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Si la noche con él había sido mano de santo, el mensaje
que me envió había terminado de curarme. Ver la canción que me había dedicado
en bucle hasta que prácticamente podría dibujar cada fotograma con los ojos
cerrados es lo único que hice de mínimo provecho en toda la mañana.
No es
que no me hubiera dedicado a hacer otras cosas, claro. Alec no había podido
recoger la ropa que yo había dejado tirada por la habitación, tratando las
esquinas como si fueran huecos vacíos en un almacén abarrotado, así que ya
tenía tarea para la mañana: mientras la canción se repetía una y otra vez, yo
me dedicaba a ordenar mi habitación, metiendo la ropa de nuevo en el armario a
una lentitud asombrosa. Seguían doliéndome las piernas, aunque no tanto como el
día anterior, y me notaba más cansada y débil de lo que acostumbraba los
domingos por la mañana. Apenas había desayunado, pero mi estómago celebró con
un pequeño brinco (no podíamos permitirnos más ninguno de los dos) cuando
escuchó a papá llamarnos desde el piso de abajo:
-¡A
comer!
Intenté
enfundar mis piernas en unos pantalones de pijama, y después de un par de pasos
en los que me asé de calor y me sentí más oprimida que nunca (más incluso que
cuando había intentado seguir usando unos shorts
del verano pasado, a pesar de que había engordado y casi no podía moverme),
decidí renunciar a mi ropa interior. Me sentí un poco más liberada, aunque no
mucho, y me peleé con el salmón especiado que mamá depositó frente a mí,
cortado especialmente para cada uno de nosotros desde la fuente que papá había
horneado atentamente en el horno. De lo que sí di buena cuenta fue del par de
patatas asadas que me dejaron coger, y antes de darme cuenta, la temperatura de
mis piernas estaba bajando en picado por acción del sorbete de limón que mamá
había preparado el día anterior.
Creí
que estaría lo suficientemente bien como para ocuparme de mis tareas y fregar
los platos, pero después de avanzar lentamente, a ritmo de caracol, en
dirección a la cocina con mi vaso, mi cuchara y mi bol, Shasha me cogió las
cosas con cuidado de las manos y dijo que ella se ocupaba.
-Debes
de verme muy mal.
-Creo
que te está volviendo a subir la fiebre-comentó, y mamá se acercó a mí, me puso
una mano en la frente y, tras un instante de vacilación en el que su instinto
maternal calculó con una exactitud de centésimas mi temperatura corporal,
asintió con la cabeza y me envió escaleras arriba, a que hiciera lo que yo
quisiera, pero descansando todo lo posible. Tampoco es que necesitara ese
último consejo: no tenía ganas de nada más que de tumbarme en la cama (ni
siquiera me metería bajo las mantas) y tratar de dormir. No voy a mentir: sabía
que olía de pena y que tenía el pelo hecho un asco, pero ya había hecho
bastante ordenando mi habitación: sí, me sentía mejor porque ya no vivía entre
caos pero, ¿a qué precio? Lara Jean había ordenado su cuarto en A todos los chicos de los que me enamoré
cuando quería organizar también sus pensamientos, pero su cuerpo estaba
perfectamente. No se encontraba mal, sus glóbulos blancos no luchaban entre sí,
ni su estómago bailaba una conga con cada movimiento que hacía, como estaba
haciendo el mío ahora que estaba lleno.
Así que
en ésa estaba, en intentar relajarme, dejar la mente en blanco y no pensar en
nada, pues pensar implicaba ser consciente de mí misma, y por tanto de mi
malestar, cuando alguien llamó a la puerta, con una voz conocida que yo
adoraba. Apenas podía creérmelo cuando le escuché al otro lado de la pared.
-Servicio
de habitaciones-bromeó conmigo, y yo sonreí.
-¿Alec?
-No.
Soy su gemelo malvado, Caleb-respondió, entrando por fin en mi habitación, y
haciendo que el día se nublara un poco menos esbozando una sonrisa. Jo, qué
guapo era. A veces se me olvidaba lo guapo que podía llegar a ser,
especialmente cuando sonreía y estaba tan relajado como lo hacía ahora: a pesar
de que había pasado la noche conmigo, era como si hiciera años que no lo veía.
Sentí un subidón de dopamina en mi cuerpo nada más verlo, al pensar que, si
estábamos juntos, no podía pasarme nada malo. Ni siquiera mis débiles defensas
podían volverse contra mí.
Estaba
tan embelesada mirándolo que ni me molesté en corregirle: su gemelo malvado
debería llevar su nombre invertido, “Cela”,
en lugar de “Caleb”. Sin embargo, que adoptara un nombre que ya existía (y
que, siendo sincera, se parecía lo suficiente como para pasar por su reflejo)
me bastaba.
Por
Dios, incluso si decía que se llamaba algo completamente distinto a él (como
Jordan, por ejemplo) no me habría molestado en corregirle. Me alegraba
demasiado de que estuviera allí como para ponerle pegas a su presencia.
Y el
colmo fue cuando vi que traía una tacita humeante en la mano. Inconscientemente,
como un bebé que quiere que su persona favorita le cojan en brazos (que es lo
que soy cuando Alec anda cerca: un bebé que quiere que su persona favorita, es
decir, él, le coja en brazos), estiré las manos en dirección hacia la tacita.
Ya me había demostrado que podía ser un enfermero genial, así que estaba
ansiosa por probar su medicina.
Pero,
ante todo, Alec era mi chico, y yo era su chica antes que una enfermita
convaleciente. Por eso se inclinó a darme un suave beso en los labios a modo de
saludo que hizo que mi mundo se pusiera patas arriba, y a la vez, todo encajara
en su lugar. Fue una sensación extraña, como si la gravedad que mantenía unido
el universo se disipara, y sin embargo las cosas continuaran exactamente en el
mismo punto, enlazadas por las mismas conexiones, más ligeras ahora que ya no
había nada empujándolas hacia abajo.
En
cuanto nuestras bocas se tocaron, y más tarde nuestras manos cuando me tendió
la taza de sopa de pollo que tan amablemente su madre me había preparado, una poderosa
energía sanadora barrió todo el malestar de mi cuerpo. Ahora, sólo me
encontraba cansada. Seguía sintiendo las piernas pesadas, pero me notaba con
fuerzas en algún lugar de mi interior que me permitirían soportar una maratón,
aunque fuera a mi ritmo.
No estás enferma; tienes mono de él, susurró
una voz en mi cabeza… lo cual tenía sentido. Si Alec de normal ya era adictivo,
imagínate cuando lo probaba de verdad. En
mi interior había llevado un poco de su esencia, aunque fuera sólo unos
minutos, pero lo que me había hecho era suficiente como para que mi cuerpo se
volviera completa y absolutamente adicto a él. Había un antes y un después de
Alec, todo en mí me lo indicaba: mi buen humor apareciendo sólo cuando lo hacía
él, mis recuerdos del sexo asaltándome cuando menos me lo esperaba, el no poder
sacármelo de la cabeza ni un segundo desde que nos separamos esa mañana. Me iba
a la cama con él, dormía con él, soñaba con él, y se había producido un
desajuste en mi interior cuando no desperté también con él. Pero, por fin, las
piezas volvían a encajar.
Estábamos
juntos de nuevo.
Entre
nosotros, el ambiente empezó a cargarse de electricidad. Puede que la píldora
hubiese hecho estragos en mi estado anímico, pero no había mermado ni un ápice
mi libido. Y ahora que Alec estaba conmigo y yo me había dado cuenta de lo
curativa que podía resultar su cercanía, aquella no hacía más que aumentar. Me
apetecía. No, le necesitaba. No me
apetecía tomármelo como me apetecería tomarme un poco de alcohol en una fiesta;
necesitaba pegarme un chute de él como si fuera una cocainómana frente a unas
líneas perfectamente delimitadas.
Quería
volver a hacerlo con él. Fuerte, suave… me daba igual. Lo que quería era
tenerlo tan cerca que fuera imposible distinguir dónde terminaba Alec y dónde
empezaba Sabrae. Aquel instinto protector suyo me gustaba más de lo que estaba
dispuesta a admitir en voz alta: implicaba que le tendría conmigo tanto tiempo
como yo le necesitara, y dado que iba a necesitarle toda la vida, durante ese
tiempo estaríamos juntos.
