con él la tarde, y aporreé su puerta con ímpetu hasta que me la abrió.
               -Al, tío, ¿qué bicho te ha…?-empezó, sacándose el cepillo de dientes de la boca.
               -¡ADIVINA QUÉ!-exclamé, extendiendo el trozo de papel frente a él. Jordan frunció el ceño, intentando enfocarlo, y cuando por fin lo consiguió, sus ojos se abrieron como platos y se le cayó un poco de espuma dental de la boca.
               -¡HOSTIA PUTA!
               -¡EXACTO!-grité.
               -¡NO ME JODAS!-exhaló, corriendo al interior de su casa a toda velocidad.
               -¡VAYA SI TE JODO!-repliqué, siguiéndolo al mismo ritmo. Se enjugó la boca, se lavó las manos a conciencia, se las secó con más cuidado aún, y extendió las manos, pidiéndome que le entregara los dos trocitos de papel que tan felices nos habían hecho a ambos. Accedí a que los cogiera, confiando en que lo haría con cuidado de no estropearlos.
               El papel era uno de estos plastificados, con una estrecha línea brillante en ambos lados que acreditaba su autenticidad, un código de barras inmenso en la parte inferior, y una gran foto ocupando el resto del espacio. En la foto, podía verse un ring en blanco y negro, circundado por filas y filas y asientos que lo tomaban como estrella que orbitar. Y, bajo el ring, un pequeño cuadrado de información que rezaba “LIGA DE BOXEO DE PESOS PESADOS DEL REINO UNIDO DE LA GRAN BRETAÑA E IRLANDA, CRAWFORD VS. GRIFFIN”.
               Jordan se apoyó en el lavabo, estudiando las entradas con una sonrisa en la boca.
               -Qué guay, tío. Vaya puta pasada-susurró, mirándolas por detrás, leyendo cuidadosamente la letra pequeña, dando la vuelta a las entradas y jugueteando con los reflejos de la parte iridiscente-. No sabes la envidia que me das.
               -¿Por? Vamos a ir juntos-sentencié, y Jordan frunció el ceño, pero se rió.
               -¿Me lo estás diciendo en serio?
               -Claro, ¿por qué te iba a vacilar con esto, Jor? Llevamos desde críos con ganas de ir a una final. Desde que Sergei empezó a comernos la cabeza con el tema del boxeo. Y yo boxeaba para llegar ahí algún día, ¿recuerdas?-señalé las entradas y Jordan asintió con la cabeza-. Tú estabas en mi esquina en las competiciones, y yo en la tuya. Además… sabes quién es Griffin-comenté, y Jordan se echó a reír-. No sé si podré controlarme si vuelvo a verle la cara a Jackson otra vez.
               Comprobé con alegría que ya no me podía la rabia cada vez que pronunciaba el nombre de Jackson Griffin, el último rival con el que me había batido y que había impedido que me retirara con el título de campeón en mi franja de peso y edad. Siempre me había preguntado qué habría pasado de haber ganado ese último combate. ¿Habría seguido tan adicto a la gloria y al chute de adrenalina que te daba estar sobre el ring que habría tratado de convencer a mi madre y mi hermana de que me dejaran seguir? Una parte de mí lamentaba haberlo dejado, sobre todo viendo el nombre de Jackson en una entrada de boxeo, algo con el que mi yo más joven siempre había soñado. Mi apellido quedaría mucho mejor junto al de Emmet, uno de los mejores amigos que había hecho en ese mundo, y que desde luego se merecía ganar (aunque también es verdad que, si pensaba eso, en parte era porque no era mi apellido precisamente el que estaba en aquella entrada).
               Ya que no iba a poder vivir eso de que mi nombre ocupara parte de un cartel de boxeo, y Jordan había entrenado codo con codo conmigo, lo justo era que fuese él quien me acompañase.
               -Tú eres el único que puede refrenarme un poquito. No del todo-añadí, guiñándole un ojo, y Jordan se echó a reír y me estrechó entre sus brazos. Me entregó las entradas y me miró con intensidad.
               -Te la podría chupar, ahora mismo.
               -Como si necesitaras una excusa para confesarme que te haces pajas pensando en mí, Jor-le di un codazo-. No hacía falta que lo dijeras en voz alta. Ya sé que soy tu blanco preferido.
               Jordan volvió a echarse a reír, negando con la cabeza, y después de ese momento de reconciliación entre los dos por el poco caso que le hacía en detrimento de Sabrae, acordamos ir a su cobertizo a echar unas partidas antes de marcharnos a entrenar y contarle las noticias a Sergei. Casi podría ver su cara rabiosa al ver que, por primera vez, íbamos a un torneo al que él no iba a acompañarnos. Como nuestro entrenador, siempre iba con nosotros a todas partes, y cada combate que presenciábamos él también lo veía en directo, con lo que siempre le teníamos allí para corregirnos si decíamos que una jugada era muy buena y a él no se lo parecía, o viceversa. Poco a poco, nos independizábamos.
               Guardé las entradas como oro en paño en un cajón de mi escritorio, ya dentro del sobre en el que me las habían dado mis padres y, a su vez, metido éste en una caja para que no se estropearan. La mínima imperfección que tuvieran me dolería como una daga en el pecho. Regresé entonces con Jordan, después de hacer acopio de bolsas de palomitas y comida basura,  de la que teníamos que reabastecernos pronto. Ahora que era adulto, me sentía incluso más responsable que antes, y el hecho de que no tuviéramos apenas comida basura en el cobertizo me ponía negro.

