lunes, 6 de abril de 2020

Idas de olla emocionales.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Cada vez que miraba a Tommy y Scott, se me formaba un extraño nudo en la garganta que me impedía respirar. Y no ayudaba nada que todo el mundo me recordara constantemente lo que iba a pasar con ellos en unas pocas semanas.
               Recapitulemos: Scott había sido expulsado del instituto, en pleno último curso, porque le habían captado en vídeo saliendo del vestíbulo del edificio poco antes de que lo hicieran unos chavales a los que les habían pegado una paliza. Nadie, salvo alguien que hubiera estado presente en la pelea, se había enterado de que aquella panda de chicos “de bien” estaban allí encerrados, así que si Scott había ido a soltarlos era porque había participado en la acción.
               La expulsión de Scott, indefinida y con efecto inmediato, le había dejado en un limbo del que no había manera de sacarlo. El manchurrón en el expediente que le quedaría después de ese incidente le había cerrado las puertas a todas las universidades buenas del país (y, ¿por qué no? También del extranjero –porque, seamos sinceros, las fronteras de Inglaterra no se correspondían con las fronteras estudiantiles de Scott, que para algo se apellidaba Malik-), así como de los mejores institutos en los que se repartían las llaves de las residencias estudiantiles de esas universidades. Adiós a la carrera más jodida que había inventado el hombre para mi amigo, aquella en la que sólo entraban genios sin diagnosticar y de la que salía gente que terminaba flotando más allá de los límites de la atmósfera, o haciendo los cálculos necesarios para poner un objeto de varias toneladas en órbita, y luego sacarlo del sistema solar.
                Por suerte para él, ese limbo se había convertido en el puente a otro estrellato, no tan literal, pero casi tan inalcanzable para alguien de la calle, y muchísimo más accesible para alguien como él (o sea, que se apellide Malik): el mundo del espectáculo. La música, para la que mi amigo tenía un don. Por eso había enviado su audición a un programa de la tele, para seguir los pasos de su padre, de quien siempre había renegado.
               Así que era evidente que se iba a ir, y yo estaba bien con ello. El problema era que Scott no tenía alternativa, así que todos habíamos dado por sentado que ésta era la única solución que se le presentaba, y todos nos alegrábamos de que pudiera escapar de la espiral de autodestrucción en la que se hallaba inmerso.
               Hasta que, claro, su madre entró en escena. Y como la abogada cojonuda que era, el puto pitbull jurídico que llevaba entrenándose para ser toda la vida, Sherezade se había enganchado al único eslabón débil de la cadena, colgándose de él hasta el punto de romperlo y tirarlo todo por los aires. Cualquiera diría que tirando de un minúsculo hilo puedes tirar hasta deshacer una alfombra milenaria y tremendamente intrincada, pero Sher era la típica persona que encontraba ese hilo y a los pocos segundos convertía un diseño que había pasado de generación en generación en un montón de nudos de colores tirados en el suelo.
               Scott ya no tenía por qué marcharse. Su expediente seguía tan impoluto como había estado siempre, como si lo de la paliza nunca había pasado, el vídeo no existiera y no se hubiera encontrado a ningún culpable de los huesos rotos de los chicos que se habían quedado encerrados como por arte de magia en el gimnasio del instituto, y que igual de misteriosamente habían conseguido deshacerse de sus ataduras y escapar. El mundo volvía a acoger a Scott con los brazos abiertos, como había hecho siempre. Ya no era un apestado y estaba claro el camino que quería seguir.
               Hasta que él, Tommy, Diana, Layla y Chad decidieron que sí, que iban a seguir adelante. Todo porque habían enviado el puto mensaje con su audición en el momento para que la secretaria, ayudante, o furcia personal, me daba igual, de uno de los mayores tiburones de la televisión abriera ese vídeo y se relamiera al escuchar sus voces.
               Joder, nunca había odiado tanto el don que tenía Scott para conseguir que las tías se quitaran las bragas con sólo usar la voz como lo estaba odiando ahora, sin saberlo. Ni siquiera cuando me había levantado a chavalas con las que estaba a punto de follar como un cabrón. Si en el amor y en la guerra todo vale, imagínate cuando estás en guerra por ver quién es el que más veces hace el amor, como nos pasaba a Scott y a mí cada vez que salíamos de fiesta.
               Pues eso. Hecho este resumen de inicio de temporada, supongo que no te extrañará nada que todo el mundo se volcase con los dos niños mimados del instituto (y más cuando la madre de uno de ellos y la razón de que sean dos de nuevo, y no sólo uno, es la que ha conseguido el ascenso de subdirector a Director con mayúsculas del actual capo de la mafia) y les diera todas las facilidades posibles.
               Y, viendo cómo me había comportado con ellos todo el tiempo que habías podido pasarte en mi cabeza, seguramente te preguntes por qué coño sueno tan… rencoroso. Como si Scott y Tommy me hubieran hecho algo, o me lo estuvieran haciendo entonces. Créeme, yo tampoco lo sabía. Y eso era lo que más me jodía de todo.
               Porque cada vez que se ponían cada uno en una esquina de la clase, separados de los demás por más de metro y medio, para adelantar todo lo posible en los exámenes que el resto de sus compañeros tendríamos que hacer más adelante, algo dentro de mí se encendía. Decir que era una especie de llamarada sería recurrir a las típicas metáforas de mierda para los sentimientos negativos, pero es que si digo que era como un fuego es porque era como un fuego. Me ardía el estómago y me costaba respirar; se me cerraba la garganta y en la boca sólo sentía el sabor de las cenizas. Mi temperatura corporal ascendía varios grados, y estaba seguro de que Bey lo notaba a mi lado.
               Pero es que yo no podía evitarlo. De veras que no. No sé qué cojones me pasaba, si les tenía envidia, porque sabía que nadie en el instituto se molestaría por mí tanto como se molestaban por Scott y Tommy; si de verdad, después de todo lo que habíamos hablado Sabrae y yo del increíble trabajo de ella para convencerme de que no era así, resultaba que yo tenía veneno en la sangre que me impedía ver cómo ayudaban a otras personas (personas buenas, personas que se lo merecían, y personas a las que yo quería), sí había heredado lo malo de mi padre y necesitaba destruir toda la felicidad a mi alrededor…
               … o simplemente me hundía en la mierda pensar que los Nueve de Siempre pasaríamos a ser, en unas semanas, los Siete Provisionales, los Siete Supervivientes, los Siete Restantes.

               Para colmo, encima de todo, me sentía un cínico. Yo mismo me había ocupado de ayudar a convencer a Sabrae (y me daba la sensación de que yo era quien más había conseguido hacerle cambiar el chip) de que aquello era lo mejor para su hermano, que no podía depender de él siempre, que todo lo que decidiera Scott con respecto a su vida lo hacía teniéndola a ella en cuenta, pero también se merecía ser un poco egoísta y ponerse primero de vez en cuando, porque ser hermano mayor no significa ser mártir… y ahora era incapaz de aplicarme el puto cuento. La había abrazado mientras lloraba, la había besado y le había acariciado la espalda mientras ella se desahogaba, le había dicho que ya sabía que iba a pasar esto tarde o temprano, que sólo pasaba unos meses antes de lo que ella se esperaba, pero que eso no iba a cambiar nada de su relación con Scott, que Scott seguiría queriéndola, seguiría siendo su hermano, seguiría estando ahí para ella… y ahora yo me lanzaba de cabeza al océano tormentoso que Sabrae tanto había luchado por navegar, y del que había ayudado a sacarla.
               Resultaba que la superficie estaba en calma comparada con las corrientes marinas que me arrastraban de un lado a otro, ahogándome e impidiendo saber dónde estaba arriba y abajo. No podía con tanta confusión, con tanta erupción de sentimientos negativos que se suponía que mis amigos, de entre todas las personas del mundo, debían despertarme.
               Pero lo que más me jodía de todo, lo que más me jodía con muchísima diferencia, era lo mismo que me había jodido cuando me cabreé con Sabrae: que Scott, Tommy y yo teníamos el tiempo contado, y yo malgastaba ese ya escaso tiempo en comerme la cabeza. En lugar de disfrutar de los últimos instantes en que seríamos los Nueve de Siempre, me dedicaba a acumular un rencor malsano contra ellos. No podía disfrutar de las últimas semanas con mis amigos al completo, por mis putas rayaduras de cabeza.
               Al final, Sabrae tendría razón. Sí que estaba de psicólogo, después de todo.
               Emití un sonoro bufido, propio de un búfalo agotado después de un rodeo en Texas, cuando la profesora miró en dirección a Scott y Tommy por enésima vez en lo que llevábamos de clase. Ellos seguían con la cabeza agachada, vomitando en la hoja todo lo que sabían, y yo me pregunté hasta qué punto iban a levantar la mano corrigiendo con ellos, pues no es que se estuvieran matando a estudiar para dejarlo todo atado y bien atado, como sí que me constaba que estaba haciendo Eleanor. Mientras Eleanor y sus amigas se pasaban las últimas semanas juntas en la biblioteca, adelantando trabajo la primera y afianzándolo las demás, para después pasarse las últimas horas de la tarde haciendo cosas de ésas que les molan a las tías (como sentarse en bancos a hablar, tomar batidos, cotillear, pintarse las uñas o cepillarse el pelo), Scott y Tommy habían decidido ser indulgentes y pasar directamente a la fase de recompensa, sin molestarse siquiera en intentar merecérselo: jugaban a la consola, venían a entrenar, se pasaban todo el día fuera de casa, y cuando estaban en su casa, no abrían un libro ni aunque les fuera la vida en ello. Tampoco es que yo fuera un erudito o un empollón, así que  estaba mejor  callado con el tema de los libros, pero… joder, era un cantazo que Scott y Tommy estaban aprovechando para tocarse los cojones, y a todo el mundo le parecía bien.
               En cambio, yo ni siquiera iba a disfrutar de la graduación con el resto de mis amigos, porque nadie tiraba ni un poquito por mí. A nadie parecía importarle que fuera a marcharme de ese puñetero continente sin el graduado escolar, pero Scott y Tommy… Scott y Tommy eran los reyes, y como a reyes se los trataba.
