lunes, 30 de marzo de 2020

Edición limitada.


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Si la noche con él había sido mano de santo, el mensaje que me envió había terminado de curarme. Ver la canción que me había dedicado en bucle hasta que prácticamente podría dibujar cada fotograma con los ojos cerrados es lo único que hice de mínimo provecho en toda la mañana.
               No es que no me hubiera dedicado a hacer otras cosas, claro. Alec no había podido recoger la ropa que yo había dejado tirada por la habitación, tratando las esquinas como si fueran huecos vacíos en un almacén abarrotado, así que ya tenía tarea para la mañana: mientras la canción se repetía una y otra vez, yo me dedicaba a ordenar mi habitación, metiendo la ropa de nuevo en el armario a una lentitud asombrosa. Seguían doliéndome las piernas, aunque no tanto como el día anterior, y me notaba más cansada y débil de lo que acostumbraba los domingos por la mañana. Apenas había desayunado, pero mi estómago celebró con un pequeño brinco (no podíamos permitirnos más ninguno de los dos) cuando escuchó a papá llamarnos desde el piso de abajo:
               -¡A comer!
               Intenté enfundar mis piernas en unos pantalones de pijama, y después de un par de pasos en los que me asé de calor y me sentí más oprimida que nunca (más incluso que cuando había intentado seguir usando unos shorts del verano pasado, a pesar de que había engordado y casi no podía moverme), decidí renunciar a mi ropa interior. Me sentí un poco más liberada, aunque no mucho, y me peleé con el salmón especiado que mamá depositó frente a mí, cortado especialmente para cada uno de nosotros desde la fuente que papá había horneado atentamente en el horno. De lo que sí di buena cuenta fue del par de patatas asadas que me dejaron coger, y antes de darme cuenta, la temperatura de mis piernas estaba bajando en picado por acción del sorbete de limón que mamá había preparado el día anterior.
               Creí que estaría lo suficientemente bien como para ocuparme de mis tareas y fregar los platos, pero después de avanzar lentamente, a ritmo de caracol, en dirección a la cocina con mi vaso, mi cuchara y mi bol, Shasha me cogió las cosas con cuidado de las manos y dijo que ella se ocupaba.
               -Debes de verme muy mal.
               -Creo que te está volviendo a subir la fiebre-comentó, y mamá se acercó a mí, me puso una mano en la frente y, tras un instante de vacilación en el que su instinto maternal calculó con una exactitud de centésimas mi temperatura corporal, asintió con la cabeza y me envió escaleras arriba, a que hiciera lo que yo quisiera, pero descansando todo lo posible. Tampoco es que necesitara ese último consejo: no tenía ganas de nada más que de tumbarme en la cama (ni siquiera me metería bajo las mantas) y tratar de dormir. No voy a mentir: sabía que olía de pena y que tenía el pelo hecho un asco, pero ya había hecho bastante ordenando mi habitación: sí, me sentía mejor porque ya no vivía entre caos pero, ¿a qué precio? Lara Jean había ordenado su cuarto en A todos los chicos de los que me enamoré cuando quería organizar también sus pensamientos, pero su cuerpo estaba perfectamente. No se encontraba mal, sus glóbulos blancos no luchaban entre sí, ni su estómago bailaba una conga con cada movimiento que hacía, como estaba haciendo el mío ahora que estaba lleno.
               Así que en ésa estaba, en intentar relajarme, dejar la mente en blanco y no pensar en nada, pues pensar implicaba ser consciente de mí misma, y por tanto de mi malestar, cuando alguien llamó a la puerta, con una voz conocida que yo adoraba. Apenas podía creérmelo cuando le escuché al otro lado de la pared.
               -Servicio de habitaciones-bromeó conmigo, y yo sonreí.
               -¿Alec?
               -No. Soy su gemelo malvado, Caleb-respondió, entrando por fin en mi habitación, y haciendo que el día se nublara un poco menos esbozando una sonrisa. Jo, qué guapo era. A veces se me olvidaba lo guapo que podía llegar a ser, especialmente cuando sonreía y estaba tan relajado como lo hacía ahora: a pesar de que había pasado la noche conmigo, era como si hiciera años que no lo veía. Sentí un subidón de dopamina en mi cuerpo nada más verlo, al pensar que, si estábamos juntos, no podía pasarme nada malo. Ni siquiera mis débiles defensas podían volverse contra mí.
               Estaba tan embelesada mirándolo que ni me molesté en corregirle: su gemelo malvado debería llevar su nombre invertido, “Cela”, en lugar de “Caleb”. Sin embargo, que adoptara un nombre que ya existía (y que, siendo sincera, se parecía lo suficiente como para pasar por su reflejo) me bastaba.
               Por Dios, incluso si decía que se llamaba algo completamente distinto a él (como Jordan, por ejemplo) no me habría molestado en corregirle. Me alegraba demasiado de que estuviera allí como para ponerle pegas a su presencia.
               Y el colmo fue cuando vi que traía una tacita humeante en la mano. Inconscientemente, como un bebé que quiere que su persona favorita le cojan en brazos (que es lo que soy cuando Alec anda cerca: un bebé que quiere que su persona favorita, es decir, él, le coja en brazos), estiré las manos en dirección hacia la tacita. Ya me había demostrado que podía ser un enfermero genial, así que estaba ansiosa por probar su medicina.
               Pero, ante todo, Alec era mi chico, y yo era su chica antes que una enfermita convaleciente. Por eso se inclinó a darme un suave beso en los labios a modo de saludo que hizo que mi mundo se pusiera patas arriba, y a la vez, todo encajara en su lugar. Fue una sensación extraña, como si la gravedad que mantenía unido el universo se disipara, y sin embargo las cosas continuaran exactamente en el mismo punto, enlazadas por las mismas conexiones, más ligeras ahora que ya no había nada empujándolas hacia abajo.
               En cuanto nuestras bocas se tocaron, y más tarde nuestras manos cuando me tendió la taza de sopa de pollo que tan amablemente su madre me había preparado, una poderosa energía sanadora barrió todo el malestar de mi cuerpo. Ahora, sólo me encontraba cansada. Seguía sintiendo las piernas pesadas, pero me notaba con fuerzas en algún lugar de mi interior que me permitirían soportar una maratón, aunque fuera a mi ritmo.
               No estás enferma; tienes mono de él, susurró una voz en mi cabeza… lo cual tenía sentido. Si Alec de normal ya era adictivo, imagínate cuando lo probaba de verdad. En mi interior había llevado un poco de su esencia, aunque fuera sólo unos minutos, pero lo que me había hecho era suficiente como para que mi cuerpo se volviera completa y absolutamente adicto a él. Había un antes y un después de Alec, todo en mí me lo indicaba: mi buen humor apareciendo sólo cuando lo hacía él, mis recuerdos del sexo asaltándome cuando menos me lo esperaba, el no poder sacármelo de la cabeza ni un segundo desde que nos separamos esa mañana. Me iba a la cama con él, dormía con él, soñaba con él, y se había producido un desajuste en mi interior cuando no desperté también con él. Pero, por fin, las piezas volvían a encajar.
               Estábamos juntos de nuevo.

               Entre nosotros, el ambiente empezó a cargarse de electricidad. Puede que la píldora hubiese hecho estragos en mi estado anímico, pero no había mermado ni un ápice mi libido. Y ahora que Alec estaba conmigo y yo me había dado cuenta de lo curativa que podía resultar su cercanía, aquella no hacía más que aumentar. Me apetecía. No, le necesitaba. No me apetecía tomármelo como me apetecería tomarme un poco de alcohol en una fiesta; necesitaba pegarme un chute de él como si fuera una cocainómana frente a unas líneas perfectamente delimitadas.
               Quería volver a hacerlo con él. Fuerte, suave… me daba igual. Lo que quería era tenerlo tan cerca que fuera imposible distinguir dónde terminaba Alec y dónde empezaba Sabrae. Aquel instinto protector suyo me gustaba más de lo que estaba dispuesta a admitir en voz alta: implicaba que le tendría conmigo tanto tiempo como yo le necesitara, y dado que iba a necesitarle toda la vida, durante ese tiempo estaríamos juntos.