Por
desgracia para mí, ese instinto que tanto me atraía hacia él era el mismo que
hacía que Alec se echara hacia atrás y decidiera guardar las distancias. Si no
supiera que los lazos que nos unían eran resistentes como el acero, mi fiebre
me habría convencido de que no le atraía así. Pero yo sentía la tensión que
había entre nosotros, escalando a la velocidad de las burbujas en el océano,
buscando volver a su estado original: aire libre.
Claro
que Alec era un delfín que había conseguido explorar el fondo marino a base de
resistir en burbujas, así que todos mis intentos de flirtear con él se quedaron
en torpes coqueteos por mi parte y corteses rechazos por la suya.
Si es
que puedes considerar coquetear soltarle a bocajarro que lo habríais hecho nada
más despertaros.
-¿No
te pongo sudadita?-ronroneé como una gata en celo, de forma que incluso me
habría dado vergüenza a mí misma en cualquier otra circunstancia. Mi voz se
había restregado sin pudor contra él de una forma en la que no creerías posible
que lo hicieran cuerpos intangibles. Ya que yo no podía frotarme contra Alec,
por lo menos lo haría mi voz.
Algo
dentro de mí se regodeó al comprobar que los ojos de Alec cayeron en picado
hacia mi boca, como si no pudiera creerse que me estuviera comportando así de
mal… o como si no pudiera creerse que, después de lo mal que se suponía que
estaba, en el fondo sólo tuviera una cosa en mente: sexo.
-Termínate
el caldo, Sabrae-me instó él, conteniendo una risa-, y ya hablaremos de si me
pones sudadita o no-me guiñó un ojo, recogiendo el guante que yo le había
echado con la elegancia del caballero que todo el mundo excepto él sabía que
era, y yo no pude evitar reírme también. No es que estuviera precisamente
acostumbrada a que Alec rechazara el sexo, pero tampoco era una novedad. De
hecho, las pocas veces que me había parado los pies antes de hacerlo superaban
a las veces en que lo había hecho yo, y las razones eran bien diferentes:
mientras él intentaba protegerme, yo sólo quería hacerle rabiar.
Le
miré a los ojos mientras me terminaba el caldo, y él en ningún momento apartó
la mirada de los míos. Me gustaba que pudiéramos hacer aquello sin
premeditarlo, y también sin excusas: a veces, una mirada transmite más de lo
que nunca pueden transmitir las palabras. Además, podía hacer eso de quedarme
mirando a la mirada de otra persona y tratar de desentrañar la filigrana de sus
pensamientos con solamente otra persona: Amoke. El resto de gente a la que
conocía, o bien se resistían, o bien se burlaban de mí. Si me quedaba mirando a
Scott a los ojos, él lo convertía en una competición para ver quién se echaba a
reír antes. Si lo hacía con Shasha, ella terminaba frunciendo el ceño y
preguntándome qué bicho me había picado. Si lo hacía con Taïssa, se ponía roja
y terminaba apartando la mirada. Y si lo hacía con Kendra, me obligaba a cortar
el contacto visual amenazando con meterme un dedo en el ojo a base de acercar y
acercar y acercarlo a mi cara.
Fue
él quien cogió de nuevo mi taza y la colocó sobre la mesilla de noche después
de tantear con las manos. No fue hasta que yo sonreí y bajé la vista cuando por
fin rompimos la conexión, y él pudo asegurarse de que había colocado la taza en
un lugar a salvo de caídas.
-Tienes
bastante mejor cara. Incluso te mantienes erguida-comentó, y yo me puse las
manos por debajo de la mandíbula y cerré los ojos, haciendo el típico gesto de
niña angelical que no ha roto un plato en su vida. Alec se echó a reír, y ese
sonido fue música para mis oídos.
-¿Te
dejé dormir? Tengo recuerdos de despertarme con sed, y tú siempre me acercabas
el agua. Además, me moví mucho, ¿no?
-No a
lo que me tienes acostumbrado-soltó, y yo me eché a reír. Se sentó justo
delante de la almohada, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama, y
tras acercarme a él, me dio un suave beso en la sien mientras me frotaba el
hombro-. Y te has puesto pantalones-observó.
-No
está bien visto bajar a desayunar en bragas.
-Yo
en verano me paseo por casa en gayumbos, Sabrae.
-¿Y
tu madre no te dice que no es de buena educación?
-Sí,
pero no le hago caso-sonrió, dándome un achuchón, perdido en sus pensamientos.
-Al…
-Saab…
-¿Puedo
serte sincera?
Me
miró y se mordisqueó el labio.
-Depende.
¿Me vas a contar que me has puesto los cuernos?
-¿Cuándo?
-En
lo que he tardado en volver a verte-respondió, y yo fruncí el ceño.
-No
me habría dado tiempo.
-Es
verdad-sonrió-. A veces se me olvida que echar rapiditos es un arte que no todo
el mundo domina-se miró las uñas con chulería y yo volví a reírme, sintiendo
que la chispa que siempre se prendía en mi interior cuando Alec recuperaba un
poco de esa personalidad que en otro tiempo había detestado, fruto de los años
en que había ido perfeccionando sus dotes como compañero sexual con una
infinidad de chicas, volvía a encenderse en mi interior. Puede que le hubiera
detestado, pero ese mismo Alec era al que yo había visto en la playa,
haciéndolo con una extranjera a la que acababa de conocer… y el que había hecho
que mi sexualidad floreciese.
-Sabrae-silbó
para llamar mi atención, y yo di un brinco y lo miré como un animal que
atraviesa el bosque y justo en ese instante se encuentra con los faros de un
coche. Alec se echó a reír-. Te habías quedado pillada.
-Estaba…-carraspeé,
atragantándome con mi saliva.
-¿Pensando
en los polvazos rapiditos que hemos echado?-preguntó, hundiéndose en la cama
hasta quedar completamente tumbado, con las manos tras la cabeza-. Recréate a
gusto, nena. Puedo esperar.
-¿Quieres
que te cuente lo que te iba a contar, o no?
-Dispara,
bombón.
-No
llevo bragas-revelé, y una parte de mí, de cuyo tamaño no voy a hablar,
esperaba que se volviera loco con esa revelación. Al menos no le dejó
indiferente: algo dentro de Alec cambió, y todo lo que hay en el interior de
una persona termina reflejándose en su exterior. El tono relajado que había
adoptado al tumbarse había sido completamente espontáneo, pero ahora tenía que
forzarlo. Me regodeé en cómo intentaba mantenerse tranquilo, diciéndose que no
debía tocarme un pelo porque estaba en una especie de cuarentena, en el ala de
observación del hospital.
Sin
pedirme permiso porque sabía que ya lo tenía, Alec pellizcó mis pantalones por
la goma y tiró de ellos para ver mi anatomía por debajo de la ropa, echando un
vistazo que sólo podía corresponderle a él. Vi cómo se relamía y tragaba
saliva, y aunque no podía verlo, le conocía lo suficiente como para saber que
se le habían dilatado las pupilas.
-Es
verdad-constató en tono ronco-. No llevas bragas. ¿Puedo preguntar por qué?-me
miró desde abajo con inocencia, y yo me encogí de hombros.
-Es
que me aprietan.
-Vaya,
no sé en qué lugar me deja eso a mí-murmuró, mirándose sus propios pantalones,
y yo solté tal carcajada que incluso me dolió. Mi estómago protestó por el
movimiento, y antes de que me diera cuenta, me había hecho una bola en el
colchón, al lado de él. Alec rodó hasta colocarse sobre su costado y se me
quedó mirando.
-¿Estás
bien?
-Siento
como… latigazos a veces-respondí, y él asintió con la cabeza. Me levantó la
camiseta negra y bajó mis pantalones gris perla hasta que mi barriga quedó al
descubierto, y después, tras pedirme permiso con una mirada, puso su mano
grande y cálida sobre mi tripa y comenzó a acariciarme muy, muy despacio.
Ejercía la presión necesaria para aliviarme, pero no la suficiente como para
sentir que me estaba haciendo daño. Me dio un beso en la cabeza.