               -¿Qué te pasa?-preguntó Bey, sus ojos castaños brillando con sincera preocupación. Supongo que Bey era la única a la que realmente le impactaba lo que a mí me pasara, por eso de que necesitas que haya un tonto en la clase para parecer aún más listo.
               Su pelo del color del caramelo me acarició el hombro cuando Bey se inclinó y me puso una mano en la espalda. Sus dedos calentaron la zona de mis lumbares, y en otra época, no muy lejana, aquel contacto habría bastado para que yo no pudiera dejar de pensar en lo que me haría a mí mismo después de clase, imaginándome que estaba con ella.
               Claro que también, en otra época aún menos lejana, yo no era un cabrón mezquino como lo estaba siendo entonces. Principalmente, porque Scott y Tommy no iban a marcharse, y todo me daba un poco más igual de lo que me lo daba ahora. Quizá fuera por Sabrae, pensé. Ella era la que había abierto la caja de Pandora que eran mis sentimientos, y ahora yo me veía solo, sin manera de hacerme con su control. O puede que incluso hubiera hecho que me volviera más sensible a las ausencias. Me había comido la cabeza. Con su preocupación por el distanciamiento había hecho que yo también me sintiera mal al alejarse Scott y Tommy de mí. Sí, puede que Sabrae…
               Por ahí no vas a ir, me dije a mí mismo, recriminándome ser así de cínico. Sabrae era lo mejor que me había pasado en la vida. Me había sacado del cascarón, me regaba con mimo, recortaba mis esquejes muertos y limpiaba el terreno a mi alrededor para permitirme florecer bajo la luz del sol que también era ella misma. No iba a echarle la culpa de que las nubes se estuvieran cerniendo sobre mi cabeza, o de que el suelo estuviera resintiéndose de mi necesidad de absorber absolutamente todo lo que encontraba a mi paso.
               -Nada-susurré, frotándome la cabeza y volviendo la vista hacia el papel en blanco que tenía enfrente, en el que sólo había escrito el enunciado del ejercicio que nos habían pedido hacer-. Es que este ejercicio es muy difícil.
               -¿Quieres que te eche una mano?
               -Tengo que empezar a hacer cosas yo solito, Bey-gruñí, y Bey se quedó callada, un poco hundida en su asiento. Pude ver cómo se desinflaba por el rabillo del ojo, y el primer impulso, ese que trató de insuflarme la fuerza oscura que había en mi interior, fue el de coger el boli y ponerme a escribir, dejándola maltratada, tirada en el suelo como un pañuelo, para que se preocupara aún más por mí. Con un poco de suerte, hablaría con los demás, y alguien se interesaría por mí.
               Suerte que yo no era tan cabrón como para dejar a Bey en la mierda. Puede que estuviera pasando por una mala racha, pero la quería lo suficiente como para que mi instinto de protección fuera más poderoso que mi orgullo, así que me volví y le puse una mano en la rodilla.
               -Perdona, Reina B. No debería haberte hablado así. Ya sabes que me frustro fácilmente-me incliné para darle un beso en la mejilla, que ella aceptó, no muy convencida.
               -Eso no es del todo cierto-comentó, pero yo no contesté. No me apetecía ponerme a charlar sobre mis sentimientos precisamente allí: en clase, con todos mis compañeros presentes, con el resto de mis amigos presentes, con Scott y Tommy allí. Si alguna vez hablaba de eso (y eso si Bey conseguía pillarme en un renuncio), no iba a ser con todo el mundo mirando cómo me abría en canal.
               Me dolía sentir que me estaba apagando, como si mi fuego interior se hubiera trasladado a la mecha que iba a hacer que todo saltara por los aires, pero sabía que, si abría la boca, no haría más que cagarla. Por primera vez en mi vida, estaba obedeciendo a lo que mi madre me había intentado inculcar: “mejor estar callado y parecer estúpido que abrir la boca y confirmarlo”, sólo que, esta vez, era más bien parecer mala persona.
               Por eso apenas hablaba mientras estábamos todos juntos, malgastando el tiempo que me quedaba disfrutando de mi grupo de amigos al completo: me callaba durante el recreo, apenas mediaba palabra al salir de clase, y utilizaba la excusa de que tenía sueño (como si no me bebiera una gran taza de café para desayunar) antes de clase, cuando los demás se contaban qué tal habían dormido o lo que habían hecho por separado la tarde anterior, en el intervalo en el que no estábamos juntos.
               Estaba harto de sentarme en la cafetería y columpiarme en la silla cuando llovía, harto de correr de un lado a otro en la cancha sólo para tener la excusa de que no podía hablar durante los campeonatos de baloncesto inter clases, harto de quedarme callado, apartado, riéndome en lugar de hacer reír. Harto de dejar de ser yo, porque ya no era ese yo que había sido siempre, sino una versión pésima de mí mismo que no hacía más que querer destruir con sus propias manos todo lo que tenía a su alcance, que molestaba más que relajaba, que restaba más que sumaba.
               Bey y Jordan me habían mirado varias veces durante el recreo de la mañana en la que Bey por fin se decidió a preguntarme qué me pasaba, pero ninguno había hecho ningún comentario. Me había ocupado de tener una buena coartada comprándome un bocadillo de lomo recién hecho y masticándolo despacio, regodeándome en un sabor que ni siquiera sentía realmente. A mi lado, una lata de CocaCola fría dejaba un charquito de agua mientras iba poco a poco perdiendo el gas. Max y Logan bromeaban sobre no sé qué gilipollez a la que yo no le estaba prestando atención, mientras Karlie y Tam discutían por no sé qué tontería de un programa que veían conjuntamente, conectadas a Skype para poder comentarlo mejor, y Scott y Tommy eran simplemente incapaces de sacarse el dichoso programita de la boca.
               Desde que habían hecho la audición presencial y básicamente les habían dado el pase nada más verlos, sin necesitar que cantaran (porque, a ver, yo estaría cabreado o lo que fuera con Scott, pero no soy tan hipócrita como para decir que el cabrón no tiene un carisma que yo no había visto nunca antes), Tommy y Scott aprovechaban cada oportunidad que se les presentaba para darnos la turra con la puñetera The Talented Generation (joder, es que hasta el nombre era una pollada como una casa), hablando de lo mucho que ya tenían hecho sólo por ser quienes eran, lo poco que tendrían que trabajar, y las expectativas que había posadas en ellos, que estaban seguros de que podían superar porque “no eran sólo unas caras bonitas”. Para más inri, absolutamente todo el grupo se volcaba en la conversación, inflándoles aún más esos egos estratosféricos que yo no me había dado cuenta de que tenían hasta que empezaron a amasar su propio ejército de fans. Vale, sí, a mí también se me terminaría subiendo a la cabeza si las tías se volvieran locas allá por donde pasaba sin que yo no tuviera que hacer otra cosa más que respirar, pero, ¡joder! Por lo menos tendría la poca vergüenza de esperar un poco a tener fans, que mi vida no es el puto cuento de la lechera.
               Sí, definitivamente Scott, Tommy y el resto de la banda iban a llegar bien lejos. Sí, definitivamente tenían un futuro casi garantizado. Sí, definitivamente iban a dar contenido de calidad.
               -Nos votaréis, ¿verdad?-se había incluso atrevido a preguntar Tommy, y posó los ojos por primera vez en mí-. Al, ¡te vamos a fundir todo el sueldo con el tema de las votaciones!-comentó, y tanto Scott como él se echaron a reír. Capullos engreídos.
               -Sí, claro, porque estoy doblando turnos para eso exactamente-repliqué mientras abría el papel en que venía envuelto mi bocadillo aún intacto-. Para tener pasta suficiente con la que estar mandando mensajitos toda la puta noche-gruñí, y le había dado un bocado tan grande al bocadillo para frenar la oleada de rencor que me escalaba por la garganta que incluso me mordí el dedo. Tommy no notó el tono hiriente de mi contestación; nadie lo hizo, en realidad… salvo Bey y Jor, claro. Y por eso me echaban vistazos de vez en cuando, cada vez más preocupados por mi silencio, que confirmaba mi mala leche. Yo no solía estar de mala leche ni solía necesitar niñeras, pero, ¡oye! Quizá implosionara de aquí a que sonaba la campana que indicaba el reinicio de las clases.
               Me notaba tan cambiado, tan jodido, tan del revés, que me cabreaba cada vez que mis amigos se comportaran como si no se dieran cuenta. Así de enfermiza era mi existencia entonces.
               Claro que tampoco iba a buscar ayuda, de la misma manera que Diana no aceptaba que era una drogadicta que necesitaba urgentemente una clínica de desintoxicación, o que Scott no admitiría que estaba más enganchado al tabaco de lo que nos quería hacer creer, o estaba dispuesto a admitir. Supongo que por eso me puse tenso cuando las gemelas se detuvieron ante la puerta de mi casa, negándose a seguir andando mientras yo rebuscaba en la mochila para encontrar las llaves, pues Mimi se negaba en redondo a llevarlas.
               -¿Queríais algo?-pregunté al ver que no continuaban caminando en dirección a su casa, sino que se quedaban allí plantadas.
               -Sí, hablar contigo-respondió Bey, cruzándose de brazos. Chasqueé la lengua.
               -Pues os resultará fácil, entonces. Hablo siete idiomas. ¿En cuál va a ser?
               -Me conformo con el inglés. Mimi, ¿nos dejas solos un rato?-le preguntó a mi hermana, que asintió con la cabeza y se marchó balanceando su falda de cuadros por el camino que llevaba a la puerta de casa. Abrió con cuidado para que Trufas no se escapara, y no fue hasta que el chasquido de la puerta confirmó que estábamos solos cuando Bey volvió a hablar, pero con actitud distinta. Descruzó los brazos y su mirada dura se reblandeció. Pasaba de ser la férrea institutriz a la madre comprensiva que el niño descarriado necesita de vez en cuando-. Vale, Al. ¿Qué te pasa?
               -¿Eh? A mí no me pasa nada. Eres tú la que quería hablar, ¿no? ¡Debería ser yo quien te preguntara eso!
