lunes, 28 de septiembre de 2020

Un dios incompleto.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Siempre que mis compañeros se habían peleado por el distrito financiero, había creído que se debía a que muchas de las zonas de aparcamiento para las motos estaban atechadas. Como buen imbécil que soy, pensaba que era una deferencia que los arquitectos de los rascacielos tenían con los repartidores como nosotros, permitiendo que cargaran y descargaran los paquetes que entraban en las empresas que se alojaban en aquellas colmenas de hierro, cemento y cristal, sin tener que mojarse. Que era una especie de prueba de humanidad de aquellos que diseñaban los edificios.
               Claro que, teniendo de padrastro a un arquitecto tan bueno como Dylan, era normal que pensara eso. Veía lo bueno de una profesión que, en realidad, no divergía mucho de las demás en el hecho de que se basaba en pisotear a los de abajo para que los de arriba llegaran un poco más alto.
               No, los edificios tenían una parte de aparcamiento resguardado de la lluvia (y, en ocasiones, también la nieve) para el reparto de los paquetes resultara cómodo para la mercancía. No para nosotros. No para mí. A mí podían joderme bien, que nadie se molestaría en recoger mi cadáver del suelo; si me sorteaban para no pisarme, podía darme con un canto en los dientes.
               Y no. Que mis compañeros se pelearan por el distrito financiero no se debía al hecho de que podías bajarte de la moto y organizar tus paquetes tranquilamente mientras fuera llovía a cántaros.
               Se debía a las secretarias.
               Evidentemente, los paquetes que traías, casi todos con el plus de entrega en dos horas añadido a una suscripción de Prime que se pagaba más religiosamente que el salario de muchos empleados por las ventajas que conllevaba, no llegaban a su destinatario, algún tipo trajeado de las plantas superiores, como tú lo metías en el edificio. Quizá tardaran un poco más en llegar a las manos del directivo en cuestión, pero al menos evitabas a los mandamases que tuvieran que tratar con los donnadie que paseaban los regalos de consolación por los cuernos a sus mujeres por toda la ciudad. Siempre había una señorita de pelo largo y luminoso, ojos y labios perfectamente maquillados, piernas kilométricas enfundadas en una falda lápiz que hacía las delicias de cualquier hombre, y subidas a tacones de aguja sobre los que mantenían el equilibrio de ninfas, que se ocupaba de interceptarte antes de que llegaras a los ascensores.
               -¿Un paquete de Amazon?-me preguntó la secretaria en cuestión, un pibonazo de ojos verdes que me escaneó con la mirada nada más verme entrar. Incluso si no me hubiera follado a medio Londres prácticamente sin conocerlo, me habría dado cuenta que habría invertido gustosa su pausa para el café en chuparme la polla en algún lavabo por cómo se mordió el labio levemente.
               Pero como me había tirado a medio Londres, pude fijarme en cómo se le dilataron las pupilas por el deseo, de modo que supe que se habría arriesgado a un despido sin pensárselo dos veces con tal de echarme el polvo de mi vida en el cuarto de la fotocopiadora.
               -Así es. ¿Leonard James?
               -Es aquí-asintió con la cabeza, extendiendo unos dedos en mi dirección mientras se giraba, exhibiéndose de una forma que habría vuelto loco a cualquiera.
               Lástima que yo ya tuviera quien me volviera loco en casa.
               -… si eres tan amable…-me invitó, y echó a andar en dirección a un mostrador de recepción en el que varias chicas comparables en belleza atendían llamadas o a visitantes desorientados. No se me escapó cómo agitó las caderas delante de mí, convencida de que me estaba dando el espectáculo de mi vida meneando el culo (que le estaba mirando porque se me van los ojos, uno está casado pero tampoco es de piedra), y cuando rodeó el mostrador y me tendió un formulario de visitas con el logo de la multinacional en la esquina superior izquierda, vi que se había desabrochado un botón de la blusa. Llevaba un sujetador de encaje.
               Me imaginé a Sabrae con ese sujetador de encaje azul celeste y me puse cachondo al segundo. No habérmela imaginado aún con la falda y la blusa de aquella secretaria me parecía un milagro y una hazaña de profesionalidad, pero el sujetador era demasiado incluso para mí. Me moría de ganas de terminar el turno para ir corriendo al instituto, aunque fuera a la última clase, y poder verla a la salida. La echaba muchísimo de menos. El fin de semana me había sentado fatal. Pasar tres días completos, las 24 horas del día, con ella, y luego despertarme solo en mi cama, había sido lo más difícil que había hecho en toda mi puta vida. Con diferencia, había sido también el momento más triste. Y eso que una vez se me jodió la consola y perdí todo el progreso que tenía en más de cien juegos. Si ya había pensado entonces que tendría que ir a un psicólogo para superar el trauma, lo de Sabrae directamente era de medicación y camisa de fuerza.
               Lo único que me había impedido vestirme e ir esa mañana al instituto era saber a ciencia cierta que me echarían por dejar desatendido el distrito financiero. Puedes tomarte un día libre en cualquier distrito menos en aquél; los clientes eran demasiado importantes como para permitir que se molestaran con nosotros, así que si nos mandaban comer mierda, nos la comíamos.
               Y, además, Greg no me volvería a cambiar días en mi vida.