-¿Mejor?
-Sí.
-¿Sigo
un ratito?
-Sí.
Era
como si mi cuerpo estuviera compuesto de nudos que sólo las manos de Alec
podían desatar. Con su lento masaje, consiguió aliviar la presión que sentía en
mi interior. Incluso diría que hasta me ayudó a hacer la digestión. Me quedé
tumbada boca arriba, dejando que hiciera su magia con los dedos, una magia
antigua y ancestral, tan natural como el mundo: los cuidados del amor. Estiré un
dedo para asegurarme de que era real, que no lo estaba soñando, y cuando posé
las yemas de los dedos en su mandíbula, mis ojos se focalizaron un poco más en
él. Caí entonces en que tenía una pequeña herida en el labio con la que, estaba
segura, no había nacido. Me conocía sus marcas de nacimiento a la perfección:
las había besado la primera noche que estuvimos juntos, igual que él había
besado mis senos y mi sexo, y cada una de mis estrías, haciéndome ver que
aquello no eran imperfecciones, sino marcas únicas e irrepetibles que daban fe
de que yo era de edición limitada, única en mi especie.
-¿Qué te ha pasado?-pregunté, tocándole la
herida, y Alec se relamió.
-No
fui lo bastante rápido-contestó simplemente.
-¿Has
ido a boxear?
-Ayer,
después de despertarme.
-¿Tenías
esto anoche?
-Ajá-no
parecía darle importancia, pero a mí me sorprendía que pudieran haberle cogido
desprevenido. Alec tenía unos reflejos de pantera, mejores incluso que los
míos. Todavía me acordaba del tortazo que había intentado darle estando de
fiesta, pensando que era una de mis amigas tocándome las narices más de lo
necesario.
Claro
que también había conseguido darle dos bofetadas a lo largo de nuestra
relación. Y una de ellas había estado relacionada con aquel beso invasivo que
quiso robarme, que yo había convertido en mordisco y que una parte de mí, la
misma parte que disfrutaba siendo dominada durante el sexo, quería repetir.
-No…
no me había fijado hasta ahora. Debería haberlo visto. ¿Estás…?
-Estoy
bien, nena. No te preocupes por mí. Apenas podías reconocerme, así que es
normal que no te fijaras en que me había hecho una herida en el labio. No es
nada, de verdad. He sobrevivido a cosas peores. No es como si tuviera una
costilla rota, o algo así-sonrió, y yo presioné sobre la herida suavemente.
-¿Te
duele?
-Me
molesta un poco-admitió, lo cual me indicó que debía hacerle un daño tremendo,
porque Alec era muy sufrido y odiaba que la gente se preocupara por él. Años y
años entrenando y combatiendo, subiéndote a un ring y haciendo como que podrías
estar allí todo el día, te invitaban a comportarte así.
Dado
que las relaciones deben ser recíprocas, basarse siempre en un equilibrio de
dar y recibir, y además me estaba poniendo mimosa y me apetecía devolverle el
cariño que me estaba haciendo sentir en la tripa, me acerqué a él con la
intención de curar un poco su boca. Me incorporé lo justo y necesario para que
mis labios rozaran los suyos, y le di un suave besito a sus dientes cuando
esbozó una deliciosa sonrisa, saboreando mis labios.
-¿Y
ahora?
-Ahora
menos-susurró, acercando la cara a la mía para dejarme mimarlo. Así lo hice: le
besé despacio, acariciando lentamente con mi lengua su pequeña herida,
saboreando su boca con tranquilidad mientras su mano seguía presionándome la
barriga, aliviando el malestar que sentía en mi interior. A medida que mis
besos cobraban profundidad, también lo hacían sus caricias, hasta el punto de
que sus dedos rozaron algún punto en mi interior que prendió una pequeña chispa
en mi entrepierna. A modo de respuesta, me colgué de su cuello, enredando su
pelo entre mis dedos y haciendo mis besos más profundos, hasta que la mano de
Alec empezó a descender instintivamente por mi anatomía. Separé las piernas,
dejándole hueco libre, y sólo cuando sus dedos se acercaron a mi monte de Venus
y exhalé un suspiro y un jadeo, Alec cayó en la cuenta de lo que estábamos
haciendo: preliminares.
Se
retiró de mi entrepierna tan despacio como había llegado, y yo exhalé un
suspiro de frustración. Él me besó la cabeza a modo de consuelo, y mentiría si
dijera que no me sentía compensada. Su afán de cuidarme era mayor que su deseo
de poseerme, y hay pocas cosas que demuestren el amor más puro como el poner a
la otra persona por delante de ti.
-Hace
tiempo me dijiste que no podías controlarte cuando una chica guapa te
acariciaba el cuello como lo estaba haciendo yo-susurré, dejando caer mi mano
en la almohada, a su espalda. Alec rió por lo bajo, tranquilo-. ¿Te has vuelto
inmune a mis caricias?
-¿Nunca
te han dicho que es inútil preocuparse por imposibles?-preguntó, besándome la
mano y acariciándome los nudillos con el pulgar-. Se me ha ocurrido una idea.
Se incorporó hasta quedar sentado a mi lado,
para a continuación sacar las piernas de la cama y arrodillarse en la alfombra,
frente a mí, como si rezara. No dejó de acariciarme la tripa, pensativo,
mientras se movía. Para cuando ya estuvo en la posición propia de un devoto de
su divinidad preferida, se inclinó hacia mi vientre y me dio un beso.
Descubrí
que era en el estómago, y no en el corazón o en el cerebro, donde vivía mi
alma. Porque aquel pequeño gesto de cariño me la calentó y me la arropó de una
forma que incluso logré sentir de forma física. Mi espíritu se hacía algo
tangible cuando Alec entraba en escena, y más cuando se ponía así de tierno
conmigo.
-¿A
ti te parece normal-le preguntó a mis entrañas- todo lo que estás montando?
-Intentaré
no comer demasiado el resto de vida-bromeé-. Quién sabe la cantidad de
quebraderos de cabeza que va a darnos mi barriga.
-Espero
que éste sea el primero de muchos-confesó él, apoyando la cabeza sobre mi
ombligo, orientando el rostro hacia mí y cerrando los ojos. Le acaricié el
mentón, jugueteé con su pelo. Ni siquiera le había preguntado a qué idea se
refería cuando dijo que tenía una idea: para mí, su idea más brillante era
haberse movido para quedarse así. No es que no me apeteciera cubrirlo de besos,
pero me gustaba el momento íntimo que estábamos compartiendo.
-Estás
muy guapo-susurré, dejando que mis dedos dibujaran símbolos tribales en su
cara. Sus pestañas le acariciaban las mejillas mientras respiraba
profundamente, casi dormido-. No me importaría verte así más a menudo.
-¿Escuchando
los latidos de nuestro hijo en tu tripa?-soltó sin poder contenerse, abriendo
los ojos, y yo me eché a reír. Vale, puede que se hubiera pasado un poco con
aquella pregunta pero, ¿podía culparle? Habíamos hablado demasiadas veces de
tener hijos estando juntos; Alec me había confesado que, literalmente, no se lo
había planteado hasta que no me conoció en el sentido bíblico. Ahora que yo
había entrado en su vida, había abierto un mundo de posibilidades en el que él
no se había fijado en absoluto. Ni tan siquiera había constatado la existencia
de la puerta.
Además…
lo hacíamos demasiado como para que no se nos pasara por la cabeza. Y para
colmo, si yo estaba así, era por relación directa con la reproducción. Así que
no, no me asusté.
Lo
cual no quiere decir que no me hiciera gracia.
-Yo
iba a decir con la cabeza en mi barriga, usándome como almohada, pero sí-y me
eché a reír suavemente, dándole un toquecito en la cabeza. Alec despertó de la
ensoñación en la que se había sumido, se incorporó y carraspeó.
-Yo…
yo… eh… perdona, bombón.
-Vamos,
sol. No me ha molestado para nada.
Alec
puso los ojos en blanco y me sacó la lengua.
