jueves, 23 de abril de 2020

El primer cumpleaños feliz.

¡Feliz Día del Libro, feliz tercer aniversario a esta novela, y sobre todo, feliz tercer cumpleaños de Scott a todas! Espero que disfrutéis del capítulo, ¡os veo el domingo para otro cumpleaños muy, muy especial!

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Si hace un año me hubieran dicho que mi vida iba a cambiar tanto en tan poco tiempo, me habría descojonado en la cara de quien fuera que estaba intentando tomarme el pelo de forma tan descarada. No es que no creyera que mi vida no fuera a dar un giro radical cuando cumpliera los 18 (créeme, llevaba contando los días que faltaban para mi mayoría de edad desde que había pasado la pubertad y había descubierto que la inmensa mayoría de cosas que me apetecían se nos negaban a los menores), pero la forma en que lo había hecho me tenía sencillamente flipando. ¿Quién me iba a decir a mí que en lo primero en que iba a pensar cuando el sol me acariciara los párpados a través de la claraboya del techo sería la hermana menor de uno de mis mejores amigos, una mocosa que me detestaba, en lugar del club de strip-tease al que iba a intentar arrastrar a los chicos? Se suponía que iríamos cuando todos fuéramos mayores, por si acaso el portero del local se ponía chulito con nosotros, pero yo confiaba en que mis dotes de persuasión acabarían con el poco sentido común que aún les quedaría a mis amigos. Y las chicas… bueno, ya celebraría el cumpleaños con ellas en otra ocasión.
               La fiesta que seguiría a la caída del sol que entonces se levantaba sería épica. Haría mía la frase “sexo, drogas y rock n’ roll”. Mi fiestón de cumpleaños marcaría un antes y un después en las vidas de absolutamente todos los asistentes, que no serían pocos. Casi seguro que haría un trío. Probablemente incluso participaría en una orgía. Estrenaría mi edad adulta borracho como una cuba, hundiéndome en cuantas pibas se me pusieran por delante y muriéndome de la resaca al día siguiente, y me daría la vuelta en la cama, sonriendo y ansioso porque llegara por fin la noche, cuando el amanecer me despertara.
               Y ahora, sin embargo, todo era absolutamente diferente. Seamos francos: sí, seguía interesado en el tema del strip-tease, pero ya no quería ir a tirarle billetes a una chica de dudosa fiabilidad respecto a su nombre por el puro morbo que me producía protagonizar uno de esos momentos tan típicos de las películas de banqueros. Ese instinto no había cambiado; seguía queriendo que una chica bailara mientras se desnudaba para mí, pero una chica en particular. Ya no me interesaban las desconocidas. Ni las conocidas tampoco, ahora que lo pensaba. Sólo había una en mi radar, la que estaba haciendo que sonriera como un bobo, escalara por el hueco de la claraboya aún sin camiseta, y me asegurara de que estaba mínimamente guapo antes de enviarle el videomensaje reglamentario.
               -Buenos días, bombón-ronroneé, bostezando hacia la cámara y pasándome una mano por el pelo, pensando en lo que eso le haría. Fantasear con Sabrae masturbándose nada más despertarse era algo que no podía evitar, pero dejaba de ser un placer culpable en el día de mi cumpleaños-. Espero que hayas dormido bien-porque no pienso dejar que duermas esta noche-. Hace un día precioso, y súper importante. A ver si te acuerdas de por qué-le guiñé un ojo, toqué el icono de pausa en el videomensaje, y se lo envié. Sabrae llevaba horas sin conectarse, las mismas que habían pasado desde que me envió un mensaje larguísimo felicitándome el cumpleaños, diciéndome lo importante que era para ella y las ganas que tenía de que fuera ya por la mañana para poder darme un achuchón.
               Porque ah, sí, también había conseguido que cambiara eso. Normalmente detestaba tener que ir a clase en el día de mi cumpleaños, y envidiaba a la gente que había nacido en vacaciones o en fiestas nacionales, pero hoy no me importaba. Es más, ni siquiera podía decir que me daba igual, porque no era así: me alegraba de tener clase porque eso significaba que vería a mi chica.
               A mi chica, y también a todos mis amigos. Después de aquellos horribles días en los que me convencí a mí mismo de que no me querían en el grupo, y de que si seguía en él era por pura inercia, ahora los Nueve de Siempre estábamos mejor que nunca. Lo mejor que había hecho en mi vida había sido sincerarme con ellos, porque después de poner todas las cartas sobre la mesa, se las apañaron para convencerme de que yo era tan importante como el que más en el grupo. Habíamos hecho mil planes; Scott y Tommy nos habían prometido que, cuando salieran del concurso y les hicieran hacer un tour, lo viviríamos con ellos. Y yo no podía ser más feliz. Mis amigos estaban más unidos que nunca, y encima tenía a Sabrae. Por primera vez tenía un futuro por el que luchar. No volvía a la cama de puro sueño como hacía todos los días después de asomarme a mirar el cielo teñirse de dorado, rosa y después naranja, sino porque me moría de ganas de que empezara el día siguiente. Cuanto antes me durmiera, antes llegaría ese día.
               Y si alguien me hubiera dicho que la chica por la que me movería ansioso en la cama, de las ganas que tenía de ver lo guapa que se me ponía para mí (porque no era imbécil, y ya conocía lo suficientemente a Sabrae como para saber que era lo bastante detallista como para hacerse algo especial que a mí me volviera loco), que haría que quisiera ir al instituto y que me impulsara a mirar el móvil cada pocos minutos para ver si por un milagro se había conectado y podía mejorar mi día estando aún más conmigo, sería Sabrae… en fin, me habría dado tal ataque de risa que probablemente no celebrara un decimonoveno cumpleaños.
               Conseguí volver a dormirme después de convencerme a mí mismo de que Sabrae dormía plácidamente, y sólo durmiendo podría viajar en el tiempo y estar con ella más rápido. Me había hecho un ovillo en la cama, y así me encontró mi madre cuando subió las escaleras con cuidado, como si no fueran de mármol y sus pasos fueran a hacer crujir algo, y entró en mi habitación.
               De normal, si notaba que yo no me despertaba, se ponía a gritarme desde el piso de abajo que hiciera el favor de salir ya de la cama o me obligaría a ir al instituto tal cual estuviera, y lo que es peor, sin desayunar (lo cual bastaba para que yo me arrastrara fuera). En mis cumpleaños, sin embargo, mamá dejaba de ser ese férreo sargento en que mi pasotismo la había obligado a convertirse, y dejaba salir a la superficie su vena más vulnerable. Resucitaba su versión más joven, la de la veinteañera que había salido de su casa de la mano de mi hermano y conmigo en brazos, cuyo amor nos había salvado a los tres, y cuya ternura había conseguido que superara el miedo a lo desconocido y terminara desarrollando todo el potencial de mi personalidad.
               Mamá se sentó en la cama, tiró levemente de las mantas, y me acarició la frente.
               -Buenos días, cariño-ronroneó, inclinándose para darme un beso. Abrí los ojos lentamente, y cuando me encontré con su mirada y su dulce sonrisa, entendí por qué a Dylan no le había importado que estuviera casada cuando la conoció. No le había importado en absoluto igual que a Sabrae tampoco le importaban los demonios que vivían en mi cabeza-. Es hora de levantarse. Tu abuela está a punto de llamar.
               Volvió a darme un beso en la frente, me acarició de nuevo el pelo, susurró un suave y cariñoso “mi niño” que me hizo preguntarme por qué yo no podía ser un corderito dócil más a menudo para disfrutar más de esa faceta de mi madre, y me dejó solo en mi habitación para que me fuera levantando. Me incorporé despacio, exhalé un sonoro bostezo y me estiré a coger el móvil por pura costumbre. Ignoré el millón de notificaciones de todas mis redes sociales (eso de que en Facebook te avisara de que era el cumpleaños de alguien había salvado muchas amistades) y entré directamente en Telegram. Toqué el icono de la conversación con Sabrae y se me aceleró el corazón cuando descubrí que tenía un videomensaje suyo a modo de respuesta. Empezó a reproducirse automáticamente, silenciado, pero yo lo toqué para poder escucharla.
               -Buenos días, sol-ronroneaba ella, con el pelo alborotado sobre la almohada. Parecía una virgen de halo negro, una diosa directamente salida de un cuadro de Boticelli, pero bronceada por la acción del sol. Su boca se curvó en una preciosa sonrisa que hizo que a mi corazón se le olvidara que debía trabajar a un ritmo estable-. He dormido genial, pero te echo de menos. Tengo muchísimas ganas de verte. Y sí-sonrió y se acercó un poco el móvil a la boca, como confiándome un secreto-, el día es precioso, pero no más que tú.

               -Joder, Sabrae-bufé, negando con la cabeza, tirando el móvil a un lado y presionándome el puente de la nariz. Desde que había llorado delante de mis amigos en el Foster’s, ahora mis lágrimas se sentían con vía libre para asomarse cuando les daba la gana. Literalmente todo me daba ganas de llorar. Hacía un par de días, jugando al Animal Crossing (Jordan y yo habíamos recuperado el vicio que le tuvimos de críos), me puse a llorar de alegría cuando completamos el esqueleto de un dinosaurio. Jordan se me había quedado mirando, alucinado, y me había preguntado si estaba bien.
               También me había echado a llorar cuando Scott y Tommy bromearon con la posibilidad de cantar alguna canción de The Weeknd en el concurso, si les daban la opción, para que yo no les echara tanto de menos. Todos se habían echado a reír con mi reacción, seguros de que tenía el día sensible y no era capaz de controlarme (había sido mientras esperábamos por los postres en la famosa cena de confesiones, así que yo también había creído que se debía a que tenía los nervios a flor de piel, no que me hubiera convertido en un llorón redomado).