               Bey miró a su hermana, y después, a Jordan. Se relamió los labios y dio un paso hacia mí.
               -Sabemos que no estás bien.
               -Define “estar bien”.
               -Pues… que no estás al cien por cien.
               -Nos ha jodido, Beyoncé. Llevo seis putas horas encerrado en el instituto, me muero de hambre, y tú has decidido que te apetece jugar a los acertijos de las ninfas conmigo aquí fuera, cuando hace un frío que pela, cuando perfectamente podrías venir a mi casa más tarde para que yo te entretuviera antes de ir a trabajar.
               -Lo de los acertijos son las esfinges, no las ninfas-intervino Tam, frunciendo el ceño, y yo clavé los ojos en ella.
               -La audacia que tienes discutiendo sobre mitología griega conmigo, que literalmente me paso los veranos en Grecia, me asombra, Tamika.
               -Tío, Tam tiene razón. Las ninfas son los bichos de las fuentes-apoyó Jordan, y yo puse los ojos en blanco. Curiosamente, a la vez que Bey.
               -No hemos venido aquí para discutir sobre animales mitológicos.
               -A mí no me vais a dejar de ignorante, ya os lo digo-atajé, sacando el móvil del bolsillo del pantalón al ver que Tam también hacía lo mismo, y abría el navegador. Tecleé rápidamente la palabra “esfinge” y, mientras cargaba, Tam me enseñó la pantalla de su móvil, en la que Google le mostraba los resultados principales de páginas en las que se contenía la palabra “esfinge” en su título… todas con relación a acertijos.
               Parpadeé y la miré. No podía soportar su sonrisita de suficiencia.
               -Que te jodan.
               -Qué maduro-Tam soltó una risita y juro por Dios que me dieron ganas de cruzarle la cara. Si no lo hacía, era porque era una tía. ¿Ves? No estaba todo perdido para mí, después de todo.
               -Tamika-recriminó Bey-, vale ya. Sabes cómo se pone cuando se cierra en banda, haz el favor de no pincharle.
               -¿Te importaría no hablar de mí como si no estuviera presente y no hubiera habido cumplido los siete años? Gracias.
               -¿Los has cumplido?-respondió Bey, volviéndose hacia mí y cruzándose de brazos de nuevo-. Porque cualquiera lo diría. Cualquiera diría que ya estás lo bastante crecidito como para comportarte como un adulto. Deja de ponerte a la defensiva, Alec, que tienes pelos en los huevos.
               -Y ahí es donde te equivocas, muñeca-ronroneé, inclinándome hacia ella-. No tengo pelos en los huevos. Me los depilo, porque a Sabrae le gusta más comérmelos así.
               Bey tragó saliva, su vista perdida en un punto del cielo.
               -Guau. Sí, definitivamente, qué maduro por tu parte, y qué elegante.
               -¿Qué es lo que te molesta, exactamente? ¿Qué te cuente mis intimidades o que te recuerde que si me afeito los cojones no es por ti?
               -Alec-me riñó Jordan mientras Bey me fulminaba con la mirada, pero levantó una mano para detenerlo.
               -Puedo sola con él. He podido siempre y seguiré pudiendo ahora. Te crees muy macho, ¿verdad?-preguntó, dándome un empujón con las manos y haciendo que retrocediera dos pasos, dos pasos que ella avanzó-. Muy macho y muy malote y muy por-encima-de-lo-que-sea-que-te-pase recordándome lo que siento por ti, y que se supone que no soy correspondida. ¿O sí? ¿Tengo que recordarte la cantidad de veces que te has hecho pajas pensando en mí? Mucho antes de Sabrae, de Perséfone o de cualquier otra chica. Literalmente perdiste la virginidad deseando que fuera conmigo-espetó, y aunque yo nunca se lo había dicho, sentí que algo dentro de mí se empequeñecía-. Igual que yo la perdí deseando que fuera contigo. Así que no vas a usar la cartita de “me follo a otra”, porque yo también puedo sacarte la cartita de “me follo a otros”, y a ver quién de los dos tiene la mano más alta, ¿eh?
               Sus ojos ardían sobre los míos. A pesar de que era más baja que yo, y no tan musculosa, Bey me estaba pegando una soberana paliza, y ni siquiera había empezado a sudar.
               -Te voy a  pasar la puta subnormalada que acabas de decirme porque claramente no estás bien, Alec. Y mira, me parece genial que tengas la única neurona que aún te funciona anclada en la idea de que no puedes contarle a nadie lo que sea que te pasa porque eso haría que te menguara la polla… mm… ¿un milímetro? Y tú no puedes permitirte eso, no señor-me dio una palmada en el pecho-. ¡A ti, o te mide tres kilómetros, o si no, no puedes ser feliz! Pero te diré una cosita, Alec. Un secretito que te va a cambiar la vida: el tamaño no importa, lo que importa es lo que hagas con ella. Y tampoco se te va a caer a pedazos si algún día te da por hablar de tus sentimientos. Así-extendió las manos delante de mí-, ideas que yo te doy de gratis, porque soy tu amiga y te quiero. De forma amistosa y de forma sexual, vale, e incluso con esta expresión ceñuda de cromañón que me llevas últimamente, como si estuvieras tratando de resolver una ecuación de sexto grado sin usar papel y lápiz.
               -No tengo ni puñetera idea de lo que me hablas, Bey.
               -¿De veras? Yo creo que sí. ¿Desde cuándo estás mal?
               -Yo no estoy mal.
               -Es más terco que una puñetera mula-bufó Jordan.
               -Tú cállate, que aquí nadie te ha dado vela en este entierro.
               -Se la doy yo si hace falta.
               -¿No decías que podías tú solita conmigo?
               -Dios me libre de renunciar a un trío-contestó, y yo me eché a reír y levanté las manos.
               -Amén, hermana.
               -Alec-su expresión se suavizó-. Estoy hablando en serio.
               -Y yo también. ¿Llamo a Sabrae?
               -¿Para qué?
               -Para que participe, Jordan.
               -¿Y yo qué?
               -Tú puedes mirar.
               -O puedes participar, y que mire Alec-respondió Tam.
               -Este baboso no le va a tocar ni un pelo a mi chica, ¿estamos?
               -Alec Theodore Whitelaw-me reprendió Bey de nuevo-. Déjate de irte por las ramas. ¿Me quieres decir qué es lo que te pasa? ¿Desde cuándo estás así?
               -Beyoncé Giselle Knowles-bufé-, no tengo ni puñetera idea de lo que me estás hablando. No estoy mal. Y no sé desde cuándo se supone que estoy mal.
               Pero sí que lo sabía. Podría decirte la fecha exacta: fue el domingo después del sábado en el que Sabrae se tomó la píldora y se puso tan mal. Pensaba que mi felicidad duraría eternamente, después de haberme comportado como un novio y director de hotel ejemplar: le había dado todos los mimos que se merecía y más, llevándole comida, duchándola, echándole crema hidratante y achuchándola cuanto quiso mientras leíamos juntos. Me sentía íntimamente ligado a ella, y en sintonía con el universo. Incluso me había dicho que era un novio genial, y luego se había corregido, dándose cuenta de que, inconscientemente, ya me había dicho que sí, lo cual era mejor que un sí consciente…
               … y luego, les había preguntado a Scott y Tommy qué tal llevaban lo del concurso. Tenían la audición esa semana, y me suponía que estarían nerviosos.
               -Ya sabemos todas las fechas-comentó Tommy.
               -Sí, el mensaje de la secretaria del tal Simon Asher fue bastante alentador. No es el típico mensaje de corta y pega, ¿sabes? Estoy convencido de que vio nuestra audición de verdad, y que le interesamos en serio.
               -Qué guay. Me alegro-les había dicho, y entonces, aún estaba siendo sincero-. Lo vais a petar, fijo. ¿Cuándo se supone que entráis?
               -A principios de marzo.
               -Pero, ¡tranqui!-Tommy se había colgado de mi hombro y me había revuelto el pelo-. No entramos hasta después de tu cumple.
               -Sí, así que Sabrae estará bien todavía para esos días-se había reído Scott, mordisqueándose el piercing. Sus palabras fueron como una daga helada hundiéndose en mi corazón.
               No sólo por lo que aquello iba a hacerle a Sabrae, sino porque acababa de darme cuenta de que ellos estaban mucho más ilusionados por irse de lo que yo creía. Era como si lo estuvieran deseando, como si estuvieran viviendo una vida que no les satisfacía, y por ansiaran con toda su alma cambiar de aires. Como si no les gustara lo que tenían allí. Las clases, sus sueños de siempre, sus familias, sus amigos…
               … yo.
               Y empecé a descomponerme. Me hice mierda, literalmente. Mi interior empezó a pudrirse, no por la tristeza que me producía pensar que cada vez teníamos menos tiempo, sino porque tardé un nanosegundo en convencerme a mí mismo de que era un amigo de mierda porque, curiosamente, no quería que se marcharan.
               Igual que Sabrae, yo tampoco quería que salieran de mi vida. No sólo porque nada iba a ser lo mismo sin ellos, sino porque… les iba a echar tanto de menos que me destruiría. Me destruiría estar sin cualquiera de mis amigos, pero que encima se fueran Scott y Tommy, que eran el pegamento que mantenía al grupo unido, los anclajes que nos conectaban a todos, los soles alrededor de los que los demás orbitábamos… ya había visto lo que nos pasaba a los demás cuando Scott y Tommy no estaban, y odiaba cómo había perdido lo más importante y duradero que había conseguido en toda mi vida: mi grupo de amigos, las personas a las que yo había elegido como familia. Lo que en muchas culturas simplemente se llamaba “mi gente”, para mí tenía una importancia mucho mayor.
               Porque cuando tu padre casi mata a tu madre de una paliza y te agobia pensar en ello, y te atragantas con las palabras, encontrar a un grupo de personas que no sólo no te presionan para descubrir qué te pasa, sino que te dan palmadas en la espalda, te dicen que no tienes que contarlo si no quieres y te convencen de que la culpa no es tuya y tú no eres como él, es sacar la cabeza de debajo del agua un segundo antes de que todo tu sistema respiratorio colapse. Es, literalmente, sobrevivir.