-Nos
ha jodido… estoy buenísimo, soy adorable y follo que te cagas: la única manera
que tendrías de atarme a ti para siempre sería con un crío. Anda que no te mola
que yo los traiga a colación, ¿eh? ¿Cuánto tiempo llevabas perfilando este
plan? Dime. Seguro que fuiste tú la que rompió el condón.
-Sí,
porque me apetecía estar hecha mierda en la cama durante un fin de semana
entero-asentí con la cabeza y él se relamió los labios.
-Me
dijiste que mereció la pena mientras estabas senil-me recordó.
-No
estaba senil. Sólo medio cachonda.
-¿Sólo
“medio”? Uf-se reclinó hacia atrás, apoyándose sobre una mano en el suelo
desnudo, convirtió sus cejas en una montaña en su ceño y se mordió el labio,
mostrándome unos dientes que yo deseaba por todo mi cuerpo. Quería su boca en
mi boca, en mis tetas, en mi sexo. Me lo habría follado como no se lo habían
follado en su vida si hubiera estado en perfectas condiciones-.
Definitivamente, estoy perdiendo facultades.
-No
te creas-ronroneé, rodando en la cama hasta quedar tumbada sobre mi costado,
enganchándolo del cuello de la camisa y empezando a besarlo despacio; sin
pausa, pero sin prisa, y con una profundidad que envidiarían muchos submarinos.
Lo
mejor de cuando nos besábamos era que, muchas veces, nos notaba sonreír. Era
una manera genial de saborear nuestra felicidad. Incluso cuando lo hacíamos de
forma obscena, una parte de nosotros se estaba declarando con nuestros besos.
Puede que fuera por eso por lo que me impactó tanto ver a Alec dándole el
morreo que le había dado a Logan: porque, de una forma u otra, incluso aunque
no quisiera, le estaba demostrando su amor. No era ningún secreto para mí lo
mucho que Alec quería a sus amigos, y lo mucho que ellos le querían a él, pero
Alec, como buen machito, no lo demostraba salvo que estuviera muy borracho y ya
le diera igual todo. Y, sin embargo, algo me decía que el morreo que le había
dado a Logan no tenía nada que ver con su borrachera, sino con una muestra de
lealtad como pocas tendría a lo largo de su vida. ¿Qué hacía más visible que un
beso en un bar gay, frente al chico que lo había plantado, el cariño y el
genuino deseo de felicidad que Alec tenía para Logan?
Vale,
lo admito: me había puesto muy cachonda viéndolos a los dos besarse, pero visto
en frío, aquel beso tenía más importancia incluso de la que yo había querido
darle. No sólo me daba para pensar “menuda manera de quemar Londres, mi querido
emperador Nerón” con sorna viéndolos, sino que me demostraba hasta qué extremos
estaba dispuesto a llegar Alec por la gente a la que quería. Y a mí me quería
con locura.
Me
separé para mirarlo a los ojos, porque a veces echaba de menos nuestro contacto
visual, incluso durante los besos. Él se relamió los labios y me miró.
-Vamos
al baño.
Noté
cómo algo dentro de mí se volvía ingrávido, sin pesar ya ni un gramo. Mis
ánimos se levantaron como un globo aerostático que poco a poco despega de la
superficie y se acerca para jugar con las nubes. Una sonrisa amplia me recorrió
la boca al pensar en lo que haríamos: ¿sería despacio o rápido, guarro o
tierno? No sabía cómo me apetecía; sólo sabía que quería estar con él. Además,
no era justo que pusiera objeciones: Alec ya había cedido en el tema del sexo,
así que lo justo sería que lo hiciéramos como a él le apeteciera.
Pensando
siempre en mí y en mi salud, Alec se levantó y fue derecho a mi armario. Me
encantó ver cómo abría el cajón en el que guardaba la ropa de estar por casa,
totalmente familiarizado con la forma en que organizaba mi ropa y mi habitación.
Sacó una sudadera blanco nuclear que debería haberme hecho daño en las retinas,
pero la belleza de Alec era más radiante que aquella prenda fosforescente, así
que no me hizo sentir ni un poco mal. Siguió revolviendo hasta encontrar unos
pantalones anchos que le habían pertenecido a Scott hacía tiempo, del mismo
color perla que los pantalones de pijama que llevaba puestos ahora, pero sin
los topos oscuros que destacaban en mi prenda actual.
Sacó
un top de deportes de Calvin Klein, y se afanó en encontrar unas bragas que no
me hicieran daño. La tela del top era ideal, pero desgraciadamente yo no tenía
el conjunto completo: había cogido un tanga, no unas bragas. Y, la verdad, no
me apetecía nada que se me pegara tanto como un tanga.
Como
Alec sabía que era coqueta y que sentirse guapo empieza en el interior (ya que
tu actitud no es la misma cuando llevas lencería sexy que cuando vas más
cómoda), se afanó en encontrar algo que no existía, hasta que yo me incorporé
en la cama y, con los pies colgando a unos centímetros sobre la alfombra,
comenté:
-Sé
dónde encontrar lo que estás buscando.
Alec
se giró, la ropa cuidadosamente doblada sobre una mano.
-¿Y
qué estoy buscando?
-Unas
bragas de Calvin Klein-él se echó a reír, se pasó la mano libre por el pelo y
la dejó caer.
-¿Tan
transparente soy?
-Para
mí sí. Mi madre tiene unas bragas en su cómoda. Puedo explicarte dónde
encontrarlas, si…
-Saab,
no puedes ponerte las bragas de tu madre.
-¿Por?
La
ropa interior de mi madre estaba limpia, igual que la mía. Yo le había prestado
unas bragas viejas a Shasha la primera vez que le vino la regla, y ahora casi
se había vuelto una costumbre que yo le ofreciera ropa interior a cambio de su
bienestar, algo importantísimo para mí… al margen de que así me dejaba comerme
su postre los fines de semana. Con mamá no era muy diferente: me había dejado
ropa con anterioridad, es cierto que nunca unas bragas, pero, ¿qué diferencia
había? No es como si yo no me hubiera puesto ropa interior de otra persona con
anterioridad. Lo había hecho con Alec, y la sensación había sigo genial, aunque
no esperaba que se repitiera con la ropa de mi madre.
-Tienes
el doble de cadera que ella-me recordó Alec, y yo abrí la boca para protestar,
pero tuve que cerrarla a medo camino, porque tenía razón. Me di cuenta de que
mamá siempre me había prestado accesorios o calzado, porque los primeros no
tenían talla y de lo segundo yo calzaba un número similar al suyo. Si mamá
compartía otras prendas, desde luego no era conmigo: ella era mucho más alta y
delgada que yo. Teníamos cuerpos completamente distintos, y en parte por eso
habían empezado a aparecer inseguridades en mi adolescencia: todos los chicos
se sentían atraídos por mi madre. Mamá tenía un cuerpo perfecto, y perfección
sólo hay una, así que lo que me distinguía de colmaba de defectos, defectos que
no me volverían atractiva.
Suerte
que había llegado Alec para demostrarme que no tenía de qué avergonzarme con mi
cuerpo, y que la idea de que perfección sólo hay una es totalmente errónea.
Todas las esculturas griegas son distintas entre sí, no hay dos completamente
iguales, y sin embargo todas eran perfectas. ¿Por qué no podía serlo yo, sin
desmerecer a mi madre, que sí que era perfecta (buena, lista, guapa y
feminista?
-Pero
eso no es malo, ¿sabes? Al contrario. Es bueno. Te va a costar la mitad
parir-me consoló Alec al verme callada, y yo me lo quedé mirando, estupefacta.
-Ya
van dos veces que hablamos de mis caderas, ¿es que tienes ganas de tener bebés
o algo así?
-En
el manual del caballero perfecto pone que hay que alabar la capacidad
reproductiva de tu dama-respondió sin darle importancia al asunto, y yo me eché
a reír. Dejé que me abriera la puerta (porque, efectivamente, era un
caballero), y obedecí cuando me pidió que fuera al baño, diciéndome que él
enseguida venía. Entré en el cuarto de baño, colgué toallas limpias cerca de la
mampara de la ducha, y esperé a que Alec regresara con la ropa perfectamente
doblada (no había querido dármela) y un albornoz tremendamente mullido, y
también blanco. Dejó la ropa cuidadosamente sobre un armario bajo y se volvió
para mirarme.
