martes, 29 de agosto de 2023

Podio.


¡Toca para ir a la lista de caps!

La combinación de Sabrae con agua era más explosiva todavía que la de varios tipos de pólvora, a cual más refinada que la anterior. Primero, porque si Saab se mezclaba con agua, era porque sacaba su ropa de la ecuación, algo que ya tenía efectos nefastos en mi salud mental.
               Y, sobre todo, porque había fantaseado demasiado con ese momento durante mi reclusión en Etiopía como para que pudiera aguantar más de un segundo con las manos alejadas de su cuerpo, o medio minuto cumpliendo con mi deber como amantísimo novio y más devoto admirador. Las duchas del voluntariado eran ese rincón que todos los tíos teníamos como un harén comunitario en el que a cada uno le correspondía una sesión masturbatoria de manera cíclica, justo después de que hubieran terminado los demás. Una vez cada tantos días como tíos hubiera en el voluntariado, tus compañeros te dejaban a solas mientras terminabas de ducharte para que pudieras pensar tranquilamente en la mujer (o el hombre, según cada caso) que más loco te volvía y fantasearas con que ella estaba allí, contigo. Que eran sus manos y no las tuyas las que rodeaban tu polla con ceremonia. Que era su lengua y no el agua la que te recorría de arriba abajo, lamiendo cada rincón de tu cuerpo. Que era su coño y no tus manos las que te apretaban la polla y te exprimía cuando te corrías pensando en sus gemidos, en lo increíblemente sexy que estaba cuando se duchaba y en lo muchísimo que la echabas de menos, en lo cachondo que te ponía estar con ella.
               Algunas de las chicas cuyos espíritus rondaban las duchas estaban en el mismo voluntariado; otras estaban a miles de kilómetros de distancia. Algunas de ellas sabían el nombre de quien las pensaba, puede que incluso tuvieran idea de lo que sucedía allí; otras ni siquiera conocían al chico que daría su vida por tenerlas allí, siquiera durante cinco minutos.
               Y Sabrae era mil veces mejor que todas ellas, la única que se merecía estar allí más que ninguna. Había sido mi refugio de los temporales que me habían asolado las últimas semanas, y ahora…
               … ahora estaba allí, de nuevo, frente a mí. Desnuda y preciosa y despampanante como un aparición, como la musa de las estatuas más sensuales talladas jamás por el hombre, aquella cuya belleza no podían captar ni los grandes maestros de la historia del arte.
               Ahora estaba de pie junto a la mampara de la ducha, mirándome con una sonrisa tranquila en los labios como si no acabara de joderme la psiquis desnudándose delante de mí como lo había hecho. Podría haberme destrozado del todo quedándose nada más que con mis gayumbos, pero había decidido hacerlo al revés, de manera que yo no supiera adónde mirar: si a sus deliciosos pechos, aún más redondos y turgentes cuando se inclinó para recogerse el pelo; o a ese rincón rizado de su entrepierna que tantas promesas hacía y mil más cumplía.
