lunes, 23 de marzo de 2020

A rabiar.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Escuché cómo sonreía, pasándose la lengua por los dientes, al escucharme pronunciar la palabra prohibida, “papi”. Al principio le había hecho gracia que la usara con él, pero a medida que me iba acostumbrando a ella, le preocupaba que dejara de llamarlo por su precioso y genial nombre por hacer uso de ese apelativo cariñoso, como él hacía con “bombón”, que por otro lado me pertenecía enteramente, mientras que el suyo debía compartirlo con mi padre.
               Creo que a una parte de él le preocupaba que la relación con papá pudiera cambiar si se me escapaba delante de él. Como si yo no tuviera control de mi lengua, o algo por el estilo, y fuera a dedicarme a ir llamándolo “papi” por todas las esquinas de mi casa, hasta que el resto de mi familia descubriera mis extrañas filias.
               El caso es que me gustaba hacerlo rabiar, incluso con la sangre en ebullición en mis venas y un regusto amargo en la boca que nada tenía que ver con sus besos, ni tampoco con la cena. Mientras mi estado de ánimo se iba calmando, descubrí que si me había sentido excitada y dispuesta a intimar de nuevo, era tanto por inercia como porque necesitaba una distracción de las malas sensaciones que me barrían hacia todos lados, bamboleándome como una de esas pelotas atadas a un poste en los patios de los colegios americanos que consiguen entretener a los niños durante todo el recreo. Alec había hecho bien siendo prudente y rechazándome con delicadeza: puede que una parte de mí siempre quisiera hacerlo con él, y esa parte había tomado el control de manera momentánea de mi cuerpo, pero había otra, mayoritaria pero más débil, que sólo quería quedarse acurrucada navegando en la duermevela en sus brazos.
               Esa parte era la que más vapuleada estaba siendo por la píldora, y también a que más preocupada se había mostrado cuando descubrí el condón roto hacía unos días en el suelo de la habitación de mi chico.
               Alec se detuvo frente al cartel de una película y frunció el ceño, pensativo. Me miró por el rabillo del ojo y yo asentí con la cabeza.
               -Atlantis me sirve. No hay mucho que pensar, y Kida es guapísima-cedí, asintiendo despacio con la cabeza. Él se echó a reír.
               -Por supuesto, no vamos a comentar nada de la belleza de la protagonista, porque no queremos que se sienta cosificada, ¿verdad?
               -Si es guapísima, creo que tenemos la obligación moral de decirlo. Además… me gusta mucho la cantidad de agua que hay en la peli-observé, cerrando los ojos un instante, porque me ardía la vista-. Me gustaría darme un bañito refrescante.
               -¿Quieres que coja la silla del escritorio y me siente al lado de la cama para no atosigarte?-se ofreció, y por la forma en que me miró, supe que estaba siendo sincero. No había rastro de decepción en su mirada: no había venido para estar todo lo pegado a mí que pudiera, sino a cuidarme. Sus deseos ahora mismo eran secundarios; mis necesidades, un asunto de Estado.
               Instintivamente, me aferré a él.
               -No. No quiero que te vayas.
               -Vale-jadeó una sonrisa preciosa que me dieron ganas de besar, pero estaba demasiado cansada como para invertir una cantidad ingente de energía en incorporarme y posar mis labios sobre los suyos.
               Además, estaba en una postura genial, con su brazo por detrás de mi cabeza, haciéndome de almohada. Alec acarició el panel táctil del ordenador con un dedo al que una parte de mí envidió. La otra estaba ocupada intentando contener las náuseas que sentía, que llevaban incrementándose desde que había empezado la noche, y que parecían a punto de llegar a su punto álgido en el momento en que Alec apareció en mi habitación. Lo mejor que tenía ahora mismo era él, porque era la mejor distracción posible.
               Observamos cómo el logotipo de Disney se reflejaba en un labrado con luces que imitaban a un fondo marino, y enseguida presenciamos la desaparición de la ciudad de la Atlántida. Era preciosa, una civilización tremendamente avanzada, con aparatos voladores que imitaban a criaturas marinas: tiburones, carpas…
               -¿Alguna vez has estado allí?-le pregunté a Alec, que me miró.
               -¿En la Atlántida? Saab, es una ciudad mítica, como El Dorado. No existe. Nadie ha estado nunca allí.

               Suspiré sonoramente.
               -No hay pruebas de que El Dorado no exista-refuté, cerrando los ojos. Me dolía demasiado la cabeza por culpa de los sonidos estruendosos que producían las campanas de la ciudad, clamando por la salvación de un pueblo que iba a morir engullido por el océano-. Aunque creo que es todo una exageración legendaria. No puede haber ciudades de oro. Sería muy poco práctico. Cuando lloviera, no se podría andar por la calle. Te resbalarías.
               -Eso es cierto-rió Alec, besándome de nuevo la cabeza y acariciándome el brazo con el pulgar cuando me abracé a él. Toda mi piel ardía, excepto la parte que estaba en contacto con su cuerpo, así que tenía que ampliar todo lo que pudiera la distancia.
               -Seguro que las ruinas están escondidas en algún lugar del Mediterráneo. Puede que haya esculturas atlantes en alguna playa de Mykonos que tú no hayas llegado a ver.
               -Tal vez-me concedió, aunque no parecía muy seguro. Levanté la cabeza, ignorando las imágenes de la reina atlante ascendiendo hacia una estrella giratoria, y le miré. A él no dolía mirarle. Su cara no resplandecía, así que no me levantaba dolor de cabeza.
               -¿Has estado en todas las playas de Mykonos?
               -Claro. Es una isla minúscula, en realidad. Londres es diez veces más grande.
               -Guau.
               -Sí. Así que, cuando te lleve, más vale que no te pongas enferma, porque no tienes otra excusa para que no te la enseñe de cabo a rabo-me achuchó contra él, abrazándome con delicadeza y cariño a la vez. Cerré los ojos un instante, disfrutando del alivio fresquito que me producía su cuerpo alrededor del mío.
               -¿Bucearemos en busca de los tesoros de Atlantis?-insistí. La verdad es que me hacía mucha ilusión descubrir una civilización perdida, y más si lo hacía con él. Estaba convencida de que había innumerables pruebas que demostraban que la ciudad de la que hablaban los filósofos griegos estaba cerca de la isla en cuyas orillas se había criado Alec por la sencilla razón de que él la convertía en un lugar especial. Y lo especial atrae a lo especial, de modo que Mykonos tenía que ser vecina de la ciudad hundida.
               Yo encontraría esas pruebas. Alec y el resto de sus convecinos las habían pasado por alto por la misma razón por la que él podía fijarse en más detalles de mi habitación que yo misma: cuando llegas a un sitio por primera vez, tu observación es minuciosa. No tienes ideas preconcebidas del lugar. Todo es nuevo, y quieres absorberlo todo, así que es más fácil que descubras detalles que a los demás se les escapan, como un botón ligeramente torcido, un arañazo en la pared, o una estatua divina reposando debajo de unas algas.
               -Claro-sonrió, jugueteando con mi pelo. Era más bueno… le quería muchísimo. Bueno, aún lo hago. Y él aún lo es. Pero, en ese momento, me parecía infinitamente bueno, igual que mi amor por él.
               Como ahora, ahora que lo pienso. Como siempre.
               Pero… en fin. Siempre te resultan más fuertes tus sentimientos cuando te encuentras tirada en la cama, sudorosa, desvalida y hecha un asco, y te siguen dando mimos como si estuvieras preciosa y tu presencia fuera un regalo en lugar de algo de lo que ocuparse.
               La película continuó avanzando, y salvo por breves comentarios que intercambiábamos para que yo pudiera asegurarme de que Alec seguía allí, conmigo, y no era un delirio fruto de mi fiebre, la vimos en silencio.
               -Esta tía me pone un poco cachondo-comentó él en un momento, cuando apareció una especie de agente secreto rubia, de labios rojos y mirada felina, la famosa Helga.
               -A mí también-respondí, arrebujándome bajo las mantas. Creo que me dormí un ratito, porque cuando volví a abrir los ojos, los personajes estaban enmarcando en un submarino.
               -Me encantaría viajar en submarino-comenté-. Además, ese tiene un diseño muy chulo.
               -Seguro que los siguen haciendo así.
               Continuamos viendo la película, y a mí se me cerraban los ojos. Quería verla con él, quería disfrutarla. Quería estar todo el tiempo despierta, porque no todos los días tenía el privilegio de que Alec me cuidara cuando estaba enferma, pero… estaba tan a gusto… él era tan calentito, tan suave, tan cómodo…
               -Si quieres dormir, duerme, Saab-rió él, sacudiéndome sobre su pecho con su carcajada silenciosa. Abrí los ojos de golpe y se me aceleró el corazón del susto.
               -No estaba dormida, sólo estaba… descansando la vista. Estoy preparándome para cuando salga la ciudad.
               -Ajá...
               -Quiero poder reconocerla si algún día la veo, ¿sabes?
               -Oh, ya veo-volvió a reírse y me dio otro beso en la cabeza. Otra cosa a la que podría acostumbrarme serían sus besos en la cabeza y sus dedos por mi brazo cuando me los daba.
               A pesar de que había venido porque quería, quería que le mereciera la pena. Dudaba que le hiciera mucha ilusión estar conmigo mientras yo me comportaba como una planta, y por eso quería permanecer despierta. Le gustaba disfrutar de mi compañía, pero yo no podía proporcionar compañía alguna si me dormía. Debía luchar contra mi cansancio, y la mejor manera era emborrachándome de él.
               Empecé a devolverle todos los besos que me había dado. Le besé el pecho, el costado, el pecho, el pecho de nuevo, el costado otra vez, y a continuación, la cara interna del brazo.
               -Me estás haciendo cosquillas.
               -Es que me alegro mucho de que estés aquí.
               -Yo también me alegro de haber venido-contestó, cariñoso, rodeándome con sus brazos y estrechándome contra él. Aproveché para cubrirle la cara de besos, disfrutando de un olor fresco que manaba de su piel.
               -Hueles diferente.