               Y bueno, vale, también me habían entrado ganas de llorar el día anterior, cuando después de aprovechar al máximo una de las últimas tardes de Tommy y Scott con nosotros, había acompañado a este último a casa porque “me preocupaba su integridad física” (a lo que él me había contestado “tío, si lo que quieres es ver a mi hermana, no necesitas ponerme excusas tontas; ya sé que estás encoñadito perdido”, y Scott se había echado a reír y me había revuelto el pelo y a mí se me había cerrado el estómago porque joder, iba a echarlo tanto de menos), y me había encontrado a Sabrae leyendo a la luz del ocaso en su jardín. Como había hecho un calor razonable para esa época del año, vestía la sudadera que yo le había regalado y nada más. Tenía las piernas desnudas, los pies descalzos, y se había aovillado sobre la tumbona de plástico que habíamos ocupado el domingo que ella se había encontrado mal con un libro ajado en la mano.
               Y no sé qué cojones me pasó, pero el caso es que fue verla allí, sentada con las piernas dobladas, con mi sudadera quedándole enorme, concentrada en la lectura con una expresión con la que a mí me encantaba verla, que… sentí que la estaba viendo en el futuro. Diez años en el futuro, concretamente. Cuando esperáramos nuestro primer hijo… cuando estuviera embarazada de mí. La forma en que se sentaría a leer aprovechando cada mínimo rayo de sol, ignorándome por completo mientras yo me fascinaba por lo guapísima que era, cada día más, y sobre todo estando encinta, y… pensé que si no quería perder a mis amigos, era para poder celebrar con ellos que estaba con Sabrae. Para que pudieran decirme que me la merecía. Que merecía sentir lo que sentía, desear lo que deseaba, y tener lo que tenía. Me merecía ser feliz. Me merecía desear formar una familia con ella. Y me merecía tener un futuro con ella, un futuro que se hacía un poco más real cuando yo cumpliera los 18, al día siguiente, el día de mi presente.
               Y me había echado a llorar. Así de simple. Sentí las lágrimas bajarme por las mejillas, acariciándome sin apenas tocarme y a la vez siendo parte de mí, y cuando Sabrae había levantado la cabeza y había alzado las cejas con sorpresa al verme allí plantado, lloriqueando como un niño, me había abalanzado sobre ella y la había estrechado entre mis brazos. Cuando ella me rodeó los hombros con los suyos, creí que me moriría de felicidad.
               Doce horas después, allí estaba de nuevo, esta vez en la pantalla de mi móvil, pero haciéndome llorar igual que si estuviera presente. Dios. La gente normal no puede querer de esta forma. Si todo el mundo quiere como yo quiero a Sabrae, no habría personas viviendo sobre la faz de la Tierra. Todos viviríamos en las nubes. Cuando pensaba en ella, me sentía tan afortunado de resultar correspondido que no me extrañaría que las reglas de la gravedad no se aplicasen a mí. Yo debía tener algo especial que me hiciera merecer que ella me prestara su atención, así que el universo debía hacer una excepción conmigo.
               La única motivación que encontré para despegarme del móvil era que, cuanto antes desayunara y antes me fuera a clase, antes la vería. De modo que me puse una camiseta de boxeo y salí de mi habitación, meditando cómo me vestiría yo para estar acorde con los esfuerzos de Sabrae.
               No fue hasta que no estuve a mitad de las escaleras cuando escuché los timbrazos del teléfono y salí de mi ensoñación: si estaba tan feliz por ver a Sabrae, era porque estaría hoy más guapísima que nunca. Y si hoy estaría más guapísima que nunca, sería porque era mi cumpleaños. Y, como en todos los cumpleaños, tenía labores que atender.
               Ni siquiera necesitaba echar un vistazo al número para saber quién era el que llamaba a esas horas. Nadie se atrevería a llamar tan temprano, cuando las casas estaban vaciándose, los padres se apresuraban a llevar a sus hijos al colegio o directamente les daban un beso de despedida en el porche de su casa antes de montarse en sus coches y salir corriendo al trabajo.         Nadie, excepto mi abuela.
               -Residencia de los Whitelaw-anuncié con voz de secretario-, le atiende el cumpleañero.
               Escuché un sonoro bufido al otro lado de la línea que me hizo sonreír.
               -A mí no me hables en ese idioma infernal-urgió la firme pero a la vez dulce voz de mi abuela en el primer idioma que había aprendido a leer. Con Mamushka, siempre hablábamos en ruso. No es que ella no pudiera hablar inglés, ni mucho menos: lo dominaba igual que lo hacía yo, aunque en su pronunciación había un cierto deje extranjero que ella se había esforzado por mantener durante toda su vida, como si el hecho de hablar como una nativa influyera algo en los derechos que ella pensaba que teníamos sobre la corona del último zar-. Bastante tengo con verme obligada a usarlo cada día de mi vida como para que ahora también tenga que usarlo con mi nieto.
               -Vaya, ¿ya no soy tu nieto preferido, Mamushka?-pregunté, cambiando a su idioma, y ella exhaló un suave suspiro.
               -Me matas a disgustos, Alec. Primero me tienes completa y absolutamente abandonada, no vienes a verme, ni siquiera me llamas; y ahora encima pretendes que hable contigo en este idioma simplón, colonialista y pretencioso.
               Me callé que Rusia también había sido un imperio colonialista, y que el inglés no podía ser simplón y pretencioso a la vez, porque a mi abuela le dolía muchísimo que la máxima expresión de la literatura fuera Shakespeare y no Tólstoi.
               -Es el idioma de Dada-repliqué yo suavemente, acudiendo a la palabra con la que yo había llamado a mi abuelo desde pequeño. Mi abuela suspiró de nuevo.
               -Y ahora me recuerdas a tu abuelo-gimió, y yo me reí.
               -Te quiero, Mamushka.
               -Y yo también, hijo mío-contestó ella en el tono amoroso al que me tenía acostumbrado una vez finalizaba sus reproches iniciales-. Pero no me hagas la pelota, ¿cuándo tienes pensado venir a verme?
               -¿No te estás olvidando del motivo de tu llamada?
               -Tengo un billetito con la cara de insípida reina y un 20 pintado en las esquinas esperando pacientemente a que vengas a recogerlo, guardado en mi mesilla de noche-me chantajeó, y yo me eché a reír. El billete a Mánchester ya costaba más que eso, pero yo iría de todos modos incluso si tuviera que entregarle dinero a ella, en lugar de al revés.
               -Entonces en cuanto salga del instituto, me monto en un tren y me planto en tu casa a la hora de merendar.
               -Eres un interesado-me recriminó.
               -Mamushka, ¡es broma! ¿Me vas a felicitar ya, o qué?
               -¡Feliz cumpleaños, mi niño!-celebró al otro lado de la línea, y yo sonreí, asentí con la cabeza como si me viera, y me dio las gracias-. ¿Qué tienes pensado hacer?
               -Lo de siempre. Comer como un animal, trabajar… e irme de fiesta de noche, a emborracharme. Con Vodka, Mamushka, para que veas que no olvido mis raíces.
               -Muy bien, ¿y con quién piensas emborracharte?
               -Con mis amigos, Mamushka. ¿O quieres que me vaya de fiesta solo?
               -¡Bueno eres tú para hacer nada solo! Harías amigos hasta en el desierto. Seguro que te entenderías bien hasta con los camellos, mi niño. Pero no me cambies de tema. ¿No te parece que es buen momento para hablarme de esa chica?
               Sentí que se me retorcía el estómago.
               -¿Qué chica?
               -No te hagas el tonto conmigo. Sé que eres inteligente. Tienes muy buenos genes, nadie de nuestro lado de la familia ha sido nunca estúpido… si acaso, el primo Nikolái-puse los ojos en blanco-, valiente besugo, mira que…
               -Mamushka, aún no he desayunado. ¿Vas a empezar a protestar por la Revolución otra vez?
               -Se buscó todo lo que le pasó, ¿me oyes? ¡Desperdició las posibilidades de toda la familia! ¡Ese maldito levantamiento nos condenó al exilio, Alec!
               -Sí, estoy al corriente; precisamente ahora estamos dando eso en clase de Historia.
               -Habrá que ver la sarta de mentiras que te cuentan.
               -Mamushka, el sistema educativo inglés es uno de los mejores del mundo.
               -Del mundo controlado por Estados Unidos, querrás decir.
               -Sí, esas ratas traicioneras-me eché a reír.
               -¿Ves? Ya me estás distrayendo otra vez-chasqueó la lengua-. ¡Háblame de ella! ¿Cómo se llama?
               -¿Cómo se llama quién?
               -¡La chica de tu vida!
               Sonreí.
               -Se llama Mary Elizabeth, Mamushka.
               -Por Dios. Menuda cruz me ha tocado cargar contigo, hijo. ¡No me refiero a tu hermana! ¡¡La chica que te tiene suspirando por las esquinas!!
               -¿Suspirando por las esquinas?-me eché a reír-. Mamushka, soy un hombre adulto, yo no “suspiro por las esquinas”.
               -Pues no es eso lo que dice tu madre-atacó, y yo levanté la mirada y la clavé en la puerta de la cocina, donde mi madre aún estaba trajinando, ultimando los detalles de mi desayuno de cumpleaños.
               -Ajá. Así que mi madre-empecé a levantar la voz- dice que suspiro por las esquinas, ¿eh?-mamá se volvió y sonrió.
               -Y dejas de folletear por ahí-añadió.