               Se me había puesto dura ya nada más ver cómo se quitaba mis calzoncillos, y eso que la camiseta que llevaba puesta no dejaba nada a la vista, así que… imagínate cuando pude hartarme a mirar el hueco entre sus piernas o cómo sobresalían y se movían sus pechos en su torso mientras se tomaba su tiempo haciéndose el moño. Mi única salvación había residido en que Sabrae, que se había puesto ligeramente de puntillas, no se había girado para darme la espalda.
               Eso me habría hecho ver su entrada y no llegar, definitivamente, al cumple de Tommy. Si es que llegábamos.
               Lo bueno de mi atuendo era que yo no tenía mucho que quitarme para poder llegar a ella como más me apetecía estar. Así que, con sus ojos fijos en los míos y sus labios húmedos por cómo se relamió, seguramente pensando en esas cosas malignas y deliciosas que quería hacerme, me desanudé el cordón de los pantalones y los dejé caer, liberando así mi polla, que no pude evitar acariciarme. Joder, la tenía durísima y enorme. Necesitaba sentir cómo se cerraba en torno a mí, cómo me abría paso por sus pliegues y le arrancaba un gruñido gutural entremezclado con admiración por mi tamaño.
               Necesitaba follármela. Y hacerlo de pie esta vez. Hacerlo como había imaginado que lo hacíamos cuando estaba a seis mil kilómetros de ella, con las mismas ganas que si siguiera a la misma distancia y no a sesenta centímetros.
               Sintiendo todo mi cuerpo arder, apreté los dedos alrededor del tronco de mi polla y pensé “de perdidos, al río” mientras daba un paso hacia ella. Y entonces me fijé en que sonreía, pero no la típica sonrisa de la chica que está orgullosa del chico al que le ha entregado su corazón, satisfecha con al que le abre las piernas y feliz de haber sido la excepción que confirmaba la regla, la única razón por la que un fuckboy dejaría atrás su vida de vividor y convertiría sus noches en momentos de paz en lugar de juergas.
               No, no era la típica sonrisa de la chica que está enamorada, te escribe cartas y te jura amor eterno y que te esperará. Era la sonrisa de la chica que tiene un novio que es un payaso y que no puede dejar de reírse, con él o de él. La típica sonrisa que, normalmente, me encantaba que Sabrae esbozara, sobre todo porque cuando se la mordía suponía que yo estaba tratando de hacer que se riera y ella no quería ceder, pero se le hacía muy difícil.
               -¿Qué pasa?-pregunté, y ella se mordió los labios y negó despacio con la cabeza. Juntó las manos, entrelazó los dedos y se dejó los índices extendidos, que se llevó a los labios mientras observaba mi entrepierna. Normalmente no me habría importado hacerle gracia, pero… a ver. Soy un tío. Entenderás que mi autoestima está muy ligada a la percepción que tienen los demás de mi polla, así que el que mi novia la mire y se ría… pues no me hace ni puta gracia-. Sabrae-espeté, haciendo de su nombre una palabra ofensiva pero que no llegaba a ser insulto. Curiosamente, sonó muy similar a como ella decía mi nombre hacía un año.
               -Date la vuelta.
               -¿Qué?
               -Que te des la vuelta.
               -¿Es en serio? Estás en bolas, estoy en bolas, la tensión sexual entre nosotros se corta con un cuchillo y ¿quieres que me dé la vuelta? ¿Para qué?
               -¡Tú dátela y punto!