               Como adelantando acontecimientos, mi mente ya se puso en lo peor. Puede que me costara pillar cosas en clase, pero para ser pesimista, mi cerebro trabajaba a toda máquina. Manejó una y mil teorías de por qué me ponía así, y todas conducían a la misma solución, como las hebras de una tela de araña que, por muy lejos que empiecen, se terminan encontrando en el centro, formando un patrón perfecto: era un amigo de mierda, era mezquino, era egoísta.
               Incluso llegué a convencerme a mí mismo de que había cogido el voluntariado no porque quisiera ayudar a la gente, sino porque quería salvarme a mí mismo. ¿Qué había hecho mi subconsciente cuando asumí que no iba a graduarme con mis amigos? Buscar el destino más alejado posible y más incomunicado que pudiera encontrar para tener una excusa para quedarme atrás, yo solo, mientras mis amigos se iban a la universidad y continuaban con sus vidas, desterrándome en esa etapa tan genial pero efímera y pasajera que era la adolescencia.
               Yo no iba a sobrevivir a la universidad de mis amigos. Ellos seguirían y yo me quedaría estancado. La única solución era… perderme en lo más profundo de África, tratar de convertirme en un héroe y que ellos estuvieran orgullosos de mí, aunque en el resto de cosas, mi vida fuera un desastre: sin estudios, sin futuro, sin pareja estable mientras todos ellos sentaban la cabeza, follando cada noche con una chica distinta mientras ellos conocían a los amores de sus vidas.
               Pero, luego, gracias a Dios, Sabrae había entrado en la ecuación. Había despejado la variable, y lo más importante: volvía a hacerme relevante, al menos con Scott. Scott no podría dejarme atrás por culpa de su hermana. Y si Scott no me dejaba atrás, ninguno lo haría. Éramos como los mosqueteros: todos para uno, y uno para todos.
               Sabrae era mi salvación, no por cómo me hacía quererla ni por cómo me quería ella a mí… sino porque sería la que literalmente obligaría a mis amigos a quedarse conmigo.
               Sobra decir que, en cuanto ese pensamiento entró en mi cabeza, echó raíz y comenzó a emponzoñarlo todo.
               Y que me levanté a vomitar del asco que me daba a mí mismo por pensar eso. Mi estómago se revolvía como un jabato contra la idea de que Sabrae era un medio, y no un fin en sí misma. Has cambiado demasiado por ella como para que sólo sea un medio, me susurró una voz buena en mi interior, y yo me había mirado al espejo, me había hundido en mi mirada y le había respondido desde lo más profundo de esa inseguridad que me comía por dentro sin que nadie, excepto Sabrae, lo sospechara: ¿He cambiado por ella o lo he hecho por mis amigos?
               Bey parpadeó, se mordió el labio y negó despacio con la cabeza.
               -Vale. Si no quieres decírmelo ahora, vale. Pero no vas a conseguir convencerme de que son cosas mías, porque lo hemos notado todos. Los ocho. Dos es coincidencia, tres es planificado, pero, ¿ocho? Ocho es, simplemente, verdad.
               Miré a Jordan, que esperaba pacientemente. En su mirada había una mano tendida: él siempre me escucharía, sin importar en qué idioma empezara a hablar, que él no lo entendiera. Miré a Tam, en cuyos ojos brillaba el cariño. Ella tampoco me dejaría caer.
               Y luego, volví a mirar a Bey. Mientras Jordan esperaba, Bey tenía esperanzas. Los dos se interpondrían entre una bala y yo, igual que yo por ellos.
               -Yo sólo… quiero que sepas que estamos aquí, ¿vale? Todos lo estamos. Y sea lo que sea lo que te pasa, puedes contar con nosotros. No vamos a juzgarte. Nunca lo hemos hecho, ni nunca lo haremos. Sólo… nosotros…-se le quebró la voz y se le humedecieron los ojos, y yo me sentí aún más mierda por estar haciéndole esto-. Yo sólo quiero que vuelvas a estar bien. Que seas el de antes, que te rías y hables y digas tonterías y todos nos riamos y te mintamos diciéndote que no te soportamos, cuando la realidad es que no podríamos vivir sin ti.
               Tragué saliva.
               -No te preocupes por mí, reina B.
               -Sí que me preocupo. ¡Todos lo hacemos! Es que…-sorbió por la nariz y negó con la cabeza-. Tienes esa puta costumbre de comportarte como si no tuvieras derecho a estar mal sólo porque no estás en ningún país del tercer mundo muriéndote de hambre que te va a terminar asfixiando, Al… Tienes todo el derecho del mundo a estar mal, y de querer que alguien te pregunte por tus problemas sin que por ello tengas que sentirte miserable.
               -Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos que mis problemas, Bey.
               -Te equivocas, Al. Tus problemas siempre son importantes-intervino Jordan, y yo asentí despacio con la cabeza.
               -Vale. Bueno, eh… tampoco es que tenga nada que contaros-no sé por qué, decidí esconderme de nuevo en mi caparazón antes de terminar de salir del todo, y pude notar lo decepcionados que se sintieron. No era propio de mí recular de esa manera… como un puto cobarde. Claro que tampoco había sido un cobarde hasta entonces; siempre me había lanzado de cabeza al ring, sin importar que la bestia que me estuviera esperando sobre él, o a la que yo tuviera que esperar, fuera el doble que yo. Toda mi vida se había caracterizado por una valentía rayana en la temeridad, pero ahora había pasado directamente a comportarme como un kamikaze -. Y me encantaría quedarme de cháchara, pero… tenemos que trabajar hoy, Jor, ¿recuerdas?-le miré, y él asintió con la cabeza, cansado. Se toqueteó las rastas, pensando en cómo podía hacer para convencerme de que me abriera con ellos, pero yo ya estaba demasiado lejos de su ámbito de influencia. Era un planeta lejano en un rincón de la galaxia que no podía hacerme absolutamente nada, y cuya existencia se reducía a un tenue y minúsculo punto en un confín del círculo que el telescopio más potente del mundo me ofrecía. Si estaba ahí, o me lo estaba inventando, era difícil saberlo.
               Las gemelas intercambiaron una mirada, preocupadas. Finalmente, Bey decidió desistir cuando Tam se encogió de hombros, en un clarísimo “ya sabes cómo es” que no tenía lugar a discusión. Era terco como una mula. En eso, era igual que Sabrae: cuando se me metía algo entre ceja y ceja, no había manera de hacerme cambiar de opinión.
               Y ahora se me había metido entre ceja y ceja que no podía compartir mis miedos con nadie. Nadie se merecía que yo le hundiera de esa manera, inoculando mi veneno en su torrente sanguíneo. Lo que había en mis venas era ponzoña en lugar de sangre, ponzoña que me decía que no podía abrirme como una flor ante mis amigos, porque mis pétalos eran las fauces de una planta carnívora.
               No podía decirles la verdad, porque me tomarían por imbécil, por gilipollas, por un egoísta, por una mala persona… esto era impropio de mí, sentir celos no era algo con lo que yo tuviera que lidiar todos los días. Eso haría que cambiara la concepción que mis amigos tenían de mí, y yo no quería perderlos tan pronto. Tenía que aguantar como fuera hasta que Scott y Tommy se marcharan, porque cualquier cosa de lo que aún tenía era mejor que lo que me esperaba más allá de la frontera de perder a dos piezas tan importantes en el puzzle del grupo como eran ellos dos.
               Así que me dejaron escaparme a mi casa para comer. Mimi intentó sonsacarme qué pasaba, pero yo me limité a decirle que no era asunto suyo de una forma un poco más afilada que de costumbre. También un poco de mi rencor quedaba reservado para mi hermana, que “sólo” iba a perder a su mejor amiga. Estaba seguro de que Eleanor se esforzaría más en mantener el contacto que Tommy y Scott, y que lo único que cambiaría en su relación es que ésta se volvería más virtual de lo que ya lo era; por lo demás, mi hermana no notaría el cambio. Sus amigas seguirían ahí, porque su grupo no era el sistema solar que era el mío, y no se desintegraría después de que Eleanor se marchara. Y estaba, por supuesto, el hecho de que Eleanor llevaba diciendo que quería participar en ese concurso desde que tenía uso de razón: a pesar de que había varios concursos de canto en la tele, ninguno le gustaba tanto como The Talented Generation, así que cuando cumplió los 15, sus amigas lo celebraron fabricándole un libro con montajes de ella en su paso por el concurso, triunfando como nadie hasta entonces había triunfado.
               -Serás la primera Tomlinson en ganar un concurso de la tele-le decían, a poder ser delante de su padre, que ponía los ojos en blanco y se marchaba refunfuñando de la habitación en que se  encontraba. Y las chicas se reían.
               Bueno, pues resulta que a mí no me daban ganas de reírme. No quería que llegara el momento de irse para Scott y Tommy, a la vez, no veía la hora de que eso sucediera. Odiaba este bamboleo en el que estaba metido, en el que el punto medio simplemente no existía. No podía despejarme haciendo absolutamente nada, excepto una cosa: chapuzas en casa. El trabajo era tan mecánico y requería tan poca concentración que yo entraba en una especie de trance en la que te juro que incluso era capaz de verme desde fuera de mi cuerpo, como si fuera el protagonista de alguna serie mala de las que ves para entretenerte mientras graban las temporadas de las que verdaderamente te interesan.
               Por suerte para mí, en IKEA habían vuelto a sacar una oferta de unos días de trabajo montando la nueva colección de muebles en varios de los establecimientos de los centros comerciales, y como Jordan y yo habíamos ido el año pasado, estábamos de los primeros en la lista de espera. No te voy a engañar: el curro me venía cojonudo para conseguir más pasta para Barcelona, pero también era de lujo porque aporrear clavos me resultaba terapéutico.