               Por desgracia para mí, ese instinto que tanto me atraía hacia él era el mismo que hacía que Alec se echara hacia atrás y decidiera guardar las distancias. Si no supiera que los lazos que nos unían eran resistentes como el acero, mi fiebre me habría convencido de que no le atraía así. Pero yo sentía la tensión que había entre nosotros, escalando a la velocidad de las burbujas en el océano, buscando volver a su estado original: aire libre.
               Claro que Alec era un delfín que había conseguido explorar el fondo marino a base de resistir en burbujas, así que todos mis intentos de flirtear con él se quedaron en torpes coqueteos por mi parte y corteses rechazos por la suya.
               Si es que puedes considerar coquetear soltarle a bocajarro que lo habríais hecho nada más despertaros.
               -¿No te pongo sudadita?-ronroneé como una gata en celo, de forma que incluso me habría dado vergüenza a mí misma en cualquier otra circunstancia. Mi voz se había restregado sin pudor contra él de una forma en la que no creerías posible que lo hicieran cuerpos intangibles. Ya que yo no podía frotarme contra Alec, por lo menos lo haría mi voz.
               Algo dentro de mí se regodeó al comprobar que los ojos de Alec cayeron en picado hacia mi boca, como si no pudiera creerse que me estuviera comportando así de mal… o como si no pudiera creerse que, después de lo mal que se suponía que estaba, en el fondo sólo tuviera una cosa en mente: sexo.
               -Termínate el caldo, Sabrae-me instó él, conteniendo una risa-, y ya hablaremos de si me pones sudadita o no-me guiñó un ojo, recogiendo el guante que yo le había echado con la elegancia del caballero que todo el mundo excepto él sabía que era, y yo no pude evitar reírme también. No es que estuviera precisamente acostumbrada a que Alec rechazara el sexo, pero tampoco era una novedad. De hecho, las pocas veces que me había parado los pies antes de hacerlo superaban a las veces en que lo había hecho yo, y las razones eran bien diferentes: mientras él intentaba protegerme, yo sólo quería hacerle rabiar.
               Le miré a los ojos mientras me terminaba el caldo, y él en ningún momento apartó la mirada de los míos. Me gustaba que pudiéramos hacer aquello sin premeditarlo, y también sin excusas: a veces, una mirada transmite más de lo que nunca pueden transmitir las palabras. Además, podía hacer eso de quedarme mirando a la mirada de otra persona y tratar de desentrañar la filigrana de sus pensamientos con solamente otra persona: Amoke. El resto de gente a la que conocía, o bien se resistían, o bien se burlaban de mí. Si me quedaba mirando a Scott a los ojos, él lo convertía en una competición para ver quién se echaba a reír antes. Si lo hacía con Shasha, ella terminaba frunciendo el ceño y preguntándome qué bicho me había picado. Si lo hacía con Taïssa, se ponía roja y terminaba apartando la mirada. Y si lo hacía con Kendra, me obligaba a cortar el contacto visual amenazando con meterme un dedo en el ojo a base de acercar y acercar y acercarlo a mi cara.
               Fue él quien cogió de nuevo mi taza y la colocó sobre la mesilla de noche después de tantear con las manos. No fue hasta que yo sonreí y bajé la vista cuando por fin rompimos la conexión, y él pudo asegurarse de que había colocado la taza en un lugar a salvo de caídas.
               -Tienes bastante mejor cara. Incluso te mantienes erguida-comentó, y yo me puse las manos por debajo de la mandíbula y cerré los ojos, haciendo el típico gesto de niña angelical que no ha roto un plato en su vida. Alec se echó a reír, y ese sonido fue música para mis oídos.
               -¿Te dejé dormir? Tengo recuerdos de despertarme con sed, y tú siempre me acercabas el agua. Además, me moví mucho, ¿no?
               -No a lo que me tienes acostumbrado-soltó, y yo me eché a reír. Se sentó justo delante de la almohada, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama, y tras acercarme a él, me dio un suave beso en la sien mientras me frotaba el hombro-. Y te has puesto pantalones-observó.
               -No está bien visto bajar a desayunar en bragas.
               -Yo en verano me paseo por casa en gayumbos, Sabrae.
               -¿Y tu madre no te dice que no es de buena educación?
               -Sí, pero no le hago caso-sonrió, dándome un achuchón, perdido en sus pensamientos.
               -Al…
               -Saab…
               -¿Puedo serte sincera?
               Me miró y se mordisqueó el labio.
               -Depende. ¿Me vas a contar que me has puesto los cuernos?
               -¿Cuándo?
               -En lo que he tardado en volver a verte-respondió, y yo fruncí el ceño.
               -No me habría dado tiempo.
               -Es verdad-sonrió-. A veces se me olvida que echar rapiditos es un arte que no todo el mundo domina-se miró las uñas con chulería y yo volví a reírme, sintiendo que la chispa que siempre se prendía en mi interior cuando Alec recuperaba un poco de esa personalidad que en otro tiempo había detestado, fruto de los años en que había ido perfeccionando sus dotes como compañero sexual con una infinidad de chicas, volvía a encenderse en mi interior. Puede que le hubiera detestado, pero ese mismo Alec era al que yo había visto en la playa, haciéndolo con una extranjera a la que acababa de conocer… y el que había hecho que mi sexualidad floreciese.
               -Sabrae-silbó para llamar mi atención, y yo di un brinco y lo miré como un animal que atraviesa el bosque y justo en ese instante se encuentra con los faros de un coche. Alec se echó a reír-. Te habías quedado pillada.
               -Estaba…-carraspeé, atragantándome con mi saliva.
               -¿Pensando en los polvazos rapiditos que hemos echado?-preguntó, hundiéndose en la cama hasta quedar completamente tumbado, con las manos tras la cabeza-. Recréate a gusto, nena. Puedo esperar.
               -¿Quieres que te cuente lo que te iba a contar, o no?
               -Dispara, bombón.
               -No llevo bragas-revelé, y una parte de mí, de cuyo tamaño no voy a hablar, esperaba que se volviera loco con esa revelación. Al menos no le dejó indiferente: algo dentro de Alec cambió, y todo lo que hay en el interior de una persona termina reflejándose en su exterior. El tono relajado que había adoptado al tumbarse había sido completamente espontáneo, pero ahora tenía que forzarlo. Me regodeé en cómo intentaba mantenerse tranquilo, diciéndose que no debía tocarme un pelo porque estaba en una especie de cuarentena, en el ala de observación del hospital.
               Sin pedirme permiso porque sabía que ya lo tenía, Alec pellizcó mis pantalones por la goma y tiró de ellos para ver mi anatomía por debajo de la ropa, echando un vistazo que sólo podía corresponderle a él. Vi cómo se relamía y tragaba saliva, y aunque no podía verlo, le conocía lo suficiente como para saber que se le habían dilatado las pupilas.
               -Es verdad-constató en tono ronco-. No llevas bragas. ¿Puedo preguntar por qué?-me miró desde abajo con inocencia, y yo me encogí de hombros.
               -Es que me aprietan.
               -Vaya, no sé en qué lugar me deja eso a mí-murmuró, mirándose sus propios pantalones, y yo solté tal carcajada que incluso me dolió. Mi estómago protestó por el movimiento, y antes de que me diera cuenta, me había hecho una bola en el colchón, al lado de él. Alec rodó hasta colocarse sobre su costado y se me quedó mirando.
               -¿Estás bien?
               -Siento como… latigazos a veces-respondí, y él asintió con la cabeza. Me levantó la camiseta negra y bajó mis pantalones gris perla hasta que mi barriga quedó al descubierto, y después, tras pedirme permiso con una mirada, puso su mano grande y cálida sobre mi tripa y comenzó a acariciarme muy, muy despacio. Ejercía la presión necesaria para aliviarme, pero no la suficiente como para sentir que me estaba haciendo daño. Me dio un beso en la cabeza.