miércoles, 23 de agosto de 2023

Aquí, en Etiopía, o en Marte.


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Saab había cometido un error terrible dándome opción a pedirle que lo hiciéramos otra vez cuando me quitó el condón, pues por mucho que yo también empezara a notar el peso de las horas en avión y los kilómetros que me había recorrido (que me tenían casi tan machacado como si hubiera hecho el viaje andando en lugar de en avión), la verdad es que no me importaría tener uno de esos polvos perezosos que a veces echaban las parejas casadas. Esperaba que Sabrae y yo no acabáramos cayendo en esa rutina en la que acaban los cuarentones cuando sus trabajos se vuelven más importantes que sus vidas sexuales y tienen que terminar pactando un día para echar polvos al menos una vez a la semana por asegurarse una fidelidad que ninguno de los dos va a mantener precisamente por ese trato, pero incluso cuando me parecía lo menos apetecible del mundo, tenía que reconocer que sexo mediocre era mejor que nada de sexo.
               Y lo que íbamos a hacer Sabrae y yo, por lo menos en nuestra juventud, jamás se calificaría de sexo mediocre.
               Sabía que íbamos justos de tiempo, por no decir que íbamos mal. Sabía que le costaría un poco concentrarse de nuevo en mi cuerpo, especialmente ahora que sabía que sus amigas estaban en el piso de abajo en mi casa, esperándonos, posiblemente afinando el oído; ella no tenía las dotes de abstracción que sólo los tíos que habían sido unos rompecorazones desarrollábamos con el paso el tiempo hasta el punto de que ya nos daba igual incluso si había gente en la habitación. Sabía que posiblemente no lo disfrutara como si estuviéramos solos…
               … pero también sabía que le apetecía. Sabía que quería tenerme igual que yo quería tenerla a ella. Cuando me había mirado a los ojos mientras entraba en su interior, lo había hecho con una luz en su mirada que llevaba mucho tiempo sin verle; tanto, que habría pensado que me la había inventado cuando la evocaba en mis recuerdos de no ser tan preciosa que era imposible que fuera producto sólo de mi imaginación.
               Habíamos empezado a tener una de esas relaciones en las que charlábamos tranquilamente mientras lo hacíamos, conectando no sólo nuestros cuerpos, sino también nuestras mentes. Nunca pensé que me gustarían esa clase de polvos (era más bien de los que les comía la boca a las chicas que eran demasiado pesadas insistiendo en cómo sería nuestra relación a partir de entonces –o sea, ¿perdón?, señora, acabo de conocerla; haga el favor de soltarme el brazo. No, el brazo de en medio, precisamente, no- simplemente para que me dejaran disfrutar del momento y no me agobiaran), y luego un día había estado en plena faena con Saab mientras ella estaba particularmente parlanchina porque estaba feliz y yo… pues me había dejado llevar. Había descubierto en ese dulce proceso que me encantaba oír su voz hablándome de su día, sobre todo porque solía hacerlo cuando estaba contenta y no paraba de reírse y mirarme y decirme cosas bonitas que podían tener que ver, o no, con mis dotes en la cama. Hacía tanto que no lo hacíamos de esa manera que me rompía un poco el corazón haber dejado de tener esa posibilidad en mi radar.
               Ah, y había que añadirle el hecho de que estaba desnuda. Desnuda, sudorosa, y, ¿por qué no decirlo?, también cachonda. Lo notaba en el brillo que cubría su cuerpo, la picardía que había en sus ojos, la forma en que se le había erizado el vello del cuerpo, lo respingón de sus pechos, terminados en esos pezones que quería morirme mordisqueando (a poder ser, después de una vida larga plena y satisfactoria, pero no me quejaría si me llegaba la hora en diez minutos), y la forma en que sus muslos se apretaban el uno contra el otro mientras me observaba, los dientes ligeramente hundidos en sus labios.
               De modo que lo de echar uno rapidito no era broma, al menos no del todo. Toda mi existencia se había basado en ser un sinvergüenza y en tirarme triples, pero, como yo siempre decía; si no te llevas nueve bofetadas por entrarles a las chicas equivocadas, jamás llegarás a la décima que sí que está dispuesta a confirmarte sin rodeos que le apetece tener sexo casual contigo. Así que el que no arriesga, no gana, algo aplicable en todos los ámbitos de la vida: estudios, trabajo, deporte… y, el más importante, mujeres.
               Sabrae.
               -¿Cómo de “rapidito”?-preguntó, y la muy cabrona se colgó de mi cuello y me dio un pico. Con sus ojos anclados en los míos, levantó un pie como las chicas de las películas cuando su amado por fin les hace un mínimo de caso y… se puso a juguetear con el nacimiento de mi pelo en la nuca. Sería cabrona. Sabía exactamente lo que hacía eso en mí, y precisamente por eso estaba jugando conmigo de esta manera.
               -Mi récord está en veintiséis segundos, pero creo que tú podrías hacer que bajara la marca.
               -¿Y si no quiero que la bajes?-tonteó, mordiéndose el labio-. ¿Y si prefiero que la subas?

martes, 15 de agosto de 2023

Subidón de dopamina.