               -¿Bien, o mal?
               -Bien. ¿Te has puesto otra colonia? ¿Una nueva?-inquirí, olfateándole la cara. Puede que no me estuviera comportando como un ser humano con el cerebro plenamente operativo, pero lo cierto es que tenía las capacidades mentales mermadas, y se notaba, con lo que podía hacer lo que me diera la gana dentro de los límites de la legalidad.
               -Es el aftershave.
               -¡Oh! ¡Te has afeitado hoy!-celebré, como si fuera con una barba de tres días todo el rato. Froté mi mejilla con la suya, derritiéndome con el contacto-. Jo, tienes la cara suavísima, Al.
               -Gracias, bombón.
               -Como el culito de un bebé.
               -Gracias, nena.
               -Alec, me encanta tu caraaaaaaaa-balé, cogiéndole la cara con las dos manos y estrujándosela para darle un beso.
               -Eh… ¿gracias?
               -De nada. Guapo-le di otro sonoro piquito, y cuando él sonrió, le di otro más.
               -Venga, Saab. Vamos a ver la peli tranquilos, ¿vale?
               -Bueno-susurré con docilidad, volviendo a tumbarme-. Oye, ¿te pondrías mi camiseta?
               -¿Cuál?
               -La que llevo puesta.
               -Para eso la llevas puesta tú.
               -Pero quiero que tú la tengas. Para dormir. Te vas a quedar a dormir, ¿no?
               -Con eso contaba-respondió, orgulloso, alzando la mandíbula con altivez-. Pero me parece que tengo que recordarte que yo no duermo con partes de arriba nunca.
               -La noche pasada sí lo hiciste. Te la escogí yo-sonreí-. Porfa, Al. Ponte mi camiseta-supliqué, tirando de ella hacia arriba, pero Alec me detuvo.
               -No. Por ahí no voy a pasar. Además, tú la necesitas más que yo. No deberías coger frío.
               -Claro, ¡por eso quiero que te la pongas! Tú la llevas puesta un ratito, me la calientas, y luego me la vuelvo a poner yo. Porfa, Al. Tengo frío.
               Me atravesó con una mirada de gélido chocolate.
               -Vale, y mientras tanto, ¿qué quieres que te busque?-salió de la cama y se aseguró de encerrarme en las mantas metiéndolas bajo la almohada. Puse los ojos en blanco.
               -Pues… ¡tu camisa, evidentemente! Venga-terminé de quitarme la camiseta y se la dejé en la cama, a mi lado. Me estaba ahogando de tanto hablar, así que no podía lanzarle la camiseta. Él esperó a que yo me pasara las mangas de su camisa por los brazos, me ayudó a sacarme el pelo del cuello, y me arropó. Todo ello antes de vestirse con una camiseta con un dibujo de mi padre, que se quedó mirando antes de echarse a reír.
               -Como le dé por entrar, seguro que le hace gracia lo cómico de la situación.
               -Vuelve a la cama-ronroneé, acariciando el colchón a mi lado-. Te echo de menos.
               -Saab-sonrió él-, estoy a menos de un metro de ti.
               -Un metro es un mundo para una hormiga.
               -Menos mal que tú no eres una hormiga, y que medio mundo no es nada-susurró, acercándose para darme un beso en la frente. Aproveché para engancharlo de la camiseta y besarlo en los labios. No se iba a escapar de mí.
               -Puedes darme besos en la boca-protesté cuando él tiró hacia atrás, como intentando resistirse-. Lo mío no es contagioso.
               -Pero me gusta hacerte rabiar-respondió, acariciándome la mejilla y tumbándose, por fin, a mi lado. Me apartó un mechón de pelo que tenía adherido al mentón con los dedos, y lo colocó con los demás, una cascada de rizos que habían pasado demasiado tiempo distanciados, y por fin celebraban el final de la cuarentena.
               -Yo quiero piquitos-bufé mientras aparecían los créditos de la película, a la que habíamos dejado de hacer caso. Alec soltó una risa por lo bajo.
               -Eso es porque no has probado los besos de pececito.
               -¿Besos de pececito? ¿Cómo son los besos de pececito?
               Me rodeó la espalda de nuevo con un brazo, me pegó a él y alzó las cejas, sugerente.
               -Estos le encantaban a Mimi cuando era pequeña-explicó, y mordiéndose la cara interna de la mejilla, hizo que sus labios formaran una especie de ocho, con el que me acarició toda la cara, moviéndolos como lo hacen los peces mientras nadan, saboreando el agua en la que se desplazan y también respiran. Me eché a reír, incapaz de resistir las cosquillas, y cuando Alec terminó, me lo quedé mirando. Él me acariciaba el brazo, pensativo. Pude ver que se culpaba de cómo mi cuerpo estaba rechazando los compuestos químicos que me había forzado a tomar, todo por evitar un embarazo que, algún día, anhelaríamos.
               Pero ahora no era el momento, y él se culpaba. Debería haber hecho más, pensaba. Debería haberse resistido a mis encantos con un poco más de intensidad. Así, puede que incluso ni siquiera hiciera falta tomar la píldora. ¿Cuáles eran las posibilidades de que me quedara embarazada la noche de San Valentín? Desde luego, esas cosas pasaban: no había más que ver a su hermana, que había nacido exactamente nueve meses después del día de los enamorados. Sin embargo, Mary Elizabeth bien podía ser la excepción que confirmaba la regla. Además, nadie garantizaba que su madre se hubiera quedado embarazada precisamente ese día. Si su madre era como él, y Dylan era como yo, estaba segura de que lo habían hecho todos los días, y no habría manera de calcular cuándo salía Annie de cuentas. Sí, debía ser eso. Alec estaba seguro, lo veía en su mirada.
               Debería haber hecho más. Tendríamos que haber seguido tomando precauciones el resto de veces: en los baños del centro comercial, en la Sala Asgard, en Los Muslos de Lucifer. Por muy morboso que fuera ver su esperma salir de mi interior, era mejor una fantasía con la que soñar que no recuerdos a los que recurrir, porque los recuerdos generaban eso. Además, ya tendríamos tiempo de sobra de hacerlo sin protección cuando fuéramos mayores.
               Pero yo no quería que se sintiera mal. No quería esperar. Sí, le había dicho que no estaba preparada para oficializar lo nuestro, pero salvo lo que se refería al vocabulario, me comportaba de verdad como una novia. Y me gustaba también hacer cosas que se suponía que no podíamos hacer. Seguro que no tenía el mismo morbo hacerlo con él en un baño cuando era el único sitio en el que podíamos que el que tendría cuando viviéramos juntos, nos entrara el calentón y nos desfogáramos apresuradamente en cualquier rincón apartado. Le quería ahora, le deseaba ahora, quería hacerlo todo con él ahora, no cuando tuviéramos las hormonas más tranquilas y estuviéramos acostumbrados a estar con el otro, y todo se moviera por inercia. No quería inercia. Quería hacer las cosas por impulso y arrepentirme más tarde, si es que lo hacía, porque sólo con los impulsos es con lo que avanzan las cosas.
               Por eso le puse una mano en la mejilla y, en el último momento de lucidez de la noche, antes de que mi cansancio y la fiebre terminaran de diluir mi conciencia en mi mente, le miré a los ojos para tranquilizarlo.
               -¿Al? Todo esto merece la pena. Todo esto es por estar juntos-se mordió el labio, pensativo, indeciso. Él no estaba tan seguro. No sabía si lo decía porque quería tranquilizarlo, o porque lo pensaba de verdad, de modo que tenía que ser más enfática-. Pagaría el precio encantada, una y mil veces, si hace falta.
               Sonrió. No fue una de esas sonrisas que había visto medio Londres, su sonrisa patentada que hacía que todo el mundo cayera rendido a sus pies, con independencia de su género o de su orientación sexual. Era la sonrisa por la que Annie le terminaba levantando los castigos antes de tiempo siempre. La sonrisa que hacía que Mimi quisiera acurrucarse a su lado. La sonrisa que hacía que yo quisiera achucharlo y protegerlo con todas mis fuerzas, a pesar de que era superior a mí en todos los aspectos físicos: altura, peso, fuerza, experiencia en el combate. Porque era la sonrisa del niño que había sido una vez, el niño que volvía a ser cuando estaba conmigo: el niño bueno, feliz, que nace de una mezcla extraña entre el odio y el amor, y cuando por fin saborea la libertad, descubre que el aire no es asfixiante, sino purificador.
               El niño al que yo había adorado cuando era apenas un bebé. Con el que me sentía tan protegida como cuando estaba con mi hermano. El niño que aún tenía dentro, y que despertaba los mismos sentimientos en mi interior que había despertado hacía una vida.
               Acercó despacio mi cara a la suya y nos fundimos en un lento y profundo beso, de esos con los que terminan las comedias románticas después de que los dos protagonistas se juren que se odian durante una hora y media, para acabar descubriendo sentimientos aún más ardientes por debajo de su piel.
               -Confiesa, Saab. ¿Has montado todo este numerito porque querías tenerme para ti sola esta noche?
               Me reí despacio, cansada, sintiendo que mis piernas poco a poco se desvanecían en el cosmos.
               -No te quitaría un sábado de fiesta por nada del mundo, Al.
               -No iba a ser un sábado de fiesta. Ya se lo dije a Jordan: quería salir de tranquis. Bebería agua y nada más; tenía pensado llevarte a un sitio tranquilo, para darte mimos y besitos, y quizá meterte los testículos en el esófago-bromeó, y yo solté una risita que me dolió en el pecho. Se mordisqueó el labio-. ¿Estás bien? ¿Tienes sueño? Quizá vaya siendo hora de dormir-se giró para mirar el reloj, pero yo negué con la cabeza. Quería que la noche durara un poco más. Sólo un poco más.
               -Me apetece… leer-jadeé. Frunció el ceño.
               -No creo que estés para leer mucho, nena.
               -Pero quiero… estoy leyendo un libro muy interesante. No quiero dormir aún. Siempre leo un poco antes de dormir. Suelen ser tus mensajes, pero…-me froté los ojos y bostecé-. Es muy sano. Relaja la mente.