               Intentaba decirme a mí mismo que lo que más me interesaba de montar los muebles era el dinero, pero yo sabía que no era verdad. También me daba dinero Amazon (de hecho, bastante más), pero no me distraía de la misma manera. Sí, necesitaba la mayor reserva posible de pasta para intentar mejorar las condiciones en que iba a viajar Sabrae (ella se había ofrecido varias veces a pagarme parte del viaje como “regalo de cumpleaños”, a lo que yo le había contestado que todo lo que me diera después del 5 de marzo no contaba como cumpleaños, porque se supone que quien tiene que mantener al otro soy yo, que para eso tengo un trabajo, y no ella, que sólo tiene su paga), porque ella estaba acostumbrada a moverse en entornos que a mí no me terminaban de resultar del todo cómodos. El día que quedamos para mirarlo todo y reservarlo cuanto antes, Sabrae había seleccionado los asientos más amplios en el avión, y había mirado las instalaciones de los hoteles por encima de su precio. Yo le había dicho que no me importaba viajar en la parte de atrás del avión, que no me mareaba, y que para lo poco que íbamos a estar en el hotel, nos servía cualquier sitio con tal de que tuviera una cama. Ella se había dado cuenta entonces de que el precio se me salía un poco del presupuesto, e incluso se había ofrecido a pagarlo todo por adelantado con sus ahorros, y dejarme devolverlo “en los plazos que tú quieras, sin ningún tipo de interés, porque no soy ningún banco”, a lo que yo le había respondido “ni tampoco una hermanita de la caridad”.
               ¿Me jodía que ella tuviera que conformarse con menos que palacios, que era lo que se merecía? Sí. Pero más me jodía dejarla pagar. Me hería el orgullo. Así que no, no iba a poner un penique más de lo que le correspondía, pero yo me aseguraría de poder aumentar las apuestas en la medida de lo posible. Le había gustado uno de los hoteles Vela de Barcelona, situado en el puerto (que, la verdad, tenía buena pinta), y yo había estado echando cálculos de lo que necesitaríamos para la habitación más sencilla, que total, te da el mismo acceso a la piscina infinita, el spa, el buffet libre y las tiendas interiores que una suite. Dado que dos noches para dos personas costaban las dos terceras partes de mi sueldo mensual, necesitaba un pequeño aliciente económico que mis amigos suecos me brindaban en bandeja de plata.
               Claro que no era en el dinero, precisamente, en lo que me ponía a pensar cuando me pasaba media hora interpretando planos de armarios con puertas correderas, camas de dos metros o escritorios de ejecutivos. Y cuando me ocupaba de encajar las cosas a martillazos, ya ni te cuento qué posición ocupaba la pasta entre mis neuronas.
               Me vendría bien apretar tuercas, levantar tablas de varios kilos de peso y encajar las distintas piezas de los muebles para no tener que pensar en lo que me esperaba. Los mapas de muebles de IKEA eran una buena manera de distraerme. Las consultas de los psicólogos se quedarían vacías si la gente descubriera el poder terapéutico del bricolaje, pero por suerte para mí, aquello era una joya al alcance de unos pocos aún.
               Eso, por supuesto, si a Jordan no le daba por empezar a tocarme los cojones, comportándose como mi terapeuta personal. Llevaba notando que me miraba por el rabillo del ojo mientras nos ocupábamos de encajar el somier de una cama en el hueco que nos habían marcado con cinta aislante. Me daban ganas de preguntarle si tenía monos en la cara, o estaba descubriendo que después de todo, le iban los tíos. No podría culparle si se hacía gay por mí: la verdad es que estaba buenísimo. Aún lo estoy, de hecho.
               -Te vas a grapar un dedo a la cama como sigas mirándome así-comenté, ajustando una esquina del mueble. Jordan chasqueó la lengua.
               -No te estaba mirando de ninguna manera.
               -Yo he mirado con más desinterés a tías dentro de las que me terminé corriendo, Jordan. Sé cómo funciona la mecánica de las miradas.
               -Es que… estás raro, macho. No sueles estar tan callado cuando estamos construyendo algo. ¿Recuerdas que, mientras construíamos mi cobertizo, no callabas ni debajo del agua? Me levantaste un dolor de cabeza que me duró toda la obra.
               Me encogí de hombros.
               -Pues supongo que sólo estoy siendo un buen amigo, entonces.
               -Ya, bueno, pues éste soy yo siendo un buen amigo contigo, tío. Esto… ¿todo bien con Sabrae?
               Me puso tenso en cuanto dijo su nombre. No porque no le permitiera hablar de ella (con Jordan era con quien más hablaba de Sabrae, más incluso que con su hermano, a pesar de que llevaba siendo el tema central de nuestra conversación una buena temporada), sino porque sabía por dónde iban los tiros. Seguro que pensaba que estábamos mal (otra vez), y me soltaría una charla motivadora sobre lo mucho que valgo, lo mucho que ella me quiere, lo bien que parecemos juntos, y toda la pesca. Lo típico de las chapas de Jordan.
               -Sí, ¿por?-respondí con frialdad, intentando controlar la rabia volcánica que ya subía por mi esófago. Sólo está siendo amable, sólo está siendo un buen amigo; es evidente que está mal, y como yo puedo ser muy hermético, tiene que encontrar la manera de atravesar mi coraza. Claro que Jordan nunca había tenido que atravesar mi coraza, porque yo la dejaba a la puerta cada vez que entraba en su casa.
               -Por… nada en especial. No sé. Es que… me da que pensar cómo estás últimamente, ¿sabes? Y ya sabes que si os pasa algo, me lo puedes contar-insistió. Había dejado de atornillar su parte, lo cual me molestó. Nos pagaban una miseria la hora; con lo que ganábamos realmente pasta era con los muebles que terminábamos, a un precio que variaba dependiendo del tipo de mueble del que nos estuviéramos ocupando (evidentemente, no valía lo mismo una silla que una cama), y yo necesitaba la pasta… y no pensar, que era justamente lo que Jordan pretendía que hiciera.
               -Jordan, literalmente te cuento todo lo que me pasa con Sabrae. O sea, ¿qué cojones?-bufé-. Ponte a trabajar, anda.
               -No sé, tío. Es que igual piensas que…-dejó su destornillador en el suelo y yo le lancé una mirada asesina de la que él ni se percató, tan ocupado como estaba en desarrollar su tesis doctoral sobre la amistad y su influencia en la psique humana-, no sé, como yo no tengo novia… bueno, novia tampoco-se apresuró a corregirse, y cuando me vio parpadear despacio, perplejo, se apuró aún más en retractarse-. Bueno, sí. Novia. Esto… eso, que igual piensas que no te sé aconsejar, y probablemente haya otras personas que puedan entenderte mejor que yo, pero… yo voy a hacer el esfuerzo, ¿sabes? Por lo menos, puedo escucharte.
               -¿A qué vienen estas mariconadas, Jordan?-espeté, crispado, y Jordan se relamió los labios.
               -No sé, tío. Llevas unos días súper arisco, en plan… más arisco de lo normal.
               -Ah, ¿que yo de normal estoy arisco? Vale, vale. Lo tendré en cuenta-gruñí, tirándome en el suelo para no verlo, mientras fingía estar ajustando un tornillo en su lugar.
               -No, joder-Jordan no me dejó poner distancia entre nosotros, sino que se incorporó y empujó un poco la tabla, desencajándola del sitio e ignorándome cuando me cagué en su madre. Nos iba a llevar bastante tiempo volver a colocarla en su lugar exacto-. ¿Lo ves? Estás arisco, tío. Te estás poniendo a la defensiva como un gato panza arriba, cuando antes simplemente me vacilarías, y ya está.
               -Jordan, te estoy vacilando. No sé qué cojones quieres, macho. O sea, si estoy arisco, porque estoy arisco, y si te vacilo, porque te vacilo. A ver si te aclaras, hermano-negué con la cabeza y traté de colocar la tabla en su lugar-. Me estás tocando los huevos con esta puta cama, y sabes que necesito la pasta, así que no me hace gracia que remolonees como lo haces, como comprenderás…
               -Esto ya era antes de la cama. Llevas raro varios días.
               Parpadeé.
               -Sí, bueno, pero si me acabo de cagar en tu madre es porque no me estás ayudando, tío, sino que me estás retrasando un huevo. Así que si no quieres hacer nada, por mí perfecto, pero al menos apártate para no estorbarme.
               Jordan se quedó allí plantado, sin decir nada. Lentamente, se agachó y me ayudó a meter la tabla en su lugar, y la sostuvo allí mientras yo volvía a colocar los tornillos que se le habían saltado, asegurándome de que no se movían esta vez.
               -Entonces todo bien con Sabrae-volvió a insistir-, ¿no? Quiero decir, no tenéis ningún tipo de problema, ni… ni lleváis tiempo sin… ¿el sexo con ella bien?
               Clavé los ojos en él, y mi mirada debió de ser tan impactante que Jordan incluso reculó. No podía creerme lo que me estaba preguntando. ¿De verdad me estaba diciendo que si disfrutaba del sexo con Sabrae? Literalmente los únicos momentos en que yo me sentía bien, yo mismo de nuevo, era cuando me hacía pajas pensando en ella, o incluso intercambiando nudes.
               Que pensara que Sabrae no era capaz de satisfacerme era de puto chiste, sobre todo porque ella sería capaz de levantármela incluso si estuviera muerto.
               -Eh… follamos que te cagas, y follamos todo lo que yo necesito. Que, por cierto, no sé cuánto te piensas que es, pero no soy ningún tipo de adicto, ni nada por el estilo, ¿sabes? Además, ¿qué te piensas? ¿Que me pongo de mala hostia porque n puedo estar una semana sin follar con Sabrae? Deberías hacértelo mirar si te pasa a ti, Jordan.
               Él se quedó allí arrodillado, expectante. No dije nada más, y al cabo de unos instantes, al darse cuenta de que mi silencio iba a prolongarse todo lo que él quisiera, comentó:
               -¿Ves como estás raro? En cualquier otro momento me habrías metido la pullita de “ah, no, Jordan, que tú llevas 17 años sin follar, porque eres un puto virgen”. Ahora, sin embargo…
               -Ahora, sin embargo, me estáis tocando todos tanto los cojones que literalmente prefiero no decirte nada para ver si tú te callas también, pero ya veo que ni por esas voy a tener tanta suerte.