               -¿Greg lo ha dejado?-inquirió la chica en tono amable, casual, mientras yo rellenaba el formulario con mis datos. Por si en el paquete había una bomba y el emperador del edificio la cascaba, que me pudieran localizar mejor, básicamente.
               -Nop. Se ha tomado el día libre. Yo sólo lo estoy sustituyendo.
               -Qué lástima.
               Exhalé una risa entre dientes sin poder evitarlo. Cuando eres un don juan que se tira a todo lo que se mueve, ni siquiera eres consciente de lo asertivas que son algunas mujeres cuando deciden que quieren acostarse con alguien. Dado que tienes todas las armas afiladas, piensas que caen en tus redes porque has sabido seducirlas, no porque les has entrado por los ojos y han decidido que van a tenerte incluso si tú no te les ofreces.
               Con la única con la que me había dado cuenta de que había decidido que íbamos a follar ese día nada más verla, era con Sabrae. Habíamos quedado y yo había ido con la guardia baja, dispuesto a portarme bien, tantas veces, que incluso me sorprendía cuando ella me echaba una de sus miradas de arriba abajo, con las que me decía “qué gracia que te hayas molestado tanto en ponerte guapo cuando te voy a arrancar la ropa a la mínima oportunidad, sol”.
               ¿Estaría muy mal si le mandara un mensaje ahora mismo?, pensé. A esta hora, estaba en medio de una clase, pero yo sabía que me contestaría si le enviaba cualquier chorrada. Incluso cuando tenía el móvil en silencio, se las apañaba para cogerlo justo en el momento en el que yo le escribía. Era una especie de superpoder que tenía mi chica, y que yo agradecía muchísimo… sobre todo cuando le mandaba fotos de mi polla dura y ella no me daba margen de maniobra para quitarme más ropa antes de responderme.
               -¿Y vas a ser su sustituto habitual?-insistió la secretaria. Puede que me hubiera notado un poco distante. Puede que estuviera sopesando sus opciones: ¿me tiraba ya los trastos, aunque no había reaccionado a su claro coqueteo, o lo dejaba para un día en el que estuviera más receptivo? Ay, encanto, si supieras que yo no voy a volver a estar receptivo en mi vida…
               -Pues no. Estoy haciendo horas extra, así que, en realidad, soy el sustituto del sustituto del sustituto.
               -A-já. Y dime, ¿tienes un horario fijo o es flexible?-se inclinó hacia delante, apoyando el codo sobre el mostrador y haciendo un mohín con las labios. Contuve las ganas de reírme. Me sentía halagado por las molestias que se estaba tomando esa chica zorreándome, pero los toros siempre son menos bravos cuando estás tras la barrera. Si fuera Sabrae la que estuviera de esa guisa, me la habría follado de tal manera que igual hasta me la cargaría. Pero con esa chica no sentía absolutamente nada.
               -Es flexible-respondí, sin poder evitar regalarle mi mejor sonrisa torcida. Noté que todas las recepcionistas clavaban los ojos en mí.
               -Pues no es lo único por aquí…-replicó ella, lanzando una mirada cargada de intención hacia una puerta cerrada. Me reí.
               -Apuesto a que sí, pero tengo mucho trabajo, nena.
               -Es una lástima-repitió, negando con la cabeza, pero aceptando la derrota con una deportividad que la honró. Había dos opciones: o pensaba que era gay, o que tenía una novia esperándome en casa que ya me daba todo lo que yo quería.
               Y, dado que me había visto mirarle el sujetador, estaba claro que gay, lo que se dice gay, no era. Así que sólo quedaba una opción: no sólo tenía un sexo cojonudo en casa, sino también era gilipollas perdido por rechazarla. Con lo cual mi yo de hace unos meses estaría de acuerdo.
               Joder, mi yo de hace unos meses no habría llegado ni al mostrador. Se las habría apañado para acompañarla a algún cuartucho apartado, o puede que a las escaleras auxiliares, le habría subido la falda, bajado las bragas y se la habría metido tan bruscamente que ella habría tenido un orgasmo al momento.
               -Sí-asentí, cerrando la pantalla en la que me había echado una firma y guardándome el móvil en el bolsillo-, es una lástima-le guiñé un ojo, recogí las llaves de mi moto y atravesé el amplio vestíbulo jugueteando con ellas, plenamente consciente de que acababa de renunciar a una de mis mayores fantasías, echar un polvo en la sede de una multinacional, por el simple hecho de que no me apetecía. Y lo mejor de todo es que me daba igual. Conociendo a Sabrae, sabía que ella jamás entraría a trabajar como secretaria en algún lugar como aquellos, así que adiós a ese sueño en el que me enrollo con una tía sobre una fotocopiadora.
               Claro que, también, conociendo a Sabrae, podía apuntar más alto. Mientras me cruzaba con varios tíos trajeados, con unos maletines que costaban mi sueldo anual, no pude evitar imaginármela siendo una de ellos. La verdad es que el ambiente le encajaba; seguro que con un traje estaría increíble, y, bueno, yo era un buen mandado. No le haría ascos a ser su secretario. Podríamos hacerlo cuando a ella le diera la gana, entre reunión y reunión, sobre su escritorio de cristal en un despacho amplísimo con orquídeas aquí y allá, regalos de su madre.