jueves, 23 de abril de 2020

El primer cumpleaños feliz.

¡Feliz Día del Libro, feliz tercer aniversario a esta novela, y sobre todo, feliz tercer cumpleaños de Scott a todas! Espero que disfrutéis del capítulo, ¡os veo el domingo para otro cumpleaños muy, muy especial!

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Si hace un año me hubieran dicho que mi vida iba a cambiar tanto en tan poco tiempo, me habría descojonado en la cara de quien fuera que estaba intentando tomarme el pelo de forma tan descarada. No es que no creyera que mi vida no fuera a dar un giro radical cuando cumpliera los 18 (créeme, llevaba contando los días que faltaban para mi mayoría de edad desde que había pasado la pubertad y había descubierto que la inmensa mayoría de cosas que me apetecían se nos negaban a los menores), pero la forma en que lo había hecho me tenía sencillamente flipando. ¿Quién me iba a decir a mí que en lo primero en que iba a pensar cuando el sol me acariciara los párpados a través de la claraboya del techo sería la hermana menor de uno de mis mejores amigos, una mocosa que me detestaba, en lugar del club de strip-tease al que iba a intentar arrastrar a los chicos? Se suponía que iríamos cuando todos fuéramos mayores, por si acaso el portero del local se ponía chulito con nosotros, pero yo confiaba en que mis dotes de persuasión acabarían con el poco sentido común que aún les quedaría a mis amigos. Y las chicas… bueno, ya celebraría el cumpleaños con ellas en otra ocasión.
               La fiesta que seguiría a la caída del sol que entonces se levantaba sería épica. Haría mía la frase “sexo, drogas y rock n’ roll”. Mi fiestón de cumpleaños marcaría un antes y un después en las vidas de absolutamente todos los asistentes, que no serían pocos. Casi seguro que haría un trío. Probablemente incluso participaría en una orgía. Estrenaría mi edad adulta borracho como una cuba, hundiéndome en cuantas pibas se me pusieran por delante y muriéndome de la resaca al día siguiente, y me daría la vuelta en la cama, sonriendo y ansioso porque llegara por fin la noche, cuando el amanecer me despertara.
               Y ahora, sin embargo, todo era absolutamente diferente. Seamos francos: sí, seguía interesado en el tema del strip-tease, pero ya no quería ir a tirarle billetes a una chica de dudosa fiabilidad respecto a su nombre por el puro morbo que me producía protagonizar uno de esos momentos tan típicos de las películas de banqueros. Ese instinto no había cambiado; seguía queriendo que una chica bailara mientras se desnudaba para mí, pero una chica en particular. Ya no me interesaban las desconocidas. Ni las conocidas tampoco, ahora que lo pensaba. Sólo había una en mi radar, la que estaba haciendo que sonriera como un bobo, escalara por el hueco de la claraboya aún sin camiseta, y me asegurara de que estaba mínimamente guapo antes de enviarle el videomensaje reglamentario.
               -Buenos días, bombón-ronroneé, bostezando hacia la cámara y pasándome una mano por el pelo, pensando en lo que eso le haría. Fantasear con Sabrae masturbándose nada más despertarse era algo que no podía evitar, pero dejaba de ser un placer culpable en el día de mi cumpleaños-. Espero que hayas dormido bien-porque no pienso dejar que duermas esta noche-. Hace un día precioso, y súper importante. A ver si te acuerdas de por qué-le guiñé un ojo, toqué el icono de pausa en el videomensaje, y se lo envié. Sabrae llevaba horas sin conectarse, las mismas que habían pasado desde que me envió un mensaje larguísimo felicitándome el cumpleaños, diciéndome lo importante que era para ella y las ganas que tenía de que fuera ya por la mañana para poder darme un achuchón.
               Porque ah, sí, también había conseguido que cambiara eso. Normalmente detestaba tener que ir a clase en el día de mi cumpleaños, y envidiaba a la gente que había nacido en vacaciones o en fiestas nacionales, pero hoy no me importaba. Es más, ni siquiera podía decir que me daba igual, porque no era así: me alegraba de tener clase porque eso significaba que vería a mi chica.