               -¿Mejor?
               -Sí.
               -¿Sigo un ratito?
               -Sí.
               Era como si mi cuerpo estuviera compuesto de nudos que sólo las manos de Alec podían desatar. Con su lento masaje, consiguió aliviar la presión que sentía en mi interior. Incluso diría que hasta me ayudó a hacer la digestión. Me quedé tumbada boca arriba, dejando que hiciera su magia con los dedos, una magia antigua y ancestral, tan natural como el mundo: los cuidados del amor. Estiré un dedo para asegurarme de que era real, que no lo estaba soñando, y cuando posé las yemas de los dedos en su mandíbula, mis ojos se focalizaron un poco más en él. Caí entonces en que tenía una pequeña herida en el labio con la que, estaba segura, no había nacido. Me conocía sus marcas de nacimiento a la perfección: las había besado la primera noche que estuvimos juntos, igual que él había besado mis senos y mi sexo, y cada una de mis estrías, haciéndome ver que aquello no eran imperfecciones, sino marcas únicas e irrepetibles que daban fe de que yo era de edición limitada, única en mi especie.
                -¿Qué te ha pasado?-pregunté, tocándole la herida, y Alec se relamió.
               -No fui lo bastante rápido-contestó simplemente.
               -¿Has ido a boxear?
               -Ayer, después de despertarme.
               -¿Tenías esto anoche?
               -Ajá-no parecía darle importancia, pero a mí me sorprendía que pudieran haberle cogido desprevenido. Alec tenía unos reflejos de pantera, mejores incluso que los míos. Todavía me acordaba del tortazo que había intentado darle estando de fiesta, pensando que era una de mis amigas tocándome las narices más de lo necesario.
               Claro que también había conseguido darle dos bofetadas a lo largo de nuestra relación. Y una de ellas había estado relacionada con aquel beso invasivo que quiso robarme, que yo había convertido en mordisco y que una parte de mí, la misma parte que disfrutaba siendo dominada durante el sexo, quería repetir.
               -No… no me había fijado hasta ahora. Debería haberlo visto. ¿Estás…?
               -Estoy bien, nena. No te preocupes por mí. Apenas podías reconocerme, así que es normal que no te fijaras en que me había hecho una herida en el labio. No es nada, de verdad. He sobrevivido a cosas peores. No es como si tuviera una costilla rota, o algo así-sonrió, y yo presioné sobre la herida suavemente.
               -¿Te duele?
               -Me molesta un poco-admitió, lo cual me indicó que debía hacerle un daño tremendo, porque Alec era muy sufrido y odiaba que la gente se preocupara por él. Años y años entrenando y combatiendo, subiéndote a un ring y haciendo como que podrías estar allí todo el día, te invitaban a comportarte así.
               Dado que las relaciones deben ser recíprocas, basarse siempre en un equilibrio de dar y recibir, y además me estaba poniendo mimosa y me apetecía devolverle el cariño que me estaba haciendo sentir en la tripa, me acerqué a él con la intención de curar un poco su boca. Me incorporé lo justo y necesario para que mis labios rozaran los suyos, y le di un suave besito a sus dientes cuando esbozó una deliciosa sonrisa, saboreando mis labios.
               -¿Y ahora?
               -Ahora menos-susurró, acercando la cara a la mía para dejarme mimarlo. Así lo hice: le besé despacio, acariciando lentamente con mi lengua su pequeña herida, saboreando su boca con tranquilidad mientras su mano seguía presionándome la barriga, aliviando el malestar que sentía en mi interior. A medida que mis besos cobraban profundidad, también lo hacían sus caricias, hasta el punto de que sus dedos rozaron algún punto en mi interior que prendió una pequeña chispa en mi entrepierna. A modo de respuesta, me colgué de su cuello, enredando su pelo entre mis dedos y haciendo mis besos más profundos, hasta que la mano de Alec empezó a descender instintivamente por mi anatomía. Separé las piernas, dejándole hueco libre, y sólo cuando sus dedos se acercaron a mi monte de Venus y exhalé un suspiro y un jadeo, Alec cayó en la cuenta de lo que estábamos haciendo: preliminares.
               Se retiró de mi entrepierna tan despacio como había llegado, y yo exhalé un suspiro de frustración. Él me besó la cabeza a modo de consuelo, y mentiría si dijera que no me sentía compensada. Su afán de cuidarme era mayor que su deseo de poseerme, y hay pocas cosas que demuestren el amor más puro como el poner a la otra persona por delante de ti.
               -Hace tiempo me dijiste que no podías controlarte cuando una chica guapa te acariciaba el cuello como lo estaba haciendo yo-susurré, dejando caer mi mano en la almohada, a su espalda. Alec rió por lo bajo, tranquilo-. ¿Te has vuelto inmune a mis caricias?
               -¿Nunca te han dicho que es inútil preocuparse por imposibles?-preguntó, besándome la mano y acariciándome los nudillos con el pulgar-. Se me ha ocurrido una idea.
                Se incorporó hasta quedar sentado a mi lado, para a continuación sacar las piernas de la cama y arrodillarse en la alfombra, frente a mí, como si rezara. No dejó de acariciarme la tripa, pensativo, mientras se movía. Para cuando ya estuvo en la posición propia de un devoto de su divinidad preferida, se inclinó hacia mi vientre y me dio un beso.
               Descubrí que era en el estómago, y no en el corazón o en el cerebro, donde vivía mi alma. Porque aquel pequeño gesto de cariño me la calentó y me la arropó de una forma que incluso logré sentir de forma física. Mi espíritu se hacía algo tangible cuando Alec entraba en escena, y más cuando se ponía así de tierno conmigo.
               -¿A ti te parece normal-le preguntó a mis entrañas- todo lo que estás montando?
               -Intentaré no comer demasiado el resto de vida-bromeé-. Quién sabe la cantidad de quebraderos de cabeza que va a darnos mi barriga.
               -Espero que éste sea el primero de muchos-confesó él, apoyando la cabeza sobre mi ombligo, orientando el rostro hacia mí y cerrando los ojos. Le acaricié el mentón, jugueteé con su pelo. Ni siquiera le había preguntado a qué idea se refería cuando dijo que tenía una idea: para mí, su idea más brillante era haberse movido para quedarse así. No es que no me apeteciera cubrirlo de besos, pero me gustaba el momento íntimo que estábamos compartiendo.
               -Estás muy guapo-susurré, dejando que mis dedos dibujaran símbolos tribales en su cara. Sus pestañas le acariciaban las mejillas mientras respiraba profundamente, casi dormido-. No me importaría verte así más a menudo.
               -¿Escuchando los latidos de nuestro hijo en tu tripa?-soltó sin poder contenerse, abriendo los ojos, y yo me eché a reír. Vale, puede que se hubiera pasado un poco con aquella pregunta pero, ¿podía culparle? Habíamos hablado demasiadas veces de tener hijos estando juntos; Alec me había confesado que, literalmente, no se lo había planteado hasta que no me conoció en el sentido bíblico. Ahora que yo había entrado en su vida, había abierto un mundo de posibilidades en el que él no se había fijado en absoluto. Ni tan siquiera había constatado la existencia de la puerta.
               Además… lo hacíamos demasiado como para que no se nos pasara por la cabeza. Y para colmo, si yo estaba así, era por relación directa con la reproducción. Así que no, no me asusté.
               Lo cual no quiere decir que no me hiciera gracia.
               -Yo iba a decir con la cabeza en mi barriga, usándome como almohada, pero sí-y me eché a reír suavemente, dándole un toquecito en la cabeza. Alec despertó de la ensoñación en la que se había sumido, se incorporó y carraspeó.
               -Yo… yo… eh… perdona, bombón.
               -Vamos, sol. No me ha molestado para nada.
               Alec puso los ojos en blanco y me sacó la lengua.