               -Eso también-añadió mi abuela al otro lado de la línea-. Que mira, ya iba siendo hora. Lo último que necesitas es ponerte a hacer bastardos. No es que no te venga de familia… pero en fin. Dame su nombre. ¿Cómo se llama la chica que le ha robado el corazón a mi pequeño príncipe?
               Sonreí al pronunciar su nombre, y procuré no saborearlo demasiado para que no notara hasta qué punto bebía los vientos por ella.
               -Se llama Sabrae.
               -¿Sabrae qué más?
               -¿Qué importa qué más? ¿Acaso vas a buscarla en Google?
               -Nunca está de más buscar a tus pretendientes en las páginas de sociedad-replicó, y juraría que la escuché teclear-. ¿Me podrías deletrear su nombre?
               -Mamushka, voy a colgar.
               -¡Espera! Dime al menos si desciende de alguna casa real. No pienso consentir que te involucres con un Windsor, ¿me estás escuchando?
               -A-d-i-ó-s, M-a-m-u-s-h-k-a.
               -Vale. No hace falta que te pongas así. Hijo mío, qué carácter. Las nuevas generaciones… cómo se nota que no vivisteis la Revolución. Os ofende absolutamente todo.
               -Apenas sabes su nombre y ya estás trazando mentalmente su mapa genético para ver cómo nos saldrían los hijos, Mamushka.
               -Es mi deber-respondió-. Pero bueno, no quiero entretenerte más. Me imagino que tendrás muchas cosas que hacer en tu cumpleaños-añadió con retintín-, de lo contrario, no sonarías tan apurado como para no querer hablar con tu abuela preferida.
               -Por eso precisamente estoy intentando colgar rápido, Mamushka: quiero despejar la línea.
               -¡Serás…!-pero se echó a reír. Sabía que con la abuela Whitelaw no me entendía como lo hacía con ella. Básicamente, porque con Mamushka podía hablar en tres idiomas distintos, y con la abuela Whitelaw sólo en uno… y porque no me unía nada a ella, no realmente-. Cuídate mucho, hijo.
               -Y tú, Mamushka. Iré a verte pronto.
               -A ver si es verdad. ¡Hombres! Cómo os gusta hacer promesas que luego nunca cumplís-rezongó, me tiró un beso, me dijo que me quería, esperó a que yo le respondiera que yo también, y colgó el teléfono.
               Una vez confirmé que había colgado, yo también lo hice, y me dirigí a la cocina. Mamá estaba terminando de verter un poco de zumo de naranja en una jarra, y cuando sintió mi presencia detrás de ella, se giró. Me crucé de brazos.
               -Así que… le has hablado a Mamushka de Sabrae.
               -Era difícil no hacerlo. Le preocupaba que fueras gay.
               -Mamá, me he tirado a medio Londres.
               -Decía que ésas eran conductas propias de un gay, como si estuvieras buscando a una chica que te gustara.
               -Me gustan todas… o me gustaban.
               -Eso le dije yo, y no estaba muy convencida. Se alegró mucho de descubrir que había una que te gustaba más. A ver, no es común que salte el directamente el contestador cuando llama a casa, y lo hizo en San Valentín-se cachondeó, y yo alcé las cejas.
               -¿Y no podías decirme nada?
               -Estabas tan en tu nube que me daba pena decirte que tendrías que llamar a tu abuela para decirle que te habías ennoviado.
               -No estoy ennoviado, mamá.
               -Y yo no nací en Grecia-respondió ella, acariciándome la barbilla y guiñándome un ojo. Se dirigió al comedor y yo la seguí.
               -Bueno, ¿no tienes nada que decirme?
               -Yo sí-respondió Sabrae, apartándose el pelo del hombro-. Si me hubieras dicho que te iba a llamar tu abuela por la mañana, habría subido yo a despertarte para ser la primera en felicitarte-arqueó sus preciosas cejas, esbozó una sonrisita maligna preciosa, y sus ojos chispearon de una forma preciosa. Y a mí se me cayó el mundo al suelo.
               -¿SABRAE?-bramé, abalanzándome sobre ella, que se echó a reír.
               -Sí, por ese nombre suelo responder-comentó, enroscando los brazos en torno a mi cuello y presionándome los hombros con suavidad-. Feliz cumpleaños, mi amor-susurró en mi oído, dándome un beso en el cuello mientras me acariciaba la nuca. Me separé de ella para mirarla, nuestros ojos bajaron a los labios del otro, y sonreímos.
               -Ahora que lo es-repliqué, inclinándome para besarla. Mm. Sabía un poco mejor que ayer, seguramente porque era mi cumpleaños, y su presencia allí era uno de los muchos regalos que sospechaba que iba a hacerme. Nuestras lenguas se enredaron con tranquilidad, y por un momento fue como si ella y yo estuviéramos solos. Nadie existía: ni mis padres, ni mi hermana, ni la silla que nos obstaculizaba, ni tampoco el resto del mundo; sólo estábamos nosotros dos.
               -¿Te lo esperabas?
               -Eh… ¿no? Si llego  saber que estabas aquí, habría pasado de mi abuela.
               -Eso está feo, Al-se rió, tirando de la silla a su lado para que yo tomara asiento y cogiéndome el plato para servirme.
               -¿Te vas a comportar como una servicial esposa?
                Me lanzó una mirada cargada de intención que yo supe leer como si lo hubiera dicho en voz alta. Alguna obligación de esposa sí que voy a ejercer hoy. Intentó que no se le notara la sonrisita que trató de asomarse en sus labios, pero una de sus comisuras se elevó imperceptiblemente para el resto del mundo… pero no para mí. Si podía leerle los pensamientos como si  viviera dentro de su cabeza, no había gesto alguno que se me escapara.
               A tomar por culo el desayuno. Me aferré a los bordes de la mesa y empujé mi silla hacia atrás.
               -Mamá, hazle un justificante para llegar tarde a Sabrae.
               -¿Para qué?
               -Se va a saltar las dos primeras horas.
               -¿Sólo las dos primeras?
               -Oh, nena, dame un respiro, venga-me eché a reír mientras Sabrae parpadeaba muy, pero que muy despacio.
               -¿Y qué hay de ti?-preguntó mi madre.
               -Yo soy mayor de edad-acusé-, podría dejar el instituto si quisiera.
               -No vas a dejar el instituto, Alec-instó Sabrae.
               -¿Y de qué ibas a vivir?-quiso saber mi madre, más curiosa que desafiante.
               -Me metería a gigoló-espeté, y Mimi escupió sus cereales para no ahogarse con ellos mientras se reía. A mi madre no le hizo ni puñetera gracia, pero no estaba allí para hacer que se lo pasara bien. Otra cosa era la reacción de Sabrae, que sí me interesaba, y como se estaba esforzando por mantener una expresión neutra (no sé si porque no quería alentarme, no quería enfadarse conmigo en mi cumpleaños o no quería que mi madre se molestara con ella por reírme unas bromas que para ella no tenían ni pizca de gracia), me volví y le pregunté-: ¿Tú me seguirías queriendo si fuera gigoló, Sabrae?
               Sabrae jugueteó con la cuchara en la que estaba almacenando los cereales. Hoy optaba por un desayuno en base de bol en lugar de plato: yogur, trocitos de plátano que se cortaba ella misma, y un poco de miel sellando la mezcla con los cereales. Por un instante pensé que me echaría la bronca por hacer coñas con algo tan serio como la explotación sexual, pero enseguida me alivió desenmascarando su sonrisa.
               -Mientras llegaras a casa con ganas de follar…-ronroneó, y la forma en que pronunció esa palabra me llevó por la calle de la amargura, lo juro. Bastantes ganas tenía ya de ella desde que me había levantado (me apetecía estrenar mi mayoría de edad hundiéndome bien profundo en su interior) como para que ahora, encima, me provocara de esa manera. No era justo. Si mis padres y mi hermana no estuvieran allí, haría que se enterara de lo que valía un peine. Tenía que controlarme para no abalanzarme sobre ella-. Por mí, como si te tirabas a medio Londres-comentó, dejando la cuchara sobre el bol y poniendo el codo sobre la mesa para mirarme con expresión soñadora. Parecía la escultura de El Pensador, pero en lugar de reflexionar sobre filosofía y las cuestiones más trascendentales, en lo único en lo que pensaba era en provocarme.
               Como si mi mecha no fuera milimétrica y no estuviera en peligro de explotar por su mera presencia.
               -Contigo siempre, nena-Sabrae esbozó una sonrisa radiante, y ahogó un grito que terminó en risita cuando estiré la mano y tiré de su silla para pegarla a mí-. Las tengo ahora, de hecho.
               Me incliné para mordisquearle el punto en el que su cuello se unía a su hombro, algo que solía hacer estragos en su autocontrol. Vamos, nena, dame lo que quiero, le estaban suplicando mis dientes a su piel. Con un suspiro, me bastaría para excusarme ante mis padres, levantarme y llevármela a mi habitación. Me moría de ganas de sentir su delicioso interior, la forma en que se estremecía cuando yo la penetraba, cómo se le abrían un poquito más los ojos mientras la embestía, como si cada rincón de su cuerpo se dilatara para acomodarse a mi presencia invasiva. Ni siquiera tenía que desnudarse. Es más, su uniforme del instituto era un aliciente: la cantidad de veces que había fantaseado con tirarme a una compañera de clase sin apenas desvestirla era inmensa. Figúrate si esa compañera de clase era Sabrae.
               Joder, ya me estaba empalmando.
               Sin embargo, ella, fiel a su espíritu cruel, se limitó a exhalar una sonrisa y ponerme una mano en el pecho para que corriera el aire entre nosotros dos.