               A mi chica, y también a todos mis amigos. Después de aquellos horribles días en los que me convencí a mí mismo de que no me querían en el grupo, y de que si seguía en él era por pura inercia, ahora los Nueve de Siempre estábamos mejor que nunca. Lo mejor que había hecho en mi vida había sido sincerarme con ellos, porque después de poner todas las cartas sobre la mesa, se las apañaron para convencerme de que yo era tan importante como el que más en el grupo. Habíamos hecho mil planes; Scott y Tommy nos habían prometido que, cuando salieran del concurso y les hicieran hacer un tour, lo viviríamos con ellos. Y yo no podía ser más feliz. Mis amigos estaban más unidos que nunca, y encima tenía a Sabrae. Por primera vez tenía un futuro por el que luchar. No volvía a la cama de puro sueño como hacía todos los días después de asomarme a mirar el cielo teñirse de dorado, rosa y después naranja, sino porque me moría de ganas de que empezara el día siguiente. Cuanto antes me durmiera, antes llegaría ese día.
               Y si alguien me hubiera dicho que la chica por la que me movería ansioso en la cama, de las ganas que tenía de ver lo guapa que se me ponía para mí (porque no era imbécil, y ya conocía lo suficientemente a Sabrae como para saber que era lo bastante detallista como para hacerse algo especial que a mí me volviera loco), que haría que quisiera ir al instituto y que me impulsara a mirar el móvil cada pocos minutos para ver si por un milagro se había conectado y podía mejorar mi día estando aún más conmigo, sería Sabrae… en fin, me habría dado tal ataque de risa que probablemente no celebrara un decimonoveno cumpleaños.
               Conseguí volver a dormirme después de convencerme a mí mismo de que Sabrae dormía plácidamente, y sólo durmiendo podría viajar en el tiempo y estar con ella más rápido. Me había hecho un ovillo en la cama, y así me encontró mi madre cuando subió las escaleras con cuidado, como si no fueran de mármol y sus pasos fueran a hacer crujir algo, y entró en mi habitación.
               De normal, si notaba que yo no me despertaba, se ponía a gritarme desde el piso de abajo que hiciera el favor de salir ya de la cama o me obligaría a ir al instituto tal cual estuviera, y lo que es peor, sin desayunar (lo cual bastaba para que yo me arrastrara fuera). En mis cumpleaños, sin embargo, mamá dejaba de ser ese férreo sargento en que mi pasotismo la había obligado a convertirse, y dejaba salir a la superficie su vena más vulnerable. Resucitaba su versión más joven, la de la veinteañera que había salido de su casa de la mano de mi hermano y conmigo en brazos, cuyo amor nos había salvado a los tres, y cuya ternura había conseguido que superara el miedo a lo desconocido y terminara desarrollando todo el potencial de mi personalidad.
               Mamá se sentó en la cama, tiró levemente de las mantas, y me acarició la frente.
               -Buenos días, cariño-ronroneó, inclinándose para darme un beso. Abrí los ojos lentamente, y cuando me encontré con su mirada y su dulce sonrisa, entendí por qué a Dylan no le había importado que estuviera casada cuando la conoció. No le había importado en absoluto igual que a Sabrae tampoco le importaban los demonios que vivían en mi cabeza-. Es hora de levantarse. Tu abuela está a punto de llamar.
               Volvió a darme un beso en la frente, me acarició de nuevo el pelo, susurró un suave y cariñoso “mi niño” que me hizo preguntarme por qué yo no podía ser un corderito dócil más a menudo para disfrutar más de esa faceta de mi madre, y me dejó solo en mi habitación para que me fuera levantando. Me incorporé despacio, exhalé un sonoro bostezo y me estiré a coger el móvil por pura costumbre. Ignoré el millón de notificaciones de todas mis redes sociales (eso de que en Facebook te avisara de que era el cumpleaños de alguien había salvado muchas amistades) y entré directamente en Telegram. Toqué el icono de la conversación con Sabrae y se me aceleró el corazón cuando descubrí que tenía un videomensaje suyo a modo de respuesta. Empezó a reproducirse automáticamente, silenciado, pero yo lo toqué para poder escucharla.
               -Buenos días, sol-ronroneaba ella, con el pelo alborotado sobre la almohada. Parecía una virgen de halo negro, una diosa directamente salida de un cuadro de Boticelli, pero bronceada por la acción del sol. Su boca se curvó en una preciosa sonrisa que hizo que a mi corazón se le olvidara que debía trabajar a un ritmo estable-. He dormido genial, pero te echo de menos. Tengo muchísimas ganas de verte. Y sí-sonrió y se acercó un poco el móvil a la boca, como confiándome un secreto-, el día es precioso, pero no más que tú.

domingo, 19 de abril de 2020

Los Siete Restantes.