               -Llegas tarde a tu reunión-le diría justo cuando acabáramos, y ella pondría los ojos en blanco y miraría su reloj.
               -Me pregunto de quién será la culpa.
               -Qué mala leche-le daría un beso en la frente mientras me abrochaba de nuevo la camisa y me ajustaba los pantalones-. Te llevaré un café, a ver si se te pasa el enfado.
               -Con extra de crema de avellana-me recordaría, y yo pondría los ojos en blanco y la miraría por debajo de mis cejas.
               -Sabrae, que te preparo el desayuno.
               -Y lo haces genial.
               Luego, cuando fuera a llevarle su café acompañado de un donut (porque mi chica se lo merecía y porque tenía que reponer fuerzas), tendría que hacer malabares para no esbozar una sonrisa al verla masajeándose el cuello por la zona en la que yo la había estado mordiendo, para que nadie sospechara, como si todo su personal fuese sordo o algo así.
               Dejé pasar a un par de gilipollas que ni siquiera se dieron cuenta de que estaba ahí; resultó que mi polo de Amazon me hacía invisible entre los millonarios, y mientras bajaba las escaleras en dirección al aparcamiento, me di cuenta de una cosa: toda esa gente tenía carreras. Carreras universitarias. Había abogados, corredores de bolsa, arquitectos entre ellos. Estudiar podía llevarme a sentarme en los sillones de sus despachos, a dirigir el cotarro. Desde luego, eso haría Sabrae: sería la primera de su clase en la universidad y, estudiara lo que estudiase, conseguiría un despacho cojonudo antes de los 30.
               Si yo me esforzaba lo suficiente, puede que compartiera planta con ella. Tener despachos contiguos sería un sueño. No le llevaría cafés después de follar (o bueno, sí que lo haría, pero porque soy un novio cojonudo, no porque me pagaran para ello), sino que me sentaría frente a ella en la sala de reuniones y me dedicaría a observar cómo los vestigios del sexo se iban desvaneciendo poco a poco de su piel. Me importarían una mierda los balances de la empresa. Me importarían una mierda las estrategias a seguir en los próximos negocios. Lo único que me interesaría de aquellas reuniones, y por lo que acudiría religiosamente a ellas, serían los labios carnosos de Sabrae ligeramente hinchados por mis mordiscos, sus mejillas sonrosadas por las auténticas barbaridades que nos habíamos dicho mientras lo hacíamos, en su despacho o en el mío, y el brillo de su piel debido a la finísima película de sudor que a todos los presentes nos olería a rosas. De vez en cuando me miraría, y sus ojos refulgirían con las endorfinas del sexo. Ocultaría su sonrisa tras su dedo y volvería la vista hacia el orador de turno.
               -Deja de hacer eso-me diría después, en casa.
               -¿El qué?
               -Lo de mirarme fijamente en las reuniones.
               -Deja de follarme en el trabajo-sentenciaría yo, encogiéndome de hombros.
               -De acuerdo. Se acabó el sexo en el trabajo.
               -No te lo crees ni tú.
               -Tienes razón.
               Y se recogería el pelo, se pondría de rodillas, y me la chuparía, porque lo único que le gustaba más que verme en traje, era recordarme que era suyo incluso cuando me vestía como si el universo me perteneciera.
               Mi vida sería cojonuda. Y empezaba esa misma tarde.
               O eso pensaba yo. Mi intención era ésa, de verdad. Lo prometo. Sabes que puedo llegar a ser muy disciplinado si me lo propongo; llevas el suficiente tiempo leyéndome como para saber que no soy un mentiroso, y que de verdad me retiré subcampeón. Uno no llega a subcampeón nacional de boxeo tocándose los cojones, ¿sabes? Si algo puedo hacer en la vida, es luchar. Luchar por mi familia, por mis amigos, por la chica que me gusta, por el futuro que quiero ahora que sé qué es lo que deseo. Necesito tener expectativas, una motivación, pero cuando la consigo, no hay quien me pare.
               Salvo un árbitro gilipollas que me tiene manía.
               O un coche que va a hacer que luche por mi vida, literalmente, una vez más. Como nunca lo he hecho. Con la intensidad de mil finales concentradas en una sola. Con la certeza de que, si me lanzan a la lona y no consigo levantarme lo bastante rápido, lo que perderé no será una medalla o un título. Será algo muchísimo peor.
               A ella. A Sabrae.
              
 
A pesar de que para mí aquel era el primer día de mi nueva vida, para bien o para mal, en realidad para la inmensa mayoría de la gente (no sólo de Londres, sino también del resto del mundo) era un día normal. Así era el caso de Belinda. Estaba preocupada, como siempre, por su hermano adolescente, al que habían expulsado del instituto por segunda vez este trimestre por meterse en peleas. El chaval era un figura del calibre de mi grupo de amigos, con la diferencia de que él no era tan espabilado como nosotros, y cada vez que lanzaba un puñetazo, lo terminaban pillando. Su hermana hacía lo que podía, no obstante, como todas las mujeres que se convierten en figuras maternas: le pasaba a mi madre conmigo, y le pasaba a ella con él. Desde que su padre había muerto, no había quien lo encarrilara. A veces, los machos adolescentes de esta curiosa especie que es la raza humana necesitamos una figura de autoridad de nuestro propio sexo cuya autoridad queramos, pero no podamos, cuestionar. Yo había tenido a Dylan, pero ese chaval, Fred, no tenía a ningún hombre que sustituyera a su padre. Así que, simplemente, no había quien lo encarrilara.
