Creo que a una parte de él le
preocupaba que la relación con papá pudiera cambiar si se me escapaba delante
de él. Como si yo no tuviera control de mi lengua, o algo por el estilo, y
fuera a dedicarme a ir llamándolo “papi” por todas las esquinas de mi casa,
hasta que el resto de mi familia descubriera mis extrañas filias.
El caso es que me gustaba hacerlo
rabiar, incluso con la sangre en ebullición en mis venas y un regusto amargo en
la boca que nada tenía que ver con sus besos, ni tampoco con la cena. Mientras
mi estado de ánimo se iba calmando, descubrí que si me había sentido excitada y
dispuesta a intimar de nuevo, era tanto por inercia como porque necesitaba una
distracción de las malas sensaciones que me barrían hacia todos lados,
bamboleándome como una de esas pelotas atadas a un poste en los patios de los
colegios americanos que consiguen entretener a los niños durante todo el
recreo. Alec había hecho bien siendo prudente y rechazándome con delicadeza:
puede que una parte de mí siempre quisiera hacerlo con él, y esa parte había
tomado el control de manera momentánea de mi cuerpo, pero había otra,
mayoritaria pero más débil, que sólo quería quedarse acurrucada navegando en la
duermevela en sus brazos.
Esa parte era la que más
vapuleada estaba siendo por la píldora, y también a que más preocupada se había
mostrado cuando descubrí el condón roto hacía unos días en el suelo de la
habitación de mi chico.
Alec se detuvo frente al cartel
de una película y frunció el ceño, pensativo. Me miró por el rabillo del ojo y
yo asentí con la cabeza.
-Atlantis me sirve. No hay mucho que pensar, y Kida es
guapísima-cedí, asintiendo despacio con la cabeza. Él se echó a reír.
-Por supuesto, no vamos a
comentar nada de la belleza de la protagonista, porque no queremos que se
sienta cosificada, ¿verdad?
-Si es guapísima, creo que tenemos
la obligación moral de decirlo. Además… me gusta mucho la cantidad de agua que
hay en la peli-observé, cerrando los ojos un instante, porque me ardía la
vista-. Me gustaría darme un bañito refrescante.
-¿Quieres que coja la silla del
escritorio y me siente al lado de la cama para no atosigarte?-se ofreció, y por
la forma en que me miró, supe que estaba siendo sincero. No había rastro de
decepción en su mirada: no había venido para estar todo lo pegado a mí que
pudiera, sino a cuidarme. Sus deseos ahora mismo eran secundarios; mis
necesidades, un asunto de Estado.
Instintivamente, me aferré a él.
-No. No quiero que te vayas.
-Vale-jadeó una sonrisa preciosa
que me dieron ganas de besar, pero estaba demasiado cansada como para invertir
una cantidad ingente de energía en incorporarme y posar mis labios sobre los
suyos.
Además, estaba en una postura
genial, con su brazo por detrás de mi cabeza, haciéndome de almohada. Alec
acarició el panel táctil del ordenador con un dedo al que una parte de mí
envidió. La otra estaba ocupada intentando contener las náuseas que sentía, que
llevaban incrementándose desde que había empezado la noche, y que parecían a
punto de llegar a su punto álgido en el momento en que Alec apareció en mi
habitación. Lo mejor que tenía ahora mismo era él, porque era la mejor
distracción posible.
Observamos cómo el logotipo de
Disney se reflejaba en un labrado con luces que imitaban a un fondo marino, y
enseguida presenciamos la desaparición de la ciudad de la Atlántida. Era
preciosa, una civilización tremendamente avanzada, con aparatos voladores que
imitaban a criaturas marinas: tiburones, carpas…
-¿Alguna vez has estado allí?-le
pregunté a Alec, que me miró.
-¿En
la Atlántida? Saab, es una ciudad mítica, como El Dorado. No existe. Nadie ha
estado nunca allí.
Suspiré sonoramente.
-No hay pruebas de que El Dorado
no exista-refuté, cerrando los ojos. Me dolía demasiado la cabeza por culpa de
los sonidos estruendosos que producían las campanas de la ciudad, clamando por
la salvación de un pueblo que iba a morir engullido por el océano-. Aunque creo
que es todo una exageración legendaria. No puede haber ciudades de oro. Sería
muy poco práctico. Cuando lloviera, no se podría andar por la calle. Te
resbalarías.
-Eso es cierto-rió Alec, besándome
de nuevo la cabeza y acariciándome el brazo con el pulgar cuando me abracé a
él. Toda mi piel ardía, excepto la parte que estaba en contacto con su cuerpo,
así que tenía que ampliar todo lo que pudiera la distancia.
-Seguro que las ruinas están escondidas
en algún lugar del Mediterráneo. Puede que haya esculturas atlantes en alguna
playa de Mykonos que tú no hayas llegado a ver.
-Tal vez-me concedió, aunque no
parecía muy seguro. Levanté la cabeza, ignorando las imágenes de la reina
atlante ascendiendo hacia una estrella giratoria, y le miré. A él no dolía
mirarle. Su cara no resplandecía, así que no me levantaba dolor de cabeza.
-¿Has estado en todas las playas
de Mykonos?
-Claro. Es una isla minúscula, en
realidad. Londres es diez veces más grande.
-Guau.
-Sí. Así que, cuando te lleve,
más vale que no te pongas enferma, porque no tienes otra excusa para que no te
la enseñe de cabo a rabo-me achuchó contra él, abrazándome con delicadeza y
cariño a la vez. Cerré los ojos un instante, disfrutando del alivio fresquito
que me producía su cuerpo alrededor del mío.
-¿Bucearemos en busca de los
tesoros de Atlantis?-insistí. La verdad es que me hacía mucha ilusión descubrir
una civilización perdida, y más si lo hacía con él. Estaba convencida de que había
innumerables pruebas que demostraban que la ciudad de la que hablaban los
filósofos griegos estaba cerca de la isla en cuyas orillas se había criado Alec
por la sencilla razón de que él la convertía en un lugar especial. Y lo
especial atrae a lo especial, de modo que Mykonos tenía que ser vecina de la
ciudad hundida.
Yo encontraría esas pruebas. Alec
y el resto de sus convecinos las habían pasado por alto por la misma razón por
la que él podía fijarse en más detalles de mi habitación que yo misma: cuando
llegas a un sitio por primera vez, tu observación es minuciosa. No tienes ideas
preconcebidas del lugar. Todo es nuevo, y quieres absorberlo todo, así que es
más fácil que descubras detalles que a los demás se les escapan, como un botón
ligeramente torcido, un arañazo en la pared, o una estatua divina reposando
debajo de unas algas.
-Claro-sonrió, jugueteando con mi
pelo. Era más bueno… le quería muchísimo. Bueno, aún lo hago. Y él aún lo es.
Pero, en ese momento, me parecía infinitamente bueno, igual que mi amor por él.
Como ahora, ahora que lo pienso.
Como siempre.
Pero… en fin. Siempre te resultan
más fuertes tus sentimientos cuando te encuentras tirada en la cama, sudorosa,
desvalida y hecha un asco, y te siguen dando mimos como si estuvieras preciosa
y tu presencia fuera un regalo en lugar de algo de lo que ocuparse.
La película continuó avanzando, y
salvo por breves comentarios que intercambiábamos para que yo pudiera
asegurarme de que Alec seguía allí, conmigo, y no era un delirio fruto de mi fiebre,
la vimos en silencio.
-Esta tía me pone un poco
cachondo-comentó él en un momento, cuando apareció una especie de agente
secreto rubia, de labios rojos y mirada felina, la famosa Helga.
-A mí también-respondí,
arrebujándome bajo las mantas. Creo que me dormí un ratito, porque cuando volví
a abrir los ojos, los personajes estaban enmarcando en un submarino.
-Me encantaría viajar en
submarino-comenté-. Además, ese tiene un diseño muy chulo.
-Seguro que los siguen haciendo
así.
Continuamos viendo la película, y
a mí se me cerraban los ojos. Quería verla con él, quería disfrutarla. Quería
estar todo el tiempo despierta, porque no todos los días tenía el privilegio de
que Alec me cuidara cuando estaba enferma, pero… estaba tan a gusto… él era tan
calentito, tan suave, tan cómodo…
-Si quieres dormir, duerme,
Saab-rió él, sacudiéndome sobre su pecho con su carcajada silenciosa. Abrí los
ojos de golpe y se me aceleró el corazón del susto.
-No estaba dormida, sólo estaba…
descansando la vista. Estoy preparándome para cuando salga la ciudad.
-Ajá...
-Quiero poder reconocerla si
algún día la veo, ¿sabes?
-Oh, ya veo-volvió a reírse y me
dio otro beso en la cabeza. Otra cosa a la que podría acostumbrarme serían sus
besos en la cabeza y sus dedos por mi brazo cuando me los daba.
A pesar de que había venido
porque quería, quería que le mereciera la pena. Dudaba que le hiciera mucha
ilusión estar conmigo mientras yo me comportaba como una planta, y por eso
quería permanecer despierta. Le gustaba disfrutar de mi compañía, pero yo no
podía proporcionar compañía alguna si me dormía. Debía luchar contra mi
cansancio, y la mejor manera era emborrachándome de él.
Empecé a devolverle todos los
besos que me había dado. Le besé el pecho, el costado, el pecho, el pecho de
nuevo, el costado otra vez, y a continuación, la cara interna del brazo.
-Me estás haciendo cosquillas.
-Es que me alegro mucho de que
estés aquí.
-Yo también me alegro de haber
venido-contestó, cariñoso, rodeándome con sus brazos y estrechándome contra él.
Aproveché para cubrirle la cara de besos, disfrutando de un olor fresco que
manaba de su piel.
-Hueles diferente.
-¿Bien, o mal?
-Bien. ¿Te has puesto otra
colonia? ¿Una nueva?-inquirí, olfateándole la cara. Puede que no me estuviera
comportando como un ser humano con el cerebro plenamente operativo, pero lo
cierto es que tenía las capacidades mentales mermadas, y se notaba, con lo que
podía hacer lo que me diera la gana dentro de los límites de la legalidad.
-Es el aftershave.