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Llevaba cinco minutos de reloj plantado en mi calle, en el punto exacto que resultaba equidistante de mi casa a la de Jordan. De nuevo, había perdido el coraje que sólo me invadía cuando estaba con Sabrae. Decir que ella me hacía fuerte no era una metáfora, sino describir la realidad tal y como era: su mera presencia bastaba para que todo lo que ella decía tuviera una lógica aplastante, incluso cuando eran verdaderos disparates. Podía creerme cualquier cosa si venía de sus labios, siempre y cuando los viera en vivo y en directo, porque estaría demasiado ocupado recordando su tacto y su sabor al besarlos como para plantearme siquiera la posibilidad de que ella pudiera mentirme.
               Sabía mis puntos fuertes y también mis puntos débiles. Cuando ella no estaba, era un armatroste olvidado en un rincón de la habitación. Pero en cuanto ella entraba en escena y posaba sus dedos sobre mí, me convertía en un arpa. Todo lo que yo hacía dependía de que…
               Como si supiera el rumbo que estaban tomando mis pensamientos, mi móvil emitió un pitido en el interior de mis pantalones. No necesité sacarlo del bolsillo para saber que acababa de recibir un mensaje de Sabrae, pero lo saqué de todos modos. Ni siquiera lo desbloqueé para leer todo el contenido del mensaje.

¿Ya has hablado con Jor?

               No pude evitar esbozar una sonrisa más parecida a un mohín que a una sonrisa auténtica. Jor. Pasaba tanto tiempo conmigo que incluso se le había pegado la forma de llamar a mis amigos, y eso que tampoco es que pasáramos mucho tiempo hablando de ellos… o hablando, ya puestos. Pero ella me conocía lo suficiente como para saber que necesitaba un último empujón para volver a enderezar mi vida; con un poco de suerte, la encarrilaría definitivamente y no volvería a salirme del rumbo que me habían marcado.
Estoy a punto.