-Querida
mía-dio una palmada y dejó sus manos unidas, al más puro estilo de un
presentador de televisión que anuncia el bote millonario que los concursantes
lucharán por ganar-, me congratulo en anunciarte de que eres la ganadora del
Tratamiento Premium para Recargar Pilas del Spa Whitelaw-yo me derretí un poco,
lo confieso-. Este lujoso tratamiento de última generación incluye servicio de
hidromasaje personalizado, exfoliante revitalizador y sesión de hidratación con
aceites esenciales de origen cien por cien natural, cortesía de nuestros
patrocinadores.
-¿Qué
patrocinadores son esos?-pregunté con fingida inocencia, y Alec se quedó
pillado un par de segundos.
-Durex-decidió
por fin, y mis ojos se iluminaron.
-¿Has
traído los geles?
-¿Eh?
No. Yo… mira, te voy a ser sincero, bombón. Creí que te pondrías zorrísima y me
suplicarías hacerme una mamada cuando te dije lo del Spa Whitelaw, así que he
tenido que inventar sobre la marcha.
-¿Así
que lo de la hidratación es mentira?
-No,
lo de la hidratación y todo ese rollo es verdad. Tratamiento Premium para mi
princesita-sentenció, y yo me estremecí-.
Es sólo que… todavía no me sé de memoria tu lista de cosméticos, ¿sabes?
-Bueno-asentí
con la cabeza-. Entonces, lo de la mamada… ¿en qué queda?
-Ahora
ya no quiero. Se te ha pasado la oportunidad.
-Eres
malo conmigo.
-Se
siente-sentenció, cruzándose de brazos, pero cuando yo me quité la camiseta y
me quedé desnuda de cintura para arriba, las pupilas de Alec se dilataron, y se
relamió inconscientemente mirándome los pechos. Porque puede que yo estuviera
sudada, y por lo tanto un poco sucia, además de cansada, pero eso para Alec no
suponía ningún problema, todo lo contrario. Había terminado cubierta de sudor
demasiadas veces después de una buena sesión de sexo como para que verme de esa
guisa no trajera recuerdos tremendamente placenteros a su cabeza.
No
esperaba menor asociación.
-Sí,
y tanto que se siente-ronroneé yo, desanudando los cordones de mis pantalones.
-Sabes
que a este juego podemos jugar dos, ¿verdad?-preguntó, desabotonándose la
camisa y dejándola caer al suelo. Se me hizo la boca agua al ver su pecho
esculpido por los dioses; ningún humano podía hacer en el mármol, por muy
maestro que fuera, lo que Alec había hecho con su torso. Me apeteció pasar los
dedos por sus abdominales, besarme los pectorales mientras mis manos descendían
hasta aquel bulto en sus pantalones, que incluso relajado tenía un buen tamaño.
-Yo ya
quería follar antes, Alec-constaté-. No había necesidad. Es decir… Dios me
libre de decirte nunca que no te quites ropa, pero…-me acerqué a él y jugueteé
con el botón de sus pantalones-. No subas apuestas si no estás convencido de
que tienes la mano ganadora.
Alec
me tomó de la mandíbula y me hizo levantar la vista para mirarlo. A
regañadientes, aparté mis ojos del bulto de sus pantalones.
-Nena,
contigo yo siempre tengo la mano
ganadora.
Y me
besó. Lenta, profunda y acaloradamente, en esos besos de película de los años
50 que, por desgracia, aún no habían empezado a recuperarse. Aquello sí que
eran besos; sus protagonistas sí que eran galanes, y Alec, el mayor de todos
ellos.
Me
hizo quitarme los pantalones, me dejó quitarle los suyos, y se me quedó mirando,
completamente desnuda frente a él, que todavía llevaba los calzoncillos
puestos. Me tomó de la mano y me hizo dar una vuelta sobre mí misma, para
terminar examinándome mientras se mordía el labio. Con un esfuerzo increíble
gracias a su férrea fuerza de voluntad, Alec me dijo que me metiera en la
ducha. Y yo lo hice, dócil cual corderito. Me metí en las paredes de la mampara
y esperé pacientemente a que él se hiciera con todo y se metiera conmigo, a
acompañarme. Empezó a besarme, empujándome suavemente hasta colocarme bajo el
chorro de agua, que moduló con cuidado hasta conseguir la que a mí me pareció
la temperatura perfecta. Jadeé bajo el agua cuando me pasó los dedos por el
pelo, desenredándome los nudos.
-Para
esto sería mejor un cepillo-comenté.
-Me
gusta tocarte-fue su respuesta, y yo me dejé hacer. Me di la vuelta para que
siguiera desenredándome el pelo, y cuando le escuché coger el bote de champú y
verterse un poco en la mano, mi sexo protestó. Pronto, nubecitas de champú se
deslizarían por mi cuerpo, acariciándome como esperaba que lo hiciera él.
Abrí
los ojos y me incliné hacia el mando de la ducha.
-¿Qué
haces?
-¿Sabes
activar el hidromasaje?-pregunté, a lo que él contestó:
-El
hidromasaje te lo voy a hacer yo.
-Jo,
me ha tocado la lotería contigo-susurré, y un estremecimiento me recorrió
cuando me besó el hombro.
Alec
se afanó conmigo. Era un cuidador genial: paciente, meticuloso, pero sobre
todo, muy cariñoso. Me lavó el pelo con muchísimo cuidado, pero no dejó un
rincón de mi cabeza sin cubrir de jabón. Tras aclarármelo y que mi melena
cayera en picado por mi espalda, empezó a echarme acondicionador, y yo me di
cuenta de que nunca había tenido tan pocos nudos después de enjabonarme el pelo
con esa vez. Alec lo hacía genial. En el ambiente flotaba un delicioso aroma a
manzana que me hizo la boca agua, y sin quererlo, me descubrí de nuevo con la
libido por las nubes, la piel erizada y la respiración un poco acelerada,
plenamente consciente de repente de mi desnudez y de la de Alec.
Pero él no se inmutaba. Estaba demasiado
ocupado mimándome; tanto, que su cuerpo no reaccionaba al mío por mucho que yo
me pegara contra él. Varias veces me pidió que me estuviera quieta, que diera
un paso adelante para poder seguir mimándome el pelo, y yo obedecía siempre, un
poco azorada por el poco control que estaba teniendo sobre mí misma. Pero… Dios
mío. Notaba su miembro entre mis nalgas, ¡no podía tranquilizarme! A pesar de
que no estaba empalmado en absoluto, seguía teniendo un tamaño considerable que
podría hacerme disfrutar sin ninguna duda.
-¿Es
que no te pongo?-ronroneé tras acariciarle una pierna y que él ni se inmutara.
Rió detrás de mí.
-Claro
que sí, pero ahora estás malita. Hay cosas más importantes que lo que me
apetece hacerte. ¿Me das tu esponja?-me besó el hombro de nuevo y yo vi en
aquello la oportunidad del siglo.
-Vale,
papi-ronroneé, inclinándome exageradamente hacia la esponja y frotando mis
nalgas contra él, que jadeó. Me anoté un tacto cuando me reprendió con voz
ronca, excitada:
-Deja
de jugar, Sabrae.
-¿Quién está jugando? ¡Si me estoy portando
bien!-respondí, poniendo cara de cachorrito abandonado. Alec se rió, me besó la
frente, y con eso me dejó muy claro que no iba a pasar nada, así que una parte
de mí se dio por vencida… o, más bien, se relajó.
Dejé
que me terminara de enjabonar e incluso le pasé la esponja; nos aclaramos
juntos y, por fin, salimos de la ducha. Alec me puso el albornoz y se enredó
una toalla en la cintura (me encantaba cuando hacía eso, y cuando se lo dije,
se limitó a esbozar su sonrisa de Fuckboy® y contestar “lo sé, por eso lo
hago”, como si no lo hiciera antes de que nosotros empezáramos), me sentó en
una silla, cogió un cepillo y se dedicó a desenredarme el pelo, que olía genial
y estaba fuerte como nunca, tanto por acción de sus dedos como por acción del
acondicionador.