-¡Oh! ¡Te has afeitado
hoy!-celebré, como si fuera con una barba de tres días todo el rato. Froté mi
mejilla con la suya, derritiéndome con el contacto-. Jo, tienes la cara
suavísima, Al.
-Gracias, bombón.
-Como el culito de un bebé.
-Gracias, nena.
-Alec, me encanta tu
caraaaaaaaa-balé, cogiéndole la cara con las dos manos y estrujándosela para
darle un beso.
-Eh… ¿gracias?
-De nada. Guapo-le di otro sonoro
piquito, y cuando él sonrió, le di otro más.
-Venga, Saab. Vamos a ver la peli
tranquilos, ¿vale?
-Bueno-susurré con docilidad,
volviendo a tumbarme-. Oye, ¿te pondrías mi camiseta?
-¿Cuál?
-La que llevo puesta.
-Para eso la llevas puesta tú.
-Pero quiero que tú la tengas.
Para dormir. Te vas a quedar a dormir, ¿no?
-Con eso contaba-respondió,
orgulloso, alzando la mandíbula con altivez-. Pero me parece que tengo que
recordarte que yo no duermo con partes de arriba nunca.
-La noche pasada sí lo hiciste.
Te la escogí yo-sonreí-. Porfa, Al. Ponte mi camiseta-supliqué, tirando de ella
hacia arriba, pero Alec me detuvo.
-No. Por ahí no voy a pasar.
Además, tú la necesitas más que yo. No deberías coger frío.
-Claro, ¡por eso quiero que te la
pongas! Tú la llevas puesta un ratito, me la calientas, y luego me la vuelvo a
poner yo. Porfa, Al. Tengo frío.
Me atravesó con una mirada de
gélido chocolate.
-Vale, y mientras tanto, ¿qué
quieres que te busque?-salió de la cama y se aseguró de encerrarme en las
mantas metiéndolas bajo la almohada. Puse los ojos en blanco.
-Pues… ¡tu camisa, evidentemente!
Venga-terminé de quitarme la camiseta y se la dejé en la cama, a mi lado. Me
estaba ahogando de tanto hablar, así que no podía lanzarle la camiseta. Él
esperó a que yo me pasara las mangas de su camisa por los brazos, me ayudó a
sacarme el pelo del cuello, y me arropó. Todo ello antes de vestirse con una
camiseta con un dibujo de mi padre, que se quedó mirando antes de echarse a
reír.
-Como le dé por entrar, seguro
que le hace gracia lo cómico de la situación.
-Vuelve a la cama-ronroneé,
acariciando el colchón a mi lado-. Te echo de menos.
-Saab-sonrió él-, estoy a menos
de un metro de ti.
-Un metro es un mundo para una
hormiga.
-Menos mal que tú no eres una
hormiga, y que medio mundo no es nada-susurró, acercándose para darme un beso
en la frente. Aproveché para engancharlo de la camiseta y besarlo en los
labios. No se iba a escapar de mí.
-Puedes darme besos en la
boca-protesté cuando él tiró hacia atrás, como intentando resistirse-. Lo mío
no es contagioso.
-Pero me gusta hacerte
rabiar-respondió, acariciándome la mejilla y tumbándose, por fin, a mi lado. Me
apartó un mechón de pelo que tenía adherido al mentón con los dedos, y lo
colocó con los demás, una cascada de rizos que habían pasado demasiado tiempo
distanciados, y por fin celebraban el final de la cuarentena.
-Yo quiero piquitos-bufé mientras
aparecían los créditos de la película, a la que habíamos dejado de hacer caso.
Alec soltó una risa por lo bajo.
-Eso es porque no has probado los
besos de pececito.
-¿Besos de pececito? ¿Cómo son
los besos de pececito?
Me rodeó la espalda de nuevo con
un brazo, me pegó a él y alzó las cejas, sugerente.
-Estos le encantaban a Mimi
cuando era pequeña-explicó, y mordiéndose la cara interna de la mejilla, hizo
que sus labios formaran una especie de ocho, con el que me acarició toda la
cara, moviéndolos como lo hacen los peces mientras nadan, saboreando el agua en
la que se desplazan y también respiran. Me eché a reír, incapaz de resistir las
cosquillas, y cuando Alec terminó, me lo quedé mirando. Él me acariciaba el
brazo, pensativo. Pude ver que se culpaba de cómo mi cuerpo estaba rechazando
los compuestos químicos que me había forzado a tomar, todo por evitar un
embarazo que, algún día, anhelaríamos.
Pero ahora no era el momento, y
él se culpaba. Debería haber hecho más, pensaba. Debería haberse resistido a
mis encantos con un poco más de intensidad. Así, puede que incluso ni siquiera
hiciera falta tomar la píldora. ¿Cuáles eran las posibilidades de que me
quedara embarazada la noche de San Valentín? Desde luego, esas cosas pasaban:
no había más que ver a su hermana, que había nacido exactamente nueve meses
después del día de los enamorados. Sin embargo, Mary Elizabeth bien podía ser
la excepción que confirmaba la regla. Además, nadie garantizaba que su madre se
hubiera quedado embarazada precisamente ese día. Si su madre era como él, y
Dylan era como yo, estaba segura de que lo habían hecho todos los días, y no
habría manera de calcular cuándo salía Annie de cuentas. Sí, debía ser eso.
Alec estaba seguro, lo veía en su mirada.
Debería haber hecho más.
Tendríamos que haber seguido tomando precauciones el resto de veces: en los
baños del centro comercial, en la Sala Asgard, en Los Muslos de Lucifer. Por
muy morboso que fuera ver su esperma salir de mi interior, era mejor una
fantasía con la que soñar que no recuerdos a los que recurrir, porque los
recuerdos generaban eso. Además, ya tendríamos tiempo de sobra de hacerlo sin
protección cuando fuéramos mayores.
Pero yo no quería que se sintiera
mal. No quería esperar. Sí, le había dicho que no estaba preparada para
oficializar lo nuestro, pero salvo lo que se refería al vocabulario, me
comportaba de verdad como una novia. Y me gustaba también hacer cosas que se
suponía que no podíamos hacer. Seguro que no tenía el mismo morbo hacerlo con
él en un baño cuando era el único sitio en el que podíamos que el que tendría
cuando viviéramos juntos, nos entrara el calentón y nos desfogáramos
apresuradamente en cualquier rincón apartado. Le quería ahora, le deseaba ahora, quería
hacerlo todo con él ahora, no cuando
tuviéramos las hormonas más tranquilas y estuviéramos acostumbrados a estar con
el otro, y todo se moviera por inercia. No quería inercia. Quería hacer las
cosas por impulso y arrepentirme más tarde, si es que lo hacía, porque sólo con
los impulsos es con lo que avanzan las cosas.
Por eso le puse una mano en la
mejilla y, en el último momento de lucidez de la noche, antes de que mi
cansancio y la fiebre terminaran de diluir mi conciencia en mi mente, le miré a
los ojos para tranquilizarlo.
-¿Al? Todo esto merece la pena.
Todo esto es por estar juntos-se mordió el labio, pensativo, indeciso. Él no
estaba tan seguro. No sabía si lo decía porque quería tranquilizarlo, o porque
lo pensaba de verdad, de modo que tenía que ser más enfática-. Pagaría el
precio encantada, una y mil veces, si hace falta.
Sonrió. No fue una de esas
sonrisas que había visto medio Londres, su sonrisa patentada que hacía que todo
el mundo cayera rendido a sus pies, con independencia de su género o de su
orientación sexual. Era la sonrisa por la que Annie le terminaba levantando los
castigos antes de tiempo siempre. La sonrisa que hacía que Mimi quisiera
acurrucarse a su lado. La sonrisa que hacía que yo quisiera achucharlo y
protegerlo con todas mis fuerzas, a pesar de que era superior a mí en todos los
aspectos físicos: altura, peso, fuerza, experiencia en el combate. Porque era
la sonrisa del niño que había sido una vez, el niño que volvía a ser cuando
estaba conmigo: el niño bueno, feliz, que nace de una mezcla extraña entre el
odio y el amor, y cuando por fin saborea la libertad, descubre que el aire no
es asfixiante, sino purificador.
El niño al que yo había adorado
cuando era apenas un bebé. Con el que me sentía tan protegida como cuando
estaba con mi hermano. El niño que aún tenía dentro, y que despertaba los
mismos sentimientos en mi interior que había despertado hacía una vida.
Acercó despacio mi cara a la suya
y nos fundimos en un lento y profundo beso, de esos con los que terminan las
comedias románticas después de que los dos protagonistas se juren que se odian
durante una hora y media, para acabar descubriendo sentimientos aún más
ardientes por debajo de su piel.
-Confiesa, Saab. ¿Has montado
todo este numerito porque querías tenerme para ti sola esta noche?
Me reí despacio, cansada,
sintiendo que mis piernas poco a poco se desvanecían en el cosmos.
-No te quitaría un sábado de
fiesta por nada del mundo, Al.
-No iba a ser un sábado de
fiesta. Ya se lo dije a Jordan: quería salir de tranquis. Bebería agua y nada
más; tenía pensado llevarte a un sitio tranquilo, para darte mimos y besitos, y
quizá meterte los testículos en el esófago-bromeó, y yo solté una risita que me
dolió en el pecho. Se mordisqueó el labio-. ¿Estás bien? ¿Tienes sueño? Quizá
vaya siendo hora de dormir-se giró para mirar el reloj, pero yo negué con la
cabeza. Quería que la noche durara un poco más. Sólo un poco más.
-Me apetece… leer-jadeé. Frunció
el ceño.
-No creo que estés para leer
mucho, nena.
-Pero quiero… estoy leyendo un
libro muy interesante. No quiero dormir aún. Siempre leo un poco antes de
dormir. Suelen ser tus mensajes, pero…-me froté los ojos y bostecé-. Es muy
sano. Relaja la mente.
-Vale-rió él-, como prefieras.
Bueno, ¿qué libro va a ser?
-Está en mi escritorio. La verdad sobre el caso Harry Quebert. Va
de un asesinato.