               -Ahora hay que desayunar, Al.
               No me esforcé en disimular el bufido de pura frustración que exhalé en ese momento, lo cual le pareció divertidísimo a mi padrastro.
               -Sí, Al: me da la impresión de que vas a necesitar reunir todas tus fuerzas para hoy-sonrió por encima de su taza, dando un sorbo de su café-. Por cierto, felicidades-añadió, guiñándome un ojo. No podía enfadarme con Dylan por vacilarme, porque eso es lo que se supone que hacen los padres… y, además, estaba de muy buen humor. Tener a Sabrae conmigo bastaba para que no pudiera ofenderme absolutamente nada.
               No sólo porque era como música para mí, pues amansaba a la fiera que llevaba dentro, sino porque ella siempre hacía algo para compensar lo que fuera que me hubiera disgustado en ese momento. Se inclinó para darme un beso en la mejilla, acariciándome el hombro contrario, y noté sus dientes rozando mi piel mientras se retiraba, sonriente. Me la quedé mirando un ratito, embobado por lo preciosa que era. Desprendía luz, literal y metafóricamente hablando. Sentía su bondad irradiando de ella como si su aura fuera más cálida que la del resto del mundo, y el frío que me había comido a bocado limpio los últimos días, cuando me convencí de que estaba solo, desapareció. 
               Sabrae me miró un momento por entre sus pestañas, perfectamente consciente de que no había probado bocado aún, a pesar de que puede que llevara más de 10 minutos sentado a la mesa. Masticó despacio sus cereales a pesar de que no lo necesitaba realmente, haciendo que su mandíbula se moviera de una forma que me recordó un poco a la visión que me ofrecía cada vez que me daba placer con su boca. Recordé el momentazo en el que se había puesto de rodillas frente a mí, en el suelo de mi habitación, antes de que todo se descontrolara y yo me convenciera a mí mismo de que era un monstruo que no era bueno para ella. Una sonrisa se extendió por mis labios, no por el recuerdo en sí (que también; puede que Sabrae no tuviera la mejor técnica del mundo para hacer mamadas, pero le ponía un interés y un entusiasmo que reforzaban la sensibilidad del vínculo que había entre nosotros), sino por todo lo que había venido después. Cómo se había sacrificado ella por mí. Cómo había conseguido que mis demonios salieran a la luz para poder luchar contra ellos juntos.
               Era perfectamente consciente de la cantidad de sacrificios que hacía ella por mí, pero había momentos puntuales en que estos me asaltaban como un tsunami que aparece en la costa, al otro lado del mundo, y te hace pensar que quizá no seas tan buen surfista como te piensas.
               -No te haces ni la más mínima idea de lo muchísimo que te quiero-le dije con intensidad, y Sabrae se sonrojó ligeramente, porque aunque le hubiera dicho que no tenía ni idea, en realidad lo sabía con la misma precisión con la que un marinero puede determinar su rumbo simplemente mirando las estrellas… porque ella sentía lo mismo por mí. Y eso me daba ganas de saltar.
               Mi hermana esbozó una sonrisa radiante, feliz de que sintiera eso por alguien, sin tan siquiera pensar en el miedo que le daba no encontrar nunca lo que yo había encontrado con Sabrae. Claro que tampoco debía preocuparse, porque si yo había tenido la suerte de descubrir en Sabrae a la persona con la que quería pasar el resto de mi vida, cualquiera podía encontrarla. Simplemente se trataba de hacer clic.
               -Come un poco, venga-susurró Sabrae, acariciándome la mano. Me la llevé a los labios para darle un beso que hizo las delicias de mi madre, que ya me veía casado, con tres hijos, un perro y una hipoteca a 40 años.
               Toda la intensidad y la emoción del momento se fue diluyendo a medida que fui picoteando de acá para allá en el desayuno que con tanto esmero había preparado mamá. No era tan elaborado como el de los domingos, lo había visto en que muchos de los platos que los demás probaban a finales de semana no estaban sobre la mesa, pero mis indispensables ahí estaban: huevos revueltos, beicon, tostadas, mermelada, zumo, café… todo para hacer que mi primer desayuno como adulto fuera genial. Me pregunté si mamá le había pedido a Sabrae que fuera a acompañarnos o lo había hecho ella por iniciativa propia, si las dos mujeres lo habían negociado, si mi madre había luchado un poco por monopolizarme o por el contrario Sabrae se había negado a asaltar nuestra casa para que pudiera disfrutar de un desayuno tranquilo en familia (como si ella no fuera ya de la familia). Para cuando terminamos, íbamos con el tiempo justo, pero yo intenté de todos modos ayudar a mi madre, que levantó las cejas.
               -¿Quieres causarle buena impresión a nuestra invitada?-se burló.
               -Mamá, soy un hombre adulto; estoy listo para asumir más responsabilidades-protesté mientras Sabrae se echaba a reír y replicaba:
               -Le he visto borracho demasiadas veces como para que recoger cuatro platos mejore la impresión que tengo de él, Annie.
               Me volví hacia Sabrae como un cocodrilo al que le tiran de la cola.
               -Perdona, pero borracho, borracho, sólo me has visto una vez. Y me suena que te gustó bastante-añadí, recordando que habíamos echado dos polvos que yo apenas recordaba, y que lo habíamos hecho a pelo. Joder. ¿Por qué coño lo habíamos hecho a pelo entonces, cuando a mí me apetecía ahora, en mi cumpleaños? Hace una vida, tenía planeado pedirles a Chrissy y Pauline que me reservaran las últimas horas de la noche (o, ¿qué coño?, ¡la noche entera!) y pasárnoslo en grande los tres. El principal aliciente era que ellas estaban buenísimas, no que pudiera hacerlo sin protección con ambas, pero ahora… ahora lo que me apetecía era mezclarme con una única chica, mezclarme de verdad.
               Mamá hizo un gesto con la mano indicando que ella se ocupara y que fuera a cambiarme ya, no fuera a ser que terminara llegando tarde al instituto, porque “aquello sí que sería empezar los 18 con mala pata”. Sabrae no necesitó que la invitara a subir a mi habitación; incluso trotó delante de mí, me abrió la puerta, y se quedó a la espera para cerrarla.
               Con lo que no contaba es con que a mí me daría un ataque de mimos y la cogería por la cintura para levantarla en volandas. Sabrae dejó escapar una exclamación y se echó a reír, con mi cara hundida en el hueco entre su cuello y su hombro.
               -¡Me encanta que hayas venido, bombón!
               -¿Es broma?-respondió ella, abrazándose a mi cuello aun cuando la dejé en el suelo. Siempre tenía que inclinarme para que ella pudiera abrazarme así, pero no me importaba: a ningún súbdito le molesta inclinarse si ama lo suficiente a su reina-. ¡No podía no venir! No iba a dejar que mi felicitación de cumpleaños pasara desapercibida por no ser la primera en felicitarte-sonrió, acariciándome la cara y dándome un suave beso en los labios.
               -Bueno, técnicamente ya me habías felicitado a medianoche-comenté, pero ella negó con la cabeza.
               -Ya sabes a qué me refiero.
               -También se te ha adelantado mi abuela-le recordé. Sabrae hizo una mueca.
               -Sí, ahí no estuve fina.
               -Tampoco te sientas mal, ¿vale? Es una especie de tradición familiar. Mi madre no me felicita nunca hasta que no lo haya hecho mi abuela. No quiere robarle ese momento a Mamushka.
               -¿Mamushka?-preguntó, y yo asentí con la cabeza. Supuse que no me había oído hablar por teléfono, sólo mi voz en el salón-. ¿Tu abuela rusa?
               -Sí, la madre de mi madre.
               -Ya me parecía a mí que hablabas raro-reflexionó, y yo me eché a reír.
               -¿Sabes? Me preguntó por ti.
               -¿Y qué le dijiste?
               -Nada-le aparté un mechón de pelo que se le había escapado de la trenza de la cara-, que eres un rollo de una noche del que me está costando librarme-Sabrae arqueó las cejas y trató de alejarse de mí, pero yo no la dejé. Fingió enfadarse el tiempo que tardé en rodearle la cintura y pegarla de nuevo a mí para darle un beso en la mejilla-. Pero mujer, no te piqueeeees-ronroneé, haciéndole cosquillas. Sabrae se echó a reír y se desembarazó de mi abrazo.
               -Cámbiate, venga. Quiero presumir de cumpleañero en el instituto-coqueteó, girando sobre sí misma de manera que la falda de tablas que llevaba se convirtió en los pétalos de una flor azul abriéndose en plena primavera. Se sentó con las piernas cruzadas en mi cama y yo me quedé mirando sus rodillas un poquito más de lo que debería. Una idea me atravesó la mente.
               -¿Por qué no me eliges tú la ropa?
               A Sabrae le chispearon los ojos de expectación.
               -¿Me lo dices en serio?
               -Claro. De regalo de cumpleaños. Venga, seré tu modelo a escala real-me eché a reír y me senté en la cama, a su lado, inclinado ligeramente hacia atrás. Sabrae alzó una ceja.
               -Tu escala no s que sea muy real, sol.
               Sonreí.
               -¿Te refieres a mi polla?-solté, y Sabrae se echó a reír, negó con la cabeza, y tras sentarse a horcajadas sobre mí, me dio un beso en los labios.
               -Me refería a que es increíble lo guapo que eres. Te sales de todas las escalas. Como un dios-susurró, acariciándome la boca con la yema de los dedos-. No me extraña que vengas de Grecia; sólo allí hacen cosas tan guapas como tú-ronroneó, y cuando yo me incliné para besarla de nuevo, y puede que llegar tarde al instituto, ella se echó hacia atrás, riéndose, y anunció que aceptaba el desafío.