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Ya me imaginaba a los tíos de todo Londres haciendo un fondo común para financiar una máquina del tiempo y que Sabrae me pillara por banda el primer otoño después de aquel verano en el que perdí la virginidad. Les habría ahorrado un millón de quebraderos de cabeza y seguramente habría salvado tantas relaciones que fijo que la población de mi ciudad sería ligeramente diferente.
               Porque… no te equivoques. Era imposible que yo pensara en hacer nada con ninguna otra chica ahora que sabía lo que podía hacerme Sabrae. De hecho, me costaba imaginarme a mí mismo sosteniendo un billete de avión en el aeropuerto y esperando a embarcar de vuelta a Etiopía si Sabrae no venía conmigo.
               En cuanto se puso encima de mí y me sonrió de aquella manera en que sólo sabía sonreírme ella, porque sabía que sólo ella era capaz de hacerme ver las estrellas y que yo lo sufriera, o que me paseara por el infierno y lo disfrutara, supe que aquí iba a acabarse mi vida. Lamenté no haber puesto mis asuntos en orden más allá de haberles dicho a mi novia y mi hermana lo que quería que hicieran con mis cosas, porque estaba claro que no había sido lo suficiente explícito y no dudarían en pelearse hasta por las más pequeñas de las migajas de mi herencia. No iba a ver a Scott y Tommy ganar un Grammy, a Bey defender un caso ante el Tribunal Supremo, a Tam bailando con mi hermana en alguna función del Teatro Real, a Karlie recoger su acreditación como embajadora, a Logan recibir premios por la poesía que sin duda empezaría a escribir ahora que había conocido a Niki, o a Max desfasándose de lo lindo en su despedida de soltero. No iba a ver a mis padres (los que me habían criado, no los que me habían engendrado) celebrar sus bodas de oro. No iba a ver a Mimi debutar como prima ballerina en el ballet nacional. No iba a ver a Jordan haciendo acrobacias el Día de las Fuerzas Armadas con un avión. No iba a ver a Sabrae haciendo que todo el mundo descubriera que ella era la mejor Malik. Ni siquiera la vería caminando hacia mí vestida de blanco.
               Y no podría bufármela más.
               Porque la tenía encima, metiéndome dentro de ella con una lentitud que me tenía al borde de la locura, y unas vistas perfectas de lo que era la simetría de sus curvas: sus piernas rodeando mi cuerpo, con las rodillas ancladas en el colchón; esas rodillas que eran la última frontera de lo que a mí más me gustaba cuando se inclinaba para mamármela; sus caderas sobre las mías, mi agarre perfecto para que me arrastrara hacia mi perdición; su vientre, un poco más abultado de lo que lo había estado antes y que era el marco perfecto de su rostro cuando le practicaba sexo oral; sus manos, colocadas sobre mis abdominales de una forma que me hacían disfrutar tanto o más que si rodearan mi polla; sus hombros, ese rincón de su cuerpo que a nadie más que a mí podía ponerle cachondo, porque cada vez que los veía me acordaba de cuando me la follaba a cuatro patas, la agarraba del pelo para conducirla y ella gimoteaba lo mucho que le gustaba que la tratara con rudeza; su boca, entreabierta y curvada en una sonrisa de media luna que delataba lo dueña y señora que era de mis noches, y también de cada rincón de mi cuerpo desde que no había dejado un centímetro de mí sin besar, chupar o morder; sus ojos, resplandeciendo como dos estrellas gemelas que la hacían la reina de mis días, y…
               Dios. No podía mirarlas y no podía no mirarlas. La muy cabrona tendría tres años menos que yo, pero me sacaba cinco décadas de experiencia. Se pensaba que no me había dado cuenta de que había puesto las manos en esa postura precisamente para juntarse las tetas, cuando ese truquito ya me lo habían hecho cien veces, y ninguna había sido como ella.
               Ni siquiera la vista de mi polla entrando y saliendo de su interior, perdiéndose en sus pliegues de una forma que me hizo envidiarla por no poder seguirla y fusionarme entero con Sabrae, era capaz de competir con el espectáculo que eran sus tetas balanceándose suavemente mientras Sabrae se movía encima de mí. A la deliciosa sensación de plenitud, de que aquí era donde tenía que estar, de que había nacido para colmar su entrepierna con la mía, teníamos que añadirle la película espectacular que era Sabrae, desnuda, y sentada encima de mí.
               -Creo-dijo, echándose el pelo a un lado con un movimiento de cabeza, de manera que le cayó en cascada sobre el torso y le tapó un pecho- que voy a tener que hacerlo despacio-me sacó de dentro de ella y se relamió, solo la punta de mi polla en contacto con su delicioso coño-.  Estoy agotada después de tantas veces como me has hecho correrme-hizo un puchero y negó con la cabeza, sentándose de nuevo sobre mí. Dios. Dios. Dios, Dios, Dios, DiosdiosdiosDiosDiOS-. Y empiezo a pensar que no te gusta-ronroneó, haciendo un puchero y negando con la cabeza. Me pasó un dedo por la barbilla y descendió sobre mi esternón, en el hueco entre mis abdominales, casi, casi, hasta el punto en el que nuestros cuerpos se encontraban…
               … y luego subió con ese mismo dedo por entre sus piernas, recorriendo su clítoris pero sin detenerse en él, ascendiendo por la línea invisible que dividía en dos su ombligo, la frontera entre sus tetas… y se mordió la uña.