-A eso suena-comentó, saliendo de
nuevo de la cama (tendría que pulir mis estrategias, porque eso era lo último
que yo quería) y acercándose a mi escritorio para coger el libro, con el lomo
algo resentido por las veces que papá lo había leído. La primera vez que lo
había hecho, yo era pequeña, y recuerdo que me sentaba sobre su regazo para
leerme fragmentos que le gustaban, porque no toda la historia era adecuada para
una niña de mi edad. Había partes que le encantaban por hablar sobre la
escritura, y a él, como profesor de Literatura y encima compositor, le llegaban
al alma. Lo había releído varias veces, y después de que yo no supiera qué
hacer después de terminarme una saga de 12 libros de fantasía, había ido a
buscarlo y me había dicho que me lo regalaba, “siempre y cuando lo disfrutara,
y no lo sacara de casa”, a lo que yo me había echado a reír. Se ve que le tenía
tanto cariño que no quería desprenderse de él, pero no el suficiente como para
prestárselo nada más a su hija.
Una vez cogió el libro, Alec se sentó a mi
lado, por encima de la manta, y con las piernas entrecruzadas, empezó a leer.
Con voz pausada. Tranquila. Parecía un lector profesional, y desde luego, a mí
no me importaría escuchar un millón de audiolibros narrados por él.
-Lees muy bien.
-Menos mal-sonrió-. Con la
cantidad de tiempo que llevo haciéndolo…
Pasaba las páginas despacio, como
si el libro fuera un preciado tesoro, un ejemplar único, la última copia de una
valiosísima historia. Varias veces se detuvo para preguntarme por cosas de la
trama, y cuando yo se las explicaba, con voz ronca y cansada (“el narrador está
escribiendo un libro”, “la chica desapareció hace treinta años”, “ese escritor
no es el narrador, es el mentor del narrador”, “ése es un poli”, “ése un
empresario”, “ésa, la madre de una pretendiente del escritor”, “es que lo
encarcelaron”…), Alec asentía con la cabeza, jadeaba un suave “ah”, y
continuaba leyendo despacio, alto y claro, para asegurarse de que yo lo
comprendía todo.
Terminamos un capítulo, y al
pasar al siguiente, Alec se mordió el labio, confuso. Había una página con
apenas un párrafo de diálogo al principio de cada capítulo, en el que el mentor
del escritor le daba una lección de escritura a su pupilo.
Ésta iba sobre el amor.
-«Siete»-leyó Alec-. «Después de
Nola. Anhele el amor, Marcus»-Alec se quedó callado, frunció el ceño, miró el
número de página, y dio marcha atrás-. Qué raro. No tiene mucho sentido con lo
que acabamos de…
-Todos los capítulos empiezan
así-expliqué-. Un diálogo de Harry Quebert con Marcus Goldman.
-Ah. Vale. Bueno. Aun así, para
un libro sobre asesinatos, es raro, ¿no?
-A mí me gusta.
-No, si a mí también-reconoció
él, con cierta sorpresa. Era como si los libros fueran algo que no estuviera en
el círculo de entretenimiento de Alec-. Está interesante.
-Y eso que no lo has leído
entero. Si quieres, te lo puedes llevar.
-Yo no leo libros, Sabrae. Y
menos, tochos como éste.
-No es un tocho.
-Tiene 600 páginas.
-Un libro de 600 páginas no es un
tocho.
-Para mí, los libros que tienen
más de cien páginas son tochos.
-Calla y lee.
Alec carraspeó, bufó por lo bajo
y continuó:
-«Anhele el amor, Marcus.
Haga de él su más hermosa conquista, su única ambición-Alec se quedó callado, y
yo abrí un ojo y le miré. Le sacudí suavemente la mano, invitándolo a
continuar-. Después de los hombres, habrá otros hombres. Después de los libros,
hay otros libros. Después de la gloria, hay otras glorias-se le quebró un poco
la voz al pronunciar esa frase, que resonaba en un rinconcito de su ser al que
no pensaba que pudiera acceder nadie más que él, o yo cuando él me invitaba:
allí donde guardaba su época de boxeador-. Después del dinero, hay más dinero.
Pero después del amor, Marcus, después del amor, no queda más que la sal de las
lágrimas.»
Alec acarició las palabras en el libro, como si fueran una
mascota que le había ayudado en sus días más oscuros. Parecía estupefacto, como
si no se pudiera creer lo que acababa de leer. Como si fueran letras que
bailaban frente a él, y que no podía convertir en palabras, dotarlas de un
sentido.
Le acaricié la cara interna del
brazo y le di un beso en el hombro.
-¿Qué pasa?
-Nada. Es que… guau.
-Lo que dice es verdad-susurré-.
Así es como me siento yo contigo. Después de ti no va a haber nada, Al.
-No, si… eso es lo que me
sorprende. Si a mí se me dieran bien las palabras, así sería como describiría
lo que siento yo por ti-comentó, y yo sonreí y seguí la línea que marcaban sus
venas en su brazo con la yema de los dedos-. No, si al final va a estar guay
esto del libro-añadió en un tono más casual, como quitándole importancia al
asunto. Negué con la cabeza y me tumbé de nuevo a su lado, dejando que su voz
me meciera hasta los límites de la conciencia.
Después de un rato leyendo en el
que yo le escuché con los ojos cerrados, quieta, y con la respiración cada vez
más y más profunda, Alec se removió. Colocó el marcapáginas y dejó el libro con
cuidado sobre la mesita de noche, justo debajo de nuestros móviles. Les puso a
ambos el modo avión, desactivó el sonido, y esperó.
-¿Estás dormida?-preguntó en tono
suave. Negué despacio con la cabeza-. ¿Quieres dormir?-asentí, y se rió-. Vale.
Necesito que me sueltes.
-Por favor, no.
-Voy a darte la camiseta.
-Ah, bueno-cedí, rodando en la
cama y colocándome de cara a la pared. Escuché cómo se revolvía en la cama y me
giré un poco para mirarlo de reojo en el momento justo en que terminaba de
pasarse la camiseta por la cabeza y se quedaba desnudo de cintura para arriba.
Le dio la vuelta y me la tendió, pero yo sólo podía mirar sus músculos. Qué
guapo era.
-Qué bien hecho estás-solté sin
poder frenarme, medio dormida, y Alec soltó una sonora carcajada.
-Vaya, gracias, bombón-rió,
desabotonándome la camisa para ayudarme a quitármela.
-Va en serio. Te metería entre
pan y te comería a bocados.
-Creo que tienes que ponerte
enferma más a menudo. Me gusta que me digas que me comerías a bocados. Y, por
supuesto, puedes hacerlo cuando quieras, nena-susurró, dándome un beso en la
frente-. Ayúdame a desnudarte, venga.
-¿Vamos a hacerlo?-pregunté con
un hilo de esperanza, a pesar de que me costaba mantener los ojos abiertos.
-Depende. ¿A qué te refieres? ¿A
dormir, o a tener sexo?
-Tener sexo.
-Ya veremos. Ahora tienes que
descansar. Vamos-instó-. Levanta los brazos. Te ayudaré a quitarte la camisa.
Le hice caso por una vez en mi
vida, y después de dejarle que me pusiera la camiseta de mi padre, que olía
deliciosamente a Alec, me quedé mirando a mi chico mientras colocaba su camisa
sobre la silla de mi escritorio, mullía la almohada debajo de mi cabeza, se
tumbaba a mi lado y me daba un besito en la nariz. Yo no podía dejar de pensar
en lo que me alegraba que estuviera allí, conmigo. Que estuviéramos juntos. Que
pudiéramos estar juntos sin que hubiera sexo de por medio. Eso ya no era sólo
atracción, complicidad o intimidad: era amor, puro, poderoso y simple. Le pasé
un dedo por el mentón y acaricié los bordes de su sonrisa.
-Vaya lo que me quieres, ¿eh,
Sabrae?-rió al verme ensimismada contemplándolo.
-Y tú a mí-contesté. Él examinó
mi rostro, descendió con los ojos hasta mi boca, se mordió el labio, asintió
despacio con la cabeza, se inclinó a darme un beso de buenas noches, y apagó la
luz.
Los dos nos miramos un tiempo en
la penumbra, mordiéndonos la sonrisa, pensando en lo que acababa de pasar.
Acabábamos de declararnos de nuevo, de identificarnos con un pasaje romántico
de un libro que trataba tanto de una investigación policial como de la
naturaleza del amor. Me moría de ganas de despertarme por la mañana y
encontrármelo acurrucado a mi lado, rodeándome con la cintura, roncando
suavemente. Nunca pensé que los ronquidos de alguien pudieran sonar bien, hasta
que empecé a dormir con él.
Dormí relativamente bien, para
cómo me encontraba. Varias veces me desperté por la noche, pero la presencia de
Alec a mi lado en la cama me reconfortaba. Él no dejaría que me pasara nada
malo, así que las náuseas que acompañaban a la sensación de desaparecían. Me moría de sed, y él me
conseguía agua: me acercaba la botellita que tenía sobre la mesita de noche, o
bajaba a por un vaso de agua fría, que esperaba a que me tomara con la
paciencia del mejor de los enfermeros. Después de eso, dejaba el vaso sobre la
mesilla de noche, se sentaba en la cama un momento, me ponía la mano en la
frente para comprobar si me había subido la fiebre, y luego volvía a meterse en
la cama conmigo. Me rodeaba la cintura con el brazo, me daba un beso, y
esperaba a que me durmiera.
Esperaba encontrarme bien por la
mañana, cuando me levantara. Quería compensarle todo lo que había hecho por mí
mostrándome más cariñosa que de costumbre. Le daría muchos mimos, e incluso le
prepararía el desayuno.
Por desgracia para mí, eso no fue
posible. Cuando abrí los ojos por última vez, con las caricias de la luz solar
que se colaba por las rendijas de mi ventana, descubrí que la cama era mucho
más grande. Tenía más espacio para mí. Levanté la cabeza, confusa. Mi
habitación todavía olía a Alec, pero él no estaba allí. Vi que en la silla de
mi escritorio ya no estaba su ropa: en su lugar, había un post-it rosa. Me
levanté, sintiendo que mis piernas respondían un poco mejor que por la noche
(aunque no estaba aún lo bastante recuperada como para correr una maratón), y cogí
el post-it. Se trataba de un enlace a un vídeo de Youtube, con la que reconocí
como la letra de Alec.