               -Vale-rió él-, como prefieras. Bueno, ¿qué libro va a ser?
               -Está en mi escritorio. La verdad sobre el caso Harry Quebert. Va de un asesinato.
               -A eso suena-comentó, saliendo de nuevo de la cama (tendría que pulir mis estrategias, porque eso era lo último que yo quería) y acercándose a mi escritorio para coger el libro, con el lomo algo resentido por las veces que papá lo había leído. La primera vez que lo había hecho, yo era pequeña, y recuerdo que me sentaba sobre su regazo para leerme fragmentos que le gustaban, porque no toda la historia era adecuada para una niña de mi edad. Había partes que le encantaban por hablar sobre la escritura, y a él, como profesor de Literatura y encima compositor, le llegaban al alma. Lo había releído varias veces, y después de que yo no supiera qué hacer después de terminarme una saga de 12 libros de fantasía, había ido a buscarlo y me había dicho que me lo regalaba, “siempre y cuando lo disfrutara, y no lo sacara de casa”, a lo que yo me había echado a reír. Se ve que le tenía tanto cariño que no quería desprenderse de él, pero no el suficiente como para prestárselo nada más a su hija.
                Una vez cogió el libro, Alec se sentó a mi lado, por encima de la manta, y con las piernas entrecruzadas, empezó a leer. Con voz pausada. Tranquila. Parecía un lector profesional, y desde luego, a mí no me importaría escuchar un millón de audiolibros narrados por él.
               -Lees muy bien.
               -Menos mal-sonrió-. Con la cantidad de tiempo que llevo haciéndolo…
               Pasaba las páginas despacio, como si el libro fuera un preciado tesoro, un ejemplar único, la última copia de una valiosísima historia. Varias veces se detuvo para preguntarme por cosas de la trama, y cuando yo se las explicaba, con voz ronca y cansada (“el narrador está escribiendo un libro”, “la chica desapareció hace treinta años”, “ese escritor no es el narrador, es el mentor del narrador”, “ése es un poli”, “ése un empresario”, “ésa, la madre de una pretendiente del escritor”, “es que lo encarcelaron”…), Alec asentía con la cabeza, jadeaba un suave “ah”, y continuaba leyendo despacio, alto y claro, para asegurarse de que yo lo comprendía todo.
               Terminamos un capítulo, y al pasar al siguiente, Alec se mordió el labio, confuso. Había una página con apenas un párrafo de diálogo al principio de cada capítulo, en el que el mentor del escritor le daba una lección de escritura a su pupilo.
               Ésta iba sobre el amor.
               -«Siete»-leyó Alec-. «Después de Nola. Anhele el amor, Marcus»-Alec se quedó callado, frunció el ceño, miró el número de página, y dio marcha atrás-. Qué raro. No tiene mucho sentido con lo que acabamos de…
               -Todos los capítulos empiezan así-expliqué-. Un diálogo de Harry Quebert con Marcus Goldman.
               -Ah. Vale. Bueno. Aun así, para un libro sobre asesinatos, es raro, ¿no?
               -A mí me gusta.
               -No, si a mí también-reconoció él, con cierta sorpresa. Era como si los libros fueran algo que no estuviera en el círculo de entretenimiento de Alec-. Está interesante.
               -Y eso que no lo has leído entero. Si quieres, te lo puedes llevar.
               -Yo no leo libros, Sabrae. Y menos, tochos como éste.
               -No es un tocho.
               -Tiene 600 páginas.
               -Un libro de 600 páginas no es un tocho.
               -Para mí, los libros que tienen más de cien páginas son tochos.
               -Calla y lee.
               Alec carraspeó, bufó por lo bajo y continuó:
               -«Anhele el amor, Marcus. Haga de él su más hermosa conquista, su única ambición-Alec se quedó callado, y yo abrí un ojo y le miré. Le sacudí suavemente la mano, invitándolo a continuar-. Después de los hombres, habrá otros hombres. Después de los libros, hay otros libros. Después de la gloria, hay otras glorias-se le quebró un poco la voz al pronunciar esa frase, que resonaba en un rinconcito de su ser al que no pensaba que pudiera acceder nadie más que él, o yo cuando él me invitaba: allí donde guardaba su época de boxeador-. Después del dinero, hay más dinero. Pero después del amor, Marcus, después del amor, no queda más que la sal de las lágrimas
               Alec acarició las  palabras en el libro, como si fueran una mascota que le había ayudado en sus días más oscuros. Parecía estupefacto, como si no se pudiera creer lo que acababa de leer. Como si fueran letras que bailaban frente a él, y que no podía convertir en palabras, dotarlas de un sentido.
               Le acaricié la cara interna del brazo y le di un beso en el hombro.
               -¿Qué pasa?
               -Nada. Es que… guau.
               -Lo que dice es verdad-susurré-. Así es como me siento yo contigo. Después de ti no va a haber nada, Al.
               -No, si… eso es lo que me sorprende. Si a mí se me dieran bien las palabras, así sería como describiría lo que siento yo por ti-comentó, y yo sonreí y seguí la línea que marcaban sus venas en su brazo con la yema de los dedos-. No, si al final va a estar guay esto del libro-añadió en un tono más casual, como quitándole importancia al asunto. Negué con la cabeza y me tumbé de nuevo a su lado, dejando que su voz me meciera hasta los límites de la conciencia.
               Después de un rato leyendo en el que yo le escuché con los ojos cerrados, quieta, y con la respiración cada vez más y más profunda, Alec se removió. Colocó el marcapáginas y dejó el libro con cuidado sobre la mesita de noche, justo debajo de nuestros móviles. Les puso a ambos el modo avión, desactivó el sonido, y esperó.
               -¿Estás dormida?-preguntó en tono suave. Negué despacio con la cabeza-. ¿Quieres dormir?-asentí, y se rió-. Vale. Necesito que me sueltes.
               -Por favor, no.
               -Voy a darte la camiseta.
               -Ah, bueno-cedí, rodando en la cama y colocándome de cara a la pared. Escuché cómo se revolvía en la cama y me giré un poco para mirarlo de reojo en el momento justo en que terminaba de pasarse la camiseta por la cabeza y se quedaba desnudo de cintura para arriba. Le dio la vuelta y me la tendió, pero yo sólo podía mirar sus músculos. Qué guapo era.
               -Qué bien hecho estás-solté sin poder frenarme, medio dormida, y Alec soltó una sonora carcajada.
               -Vaya, gracias, bombón-rió, desabotonándome la camisa para ayudarme a quitármela.
               -Va en serio. Te metería entre pan y te comería a bocados.
               -Creo que tienes que ponerte enferma más a menudo. Me gusta que me digas que me comerías a bocados. Y, por supuesto, puedes hacerlo cuando quieras, nena-susurró, dándome un beso en la frente-. Ayúdame a desnudarte, venga.
               -¿Vamos a hacerlo?-pregunté con un hilo de esperanza, a pesar de que me costaba mantener los ojos abiertos.
               -Depende. ¿A qué te refieres? ¿A dormir, o a tener sexo?
               -Tener sexo.
               -Ya veremos. Ahora tienes que descansar. Vamos-instó-. Levanta los brazos. Te ayudaré a quitarte la camisa.
               Le hice caso por una vez en mi vida, y después de dejarle que me pusiera la camiseta de mi padre, que olía deliciosamente a Alec, me quedé mirando a mi chico mientras colocaba su camisa sobre la silla de mi escritorio, mullía la almohada debajo de mi cabeza, se tumbaba a mi lado y me daba un besito en la nariz. Yo no podía dejar de pensar en lo que me alegraba que estuviera allí, conmigo. Que estuviéramos juntos. Que pudiéramos estar juntos sin que hubiera sexo de por medio. Eso ya no era sólo atracción, complicidad o intimidad: era amor, puro, poderoso y simple. Le pasé un dedo por el mentón y acaricié los bordes de su sonrisa.
               -Vaya lo que me quieres, ¿eh, Sabrae?-rió al verme ensimismada contemplándolo.
               -Y tú a mí-contesté. Él examinó mi rostro, descendió con los ojos hasta mi boca, se mordió el labio, asintió despacio con la cabeza, se inclinó a darme un beso de buenas noches, y apagó la luz.
               Los dos nos miramos un tiempo en la penumbra, mordiéndonos la sonrisa, pensando en lo que acababa de pasar. Acabábamos de declararnos de nuevo, de identificarnos con un pasaje romántico de un libro que trataba tanto de una investigación policial como de la naturaleza del amor. Me moría de ganas de despertarme por la mañana y encontrármelo acurrucado a mi lado, rodeándome con la cintura, roncando suavemente. Nunca pensé que los ronquidos de alguien pudieran sonar bien, hasta que empecé a dormir con él.
               Dormí relativamente bien, para cómo me encontraba. Varias veces me desperté por la noche, pero la presencia de Alec a mi lado en la cama me reconfortaba. Él no dejaría que me pasara nada malo, así que las náuseas que acompañaban a la sensación de  desaparecían. Me moría de sed, y él me conseguía agua: me acercaba la botellita que tenía sobre la mesita de noche, o bajaba a por un vaso de agua fría, que esperaba a que me tomara con la paciencia del mejor de los enfermeros. Después de eso, dejaba el vaso sobre la mesilla de noche, se sentaba en la cama un momento, me ponía la mano en la frente para comprobar si me había subido la fiebre, y luego volvía a meterse en la cama conmigo. Me rodeaba la cintura con el brazo, me daba un beso, y esperaba a que me durmiera.
               Esperaba encontrarme bien por la mañana, cuando me levantara. Quería compensarle todo lo que había hecho por mí mostrándome más cariñosa que de costumbre. Le daría muchos mimos, e incluso le prepararía el desayuno.