Vale suerte, aunque no la necesites


               Tenía que conseguir que me entrara en la cabeza de una puta vez que no era un estorbo para todos los que me conocían. Que la gente que estaba cerca de mí, lo estaba porque disfrutaba de mi compañía, y no porque quisieran sacarme algún tipo de provecho (tampoco es que yo pudiera ofrecerles mucho, pero bueno…).
               Sacudí la cabeza como expulsando aquellos pensamientos de mi mente y eché a andar en dirección a la casa de Jordan, dejando a espaldas el lugar donde se suponía que debía estar a salvo. Cuando el estómago se me retorció al acercar el dedo al timbre, me encogí un poco, como cuando es Halloween y no te queda más remedio que llamar a la puerta del vecino borde del barrio, ése que detesta a los críos, si quieres terminar de llenar tu cesta. No es que la noche te haya ido precisamente mal, pero siempre puede haber alguien que te la joda y te termine amargando los dulces.
               Y Scott había sido ese evento que me había amargado los dulces. Estaba tenso cuando íbamos a su casa, sí, lo admito: una parte de mí sabía que iba a tardar un poco más en llevar a la práctica la teoría que Sabrae había tratado de hacerme interiorizar, pero no esperaba encontrármelo tan… no sé. Frío. Era como si Scott no me quisiera en su casa, y yo llevaba demasiado tiempo con una película montada sobre lo mucho que me odiaban en mi grupo de amigos como para que su distancia no me afectara. Lo peor de todo era que Sabrae se había dado cuenta también, porque había mirado a su hermano de una manera en que no la había visto mirarlo muchas veces.
               Pero Scott es Scott y Jordan es Jordan, me dije. Jordan me perdonaría, me confortaría, me diría que no pasaba nada y que no me dejaría atrás como sí podían hacerlo los demás, y que lucharía por que el grupo no se desintegrara aun cuando tuviera que convencer al resto de que yo también era importante… a pesar de que yo le había dado la espalda por estar con Sabrae. Pero es que estar con Sabrae me hacía sentir bien.
               Eso no justificaba que tuviera a Jordan abandonado, no obstante. Tenía razón quejándose de que no me estaba comportando bien con él, porque era la pura verdad: había prescindido de él como me daba miedo que los demás prescindieran de mí. Si el karma existía, me tenía una buena preparada. Nada que no me mereciera, por otra parte.
               ¿Quieres dejar de torpedearte, por favor?, me riñó Sabrae en mi cabeza, y yo contuve una sonrisa. Me había dicho lo mismo mientras nos vestíamos y ella me había tomado el pelo con que, bueno, si mis amigos no me perdonaban así ella saldría beneficiada, porque entonces sólo podría estar con ella, a lo que yo había respondido como sólo respondía últimamente: agobiándome. La pobre había tenido que dejar de abrocharse los vaqueros para venir a abrazarme, revolverme el pelo y meterse conmigo porque no sabía distinguir una broma estúpida de la realidad. Evidentemente, mis amigos me perdonarían. De hecho, ella pensaba que no tenían mucho que perdonar. Nada, más bien.
               -¿Tú crees?-había lloriqueado en su regazo como un perrito, y ella se había reído, había asentido con la cabeza y me había dado un beso en la frente. Recordé de repente en la pésima posición en la que la habíamos puesto entre todos, pero especialmente Scott y yo: en tierra de nadie, esquivando las balas en un terreno en el que encima también se probaban bombardeos. Esto no era sólo por mí. También era por ella, y por ella debía arreglarlo todo.
               Así que, por fin, llamé a la puerta. El timbre reverberó en el interior de la casa, y yo me metí las manos en los bolsillos para no empezar a retorcérmelas de puros nervios. La mirilla parpadeó un segundo, dando muestras de que había alguien al otro lado de la puerta preguntándose quién llamaba a esas horas. A continuación, la madre de Jordan la abrió y se me quedó mirando.