Cogí mi ordenador, lo abrí, y me
encontré con un post-it azul en una esquinita, en el que se leía: “Me daba
mucha lástima despertarte, así que me he ido como un ninja. Espero que te
encuentres mejor. Te veo pronto, bombón. Me apeteces ♡” (sí, de verdad había dibujado un corazón, con
lo que quise estrecharme esa nota contra el mío).
Mientras me sentaba con las
piernas cruzadas sobre mi cama, y tecleaba el enlace que me había puesto, no
podía dejar de pensar en que aquella putadita que me había hecho de escribirme
el enlace en lugar de enviármelo por mensaje para que yo lo viera directamente
era otra cosa que añadir a la larga lista de cosas que me gustaban de Alec.
Había cosas más bien
superficiales en esa lista:
Me gustaba que fuera más alto,
porque así no podía darle besos si él no quería, así que siempre quería que yo le besara cuando lo hacía.
Me gustaba que fuera fuerte y
pudiera cargarme en cualquier momento, porque así tenía más mérito que me
llevara a cualquier sitio si yo me resistía.
Me gustaba que tuviera el pelo
algo rizado, porque así era más suave y parecía bailar cuando yo lo acariciaba
y volvía a su sitio.
Y cosas un poco más profundas.
Me gustaba que le encantara
comer, porque a mí me encantaba cocinar, y siempre podría conseguir más
práctica sin tener que engordar.
Me gustaba que se despertara con
el amanecer, porque así podía empezar el día con buen pie, recibiendo siempre
un mensaje de buenos días acompañado de un precioso vídeo de los colores del
cielo.
Me gustaba que me rodeara la
cintura con el brazo cuando dormíamos juntos, demostrándome que aunque fuera
mayor que yo, seguía necesitándome igual que yo a él.
Me gustaba que no aceptara un no
por respuesta, salvo cuando ese no era tajante. Sabía distinguir perfectamente
la diferencia entre mis “no me apetece” y “me da pereza”, y se aprovechaba de
ello.
Me gustaba que pudiera hacer
conmigo lo que quisiera, y no lo hiciera, pues, ¿qué mérito tenía evitar algo
que no se alcanzaba?
Me gustaba cómo me miraba aunque
yo no estuviera haciendo absolutamente nada. Me hacía sentir interesante,
importante.
Me gustaba que me echara de menos
aunque pasaran sólo dos horas desde la última vez que nos habíamos visto. Me
gustaba cómo me rodeaba con sus brazos y me atraía hacia él, negándose a
dejarme marchar. Me gustaba cómo me hacía sentir cuando estaba con él. Me
gustaba que me diera espacio incluso cuando estábamos juntos.
Me gustaba que fuera terco como
una mula y a la vez nada orgulloso, porque así conseguiríamos superarlo todo.
Estaba dispuesto a luchar por mí de la misma forma (fiera y sin complejos) de
la que yo estaba dispuesta a hacerlo por él.
Y, sobre todo, me gustaba que no
escondiera sus sentimientos. Que no tuviera miedo de hablar conmigo de cosas de
las que no suelen hablar los chicos, que no se avergonzara de demostrarme
cariño, y se asegurara de que yo supiera lo
que estaba dispuesto a hacer por mí.
Eso era lo que tenía que añadir a
la lista, o más bien subrayarlo, porque me lo había dejado claro hacía tiempo.
Porque puede que me hubiera escrito el enlace en un post-it para que yo lo
buscara, haciéndome trabajar y pinchándome, pero mientras el vídeo cargaba, yo
ya capté el mensaje. Se trataba del vídeo oficial de Fight for you, de Jason Derulo.
Casi podía verlo sonreír,
escribiendo con cuidado cada letra del enlace, mientras yo dormía plácidamente,
todavía creyéndome acompañada.
La cama estaba caliente aún, así
que no debía de haberse marchado hace mucho. Otra cosa que me gustaba de él.
Que apuraba hasta el último momento para estar conmigo. E incluso cuando se
afanaba en hacerme de rabiar, también se aseguraba de que yo supiera a ciencia
cierta que me quería así también: a rabiar.
Cuando salí de su habitación, Sabrae seguía durmiendo
plácidamente, con una sonrisa relajada que esperaba que conservara a pesar de
despertarse sola. Era reticente a dejarla sola, pero era domingo, y tenía
tradiciones familiares que conservar. No había avisado a mi madre de que
pasaría la noche en casa de Sabrae, así que no quería cabrearla ni preocuparla:
ni me había pasado la noche de fiesta y se me había ido el santo al cielo, ni
había cogido una borrachera tal que había terminado abandonando el espacio
aéreo inglés. Sabrae sobreviviría a levantarse sola: toda su familia estaba en
casa, dispuesta a ayudarla. Al menos me iba con la conciencia tranquila,
sabiendo que le había bajado un poco la fiebre que le había perlado la frente
de sudor durante toda la noche, que tenía agua fría suficiente como para
sobrevivir a una cuarentena que durase varios meses, y que había descansado.
Empezaban a salirle unas profundas ojeras cuando la visité, pero gracias a mis
esfuerzos, había aprovechado al máximo el sueño.
A
pesar de que ella seguía como un tronco, su casa se desperezaba poco a poco. Mientras
me vestía en silencio, había escuchado ruidos de cajones abriéndose y
cerrándose con violencia en la habitación de Shasha; me dieron ganas de salir a
llamarle la atención y decirle que Sabrae estaba dormida y que sería mejor no
despertarla, pero a cada golpe le seguía un chasquido de lengua, y bufido o una
maldición que me hacían creer que Shasha no lo estaba haciendo a propósito.
Duna, por su parte, correteó por el pasillo en dirección al baño, regresó a su
habitación, y volvió a pasar delante de la puerta de la habitación de Sabrae en
dirección a las escaleras. Scott no había vuelto aún de fiesta, y de la
habitación de Zayn y Sherezade no provenía ningún ruido, así que no sabría
decir si se habían levantado antes que yo o si continuaban durmiendo.
Le
eché un último vistazo a Sabrae, que emitió un largo suspiro al encogerse un
poco más sobre sí misma, y chasqueó la lengua. Me dieron ganas de volver a
meterme en la cama y seguir tratándola como una reina, pero había cosas de las
que me tenía que ocupar.
No
quería invadir el espacio que le pertenecía por derecho a su familia… en
especial, a Scott. Él se iba a ir de casa dentro de poco, y tenía menos tiempo
que yo para disfrutar de Sabrae. Sabía que le decía que podrían hablar tanto
que no parecería que se había mudado, que en el concurso tendría mucho tiempo
libre, pero a juzgar por lo que había escuchado a Eleanor hablando con Mimi
sobre el mismo asunto, aquello no eran más que mentiras piadosas para que
Sabrae no se agobiara antes de tiempo con el hecho de que iba a perder mucho de
su hermano. La verdad es que la entendía. Una de las cosas más difíciles de
marcharme de voluntariado era toda la gente a la que iba a dejar atrás,
poniendo en pausa nuestra relación por el período de un año, con poquísimos
períodos de vacaciones en las que haría visitas relámpago que no me servirían
para mucho más que decir hola y adiós.
Tenía
que irme. Por mucho que mi corazón me dijera que me quedara con Sabrae, que
Scott y yo podíamos cuidarla juntos, sabía que no iba a poder compartirla como
compartiría al resto de personas con sus hermanos. Sabrae era diferente.
Así
que cerré la puerta con cuidado y bajé las escaleras con la cautela de un
ladrón de guante blanco entrando en el museo con las piezas más valiosas del
mundo. Cuando llegué al piso de abajo, escuché el tintineo de las cucharillas
chocando contra las paredes de una taza, así que me asomé a la cocina para
despedirme. No quería que se asustaran si de repente me esfumaba. Tampoco es
que muchas personas en esa casa fueran a echarme en falta: la única aliada que
tenía allí, Sherezade, me colgaría de los huevos si se le presentara la ocasión
por meter a su pobre hijita desvalida en la cama. Veamos, Sher: vale que soy un cabrón y que yo tengo parte de culpa en
que tu hija esté así, pero… ella también se abrió de piernas. De hecho, de
cinco veces que lo hicimos a pelo, cuatro fue porque lo quiso ella. La primera,
no tuvo que insistirme, yo lo daba por hecho. Además… si la has parido con un
sistema inmunitario deficiente, la culpa no es mía.
Menos mal que no le había
dicho eso en voz alta, porque 1) Sher no estaba allí, y 2) sería una gilipollez
irrespetuosa como un caballo. ¿Recuerdas que Sabrae es adoptada? Exacto. Sher
no tiene la culpa de que las defensas de Sabrae sean como cachorritos, en lugar
de tigres.
Por
suerte para mí, Sher no estaba en la cocina. Puede que aún siguiera durmiendo.
En su lugar, estaban Shasha, que le estaba revolviendo el cacao en polvo en la
taza a Duna, que jugueteaba con una galleta y protestaba porque no quería
comérsela.
-Es
que no tengo hambre.
-Pues
tienes que comer. El desayuno es la comida más importante del día. ¿O prefieres
que te pele una manzana?
-¡Quiero
una tostada con Nutella!
-¡Pues
te aguantas! Se ha acabado la Nutella. Le diré a papá que vaya a por un poco.
Estamos bajo mínimos, con la fiesta de pijamas de ayer de Sabrae.
-Si
no me consigues Nutella, me echaré a llorar-amenazó Duna, y Shasha puso los
ojos en blanco.
-¿Te
sirve si te derrito unas onzas de chocolate en una taza?
-¡Así
va a estar caliente!
-En
cuanto cumpla los 18, me ligo las trompas-gruñó Shasha, negando con la cabeza,
arrebatándole las galletas a Duna y viéndome por fin-. ¡Hombre!-esbozó una
sonrisa oscura-. ¿Ya se os ha acabado la noche de sexo silencioso?