               Por desgracia para mí, eso no fue posible. Cuando abrí los ojos por última vez, con las caricias de la luz solar que se colaba por las rendijas de mi ventana, descubrí que la cama era mucho más grande. Tenía más espacio para mí. Levanté la cabeza, confusa. Mi habitación todavía olía a Alec, pero él no estaba allí. Vi que en la silla de mi escritorio ya no estaba su ropa: en su lugar, había un post-it rosa. Me levanté, sintiendo que mis piernas respondían un poco mejor que por la noche (aunque no estaba aún lo bastante recuperada como para correr una maratón), y cogí el post-it. Se trataba de un enlace a un vídeo de Youtube, con la que reconocí como la letra de Alec.
               Cogí mi ordenador, lo abrí, y me encontré con un post-it azul en una esquinita, en el que se leía: “Me daba mucha lástima despertarte, así que me he ido como un ninja. Espero que te encuentres mejor. Te veo pronto, bombón. Me apeteces ” (sí, de verdad había dibujado un corazón, con lo que quise estrecharme esa nota contra el mío).
               Mientras me sentaba con las piernas cruzadas sobre mi cama, y tecleaba el enlace que me había puesto, no podía dejar de pensar en que aquella putadita que me había hecho de escribirme el enlace en lugar de enviármelo por mensaje para que yo lo viera directamente era otra cosa que añadir a la larga lista de cosas que me gustaban de Alec.
               Había cosas más bien superficiales en esa lista:
               Me gustaba que fuera más alto, porque así no podía darle besos si él no quería, así que siempre quería que yo le besara cuando lo hacía.
               Me gustaba que fuera fuerte y pudiera cargarme en cualquier momento, porque así tenía más mérito que me llevara a cualquier sitio si yo me resistía.
               Me gustaba que tuviera el pelo algo rizado, porque así era más suave y parecía bailar cuando yo lo acariciaba y volvía a su sitio.
               Y cosas un poco más profundas.
               Me gustaba que le encantara comer, porque a mí me encantaba cocinar, y siempre podría conseguir más práctica sin tener que engordar.
               Me gustaba que se despertara con el amanecer, porque así podía empezar el día con buen pie, recibiendo siempre un mensaje de buenos días acompañado de un precioso vídeo de los colores del cielo.
               Me gustaba que me rodeara la cintura con el brazo cuando dormíamos juntos, demostrándome que aunque fuera mayor que yo, seguía necesitándome igual que yo a él.
               Me gustaba que no aceptara un no por respuesta, salvo cuando ese no era tajante. Sabía distinguir perfectamente la diferencia entre mis “no me apetece” y “me da pereza”, y se aprovechaba de ello.
               Me gustaba que pudiera hacer conmigo lo que quisiera, y no lo hiciera, pues, ¿qué mérito tenía evitar algo que no se alcanzaba?
               Me gustaba cómo me miraba aunque yo no estuviera haciendo absolutamente nada. Me hacía sentir interesante, importante.
               Me gustaba que me echara de menos aunque pasaran sólo dos horas desde la última vez que nos habíamos visto. Me gustaba cómo me rodeaba con sus brazos y me atraía hacia él, negándose a dejarme marchar. Me gustaba cómo me hacía sentir cuando estaba con él. Me gustaba que me diera espacio incluso cuando estábamos juntos.
               Me gustaba que fuera terco como una mula y a la vez nada orgulloso, porque así conseguiríamos superarlo todo. Estaba dispuesto a luchar por mí de la misma forma (fiera y sin complejos) de la que yo estaba dispuesta a hacerlo por él.
               Y, sobre todo, me gustaba que no escondiera sus sentimientos. Que no tuviera miedo de hablar conmigo de cosas de las que no suelen hablar los chicos, que no se avergonzara de demostrarme cariño, y se asegurara de que yo supiera lo que estaba dispuesto a hacer por mí.
               Eso era lo que tenía que añadir a la lista, o más bien subrayarlo, porque me lo había dejado claro hacía tiempo. Porque puede que me hubiera escrito el enlace en un post-it para que yo lo buscara, haciéndome trabajar y pinchándome, pero mientras el vídeo cargaba, yo ya capté el mensaje. Se trataba del vídeo oficial de Fight for you, de Jason Derulo.
               Casi podía verlo sonreír, escribiendo con cuidado cada letra del enlace, mientras yo dormía plácidamente, todavía creyéndome acompañada.
               La cama estaba caliente aún, así que no debía de haberse marchado hace mucho. Otra cosa que me gustaba de él. Que apuraba hasta el último momento para estar conmigo. E incluso cuando se afanaba en hacerme de rabiar, también se aseguraba de que yo supiera a ciencia cierta que me quería así también: a rabiar.


Cuando salí de su habitación, Sabrae seguía durmiendo plácidamente, con una sonrisa relajada que esperaba que conservara a pesar de despertarse sola. Era reticente a dejarla sola, pero era domingo, y tenía tradiciones familiares que conservar. No había avisado a mi madre de que pasaría la noche en casa de Sabrae, así que no quería cabrearla ni preocuparla: ni me había pasado la noche de fiesta y se me había ido el santo al cielo, ni había cogido una borrachera tal que había terminado abandonando el espacio aéreo inglés. Sabrae sobreviviría a levantarse sola: toda su familia estaba en casa, dispuesta a ayudarla. Al menos me iba con la conciencia tranquila, sabiendo que le había bajado un poco la fiebre que le había perlado la frente de sudor durante toda la noche, que tenía agua fría suficiente como para sobrevivir a una cuarentena que durase varios meses, y que había descansado. Empezaban a salirle unas profundas ojeras cuando la visité, pero gracias a mis esfuerzos, había aprovechado al máximo el sueño.
               A pesar de que ella seguía como un tronco, su casa se desperezaba poco a poco. Mientras me vestía en silencio, había escuchado ruidos de cajones abriéndose y cerrándose con violencia en la habitación de Shasha; me dieron ganas de salir a llamarle la atención y decirle que Sabrae estaba dormida y que sería mejor no despertarla, pero a cada golpe le seguía un chasquido de lengua, y bufido o una maldición que me hacían creer que Shasha no lo estaba haciendo a propósito. Duna, por su parte, correteó por el pasillo en dirección al baño, regresó a su habitación, y volvió a pasar delante de la puerta de la habitación de Sabrae en dirección a las escaleras. Scott no había vuelto aún de fiesta, y de la habitación de Zayn y Sherezade no provenía ningún ruido, así que no sabría decir si se habían levantado antes que yo o si continuaban durmiendo.
               Le eché un último vistazo a Sabrae, que emitió un largo suspiro al encogerse un poco más sobre sí misma, y chasqueó la lengua. Me dieron ganas de volver a meterme en la cama y seguir tratándola como una reina, pero había cosas de las que me tenía que ocupar.
               No quería invadir el espacio que le pertenecía por derecho a su familia… en especial, a Scott. Él se iba a ir de casa dentro de poco, y tenía menos tiempo que yo para disfrutar de Sabrae. Sabía que le decía que podrían hablar tanto que no parecería que se había mudado, que en el concurso tendría mucho tiempo libre, pero a juzgar por lo que había escuchado a Eleanor hablando con Mimi sobre el mismo asunto, aquello no eran más que mentiras piadosas para que Sabrae no se agobiara antes de tiempo con el hecho de que iba a perder mucho de su hermano. La verdad es que la entendía. Una de las cosas más difíciles de marcharme de voluntariado era toda la gente a la que iba a dejar atrás, poniendo en pausa nuestra relación por el período de un año, con poquísimos períodos de vacaciones en las que haría visitas relámpago que no me servirían para mucho más que decir hola y adiós.
               Tenía que irme. Por mucho que mi corazón me dijera que me quedara con Sabrae, que Scott y yo podíamos cuidarla juntos, sabía que no iba a poder compartirla como compartiría al resto de personas con sus hermanos. Sabrae era diferente.
               Así que cerré la puerta con cuidado y bajé las escaleras con la cautela de un ladrón de guante blanco entrando en el museo con las piezas más valiosas del mundo. Cuando llegué al piso de abajo, escuché el tintineo de las cucharillas chocando contra las paredes de una taza, así que me asomé a la cocina para despedirme. No quería que se asustaran si de repente me esfumaba. Tampoco es que muchas personas en esa casa fueran a echarme en falta: la única aliada que tenía allí, Sherezade, me colgaría de los huevos si se le presentara la ocasión por meter a su pobre hijita desvalida en la cama. Veamos, Sher: vale que soy un cabrón y que yo tengo parte de culpa en que tu hija esté así, pero… ella también se abrió de piernas. De hecho, de cinco veces que lo hicimos a pelo, cuatro fue porque lo quiso ella. La primera, no tuvo que insistirme, yo lo daba por hecho. Además… si la has parido con un sistema inmunitario deficiente, la culpa no es mía.
               Menos mal que no le había dicho eso en voz alta, porque 1) Sher no estaba allí, y 2) sería una gilipollez irrespetuosa como un caballo. ¿Recuerdas que Sabrae es adoptada? Exacto. Sher no tiene la culpa de que las defensas de Sabrae sean como cachorritos, en lugar de tigres.
               Por suerte para mí, Sher no estaba en la cocina. Puede que aún siguiera durmiendo. En su lugar, estaban Shasha, que le estaba revolviendo el cacao en polvo en la taza a Duna, que jugueteaba con una galleta y protestaba porque no quería comérsela.
               -Es que no tengo hambre.
               -Pues tienes que comer. El desayuno es la comida más importante del día. ¿O prefieres que te pele una manzana?
               -¡Quiero una tostada con Nutella!
               -¡Pues te aguantas! Se ha acabado la Nutella. Le diré a papá que vaya a por un poco. Estamos bajo mínimos, con la fiesta de pijamas de ayer de Sabrae.
               -Si no me consigues Nutella, me echaré a llorar-amenazó Duna, y Shasha puso los ojos en blanco.
               -¿Te sirve si te derrito unas onzas de chocolate en una taza?
               -¡Así va a estar caliente!
               -En cuanto cumpla los 18, me ligo las trompas-gruñó Shasha, negando con la cabeza, arrebatándole las galletas a Duna y viéndome por fin-. ¡Hombre!-esbozó una sonrisa oscura-. ¿Ya se os ha acabado la noche de sexo silencioso?