               Belinda también era de esa parte de Londres que va de acá para allá haciendo más fácil la vida de los que están arriba ofreciendo su espalda para que la pisoteen, pero de una forma todavía más dura que yo: yo me financiaba los caprichos con mi trabajo; ella, su vida, y ahora también la de su hermano. No es fácil criar a un niño cuando apenas estás en casa, que era exactamente lo que le pasaba a ella incluso antes de tener que hacerse cargo del huérfano más joven de su familia.
               Precisamente acababa de recibir un mensaje suyo, con un tono característico que sólo usaba para él y le permitía identificar la notificación en cuestión antes siquiera de ver su teléfono, mientras el semáforo de la calle perpendicular a la mía llegaba al último segundo en verde. Los coches a su alrededor aceleraron, y ella también lo hizo, sin contar con que el más cercano estaba a casi diez metros de distancia y tenía la intermitencia puesta hacia la derecha.
               El dichoso mensaje tenía un tono chulesco que ella vio ya por el rabillo del ojo; los pavos de 15 años podemos ser verdaderos subnormales cuando nos lo proponemos. Belinda sabía que no debía hacerlo, pero le tenía tan alterada la bomba de relojería que tenía en casa, que se inclinó un poco para mirar la notificación. Mientras leía la primera parte del mensaje, ésa que el móvil le ofrecía de forma gratuita a todo aquel que consiguiera encender su pantalla, en apenas un segundo, el semáforo se puso en ámbar. Ella siguió acelerando. Y no se dio cuenta de que había girado ligeramente el volante hacia la izquierda, la calle por la que iba a aparecer yo.
               No iba a responder al mensaje, o al menos ésa era su intención: no responder. Al contrario de lo que pueda parecer, era una chica responsable y muy concienciada con los peligros de usar el teléfono mientras se conduce. Ojalá yo pudiera decir lo mismo: si no utilizaba el móvil mientras conducía, era porque necesitaba tener las dos manos en el manillar de la moto para no hostiarme.
               Claro que, a veces, el hostiarme o no, no dependía de mí.
               Y no hace falta escribir para distraerse. Con coger el móvil, basta. Y aquella mañana, con eso bastó. Belinda cogió el teléfono. El semáforo se puso en rojo. No tenía nadie delante que la frenara, así que continuó avanzando sin ver ningún peligro por el rabillo del ojo. Su coche iba ya en diagonal hacia la esquina. En los últimos dos metros, se habría dado cuenta del peligro y esquivaría el semáforo y la cabina de teléfono casi de milagro.
               ¿El problema? Que cuatro metros antes de la cabina de teléfono, aparecí yo, respetando el límite de velocidad por tan solo cinco kilómetros por hora. ¿Por qué iba a ir más despacio? Que no trabajara en el distrito financiero no quería decir que no tuviera controlada esa calle, y sabía que en cuanto se abría un semáforo, los demás de ese lugar también se abrían y podía atravesar hasta 3 kilómetros (lo cual en Londres es una putísima pasada) sin detenerme si me mantenía lo suficientemente rápido. No había peligro; todos los semáforos de las calles que se cruzaban con ella estarían cerrados.
               Claro que una cosa es un semáforo y otra un puto muro de hormigón. Así que, cuando aparecí por la esquina, no había absolutamente nada que impidiera físicamente a Belinda continuar avanzando. Yo la vi venir un segundo antes de que me llevara por delante.
               Ella sólo se enteró de que estaba ahí cuando la parte trasera de mi moto le destrozó el faro izquierdo, mi cuerpo chocó contra el capó, y mi pecho le hizo trizas la luna. Los dos gritamos, pero sólo la oyeron a ella, porque con mi casco, mis pensamientos y yo estábamos a solas.
               Todo lo que dicen en las películas y en las novelas de situaciones límite, rápidas pero definitorias, es mentira: ni lo ves a cámara lenta, ni tu cerebro lo procesa a toda velocidad. No sé si es porque me acababa de dar una hostia en la cabeza, pero lo único que sé es que un segundo estaba bien, conduciendo como siempre en mi querida moto, aquella que había construido con mis propias manos, y al siguiente estaba en el suelo, notando que me ardían el pecho y el hombro derecho, sintiendo la parte izquierda de mi cuerpo aplastada, y un pitido en los oídos increíblemente desagradable. Escuché, a lo lejos, cómo la gente empezaba a chillar: la multitud se abalanzó sobre nosotros, abriendo las puertas del coche para comprobar si ella estaba bien, sacando sus teléfonos móviles para llamar a diez ambulancias para sólo dos personas.
               Un hombre lloraba al teléfono mientras pedía que se dieran prisa, que había un motorista en el suelo perdiendo mucha sangre. Me pregunté quién sería, hasta que alguien cayó de rodillas sobre mí, me cogió la muñeca y presionó los dedos contra la cara interna, buscándome el pulso.