               Revoloteó hasta mi armario, ilusionada, y tras abrir las puertas con dramatismo, se quedó mirando un momento mi ropa. Deslizó los dedos como lo había hecho otra vez por las mangas de las camisas, y hasta que no sacó dos y empezó a compararlas, no me di cuenta de que ya tenía pensado el atuendo del día.
               Me gustaba ponerme en sus manos para estas cosas. Sabrae tenía mejor gusto que yo. Es decir, estaba conmigo, así que no tenía objeción alguna a las decisiones de mi chica, mucho menos en cuestión de estilo. Cuando conoces a alguien que te deja sin aliento con su forma de combinar ropa que incluso tiene la obligación de llevar, como es el caso de su uniforme (que llevaba de una manera que lo hacía único e irrepetible, y la distinguía del resto de las chicas de mi instituto), hay poco que puedas hacer para tratar de resistirte a ella. No hay nada como la atracción mental para impedir que te alejes de alguien.
               Sabrae sacó unos vaqueros, los comparó con cuidado, y por fin, después de colgarse una camisa al hombro, vino a mi encuentro y extendió ambas sobre la cama, a mi lado. Me resultaba vagamente familiar, pero no fue hasta que Sabrae se llevó los índices unidos a la boca, ocultándose la sonrisa, cuando me di cuenta.
               -¿Es la ropa de la pelea?-pregunté, reconociendo la camisa blanca y los vaqueros azul oscuro, que había llevado con unas Converse negras a las que no había sido tan difícil quitarles la sangre de la pelea como a la camisa, que había tenido que lavar varias veces.
               -No me insultes, Alec-respondió ella, altiva-. Esta ropa la llevabas puesta cuando nos besamos por primera vez.
               -Y cuando follamos-le recordé, acariciándole la cara interna de la rodilla y haciendo que se estremeciera de pies a cabeza-. ¿Te acuerdas?
               -Cómo olvidarlo-replicó, suspirando trágicamente, pero una sonrisa cómplice le cruzó la boca-. Que dejaras de ser un capullo integral por primera vez en años es algo que merece pasar a los anales de la historia.
               -¿Y que te hicieran correrte con la boca?-pregunté, tirando de ella para sentarla sobre mi regazo-. Alec, nunca me han hecho llegar con…-lloriqueé, bajando el tono de mi voz, y ella me dio un manotazo.
               -Perdona por no tener tanta experiencia como tú, catedrático del sexo.
               -Catedrático del sexo-repetí, riéndome, y asentí con la cabeza-. ¿Crees que quedaría bien en mi currículum de gigoló?
               Sabrae puso los ojos en blanco, y yo chasqueé la lengua, abriendo los ojos con inocencia.
               -¿Qué pasa? ¿Te jode que me folle a otras? Los celos no son sanos, bombón.
               -La única que puede follarte a ti soy yo-contestó contra mis labios con una posesividad que me encantó, no voy a mentir. Acercó su boca tanto a la mía que me fue imposible no saborear su aliento, deleitándome en las notas frescas del yogur de su desayuno y en lo picante de la promesa de sexo que siempre había en su boca.
               De forma instintiva, tiré de ella para pegarla aún más a mí, y Sabrae gimió al notar mi erección despertando a una velocidad que ya quisieran muchos actores porno y presionando su entrepierna. Llevé las manos a sus rodillas, que estaban aún a ambos lados de mi cuerpo, y mientras deslicé aquéllas por sus muslos, sus rodillas me encerraron en una llave que me habría encantado si estuviéramos desnudos. Maldita sea… tanto hablar de sexo y magrearme con ella me había puesto increíblemente cachondo.
               Sabrae hundió las manos en mi pelo y me pegó un poco más contra ella cuando empecé a besarle el cuello, descendiendo por encima de su ropa hacia sus pechos. Le gustaba muchísimo el contacto de mis labios en ese punto tan sensible de su cuerpo, incluso cuando teníamos la condenada barrera de la ropa entre nosotros dos. Pude notar que se le ponían duros los pezones, y se me ocurrió que su cuerpo respondía a mi dureza con más dureza, y de la misma forma que a Sabrae le gustaba probar la mía, yo también tenía derecho a probar la suya.
               Además, era mi cumpleaños. Se suponía que tenía carta blanca ese día; podía hacer todo lo que quisiera.
               De modo que saqué las piernas de debajo de su falda y ella jadeó mientras tiraba del polo blanco de su uniforme. Me dejó quitárselo y dejar sus clavículas al aire, mientras un escalofrío le recorría la espalda. Volví a subir a su boca y ella jadeó cuando capturé su labio inferior con mis dientes.
               -Alec, tenemos que ir a clase.
               -Yo ya estoy estudiando-respondí contra sus labios-. A primera, Biología; y a segunda, Física.
               Se echó a reír.
               -No, Alec, me refiero al instituto.
               -Que le jodan al instituto-jadeé, peleándome con el enganche de su sujetador. Nunca me había dado tantos problemas, excepto la vez en que intenté quitárselo a Perséfone por primera vez, ya habiendo probado a las mujeres y descubriendo que me gustaban incluso más de lo que yo creía, lo cual en un principio no me había parecido posible.
               Y Sabrae se aprovechó de ese imprevisto para llevarse las manos a la espalda y mirarme con la paciencia de quien tiene un cachorrito particularmente travieso al que quiere mucho, pero le está costando entrenar.
               -Eres un hombre adulto-me recordó, y algo dentro de mí se desactivó. Llamémoslo “control de la libido”-, deberías ser responsable.
               -Uf-ronroneé, agarrándola del culo y pegándola más a mí-. Vuelve a llamarme “hombre adulto”, que me pone burrísimo.
               Sabrae se echó a reír, divertida. A mí no me hizo tanta gracia cuando, al inclinarme hacia ella, me hizo la cobra y me puso una mano en la cara.
               -Vamos, venga-me instó para mi horror. Ah, ¿que lo de rechazarme iba en serio? Joder.
               -Sabrae, por favor-lloriqueé, más que dispuesto a humillarme todo lo que ella quisiera a cambio de que me dejara probar su delicioso sabor-. Uno rapidito. La puntita, nada más.
               -Que noooooo-entonó Sabrae, negando con la cabeza y echándose a reír. Me dio un casto beso en los labios y se puso en pie para volver a ponerse el polo. Se sacó las trenzas del cuello de la prenda y se colocó con cuidado la A de su colgante justo en el centro de su clavícula, abotonándose de nuevo el botón más bajo del polo para que no le pusieran un parte por ser “demasiado provocativa”. Alerta de spoiler: si yo fuera el director, Sabrae habría sido expulsada mucho tiempo atrás por acumulación de partes, ya que ella no acostumbraba a llevar burka, y sólo así yo podría controlar mis pensamientos a su lado. Puede que incluso ni siquiera entonces.
               Entrecerré los ojos, perspicaz. Puede que, si conseguía tomarle el pelo lo suficiente como para que se le olvidaran sus responsabilidades, al final podría conseguir lo que quería.
               -Espera-rezongué, inclinando la cabeza a un lado y tirando de ella para acercarla de nuevo a mí. Sus rodillas chocaron con las mías-. ¿Esto tiene algo que ver con que sea mayor de edad? Técnicamente…-le acaricié los muslos, poniendo especial cuidado en no tocar la parte de debajo de su ropa interior-, ya puedo ir a la cárcel. Y si folláramos, sería delito-razoné, y Sabrae parpadeó-. Me meterían en la cárcel.
               -Mi madre te defendería-respondió Sabrae, segura de sí misma.
               -Intentarían separarnos-continué como si no la hubiera escuchado, aunque me alegraba saber que tenía las espaldas cubiertas. Sherezade no había perdido jamás un caso: malo sería que empezara conmigo.
               -Que lo intenten-replicó ella en tono peligroso, casi oscuro, y yo aproveché la ocasión para tirarla de nuevo sobre mí. Sus rodillas se anclaron a ambos lados de mi cuerpo y la empujé hasta sentarla sobre mi regazo, donde mi erección aún la esperaba. Sabrae suspiró al sentir de nuevo la presión de mi sexo contra su entrepierna. Lo estaba consiguiendo. Estaba haciendo que cediera. Ella también quería esto, lo notaba. Si no se entregaba a mí era por su gran sentido del deber  la responsabilidad, no porque no deseara lo mismo que deseaba yo: pasarse la mañana en la cama, aprovechando la soledad.
               Me sentía poderoso, fuerte. Ahora soy un hombre, y por extensión ella ya es una mujer, pensé. Y teníamos los instintos propios de criaturas ancestrales, los primeros de una nueva raza que debían asegurar la supervivencia de la especie.
               -¿Qué harías para defenderme?-me burlé, y me las apañé para quitarle de nuevo el polo. Sabrae se aferró con fuerza a los tirantes de mi camiseta, mordiéndose el labio con violencia-. ¿No se te ocurre nada? Mm-ronroneé-. Puede que no vayas a poner mucho empeño en defender a tu hombre, después de todo.
               Sabrae se puso rígida un segundo, y tras un instante de vacilación, me tomó de la mandíbula y me hizo mirarla.
               -No digas bobadas. No te haces una idea de lo que me pone pensar que estoy con un hombre hecho y derecho ahora mismo.