               -¡ALEC!-bramó con todas sus fuerzas Duna, revolviéndose en el asiento y alzando las manos en el aire. Me acerqué a darle un beso en la mejilla, que ella recibió con una adorable risita. El único saludo que me permitió Shasha fue una palmadita en la espalda, que ella me devolvió; parece ser que no le gustaba deberle contacto físico a nadie que no perteneciera a su familia directa. Sabrae siempre me contaba que sabía que tenía muy mal aspecto cuando Shasha se ofrecía a acurrucarse a su lado. Normalmente era Sabrae la que iniciaba los mimos, que Shasha se limitaba a tolerar. Pero, cuando Sabrae se encontraba mal, era su hermana pequeña la que iniciaba la sesión de magreo, así que ésa era la vara de medir que utilizaba Sabrae: si Shasha protesta porque me apetece abrazarla, es que estoy perfectamente.
               Si Shasha se deja achuchar, es que tengo mal aspecto.
               Y si Shasha es la que me achucha, tengo un pie en la tumba y debería ir pensando en actualizar mi testamento.
               -No hice nada con Sabrae anoche-respondí, rodeando los hombros de Duna con los brazos después de que ella me enganchara las manos y se las pasara por el pecho, entrelazándolas como si estuviéramos en el baile de fin de curso de una película americana. Duna cerró los ojos y empezó a tararear una canción-. Estaba hecha una mierda.
               -No me esperaba menos de ti-confió Shasha, abriendo un bote de mermelada de membrillo y acercándoselo a Duna.
               -¡No quiero esta caca!
               -¡Esa boca!-recriminó Shasha, sacando una rebanada de pan de molde con las cortezas blancas de su bolsa y colocándolo sobre un plato-. No comes nada de fruta.
               -¡La como en casa de Astrid y Dan!
               Vaya con la brecha generacional que había entre nosotros: para mí, la casa de los Tomlinson era la casa de Tommy. Para mi hermana, era la casa de Eleanor (y eso que le llevaba dos años y medio a Mimi). Para Duna, por el contrario, era la casa de Astrid y Dan, los hijos pequeños de Louis y Eri. Quienes, por cierto, eran los dueños de la casa de los Tomlinson para los padres de Sabrae y los míos.
               Curioso… lo mismo sucedía al revés. Antes, para mí, la casa de los Malik era la casa de Scott. Ahora, era la de Scott y Sabrae (bueno, vale, más bien la casa de Sabrae). Para mi madre, por el contrario, era la casa de Sher.
               -No seas mentirosa, Dundun.
               -No soy mentirosa. ¿Sabes con qué se hace la sidra dulce?-bufó Duna, ofuscada-. ¡Con manzana! ¡Díselo, Alec! ¿A que se hace con manzana?
               -No sé si eso cuenta como…
               -¿CON QUÉ SE HACE LA SIDRA, ALEC?
               -¡Vale, vale! Con manzana.
               -¿¡Ves!?
               -¡Me da igual! ¡Te vas a comer esta tostada con mermelada de membrillo como que me llamo Shasha, y no te levantarás de ahí hasta que te la termines!
               -Eres una abusona-acusó Duna, y se echó a llorar. Shasha puso los ojos en blanco y yo la miré, confuso.
               -Nunca la había visto portarse así de mal.
               -Es que normalmente la levantan Scott o Sabrae, no yo-explicó, y se volvió hacia su hermana-. ¿Has oído, Duna? Alec está decepcionado contigo.
               Duna dejó de llorar en el acto, levantó la cabeza y me miró.
               -¿Qué?
               -Hay que comer de todo. Fruta también. Mira, ya sé que el chocolate es como lo mejor del mundo, pero de vez en cuando hay que comer cosas que nos gustan un poco menos para equilibrar, ¿vale?
               -Como coños-espetó una voz a mi espalda, y yo me giré. Scott estaba ante nosotros, con gafas de sol puestas, la chupa de cuero que había llevado de noche aún vestida, a pesar de que en la casa hacía bastante calor-. Por ejemplo.
               Duna jadeó y se tiró al suelo para correr a abrazar a su hermano. Vaya. Parece que, después de todo, yo no soy su chico favorito en el mundo. Me permití esbozar una sonrisa chula.
               -Dependiendo del coño, a veces es mejor que el chocolate.
               -Dependiendo del coño-coincidió Scott, cargándose a Duna en brazos. Duna le intentó quitar las gafas de sol, pero él se lo impidió.
               -¿Por qué llevas gafas de sol dentro de casa? ¿Quieres que apaguemos la luz?
               -Estoy practicando para cuando sea famoso y me deslumbren los flashes.
               -Ya eres famoso-discutió Duna-. Te has hecho un piercing.
               -¿Tan jodido estás?-me burlé yo, dándole un puñetazo cariñoso en el hombro. Scott me miró por encima de las gafas, con unos ojos vidriosos que eran todo pupilas.
               -Sigo borracho y estoy empezando a tener resaca ya, tío. Yo no puedo aguantar este tren de vida.
               -Bueno, quizá cuando empieces a tomar cocaína mejore el asunto-comentó Shasha, y Scott se la quedó mirando-. ¿Qué? Consulto muchos foros sobre drogas para la historia que estoy escribiendo en internet.
               -¿Estás escribiendo una historia?
               -Sí. Va de un chico, el hijo de un cantante archiconocido, que decide presentarse a un concurso de la tele para demostrar que él es tan bueno como su padre, o incluso más. Se llama Mott Salik-soltó, y yo empecé a descojonarme-. En cuanto suba el primer capítulo, me contactará una editorial y me forraré.
               -Ya estás forrada-le recordé, y Shasha abrió los ojos.
               -¿Ah, sí?
               -Sí, por papá y mamá-respondió Scott, untando membrillo en la tostada-. ¿Por qué crees que aguanta a Sabrae, si no? Está intentando pegar un braguetazo.
               -¡Yo no estoy intentando pegar un braguetazo! ¡Quiero a tu hermana, ¿vale?!
               -Pues para eso te podías quedar conmigo-respondió Shasha, apartándose el pelo del hombro, ignorándome deliberadamente-. Con que me dejaras ver mis doramas tranquila, ya serías el mejor marido del mundo para mí.
               Tanto Scott como yo nos la quedamos mirando. Mientras tanto, Duna contemplaba con desconfianza la tostada que su hermano estaba untando.
               -La gente necesita sexo, ¿lo sabías, Shasha?
               Shasha parpadeó, mirando impasible a Scott.
               -Bueno. Si se fuera de putas, yo no se lo reprocharía-espetó, y yo solté una risita ante la expresión de escándalo de Scott-. ¿Qué? Soy abolicionista, como todos en esta casa, pero eso no quiere decir que esté ciega, Scott.
               -¿Tengo yo pinta de necesitar ir de putas, Shasha?-rebatí, y Shasha torció la boca, escaneándome. Estaba a punto de decir algo cuando su hermana la interrumpió, mirando a Scott desde abajo.
               -¿Qué es irse de putas, Scott?
               -Es… pagarles a unas señoritas muy simpáticas para que te den besos y abrazos.
               -¡Oh! ¿Y lo hace todo el mundo? ¿A cómo vendes tus besos y abrazos, Alec?-preguntó la chiquilla con inocencia, y yo le di un beso en la cabeza.
               -A ti te los doy gratis. Me piro-anuncié-, antes de que se despierte vuestra madre y me arranque la cabeza por estar hablando de ir de putas con vosotros.
               -¿Mamá?-Scott arrugó la nariz-. ¿Por qué iba mamá a…?
               -Ayer casi se lo come-explicó Shasha-. Cuando vino por la noche. Le escuché gritarle.
               -Hostia, tío. Perdona. Es que tiene la regla, y cuando está con la regla no soporta a nadie. Ni a papá. Hace un par de meses, le lanzó un vaso.
               -¿Quién? ¿Sherezade?
               -Sí. Bueno, en su defensa diré que papá tenía el día cruzado también.
               -No hay que incordiar a mamá cuando está con la regla. Estaba preparando el caso de la internacional ésa, ¿recuerdas, S? El de las pruebas que les enviaron tres días antes del juicio. Estaba muy estresada.
               -Le pidió perdón como 40 veces a papá en cuanto se dio cuenta de lo que había hecho.
               -Y papá escribió una canción sobe ello. Fue divertido-rió Shasha, y yo los miré a todos alternativamente.
               -¿Sabéis que así es como…?-empecé, temeroso de seguir ese camino. Se empezaba con vasos y se terminaba con cuchillos. Había explosiones de ira una vez, y luego dos, y luego tres. Pasaban a ser esporádicas a mensuales, y después semanales, y luego, prácticamente diarias.
               -Mi madre no es una maltratadora-atajó Scott-. Simplemente… chifla cuando le viene la regla. No conviene tocarle los cojones.
               -Y era un vaso de plástico-añadió Shasha-. A papá no le habría pasado nada.
               -Por supuesto, nos metimos a defenderle.
               -Y mamá nos chilló que nos iba a desheredar.
               -Luego le hicimos una tarta y se le pasó.
               -Qué rica-recordó Shasha-. De cereza.
               -Así que nuestra herencia está a salvo, al igual que el matrimonio de nuestros padres-sonrió Scott-. La cosa está en que no hay que tenerle muy en cuenta las salidas de tono a mi madre cuando tiene la regla. Normalmente sólo está un poco irritable, te contesta borde, pero enseguida se disculpa. Pero hay veces que se le cruzan los cables y… no me soporta ni a mí, que soy su ojito derecho.
               -La verdad es que no me extraña, Scott. Eres jodidamente inaguantable-respondió su hermana, y Scott entrecerró los ojos.
               -Al menos yo me las apañé para cumplir sus deseos de maternidad, y encima nací hombre. ¿Qué hiciste tú?
               -Ser buscada-respondió Shasha, y Scott abrió la boca para contestar, estupefacto. Me tomé esa señal (Scott sin palabras, quiero decir: no es algo que suceda todos los días) para marcharme de casa de Sabrae. Sospechaba que se pondrían a gritar, y yo no quería estar allí si efectivamente Sherezade estaba en modo basilisco.