               Lo tenía tan débil que tuvo que ponerme una mano en el pecho, a pesar de que lo tenía hecho mierda. Me lo notaba hundido y me costaba respirar.
               Y me dolía.
               Me dolía muchísimo.
               Me estaba abrasando.
               Todo.
               Absolutamente todo.
               TODO.
               Me costaba mantener los ojos abiertos, pero de poco me servía: incluso si pudiera ver con claridad, la raja de la visera de mi casco había hecho que el interior del ventanal se fuera poco a poco condensando por mi respiración acelerada. Alguien intentó quitármelo, pero se detuvo cuando le chillaron que no lo hiciera. Podría causarme una lesión cervical y dejarme paralítico.
               Sí, lo mejor era que me dejaran allí encerrado, asfixiándome.
               Mi mente empezó a vagar por mis recuerdos, deteniéndose en momentos aleatorios que ardían con una luz brillante por culpa del dolor que me monopolizaba los sentidos. Me dolía el ruido, me dolía el sabor de la sangre en la lengua, me dolía cada milímetro de la piel y me dolía a vista. Lo único que no me dolía era oler, porque no podía, pero ni siquiera me di cuenta de eso mientras mi cerebro me sacudía de un lado a otro: la noche que nos fuimos de casa de mi padre, con mamá aferrándome bien fuerte contra su pecho, la primera vez que vi a Mimi, tan pequeñita y sonrosada que parecía una muñequita, la primera vez que jugué con Jordan, Scott y Tommy, el día que conocí a Bey, mi primer día de cole, el día que conocí a Sabrae.
               Cuando mi cerebro se dio cuenta de que el rostro de Sabrae tenía un efecto analgésico en mí, se concentró en ella. Fue como si estuviera oteando el horizonte con unos prismáticos, y justo cuando iba a pasar de largo el barco que estaba buscando, me diera cuenta de que era ése y me concentrara en él, examinando sus detalles a tanta distancia que parecía imposible. Y entonces empezó el festival. Sabrae, Sabrae, Sabrae. Sabrae sonriendo de bebé cuando me reconocía, Sabrae de pequeña corriendo a refugiarse tras de mí cuando no estaba Scott, Sabrae llamándome gilipollas cada vez que se le presentaba la ocasión, Sabrae poniendo cara de fastidio porque una vez más me las había apañado para sacarla de quicio, Sabrae apoyándose en mi espalda para romperle la mandíbula a uno de los payasos con los que nos habíamos peleado de una patada, Sabrae mirándome desde abajo en la oscuridad de la discoteca, Sabrae besándome mientras atronaba Breathing, Sabrae apartando la cara cuando entré por primera vez en ella, Sabrae retorciéndose a mi alrededor cuando la hice correrse por primera vez.
               Sabrae quitándose la ropa.
               Sabrae acurrucándose contra mí.
               Sabrae riéndose mientras compartíamos un helado.
               Sabrae riñéndome porque me había comido el último chilli cheese bite, que le correspondía a ella.
               Sabrae tirándome del pelo mientras lo hacíamos. Sabrae arañándome la espalda mientras la penetraba.
               Sabrae cantándome Shameless.
               Sabrae quitándose la ropa.
               Sabrae poniéndose celosa.
               Sabrae diciéndome que me quería en mi cumpleaños.
               Sabrae diciéndome que me quería en ruso, en la bañera  de mi casa.
               Sabrae diciéndome que me quería sin querer, en el instituto.
               Sabrae, Sabrae, Sabrae, Sabrae Sabrae SabraeSabraeSabraeSabraeSabraeSABRAE
               S
               A
               B
               R
               A
               E.
               Toda su figura brillaba. Estábamos en una playa de aguas cristalinas y arena blanca que yo conocía muy bien. Estiró la mano y me dijo:
               -Ven conmigo.
               Yo la cogí, y descubrí que estaba fría, lo cual no era normal en ella, pero sí muy agradable ahora que todo el mundo estaba en llamas. Sabrae tiró de mí para atraerme hacia ella, me cogió las dos manos, me acarició el antebrazo, ascendió por mis brazos y me rodeó los hombros antes de poner sus manos en mi cuello y acariciarme la mandíbula con las mejillas. Ya no me dolía.
               -Ven conmigo-repitió y yo me di cuenta de que me estaba pidiendo que me muriera, porque sólo podía irme con una diosa si me moría. Pensé que no era nada justo; ni siquiera me la había llevado a Grecia y le había hecho el amor en esa playa en la que había perdido la virginidad ni una sola vez.
               Sabrae se inclinó y me besó. Creo que se llevó mi alma consigo, pero a mí no me importaba.
               En lo último en que pensé antes de que mi cerebro se apagara fue que, aunque hubiese tenido una muerte tremendamente dolorosa, había sido la mejor de la historia, pues nadie se había muerto besando a Sabrae como me estaba pasando a mí.
              
 
En medio de la negrura, un relámpago. Y entonces el mundo estalló de nuevo, como si viviéramos otra vez el Big Bang pero  menor escala. Tenía una corriente de aire entrando y saliendo de mis pulmones sin que estos se movieran, de una forma que me abrasaba; era como estar respirando directamente el sol. El mundo entero era tremendamente luminoso.