               -No me parece que me consideraras un niño cuando te hacía retorcerte de puro placer, nena-respondí, y ella jadeó. Finalmente, tiró de mi camiseta para sacármela por la cabeza, y yo me tomé eso como la invitación para  desabrocharle el sostén, cuyos tirantes se deslizaron con sus hombros. Sabrae emitió un jadeo cuando le saqué los brazos de los tirantes y sintió la sensible piel de sus pechos rozando mis pectorales, cálidos y fuertes, listos para complacerla. Afiancé su asiento sobre mí, y Sabrae movió instintivamente las caderas, buscando el placer que sólo la fricción podía darnos. Qué mejor manera de iniciar mi vida adulta haciendo correrse a mi mujer. Hundí los dedos en sus nalgas, pegándola aún más a mí si cabe.
               -Quiero follarte-jadeé en su boca, y Sabrae sólo pudo gemir un asentimiento. Lo haríamos sentados, a la misma altura el uno del otro, como iguales, que es lo que éramos. Habíamos nacido así, sólo que ella había tardado tres años más en llegar al mundo que yo, pero esos tres años no eran nada comparados con la vida que deseaba que iniciáramos juntos.
               Una de sus manos descendió por mi espalda, siguiendo los músculos que tanto cuidado había puesto para conseguir esculpir y que tanto me gustaban por lo mucho que ella los adoraba, y mientras sus dedos se aferraban a mi cuero cabelludo, aquella mano exploradora se metió por el interior de mis pantalones.
               Sabrae hundió las uñas en mis nalgas y yo gruñí. Se rió por lo bajo, una risa oscura, excitada. No necesitaba meterle las manos en las bragas para saber que estaba mojada. Joder, podía olerla. Estaba empapada, lista para mí.
               -Esas tenemos, ¿eh?
               Sabrae asintió enérgicamente con la cabeza y volvió a arañarme, deslizando su mano por mis caderas y yendo hasta mi erección, mientras yo bajaba mi boca hasta sus pechos. Le eché las trenzas hacia atrás y empecé a lamérselos, chupárselos y mordisqueárselos mientras Sabrae alcanzaba mi polla con una mano y extendía los dedos rodeando su tronco. Le pasé la punta de la lengua por su piercing mientras ella empezaba a acariciarme, arriba y abajo.
               -Estás tan duro… Y eres sólo mío-no pudo evitar gemir con una posesividad que me encantó.
               -Sí, nena. Todo esto es para ti. Sólo para ti-respondí con una voz terrible y gloriosa, como la de un joven dios que por fin alcanza la inmortalidad, la inmensidad de todos sus poderes. Qué casualidad que llegara siempre al máximo de mi poder cuando estaba con ella, y casi siempre a punto de empujarla al orgasmo.
               Sabrae empezó a pelearse con mis pantalones, y a mí se me aceleró el corazón. Le puse una mano en el cuello para volver a besar su deliciosa boca mientras con la otra descendía por su costado, le acariciaba un pecho de la que bajaba, y finalmente trataba de meterme en el interior de sus bragas…
               … pero la puerta de la habitación de mi hermana cerrándose nos detuvo.
               -¿Al?-preguntó, y Sabrae y yo salimos de nuestro trance sexual. Carraspeé.
               -En estos momentos podría matarla-susurré en voz baja, y Sabrae se echó a reír. Negó con la cabeza y se abrazó el torso, ocultándome la visión de sus preciosas tetas.
               -No es verdad. La quieres con locura.
               -¡Me ha jodido mi polvo de cumpleaños!
               -Es mejor así-replicó-. No te mereces tener tu primer polvo con 18 de forma apresurada.
               -¿Quién dijo que iba a ser de forma apresurada?-contraataqué, y Sabrae se echó a reír.
               -Esto no estaba en mis planes-confesó-. Sólo quería venir a verte, no coquetear con los preliminares. Bueno…-se relamió los labios-. Me alegra saber que aún no eres lo bastante viejo como para que no se te levante.
               Parpadeé, estupefacto.
               -Me gustaría ver si tú tienes esas preciosas tetas tan arriba con 18 años como yo tengo ahora mismo la polla-solté, y Sabrae abrió los ojos, perpleja, se echó a reír, y luego me dio un manotazo.
               -¡Eres un imbécil!-protestó, y yo alcancé mi camiseta-. ¿Sabes? He leído en Internet que las tetas se te caen menos cuanto menos te las toquen.
               -¿Sí? Pues búscate otro novio, guapita, porque el que has encontrado no va a dejar de sobarte las tetas sólo porque quieras vencer a la gravedad.
               -Yo no tengo novio-me pinchó, sacándome la lengua. Me pasé una mano por el pelo y suspiré.
               -A veces me caes fatal, Sabrae.
               -¿De veras?
               -Sí, y he de decir que bastante a menudo.
                -¿Cuándo es eso?
               -Cuando te vistes-respondí, y ella volvió a reírse.
               -Alec-volvió a llamarme Mimi, y yo suspiré-. Vamos a llegar tarde.
               -Enseguida vamos. Vete saliendo, que ya te alcanzamos.
               -¿Y los demás…?
               -Los demás que me esperen si quieren, Mary Elizabeth, pero no voy a salir en bolas, que seguro que Bey se vuelve loca con el cuadro, y no me apetece que me violen ahora que ya no me protegen las leyes de abusos sexuales sobre menores-contesté mientras Sabrae terminaba de vestirse, y me fulminó con la mirada.
               -Eso no ha tenido ninguna gracia.
               -¿Sabes qué tampoco tiene gracia? Tener que caminar con el empalme que yo llevo. Pero, claro, como tú no eres un tío, no sabes lo que es y te da absolutamente igual.
               -Tu bienestar no me da igual-replicó ella-. Intento que tengas el mínimo posible.
               -Sabrae-hice una pausa dramática, incluso en la actividad de abrocharme los botones de la camisa-, vete a la mierda.
               Ella rió, me dio un beso en los labios y se sentó a esperar a que me vistiera. Me quedé parado un segundo al darme cuenta de una cosa: era mi cumpleaños, y me había felicitado… pero no me había dado aún su regalo. Me incorporé de nuevo y me quedé mirando su reflejo en el espejo. Ajena a los planes que me atravesaban la mente, Sabrae tecleaba en su móvil.
               -¿Sabes?-susurré, y ella levantó la vista y me miró-. Estaba pensando en mi regalo de cumpleaños.
               No pudo evitar sonreír, cazada. Se le había olvidado en casa, estaba seguro.
               -¿Qué pasa con él?
               -Pues… que no me lo has dado.
               -¿Acaso no te basta con mi presencia? He venido a desayunar contigo, recuérdalo-me  guiñó un ojo y puse los ojos en blanco.
               -Sí, y también me has puesto cachondo para luego no querer hacer nada-Sabrae chasqueó la lengua y asintió con la cabeza, acariciando la cama-. Así que creo que me merezco una compensación.
               -¿Qué es lo que quieres?
               -Mi regalo-extendí la mano-. Ahora.
               Sabrae se relamió los labios, intentando contener su sonrisa.
               -Si te dijera que tu regalo soy yo, ¿cómo reaccionarías?-preguntó, y yo me eché a reír.
               -¿Y qué diferencia se supone que tiene eso respecto  del resto de días del año, nena? Tú ya eres mi regalo todos los días que no son mi cumpleaños.
               -Hoy puedo ser obediente. Ponerme a tu entera disposición, como una especie de…
               -¿Esclava?-sugerí al ver que vacilaba. Arrugó la nariz, pero asintió despacio con la cabeza.
               -No me gusta mucho la implicación que tiene la palabra, pero sí. Supongo que “esclava” es la palabra que más se le ajusta. Pues eso. Esclava-decidió, cruzándose de piernas-. Hoy haré todo lo que tú quieras.
               -¿No tengo límites?
               -Hombre, no creo que haga falta que los consensuemos, porque dudo que me pidas que haga algo que me ponga en peligro.
               -Así que puedo pedirte lo que yo quiera…-reflexioné, enganchándome el cinturón en su hebilla-. Mm… qué tentador. El mundo de posibilidades que se abre ante mí… ¿y dices que no puedes negarte?-inquirí para asegurarme, una idea formándoseme en la cabeza.
               -No debería.
               -Vete sin bragas a clase-decidí, y Sabrae parpadeó.
               -¿Eso es todo lo que se te ocurre?
               -Es por la mañana, nena, y tengo toda la sangre de mi cuerpo concentrada en un punto que no es mi cerebro. Dame un respiro-Sabrae echó la cabeza hacia atrás y soltó una larga carcajada.
               -¡No voy a ir sin bragas a clase, Alec!
               -¿Por qué no? ¡Acabas de decirme que harías lo que yo te pidiera!
               -Tengo una exposición. Es arriesgado-explicó.
               -¿Y podría ir a verte? Sería un incentivo genial verte nerviosa y con el culo al aire.
               -Ni de broma-zanjó-. Además, ¿quieres que otros vean lo que…-se cruzó de piernas lentamente, como en Instinto Básico, pero con cuidado de no mostrarme nada-, te pertenece?-terminó en tono sensual, seductor, como si no me tuviera comiendo de la palma de su mano, hoy y siempre.
               -Oh, ¿ahora eres mía? ¿Voy sacando los petardos?
               Sabrae se rió.
               -Más que de los de mi clase, eso desde luego.
               -Y ellos te van a ver toda la mañana-lloriqueé con gesto triste, pero Sabrae me abrazó, me dio un beso y me dijo que no me preocupara. No lo hacía. Me gustaba tomarle el pelo. Es cierto que hubiera preferido que se quedara conmigo toda la mañana, pero también tenía compromisos sociales a los que atender.