Cuando
se dio por satisfecho, me pidió que me desanudara el cordón del albornoz para
empezar a secarme y después vestirme. Al contemplarme de nuevo desnuda, esbozó
una sonrisa muy distinta a la chula que le había cruzado la cara hacía unos
minutos.
-Eres
tan bonita…-jadeó-. Te hicieron con ganas-y me dio un beso en la frente para
sellar sus palabras, cosa que me derritió de nuevo. Para ser un charquito a sus
pies, se las apañó muy bien para secarme, y antes de lo que me gustaría, la
primera frase del Tratamiento Premium llegó a su fin.
Alec
me tendió unas bragas de Calvin Klein que hicieron que yo levantara las cejas.
-Tu
madre-explicó, y yo parpadeé.
-Así
que…
-Parece
ser que, cuando estaba embarazada, usaba unas cuantas tallas más.
-¿Unas
cuantas?-repetí, incrédula.
-Cinco.
No quería ofenderte.
Me
eché a reír, negué con la cabeza, y volví a reírme, un poco sobrepasada, cuando
Alec me hizo meter los pies en las bragas y las subió por mis piernas. Me dio
un besito en el hueso de la cadera antes de terminar de cubrirme con ellas.
Me
ajusté yo sola el top. Me sentía un poco mal con tantas atenciones.
-Pues
no te queda nada-contestó, cogiendo un botecito de crema hidratante de Rituals,
de la colección de cerezo, y echándomelo por las piernas. Repitió la operación
con mi vientre, mis brazos y mi cuello, y me ayudó a ponerme la sudadera los
pantalones antes de secarme el pelo con el secador.
Él
aún no se había vestido cuando yo terminé, pero el tiempo que estuvo con el
torso al aire hizo que no necesitara usar la toalla. Se secó rápidamente las
piernas, se puso unos calzoncillos, y se me quedó mirando.
-¿Qué
hará tu padre si me paseo por tu casa en gayumbos?
-Vas
a coger una pulmonía.
-Y tú
no piensas cuidarme como yo te estoy cuidando a ti, ¿verdad?
-Me
encantaría-contesté, abrazándome a él. Finalmente, se vistió, y me acompañó a
mi habitación, donde nos tumbamos en la cama y él se dedicó a masajearme los
hombros, que según él estaban muy cargados.
-Podría
acostumbrarme a esto-ronroneé, retozando en la cama-. Tengo que ponerme malita
más a menudo. ¿No has pensado en estudiar… no sé, Fisioterapia? Serías un
masajista genial.
-Tengo
quien me inspire-fue todo lo que contestó, besándome el hombro. Cerré los ojos
un momento, permitiéndome disfrutar de la increíble sensación de bienestar que
te produce estar duchada, hidratada, y consentida. No los mantuve demasiado
tiempo cerrados porque me daba miedo dormirme y que el tiempo empezara a pasar
a la velocidad del rayo, pero sí que me permití un momento de descanso.
Cuando
noté que mi consciencia empezaba a volverse más ligera, evaporándose poco a
poco para mezclarse con las estrellas, abrí los ojos y me revolví. Alec seguía
masajeándome, pero se detuvo en cuanto me moví, creyendo que estaba incómoda.
-Hoy
es domingo-constaté, y él asintió con la cabeza detrás de mí-. ¿Tienes partido
de baloncesto?
-Supongo.
¿Quieres que les diga a los chicos que no vaya y me quede contigo?
-Ya
te he monopolizado bastante.
-¿Quieres
que me vaya?-parecía sinceramente decepcionado, pero yo fui rápida haciéndole
cambiar de sentimiento.
-¡Para
nada! Sólo preguntaba. Quería saber cuánto nos quedaba juntos. No quiero que
desaproveches la oportunidad de estar con los chicos, todos juntos, eso es
todo-le besé la mano y me mordisqueé el labio-. Pero tampoco quiero renunciar a
ti fácilmente, ¿sabes?
Escuché
su sonrisa en su voz al comentar:
-Menos
mal.
El
alivio que había en su tono de voz debería haberme molestado, porque yo jamás
había demostrado que Alec me sobrara, sino más bien todo lo contrario. Sin
embargo, me recordaba que era humano, con sus propias inseguridades, aquellas
en las que teníamos que trabajar juntos, y que nos unirían aún más si cabe.
-¿Te
apetece que hagamos algo?-sugirió, mirando por la ventana-. Hace bastante buen
día. Podríamos tumbarnos al sol en tu jardín, o en el comedor, y seguir leyendo
el libro de ayer.
-Vaya-silbé-.
Al final, con todo esto de hacerte el médico, te estás volviendo un
intelectual, y todo. ¿Te vas a aficionar a la lectura?-bromeé.
-Bueno,
es que leer es como ver una peli. Lo único que… no sé, la puedes parar cuando
quieras. O la vas viendo a trompicones. Lo cual, la verdad, es un poco coñazo.
Y tú sabes que no me gusta dejar nada a
medias-me dio un pellizquito en la cintura que me arrancó una carcajada-, así
que, ¿podemos terminar de leer el libro?
Dicho
y hecho. Nos hicimos con una bolsa de tela de mi habitación en la que metimos
el libro, una barrita de chocolate por si nos daba el hambre, y mi botellita de
agua de cristal por si nos entraba la sed. Bajamos las escaleras en procesión,
yo con la bolsa, y Alec con una manta que sacó de mi armario, suave como una
nube, por si teníamos frío. Cuando nos asomamos al jardín, alabé su previsión
al notar que, si bien hacía una temperatura muy agradable para pasear, para
estar quietos quizás hiciera un poco de frío. Por suerte, Alec me haría de
estufa, y yo le haría de bolsita de agua caliente, así que la manta nos ayudaría
a mantener la calidez.
Arrastró
una de las hamacas de plástico fuera del rincón del garaje donde las
guardábamos cada otoño, y tras colocarla en la posición perfecta, de manera que
el alero del tejado nos cubriera los ojos del sol para que éste no nos
molestara, me ayudó a colocarle el colchón de tela, ajustándolo a cada enganche
para que la sesión de lectura fuera más amena.
Se
tumbó sobre la hamaca. Yo me tumbé sobre él. Saqué la barrita de chocolate, se
la tendí para que se la comiera entera, él la partió a la mitad, me dio el
trozo más grande, yo le robé el más pequeño de un bocado, y, mientras él roía
su parte, abrí el libro y empecé a leer.
Alec
me rodeó la cintura por debajo de la manta, tiró de mí para pegarme un poco más
a él, apoyó la cabeza sobre mi hombro, y me apartó de manera regular el pelo
cada vez que notaba que caía sobre mi libro y me dificultaba la lectura.
Estuve
comodísima, en paz con el universo. Me gustaba muchísimo estar sentada sobre
él, en mi casa, tomando el solecito y disfrutando de un buen libro, de su
compañía y, sobre todo, de su atención. Sentía, además, que estaba haciendo
algo muy beneficioso para él: siempre que me había visto leyendo, se me había
quedado mirando en silencio, disfrutando simplemente de observarme como el
crítico de arte que observa su cuadro preferido, expuesto en un lugar del museo
que no le hace justicia, pero cuya belleza consigue que ningún lugar, y a la
vez cualquiera, sea el indicado para exhibirlo. Jamás le había llamado la
atención el libro en sí, sin embargo. Lo único que le interesaban de los libros
era que le daban una excusa para mirarme sin que yo pudiera hacer nada, ni tan
siquiera protestar. Ahora, la cosa cambiaba. Notaba en Alec florecer una nueva
forma de curiosidad, unas ganas de saber que yo estaba impaciente por
alimentar, regando y podando para que consiguieran más y más altura, y crearan
un árbol bajo cuya sombra él pudiera descansar. Una de las razones por las que
era mal estudiante era porque le aburría leer, y como estudiar consiste en
hacer eso, Alec lo rehuía. Si yo conseguía despertarle el gusanillo de la
lectura, aquello cambiaría, estaba segura.
Y lo
estaba consiguiendo.