               ¿Me estaba pasando? Sí. ¿Lo sabía? Sí. ¿Me sentía mal por ello? Mal, no: como una puta mierda. ¿Podía parar? No. Igual que tampoco puedes parar de comer o de rascarte, una vez que empiezas a ser tóxico, es imposible volver atrás.
               Suerte que tenía unos amigos que no me los merecía, y que Jordan, una vez terminamos el turno y nos quitamos el uniforme, se acercó a mí, con la bolsa que nos habían dado el año pasado a la espalda, y me preguntó:
               -¿Quieres ir a comer unas hamburguesas?
               -No tengo pasta.
               -Invito yo.
               -Eso me gustaría verlo-respondí, porque si hay algo a lo que no puedo renunciar y que Jordan puede darme, es comida. La otra cosa a la que yo no podía resistirme eran las mujeres, y eso estaba un pelín fuera del alcance de Jordan.
               Di buena cuenta del menú que me había pedido (con chilli cheese bites incluidos, a los que les hice una foto que le envié a Sabrae), disfrutando de las calorías entrando en mi cuerpo y preguntándome qué diría Sergei si me veía poniéndome como un cerdo esa semana precisamente, cuando aún no había pisado el gimnasio. Jordan comía despacio, observándome, y cuando saqué el móvil para enviarle la foto de las bolitas de queso a Sabrae, se permitió esbozar una sonrisa y soltar un suave suspiro.
               -¿Qué?-pregunté, pero no en el tono arisco de esos días, sino con la suavidad de siempre. Puede que incluso hubiera recuperado el tono vacilón que me caracterizaba, pero eso era una ilusión creada por el kétchup.
               -Nada. Me alegra saber que no me estabas mintiendo cuando me dijiste que Sabrae y tú estáis bien.
               -Es que lo estamos. No sé por qué todos os empeñáis en decir que estoy raro. Simplemente no tengo nada que decir. Al menos, nada más interesante de lo que tenéis que decir vosotros, así que…-me encogí de hombros, y Jordan siguió comiendo, sin recoger el guante que yo con tanto esmero le había lanzado. Deseé que me insistiera para tener una excusa para desahogarme, pero Jordan, como todos los demás, estaba harto de mi dramatismo.
               -Yo sólo te lo digo para que te acuerdes de que me preocupo por ti. Te conozco, y sé que algo no va bien, pero, Al… no puedes seguir encerrándote en ti mismo para siempre. En algún momento tendrás que decirnos qué te pasa. No digo que tenga que ser ahora-atajó cuando abrí la boca, y yo la volví a cerrar-. Cuando estés preparado, pero… antes me lo contabas todo. Y echo de menos eso.
               -Antes, ¿de qué?
               -Antes de Sabrae-respondió, jugueteando con un trozo de pepinillo, y a mí se me cayó el alma a los pies.
               -¿Qué?
               -Eso. Que antes podía saber lo que te pasaba por la cabeza con sólo mirarte, y ahora… nada. Es como si fueras un libro cerrado con un candado en el lomo para que nadie más que ella pueda leerte. Que oye, no lo estoy criticando, pero… no sé. En momentos como éste echo de menos cuando simplemente llamabas a mi puerta con una caja de cervezas debajo del brazo y me invitabas a echar unas partidas a la consola.
               -Espera, Jor, ¿me estás diciendo que… me echas de menos? Pero si estoy aquí, delante de ti.
               -Sí, ya, a ver, eso ya lo veo. Pero no sé, tío. Llevas unos días muy raro, y yo no sé qué pensar. No sé si es algo que hayamos hecho nosotros, que estás estresado por los trabajos, o… qué. Pero la cosa está en que antes ni siquiera necesitaba adivinarlo, porque con mirarte bastaba, pero ahora te comportas como un puto rompecabezas. Y nos tienes preocupados.
               -No es nada.
               -Eso dices siempre, que nunca es nada, pero luego te dan ataques de ansiedad como el de cuando… bueno, ya sabes cuándo-me miró con ojos de corderito degollado y yo dejé la hamburguesa a medio comer sobre la bandeja, intentando apartar de mi mente la imagen de Tommy inconsciente en el comedor de su casa-. Y a ti nunca antes te había dado ningún ataque de ansiedad. Y luego está lo de ir a ver a Aaron, y… no sé, tío. Estás como… inestable, por así decirlo. Y me da miedo lo a oscuras que me siento, ¿sabes? Porque no tengo ni idea de si esto tiene que ver con algo de antes o es una cosa nueva. Y quiero ayudarte, de veras que sí, Al. Pero si tú no me dejas…
               -Es una cosa nueva-susurré para mi sorpresa, clavando los ojos en la hamburguesa. Jordan abrió los ojos como platos.
               -¿Cómo dices?
               -Que lo que me pasa es una cosa nueva. No tiene nada que ver con mis ataques de ansiedad ni con lo de Aaron. Es algo diferente.
               Jordan se desmoronó en la silla. Se frotó la cara y asintió despacio con la cabeza después de exhalar un largo suspiro.
               -Lo sabía. Sabía que te pasaba algo.
               -Sí, pero no es contigo. Jor, venga. Si fuera contigo, me plantaría en la puerta de tu casa y te lo diría. Vives enfrente de mí, ¿recuerdas? Tampoco es que tenga que atravesar Londres-me encogí de hombros.
               -¿Y se puede saber qué es?
               -Es una gilipollez. Se me pasará.
               -Alec-inclinó la cabeza a un lado, y yo chasqueé la lengua.
               -Va en serio, tío. No tienes que preocuparte.
               -Sí que me preocupo. Cada vez que te cierras en banda me preocupo, ¡joder!-protestó, dándole un manotazo a la bandeja y haciendo que un par de patatas brincaran sobre su bolsa. Me lo quedé mirando.
               -Eh, tío. La comida no te ha hecho nada. Pídeles perdón a mis patatas.
               -No pienso pedirles perdón a las puñeteras patatas.
               -Da gracias de que ya me haya comido los bites, o de lo contrario, como les hicieras algo, te tragarías la silla-comenté, mojando una patata en un lago de kétchup. Jordan se me quedó mirando, de brazos cruzados.
               -No te vas a escaquear de la conversación como has hecho esta tarde con las gemelas, ¿sabes? Ni siquiera puedes huir al baño: yo puedo ir detrás.
               -No me escaqueo de la conversación, simplemente busco justicia para las patatas, que no pueden defenderse solas. ¿Tan malo es?
               -Prométeme que no es grave.
               -No puedo hablar en nombre de las patatas, Jordan.
               -Gilipollas, lo de las puñeteras patatas no. Lo tuyo. Lo que sea que te pase.
               -Ah. No, no es grave, tranquilo.
               -Prométemelo.
               -¡Te digo que no es grave!
               -¡Y yo que me lo prometas!
               Me lo quedé mirando. Me pasé la lengua por las muelas y negué con la cabeza. Jordan, por su parte, entrecerró los ojos.
                -Estás cabreado con alguien, ¿verdad?
               -Ya no quiero jugar a esto-bufé, cogiendo la hamburguesa, tirando de un trozo de lechuga suelto para metérmelo en la boca y rumiándolo como una vaca. Dejé de masticar en cuanto Jordan atacó de nuevo:
               -¿Ese alguien son dos personas?-como no contesté, sino que me quedé quieto como un conejo ante el peligro, valorando si le merece la pena romper el equilibrio del paisaje echando a correr, y revelando así de manera definitiva su posición, Jordan esbozó una sonrisa-. ¿Esas dos personas son Scott y Tommy?
               -¿Qué te hace pensar eso?-pregunté, mordiendo otro trozo de hamburguesa. Jordan amplió su sonrisa y enarcó una ceja.
               -Bueno, resulta evidente. Cada vez que hacen un examen, no dejas de mirarlos como si se hubieran cargado a tu madre. Y cuando hablan, tú te esfuerzas en no poner los ojos en blanco, coges lo primero que encuentras a tu alcance, y te entretienes jugueteando con ello hasta que se callan.
               -Si tan cantoso soy, ¿por qué ellos no se han dado cuenta aún?
               -Sí que se la han dado. Se la ha dado todo el mundo, hasta los profesores, Al. A lo que estamos esperando todos es a que nos digas qué te pasa con ellos.
               -Es una gilipollez.
               -No, si te molesta. Y deberías decirlo.
               -Puede, pero no lo voy a hacer.
               -¿Por qué?
               -¡Porque DUELE, Jordan!-ladré, y varias personas de nuestro alrededor se quedaron mirándome. Jordan pestañeó, expectante-. Porque duele lo que pienso, y más me duele pensar que no tengo que pensar así, pero… sé que está mal. Pero no puedo evitarlo. Y si lo digo en voz alta, le doy todavía más fuerza, ¿entiendes?
               Se tomó un instante de vacilación, sólo uno. Y después, asintió con la cabeza.
               -Sí. Yo estoy más o menos igual.
               Esta vez, quien parpadeó en un mar de confusión fui yo.
               -Ah, ¿sí? ¿Tú también estás…? Pues o yo estoy ciego, o lo disimulas cojonudamente.
               -No, no con Scott y Tommy. Lo mío es con otra persona. Con Zoe-explicó, y se revolvió en el asiento, incómodo.
               -¿Con Zoe? ¿Qué te pasa con ella?
               -Nada, tío. No sé. A veces pienso que son rayadas mías, pero… creo que me pillé por ella más de lo que ella se pilló por mí. Me estoy arrastrando como si no tuviera ni un ápice de orgullo, y ella sigue viviendo su vida, ¿sabes?
               -Pues haz tú lo mismo. Vive tú la tuya, y que se joda.
               -¿Y por qué no haces tú lo mismo con Scott y Tommy?-preguntó, y yo me reí, cínico.
               -Porque la situación no es comparable, Jor. Además… no es lo mismo. Tú estás pillado por Zoe; Tommy y Scott son mis amigos, punto. No hay nada raro detrás de mi cabreo.
               -¿Seguro?
               -Mira, tío, no estoy preparado para hablar de eso, ¿vale? Me da miedo que, al abrir la boca yo, todo salte por los aires. Y quiero que estemos todos tranquilos en el poco tiempo que les queda con nosotros.
               Jordan entrecerró los ojos de nuevo.