-¡ALEC!-bramó
con todas sus fuerzas Duna, revolviéndose en el asiento y alzando las manos en
el aire. Me acerqué a darle un beso en la mejilla, que ella recibió con una
adorable risita. El único saludo que me permitió Shasha fue una palmadita en la
espalda, que ella me devolvió; parece ser que no le gustaba deberle contacto
físico a nadie que no perteneciera a su familia directa. Sabrae siempre me
contaba que sabía que tenía muy mal aspecto cuando Shasha se ofrecía a
acurrucarse a su lado. Normalmente era Sabrae la que iniciaba los mimos, que
Shasha se limitaba a tolerar. Pero, cuando Sabrae se encontraba mal, era su
hermana pequeña la que iniciaba la sesión de magreo, así que ésa era la vara de
medir que utilizaba Sabrae: si Shasha protesta porque me apetece abrazarla, es
que estoy perfectamente.
Si
Shasha se deja achuchar, es que tengo mal aspecto.
Y si
Shasha es la que me achucha, tengo un pie en la tumba y debería ir pensando en
actualizar mi testamento.
-No
hice nada con Sabrae anoche-respondí, rodeando los hombros de Duna con los
brazos después de que ella me enganchara las manos y se las pasara por el
pecho, entrelazándolas como si estuviéramos en el baile de fin de curso de una
película americana. Duna cerró los ojos y empezó a tararear una canción-.
Estaba hecha una mierda.
-No
me esperaba menos de ti-confió Shasha, abriendo un bote de mermelada de
membrillo y acercándoselo a Duna.
-¡No
quiero esta caca!
-¡Esa
boca!-recriminó Shasha, sacando una rebanada de pan de molde con las cortezas
blancas de su bolsa y colocándolo sobre un plato-. No comes nada de fruta.
-¡La
como en casa de Astrid y Dan!
Vaya
con la brecha generacional que había entre nosotros: para mí, la casa de los
Tomlinson era la casa de Tommy. Para mi hermana, era la casa de Eleanor (y eso
que le llevaba dos años y medio a Mimi). Para Duna, por el contrario, era la
casa de Astrid y Dan, los hijos pequeños de Louis y Eri. Quienes, por cierto,
eran los dueños de la casa de los Tomlinson para los padres de Sabrae y los
míos.
Curioso…
lo mismo sucedía al revés. Antes, para mí, la casa de los Malik era la casa de
Scott. Ahora, era la de Scott y Sabrae (bueno, vale, más bien la casa de Sabrae). Para mi madre, por el
contrario, era la casa de Sher.
-No
seas mentirosa, Dundun.
-No soy
mentirosa. ¿Sabes con qué se hace la sidra dulce?-bufó Duna, ofuscada-. ¡Con
manzana! ¡Díselo, Alec! ¿A que se hace con manzana?
-No
sé si eso cuenta como…
-¿CON
QUÉ SE HACE LA SIDRA, ALEC?
-¡Vale,
vale! Con manzana.
-¿¡Ves!?
-¡Me
da igual! ¡Te vas a comer esta tostada con mermelada de membrillo como que me
llamo Shasha, y no te levantarás de ahí hasta que te la termines!
-Eres
una abusona-acusó Duna, y se echó a llorar. Shasha puso los ojos en blanco y yo
la miré, confuso.
-Nunca
la había visto portarse así de mal.
-Es
que normalmente la levantan Scott o Sabrae, no yo-explicó, y se volvió hacia su
hermana-. ¿Has oído, Duna? Alec está decepcionado contigo.
Duna
dejó de llorar en el acto, levantó la cabeza y me miró.
-¿Qué?
-Hay
que comer de todo. Fruta también. Mira, ya sé que el chocolate es como lo mejor
del mundo, pero de vez en cuando hay que comer cosas que nos gustan un poco
menos para equilibrar, ¿vale?
-Como
coños-espetó una voz a mi espalda, y yo me giré. Scott estaba ante nosotros, con
gafas de sol puestas, la chupa de cuero que había llevado de noche aún vestida,
a pesar de que en la casa hacía bastante calor-. Por ejemplo.
Duna
jadeó y se tiró al suelo para correr a abrazar a su hermano. Vaya. Parece que,
después de todo, yo no soy su chico favorito en el mundo. Me permití esbozar
una sonrisa chula.
-Dependiendo
del coño, a veces es mejor que el chocolate.
-Dependiendo
del coño-coincidió Scott, cargándose a Duna en brazos. Duna le intentó quitar
las gafas de sol, pero él se lo impidió.
-¿Por
qué llevas gafas de sol dentro de casa? ¿Quieres que apaguemos la luz?
-Estoy
practicando para cuando sea famoso y me deslumbren los flashes.
-Ya
eres famoso-discutió Duna-. Te has hecho un piercing.
-¿Tan
jodido estás?-me burlé yo, dándole un puñetazo cariñoso en el hombro. Scott me
miró por encima de las gafas, con unos ojos vidriosos que eran todo pupilas.
-Sigo
borracho y estoy empezando a tener resaca ya, tío. Yo no puedo aguantar este
tren de vida.
-Bueno,
quizá cuando empieces a tomar cocaína mejore el asunto-comentó Shasha, y Scott
se la quedó mirando-. ¿Qué? Consulto muchos foros sobre drogas para la historia
que estoy escribiendo en internet.
-¿Estás
escribiendo una historia?
-Sí.
Va de un chico, el hijo de un cantante archiconocido, que decide presentarse a
un concurso de la tele para demostrar que él es tan bueno como su padre, o
incluso más. Se llama Mott Salik-soltó, y yo empecé a descojonarme-. En cuanto
suba el primer capítulo, me contactará una editorial y me forraré.
-Ya
estás forrada-le recordé, y Shasha abrió los ojos.
-¿Ah,
sí?
-Sí,
por papá y mamá-respondió Scott, untando membrillo en la tostada-. ¿Por qué
crees que aguanta a Sabrae, si no? Está intentando pegar un braguetazo.
-¡Yo
no estoy intentando pegar un braguetazo! ¡Quiero a tu hermana, ¿vale?!
-Pues
para eso te podías quedar conmigo-respondió Shasha, apartándose el pelo del
hombro, ignorándome deliberadamente-. Con que me dejaras ver mis doramas tranquila, ya serías el mejor
marido del mundo para mí.
Tanto
Scott como yo nos la quedamos mirando. Mientras tanto, Duna contemplaba con
desconfianza la tostada que su hermano estaba untando.
-La
gente necesita sexo, ¿lo sabías, Shasha?
Shasha
parpadeó, mirando impasible a Scott.
-Bueno.
Si se fuera de putas, yo no se lo reprocharía-espetó, y yo solté una risita
ante la expresión de escándalo de Scott-. ¿Qué? Soy abolicionista, como todos
en esta casa, pero eso no quiere decir que esté ciega, Scott.
-¿Tengo
yo pinta de necesitar ir de putas, Shasha?-rebatí, y Shasha torció la boca,
escaneándome. Estaba a punto de decir algo cuando su hermana la interrumpió,
mirando a Scott desde abajo.
-¿Qué
es irse de putas, Scott?
-Es…
pagarles a unas señoritas muy simpáticas para que te den besos y abrazos.
-¡Oh!
¿Y lo hace todo el mundo? ¿A cómo vendes tus besos y abrazos, Alec?-preguntó la
chiquilla con inocencia, y yo le di un beso en la cabeza.
-A ti
te los doy gratis. Me piro-anuncié-, antes de que se despierte vuestra madre y
me arranque la cabeza por estar hablando de ir de putas con vosotros.
-¿Mamá?-Scott
arrugó la nariz-. ¿Por qué iba mamá a…?
-Ayer
casi se lo come-explicó Shasha-. Cuando vino por la noche. Le escuché gritarle.
-Hostia,
tío. Perdona. Es que tiene la regla, y cuando está con la regla no soporta a
nadie. Ni a papá. Hace un par de meses, le lanzó un vaso.
-¿Quién?
¿Sherezade?
-Sí.
Bueno, en su defensa diré que papá tenía el día cruzado también.
-No
hay que incordiar a mamá cuando está con la regla. Estaba preparando el caso de
la internacional ésa, ¿recuerdas, S? El de las pruebas que les enviaron tres
días antes del juicio. Estaba muy estresada.
-Le
pidió perdón como 40 veces a papá en cuanto se dio cuenta de lo que había
hecho.
-Y
papá escribió una canción sobe ello. Fue divertido-rió Shasha, y yo los miré a
todos alternativamente.
-¿Sabéis
que así es como…?-empecé, temeroso de seguir ese camino. Se empezaba con vasos
y se terminaba con cuchillos. Había explosiones de ira una vez, y luego dos, y
luego tres. Pasaban a ser esporádicas a mensuales, y después semanales, y
luego, prácticamente diarias.
-Mi
madre no es una maltratadora-atajó Scott-. Simplemente… chifla cuando le viene
la regla. No conviene tocarle los cojones.
-Y
era un vaso de plástico-añadió Shasha-. A papá no le habría pasado nada.
-Por
supuesto, nos metimos a defenderle.
-Y
mamá nos chilló que nos iba a desheredar.
-Luego
le hicimos una tarta y se le pasó.
-Qué
rica-recordó Shasha-. De cereza.
-Así
que nuestra herencia está a salvo, al igual que el matrimonio de nuestros
padres-sonrió Scott-. La cosa está en que no hay que tenerle muy en cuenta las
salidas de tono a mi madre cuando tiene la regla. Normalmente sólo está un poco
irritable, te contesta borde, pero enseguida se disculpa. Pero hay veces que se
le cruzan los cables y… no me soporta ni a mí,
que soy su ojito derecho.
-La
verdad es que no me extraña, Scott. Eres jodidamente inaguantable-respondió su
hermana, y Scott entrecerró los ojos.
-Al
menos yo me las apañé para cumplir sus deseos de maternidad, y encima nací
hombre. ¿Qué hiciste tú?
-Ser
buscada-respondió Shasha, y Scott abrió la boca para contestar, estupefacto. Me
tomé esa señal (Scott sin palabras, quiero decir: no es algo que suceda todos
los días) para marcharme de casa de Sabrae. Sospechaba que se pondrían a
gritar, y yo no quería estar allí si efectivamente Sherezade estaba en modo
basilisco.