Para
ver las esperanzas que había con él, hice una prueba un poco ruin pero
necesaria: terminado un capítulo, me limité a pasar la página y seguir leyendo
mentalmente, para ver si Alec protestaba, y me demostraba que la única razón
por la que me había dejado leer era porque le gustaba seguir escuchándome,
igual que a mí me había gustado escucharlo a él la noche pasada.
Alec
no protestó. Lo cual podía obedecer a dos causas: la primera, más improbable y
también desalentadora, que le daba igual cómo continuaba el libro pero quería
proteger mi voz, un poco resentida aún por la fiebre. La segunda, y por la que
yo me inclinaba con una leve esperanza prudente, dado que había sido él quien
había insistido en leer, que estuviera leyendo también para sí.
-¿Quieres
que siga leyendo un poco yo?-ofreció al pasar unos minutos en los que yo ni
pasé de página, ni abrí la boca.
-Oh,
perdona. Estaba abstraída, y no me he dado cuenta de que ya no estaba leyendo
en voz alta. La falta de costumbre-comenté, y carraspeé-. Empiezo desde el
principio.
-No
hace falta. Ya he leído la página.
Me
giré y lo miré, fingiendo sorpresa.
-¿Ah,
sí?
-Sé
leer, Sabrae-comentó con cierto tono irónico, y yo sonreí.
-Oh,
perdona. Lo sé. Es sólo que… bueno, pensaba que me estabas dejando leer por
vagancia.
-Me
encanta escucharte, pero cuando te has callado, he pensado que estabas cansada,
así que seguí leyendo. La historia está interesante.
-Sí
que lo está-coincidí, dándole un piquito-. Y el libro, también.
Alec
rió entre dientes, lo que solía ser mi risa favorita, pues era una mezcla de
risa y suspiro, la hija de la diversión y el cariño, y después de devolverme el
beso (aunque esta vez fue en el cuello), apoyó la mandíbula en mi hombro y, en
silencio, continuamos leyendo.
Si ya
me había gustado lo que habíamos tenido mientras yo hacía de oradora, lo que
tuvimos mientras leíamos en silencio me gustó incluso más. Yo sostenía el
libro, y Alec me rodeaba la cintura con un brazo, pero con la mano que tenía
libre iba acariciando la página derecha del libro, de forma que, cuando la
terminaba, sus dedos me esperaban con impaciencia o se disculpaban conmigo por
haber tardado, dependiendo de lo que hubiera sucedido. Pasábamos la página
juntos, aprovechando para acariciarnos, en un contacto tan íntimo como inocente
que me producía escalofríos.
Así
era como quería pasar el resto de mi vida: sentada al sol, disfrutando del
calorcito del cuerpo de Alec en mi espalda y devolviéndole el mío, usándonos a
él de sofá y a mí de almohada, mientras leíamos un libro y nos olvidábamos del
mundo, acariciándonos con cada página que pasábamos, deseando que el libro
tuviera un millón, que no se terminara nunca. La felicidad es el calorcito que
sientes en tu corazón al leer un libro con la persona a la que más quieres en
el mundo.
No
nos dimos cuenta de cómo el sol iba avanzando por el cielo, asomándose entre
las nubes como jugando al escondite, ni de las sombras que poco a poco se
acercaban a nosotros, acechándonos desde un rincón del jardín. No nos
percatamos del paso del tiempo, igual que tampoco nos percatamos del paso del
tiempo, ni de que podíamos resultar un espectáculo, hasta que Scott y Tommy se
plantaron ante nosotros.
-Te
hemos buscado por todas partes-comentó Scott, con los brazos en jarras. Tommy
no podía disimular la sonrisa complacida que le produjo encontrárselo conmigo.
Alec siempre llegaba tarde a todos los sitios, excepto cuando quedaba conmigo,
y siempre ofrecía un millar de excusas a los que sus amigos no les daban
credibilidad, pero tampoco les guardaban rencor. Alec no podía evitarlo.
La
cosa cambiaba cuando la excusa era yo. Yo era excusa suficiente, justificación
bastante.
-Pues
aquí me tenéis-respondió Alec en tono tranquilo, con una serenidad muy propia
de cuando se sabía con la razón.
-¿Hoy
no vienes a jugar?-preguntó mi hermano, alzando una ceja.
-No
es obligatorio-añadió Tommy, dándole a Alec una buena coartada para no acudir
hoy a la llamada de las canastas. La buena razón ya la tenía: quedarse conmigo
leyendo hasta el final de los tiempos.
Scott
se volvió hacia Tommy, estupefacto ante su comentario, pero si le pareció mal,
tuvo la delicadeza de no decirlo. En cierto modo, entendía que le ofendiera. Yo
tenía mucho más tiempo que él para estar con Alec. En ese momento, no era la
prioridad. Y con todo, Alec me estaba convirtiendo en ella.
-Claro.
Es que… se me ha ido el santo al cielo. ¿Os importa esperar?-preguntó Al.
-¿A
qué?
-A
que terminemos el libro. Nos quedan nada… diez páginas.
Scott
parpadeó, aún más sorprendido. Me miró y luego miró a Tommy, que luchaba con
todas sus fuerzas por contener la risa. Tommy asintió con la cabeza y Alec
volvió a la lectura: obtener el permiso de uno significaba obtener el permiso
de los dos.
Diez
minutos después, Alec y yo dábamos por concluida la lectura del libro. Lo
cerramos y él acarició la tapa, pensativo.
-¿Te
gustaría llevártelo?-ofrecí, y él me miró como si me hubiera salido un tercer
ojo.
-¿Para
qué?
-Para
leer el principio. Mejora bastante si lo lees desde el principio, créeme.
Hizo
girar el libro en sus manos, meditabundo.
-Creo…
que… voy a pasar-decidió por fin, devolviéndomelo-. No me veo cogiendo y
poniéndome a leer cuando esté aburrido, la verdad. Además, no suelo estar muy
aburrido. Entre el curro, entrenar, y todo eso… no tengo mucho tiempo, y
prefiero pasarlo contigo o jugando a la consola con Jor a sentarme a leer un libro
sobre un misterio que ya he resuelto. Que no te parezca mal-añadió al final de
la frase, preocupado por si hería mis sentimientos, pero yo negué con la cabeza
y le di un beso en la mandíbula.
-No
me parece mal. A mi padre le daría algo si te lo diera. Insistió mucho en que
leyera este libro, y si me lo regaló, es porque pensaba que no saldría de
nuestra familia. Así no quedaría tan mal diciéndole a su hija que debe
devolverle un libro.
-Razón
de más para no cogerlo-rió Alec-. Zayn ya me detesta bastante.
-Dijiste
que te defendió ayer por la noche.
-Sí,
pero por pinchar a Sherezade. Eso también lo voy a hacer yo cuando seamos
pareja-Alec me apartó un mechón de pelo de la cara y se acomodó hacia atrás,
relajado.
-Alec,
nosotros ya somos pareja-le recordé, inclinando la cabeza a un lado y
permitiendo que una sonrisa divertida aflorara en las comisuras de mis labios.
-Lo
sé. Pero me gusta oírtelo decir. Venga, acurrúcate un poco hasta que Scott y
Tommy vengan a arrastrarme a ese condenado partido. En qué momento se me
ocurriría decir que sí que iba…-bufó, tumbándose cuan largo era en la hamaca, y
dejando que reposara mi cabeza sobre su pecho. Nos quedamos mirando al cielo en
silencio, él acariciándome la cabeza como si fuera una perrita, y yo acariciándole
los brazos, como si fuera un gatito.
Scott
y Tommy habían estado haciendo tiempo en
la sala de juegos de mi casa, apurando al máximo hasta el último momento en que
me dejarían disfrutar de Alec. Cuando ya no pudieron posponer el venir a
buscarlo más, nos encontraron a los dos tumbados, mirando al horizonte, sin
pronunciar palabra y sin embargo diciéndonos un montón de cosas.
-Chicos…
es la hora-anunció Tommy, cohibido.
-Lo
siento, pero tenemos que irnos-informó Scott, con una voz verdaderamente arrepentida-.
Pero, Al… si quieres quedarte, no pasa nada.
-De
eso nada. Los partidos de los domingos son sagrados-sentenció él-. Además, Saab
se encuentra mucho mejor, ¿no es así?