               -Hola, Al-susurró en tono cauteloso, lo cual me puso sobre aviso de que ella ya sabía de mi actitud rara… aunque, bueno, me imagino que no había que ser muy listo para saber que a mí me pasaba algo, sobre todo después del numerito que había montado el día anterior.
               -Hola, Annie. ¿Jordan está liado?
               Parpadeó despacio. Sí que debían de estar mal las cosas entre nosotros como para que yo preguntara si Jordan estaba ocupado, en lugar de entrar en su casa, subir las escaleras y entrar en su habitación sin llamar. ¿Qué podía pasar? ¿Que me lo encontrara haciéndose una paja? No iba a traumatizarme viendo a un tío cascándosela. No sería la primera vez que lo pescaba en plena faena (o él a mí), y nunca había pasado nada.
               Claro que también es verdad que Jordan y yo nunca habíamos estado mal. Por eso preguntaba yo.
               -Está en el cobertizo.
               Tuve que contener un suspiro de alivio. Si las cosas se ponían feas y empezábamos a gritarnos, por lo menos lo haríamos justo encima de las cabezas de sus padres, lo cual ya era un avance. Annie se hizo a un lado para que yo pasara, con el pelo negro recogido en minúsculos y abundantes moños que la hacían parecer la representación de un virus, pero yo negué con la cabeza, di un par de pasos hacia atrás, y con las manos aún en los bolsillos, rodeé la casa en dirección al cobertizo, en el que había luz. Si fuera un poco listo, me habría ocupado de mirar primero allí, para ir descartando lugares, pero estaba tan obcecado con no achantarme con Jordan que ni siquiera me había planteado la opción de que no estuviera encerrado en su habitación… como habría estado yo de ser las cosas al revés, también te digo. Si Jordan se hubiera echado novia y estuviera pasando de mí como yo lo hacía de él, estaría amargadísimo. ¿Con quién iba a jugar yo a la consola hasta que se me secaran los ojos y me doliera la cabeza? ¿Con quién me iba a quejar yo de Bey? ¿Con quién discutiría sobre quién era la mejor actriz porno de todos los tiempos? ¿Con quién me tiraría a ver una peli cutre sobre robots, que serviría de excusa para tomarnos unas cervezas e inflarnos a palomitas?
               ¿Quién iba a ser mi mejor amigo?
               Esta vez conseguí reunir el suficiente valor como para no llamar a la puerta. Giré el pomo y entré en la pequeña habitación, en la que esperaba que resonara el ruido de los tiros y los gritos típicos de los juegos de guerra, pero en su lugar, una musiquita relajante flotaba en el ambiente. Cerré la puerta tras de mí y subí el pequeño escalón que habíamos hecho para dejar los zapatos, como en las casas japonesas (y de paso poder poner calefacción en el suelo).
               Jordan se me quedó mirando. Sostenía en las manos el mando de una consola a la que sólo jugábamos cuando estábamos muy aburridos, y prácticamente nunca cuando estábamos solos: la Nintendo Switch. No había muchos juegos a los que pudiéramos jugar por separado, así que enseguida identifiqué el juego al que estaba jugando: el Animal Crossing. Precisamente el juego al que jugábamos cuando estábamos de bajón. Los vecinos que resultaban ser vecinos tuyos y cuyas casas podías situar donde te diera la gana podían curarle la depresión a cualquiera, y la sección el museo en que se exponían los fósiles era una puta pasada… además, por supuesto, de que podías asomarte a los acantilados a ver caer estrellas fugaces y pedirles el deseo de que tu estado de ánimo pronto cambiara.
               Precisamente allí estaba Jordan: en el acantilado, con el susurro de las olas abajo, y la pantalla enfocando el cielo cuajado de estrellas, a la espera de que una atravesara el cielo.

lunes, 13 de abril de 2020

Olimpo.