               Me escapé de casa de Sabrae (de casa de los Malik, me corregí internamente) a la velocidad del rayo, saliendo de escena como un figurante innecesario que ya había cumplido con su papel de dos líneas, y caminé apretando el paso en dirección a mi casa. Se me estaba haciendo tarde, y a cada minuto que pasaba, sentía un nerviosismo crecer en mi pecho que se retroalimentaba de lo vívido de mi imaginación: seguro que mi madre estaba preguntándose dónde estaba, cómo de borracho, y en qué huso horario.
               Por suerte para mí, no hubo ninguna explosión como a las que de vez en cuando exponía el volcán Sherezade a su familia cuando llegué a mi casa. Trufas salió a la carrera a recibirme, y en cuanto cerré la puerta, poniendo cuidado de que el conejo no se escapara, percibí el delicioso aroma del desayuno que con tanto esmero preparaba mi madre todos los domingos, digno de un buffet.
               Me asomé a la cocina, donde me la encontré terminando de exprimir un poco de zumo.
               -Ya estoy en casa-anuncié, y mamá dio un brinco. Me miró con ojos como platos.
               -¡Alec! Me has dado un susto de muerte. ¿Podrías dejar de andar de puntillas, por favor? Que ya tengo una edad.
               -Estás estupenda, mamá.
               -Voy a poner lo mismo para desayunar me dores la píldora o no, hijo, así que ahorra fuerzas. Vete a sentarte, venga. Dylan ya ha traído los bollos-instó, señalando el comedor. Allí le di un beso a mi hermana y una palmada a Dylan, que asintió con la cabeza a modo de saludo mientras le echaba un vistazo al periódico.
               -¿Habéis dormido bien?
               -Me tenías preocupada-respondió mamá, arrebujándose en su silla y sirviéndose un poco de mantequilla para untar en su tostada mientras yo me hacía con un huevo frito y unas tiras de beicon. Mimi vertió un puñado de cereales sobre su bol, y pidió a su padre que le acercara el yogur antes de espolvorearlo todo con un poco de azúcar-. Nunca habías llegado tan tarde de fiesta.
               -Es que vengo de casa de Sabrae.
               Dylan terminó de servirse su café y me miró, divertido.
               -O sea, que quien peor ha dormido esta noche eres tú. O más bien el que menos-se cachondeó, mientras Mimi lo miraba por encima de su taza de cacao, ruborizándose. Delante de nuestros padres, interpretaba el papel de mojigata a la perfección, pero cuando estaba conmigo era increíble lo mucho que cambiaba. La timidez de mi hermana se multiplicaba en presencia de nuestros padres cuando se trataban temas que ella consideraría “delicados” (y el sexo estaba en la cúspide de esa pirámide), y sin embargo, cuando esos temas surgían entre nosotros, sólo se sonrojaba un poco antes de plantearme todas sus ideas. Que, bueno, también la entendía. No es lo mismo hablar de algo con tus padres que hacerlo con tu hermano o con tus amigas. Estaba seguro de que Mimi tendría escandalizadas a Eleanor y el resto de las chicas con asuntos que conmigo ni comentaba.
               -Pues… no, exactamente-sonreí-. Me fui a su casa pronto, estuvimos viendo una peli, leyendo un poco, y luego nos acostamos sin más. No hubo sexo, por sorprendente que parezca-sonreí, y Dylan se rió.
               -A mí me sorprende más que dejaras que Sabrae te leyera algo sin protestar-comentó mamá.
               -Eso es porque no les has visto juntos. Sabrae podría leerle el diccionario a Alec, y a él le parecería interesantísimo-se burló Mimi, mirándome de reojo.
               -Es que Sabrae tiene mucho arte para leer cosas. Convierte en apasionantes hasta las recetas de los libros de cocina de mamá. Y yo que pensaba que lo mejor eran las fotos… pero, ¡eh! En realidad, quien leyó fui yo, no ella.
               Dylan parpadeó.
               -¿Te puso una pistola en la sien, o algo por el estilo?
               -Es que no se encontraba bien-expliqué-. Pero le apetecía leer después de ver la peli, porque terminamos relativamente pronto, así que me lo pidió, y yo, que soy un caballero, no puedo decirle que no a nada.
               -No me extraña-respondió mamá-. No haces más que atosigarla.
               -¡No la atosigo, mamá! ¡Me gusta estar con ella, y a ella le gusta estar conmigo! ¿Qué tiene de malo que me apetezca pasar tiempo con mi nov…?-me quedé callado a mitad de la palabra, recordándome de nuevo que Sabrae no era mi novia. Y, por primera vez, no me escoció. Apenas me dolió, de hecho. Si podíamos tener lo que habíamos tenido esa noche sin necesidad de catalogarnos como novios, ¿qué necesidad había de que ella me dijera que sí?
               Puede que yo quisiera presumir de título de puertas para afuera, pero lo mejor de ser el novio de Sabrae era lo que hacíamos cuando nadie miraba. Y yo no tenía aún el título, pero ya ejercía como tal. Novio en funciones, había dicho ella. Y me encantaba de todas formas, la verdad. Quizá había tenido otro novio, uno oficial, con el que había hecho las típicas cosas que te enseñan en las películas, pero… conmigo había hecho más que con Hugo, de eso estaba seguro. Y me causaba un delicioso y extraño placer saber que nosotros habíamos llegado más lejos cuando aún no teníamos palabra que nos definiera.
               Me hacía pensar en que, si ahora corríamos, cuando pasáramos al siguiente nivel, sólo nos quedaría volar. Y sería genial volar con ella, sobre todo al ser ella mi primera vez.
                 Al salir de mis enajenaciones mentales, me di cuenta de que toda mi familia me estaba mirando, con una sonrisa en los labios. Parecían incluso divertidos.
               -Eh… aproximadamente, ¿cuánto lleváis tomándome el pelo?-pregunté, y ellos se echaron a reír.
               -Desde que entraste por la puerta, cariño-mamá se estiró para acariciarme la mano con delicadeza, transmitiéndome todo su amor en ese sencillo gesto-. Ya sabíamos que habías pasado la noche en casa de Sabrae-reveló, y yo arqueé las cejas-. Sher me envió un mensaje por la noche, para que no me preocupara. Lo cual, por otro lado, es un detalle-añadió-, dado que te niegas en redondo a pensar siquiera un poco en tu pobre madre.
               -Mamá, tenía cosas que hacer, ¿vale? Si te he dejado a oscuras, no ha sido por gusto.
               -Que yo lo entiendo, hijo. Yo también he sido joven, ¿sabes? Pero me preocupo igual. Sólo digo que, cuando te surja algún plan, agradecería que me lo comentaras.
               -¿Sherezade no te dijo por qué había ido a su casa?
               Mimi se puso roja como un tomate, y mamá miró a Dylan.
               -A ver. Somos todos adultos. No necesitamos que nos lo expliquen. Ya hemos pasado por eso, ¿sabes?
               -Mamá… Sabrae estaba enferma. No se encontraba bien. Scott me lo dijo estando de fiesta, y yo lo dejé todo para ir a verla. Por eso no te envié ningún mensaje. No soy ninguna especie de mal hijo, ni nada por el estilo. Simplemente, me agobié pensando…
               -¿Qué le pasa?-preguntó mamá, preocupada, y yo noté que me ponía pálido. Mimi me miró, alarmada. En algún momento, debía de haberse enterado de que a Sabrae y a mí se nos había roto el condón, así que acababa de recibir la pieza que necesitaba para terminar de encajar el puzzle y ver el cuadro completo.
               -Eh… eh… pues… Sabrae…
               -Pilló un virus-saltó Mimi a defenderme, y yo la miré, alucinado-. Sí. De la… tripa. Algo no le sentó bien. Pero ya se encuentra mejor, ¿verdad que sí, Al?
               -Ahí va.
               -Oh, pobrecita. Deberías volver por la tarde para visitarla. Le prepararé una sopa, de las que os hacía a vosotros cuando erais pequeños. Ahora ya no enfermáis, así que… ¿le gusta la sopa de pollo? Porque es mano de santo.
               -Creo que sí.
               -Genial. Pues después de comer, se la hago y nos pasamos por su casa-sonrió mamá, jugueteando con su cucharilla-. Y así la ves otro poquito, ¿te parece bien?
               -Claro que le parece bien, mamá. Es su nov…-sonrió Mimi, mirándome y alzando una ceja en mi dirección, como diciendo “mira de qué lío te he sacado yo sola, ¡me debes una!”. Yo, sin embargo, me sentía una criatura extremadamente sucia, vil y rastrera. No me parecía bien que mi madre se quedara a oscuras mientras la familia de Sabrae conocía todo el percal.
               Ella confiaba en mí, y yo debía estar a la altura.
               Además, Dylan sospechaba algo. Lo notaba en la forma en que me miraba, como esperando a que yo fuera un hombre y admitiera mi error o me achantara y tuviera que acorralarme.
               Por eso, susurré:
               -Esto, mamá… en realidad, es un poco culpa mía que Sabrae esté así.
               Dylan parpadeó, expectante. No quería decepcionarlo. No quería decepcionar a mi madre, pero, como les habíamos dicho a los padres de Sabrae, el mal ya estaba hecho, y no era culpa de nadie… o si acaso, lo era de ambos.
                Mamá parpadeó, clavó los ojos en los míos y esperó a que yo me explicara, para lo cual dejé el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, carraspeé e informé:
               -Verás… Sabrae no ha pillado ningún virus, pero sí ha tenido que tomar medicación-parpadeó-. Si se ha puesto mal es por los efectos secundarios de una píldora que ha tenido que tomar-en cuanto pronuncié la palabra “píldora”, su expresión emitió un chispazo, como cuando conectas dos extremos de un cable y la electricidad salta antes del contacto-. Para no quedarse embarazada.
               -¿Qué?