               -Nos ha jodido… estoy buenísimo, soy adorable y follo que te cagas: la única manera que tendrías de atarme a ti para siempre sería con un crío. Anda que no te mola que yo los traiga a colación, ¿eh? ¿Cuánto tiempo llevabas perfilando este plan? Dime. Seguro que fuiste tú la que rompió el condón.
               -Sí, porque me apetecía estar hecha mierda en la cama durante un fin de semana entero-asentí con la cabeza y él se relamió los labios.
               -Me dijiste que mereció la pena mientras estabas senil-me recordó.
               -No estaba senil. Sólo medio cachonda.
               -¿Sólo “medio”? Uf-se reclinó hacia atrás, apoyándose sobre una mano en el suelo desnudo, convirtió sus cejas en una montaña en su ceño y se mordió el labio, mostrándome unos dientes que yo deseaba por todo mi cuerpo. Quería su boca en mi boca, en mis tetas, en mi sexo. Me lo habría follado como no se lo habían follado en su vida si hubiera estado en perfectas condiciones-. Definitivamente, estoy perdiendo facultades.
               -No te creas-ronroneé, rodando en la cama hasta quedar tumbada sobre mi costado, enganchándolo del cuello de la camisa y empezando a besarlo despacio; sin pausa, pero sin prisa, y con una profundidad que envidiarían muchos submarinos.
               Lo mejor de cuando nos besábamos era que, muchas veces, nos notaba sonreír. Era una manera genial de saborear nuestra felicidad. Incluso cuando lo hacíamos de forma obscena, una parte de nosotros se estaba declarando con nuestros besos. Puede que fuera por eso por lo que me impactó tanto ver a Alec dándole el morreo que le había dado a Logan: porque, de una forma u otra, incluso aunque no quisiera, le estaba demostrando su amor. No era ningún secreto para mí lo mucho que Alec quería a sus amigos, y lo mucho que ellos le querían a él, pero Alec, como buen machito, no lo demostraba salvo que estuviera muy borracho y ya le diera igual todo. Y, sin embargo, algo me decía que el morreo que le había dado a Logan no tenía nada que ver con su borrachera, sino con una muestra de lealtad como pocas tendría a lo largo de su vida. ¿Qué hacía más visible que un beso en un bar gay, frente al chico que lo había plantado, el cariño y el genuino deseo de felicidad que Alec tenía para Logan?
               Vale, lo admito: me había puesto muy cachonda viéndolos a los dos besarse, pero visto en frío, aquel beso tenía más importancia incluso de la que yo había querido darle. No sólo me daba para pensar “menuda manera de quemar Londres, mi querido emperador Nerón” con sorna viéndolos, sino que me demostraba hasta qué extremos estaba dispuesto a llegar Alec por la gente a la que quería. Y a mí me quería con locura.
               Me separé para mirarlo a los ojos, porque a veces echaba de menos nuestro contacto visual, incluso durante los besos. Él se relamió los labios y me miró.
               -Vamos al baño.
               Noté cómo algo dentro de mí se volvía ingrávido, sin pesar ya ni un gramo. Mis ánimos se levantaron como un globo aerostático que poco a poco despega de la superficie y se acerca para jugar con las nubes. Una sonrisa amplia me recorrió la boca al pensar en lo que haríamos: ¿sería despacio o rápido, guarro o tierno? No sabía cómo me apetecía; sólo sabía que quería estar con él. Además, no era justo que pusiera objeciones: Alec ya había cedido en el tema del sexo, así que lo justo sería que lo hiciéramos como a él le apeteciera.
               Pensando siempre en mí y en mi salud, Alec se levantó y fue derecho a mi armario. Me encantó ver cómo abría el cajón en el que guardaba la ropa de estar por casa, totalmente familiarizado con la forma en que organizaba mi ropa y mi habitación. Sacó una sudadera blanco nuclear que debería haberme hecho daño en las retinas, pero la belleza de Alec era más radiante que aquella prenda fosforescente, así que no me hizo sentir ni un poco mal. Siguió revolviendo hasta encontrar unos pantalones anchos que le habían pertenecido a Scott hacía tiempo, del mismo color perla que los pantalones de pijama que llevaba puestos ahora, pero sin los topos oscuros que destacaban en mi prenda actual.
               Sacó un top de deportes de Calvin Klein, y se afanó en encontrar unas bragas que no me hicieran daño. La tela del top era ideal, pero desgraciadamente yo no tenía el conjunto completo: había cogido un tanga, no unas bragas. Y, la verdad, no me apetecía nada que se me pegara tanto como un tanga.
               Como Alec sabía que era coqueta y que sentirse guapo empieza en el interior (ya que tu actitud no es la misma cuando llevas lencería sexy que cuando vas más cómoda), se afanó en encontrar algo que no existía, hasta que yo me incorporé en la cama y, con los pies colgando a unos centímetros sobre la alfombra, comenté:
               -Sé dónde encontrar lo que estás buscando.
               Alec se giró, la ropa cuidadosamente doblada sobre una mano.
               -¿Y qué estoy buscando?
               -Unas bragas de Calvin Klein-él se echó a reír, se pasó la mano libre por el pelo y la dejó caer.
               -¿Tan transparente soy?
               -Para mí sí. Mi madre tiene unas bragas en su cómoda. Puedo explicarte dónde encontrarlas, si…
               -Saab, no puedes ponerte las bragas de tu madre.
               -¿Por?
               La ropa interior de mi madre estaba limpia, igual que la mía. Yo le había prestado unas bragas viejas a Shasha la primera vez que le vino la regla, y ahora casi se había vuelto una costumbre que yo le ofreciera ropa interior a cambio de su bienestar, algo importantísimo para mí… al margen de que así me dejaba comerme su postre los fines de semana. Con mamá no era muy diferente: me había dejado ropa con anterioridad, es cierto que nunca unas bragas, pero, ¿qué diferencia había? No es como si yo no me hubiera puesto ropa interior de otra persona con anterioridad. Lo había hecho con Alec, y la sensación había sigo genial, aunque no esperaba que se repitiera con la ropa de mi madre.
               -Tienes el doble de cadera que ella-me recordó Alec, y yo abrí la boca para protestar, pero tuve que cerrarla a medo camino, porque tenía razón. Me di cuenta de que mamá siempre me había prestado accesorios o calzado, porque los primeros no tenían talla y de lo segundo yo calzaba un número similar al suyo. Si mamá compartía otras prendas, desde luego no era conmigo: ella era mucho más alta y delgada que yo. Teníamos cuerpos completamente distintos, y en parte por eso habían empezado a aparecer inseguridades en mi adolescencia: todos los chicos se sentían atraídos por mi madre. Mamá tenía un cuerpo perfecto, y perfección sólo hay una, así que lo que me distinguía de colmaba de defectos, defectos que no me volverían atractiva.
               Suerte que había llegado Alec para demostrarme que no tenía de qué avergonzarme con mi cuerpo, y que la idea de que perfección sólo hay una es totalmente errónea. Todas las esculturas griegas son distintas entre sí, no hay dos completamente iguales, y sin embargo todas eran perfectas. ¿Por qué no podía serlo yo, sin desmerecer a mi madre, que sí que era perfecta (buena, lista, guapa y feminista?
               -Pero eso no es malo, ¿sabes? Al contrario. Es bueno. Te va a costar la mitad parir-me consoló Alec al verme callada, y yo me lo quedé mirando, estupefacta.
               -Ya van dos veces que hablamos de mis caderas, ¿es que tienes ganas de tener bebés o algo así?
               -En el manual del caballero perfecto pone que hay que alabar la capacidad reproductiva de tu dama-respondió sin darle importancia al asunto, y yo me eché a reír. Dejé que me abriera la puerta (porque, efectivamente, era un caballero), y obedecí cuando me pidió que fuera al baño, diciéndome que él enseguida venía. Entré en el cuarto de baño, colgué toallas limpias cerca de la mampara de la ducha, y esperé a que Alec regresara con la ropa perfectamente doblada (no había querido dármela) y un albornoz tremendamente mullido, y también blanco. Dejó la ropa cuidadosamente sobre un armario bajo y se volvió para mirarme.