               Nos apresuramos para reunirnos con mis amigos, que me felicitaron con el entusiasmo propio del inicio de la temporada de cumpleaños: yo era el mayor del grupo, y Tommy, el más pequeño, de manera que el 5 de marzo se abría la veda, y el 17 de octubre se cerraba, dándonos unos cuantos meses de descanso para planear un reinicio de temporada de cumpleaños por todo lo alto. Vivíamos un curso escolar invertido.
               Sabrae se retiró a un discreto segundo plano mientras dejaba que las gemelas me felicitaran, cubriéndome a besos y revolviéndome el pelo, diciéndome lo mucho que me querían (como si yo no lo supiera; había que quererme mucho para aguantar todas las gilipolleces que Bey y Tam me aguantaban) y lo felices que estaban de que todo hubiera vuelto a la normalidad entre nosotros.
               Jordan fue un poco menos efusivo con su felicitación, pero ésta fue tan sincera como la de las gemelas.
               -¿Qué tal la artritis, viejo?
               -No la sufro aún; con la dierna tengo bastante.
               -Serás cabrón…
               -¡Eh! Respeta a tus mayores, mocoso-intenté capturarlo en el hueco debajo de mi axila para tratar de deshacerle una rasta a base de frotar mi puño contra su cabeza, pero después de haberlo hecho una vez, Jordan no me consentiría que acabara de nuevo con una de las aberraciones que con tanto orgullo llevaba en la cabeza.
                Las chicas echaron a andar delante de nosotros, mucho más preocupadas por llegar pronto a clase que Jordan y yo, a quienes nos apetecía más quedarnos fumando fuera de los muros del instituto, o jugando a la consola en nuestro cobertizo mientras nos atiborrábamos a pizza y cerveza, que el tener que aguantar seis horas de un coñazo infernal. Gracias a las prisas de las mujeres y mis reticencias escolares, pude observar todo lo que quise y más la manera en que la falda se balanceaba en los muslos de Sabrae. Debería haberle pedido que se pusiera mis calzoncillos; a eso sí que no podía negarse, y a mí me pondría muchísimo pensar que estábamos haciendo algo no del todo bien visto. Es decir, las bragas son para las tías y los calzoncillos son para los tíos.
               Sí… definitivamente, había metido la pata hasta el fondo pidiéndole que no llevara ropa interior. Era mejor así. Una idea oscura se formó en mi mente mientras reproducía en bucle sus palabras, “¿quieres que otros vean lo que te pertenece?”. Reclamaría lo que me pertenecería en los baños del instituto, que siempre me habían dado mucho morbo. Eso que sería celebrar mi cumpleaños a lo grande.
               Lejos de seguir con su tradición de despedirse en el vestíbulo del instituto, Sabrae me acompañó hasta mi pasillo. Se conocía que teníamos los papeles cambiados: en lugar de ir yo tras de ella, ella iba tras de mí (aunque, estrictamente, en realidad ella iba delante, pero ya me entiendes). Esperó pacientemente a que atravesara el pasillo que me hicieron mis compañeros de clase, aplaudiéndome y felicitándome y haciéndome cosquillas cuando pasaba delante de ellos, sintiéndome un rey. También me sentía un poco gilipollas por haber creído que me odiaban y que no se daban cuenta de que estaba de un humor de perros esos días en que me sentí un cero a la izquierda: con esas muestras de cariño que no eran ni de coña comunes, me di cuenta de que me apreciaba más gente de la que pensaba.
               Joder, se incluso las amigas de Sabrae vinieron a felicitarme durante el recreo, y me entregaron un sobre.
               -¿Qué es?
               -Si te lo decimos, no tiene sentido que lo hayamos metido en un sobre-comentó Kendra, y Taïssa y Amoke la fulminaron con la mirada-. ¿Qué? Es cierto.
               Sabrae parecía un poco nerviosa mientras rasgaba el sobre para poder abrirlo; las chicas se habían ocupado de que no se cayera lo que había en su interior. Dentro, había una pequeña tarjeta de felicitación, consistente en un guante de boxeo apuntando hacia abajo, y unas letras de colores con las palabras “¡felicidades, tío duro!” en la parte superior. Levanté la vista y me las quedé mirando, sorprendido.
               -Lo del guante fue idea de Taïssa-explicó Amoke, que le sonrió a Sabrae cuando ella le dio un abrazo breve pero intenso.
               -Sí, como eres tan bueno entrenando…
               -Oye, chicas, sabéis que ya os he perdonado por lo de Nochevieja, ¿no?-comenté, y se echaron a reír-. No hay necesidad de hacerme la pelota.
               -No seas bobo-reprendió Amoke, pero en un tono cariñoso que me hizo pensar que incluso podríamos llegar a ser amigos. Nuestra relación era cordial por Sabrae, pero nada más. Ella no me despertaba ningún interés, y creo que yo a ella tampoco. Que me las hubiera llevado de fiesta no respondía a más causa que al hecho de que Sabrae les había prometido que irían al centro por primera vez todas juntas; de no ser así, se habrían quedado en casa-. Nos apetecía hacerte un regalo en agradecimiento por… bueno-miró a Sabrae, quien le había cogido la mano-, por lo feliz que haces a Saab.
               -Oh, Momo-jadeó Sabrae, rodeándole los hombros con los brazos-. Te quiero mucho.
               -Eh, ¡eso no es justo! A tu mejor amiga le dices que la quieres, ¿pero a mí no?
               -Nos lo dice a todas, chato-Kendra me señaló con un dedo que simulaba una pistola-. Tenemos antigüedad.
               -Son mis amigas, Al-sonrió Sabrae.
               -Será que nosotros somos enemigos mortales cuando follamos-protesté, y ella se echó a reír. Abrí la tarjeta y me encontré un mensaje escrito a mano, sorprendentemente largo, agradeciéndome lo bueno que era para Sabrae, lo feliz que la hacía y lo mucho que la cuidaba, y pidiéndome que por favor siguiera así mucho tiempo más. Abajo del todo, estaban las firmas de las tres chiquillas.
               Noté que algo dentro de mí se revolvía, y las abracé a todas para que se fueran antes de que me pusiera a llorar. Sabrae me cogió las manos.
               -¿Te ha hecho ilusión?
               -Sí-susurré con la voz rota-. No me lo esperaba. Creía que me detestaban.
               -No te detestan. Sólo te tienen un poco de celos por el tiempo que pasamos juntos. Es un poco lo que le pasaba a Jordan. Se acostumbrarán, no te preocupes-Sabrae se puso de puntillas y se echó a reír, divertida y enternecida, cuando me pasé una mano por la cara para limpiarme las lágrimas.
               -Joder, nunca pensé que tus puñeteras amigas fueran a hacerme llorar nunca-murmuré, colocándome de espaldas al pequeño vestíbulo que conectaba la cafetería con las escaleras que llevaban a los pisos de las aulas. Arrinconado en una esquina, me enjuagué rápidamente las lágrimas. Odiaba que me vieran llorar. Había descubierto que no me gustaba nada hacerlo en público.
               -Está bien dejar que se te escape una lagrimita de vez en cuando, ¿vale, machote?-rió Sabrae, abrazándome por la espalda y dándome un beso en el omóplato, para lo cual se puso de puntillas.
               Se pasó el recreo conmigo, tras lo cual yo bromeé con que puede que sus amigas se arrepintieran de haberme hecho ese regalo si seguía monopolizándola. “Sobrevivirán”, me respondió, acariciándome la espalda. Estaba feliz. Feliz de tenerla allí conmigo y de estar con mis amigos, en lo que sería la última mañana que pasaríamos todos, los nueve, juntos. El lunes siguiente, Tommy y Scott ya estarían en el concurso, así que sólo seríamos siete. La mesa se quedaría muy vacía con sus sillas desocupadas, pero yo no pensé en eso en ningún momento. Estaba demasiado ocupado siendo feliz.
               Sabrae trotó cogida de mi mano escaleras arriba, en dirección a la puerta de mi clase, y como teníamos por costumbre cada vez que ella se pasaba por mi pasillo, nos quedamos a la puerta para aprovechar cada segundo juntos hasta que llegara el profesor de turno. Empecé a besarla despacio, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, y noté que sonreía; me encantaba besarla mientras esbozaba una sonrisa, así que yo también empecé a sonreír. Sabrae se separó un poco de mí para mirarme a los ojos, asegurarse de que estaba haciendo lo que ella pensaba que estaba haciendo, y se relamió los labios, feliz. Despacio, muy, muy despacio, se acercó de nuevo a mí para besarme una última vez. Pronto vendría mi profesor, y puede que ella ya estuviera llegando tarde a clase.
               Alargamos el beso, y lo alargamos, y lo alargamos, y lo alargamos, hasta que apareció mi profesora de Historia.
               -Buenos dí…-empezó, a punto de recriminarme que no estuviera en clase.
               -Hoy es mi cumpleaños, profe-anuncié, orgulloso, y Sabrae se echó a reír. La profesora me miró un segundo, se apartó un mechón de pelo de la cara y lo aceptó con un “ah”.
               -Bueno, de acuerdo. Felicidades. Te dejo que te despidas-instó, entrando en la habitación y cerrando la puerta detrás de ella. Sabrae soltó una risita.
               -Veo que no soy la única a la que tienes en el bote, ¿eh?
               -Hay que llevarse bien con todo el mundo-respondí, volviendo a besarla.
               -Me voy ya. No quisiera repercutir negativamente en tu expediente académico.
               -Siempre puedes quedarte a dar mis clases. Sabes de sobra para estar en último curso. O, incluso, en la universidad-Sabrae sonrió, agradeciendo el piropo.
               -Quiero ir despacio con mi vida-susurró-. La única excepción a esa regla que permito eres tú-entreabrió los labios y los rozó con los míos.
               -Menos mal. ¿Te veo luego?
               -Claro.