Me
escapé de casa de Sabrae (de casa de los Malik, me corregí internamente) a la
velocidad del rayo, saliendo de escena como un figurante innecesario que ya había
cumplido con su papel de dos líneas, y caminé apretando el paso en dirección a
mi casa. Se me estaba haciendo tarde, y a cada minuto que pasaba, sentía un
nerviosismo crecer en mi pecho que se retroalimentaba de lo vívido de mi
imaginación: seguro que mi madre estaba preguntándose dónde estaba, cómo de
borracho, y en qué huso horario.
Por
suerte para mí, no hubo ninguna explosión como a las que de vez en cuando
exponía el volcán Sherezade a su familia cuando llegué a mi casa. Trufas salió a la carrera a recibirme, y
en cuanto cerré la puerta, poniendo cuidado de que el conejo no se escapara,
percibí el delicioso aroma del desayuno que con tanto esmero preparaba mi madre
todos los domingos, digno de un buffet.
Me
asomé a la cocina, donde me la encontré terminando de exprimir un poco de zumo.
-Ya
estoy en casa-anuncié, y mamá dio un brinco. Me miró con ojos como platos.
-¡Alec!
Me has dado un susto de muerte. ¿Podrías dejar de andar de puntillas, por
favor? Que ya tengo una edad.
-Estás
estupenda, mamá.
-Voy
a poner lo mismo para desayunar me dores la píldora o no, hijo, así que ahorra
fuerzas. Vete a sentarte, venga. Dylan ya ha traído los bollos-instó, señalando
el comedor. Allí le di un beso a mi hermana y una palmada a Dylan, que asintió
con la cabeza a modo de saludo mientras le echaba un vistazo al periódico.
-¿Habéis
dormido bien?
-Me
tenías preocupada-respondió mamá, arrebujándose en su silla y sirviéndose un
poco de mantequilla para untar en su tostada mientras yo me hacía con un huevo
frito y unas tiras de beicon. Mimi vertió un puñado de cereales sobre su bol, y
pidió a su padre que le acercara el yogur antes de espolvorearlo todo con un
poco de azúcar-. Nunca habías llegado tan tarde de fiesta.
-Es
que vengo de casa de Sabrae.
Dylan
terminó de servirse su café y me miró, divertido.
-O
sea, que quien peor ha dormido esta noche eres tú. O más bien el que menos-se
cachondeó, mientras Mimi lo miraba por encima de su taza de cacao,
ruborizándose. Delante de nuestros padres, interpretaba el papel de mojigata a
la perfección, pero cuando estaba conmigo era increíble lo mucho que cambiaba.
La timidez de mi hermana se multiplicaba en presencia de nuestros padres cuando
se trataban temas que ella consideraría “delicados” (y el sexo estaba en la cúspide
de esa pirámide), y sin embargo, cuando esos temas surgían entre nosotros, sólo
se sonrojaba un poco antes de plantearme todas sus ideas. Que, bueno, también
la entendía. No es lo mismo hablar de algo con tus padres que hacerlo con tu
hermano o con tus amigas. Estaba seguro de que Mimi tendría escandalizadas a
Eleanor y el resto de las chicas con asuntos que conmigo ni comentaba.
-Pues…
no, exactamente-sonreí-. Me fui a su casa pronto, estuvimos viendo una peli,
leyendo un poco, y luego nos acostamos sin más. No hubo sexo, por sorprendente
que parezca-sonreí, y Dylan se rió.
-A mí
me sorprende más que dejaras que Sabrae te leyera algo sin protestar-comentó
mamá.
-Eso
es porque no les has visto juntos. Sabrae podría leerle el diccionario a Alec,
y a él le parecería interesantísimo-se burló Mimi, mirándome de reojo.
-Es
que Sabrae tiene mucho arte para leer cosas. Convierte en apasionantes hasta
las recetas de los libros de cocina de mamá. Y yo que pensaba que lo mejor eran
las fotos… pero, ¡eh! En realidad, quien leyó fui yo, no ella.
Dylan
parpadeó.
-¿Te
puso una pistola en la sien, o algo por el estilo?
-Es
que no se encontraba bien-expliqué-. Pero le apetecía leer después de ver la
peli, porque terminamos relativamente pronto, así que me lo pidió, y yo, que
soy un caballero, no puedo decirle que no a nada.
-No
me extraña-respondió mamá-. No haces más que atosigarla.
-¡No
la atosigo, mamá! ¡Me gusta estar con ella, y a ella le gusta estar conmigo!
¿Qué tiene de malo que me apetezca pasar tiempo con mi nov…?-me quedé callado a
mitad de la palabra, recordándome de nuevo que Sabrae no era mi novia. Y, por
primera vez, no me escoció. Apenas me dolió, de hecho. Si podíamos tener lo que
habíamos tenido esa noche sin necesidad de catalogarnos como novios, ¿qué
necesidad había de que ella me dijera que sí?
Puede
que yo quisiera presumir de título de puertas para afuera, pero lo mejor de ser
el novio de Sabrae era lo que hacíamos cuando nadie miraba. Y yo no tenía aún
el título, pero ya ejercía como tal. Novio en funciones, había dicho ella. Y me
encantaba de todas formas, la verdad. Quizá había tenido otro novio, uno
oficial, con el que había hecho las típicas cosas que te enseñan en las
películas, pero… conmigo había hecho más que
con Hugo, de eso estaba seguro. Y me causaba un delicioso y extraño placer
saber que nosotros habíamos llegado más lejos cuando aún no teníamos palabra
que nos definiera.
Me
hacía pensar en que, si ahora corríamos, cuando pasáramos al siguiente nivel,
sólo nos quedaría volar. Y sería genial volar con ella, sobre todo al ser ella
mi primera vez.
Al salir de mis enajenaciones mentales, me di
cuenta de que toda mi familia me estaba mirando, con una sonrisa en los labios.
Parecían incluso divertidos.
-Eh…
aproximadamente, ¿cuánto lleváis tomándome el pelo?-pregunté, y ellos se
echaron a reír.
-Desde
que entraste por la puerta, cariño-mamá se estiró para acariciarme la mano con
delicadeza, transmitiéndome todo su amor en ese sencillo gesto-. Ya sabíamos
que habías pasado la noche en casa de Sabrae-reveló, y yo arqueé las cejas-.
Sher me envió un mensaje por la noche, para que no me preocupara. Lo cual, por
otro lado, es un detalle-añadió-, dado que te niegas en redondo a pensar
siquiera un poco en tu pobre madre.
-Mamá,
tenía cosas que hacer, ¿vale? Si te he dejado a oscuras, no ha sido por gusto.
-Que
yo lo entiendo, hijo. Yo también he sido joven, ¿sabes? Pero me preocupo igual.
Sólo digo que, cuando te surja algún plan, agradecería que me lo comentaras.
-¿Sherezade
no te dijo por qué había ido a su casa?
Mimi
se puso roja como un tomate, y mamá miró a Dylan.
-A
ver. Somos todos adultos. No necesitamos que nos lo expliquen. Ya hemos pasado
por eso, ¿sabes?
-Mamá…
Sabrae estaba enferma. No se encontraba bien. Scott me lo dijo estando de
fiesta, y yo lo dejé todo para ir a verla. Por eso no te envié ningún mensaje.
No soy ninguna especie de mal hijo, ni nada por el estilo. Simplemente, me
agobié pensando…
-¿Qué
le pasa?-preguntó mamá, preocupada, y yo noté que me ponía pálido. Mimi me
miró, alarmada. En algún momento, debía de haberse enterado de que a Sabrae y a
mí se nos había roto el condón, así que acababa de recibir la pieza que
necesitaba para terminar de encajar el puzzle y ver el cuadro completo.
-Eh…
eh… pues… Sabrae…
-Pilló
un virus-saltó Mimi a defenderme, y yo la miré, alucinado-. Sí. De la… tripa.
Algo no le sentó bien. Pero ya se encuentra mejor, ¿verdad que sí, Al?
-Ahí
va.
-Oh,
pobrecita. Deberías volver por la tarde para visitarla. Le prepararé una sopa,
de las que os hacía a vosotros cuando erais pequeños. Ahora ya no enfermáis,
así que… ¿le gusta la sopa de pollo? Porque es mano de santo.
-Creo
que sí.
-Genial.
Pues después de comer, se la hago y nos pasamos por su casa-sonrió mamá,
jugueteando con su cucharilla-. Y así la ves otro poquito, ¿te parece bien?
-Claro
que le parece bien, mamá. Es su nov…-sonrió Mimi, mirándome y alzando una ceja
en mi dirección, como diciendo “mira de qué lío te he sacado yo sola, ¡me debes
una!”. Yo, sin embargo, me sentía una criatura extremadamente sucia, vil y
rastrera. No me parecía bien que mi madre se quedara a oscuras mientras la
familia de Sabrae conocía todo el percal.
Ella
confiaba en mí, y yo debía estar a la altura.
Además,
Dylan sospechaba algo. Lo notaba en la forma en que me miraba, como esperando a
que yo fuera un hombre y admitiera mi error o me achantara y tuviera que
acorralarme.
Por
eso, susurré:
-Esto,
mamá… en realidad, es un poco culpa mía que Sabrae esté así.
Dylan
parpadeó, expectante. No quería decepcionarlo. No quería decepcionar a mi
madre, pero, como les habíamos dicho a los padres de Sabrae, el mal ya estaba
hecho, y no era culpa de nadie… o si acaso, lo era de ambos.
Mamá parpadeó, clavó los ojos en los míos y
esperó a que yo me explicara, para lo cual dejé el cuchillo y el tenedor sobre
la mesa, carraspeé e informé:
-Verás…
Sabrae no ha pillado ningún virus, pero sí ha tenido que tomar
medicación-parpadeó-. Si se ha puesto mal es por los efectos secundarios de una
píldora que ha tenido que tomar-en cuanto pronuncié la palabra “píldora”, su
expresión emitió un chispazo, como cuando conectas dos extremos de un cable y
la electricidad salta antes del contacto-. Para no quedarse embarazada.
-¿Qué?