               -Varón, caucásico-recitó una voz apresurada a mi lado-, de unos noventa kilos y metro noventa de estatura-qué gracia que ni siquiera me hiciera ilusión la primera vez que estimaban mi altura al alza; nadie me había dicho hasta entonces que medía uno noventa, una meta que me habría encantado alcanzar de haber vivido lo suficiente para ello.
               -¿Grupo sanguíneo?
               -Cero negativo.
               -Mierda-gruñó alguien a mi lado.
               -Pulso muy débil, gran pérdida de sangre, laceraciones en el pecho y el abdomen, varias costillas rotas, así como fracturas en lado izquierdo del cuerpo.
               -¿Responde a estímulos?
               -Acabamos de sacarlo de parada.
               -Beth, necesitamos saber si tiene actividad cerebral. ¿Responde a estímulos?-insistió una voz más experimentada, más calmada.
               -Llevaba consigo su cartera. Se llama Alec. Alec Whitelaw.
               -Llamad al hospital y que contacten a la familia; puede que necesite sangre.
               -¿Alec?-una figura borrosa se interpuso en mi campo de visión, tapando la luz-. Alec, ¿puedes oírnos? Parpadea si puedes oírnos.
               Dejadme en paz. ¿No veis que me duele?
               No quería vivir así.
               Pero parpadeé.
               -Responde-celebró la tal Beth con alivio.
               -Que nos despejen el quirófano 5.
               El quirófano 5. Era una buena señal. El 5 era mi número favorito, el día que nací. Pero yo no quería buenas señales ni buena suerte; quería que me dejaran tranquilo. Quería volver con Sabrae, donde nada me dolía, donde me acariciaba la brisa en lugar de arderme, donde sus manos eran suaves y fresquitas y la luz no me hacía daño.
               El mundo entero se sacudió, el dolor volvió con más intensidad, y yo volví a caerme en la negrura. Escuché cómo alguien empezaba a gritar a otra persona por encima del ruido de la sirena de la ambulancia que tuviera más cuidado mientras que Beth gritaba con ansiedad “lo perdemos”. ¿A quién pierden? Mi cuerpo no va a irse a ningún sitio. Ya no lo quiero. No lo necesito. En el mundo en el que Sabrae me está esperando, es más una molestia que una ventaja.
 
Como si fuera poco mi sufrimiento, me abrieron en canal. Solté un alarido y abrí los ojos de golpe, y entonces noté que todo mi cuerpo se entumecía.
               Y luego me di cuenta de que me estaba viendo a mí mismo sobre una mesa de operaciones, con el pecho abierto, los pulmones al aire y cientos de médicos pululando a mi alrededor, como buitres a la carroña. Empezaron a escupirse instrucciones unos a otros mientras una enfermera vigilaba mis contantes vitales desbocadas.
               -Más anestesia-indicó al ver que me subían las pulsaciones. Subieron la dosis, y me tranquilicé.
               -Sí, mi amor, más anestesia-le dije-. No vaya a ser que no me entere de nada de lo que me vais a hacer, joder.
               -Vas a salir de esta, Alec-me prometió la tal Beth, inclinándose hacia mi cuerpo y apretándome la mano.
               -Pues más vale que os deis prisa, que me he tocado los cojones todo el curso y tengo varias evaluaciones que recuperar-espeté-. Iba a ir a la biblioteca esta tarde con Sabrae.
               -Por Dios-jadeó un cirujano-. Mirad ese cristal. Un centímetro más a la izquierda y… ha tenido muchísima suerte.
               Exhalé un bufido, paseándome por detrás de ellos, intentando ver a qué se referían, pero estaban apiñados a mi alrededor como si fuera lo más interesante que habían visto nunca. Sólo un pájaro podría saber a qué se referían.
               Y justo cuando pensé eso, me descubrí flotando en el aire, medio metro por encima de las cabezas del resto de los presentes.
Pero
Qué
Cojones.
               Punto uno: ¿por qué hostias me estaba viendo a mí mismo en la sala de operaciones como si esto fuera un puto capítulo de Anatomía de Grey?
               Y punto dos: ¿por qué cojones estaba flotando en el aire como si fuera un habitante de la nación del aire de Avatar?
               Se me ocurrió que podía ser un fantasma, y para comprobar mi teoría, intenté tocar los monitores. Mis dedos los atravesaron como si nada.
               Ah, de puta madre. Era un fantasma.
               Me dediqué a flotar en espiral, rodando por el aire sobre los doctores, que se afanaban en mi cuerpo inerte, mantenido artificialmente. Giré a un lado y a otro, y entonces traté de mover algo para decirles que, si estaba en ese estado, estaban perdiendo el tiempo conmigo.
               Pero no podía atravesar nada, así que sería un fantasma aburrido, de esos que no protagonizan pelis de terror.
               -¿Hola?-llamé cuando se me ocurrió que no podía ser el único en ese estado, especialmente en un hospital-. ¿Hay alguien?
               Pero me respondió el silencio.