               -Genial. Hasta luego. Me apeteces-le di un beso en la frente a modo de despedida; tendríamos todo el tiempo del mundo para besarnos a lo largo del día, y yo iba a aprovechar al máximo el regalo que me había prometido.
               Siempre nos despedíamos así en el instituto. Después de la sesión de mimos, autorizados por el consejo escolar o no, uno de los dos decidía que ya era hora de marcharse (siempre era ella, que para algo era la responsable de los dos) y nos decíamos adiós con un último beso y el “me apeteces” de rigor, la única frase que teníamos patentada y que sólo podía ser nuestra.
               -Adiós, Al-respondió ella, borracha de mis besos. Faltaba la última parte, y luego, ya podía irse-. Te quiero.
               Los dos abrimos los ojos cuando escuchamos lo que acababa de salir de la boca de Sabrae. Intercambiamos una larga mirada estupefacta, y luego, mientras ella se ponía colorada y aterrizaba de nuevo sobre los talones de sus pies, yo sonreí.
               -No me puedo creer que me hayas dicho eso precisamente aquí-me reí-. Joder, voy a tener que cumplir años más a menudo.
               -Te quiero como quiero al boxeo, y eso-replicó, roja como un tomate, avergonzada de que se le hubiera escapado. Sabe Dios en qué momento tenía pensado decírmelo, cuándo consideraría ella que era una buena ocasión para declarárseme por fin, pero estaba claro que no era en el instituto, por mucho que el pasillo estuviera vacío y fuera un día tan especial como mi cumpleaños-. Me refería a ese tipo de querer. A las cosas que te gustan.
                -Sí, ya, como que yo soy para ti algo que sólo te “gusta”-hice el gesto de las comillas con tono burlón-. Vaya, estar con un hombre adulto te trastorna, ¿eh, Saab?
               -Cállate-instó.
               -¿Quieres que te regale algo yo también, por esto que se te acaba de escapar?-la pinché, y ella puso los ojos en blanco.
               -Eres gilipollas, Alec-replicó, airada, girándose sobre sus talones y echando a andar, toda orgullo y altanería, en dirección a las escaleras del pasillo, pero yo la enganché de la muñeca y la hice girarse para pegarla de nuevo a mi pecho. Ah, no, nena. Tú no te vas a ningún lado.
               -¿Te imaginas lo épico que sería, cómo les encantaría a nuestros hijos…?
               -No vamos a tener hijos, Alec-me atajó a la velocidad del rayo. Por Dios, estaba rojísima. Dudo que lo hubiera pasado peor en toda su vida. Yo me lo estaba pasando en grande.
               -Claro que sí, bombón. Dos-respondí yo, y ella puso los ojos en blanco-. Pero bueno, ¿te imaginas cómo adorarían el pequeño Al y la pequeña Saab este momento si ahora yo te dijera que también te quiero?
               -Como si no lo hubieras hecho ya un millón de veces.
               -Pero no tendría tanto efecto como ahora-respondí, guiñándole el ojo. Sabrae no pudo evitar sonreír. Vamos, nena, dime que sí. Te ha gustado decirme que me quieres, ¿por qué seguir con estas absurdas restricciones, si está claro que vamos a acabar juntos?
               -Me hago a la idea-ronroneó, zalamera.
               -Pues no lo voy a hacer-respondí, haciéndola girar sobre sus talones de nuevo, como en los bailes de salón en los que el bailarín hace pasar a la bailarina por una peonza, y alejándola de mi cuerpo-. Corre, que llegas tarde a clase-le di una palmada en el culo y puse la otra mano sobre la manilla de la puerta.
               -Eres insoportable.
               -Te veo a la salida, bombón-coqueteé, dedicándole mi mejor sonrisa torcida.
               -¡Vete a la mierda!
               -Yo voy donde tú me mandes, mi vida.
               -Adiós, Alec-zanjó, tremendamente ofendida, rayando en la furia, subiendo las escaleras del pasillo a brincos.
               -Sabrae-la llamé, y ella, contra todo pronóstico, y a pesar de todo (de su orgullo, de su vergüenza, de su enfado), se volvió-. Eres preciosa.
               -Y tú un subnormal-replicó, y si mis amigas hubieran estado delante, le habrían dado la razón.
               -Muérdete un poco el labio, venga. Necesito algo en qué pensar para la clase de Historia.
               Sabrae se me quedó mirando.
               -Es mi cumpleaños-le recordé. Parpadeó-. Tienes que hacer lo que yo quiera.
               Sabrae se apartó un mechón de pelo de la cara, luchando contra sí misma. ¿Ganarían sus ganas de complacerme o su deseo de mantener su orgullo intacto?
               Se mordió el labio indecisa, no porque me estuviera concediendo un capricho, pero por fin, sonrió, aceptando mi petición. Jugueteó un poco con su falda, me sacó la lengua y me guiñó un ojo.
               -Eres una diosa y te voy a subir al puto cielo, nena-la celebré, y Sabrae se echó a reír-. Te veo en unas horas. Me apeteces muchísimo.
               -No sé si podré quedar de tarde-contestó ella, pero eso no desinfló mis ánimos en absoluto-. Tengo algunas compras de última hora que hacer.
               -¿Dejándolo todo para el último momento? Eso no es propio de ti, Saab. Es más algo que yo haría.
               -Todo lo malo se pega-esbozó una radiante sonrisa y se despidió con un cariñoso-: ¡me apeteces!
               Desapareció con la ondulación de su falda por la esquina, y a pesar de que no habíamos cumplido con mis fantasías de cumpleaños, yo me sentía más afortunado que nunca. Prácticamente entré brincando como un corderito en clase. Los ojos de mis compañeros estaban fijos en mí mientras iba a sentarme, y Scott se giró en la silla para pincharme un poco.
               -Vaya, Al, ¿y esa cara de felicidad? ¿Es que mi hermana ha accedido a chupártela en los baños de los tíos, o qué?
               -Mejor, tío: me ha dicho que me quiere.
               -¡No jodas!-sonrió Tommy-. ¡Felicidades, Al!-era la segunda vez que me felicitaba ese mismo día, pero los motivos no podían ser más diferentes.
               -Se le ha escapado, pero… a mí me da igual, ¿sabes? Me ha hecho ilusión escucharlo igual. No es que no lo supiera…
               -¡No me digas!-rió Scott-. ¡Porque no se le nota en absoluto!
               -Pero me ha hecho ilusión oírselo decir. Me demuestra que está dispuesta a hacer lo que sea por conseguir que mi cumpleaños sea genial.
               -Pues me alegro mucho, hermano-sonrió Scott, chocando el puño conmigo y guiñándome un ojo. Los dos éramos conscientes de que le había colado una trola como un piano a Scott. Lo que más me hacía ilusión de habérselo escuchado a Sabrae no era constatar que haría lo que fuera por hacer de mi 18 cumpleaños el mejor de mi vida, sino haberle escuchado decirme que me quería sin que yo se lo hubiera pedido antes.
               ¿Lo sabía? Sí. ¿Me hacía ilusión igual? Por supuesto.
               ¿Me moría de ganas de que ya fuera de noche? Sin duda, por pocos pero poderosos motivos: era viernes, lo cual ya era un día relacionado con Sabrae. Se avecinaba una fiesta, una fiesta que sería legendaria.
               Y era mi cumpleaños. El primer cumpleaños del resto de mi vida. Una vida en la que se me abría un mundo de posibilidades, en el que una chica de poco más de metro y medio de estatura descorría las cortinas del balcón, enseñándome unas estrellas que perfilaban como alfileres el cielo nocturno, del color de su melena, y me tomaba de la mano mientras la brisa marina me acariciaba el pelo como lo hacía ella.
               Lo descubrí entonces, justamente: inclinándome en la silla, ajeno a la clase, mirando por la ventana y deseando con más fuerzas que nunca que por fin llegara la noche: desearle a la gente un cumpleaños feliz, es desearle un cumpleaños enamorado.
               Y yo, por fin, después de 17 intentos, había conseguido mi primer cumpleaños feliz.




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1 comentario:

  1. BUENO HE CHILLADO. PERO CUANDO DIGO QUE HE CHILLADO ES QUE LO HE HECHO MUCHO PORQUE LLEVO AÑOS ESPERANDO LEER ESTE CAPÍTULO Y ME HACÍA UNA ILUSIÓN TREMENDA LEER A PESAR DE SABER MUCHAS DE LAS COSAS QUE PASABAN.
    PRIMERO; ADORO A LA ABUELA DE ALEC Y EL MOMENTO DESAYUNO Y LO JODIDAMENTE BONITO Y ADORABLE QUE ES ALEC.
    SEGUNDO; ME MUERO CON EL MOMENTO CASI POLVO QUE PENSÉ QUE LO HACÍAN Y ME HE QUEDADO CON LA LENGUA FUERA
    TERCERO; EL MOMENTO DE LAS AMIGAS Y LA CARTITA HA SIDO TOTALMENTE UNEXPECTED Y ME HA HECHO MUCHA ILUSIÓN, COMO ALEC QUE HA LLORADO MI POBRE ES QUE SOS
    CUARTO; CASI MUERO DE UNA APOPLEJÍA LEYENDO EL MOMENTO PASILLO PORQUE A PARTE DE QUE MIENTRAS LEIA LOS HE IMAGINADO ME HA HECHO MUCHA ILUSIÓN EL DARME CUENTA DE QUE ERA UN MOMENTO TAN MENCIONADA E IMPORTANTE EN CTS. ME MUERO POR LEER EL SIGUIENTE Y LS CELEBRACIÓN EN MAYÚSCULAS.

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