               -Vale, quieres tranquilidad, y lo acepto, pero tampoco tienes por qué ser un mártir. Las cosas pueden hablarse tranquilamente; estoy seguro de que Tommy y Scott tendrán una actitud abierta en el momento en que tú decidas…
               -Ahí está la cosa-le interrumpí-. Tommy y Scott no se van a poner como fieras, pero yo sí. Y no quiero eso. Quiero que estemos todos unidos, hasta el final.
               -Y eso te honra, macho, pero, ¿a qué precio?
               -Al que sea, Jor-murmuré, abstraído-. Al que sea.
               Supongo que con esa conversación Jordan se dio por satisfecho: sabía que cuando no quería hablar de un tema, no había manera de que me arrancaran ni media palabra, y ya había hecho bastantes progresos a lo largo de la cena como para cubrir mi cuota diaria de sinceridad.
               Con lo que yo no contaba era con que mi medidor de sinceridad era diferente dependiendo de con quién me encontrara, algo que, pensado en frío, resulta evidente: no hablaba lo mismo con Karlie o Max que con Bey y Jordan.
               Y él sabía que había alguien que podría descargarme completamente el veneno del cuerpo, dejándome vacío para que el éter volviera a mí. Curiosamente, su capacidad de carga no tenía nada que ver con su estatura: mientras Jordan pasaba del metro ochenta, ese alguien especial ni siquiera llegaba al metro sesenta.
               Supongo que, dado que Jordan tenía el número de Sabrae, era más que evidente que le había pedido que interviniera para sonsacarme lo que me pasaba, o incluso conseguir que hablara con Scott y Tommy, pero yo estaba tan abstraído en mi mundo que ni siquiera la vi venir hasta que no la tuve en la cama, abrazándome por detrás después de hacerlo como conejos.
               A la mañana siguiente de mi sesión de terapia con Jordan y la colaboración especial de las hamburguesas, Sabrae se acercó trotando a mí en el instituto. Llevaba el pelo recogido como siempre en una coleta, y mi mal humor matutino, patrocinado por sus dos hermanos, uno adoptivo y el otro casi, se disipó en cuanto la vi. Me había salido de clase para que me diera un poco el aire (y dejar de escuchar la perorata de Scott y Tommy), así que tuve una vista perfecta del momento en que Sabrae giró la esquina del pasillo de mi clase y bajó las escaleras, con sus trenzas brincando y su falda cubriéndole las piernas, dos dedos de piel de chocolate visible por encima de las rodillas con el roce de la tela.
               -¡Buenos días, sol!-canturreó, abrazándose a su carpeta y dándome un beso en los labios.
               -Cuánta energía por la mañana-comenté, metiéndome las manos en los bolsillos. Sus amigas desfilaron delante de nosotros, acompañando al resto de la clase en dirección al laboratorio.
               -Estoy contenta. ¡Hoy me dan la paga!-festejó, esbozando una sonrisa radiante.
               -Ajá, ¿y le vas a dar al erario público lo que le corresponde? Es importante pagar impuestos.
               -Vaya-Sabrae arqueó una ceja, divertida-. No sabía que conocieras esa palabra, “erario”-aplaudió, impresionada.
               -No me subestimes, bombón. Sé decir “hacienda” en varios idiomas, entre ellos el japonés.
               -¿De veras?-parecía genuinamente impresionada-. ¿Cómo es?
               -Huchita colectiva.
               Sabrae se echó a reír y negó con la cabeza. Miró al interior de clase y sonrió.
               -T, ¡acaba de darme clase tu padre!
               -¿De veras? Te pido perdón-se rió mi amigo, y algo dentro de mí se desconectó. Sabrae intercambió un par de palabras con Tommy y le enseñó la lengua a Scott mientras yo me distraía mirando por la ventana, intentando controlar mi mal genio. Pensaba que había venido a saludarme a mí, no a toda la clase.
               -Bueno, tengo que irme ya-comentó, y se apartó una trenza del hombro-. Oye, ¿te apetece que vayamos al cine esta tarde? Te tengo un poco descuidado.
               -Es verdad-espeté, pero Sabrae no se tomó eso como un ataque-. Pero no, lo siento tengo que currar. Ya sabes… doble turno, por lo de Barcelona y eso. Quiero ahorrar.
               -Oh, respecto a eso, he activado alertas por si salen vuelos más baratos. Podríamos cambiarlos y ahorrarnos algunas libras, que nunca está de más-se encogió de hombros-. Y respecto a lo otro…-ronroneó, cogiéndome de la camisa y tirando de mí hacia ella-. No tenemos por qué gastar dinero. Podemos hacer un plan casero, los dos juntos. Si quieres, podemos leer un libro. He empezado uno que seguro que te gusta…
               -Sabrae, ya te dije que no estoy interesado en libros-solté, lacerante-. Si leí el otro es porque quería saber cómo acababa.
               Sabrae se quedó a cuadros, mirándome. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró casi al momento. Eres un gilipollas, Alec.
               -Ya, bueno. Yo sólo lo sugería... pero supongo que tampoco es tan buen plan-comentó, desilusionada-. Tengo que irme a clase. Luego te veo.
               Se giró para marcharse, pero algo dentro de mí, una energía buena y coherente, se despertó. Las voces en mi cabeza que me susurraban que si la quería era porque era mi puente para seguir en mi grupo de amigos se callaron cuando le cogí la mano.
               -Espera. Espera-susurré, más bajo, y Sabrae tragó saliva-. Yo… lo siento, bombón. Es que… no sé qué me pasa últimamente. Estoy de mala uva todo el rato. He sido súper borde.
               -No pasa nada. Yo también me pongo un poco pesada cuando… bueno, es que me apetecía hacer algo contigo. Pero si cuando llegues a casa estás cansado, no importa. Encima que trabajas como un esclavo, yo no debería hacerte tirar el dinero o sugerirte planes que sé que no te apetecen.
               -Ahora que lo dices… lo del cine me vendría bien para desconectar. ¿Hay algo que quieras ver?-cedí, acariciándole la mejilla. Qué guapa es. Es tan guapa que mirarla duele. Y, a la vez, su belleza es terapéutica.
               -¿Y qué te parece si vemos una peli en casa?-sugirió, mi princesita de la diplomacia. Siempre encontraba algo que nos atrajera a ambos por igual-. Así ahorramos. Siempre que me dan la paga, estoy con la mano muy suelta y termino tirando el dinero. Por el mismo dinero por el que vamos al cine, nos montamos una buena sesión casera, ¿no crees?
               -Bueno, en el cine no hay palomitas con queso…-medité, y a Sabrae se le iluminó la cara. Le encantaban las palomitas con queso.
               -¡Genial! Podríamos coger unos paquetes, ¡e incluso hacer sándwiches!-exclamó, entusiasmada, levantando las manos como una niña pequeña a la que le anuncian que va a visitar Disneyland. Me incliné y le di un beso en la mejilla que destilaba dos cosas: amor, y agradecimiento. Amor, por razones, obvias; y agradecimiento, por la poca toxicidad que había en mi interior entonces mismo. Si yo era un elemento radiactivo, Sabrae era el plomo que se aseguraba de que no se transmitiera por el espacio, destruyéndolo todo a su paso-. ¿Tenemos plan?
               -Tenemos plan-sentencié-. Te paso a recoger después de trabajar, ¿vale? Cuando salga te pego un toque para que estés lista.
               -Me parece perfecto. Yo me ocupo de los sándwiches, ¿vale?
               -No tenemos plan, Sabrae, tenemos un planazo.
               Ella sonrió, se puso de puntillas para darme un sonoro beso en los labios, y echó a correr en dirección al laboratorio. Se giró para saludarme con la mano un instante antes de cerrar la puerta, dejándome solo con mis penas y mi nostalgia. Echaba de menos la sensación de ingravidez que siempre me invadía cuando la tenía cerca, y más ahora que me dolían los huesos de tanto odiar.
               Por suerte para mí, la expectativa de pasar un rato a solas con ella esa tarde hizo que mi humor mejorara considerablemente. Incluso me reí de un chiste que hizo Scott, algo que ninguno de mis amigos creía posible, y les hizo tener esperanzas en mi recuperación.
               Pero es que… como para no recuperarse viendo a Sabrae abrirme la puerta con una blusa blanca, el pelo suelto y los labios pintados de un rojo pasión que incluso me hizo daño. No llevaba más maquillaje que su pintalabios, pero me guiñó el ojo con unas pestañas larguísimas que bien podrían competir con espadas de esgrima. Se subió con habilidad detrás de mí en la moto, y eso que no había vuelto a llevarla desde nuestro paseo desde Camden, creo, y se pegó bien a mí, asegurándose de que no se caía.
               Cuando se quitó el casco, me costó no abalanzarme sobre ella, porque lo hizo de una forma que no sé si es que era demasiado sexy como para que yo no reaccionara, o que ya de por sí tenía las hormonas revolucionadas. Se sacó la cabeza del casco despacio, y después, con ella inclinada hacia atrás, agitó la melena para que sus rizos volvieran a su lugar habitual.
               No me extrañaba ser incapaz de estar enfadado cuando estaba cerca de ella. Todo el mundo parecía mil veces mejor en su compañía.
               -¿Qué?-rió, mirándome, dejando el casco que utilizaba mi hermana sobre la moto. La rodeé de dos zancadas, porque nos habíamos bajado por sitios diferentes, y tomé a Sabrae de la cintura para darle un lento pero apasionado beso. Ella se echó a reír de nuevo en mis labios-. Al, ¿estás bien?
               -Es sólo que… me alegro muchísimo de verte, nena.
               -Me viste por la mañana-me recordó, jugueteando con mi pelo.
               -Tú ya me entiendes.
               Sabrae sonrió, asintió despacio con la cabeza, se puso de puntillas para devolverme el piquito, y se dejó conducir hacia el interior de mi casa. Mi madre la recibió con los brazos abiertos, plenamente consciente de que mi humor había mejorado visiblemente gracias a su compañía, y nos dejó a nuestro aire mientras preparábamos las palomitas y Sabrae terminaba de tostar los sándwiches, para que así estuvieran calientes y más crujientes. Cuando le enseñé la cajita de bombones de Mozart que había cogido en la pastelería de Pauline, se puso a dar saltos de alegría. Reconoció enseguida la bolsa, y mientras las palomitas estallaban en el microondas, me preguntó por ella. Pauline seguía bien, como siempre, y lo mejor de todo era que no me había dado el coñazo con que parecía distinto, seguramente porque no había estado el tiempo suficiente con ella como para que notara mi cambio de humor.