               -Se nos rompió el condón-me apresuré a decir a toda velocidad-. Tomamos todas las precauciones necesarias, mamá, pero Sabrae y yo, bueno, lo hacemosmuchocreoque-nohacefaltaquetelojure. Era una cuestióndepuraestadísticayclaroestoteníaqueterminar-pasándonosperoteprometoquehemoshecholoposibleporcuidarnosyhasidounaccidentedelque-nadietienelaculpaporfavoresperoqueloentiendas-jadeé al coger aire y me la quedé mirando con cara de cachorrito abandonado-. Estas cosas a veces pasan.
               -Sí-coincidió Dylan-, a veces pasan.
               Mamá se volvió hacia él.
               -¿Cómo?
               -Ha sido sincero contigo. ¿Prefieres que te oculte estas cosas? Lo único que ha hecho mal es tardar tanto en comentártelo. Eres su madre, y tienes que apoyarlo.
               -Yo le apoyo.
               -Pues no te enfades con él.
               -Dylan-parpadeó-. Yo le parí, ¿recuerdas? Creo que lo conozco un poco-se volvió para mirarme-. Alec, te voy a hacer una pregunta, y quiero que seas sincero conmigo, ¿de acuerdo?
               -Sí.
               -¿Lo habéis hecho sin protección alguna vez?
               No le digas que sí. No le digas que sí. Como le digas que sí, te mata.
               -No.
               -Alec Theodore Whitelaw, ¿lo has hecho sin preservativo alguna vez con Sabrae?
               El silencio que siguió a esa pregunta pesó como una losa de dos toneladas. Mimi se revolvió en la silla, incómoda, mientras yo decidía qué hacer.
               -Dile la verdad-susurró.
               -Sí-admití, y mamá bufó sonoramente.
               -Por Dios bendito, Alec. Podrías dejarla embarazada, y sois críos. Tener un bebé ahora os destrozaría la vida.
               -Bueno, siempre queda la opción del aborto-comenté, y mamá me miró, estupefacta-. Es decir, como última opción. Tú misma has dicho que tener un bebé nos destrozaría la vida.
               -Por supuesto que no podéis tener un bebé, pero, ¡no puedes tener el aborto como una opción, Alec! ¡Eso hará que dejes de recurrir al resto de vías!
               -¿No te gustaría que Sabrae…?
               -No estoy en contra del aborto. En absoluto. Ya lo sabes-mamá miró a Dylan, y Dylan miró a mamá y le acarició la mano, y yo me pregunté brevemente qué pasaba allí-. Sólo te estoy diciendo que tenerlo como opción cuando hay alternativas mucho menos…
               -¿Moralmente reprochables?-pregunté, cruzándome de brazos
               -¡Esto no es una discusión sobre aborto sí o aborto no, Alec!-estalló-. Estamos de acuerdo en que si hay que recurrir a él, se recurre, y no hay problema. Pero tienes que pensar un poco más en ella.
               -Yo ya pienso en Sabrae-protesté-. Y tampoco es que haya un abanico amplísimo de opciones cuando falla un condón, ¿sabes?
               -Hay otra clase de anticonceptivos.
               -Que Sabrae no puede tomar porque aún es muy joven.
               -Ella no, pero tú, sí.
               -Annie-advirtió Dylan, y yo lo miré-, ahora no es momento.
               -¿Momento de qué?-pregunté.
               -La conversación ha surgido, Dylan-respondió mamá con frialdad.
               -Pero estáis enfadados. No habléis de eso estando enfadados, porque podríais decir cosas que lamentaríais más tarde.
               -¿Qué clase de cosas? ¿Mamá?
               -Mira, ya sé que ya vas siendo mayorcito para gestionar tu vida como quieras, Alec, pero… mentiría si dijera que no me tenías preocupada.
               -¿Por qué?
               -Porque estabas desatado.
               -¿¡Desatado!? ¡Yo flipo, mamá! ¿Qué cojones hago para estar desatado?
               -¡Hacías! Hacías-respondió-. Te acostabas con todas las chicas que se te ponían por delante.
               Mimi se levantó discretamente de la mesa, con su bol de cereales y yogur en la mano, y se marchó al salón, seguida con Trufas. Yo estaba demasiado ocupado flipando como para reprocharle que me dejara solo con mamá.
               Claro que tampoco es que pudiera hacer mucho.
               -¡Me gusta el sexo, mamá! ¡No voy a pedir perdón por algo que es perfectamente normal! Además, no soy el único en esta mesa al que le sucede-ataqué de forma ruin. Dylan se puso tenso y miró a mamá, que me examinó con frialdad.
               -Voy a fingir que no has dicho eso con doble sentido y que te estás defendiendo en lugar de poniéndote a la defensiva, Alec-instó.
               -Tómatelo como quieras. Sólo digo que no tengo ningún problema. Scott se comportaba igual que yo. Cualquier tío se comportaría como yo si pudiera.
               -Eso no hace que me preocupara menos.
               -¿Por qué? Tengo cabeza. No la meto en el primer agujero que encuentro sin cuidarme primero. También es mi cuerpo, ¿sabes? Creo que soy el primer interesado en hacerlo todo con el mayor cuidado posible para no sufrir consecuencias indeseadas.
               -Sé que Sabrae no es la primera chica con la que te pasa esto, Alec-acusó, y yo me reí.
               -Es que los condones no están hechos a prueba de balas, mamá. Creo que sólo entonces conseguirían hacer algunos que no se rompieran.
               -No me refiero a que se os rompa el condón. Me refiero a lo otro.
               Parpadeé, expectante.
               -No sabes la angustia que me entraba cada vez que llegaba el fin de semana, pensando en lo que podrías hacer, en si esta vez sí que pasaría lo que más miedo me daba, Alec.
               -¿Que dejara preñada a alguna tía y no te lo contara?-ironicé, cruzándome de brazos y reclinándome en la silla, alzando una ceja.
               -No es eso lo que más me preocupaba, sino que te contagiaran cualquier cosa, pero ya que lo dices: sí, Alec, también me preocupaba por si dejabas embarazada a alguna chica. Y lo peor no es eso: lo peor es que probablemente no me dijeras nada.
               -¡Como para decírtelo! Mira cómo te acabas de poner, y eso que te he contado todo lo que hay. ¡Como una fiera te has puesto, mamá!
               -¡Me he enfadado porque no me gusta que me mientas, Alec! Soy tu madre. Deberías venir a mí buscando ayuda o consuelo, no huir porque piensas que voy a castigarte. Llevo sabiendo que pensabas esto un tiempo-se le quebró la voz y se le empañó la mirada-. En lo único que podía pensar cuando te ibas los viernes o los sábados era en cómo conseguiría sacarte el tema de tu salud sexual. Cómo asegurarme de que eras responsable, de que conocías otras alternativas, de que… bueno, de que entendías que yo me quedaría mucho más tranquila si tomaras algún anticonceptivo que minimizara las posibilidades que había de que dejaras embarazada a alguna chica. Y ahora me cuentas esto… ¿cómo quieres que reaccione, Alec?
               Me mordí la cara interna de la mejilla, pensativo. Mamá jamás me había dicho nada en ese sentido: cuando salía de fiesta, se limitaba a decirme que me lo pasara bien, pero sobre todo de manera responsable, y yo, no sé por qué, siempre lo había interpretado como que tenía que ser responsable con la bebida. Siempre había sabido que a mi madre no le harían gracia las cosas que hacía con las chicas, pero en eso consiste pasártelo bien: en hacer cosas que no les puedes contar a tus padres.
               -Nunca me habías dicho que todo lo que hacía te preocupaba, mamá.
               -¿Habría servido de algo?
               -Sí. Te hago más caso del que piensas. Os hago más caso a todos-miré a Dylan- del que creéis. Supongo que si me dierais más votos de confianza, yo también me abriría más en casa. Evidentemente, no te diría a cuántas chicas me había tirado esa noche, o en qué posturas lo habíamos hecho, o si había hecho tríos, pero… no sé, si alguna vez me hubieras dicho “pásatelo bien” sin añadirle “y mira a ver lo que haces”, puede que yo te lo hubiera contado.
               -Es que yo no sabía lo que hacías. Siempre me ponía en lo peor, Alec.
               -Follar tampoco está mal, mamá.
               -Depende de cómo lo hagas.
               -¿Veis?-intervino Dylan, y los dos lo miramos-. Ése es vuestro problema. Que sois iguales, y os negáis en redondo a dar el brazo a torcer y ser el primero en empezar la conversación. Por eso no podíais dejar la conversación a medias. Tu madre y yo discutimos bastantes veces el tema de los anticonceptivos masculinos, Al-comentó Dylan, y yo jugueteé con el tenedor.
               -No hace falta que me habléis de la píldora para la polla. Ya sé que existe.
               -Sí, pero, al margen de eso, ¿sabes algo más? No, porque está muy estigmatizada aún, no como la femenina. Y no pasa absolutamente nada por ser tú quien se medique para tener sexo sano.
               -Sólo queríamos que tuvieras en cuenta que existen otro tipo de opciones de las que no se suelen hablar.
               -Lo sé, mamá-susurré-. Ya las comenté con Sabrae cuando nos pasó esto. ¿Sabes? Yo también me comí bastante la cabeza con esta historia. Incluso hablé con ella de bajar un poco el ritmo, pero ella no quiere. Y la verdad es que no la culpo, porque, joder…-no pude evitar reírme-. Nos sería muy complicado, si no imposible. Somos muy físicos los dos, y también está lo de Etiopía… es como si estuviéramos en una carrera contrarreloj, aprovechando al máximo cada momento. Supongo que por eso lo hicimos-murmuré, pensativo-. Desde luego, si no hubiéramos tenido la “excusa”  de que ya se nos había roto el condón y tenía que tomar la píldora, no lo habríamos hecho sin él más veces. Pero nos pasó, y decidimos aprovechar.
               -Yo me quedaría más tranquila si supiera que, si os apetece y no tenéis preservativos a mano, podéis hacerlo sin preocuparos por un embarazo.
               -Lo sé, mamá. Y yo también. Pero de momento hemos decidido que vamos a seguir igual. Tendremos más cuidado, eso sí. El preservativo sigue siendo nuestro método favorito.