               -Querida mía-dio una palmada y dejó sus manos unidas, al más puro estilo de un presentador de televisión que anuncia el bote millonario que los concursantes lucharán por ganar-, me congratulo en anunciarte de que eres la ganadora del Tratamiento Premium para Recargar Pilas del Spa Whitelaw-yo me derretí un poco, lo confieso-. Este lujoso tratamiento de última generación incluye servicio de hidromasaje personalizado, exfoliante revitalizador y sesión de hidratación con aceites esenciales de origen cien por cien natural, cortesía de nuestros patrocinadores.
               -¿Qué patrocinadores son esos?-pregunté con fingida inocencia, y Alec se quedó pillado un par de segundos.
               -Durex-decidió por fin, y mis ojos se iluminaron.
               -¿Has traído los geles?
               -¿Eh? No. Yo… mira, te voy a ser sincero, bombón. Creí que te pondrías zorrísima y me suplicarías hacerme una mamada cuando te dije lo del Spa Whitelaw, así que he tenido que inventar sobre la marcha.
               -¿Así que lo de la hidratación es mentira?
               -No, lo de la hidratación y todo ese rollo es verdad. Tratamiento Premium para mi princesita-sentenció, y yo me estremecí-.  Es sólo que… todavía no me sé de memoria tu lista de cosméticos, ¿sabes?
               -Bueno-asentí con la cabeza-. Entonces, lo de la mamada… ¿en qué queda?
               -Ahora ya no quiero. Se te ha pasado la oportunidad.
               -Eres malo conmigo.
               -Se siente-sentenció, cruzándose de brazos, pero cuando yo me quité la camiseta y me quedé desnuda de cintura para arriba, las pupilas de Alec se dilataron, y se relamió inconscientemente mirándome los pechos. Porque puede que yo estuviera sudada, y por lo tanto un poco sucia, además de cansada, pero eso para Alec no suponía ningún problema, todo lo contrario. Había terminado cubierta de sudor demasiadas veces después de una buena sesión de sexo como para que verme de esa guisa no trajera recuerdos tremendamente placenteros a su cabeza.
               No esperaba menor asociación.
               -Sí, y tanto que se siente-ronroneé yo, desanudando los cordones de mis pantalones.
               -Sabes que a este juego podemos jugar dos, ¿verdad?-preguntó, desabotonándose la camisa y dejándola caer al suelo. Se me hizo la boca agua al ver su pecho esculpido por los dioses; ningún humano podía hacer en el mármol, por muy maestro que fuera, lo que Alec había hecho con su torso. Me apeteció pasar los dedos por sus abdominales, besarme los pectorales mientras mis manos descendían hasta aquel bulto en sus pantalones, que incluso relajado tenía un buen tamaño.
               -Yo ya quería follar antes, Alec-constaté-. No había necesidad. Es decir… Dios me libre de decirte nunca que no te quites ropa, pero…-me acerqué a él y jugueteé con el botón de sus pantalones-. No subas apuestas si no estás convencido de que tienes la mano ganadora.
               Alec me tomó de la mandíbula y me hizo levantar la vista para mirarlo. A regañadientes, aparté mis ojos del bulto de sus pantalones.
               -Nena, contigo yo siempre tengo la mano ganadora.
               Y me besó. Lenta, profunda y acaloradamente, en esos besos de película de los años 50 que, por desgracia, aún no habían empezado a recuperarse. Aquello sí que eran besos; sus protagonistas sí que eran galanes, y Alec, el mayor de todos ellos.
               Me hizo quitarme los pantalones, me dejó quitarle los suyos, y se me quedó mirando, completamente desnuda frente a él, que todavía llevaba los calzoncillos puestos. Me tomó de la mano y me hizo dar una vuelta sobre mí misma, para terminar examinándome mientras se mordía el labio. Con un esfuerzo increíble gracias a su férrea fuerza de voluntad, Alec me dijo que me metiera en la ducha. Y yo lo hice, dócil cual corderito. Me metí en las paredes de la mampara y esperé pacientemente a que él se hiciera con todo y se metiera conmigo, a acompañarme. Empezó a besarme, empujándome suavemente hasta colocarme bajo el chorro de agua, que moduló con cuidado hasta conseguir la que a mí me pareció la temperatura perfecta. Jadeé bajo el agua cuando me pasó los dedos por el pelo, desenredándome los nudos.
               -Para esto sería mejor un cepillo-comenté.
               -Me gusta tocarte-fue su respuesta, y yo me dejé hacer. Me di la vuelta para que siguiera desenredándome el pelo, y cuando le escuché coger el bote de champú y verterse un poco en la mano, mi sexo protestó. Pronto, nubecitas de champú se deslizarían por mi cuerpo, acariciándome como esperaba que lo hiciera él.
               Abrí los ojos y me incliné hacia el mando de la ducha.
               -¿Qué haces?
               -¿Sabes activar el hidromasaje?-pregunté, a lo que él contestó:
               -El hidromasaje te lo voy a hacer yo.
               -Jo, me ha tocado la lotería contigo-susurré, y un estremecimiento me recorrió cuando me besó el hombro.
               Alec se afanó conmigo. Era un cuidador genial: paciente, meticuloso, pero sobre todo, muy cariñoso. Me lavó el pelo con muchísimo cuidado, pero no dejó un rincón de mi cabeza sin cubrir de jabón. Tras aclarármelo y que mi melena cayera en picado por mi espalda, empezó a echarme acondicionador, y yo me di cuenta de que nunca había tenido tan pocos nudos después de enjabonarme el pelo con esa vez. Alec lo hacía genial. En el ambiente flotaba un delicioso aroma a manzana que me hizo la boca agua, y sin quererlo, me descubrí de nuevo con la libido por las nubes, la piel erizada y la respiración un poco acelerada, plenamente consciente de repente de mi desnudez y de la de Alec.
                Pero él no se inmutaba. Estaba demasiado ocupado mimándome; tanto, que su cuerpo no reaccionaba al mío por mucho que yo me pegara contra él. Varias veces me pidió que me estuviera quieta, que diera un paso adelante para poder seguir mimándome el pelo, y yo obedecía siempre, un poco azorada por el poco control que estaba teniendo sobre mí misma. Pero… Dios mío. Notaba su miembro entre mis nalgas, ¡no podía tranquilizarme! A pesar de que no estaba empalmado en absoluto, seguía teniendo un tamaño considerable que podría hacerme disfrutar sin ninguna duda.
               -¿Es que no te pongo?-ronroneé tras acariciarle una pierna y que él ni se inmutara. Rió detrás de mí.
               -Claro que sí, pero ahora estás malita. Hay cosas más importantes que lo que me apetece hacerte. ¿Me das tu esponja?-me besó el hombro de nuevo y yo vi en aquello la oportunidad del siglo.
               -Vale, papi-ronroneé, inclinándome exageradamente hacia la esponja y frotando mis nalgas contra él, que jadeó. Me anoté un tacto cuando me reprendió con voz ronca, excitada:
               -Deja de jugar, Sabrae.
                -¿Quién está jugando? ¡Si me estoy portando bien!-respondí, poniendo cara de cachorrito abandonado. Alec se rió, me besó la frente, y con eso me dejó muy claro que no iba a pasar nada, así que una parte de mí se dio por vencida… o, más bien, se relajó.
               Dejé que me terminara de enjabonar e incluso le pasé la esponja; nos aclaramos juntos y, por fin, salimos de la ducha. Alec me puso el albornoz y se enredó una toalla en la cintura (me encantaba cuando hacía eso, y cuando se lo dije, se limitó a esbozar su sonrisa de Fuckboy® y contestar “lo sé, por eso lo hago”, como si no lo hiciera antes de que nosotros empezáramos), me sentó en una silla, cogió un cepillo y se dedicó a desenredarme el pelo, que olía genial y estaba fuerte como nunca, tanto por acción de sus dedos como por acción del acondicionador.