-Sí-le
dediqué a Scott una radiante sonrisa tranquilizadora que pareció relajarlo un
poco. Tranquilo, S. Me han cuidado bien,
así que ya estoy como siempre.
-Mi trabajo aquí está
hecho-informó Alec, levantándose y cogiendo la manta.
-Pero,
¡si no has hecho nada!-citó Tommy, y Alec tiró de la manta como si fuera una
capa para desaparecer tras ella.
-¡Adiós!-y
entró en la casa sin más preámbulos, haciéndome creer que me dejaría allí, a la
intemperie. No obstante, inmediatamente asomó la cabeza y me preguntó-. Bombón,
¿te dejo la manta o vas a entrar?
-Voy
a entrar.
Scott
tuvo que prestarle ropa de hacer deporte, así que subieron al piso de arriba y
estuvieron alborotando mientras yo me acurrucaba en el sofá, a ver cómo Duna
trasteaba con sus muñecas. Los chicos bajaron en fila, empujándose,
insultándose y riéndose a carcajadas los unos de los otros, pero la actitud
bravucona de Alec desapareció en cuanto me vio. Se inclinó en el sofá y, tras
saludar a Duna, me dio un beso en los labios.
-¿Quieres
que vuelva a verte después del partido?-ofreció.
-Estoy
bien.
-Bueno,
vas a venir igual-sentenció Scott, cruzándose de brazos-. No pienso regalarte
mi camiseta de baloncesto preferida.
-Tampoco
es que me la quisiera quedar-espetó Alec, lacerante-. Me aprieta un huevo,
apenas puedo respirar.
-Eso
es porque estás gordo.
-O
porque tú eres un cuerpo escombro.
-Creo
que es una mezcla de las dos cosas-meditó Tommy, tamborileando con los dedos en
su barbilla.
-¿Quieres
que te diga qué parte del cuerpo tengo gorda, Tommy?-inquirió Alec mientras
Scott se limitaba a darle un manotazo a Tommy en el hombro y llamarle
gilipollas.
-Dejad
a Tommy en paz-ordené, y Alec y Scott silbaron.
-¡Mírala,
cómo protege a su novio!-pinchó mi hermano. Tommy puso los ojos en blanco.
-¡Están
enamorados!-proclamó Alec, riéndose.
-¿Cuántos
críos vais a tener?
-Con eso no bromees, Scott-ladró Alec, de
repente súper serio.
-¡Uh,
mira cómo se pica, Tommy!
-¡Cuidado,
S, no vayas a resbalar con las babas de Al!
-Idos
a la mierda, par de imbéciles-gruñó Alec, negando con la cabeza.
-¿Ya
habéis hablado de cuántos críos queréis tener?
-Sí-respondí
yo-, tres. Para que, si los dos primeros nos salen retrasados, el tercero sea
normal, como hicieron nuestros padres con nosotros-esbocé una sonrisa e hice el
símbolo de la victoria con las dos manos mientras Scott y Tommy me fulminaban
con la mirada.
-Despedíos
rápido-instó Scott fríamente-. No pensamos esperarte más, Alec.
Dicho lo cual, tanto Tommy como él
desaparecieron por el vestíbulo, y a los segundos pocos segundos se escuchó el
chasquido de la puerta indicando que la población de la casa se había visto
reducida en dos personas.
Alec
me dedicó una sonrisa y me dio un piquito.
-Me
lo he pasado genial.
-Pues
anda que yo… ¿cuándo puedo disfrutar del Tratamiento Premium del Spa Whitelaw
otra vez?-ronroneé, tirando de los cordones de su sudadera.
-Cuando
quieras, preciosa. Abrimos sábados, domingos y festivos.
-¿Entre
semana no?
-Una
sabia me dijo una vez que es mejor no tener sexo las mañanas escolares.
-Pero
no dijo nada de las tardes-respondí, colgándome de su cuello y dejándome llevar
por mis emociones, tan intensas que empequeñecerían un volcán-. Me ha encantado
lo de hoy. Estoy deseando repetirlo, Al-le di un último beso de despedida y
dejé que se me escurriera poco a poco entre las manos, como un puñado de arena
que vuelve a la duna que nunca debió abandonar-. Eres un novio genial.
-¿Soy?-rió
Alec, y yo me sonrojé.
-Bueno,
vas a ser-contesté, notando cómo me ardían las mejillas. Alec dejó escapar una
risa relajada y comentó:
-Creo
que me gusta que tengas fiebre.
-Alec,
¡deja de ligar y mueve el culo!-instó Tommy, que acababa de abrir la puerta
para reclamar a su amigo. Alec me guiñó el ojo, me dio un último apretón en la
mano, y rompió el contacto físico entre nosotros. Tardó un poco más en romper
el contacto visual, pero no tanto como habría tardado yo en dejar que un “te
quiero” se me escapara de los labios. Ahora que ya se lo había dicho, me
costaba mucho no repetírselo. Sonaba tan bien cuando se lo decía a él, y él se
ponía tan guapo cuando lo escuchaba…
-¿Sí,
nena?-preguntó, al ver que me dejaba con la palabra en la boca. Ya había
pronunciado la primera palabra, “te”, muy parecida y a la vez distinta a
nuestra declaración personal, con lo que Alec quería quedarse a oírla.
En
ese momento se asomaron también Scott y Tommy a la puerta del salón, metiéndome
presión.
-Me
apeteces-me despedí, y Alec sonrió.
-Me
apeteces-repitió.
-Y a
mí me apetece no llegar tarde por una vez en mi vida-gruñó Scott-, así que en
marcha.
-Hablamos
después-se despidió mi chico, y sólo cuando yo cedí con un “vale” abandonó la
casa. Me dejó allí, hecha un ovillo, más limpia, hidratada y, sobre todo, mil
veces más sana y feliz que como me había encontrado ayer por la noche. Mientras
ellos atravesaban la calle y doblaban la esquina, yo tomé una decisión
trascendental: no tenía por qué reservarme más mis “te quieros”. Le daría el
primero como regalo de cumpleaños.
Si ya
actuábamos como novios, iba siendo hora de que lo hiciéramos con todas las
consecuencias. Quería llegar hasta el final con él, y sabía que Alec me
garantizaba un final feliz.
-¿Quieres
jugar, Dundun?-le pregunté a mi hermanita, que estaba casi tan feliz como yo
por haber visto a Alec, aunque ella lo hubiera visto mucho menos. Duna saltó
sobre mí, me dio un abrazo, me preguntó si ya estaba mejor, y estalló en
carcajadas cuando la maté a cosquillas.
Alec
sonreía igual que lo hacía yo cuando salió de casa, pero a él, la felicidad le
duró muchísimo menos que a mí. Ni siquiera le llegó a la cancha de baloncesto,
donde le esperaban el resto de sus amigos, un lugar en el que se suponía que
tenía que estar en el clímax.
Porque
le dio por preguntarles a Scott y Tommy qué tal llevaban lo del programa, y
mientras ellos le contaban sus expectativas, la cálida respuesta que había
recibido mi hermano al email que había enviado con su audición, y lo que tenían
preparado para su primera audición en persona, Alec sintió un pinchazo en el
corazón. Y su estado de ánimo comenzó a empañarse más, y más, y más, como el
cristal de una cabaña en el bosque que de repente recuerda que es invierno.
¿Y lo
peor de todo? Que el cristal tenía una razón para empañarse. Alec no tenía ese
por qué.
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PRIMERO DE TODO, HE MUERTO MUCHÍSIMO CON TODO EL CAPÍTULO, HABRÁS ESTADO FALTA DE INSPIRACIÓN MI VIDA PERO TE DIGO CON LA BOCA LLENA QUE HA SIDO EL CAPÍTULO EN EL QUE MAS HE VISTO A ALEC Y SABRAE SER VERDADEROS NOVIOS, HA HABIDO MOMENTOS EN QUE HE TEMIDO UN ATAQUE DE HIPERGLUCEMIA.
ResponderEliminarLUEGO ESTA EL FINAL DE CAPÍTULO, VAMOS A VER SEÑORA QUE ES ESE SALSEO REPENTINO CON EL QUE NADIE CONTABA, QUE LE VAS A AHCER A MI NIÑO