               Y, cuando intenté alejarme de mi cuerpo, sentí que algo empezaba a tirar de mí, como si éste fuera mi centro de gravedad y no pudiera alejarme demasiado. Llegó un punto en el que me resultaba físicamente imposible avanzar, no porque hubiera nada impidiéndomelo, sino porque lo que tiraba de mí lo hacía con tanta fuerza que cada molécula que me componía (o no-molécula; la verdad, la ciencia no estaba tan avanzada por aquel entonces, así que nadie sabía de qué estaba hecho yo, porque no había mucha materia fantasmal que examinar) simplemente se quedaba en el sitio. En cuanto me resigné a regresar a mi cuerpo, me encontré sobre él de nuevo. Me di cuenta de que mis poderes eran instantáneos, controlados por mi mente en una relación de causa y efecto tan sólida que no había división posible entre ambas.
               Lo único que no podía hacer era volver a estar dentro de mi cuerpo. Éramos dos entes separados. Quién sabía por cuánto tiempo. Al menos, lo estaban cuidando bien. A lo largo de las horas que pasé en quirófano, mejoré visiblemente. Incluso dejé de necesitar marcapasos, o como quiera que se llamara la cosa que me conectaron al pecho para que mi corazón tuviera un ritmo sólido.
               Me aburrí durante esas horas, a pesar de que mi vida estaba en juego y era literalmente omnipotente. Hice que lloviera, que hiciera sol, que granizara y que el quirófano se inundara; creé un minihuracán, invoqué un dragón y prendí el aire sobre las cabezas de los presentes como si fueran los símbolos de los Sims con forma de llama en lugar de gema verde. Monté sobre una jirafa, puse a un elefante a hacer breakdance y conseguí que una ballena se pusiera a tocar el saxofón. El único límite era mi imaginación, descubrí cuando hice que Cleopatra echara un partido de ping-pong con una gacela en la que la pelota era una versión diminuta de Saturno.
               Se me ocurrió invocar a una Sabrae para que me hiciera compañía, pero la deshice nada más verla cuando ante mí apareció la imagen que había en mi imaginación de ella, y que yo recordaba que no era así. La de verdad era mejor.
               Así que floté hacia mi cara física y le dije:
               -Tenemos que hacer lo que sea para volver a verla, ¿me oyes?
               El Alec físico no me contestó.
               -No me vas a condenar a una eternidad sin ella. Te lo digo desde ya. Así que o me dejas irme, o me dejas hueco, so cabrón.
               Siguió sin contestarme.
               -Tú mismo, chato-me encogí de hombros-. Tengo todo el tiempo del mundo. Y todos los entretenimientos que me dé la gana. A ver cómo lo llevas dentro de un par de horas más.
               Estaba surfeando una ola de lava en una esquina del quirófano cuando terminaron de vendar mi cuerpo y lo sacaron de la sala.
               -Bueno, es hora de dejar de hacer el papelón, ¿no te parece?-le dije a mi cuerpo, pero éste seguía igual-. ¡Eo!-chasqueé los dedos frente a él, pero nada-. Joder, eres más terco incluso que ella. Y mira que eso es decir. Espera-entrecerré los ojos-, no estarás intentando que me canse y me vaya para quedártela para ti solo, ¿eh, payaso? Porque a ver cómo la satisfaces sin mí. La experiencia la tengo yo, no tú.
               Empujaron mi cuerpo hacia la UVI y lo dejaron apartado en una esquina.
               -Di que sí. Tú sigue así, chaval.
               Empezaron a ajustarme tubos, vías y sensores en mi cuerpo que yo ni siquiera era capaz de sentir, pero lo achaqué a la anestesia. Había visto cómo me subían la dosis en el quirófano; no lo suficiente como para conseguir que me desvaneciera, pero sí lo bastante como para que me sintiera tan alejado de mi cuerpo que, al menos, ya no había dolor. Lo cual era de agradecer. Por mucho que me extrañara verme desde fuera, no quería renunciar aún a este sueño. El recuerdo del dolor era aún demasiado reciente, como un golpe que acababas de darte en un costado y que todavía ardía. Pronto comenzaría a ser una presión incómoda que te haría pasarlo incluso peor, porque te darías cuenta de la cantidad de músculos que había involucrados en cada uno de los movimientos que hacías a lo largo del día, pero aún no habías llegado a esa fase de impuesta invalidez.
               Encendieron un par de monitores a mi alrededor que empezaron a pitar. El que más molesto me resultaba era, precisamente, el que mostraba el latir de un corazón que sentía completamente ajeno. No notaba que hubiera sangre corriendo por mis venas, a pesar de que una bolsa de líquido oscuro colgaba de uno de los ganchos que habían colocado a mi alrededor. Deseé que se silenciara, y en cuanto lo hice, éste dejó de emitir ese molesto pitido rítmico, aunque pude ver que continuaba funcionando.
               Una enfermera se quedó a mi lado, revisando mis vendajes y controlando mi temperatura corporal (varias veces me cambió las mantas, a pesar de que yo nunca llegué a sentir sensación de calor, ni tampoco de frío). Me limpió una capa de sudor que yo no me había dado cuenta de que me corría por el rostro, y cuando mi cuerpo terminó de absorber la bolsa de sangre, dio aviso al médico y me la cambió por la siguiente.
               Una de las doctoras que había participado en mi intervención acudió al rescate, con la bata blanca ondeando a su espalda, agitada por las manos encerradas en los bolsillos.
               -¿Qué tal va?
               -Le he dado medicación para detenerle las arritmias-la doctora asintió-. Ya se ha terminado la primera bolsa de sangre. ¿Le administro más morfina ya, o continuamos rellenándolo?