               Cuando se dio por satisfecho, me pidió que me desanudara el cordón del albornoz para empezar a secarme y después vestirme. Al contemplarme de nuevo desnuda, esbozó una sonrisa muy distinta a la chula que le había cruzado la cara hacía unos minutos.
               -Eres tan bonita…-jadeó-. Te hicieron con ganas-y me dio un beso en la frente para sellar sus palabras, cosa que me derritió de nuevo. Para ser un charquito a sus pies, se las apañó muy bien para secarme, y antes de lo que me gustaría, la primera frase del Tratamiento Premium llegó a su fin.
               Alec me tendió unas bragas de Calvin Klein que hicieron que yo levantara las cejas.
               -Tu madre-explicó, y yo parpadeé.
               -Así que…
               -Parece ser que, cuando estaba embarazada, usaba unas cuantas tallas más.
               -¿Unas cuantas?-repetí, incrédula.
               -Cinco. No quería ofenderte.
               Me eché a reír, negué con la cabeza, y volví a reírme, un poco sobrepasada, cuando Alec me hizo meter los pies en las bragas y las subió por mis piernas. Me dio un besito en el hueso de la cadera antes de terminar de cubrirme con ellas.
               Me ajusté yo sola el top. Me sentía un poco mal con tantas atenciones.
               -Pues no te queda nada-contestó, cogiendo un botecito de crema hidratante de Rituals, de la colección de cerezo, y echándomelo por las piernas. Repitió la operación con mi vientre, mis brazos y mi cuello, y me ayudó a ponerme la sudadera los pantalones antes de secarme el pelo con el secador.
               Él aún no se había vestido cuando yo terminé, pero el tiempo que estuvo con el torso al aire hizo que no necesitara usar la toalla. Se secó rápidamente las piernas, se puso unos calzoncillos, y se me quedó mirando.
               -¿Qué hará tu padre si me paseo por tu casa en gayumbos?
               -Vas a coger una pulmonía.
               -Y tú no piensas cuidarme como yo te estoy cuidando a ti, ¿verdad?
               -Me encantaría-contesté, abrazándome a él. Finalmente, se vistió, y me acompañó a mi habitación, donde nos tumbamos en la cama y él se dedicó a masajearme los hombros, que según él estaban muy cargados.
               -Podría acostumbrarme a esto-ronroneé, retozando en la cama-. Tengo que ponerme malita más a menudo. ¿No has pensado en estudiar… no sé, Fisioterapia? Serías un masajista genial.
               -Tengo quien me inspire-fue todo lo que contestó, besándome el hombro. Cerré los ojos un momento, permitiéndome disfrutar de la increíble sensación de bienestar que te produce estar duchada, hidratada, y consentida. No los mantuve demasiado tiempo cerrados porque me daba miedo dormirme y que el tiempo empezara a pasar a la velocidad del rayo, pero sí que me permití un momento de descanso.
               Cuando noté que mi consciencia empezaba a volverse más ligera, evaporándose poco a poco para mezclarse con las estrellas, abrí los ojos y me revolví. Alec seguía masajeándome, pero se detuvo en cuanto me moví, creyendo que estaba incómoda.
               -Hoy es domingo-constaté, y él asintió con la cabeza detrás de mí-. ¿Tienes partido de baloncesto?
               -Supongo. ¿Quieres que les diga a los chicos que no vaya y me quede contigo?
               -Ya te he monopolizado bastante.
               -¿Quieres que me vaya?-parecía sinceramente decepcionado, pero yo fui rápida haciéndole cambiar de sentimiento.
               -¡Para nada! Sólo preguntaba. Quería saber cuánto nos quedaba juntos. No quiero que desaproveches la oportunidad de estar con los chicos, todos juntos, eso es todo-le besé la mano y me mordisqueé el labio-. Pero tampoco quiero renunciar a ti fácilmente, ¿sabes?
               Escuché su sonrisa en su voz al comentar:
               -Menos mal.
               El alivio que había en su tono de voz debería haberme molestado, porque yo jamás había demostrado que Alec me sobrara, sino más bien todo lo contrario. Sin embargo, me recordaba que era humano, con sus propias inseguridades, aquellas en las que teníamos que trabajar juntos, y que nos unirían aún más si cabe.
               -¿Te apetece que hagamos algo?-sugirió, mirando por la ventana-. Hace bastante buen día. Podríamos tumbarnos al sol en tu jardín, o en el comedor, y seguir leyendo el libro de ayer.
               -Vaya-silbé-. Al final, con todo esto de hacerte el médico, te estás volviendo un intelectual, y todo. ¿Te vas a aficionar a la lectura?-bromeé.
               -Bueno, es que leer es como ver una peli. Lo único que… no sé, la puedes parar cuando quieras. O la vas viendo a trompicones. Lo cual, la verdad, es un poco coñazo. Y tú sabes que no me gusta dejar nada a medias-me dio un pellizquito en la cintura que me arrancó una carcajada-, así que, ¿podemos terminar de leer el libro?
               Dicho y hecho. Nos hicimos con una bolsa de tela de mi habitación en la que metimos el libro, una barrita de chocolate por si nos daba el hambre, y mi botellita de agua de cristal por si nos entraba la sed. Bajamos las escaleras en procesión, yo con la bolsa, y Alec con una manta que sacó de mi armario, suave como una nube, por si teníamos frío. Cuando nos asomamos al jardín, alabé su previsión al notar que, si bien hacía una temperatura muy agradable para pasear, para estar quietos quizás hiciera un poco de frío. Por suerte, Alec me haría de estufa, y yo le haría de bolsita de agua caliente, así que la manta nos ayudaría a mantener la calidez.
               Arrastró una de las hamacas de plástico fuera del rincón del garaje donde las guardábamos cada otoño, y tras colocarla en la posición perfecta, de manera que el alero del tejado nos cubriera los ojos del sol para que éste no nos molestara, me ayudó a colocarle el colchón de tela, ajustándolo a cada enganche para que la sesión de lectura fuera más amena.
               Se tumbó sobre la hamaca. Yo me tumbé sobre él. Saqué la barrita de chocolate, se la tendí para que se la comiera entera, él la partió a la mitad, me dio el trozo más grande, yo le robé el más pequeño de un bocado, y, mientras él roía su parte, abrí el libro y empecé a leer.
               Alec me rodeó la cintura por debajo de la manta, tiró de mí para pegarme un poco más a él, apoyó la cabeza sobre mi hombro, y me apartó de manera regular el pelo cada vez que notaba que caía sobre mi libro y me dificultaba la lectura.
               Estuve comodísima, en paz con el universo. Me gustaba muchísimo estar sentada sobre él, en mi casa, tomando el solecito y disfrutando de un buen libro, de su compañía y, sobre todo, de su atención. Sentía, además, que estaba haciendo algo muy beneficioso para él: siempre que me había visto leyendo, se me había quedado mirando en silencio, disfrutando simplemente de observarme como el crítico de arte que observa su cuadro preferido, expuesto en un lugar del museo que no le hace justicia, pero cuya belleza consigue que ningún lugar, y a la vez cualquiera, sea el indicado para exhibirlo. Jamás le había llamado la atención el libro en sí, sin embargo. Lo único que le interesaban de los libros era que le daban una excusa para mirarme sin que yo pudiera hacer nada, ni tan siquiera protestar. Ahora, la cosa cambiaba. Notaba en Alec florecer una nueva forma de curiosidad, unas ganas de saber que yo estaba impaciente por alimentar, regando y podando para que consiguieran más y más altura, y crearan un árbol bajo cuya sombra él pudiera descansar. Una de las razones por las que era mal estudiante era porque le aburría leer, y como estudiar consiste en hacer eso, Alec lo rehuía. Si yo conseguía despertarle el gusanillo de la lectura, aquello cambiaría, estaba segura.
               Y lo estaba consiguiendo.
               Para ver las esperanzas que había con él, hice una prueba un poco ruin pero necesaria: terminado un capítulo, me limité a pasar la página y seguir leyendo mentalmente, para ver si Alec protestaba, y me demostraba que la única razón por la que me había dejado leer era porque le gustaba seguir escuchándome, igual que a mí me había gustado escucharlo a él la noche pasada.