martes, 8 de agosto de 2023

Síndrome de abstinencia.


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A pesar de que mi familia era acomodada precisamente por la manera en que dominábamos el idioma, ahora mismo mi existencia se reducía a tres palabras:
               Oh.
               Dios.
               Mío.
               Oh, porque era la única palabra que no había sido capaz de abandonar mis labios mientras Alec estaba arrodillado entre mis piernas. Dios, porque a pesar de su postura, no había sido capaz de engañarme y hacerme creer que un ser humano corriente sería capaz de hacerme sentir tanto placer. Cada célula de mi cuerpo respondía a las caricias de sus manos, que me modelaban como a una estatua de arcilla que trascendería a su civilización y sería alabada hasta el final de los tiempos; y de su lengua, que le daba a mis muslos el sabor delicioso que sólo alcanzan los platos de la más alta cocina, esos a los que los simples mortales apenas pueden aspirar siquiera a ver, en una suerte de magia invertida a la que me tenía acostumbrada, pero que no me dejaba de maravillar por mucho que la sintiera barriéndome de arriba abajo, deshaciendo mi cuerpo con cada movimiento de su lengua.
               Y… mío, porque aquella lujuria no podía ser más que la expresión de la absoluta pertenencia a la persona que te la despertaba. Notaba en sus movimientos las ganas que me tenía, la necesidad con la que me estaba tomando. Cada fibra de mi ser era todo lo que Alec deseaba, y sin embargo, ni cien como yo serían suficiente para saciar esa necesidad que tenía de mí. Una necesidad que yo sabía que no había experimentado con ninguna otra chica, igual que jamás había hablado con ellas estando en la cama como lo había hecho conmigo. Cada caricia, cada lametón, cada chupetón, cada mirada oscura y traviesa levantada desde el centro de mis piernas, cada arañazo delicioso con sus dientes en mi parte más sensible me hacía pensar en bucle una única cosa: mío, mío, mío, mío.
               Con Alec entre mis muslos me había convertido en un ser atemporal, que desconocía ninguna otra dimensión que no fuera la de su cuerpo, así que no sabría decir cuánto hacía que le había pedido que me follara y él me había sonreído con absoluta maldad, cantando una victoria que yo ni siquiera sospechaba que nos estuviéramos disputando. Después de correrme en ese estallido de fuegos artificiales que era el premio que él se merecía, un castigo exquisito que me había infligido por ese orgullo que debería mantener a raya cuando se trataba de nosotros dos, y de yo pedirle que me follara con un simple por favor, esa sonrisa me había hecho ver que sólo tenía una tarea en sus manos: disfrutar. Disfrutar y disfrutar y disfrutar, retorcerme con mis piernas alrededor de su cabeza, deshacerme en jadeos que él quería que fueran más fuertes, perlar mi cuerpo con un sudor delicioso que sabía que pronto saborearía como un premio igual que lo hacía con mis orgasmos líquidos. No tenía ni idea de cuánto hacía que le había pedido que se pusiera encima de mí y que me convirtiera en su igual en lugar de adorarme, que ascendiera a los cielos de los que había bajado para que yo pudiera hacer lo mismo con él… lo único que sabía era que él era eternamente mío, y que estaba deliciosamente presente. Como si su lengua, sus labios o sus dientes no fueran prueba suficiente de ello, o como si sus manos no estuvieran recorriendo mis curvas, ésas que me había dado miedo mostrarle cuando empezamos a quitarnos la ropa, maravillándose en mis pechos y en cómo habían cambiado durante su ausencia, como dos ofrendas irresistibles para que no volviera a marcharse, yo también me reforzaba. Buscaba la fricción con su lengua moviendo las caderas en sentido contrario a como me lamía, y cuando me pasó los brazos por debajo de las piernas para sostenerme con más firmeza contra su rostro, había cerrado las piernas en torno a él, reteniéndolo contra mí.