               -Alec…
               -Mamá-la corté-. Mira, aprecio un montón que te preocupes por mí y por Sabrae, pero ya somos mayores para tomar esta decisión. Te prometo que no la hemos tomado a la ligera. Sabrae tenía que tomar la píldora, no quedaba otra. Y yo no la voy a convertir en el método de referencia. Se pone fatal al tomarla, y yo… no soporto verla así-carraspeé, emocionado, con el peso de las miradas de Dylan y mi madre sobre mí-. Incluso si no me bastara con saber que es malo recurrir a ella a menudo, a Sabrae le sienta muy mal. Preferiría no tocarla antes que tener que volver a hacerle pasar por esto. Y mira que me encanta tocarla, pero la quiero más de lo que necesito sentirla conmigo.
               Mamá se masajeó el cuello, miró a Dylan y se mordió el labio, volviendo a mirarme.
               -Me gusta que estés con ella. Ya te lo he dicho más veces. Eres mejor persona desde que estáis juntos, y… ella es buena para ti. Es muy, muy buena. Creo que es de las pocas chicas que hay ahora mismo en el mundo con las que no me importaría verte.
               Me reí.
               -¿No te importaría verme? Guau, mamá, no digas esto en voz muy alta, que suena un poco raro.
               Mamá se echó a reír, dejó la mano sobre la mesa, bien cerca de la mía, y me dedicó una dulce sonrisa cuando le di un beso en los nudillos. Mimi volvió enseguida, apenas notó que nos habíamos reconciliado, y entre los cuatro, en familia, recogimos la mesa y colaboramos para dejarlo todo tal y como estaba. Mamá me dio un beso en la mejilla, colgada de mi hombro, y me susurró que podía irme a dormir si quería, que ella se ocupaba de las tareas de las que había empezado a encargarme yo.
               -Mamá, que he dormido de verdad esta noche.
               -Da igual. Sube a tu habitación y descansa. Después de comer vamos a ir a hacerle una visita a Sabrae-susurró, apretándome la mano-. Lo de la sopa de pollo iba completamente en serio.
               Y tan en serio. Cuando bajé las escaleras después de echar una siestecita reparadora y decirle a Jordan que le vería directamente en el partido de baloncesto que echábamos todos los domingos con los chicos, acompañé a mi madre a casa de los Malik, llevando conmigo un recipiente cargado hasta los topes con la sopa de pollo especial de mi madre, capaz de curar el cáncer a un enfermo terminal. Mamá, por su parte, llevaba un bizcocho de chocolate cuyo centro contenía un corazón de avellana, al más puro estilo de los bombones de Mozart que tanto le gustaban a Sabrae.
               Fue Zayn quien nos abrió cuando llamamos a la puerta.
               -Vaya-sonrió al verme-. Te fuiste sin despedirte, Al-comentó con cariño, algo que yo no me esperaba que hiciera. Creía que agradecería que desapareciera.
               -Es que… no quería molestar. Además, ya había cumplido con mi objetivo. Había pasado la noche con Sabrae, así que la dejaba en vuestras manos.
               -Le he hecho un caldito de pollo a Sabrae-explicó mamá, abrazándose a Zayn-. No podía quedarme de brazos cruzados mientras mi nuera preferida se encuentra convaleciente. Por cierto, ¿dónde está la enferma?-preguntó, echando un vistazo escaleras arriba.
               -Mamá, me estás haciendo pasar vergüenza-gemí.
               -Justo ahora acaba de subir a su habitación-respondió Zayn, divertido con mi sufrimiento. Scott me saludó desde una esquina del sofá.
               -¿Ya hay que ir al partido?
               -En realidad, vengo a ver cómo se encuentra Sabrae.
               Scott levantó el dedo pulgar en señal de aceptación y volvió la vista de nuevo a su teléfono, en el que seguramente estaría echando una partida al Candy Crush.
               Me llevé el recipiente con el caldo directamente a la cocina, donde cogí una taza para subirle un poco a Sabrae. Todo ello sin pedir permiso, para horror de mi madre.
               -¡Alec! ¿Has…?
               -Está en su casa-respondió Zayn, sacando tazas para tomarse un té. En ese momento apareció Sherezade, y yo me puse rígido. Se me quedó mirando, sorprendida.
               -Alec-constató.
               -Esto… hola.
               -No pensé que fueras a volver después de lo de ayer.
               -Es que estaba preocupado por Sabrae. Quería ver cómo va. Pero te prometo que no la voy a molestar. Le subo el caldo y me voy, si eso es lo que…
               -Quería pedirte perdón por lo de ayer-respondió Sher, caminando hacia mí y cogiéndome de la mano. Zayn rió por lo bajo al ver mi expresión de terror.
               -¿Ah, sí?
               -Sí. No debería haberme puesto así contigo. No has hecho nada malo, y la verdad que venir a visitar a Sabrae ha sido muy caballeroso por tu parte.
               -Vaya… gracias.
               -No me porté bien contigo, por lo que quiero pedirte perdón. ¿Me perdonas?
               -Claro que sí, mujer-tartamudeé, y Sherezade sonrió, y para sellar nuestro tratado de paz, me dio un beso en la mejilla. Sonreí.
               -¡Scott! ¡Tu madre me ha dado un beso!-celebré.
               -¡Aléjate de mi madre!-protestó él desde el otro lado de la pared.
               -Perdón, ¿me he perdido algo?-preguntó mi madre.
               -Ayer Sher me riñó cuando me presenté en su casa.
               -Normal. Es que sabe Dios a qué hora vendrías, Alec.
               -La verdad es que tardó en venir-coincidió Sher, dándole un beso a mi madre a modo de saludo.
               -Quizá Scott tardara en decírselo-comentó Zayn.
               -¡Pero bueno! ¿Por qué le defiendes?
               -Porque es divertido llevarte la contraria, Sher. Y porque le ha traído bombones.
               Sher puso los ojos en blanco, me tendió la taza y me hizo un gesto que indicaba “eres libre”. No necesité que me lo verbalizara de ninguna manera: con cuidado de no derramar una gota del contenido, subí las escaleras y llamé con los nudillos a la puerta de Sabrae.
               -¿Sí?
               -Servicio de habitaciones-contesté.
               -¿Alec?-preguntó, con voz esperanzada, así que empujé la puerta.
               -No. Soy su gemelo malvado, Caleb-respondí, y Sabrae se echó a reír. Aún llevaba puesto su pijama, consistente en la camiseta de Zayn que yo mismo había llevado para calentársela. Tenía mejor color y mejor cara, pero aún no parecía del todo recuperada.
               -No te esperaba hasta más tarde-comentó.
               -¿Vengo en mal momento?
               -En absoluto. Jamás-sonrió, estirando la mano en mi dirección, abriendo y cerrando el puño como lo hacen los bebés que quieren alcanzar algo demasiado lejos de ellos. Le di un beso en los labios, constatando que su temperatura había bajado casi a los umbrales de la normalidad, y le tendí la taza. Ella la miró, confusa, y la aceptó cubriéndola con las dos manos.
               -Te he traído un poco de sopa de pollo.
               -Qué sol-celebró, inclinándose de nuevo hacia mí, volviendo a besarme, e inhalando el aroma de la sopa. Dio un sorbito y lo saboreó con cuidado, cual manjar-. Está delicioso.
               -Lo ha hecho mi madre-expliqué, aunque Sabrae ya sabía que yo no tenía ni pajolera idea de cocinar, así que seguro que ya se lo imaginaba. Pero a veces, Sabrae me pone nervioso. Y cuando estoy nervioso, me da por hablar.
               -Pues tu madre es un sol.
               -¿Verdad que sí? Haría una suegra increíble.
               -Alec-Sabrae exhaló una sonrisa que surfeó las olas del caldo-. No está bien intentar confundir a una enferma.
               -Sólo lo decía, como aporte-me senté en la cama, dándole la espalda a sus piernas, y le acaricié la mandíbula. ¿Cómo estás?
               -Un poco mejor. He pasado buena noche, aunque contaba con despertarme acompañada-me miró por encima de la taza, con unas pestañas larguísimas que lo parecían aún más por el sudor que perlaba su frente-. ¿Cuándo te fuiste?
               -Por la mañana, cuando llegó tu hermano.
               -Así que pasamos toda la noche juntos.
               -Claro que sí. Me gusta ejercer de enfermero-me acomodé en el colchón, apoyándome en las manos abiertas, y estiré las piernas-. Oye, ¿recibiste mi notita?-pregunté, y Sabrae se relamió los labios-. El post-it.
               -Sí.
               -Guay. Quería asegurarme de que no se había extraviado el mensaje, y que te quedaba claro.
               -Cristalino. Al-ronroneó, cogiéndome suavemente de la camisa y tirando de mí hacia ella-. Si te hubieras quedado, habríamos hecho el amor nada más ver yo el vídeo, ¿lo sabes?
               -En parte, por eso me fui-me cachondeé-. Ya tenías la temperatura bastante alta y estaba bastante sudadita como para que yo contribuyera con la causa.
               -¿No te pongo sudadita?-coqueteó, y mis ojos cayeron en picado hasta sus labios entreabiertos. No pienses en su boca ahora, Alec. Bastante tienes con soportarla sudada como para que ahora te fijes en sus labios, y te los imagines acariciando todo tu cuerpo, rodeando tu polla, entreabiertos al gemir mientras la penetras…
               -Termínate el caldo, Sabrae, y ya hablaremos de si me pones sudadita o no-la insté, y ella se echó a reír, asintió con la cabeza, y continuó dando sorbitos del caldo, sin romper el contacto visual conmigo. Porque en eso consistía nuestra relación.
               En no romper nunca el contacto visual.



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1 comentario:

  1. Me ha encantado el momento en que apagaban la luz y se quedaban mirándose en la oscuridad, son condenadamente adorable tía. Me ha gustado mucho las charlita/bronca de Alec y Annie y cómo Zayn poco a poco va encariñándose con Alec (aunque el ponga de excusa que es por llevar la contraria) no puedo esperar al cumple de Alec va a ser tan hiperglucemico que igual acabo tonta.

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