-Se
nos rompió el condón-me apresuré a decir a toda velocidad-. Tomamos todas las
precauciones necesarias, mamá, pero Sabrae y yo, bueno, lo
hacemosmuchocreoque-nohacefaltaquetelojure. Era una
cuestióndepuraestadísticayclaroestoteníaqueterminar-pasándonosperoteprometoquehemoshecholoposibleporcuidarnosyhasidounaccidentedelque-nadietienelaculpaporfavoresperoqueloentiendas-jadeé
al coger aire y me la quedé mirando con cara de cachorrito abandonado-. Estas
cosas a veces pasan.
-Sí-coincidió
Dylan-, a veces pasan.
Mamá
se volvió hacia él.
-¿Cómo?
-Ha
sido sincero contigo. ¿Prefieres que te oculte estas cosas? Lo único que ha
hecho mal es tardar tanto en comentártelo. Eres su madre, y tienes que
apoyarlo.
-Yo
le apoyo.
-Pues
no te enfades con él.
-Dylan-parpadeó-.
Yo le parí, ¿recuerdas? Creo que lo conozco un poco-se volvió para mirarme-.
Alec, te voy a hacer una pregunta, y quiero que seas sincero conmigo, ¿de
acuerdo?
-Sí.
-¿Lo
habéis hecho sin protección alguna vez?
No le digas que sí. No le digas que sí. Como
le digas que sí, te mata.
-No.
-Alec
Theodore Whitelaw, ¿lo has hecho sin preservativo alguna vez con Sabrae?
El
silencio que siguió a esa pregunta pesó como una losa de dos toneladas. Mimi se
revolvió en la silla, incómoda, mientras yo decidía qué hacer.
-Dile
la verdad-susurró.
-Sí-admití,
y mamá bufó sonoramente.
-Por
Dios bendito, Alec. Podrías dejarla embarazada, y sois críos. Tener un bebé
ahora os destrozaría la vida.
-Bueno,
siempre queda la opción del aborto-comenté, y mamá me miró, estupefacta-. Es
decir, como última opción. Tú misma has dicho que tener un bebé nos destrozaría
la vida.
-Por
supuesto que no podéis tener un bebé, pero, ¡no puedes tener el aborto como una
opción, Alec! ¡Eso hará que dejes de recurrir al resto de vías!
-¿No
te gustaría que Sabrae…?
-No
estoy en contra del aborto. En absoluto. Ya lo sabes-mamá miró a Dylan, y Dylan
miró a mamá y le acarició la mano, y yo me pregunté brevemente qué pasaba
allí-. Sólo te estoy diciendo que tenerlo como opción cuando hay alternativas
mucho menos…
-¿Moralmente
reprochables?-pregunté, cruzándome de brazos
-¡Esto
no es una discusión sobre aborto sí o aborto no, Alec!-estalló-. Estamos de
acuerdo en que si hay que recurrir a él, se recurre, y no hay problema. Pero
tienes que pensar un poco más en ella.
-Yo
ya pienso en Sabrae-protesté-. Y tampoco es que haya un abanico amplísimo de
opciones cuando falla un condón, ¿sabes?
-Hay
otra clase de anticonceptivos.
-Que
Sabrae no puede tomar porque aún es muy joven.
-Ella
no, pero tú, sí.
-Annie-advirtió
Dylan, y yo lo miré-, ahora no es momento.
-¿Momento
de qué?-pregunté.
-La
conversación ha surgido, Dylan-respondió mamá con frialdad.
-Pero
estáis enfadados. No habléis de eso estando enfadados, porque podríais decir
cosas que lamentaríais más tarde.
-¿Qué
clase de cosas? ¿Mamá?
-Mira,
ya sé que ya vas siendo mayorcito para gestionar tu vida como quieras, Alec,
pero… mentiría si dijera que no me tenías preocupada.
-¿Por
qué?
-Porque
estabas desatado.
-¿¡Desatado!?
¡Yo flipo, mamá! ¿Qué cojones hago para estar desatado?
-¡Hacías!
Hacías-respondió-. Te acostabas con todas las chicas que se te ponían por
delante.
Mimi
se levantó discretamente de la mesa, con su bol de cereales y yogur en la mano,
y se marchó al salón, seguida con Trufas.
Yo estaba demasiado ocupado flipando como para reprocharle que me dejara solo
con mamá.
Claro
que tampoco es que pudiera hacer mucho.
-¡Me
gusta el sexo, mamá! ¡No voy a pedir perdón por algo que es perfectamente
normal! Además, no soy el único en esta mesa al que le sucede-ataqué de forma
ruin. Dylan se puso tenso y miró a mamá, que me examinó con frialdad.
-Voy
a fingir que no has dicho eso con doble sentido y que te estás defendiendo en
lugar de poniéndote a la defensiva, Alec-instó.
-Tómatelo
como quieras. Sólo digo que no tengo ningún problema. Scott se comportaba igual
que yo. Cualquier tío se comportaría como yo si pudiera.
-Eso
no hace que me preocupara menos.
-¿Por
qué? Tengo cabeza. No la meto en el primer agujero que encuentro sin cuidarme
primero. También es mi cuerpo, ¿sabes? Creo que soy el primer interesado en
hacerlo todo con el mayor cuidado posible para no sufrir consecuencias
indeseadas.
-Sé
que Sabrae no es la primera chica con la que te pasa esto, Alec-acusó, y yo me
reí.
-Es
que los condones no están hechos a prueba de balas, mamá. Creo que sólo
entonces conseguirían hacer algunos que no se rompieran.
-No
me refiero a que se os rompa el condón. Me refiero a lo otro.
Parpadeé,
expectante.
-No
sabes la angustia que me entraba cada vez que llegaba el fin de semana,
pensando en lo que podrías hacer, en si esta vez sí que pasaría lo que más
miedo me daba, Alec.
-¿Que
dejara preñada a alguna tía y no te lo contara?-ironicé, cruzándome de brazos y
reclinándome en la silla, alzando una ceja.
-No
es eso lo que más me preocupaba, sino que te contagiaran cualquier cosa, pero
ya que lo dices: sí, Alec, también me preocupaba por si dejabas embarazada a
alguna chica. Y lo peor no es eso: lo peor es que probablemente no me dijeras
nada.
-¡Como
para decírtelo! Mira cómo te acabas de poner, y eso que te he contado todo lo
que hay. ¡Como una fiera te has puesto, mamá!
-¡Me
he enfadado porque no me gusta que me mientas, Alec! Soy tu madre. Deberías
venir a mí buscando ayuda o consuelo, no huir porque piensas que voy a castigarte.
Llevo sabiendo que pensabas esto un tiempo-se le quebró la voz y se le empañó
la mirada-. En lo único que podía pensar cuando te ibas los viernes o los
sábados era en cómo conseguiría sacarte el tema de tu salud sexual. Cómo
asegurarme de que eras responsable, de que conocías otras alternativas, de que…
bueno, de que entendías que yo me quedaría mucho más tranquila si tomaras algún
anticonceptivo que minimizara las posibilidades que había de que dejaras
embarazada a alguna chica. Y ahora me cuentas esto… ¿cómo quieres que
reaccione, Alec?
Me
mordí la cara interna de la mejilla, pensativo. Mamá jamás me había dicho nada en ese sentido: cuando salía de fiesta,
se limitaba a decirme que me lo pasara bien, pero sobre todo de manera
responsable, y yo, no sé por qué, siempre lo había interpretado como que tenía
que ser responsable con la bebida. Siempre había sabido que a mi madre no le
harían gracia las cosas que hacía con las chicas, pero en eso consiste
pasártelo bien: en hacer cosas que no les puedes contar a tus padres.
-Nunca
me habías dicho que todo lo que hacía te preocupaba, mamá.
-¿Habría
servido de algo?
-Sí.
Te hago más caso del que piensas. Os hago más caso a todos-miré a Dylan- del
que creéis. Supongo que si me dierais más votos de confianza, yo también me
abriría más en casa. Evidentemente, no te diría a cuántas chicas me había
tirado esa noche, o en qué posturas lo habíamos hecho, o si había hecho tríos,
pero… no sé, si alguna vez me hubieras dicho “pásatelo bien” sin añadirle “y
mira a ver lo que haces”, puede que yo te lo hubiera contado.
-Es
que yo no sabía lo que hacías. Siempre me ponía en lo peor, Alec.
-Follar
tampoco está mal, mamá.
-Depende
de cómo lo hagas.
-¿Veis?-intervino
Dylan, y los dos lo miramos-. Ése es vuestro problema. Que sois iguales, y os
negáis en redondo a dar el brazo a torcer y ser el primero en empezar la
conversación. Por eso no podíais dejar la conversación a medias. Tu madre y yo
discutimos bastantes veces el tema de los anticonceptivos masculinos, Al-comentó
Dylan, y yo jugueteé con el tenedor.
-No
hace falta que me habléis de la píldora para la polla. Ya sé que existe.
-Sí,
pero, al margen de eso, ¿sabes algo más? No, porque está muy estigmatizada aún,
no como la femenina. Y no pasa absolutamente nada por ser tú quien se medique
para tener sexo sano.
-Sólo
queríamos que tuvieras en cuenta que existen otro tipo de opciones de las que
no se suelen hablar.
-Lo
sé, mamá-susurré-. Ya las comenté con Sabrae cuando nos pasó esto. ¿Sabes? Yo
también me comí bastante la cabeza con esta historia. Incluso hablé con ella de
bajar un poco el ritmo, pero ella no quiere. Y la verdad es que no la culpo,
porque, joder…-no pude evitar reírme-. Nos sería muy complicado, si no
imposible. Somos muy físicos los dos, y también está lo de Etiopía… es como si
estuviéramos en una carrera contrarreloj, aprovechando al máximo cada momento.
Supongo que por eso lo hicimos-murmuré, pensativo-. Desde luego, si no
hubiéramos tenido la “excusa” de que ya
se nos había roto el condón y tenía que tomar la píldora, no lo habríamos hecho
sin él más veces. Pero nos pasó, y decidimos aprovechar.
-Yo
me quedaría más tranquila si supiera que, si os apetece y no tenéis
preservativos a mano, podéis hacerlo sin preocuparos por un embarazo.
-Lo
sé, mamá. Y yo también. Pero de momento hemos decidido que vamos a seguir
igual. Tendremos más cuidado, eso sí. El preservativo sigue siendo nuestro
método favorito.