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No había que ser ningún lince para darse cuenta de que Alec estaba mal; el problema era que estaba tratando de ser hermético incluso conmigo. De normal, siempre que podía, me vacilaba, como si le gustara hacer piruetas sobre la cuerda floja que se suponía debía ser mi opinión sobre él: si había nacido adorándolo, crecido detestándolo y madurado adorándolo de nuevo, todo parecía apuntar a que podía volver a mi estado anterior, o seguir evolucionando, según se mirara, y volver a cogerle tirria otra vez. Así que él disfrutaba pinchándome, lanzándome pullas inofensivas que no me hacían ningún daño, pero que podían empujar de nuevo la rueda de nuestra relación que se había detenido de forma misteriosa una noche ruidosa de otoño.
               Pero lo que estaba haciendo esos días era diferente. No eran piruetas sobre una cuerda floja que ya no existía (habíamos hecho demasiadas cosas como para que ésta no se cortara, y ahora nuestra relación era firme como un templo milenario), sino más bien saltos base en los que Alec abandonaba el avión con un único paracaídas, deseando que éste no se abriera para estamparse contra el suelo. De la misma manera que buscaba a los demás, también me buscaba a mí, aunque terminaba reculando en el último momento, cosa que no le sucedía con sus amigos.
               Yo no estaba del todo segura de lo que le sucedía, aunque lo sospechaba. Lo conocía lo bastante bien como para saber lo importantes que eran sus amigos para él, y la necesidad que lo embargaba de sentirse reafirmado en un grupo cuya composición pronto iba a cambiar. No sé por qué, Alec tenía esa tendencia a sentirse secundario en todos lados excepto en su casa (y a veces ni siquiera allí), como si no fuera esencial en la felicidad de mucha gente y su ausencia fuera como una noche eterna cuando el sol se hubiera cansado de asomarse cada día por el horizonte. Por eso podía afectarle la marcha de Tommy y Scott, que a fin de cuentas eran piezas fundamentales en su círculo social, más de lo que a sus amigos: porque Alec, dijera lo que dijera, se comía la cabeza más que todos ellos juntos. Detrás de aquella fachada de indiferente diversión rayana en el pasotismo, se encontraba un chico que se angustiaba cuando sentía que sus amigos no estaban del todo cómodos con él.
               Le afectaba que Scott y Tommy fueran a irse, y necesitaba decirlo en voz alta, pero yo sabía que no iba a hacerlo… por mí. Porque pensaba que necesitaba ser mi gladiador personal, el escudo gigante detrás del cual yo debería poder esconderme, la espada que me defendiera y el castillo que me protegiera de todas las invasiones, en lugar de mi compañero de viaje, la presencia a mi lado invitándome a comentar lo preciosas que estaban las estrellas en el cielo, la playa en la que bañarme tras un duro día abrasador.
               Sabía que se lo iba a guardar dentro de él hasta que no pudiera ignorarlo más y terminara explotando como un volcán, pero lo que jamás pensé es que tendría tanto aguante. Yo le extendía una mano que le decía que podía contar conmigo, le acariciaba el brazo cuando me la cogía y le miraba a los ojos para que entendiera que tenía toda mi comprensión y mi apoyo, que no era una niña desvalida que necesitara protección total, y mucho menos de él. Pero no quería escucharme. Se limitaba a juguetear con mis dedos un momento, haciendo figuras en el aire que bien podrían pasar por sombras chinas en un teatro callejero, y después se alejaba de mí.
               No se alejaba en sentido estricto: era muy capaz de estar pegado a mi cuerpo, pero en un hemisferio completamente distinto en términos espirituales. Y era allí donde se refugió cuando nos tumbamos en su cama. Su alma se separó de su cuerpo y dejó que sus instintos más primarios tomaran el control, y yo me entregué a él no porque no tuviera más remedio (sabía que podía pararlo cuando quisiera) sino porque me dolía que la única solución que encontraba a cómo se sentía era el sexo.
               Había disfrutado como siempre disfrutaba con él, eso por descontado. Incluso cuando estaba ausente, Alec sabía cómo darme placer, y yo me había dejado hacer no sólo porque me apeteciera (aunque no era una prioridad para mí en ese momento), sino porque le notaba tan lejos que sabía que sólo se acercaría después de aquello, como un cachorrito maltratado que sólo te deja acariciarlo después de que le des muchas chuches. Me había resistido lo justo y necesario para asegurarme de que aquella era la única manera de recuperarlo, y cuando por fin acepté que ésa era la única salida, dejé que me poseyera y yo le poseí a él. Le besé larga y profundamente mientras se quitaba la ropa, acaricié con los dedos su vello púbico mientras se inclinaba a por un condón, y separé las piernas para recibirlo en mi interior, el único santuario en el que Alec se sentía a gusto, cómodo, protegido, y podía tolerarse a sí mismo.
               Porque él era incapaz de odiarse, ni siquiera un poco, cuando hacíamos el amor. Se encontraba con su versión más pura, más auténtica y más desnuda cuando entraba en mí. Todo lo malo que le había pasado en la vida se desvanecía, igual que los pecados de un fallecido cuando atraviesa las puertas del cielo. No podía odiarse porque el Alec que era cuando lo hacíamos era mi Alec, la versión preferida de sí mismo, sin defectos, sin cicatrices, sin traumas.
               Nos lo pasamos bien. Había un ruido de fondo en mi cabeza, una abejita volando en mi nuca, diciéndome que aquello no estaba bien, pero los dos estábamos disfrutando, así que no me molestaba apartarla de vez en cuando para rodearle la espalda desnuda con los brazos mientras él me embestía, empujándome hacia un orgasmo que celebró mordiéndome el labio. No fue un polvo tierno ni tampoco bonito, pero incluso entonces nos las apañamos para convertirlo en un acto de amor: él me decía con su cuerpo que ésta era la única forma en que podía estar conmigo ahora mismo, y yo le decía que no pasaba nada, que me gustaba lo que hacíamos, me gustaba estar juntos, y con eso me bastaba.
               Aunque, si he de ser sincera, pensé que sentiría un poco mejor después de terminar. Las endorfinas del sexo me dejaban atontada en ocasiones, especialmente cuando lo hacíamos de manera tan salvaje, y había visto demasiadas veces a mis padres bajar las escaleras de casa con una sonrisa en los labios, como si no pasara nada, como para no saber que había una relación entre el humor y tu polvo más reciente: si éste era bueno, tu humor también… y a la inversa.
               Y a mí me parecía un buen polvo. Pero estaba claro que para Alec no había sido suficiente. Porque, mientras yo jadeaba, intentando recuperar el aliento (este chico era capaz de llevarme al límite de mis fuerzas sin siquiera empezar a sudar, aunque fuera un poco), él se incorporó hasta quedar sentado, me miró un instante, cansado, agotado, y con ojos translúcidos de tristeza y algo más, me preguntó:
               -¿Te importa si fumo un cigarro?