               Alec no protestó. Lo cual podía obedecer a dos causas: la primera, más improbable y también desalentadora, que le daba igual cómo continuaba el libro pero quería proteger mi voz, un poco resentida aún por la fiebre. La segunda, y por la que yo me inclinaba con una leve esperanza prudente, dado que había sido él quien había insistido en leer, que estuviera leyendo también para sí.
               -¿Quieres que siga leyendo un poco yo?-ofreció al pasar unos minutos en los que yo ni pasé de página, ni abrí la boca.
               -Oh, perdona. Estaba abstraída, y no me he dado cuenta de que ya no estaba leyendo en voz alta. La falta de costumbre-comenté, y carraspeé-. Empiezo desde el principio.
               -No hace falta. Ya he leído la página.
               Me giré y lo miré, fingiendo sorpresa.
               -¿Ah, sí?
               -Sé leer, Sabrae-comentó con cierto tono irónico, y yo sonreí.
               -Oh, perdona. Lo sé. Es sólo que… bueno, pensaba que me estabas dejando leer por vagancia.
               -Me encanta escucharte, pero cuando te has callado, he pensado que estabas cansada, así que seguí leyendo. La historia está interesante.
               -Sí que lo está-coincidí, dándole un piquito-. Y el libro, también.
               Alec rió entre dientes, lo que solía ser mi risa favorita, pues era una mezcla de risa y suspiro, la hija de la diversión y el cariño, y después de devolverme el beso (aunque esta vez fue en el cuello), apoyó la mandíbula en mi hombro y, en silencio, continuamos leyendo.
               Si ya me había gustado lo que habíamos tenido mientras yo hacía de oradora, lo que tuvimos mientras leíamos en silencio me gustó incluso más. Yo sostenía el libro, y Alec me rodeaba la cintura con un brazo, pero con la mano que tenía libre iba acariciando la página derecha del libro, de forma que, cuando la terminaba, sus dedos me esperaban con impaciencia o se disculpaban conmigo por haber tardado, dependiendo de lo que hubiera sucedido. Pasábamos la página juntos, aprovechando para acariciarnos, en un contacto tan íntimo como inocente que me producía escalofríos.
               Así era como quería pasar el resto de mi vida: sentada al sol, disfrutando del calorcito del cuerpo de Alec en mi espalda y devolviéndole el mío, usándonos a él de sofá y a mí de almohada, mientras leíamos un libro y nos olvidábamos del mundo, acariciándonos con cada página que pasábamos, deseando que el libro tuviera un millón, que no se terminara nunca. La felicidad es el calorcito que sientes en tu corazón al leer un libro con la persona a la que más quieres en el mundo.
               No nos dimos cuenta de cómo el sol iba avanzando por el cielo, asomándose entre las nubes como jugando al escondite, ni de las sombras que poco a poco se acercaban a nosotros, acechándonos desde un rincón del jardín. No nos percatamos del paso del tiempo, igual que tampoco nos percatamos del paso del tiempo, ni de que podíamos resultar un espectáculo, hasta que Scott y Tommy se plantaron ante nosotros.
               -Te hemos buscado por todas partes-comentó Scott, con los brazos en jarras. Tommy no podía disimular la sonrisa complacida que le produjo encontrárselo conmigo. Alec siempre llegaba tarde a todos los sitios, excepto cuando quedaba conmigo, y siempre ofrecía un millar de excusas a los que sus amigos no les daban credibilidad, pero tampoco les guardaban rencor. Alec no podía evitarlo.
               La cosa cambiaba cuando la excusa era yo. Yo era excusa suficiente, justificación bastante.
               -Pues aquí me tenéis-respondió Alec en tono tranquilo, con una serenidad muy propia de cuando se sabía con la razón.
               -¿Hoy no vienes a jugar?-preguntó mi hermano, alzando una ceja.
               -No es obligatorio-añadió Tommy, dándole a Alec una buena coartada para no acudir hoy a la llamada de las canastas. La buena razón ya la tenía: quedarse conmigo leyendo hasta el final de los tiempos.
               Scott se volvió hacia Tommy, estupefacto ante su comentario, pero si le pareció mal, tuvo la delicadeza de no decirlo. En cierto modo, entendía que le ofendiera. Yo tenía mucho más tiempo que él para estar con Alec. En ese momento, no era la prioridad. Y con todo, Alec me estaba convirtiendo en ella.
               -Claro. Es que… se me ha ido el santo al cielo. ¿Os importa esperar?-preguntó Al.
               -¿A qué?
               -A que terminemos el libro. Nos quedan nada… diez páginas.
               Scott parpadeó, aún más sorprendido. Me miró y luego miró a Tommy, que luchaba con todas sus fuerzas por contener la risa. Tommy asintió con la cabeza y Alec volvió a la lectura: obtener el permiso de uno significaba obtener el permiso de los dos.
               Diez minutos después, Alec y yo dábamos por concluida la lectura del libro. Lo cerramos y él acarició la tapa, pensativo.
               -¿Te gustaría llevártelo?-ofrecí, y él me miró como si me hubiera salido un tercer ojo.
               -¿Para qué?
               -Para leer el principio. Mejora bastante si lo lees desde el principio, créeme.
               Hizo girar el libro en sus manos, meditabundo.
               -Creo… que… voy a pasar-decidió por fin, devolviéndomelo-. No me veo cogiendo y poniéndome a leer cuando esté aburrido, la verdad. Además, no suelo estar muy aburrido. Entre el curro, entrenar, y todo eso… no tengo mucho tiempo, y prefiero pasarlo contigo o jugando a la consola con Jor a sentarme a leer un libro sobre un misterio que ya he resuelto. Que no te parezca mal-añadió al final de la frase, preocupado por si hería mis sentimientos, pero yo negué con la cabeza y le di un beso en la mandíbula.
               -No me parece mal. A mi padre le daría algo si te lo diera. Insistió mucho en que leyera este libro, y si me lo regaló, es porque pensaba que no saldría de nuestra familia. Así no quedaría tan mal diciéndole a su hija que debe devolverle un libro.
               -Razón de más para no cogerlo-rió Alec-. Zayn ya me detesta bastante.
               -Dijiste que te defendió ayer por la noche.
               -Sí, pero por pinchar a Sherezade. Eso también lo voy a hacer yo cuando seamos pareja-Alec me apartó un mechón de pelo de la cara y se acomodó hacia atrás, relajado.
               -Alec, nosotros ya somos pareja-le recordé, inclinando la cabeza a un lado y permitiendo que una sonrisa divertida aflorara en las comisuras de mis labios.
               -Lo sé. Pero me gusta oírtelo decir. Venga, acurrúcate un poco hasta que Scott y Tommy vengan a arrastrarme a ese condenado partido. En qué momento se me ocurriría decir que sí que iba…-bufó, tumbándose cuan largo era en la hamaca, y dejando que reposara mi cabeza sobre su pecho. Nos quedamos mirando al cielo en silencio, él acariciándome la cabeza como si fuera una perrita, y yo acariciándole los brazos, como si fuera un gatito.
               Scott y  Tommy habían estado haciendo tiempo en la sala de juegos de mi casa, apurando al máximo hasta el último momento en que me dejarían disfrutar de Alec. Cuando ya no pudieron posponer el venir a buscarlo más, nos encontraron a los dos tumbados, mirando al horizonte, sin pronunciar palabra y sin embargo diciéndonos un montón de cosas.
               -Chicos… es la hora-anunció Tommy, cohibido.
               -Lo siento, pero tenemos que irnos-informó Scott, con una voz verdaderamente arrepentida-. Pero, Al… si quieres quedarte, no pasa nada.
               -De eso nada. Los partidos de los domingos son sagrados-sentenció él-. Además, Saab se encuentra mucho mejor, ¿no es así?
               -Sí-le dediqué a Scott una radiante sonrisa tranquilizadora que pareció relajarlo un poco. Tranquilo, S. Me han cuidado bien, así que ya estoy como siempre.