               -Sí, joder, ésa es mi chica…-gruñó entre mis muslos al sentir mi necesidad, recorriéndome de arriba abajo, esa puerta al paraíso que sólo podía abrir él.
               También le puse la mano en la cabeza, guiándolo y a la vez reteniéndolo conmigo, como si no conociera el camino como la palma de su mano o como si quisiera marcharse. Su corte de pelo nuevo le había echado unos años encima que le sentaban de maravilla, y aunque echaba de menos la facilidad con que podía tirarle del pelo con la mata que tenía… lo cierto es que me gustaba la forma en que los lados de su cabeza me arañaban ahora entre los muslos. Y se había dejado lo bastante larga la parte de arriba como para que pudiera seguir usándolo como una brida, alimentando la ilusión de que lo espoleaba como una amazona que controla a su semental, y no al revés.
               No volvió a meterme los dedos, y yo ni siquiera los echaba de menos. Estaba absolutamente deshecha entre sus manos, y no sabía si aguantaría un orgasmo tan explosivo como el que había hecho tener antes de dedicarme esa sonrisa del infierno. Ahora sospechaba que Alec era lo que no había sido ningún otro antes que él: un dios total, bendición y castigo divino en un mismo cuerpo, cielo e infierno unidos y encerrados entre dos filas de dientes, en una lengua que te hacía sentir tanto placer que te dolía.
               Necesitaba parar y a la vez no quería. Todos mis problemas, mis lágrimas y los pedacitos en que se me había roto el corazón estaban en el pasado, y yo ahora miraba hacia el futuro, tanto el más inmediato, en el que posiblemente mi cuerpo dijera basta y terminaría perdiendo el conocimiento de tanto que me estaba haciendo disfrutar, como en el de varios años. Era la chica con más suerte del mundo, con más suerte de la historia. Disfrutaría de momentos como éste a lo largo de toda mi vida, ya fuera en su cama, en la mía, en una encimera de un piso que no conocíamos aún o en una casa a orillas del mar cuando estuviéramos establecidos, con un trabajo fijo y bien pagado que nos permitiera veranear en sitios paradisíacos. Escandalizaría a vecinas que me criticarían en inglés, en griego y en cientos de idiomas más; despertaría las envidias de mujeres cuyos alfabetos podía leer y de los que ni siquiera me imaginaba la existencia, y siempre de la mano de él.
               Él, que había recorrido miles de kilómetros sin pensarlo cuando se enteró de que tenía en mente dejarle. Él, que había cambiado radicalmente el rumbo de su vida por mí. Él, que me había abierto las puertas a mi mundo preferido en el mundo: el del placer sexual. Él, que me había hecho darme cuenta de que los poemas de amor no exageraban, sino que más bien se quedaban cortos.
               Alec. Alec. Alec. Su nombre era miel en mis labios, la respuesta a todas mis plegarias, el auténtico nombre del único dios que se había dignado a existir en ningún momento, mi principio y mi final y la razón por la que yo era Sabrae, por la que el mundo era el mundo.
               Mío. Mío. Qué palabra más maravillosa. Era la única palabra que me importaba, con la excepción de su nombre.
               -Alec…-gimoteé. Tenía los pies enroscados, aferrándome al aire.
               -Mm-dijo, sin separarse de mi piel.
               -Alec-repetí.