               Por cierto, Sabrae no había hecho hasta entonces ninguna observación al respecto de lo irascible que me encontraba, así que yo pensaba que, cuando ella estaba cerca de mí, no se me notaba en absoluto lo que pasaba en mi interior. Lo de Scott y Tommy era un huracán que me sacudía arriba y abajo, como si fuera una pobre bandera a merced del viento, pero Sabrae era el ojo, justo en el centro, dándome paz entre la guerra.
               Supongo que por eso quería saltar sobre ella igual que un gato sobre un ratón ocupado en roer su queso. Realmente tampoco había muchas respuestas posibles a la pregunta que terminó haciéndome, sentada con las piernas estiradas en mi cama.
               -¿Qué te apetece ver?-fue la susodicha pregunta. Tenía el mando de la tele de mi habitación sobre las piernas cruzadas, pero a mí no me interesaba una mierda nada que pudiéramos hacer y que requiriera del dichoso aparato.
               -A ti, desnuda, encima de mí-fue mi respuesta, y Sabrae se echó a reír. Ya no se rió tanto cuando, elegida una película a lo que creo que fue azar, yo me incliné y empecé a besarle el cuello, poniendo el suficiente interés en usar mis dientes como para que ella captara que no había sacado la lengua a pasear en vano, sino que realmente decía en serio lo de que quería sexo.
               ¿Por qué no? Es decir, ¿qué mal podía hacernos? A mí me apetecía, desde luego, y a ella también. Que yo no estuviera al cien por cien con mis amigos no significaba que no pudiera estarlo con ella, y era evidente que ella disfrutaba con el contacto. Cada vez que nuestros dedos se habían rozado en el bol de las palomitas con queso, ella había sonreído y había acercado la mano un poco más hacia la mía, alargando el contacto y de paso invitándome a que le tomara la delantera. Así lo hice. Me incliné y comencé a besarle el cuello, después la oreja, luego de nuevo el cuello, y al final, antes de darme cuenta, le había desabrochado la blusa, llevaba el sujetador blanco al aire, y le estaba dando placer con los dedos mientras ella movía las caderas en círculos, siguiendo el movimiento de mi mano en sus bragas.
               Sabrae empezó a jadear, y prefería mil veces escuchar sus jadeos a las voces en mi cabeza llamándome mezquino, ruin, traidor… en fin, un montón de cosas súper agradables, de todo menos guapo, que me invitaban a pensar que la estaba utilizando. Que era un puente para lo que yo realmente quería, y por eso ella no había aceptado pasar al siguiente nivel conmigo: porque, en el fondo, sabía que era medio y no fin.
               Le quité los pantalones a Sabrae y ella me ayudó a arrancarme el polo de trabajo, que ni siquiera me había molestado en quitarme. Una parte de mí llevaba sabiendo que echaríamos un polvo esa tarde desde que la había invitado a mi casa, así que, ¿por qué molestarme en cambiarme de ropa? Lo que importa de un regalo no es el envoltorio, sino el interior. Estaba seguro de que la gente a la que le llevaba los paquetes se alegraba más abriendo la caja marrón con el logo de Amazon que cuando yo les entregaba el paquete (por mucho que varias chicas hubieran terminado echando un polvo con el repartidor, y no con su regalo).
               Me desabroché los pantalones, y me los bajé lo justo para poder sacarme la polla de los calzoncillos. Cuando lo hice, Sabrae se relamió.
               Y si ya me gustó que se relamiera, imagínate lo que me pasó cuando la clavé en su coño y ella dejó escapar un jadeo. Decir que me la follé como un semental sería quedarse corto; después de varios empellones, Sabrae me terminó quitando los pantalones con las piernas, rodeándome con ellas y empujándome para ponerse encima de mí. Sus caderas igualaron la violencia de las mías, y pronto estábamos haciéndolo como animales en celo, sin importarnos el ruido ni la presencia de otras personas en la casa.  Sabrae me cabalgó, yo la embestí, la poseí y ella me utilizó, rodando varias veces en la cama para hacernos con el dominio del polvo en un minuto, y perderlo en detrimento del otro al siguiente.
               Pocas veces había echado un polvo tan salvaje, y desde luego, menos aún con ella. Aquella manera de follar era más típica de Chrissy y yo, que nos volvíamos caóticos, casi destructivos, cuando nos metíamos en la cama.
               Cuando terminé y obligué a Sabrae a tener su segundo orgasmo, me di cuenta de a qué se debía aquella violencia: provenía de mi interior. De la misma manera que una nube es incapaz de guardar durante mucho tiempo los rayos que alberga, yo tenía que exteriorizar toda aquella rabia de alguna forma, y un polvo bestial era la manera más sana. No tenía a mano ningún saco de boxeo, así que me desquitaría con el sexo.
               Miré a Sabrae, que jadeaba sobre la cama, intentando recuperar el aliento. Tenía la respiración más acelerada que nunca, y pensar que puede que me hubiera pasado con ella, que al fin y al cabo era más pequeñita que Chrissy, me angustió cien veces más de lo que podía angustiarme pensar que el tiempo con mis amigos se terminaba.
               Ya conocía esa ansiedad que me estaba dominando, y la manera más rápida de atajarla era con un cigarro.
               -¿Te importa que fume?-pregunté, inclinándome hacia la mesilla de noche. Sabrae me miró.
               -Estás en tu habitación-me recordó.
               -Nuestra habitación-puntualicé yo, encendiendo el cigarro y dándole una apurada calda, más propia de un asmático que echa mano por fin de su inhalador  que de un fumador. Dejé que la nicotina se diluyera en mi torrente sanguíneo e intenté concentrarme en la sensación que el sexo había dejado aún en mí. Las endorfinas, que se diluían a marchas forzadas; la respiración acelerada (aunque puede que fuera por la ansiedad); el pelo revuelto, la piel brillante por el sudor.
               No me merecía nada, absolutamente nada. Había utilizado a Sabrae igual que estaba utilizando África: para huir de mis problemas, como una evasión, cuando deberían ser prioridades en sí mismas. Joder, no pensaba que Scott y Tommy pudieran tener tanto poder sobre mí, pero no quería verme solo, así que recurría a la hermana del primero y el continente vecino para escapar de mis demonios. Sabrae es un medio, Sabrae es un medio, Sabrae es un medio. No la quieres, no la quieres, no la quieres. Es una ilusión, es una ilusión, es una ilusión. Eres un fraude, eres un fraude, eres un fraude.
               Callaos, por favor, CALLAOS.
               Sabrae me rodeó con los brazos, activando todas las alarmas. Me puse rígido nada más me tocó, porque yo no me merecía que me tocara.
               -Me ha gustado mucho.
               -A mí también-porque estoy enfermo, porque no te merezco, porque soy un puto animal, y como un puto animal me comporto: no sólo follo como uno, sino que soy incapaz de resistirme a mis impulsos más primarios.
               -¿Vas a estar callado todo el rato, o me vas a contar por fin qué te pasa?-preguntó con dulzura, acariciándome el bíceps con el pulgar. Me volví lo justo para mirarla, entendiendo por fin qué era lo que me embargaba: remordimientos.
               -He vuelto a resolver mis idas de olla emocionales follando, ¿verdad?-comenté como si no fuera algo gravísimo, como si no tuviera apenas importancia, como si la situación fuera divertida. Sabrae esbozó una suave sonrisa comprensiva.
               -Me gusta que lo hagas conmigo-confesó, dándome un beso en el hombro, con las manos aún entrelazadas en mi cintura-. ¿Hablamos?
               -No es nada-respondí, mirando la televisión sin verla, oyéndola sin escucharla. Sabrae jugueteó con mechones de mi pelo, me acarició los hombros, y después, siguió surcos de ácido en mi espalda. Las yemas de sus dedos me resquemaban, como si estuvieran al rojo vivo.
               -Vaya cómo te he dejado la espalda. ¿Te duele?
               -Eso es que el polvo que acabamos de echar ha sido bestial.
               -A mí también me gusta cuando me duele un poco. Creo que un poco de dolor de vez en cuando no está mal, ¿mm?
               -Amén, hermana.
               -Pero el físico, claro está. Como las agujetas por un entrenamiento intenso, o las molestias por un polvo increíble. El emocional, en cambio…-sacudió la cabeza a mi espalda, y sus rizos me acariciaron los músculos.
               -¿Qué intentas, nena?
               -Cumplir nuestras promesas. Nos prometimos que no dejaríamos que nada se interpusiera entre nosotros, ni siquiera nosotros mismos, ¿recuerdas, sol?-Sabrae se asomó por mi hombro y me hizo volver la cara para mirarla. Les habló a mis ojos a una distancia de milímetros de mis labios-. No te metas entre nosotros, Al. Sé sincero. Yo ya sé lo que te pasa. Lo que necesito es que lo digas tú, para poder luchar contra ello los dos juntos, como llevamos haciendo desde la primera vez que nos vimos de verdad.
               No podía mentirle. A ella, no. Había siete mil millones de personas en el mundo, a todas ellas les podía mentir en mayor o menor medida, con más o menos facilidad. Pero Sabrae… Sabrae era la excepción que confirmaba la regla. Y por eso me la había encontrado: porque el mundo, sin sinceridad, no es nada.
               -No quiero que tu hermano y Tommy se vayan.




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1 comentario:

  1. me muero de pena con este capítulo y con mi Alec, me parte el corazoncito porque me parece totalmente entendible que tenga celos de que no tiren de el también de esa forma y de que por otro lado no quiera que dos de sus mejores amigos se vayan.e ha dado mucha ternura también Jordan y que sienta que ahora Alec solo se abre con Sabrae, ojalá comience a entender de una vez que puede ser vulnerable con toda la gente que le quiere ��

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