               -Mi trabajo aquí está hecho-informó Alec, levantándose y cogiendo la manta.
               -Pero, ¡si no has hecho nada!-citó Tommy, y Alec tiró de la manta como si fuera una capa para desaparecer tras ella.
               -¡Adiós!-y entró en la casa sin más preámbulos, haciéndome creer que me dejaría allí, a la intemperie. No obstante, inmediatamente asomó la cabeza y me preguntó-. Bombón, ¿te dejo la manta o vas a entrar?
               -Voy a entrar.
               Scott tuvo que prestarle ropa de hacer deporte, así que subieron al piso de arriba y estuvieron alborotando mientras yo me acurrucaba en el sofá, a ver cómo Duna trasteaba con sus muñecas. Los chicos bajaron en fila, empujándose, insultándose y riéndose a carcajadas los unos de los otros, pero la actitud bravucona de Alec desapareció en cuanto me vio. Se inclinó en el sofá y, tras saludar a Duna, me dio un beso en los labios.
               -¿Quieres que vuelva a verte después del partido?-ofreció.
               -Estoy bien.
               -Bueno, vas a venir igual-sentenció Scott, cruzándose de brazos-. No pienso regalarte mi camiseta de baloncesto preferida.
               -Tampoco es que me la quisiera quedar-espetó Alec, lacerante-. Me aprieta un huevo, apenas puedo respirar.
               -Eso es porque estás gordo.
               -O porque tú eres un cuerpo escombro.
               -Creo que es una mezcla de las dos cosas-meditó Tommy, tamborileando con los dedos en su barbilla.
               -¿Quieres que te diga qué parte del cuerpo tengo gorda, Tommy?-inquirió Alec mientras Scott se limitaba a darle un manotazo a Tommy en el hombro y llamarle gilipollas.
               -Dejad a Tommy en paz-ordené, y Alec y Scott silbaron.
               -¡Mírala, cómo protege a su novio!-pinchó mi hermano. Tommy puso los ojos en blanco.
               -¡Están enamorados!-proclamó Alec, riéndose.
               -¿Cuántos críos vais a tener?
                -Con eso no bromees, Scott-ladró Alec, de repente súper serio.
               -¡Uh, mira cómo se pica, Tommy!
               -¡Cuidado, S, no vayas a resbalar con las babas de Al!
               -Idos a la mierda, par de imbéciles-gruñó Alec, negando con la cabeza.
               -¿Ya habéis hablado de cuántos críos queréis tener?
               -Sí-respondí yo-, tres. Para que, si los dos primeros nos salen retrasados, el tercero sea normal, como hicieron nuestros padres con nosotros-esbocé una sonrisa e hice el símbolo de la victoria con las dos manos mientras Scott y Tommy me fulminaban con la mirada.
               -Despedíos rápido-instó Scott fríamente-. No pensamos esperarte más, Alec.
                Dicho lo cual, tanto Tommy como él desaparecieron por el vestíbulo, y a los segundos pocos segundos se escuchó el chasquido de la puerta indicando que la población de la casa se había visto reducida en dos personas.
               Alec me dedicó una sonrisa y me dio un piquito.
               -Me lo he pasado genial.
               -Pues anda que yo… ¿cuándo puedo disfrutar del Tratamiento Premium del Spa Whitelaw otra vez?-ronroneé, tirando de los cordones de su sudadera.
               -Cuando quieras, preciosa. Abrimos sábados, domingos y festivos.
               -¿Entre semana no?
               -Una sabia me dijo una vez que es mejor no tener sexo las mañanas escolares.
               -Pero no dijo nada de las tardes-respondí, colgándome de su cuello y dejándome llevar por mis emociones, tan intensas que empequeñecerían un volcán-. Me ha encantado lo de hoy. Estoy deseando repetirlo, Al-le di un último beso de despedida y dejé que se me escurriera poco a poco entre las manos, como un puñado de arena que vuelve a la duna que nunca debió abandonar-. Eres un novio genial.
               -¿Soy?-rió Alec, y yo me sonrojé.
               -Bueno, vas a ser-contesté, notando cómo me ardían las mejillas. Alec dejó escapar una risa relajada y comentó:
               -Creo que me gusta que tengas fiebre.
               -Alec, ¡deja de ligar y mueve el culo!-instó Tommy, que acababa de abrir la puerta para reclamar a su amigo. Alec me guiñó el ojo, me dio un último apretón en la mano, y rompió el contacto físico entre nosotros. Tardó un poco más en romper el contacto visual, pero no tanto como habría tardado yo en dejar que un “te quiero” se me escapara de los labios. Ahora que ya se lo había dicho, me costaba mucho no repetírselo. Sonaba tan bien cuando se lo decía a él, y él se ponía tan guapo cuando lo escuchaba…
               -¿Sí, nena?-preguntó, al ver que me dejaba con la palabra en la boca. Ya había pronunciado la primera palabra, “te”, muy parecida y a la vez distinta a nuestra declaración personal, con lo que Alec quería quedarse a oírla.
               En ese momento se asomaron también Scott y Tommy a la puerta del salón, metiéndome presión.
               -Me apeteces-me despedí, y Alec sonrió.
               -Me apeteces-repitió.
               -Y a mí me apetece no llegar tarde por una vez en mi vida-gruñó Scott-, así que en marcha.
               -Hablamos después-se despidió mi chico, y sólo cuando yo cedí con un “vale” abandonó la casa. Me dejó allí, hecha un ovillo, más limpia, hidratada y, sobre todo, mil veces más sana y feliz que como me había encontrado ayer por la noche. Mientras ellos atravesaban la calle y doblaban la esquina, yo tomé una decisión trascendental: no tenía por qué reservarme más mis “te quieros”. Le daría el primero como regalo de cumpleaños.
               Si ya actuábamos como novios, iba siendo hora de que lo hiciéramos con todas las consecuencias. Quería llegar hasta el final con él, y sabía que Alec me garantizaba un final feliz.
               -¿Quieres jugar, Dundun?-le pregunté a mi hermanita, que estaba casi tan feliz como yo por haber visto a Alec, aunque ella lo hubiera visto mucho menos. Duna saltó sobre mí, me dio un abrazo, me preguntó si ya estaba mejor, y estalló en carcajadas cuando la maté a cosquillas.
               Alec sonreía igual que lo hacía yo cuando salió de casa, pero a él, la felicidad le duró muchísimo menos que a mí. Ni siquiera le llegó a la cancha de baloncesto, donde le esperaban el resto de sus amigos, un lugar en el que se suponía que tenía que estar en el clímax.
               Porque le dio por preguntarles a Scott y Tommy qué tal llevaban lo del programa, y mientras ellos le contaban sus expectativas, la cálida respuesta que había recibido mi hermano al email que había enviado con su audición, y lo que tenían preparado para su primera audición en persona, Alec sintió un pinchazo en el corazón. Y su estado de ánimo comenzó a empañarse más, y más, y más, como el cristal de una cabaña en el bosque que de repente recuerda que es invierno.
               ¿Y lo peor de todo? Que el cristal tenía una razón para empañarse. Alec no tenía ese por qué.




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1 comentario:

  1. PRIMERO DE TODO, HE MUERTO MUCHÍSIMO CON TODO EL CAPÍTULO, HABRÁS ESTADO FALTA DE INSPIRACIÓN MI VIDA PERO TE DIGO CON LA BOCA LLENA QUE HA SIDO EL CAPÍTULO EN EL QUE MAS HE VISTO A ALEC Y SABRAE SER VERDADEROS NOVIOS, HA HABIDO MOMENTOS EN QUE HE TEMIDO UN ATAQUE DE HIPERGLUCEMIA.
    LUEGO ESTA EL FINAL DE CAPÍTULO, VAMOS A VER SEÑORA QUE ES ESE SALSEO REPENTINO CON EL QUE NADIE CONTABA, QUE LE VAS A AHCER A MI NIÑO

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