lunes, 6 de abril de 2020

Idas de olla emocionales.


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Cada vez que miraba a Tommy y Scott, se me formaba un extraño nudo en la garganta que me impedía respirar. Y no ayudaba nada que todo el mundo me recordara constantemente lo que iba a pasar con ellos en unas pocas semanas.
               Recapitulemos: Scott había sido expulsado del instituto, en pleno último curso, porque le habían captado en vídeo saliendo del vestíbulo del edificio poco antes de que lo hicieran unos chavales a los que les habían pegado una paliza. Nadie, salvo alguien que hubiera estado presente en la pelea, se había enterado de que aquella panda de chicos “de bien” estaban allí encerrados, así que si Scott había ido a soltarlos era porque había participado en la acción.
               La expulsión de Scott, indefinida y con efecto inmediato, le había dejado en un limbo del que no había manera de sacarlo. El manchurrón en el expediente que le quedaría después de ese incidente le había cerrado las puertas a todas las universidades buenas del país (y, ¿por qué no? También del extranjero –porque, seamos sinceros, las fronteras de Inglaterra no se correspondían con las fronteras estudiantiles de Scott, que para algo se apellidaba Malik-), así como de los mejores institutos en los que se repartían las llaves de las residencias estudiantiles de esas universidades. Adiós a la carrera más jodida que había inventado el hombre para mi amigo, aquella en la que sólo entraban genios sin diagnosticar y de la que salía gente que terminaba flotando más allá de los límites de la atmósfera, o haciendo los cálculos necesarios para poner un objeto de varias toneladas en órbita, y luego sacarlo del sistema solar.
                Por suerte para él, ese limbo se había convertido en el puente a otro estrellato, no tan literal, pero casi tan inalcanzable para alguien de la calle, y muchísimo más accesible para alguien como él (o sea, que se apellide Malik): el mundo del espectáculo. La música, para la que mi amigo tenía un don. Por eso había enviado su audición a un programa de la tele, para seguir los pasos de su padre, de quien siempre había renegado.
               Así que era evidente que se iba a ir, y yo estaba bien con ello. El problema era que Scott no tenía alternativa, así que todos habíamos dado por sentado que ésta era la única solución que se le presentaba, y todos nos alegrábamos de que pudiera escapar de la espiral de autodestrucción en la que se hallaba inmerso.
               Hasta que, claro, su madre entró en escena. Y como la abogada cojonuda que era, el puto pitbull jurídico que llevaba entrenándose para ser toda la vida, Sherezade se había enganchado al único eslabón débil de la cadena, colgándose de él hasta el punto de romperlo y tirarlo todo por los aires. Cualquiera diría que tirando de un minúsculo hilo puedes tirar hasta deshacer una alfombra milenaria y tremendamente intrincada, pero Sher era la típica persona que encontraba ese hilo y a los pocos segundos convertía un diseño que había pasado de generación en generación en un montón de nudos de colores tirados en el suelo.
               Scott ya no tenía por qué marcharse. Su expediente seguía tan impoluto como había estado siempre, como si lo de la paliza nunca había pasado, el vídeo no existiera y no se hubiera encontrado a ningún culpable de los huesos rotos de los chicos que se habían quedado encerrados como por arte de magia en el gimnasio del instituto, y que igual de misteriosamente habían conseguido deshacerse de sus ataduras y escapar. El mundo volvía a acoger a Scott con los brazos abiertos, como había hecho siempre. Ya no era un apestado y estaba claro el camino que quería seguir.
               Hasta que él, Tommy, Diana, Layla y Chad decidieron que sí, que iban a seguir adelante. Todo porque habían enviado el puto mensaje con su audición en el momento para que la secretaria, ayudante, o furcia personal, me daba igual, de uno de los mayores tiburones de la televisión abriera ese vídeo y se relamiera al escuchar sus voces.
               Joder, nunca había odiado tanto el don que tenía Scott para conseguir que las tías se quitaran las bragas con sólo usar la voz como lo estaba odiando ahora, sin saberlo. Ni siquiera cuando me había levantado a chavalas con las que estaba a punto de follar como un cabrón. Si en el amor y en la guerra todo vale, imagínate cuando estás en guerra por ver quién es el que más veces hace el amor, como nos pasaba a Scott y a mí cada vez que salíamos de fiesta.
               Pues eso. Hecho este resumen de inicio de temporada, supongo que no te extrañará nada que todo el mundo se volcase con los dos niños mimados del instituto (y más cuando la madre de uno de ellos y la razón de que sean dos de nuevo, y no sólo uno, es la que ha conseguido el ascenso de subdirector a Director con mayúsculas del actual capo de la mafia) y les diera todas las facilidades posibles.
               Y, viendo cómo me había comportado con ellos todo el tiempo que habías podido pasarte en mi cabeza, seguramente te preguntes por qué coño sueno tan… rencoroso. Como si Scott y Tommy me hubieran hecho algo, o me lo estuvieran haciendo entonces. Créeme, yo tampoco lo sabía. Y eso era lo que más me jodía de todo.
               Porque cada vez que se ponían cada uno en una esquina de la clase, separados de los demás por más de metro y medio, para adelantar todo lo posible en los exámenes que el resto de sus compañeros tendríamos que hacer más adelante, algo dentro de mí se encendía. Decir que era una especie de llamarada sería recurrir a las típicas metáforas de mierda para los sentimientos negativos, pero es que si digo que era como un fuego es porque era como un fuego. Me ardía el estómago y me costaba respirar; se me cerraba la garganta y en la boca sólo sentía el sabor de las cenizas. Mi temperatura corporal ascendía varios grados, y estaba seguro de que Bey lo notaba a mi lado.
               Pero es que yo no podía evitarlo. De veras que no. No sé qué cojones me pasaba, si les tenía envidia, porque sabía que nadie en el instituto se molestaría por mí tanto como se molestaban por Scott y Tommy; si de verdad, después de todo lo que habíamos hablado Sabrae y yo del increíble trabajo de ella para convencerme de que no era así, resultaba que yo tenía veneno en la sangre que me impedía ver cómo ayudaban a otras personas (personas buenas, personas que se lo merecían, y personas a las que yo quería), sí había heredado lo malo de mi padre y necesitaba destruir toda la felicidad a mi alrededor…
               … o simplemente me hundía en la mierda pensar que los Nueve de Siempre pasaríamos a ser, en unas semanas, los Siete Provisionales, los Siete Supervivientes, los Siete Restantes.