-Alec…
-Mamá-la
corté-. Mira, aprecio un montón que te preocupes por mí y por Sabrae, pero ya somos
mayores para tomar esta decisión. Te prometo que no la hemos tomado a la
ligera. Sabrae tenía que tomar la píldora, no quedaba otra. Y yo no la voy a
convertir en el método de referencia. Se pone fatal al tomarla, y yo… no
soporto verla así-carraspeé, emocionado, con el peso de las miradas de Dylan y
mi madre sobre mí-. Incluso si no me bastara con saber que es malo recurrir a
ella a menudo, a Sabrae le sienta muy mal. Preferiría no tocarla antes que
tener que volver a hacerle pasar por esto. Y mira que me encanta tocarla, pero
la quiero más de lo que necesito sentirla conmigo.
Mamá
se masajeó el cuello, miró a Dylan y se mordió el labio, volviendo a mirarme.
-Me
gusta que estés con ella. Ya te lo he dicho más veces. Eres mejor persona desde
que estáis juntos, y… ella es buena para ti. Es muy, muy buena. Creo que es de
las pocas chicas que hay ahora mismo en el mundo con las que no me importaría
verte.
Me
reí.
-¿No
te importaría verme? Guau, mamá, no digas esto en voz muy alta, que suena un
poco raro.
Mamá
se echó a reír, dejó la mano sobre la mesa, bien cerca de la mía, y me dedicó
una dulce sonrisa cuando le di un beso en los nudillos. Mimi volvió enseguida,
apenas notó que nos habíamos reconciliado, y entre los cuatro, en familia,
recogimos la mesa y colaboramos para dejarlo todo tal y como estaba. Mamá me
dio un beso en la mejilla, colgada de mi hombro, y me susurró que podía irme a
dormir si quería, que ella se ocupaba de las tareas de las que había empezado a
encargarme yo.
-Mamá,
que he dormido de verdad esta noche.
-Da
igual. Sube a tu habitación y descansa. Después de comer vamos a ir a hacerle
una visita a Sabrae-susurró, apretándome la mano-. Lo de la sopa de pollo iba
completamente en serio.
Y tan
en serio. Cuando bajé las escaleras después de echar una siestecita reparadora
y decirle a Jordan que le vería directamente en el partido de baloncesto que
echábamos todos los domingos con los chicos, acompañé a mi madre a casa de los
Malik, llevando conmigo un recipiente cargado hasta los topes con la sopa de
pollo especial de mi madre, capaz de curar el cáncer a un enfermo terminal.
Mamá, por su parte, llevaba un bizcocho de chocolate cuyo centro contenía un
corazón de avellana, al más puro estilo de los bombones de Mozart que tanto le
gustaban a Sabrae.
Fue
Zayn quien nos abrió cuando llamamos a la puerta.
-Vaya-sonrió
al verme-. Te fuiste sin despedirte, Al-comentó con cariño, algo que yo no me
esperaba que hiciera. Creía que agradecería que desapareciera.
-Es
que… no quería molestar. Además, ya había cumplido con mi objetivo. Había
pasado la noche con Sabrae, así que la dejaba en vuestras manos.
-Le
he hecho un caldito de pollo a Sabrae-explicó mamá, abrazándose a Zayn-. No
podía quedarme de brazos cruzados mientras mi nuera preferida se encuentra
convaleciente. Por cierto, ¿dónde está la enferma?-preguntó, echando un vistazo
escaleras arriba.
-Mamá,
me estás haciendo pasar vergüenza-gemí.
-Justo
ahora acaba de subir a su habitación-respondió Zayn, divertido con mi
sufrimiento. Scott me saludó desde una esquina del sofá.
-¿Ya
hay que ir al partido?
-En
realidad, vengo a ver cómo se encuentra Sabrae.
Scott
levantó el dedo pulgar en señal de aceptación y volvió la vista de nuevo a su
teléfono, en el que seguramente estaría echando una partida al Candy Crush.
Me
llevé el recipiente con el caldo directamente a la cocina, donde cogí una taza
para subirle un poco a Sabrae. Todo ello sin pedir permiso, para horror de mi
madre.
-¡Alec!
¿Has…?
-Está
en su casa-respondió Zayn, sacando tazas para tomarse un té. En ese momento
apareció Sherezade, y yo me puse rígido. Se me quedó mirando, sorprendida.
-Alec-constató.
-Esto…
hola.
-No
pensé que fueras a volver después de lo de ayer.
-Es
que estaba preocupado por Sabrae. Quería ver cómo va. Pero te prometo que no la
voy a molestar. Le subo el caldo y me voy, si eso es lo que…
-Quería
pedirte perdón por lo de ayer-respondió Sher, caminando hacia mí y cogiéndome
de la mano. Zayn rió por lo bajo al ver mi expresión de terror.
-¿Ah,
sí?
-Sí. No
debería haberme puesto así contigo. No has hecho nada malo, y la verdad que
venir a visitar a Sabrae ha sido muy caballeroso por tu parte.
-Vaya…
gracias.
-No
me porté bien contigo, por lo que quiero pedirte perdón. ¿Me perdonas?
-Claro
que sí, mujer-tartamudeé, y Sherezade sonrió, y para sellar nuestro tratado de
paz, me dio un beso en la mejilla. Sonreí.
-¡Scott!
¡Tu madre me ha dado un beso!-celebré.
-¡Aléjate
de mi madre!-protestó él desde el otro lado de la pared.
-Perdón,
¿me he perdido algo?-preguntó mi madre.
-Ayer
Sher me riñó cuando me presenté en su casa.
-Normal.
Es que sabe Dios a qué hora vendrías, Alec.
-La
verdad es que tardó en venir-coincidió Sher, dándole un beso a mi madre a modo
de saludo.
-Quizá
Scott tardara en decírselo-comentó Zayn.
-¡Pero
bueno! ¿Por qué le defiendes?
-Porque
es divertido llevarte la contraria, Sher. Y porque le ha traído bombones.
Sher puso
los ojos en blanco, me tendió la taza y me hizo un gesto que indicaba “eres
libre”. No necesité que me lo verbalizara de ninguna manera: con cuidado de no
derramar una gota del contenido, subí las escaleras y llamé con los nudillos a
la puerta de Sabrae.
-¿Sí?
-Servicio
de habitaciones-contesté.
-¿Alec?-preguntó,
con voz esperanzada, así que empujé la puerta.
-No. Soy
su gemelo malvado, Caleb-respondí, y Sabrae se echó a reír. Aún llevaba puesto
su pijama, consistente en la camiseta de Zayn que yo mismo había llevado para
calentársela. Tenía mejor color y mejor cara, pero aún no parecía del todo
recuperada.
-No
te esperaba hasta más tarde-comentó.
-¿Vengo
en mal momento?
-En
absoluto. Jamás-sonrió, estirando la mano en mi dirección, abriendo y cerrando
el puño como lo hacen los bebés que quieren alcanzar algo demasiado lejos de
ellos. Le di un beso en los labios, constatando que su temperatura había bajado
casi a los umbrales de la normalidad, y le tendí la taza. Ella la miró,
confusa, y la aceptó cubriéndola con las dos manos.
-Te
he traído un poco de sopa de pollo.
-Qué
sol-celebró, inclinándose de nuevo hacia mí, volviendo a besarme, e inhalando
el aroma de la sopa. Dio un sorbito y lo saboreó con cuidado, cual manjar-.
Está delicioso.
-Lo
ha hecho mi madre-expliqué, aunque Sabrae ya sabía que yo no tenía ni pajolera
idea de cocinar, así que seguro que ya se lo imaginaba. Pero a veces, Sabrae me
pone nervioso. Y cuando estoy nervioso, me da por hablar.
-Pues
tu madre es un sol.
-¿Verdad
que sí? Haría una suegra increíble.
-Alec-Sabrae
exhaló una sonrisa que surfeó las olas del caldo-. No está bien intentar
confundir a una enferma.
-Sólo
lo decía, como aporte-me senté en la cama, dándole la espalda a sus piernas, y
le acaricié la mandíbula. ¿Cómo estás?
-Un
poco mejor. He pasado buena noche, aunque contaba con despertarme acompañada-me
miró por encima de la taza, con unas pestañas larguísimas que lo parecían aún
más por el sudor que perlaba su frente-. ¿Cuándo te fuiste?
-Por la
mañana, cuando llegó tu hermano.
-Así
que pasamos toda la noche juntos.
-Claro
que sí. Me gusta ejercer de enfermero-me acomodé en el colchón, apoyándome en
las manos abiertas, y estiré las piernas-. Oye, ¿recibiste mi notita?-pregunté,
y Sabrae se relamió los labios-. El post-it.
-Sí.
-Guay.
Quería asegurarme de que no se había extraviado el mensaje, y que te quedaba
claro.
-Cristalino.
Al-ronroneó, cogiéndome suavemente de la camisa y tirando de mí hacia ella-. Si
te hubieras quedado, habríamos hecho el amor nada más ver yo el vídeo, ¿lo
sabes?
-En
parte, por eso me fui-me cachondeé-. Ya tenías la temperatura bastante alta y
estaba bastante sudadita como para que yo contribuyera con la causa.
-¿No
te pongo sudadita?-coqueteó, y mis ojos cayeron en picado hasta sus labios
entreabiertos. No pienses en su boca
ahora, Alec. Bastante tienes con soportarla sudada como para que ahora te fijes
en sus labios, y te los imagines acariciando todo tu cuerpo, rodeando tu polla,
entreabiertos al gemir mientras la penetras…
-Termínate el caldo, Sabrae,
y ya hablaremos de si me pones sudadita o no-la insté, y ella se echó a reír,
asintió con la cabeza, y continuó dando sorbitos del caldo, sin romper el
contacto visual conmigo. Porque en eso consistía nuestra relación.
En no
romper nunca el contacto visual.
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Me ha encantado el momento en que apagaban la luz y se quedaban mirándose en la oscuridad, son condenadamente adorable tía. Me ha gustado mucho las charlita/bronca de Alec y Annie y cómo Zayn poco a poco va encariñándose con Alec (aunque el ponga de excusa que es por llevar la contraria) no puedo esperar al cumple de Alec va a ser tan hiperglucemico que igual acabo tonta.
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