               -Démosle otro poco, sólo por si acaso. Peter se está preparando para hablar con la familia.
               -¿No ha hablado aún?-preguntó la enfermera, frunciendo el ceño con visible extrañeza.
               -A mí no ha venido a visitarme nadie todavía-me quejé, pero las dos mujeres continuaron conversando como si yo no estuviera allí.
               Porque, ah, sorpresa, no estaba. Lo único que estaba era mi cuerpo, terriblemente magullado y más pálido de lo que me había visto nunca. Creo que jamás me habían dado un susto que hubiera hecho que el color huyera de mi rostro de aquella manera. Tardé un poco en caer en que se debía a la pérdida de sangre que había experimentado.
               -Resulta que una de sus estudiantes de prácticas está aquí. Le conoce-explicó, y la enfermera frunció el ceño y me miró. Mal asunto. Cuando había familiares involucrados la cosa era complicada, pero si encima había gente dentro del propio hospital que me conocía, todo se volvía muchísimo más difícil para todos los involucrados.
               Me pregunté a quién se referiría. Supuse que me había tirado a una de las sanitarias que se estaban ocupando de tratarme; si no, no se explicaba.
               -Tendrás que quedarte con él hasta nuevo aviso-indicó la doctora-. ¿Necesitas un refuerzo?
               -Creo que me las apañaré.
               Alerta de spoiler: no se las apañó. A pesar de que hizo todo lo que le habían indicado (ponerme otra bolsa, ajustarme la medicación), había algo dentro de mí, o más bien de mi cuerpo que se negaba a colaborar.
               Resultó que una esquirla diminuta había conseguido atravesarme las paredes de una de las arterias y andaba haciendo estragos por mi cuerpo, por lo que tuvieron que abrirme de nuevo, retrasando así el reencuentro con mi familia. Volví a entrar en parada cardiorrespiratoria, algo que hizo que todas las enfermeras se revolucionaran a mi alrededor. Enseguida llamaron a un anestesista, que corrió hacia mi cama en cuanto llegamos al quirófano, en el que los mismos doctores que me habían asistido antes esperaban, de nuevo con las mascarillas y los gorros para el pelo que les harían mucho menos reconocibles a ojos de sus familiares, pero no a los míos.
               Descubrí que el tal Peter era el doctor que llevaba la voz cantante, el encargado de dirigir la operación mientras los demás le asistían, ya fuera retirando piel (o incluso órganos, lo cual hizo que sintiera que titilaba un poco, porque una cosa es ver tripas en las pelis o en los videojuegos, y otra ver las tuyas), pasándole instrumentos o cambiando las bolsas con sangre para impedir que no saliera de quirófano por mi propio pie.
               Bueno, por su propio pie, no sale nadie de ningún quirófano, pero ya me entiendes.
               Se dedicaron un montón de palabras que no conseguí entender muy bien, ya no digamos retener, para analizar mi estado.
               Estaban terminando de cerrar una de mis arterias y de terminar de extirparme otro trocito de pulmón, con unas manchas de alquitrán que me hicieron decidir que dejaría de fumar inmediatamente, cuando la puerta del quirófano se abrió y una figura alta y delgada apareció por la ranura.
               De repente, caí en la cuenta. Layla. Recordaba vagamente que nos había contado que estaba estudiando Medicina, una noche en que Tommy se la trajo para que saliera de fiesta con nosotros. Yo había pensado que era muy mona, la clase de chica que se pone colorada cuando me ve la polla y a la que hay que convencerla de que sí que le va a entrar, por supuesto. Si por ahí pasa un bebé, ¿no va a pasar un raro?
               -Profesor Moravski-dijo-, ¿necesita ayuda?
               -Todo en orden, Layla-indicó Peter. Peter Moravski, reflexioné. En manos de ese hombre estaba mi vida-. Sigue echando una mano en urgencias, que nunca está de más.
               -Me gustaría informar a la familia.
               El doctor se lo pensó un momento. Todos en el quirófano se quedaron callados, quietos y expectantes, aunque él fue el único que, si bien era el que más interés tenía en tomarse un momento para poder tomar una decisión, continuó con su labor. Al instante, la otra cirujana continuó con sus tareas, apoyando al doctor Moravski.
               -Entonces, vas a tener que poner en práctica una de las lecciones que más tardamos en daros en la carrera, a pesar de que es también la segunda más importante.
               -¿Y cuál es?-Layla pronunció la pregunta con respeto reverencial. Daba gusto ver una cara conocida, y sobre todo al completo, en un mar de extraños.
               Me di cuenta de que era la primera conocida con la que me encontraba desde que había salido del almacén de Amazon, hacía ya una vida de distancia.
               -No hay que ser sincero con los familiares hasta que no estés seguro de que has terminado de hacer tu trabajo del momento.
               Layla parpadeó.
               -¿Cuáles son las probabilidades que tiene ahora mismo?
               No formuló la palabra clave, pero yo la escuché reverberar en el aire como si fuera el aullido de un lobo en lo más alto de la montaña en plena noche. ¿Cuáles son las probabilidades de supervivencia que tiene ahora mismo?
               Suerte que Moravski llevaba mascarilla; de lo contrario, le habríamos visto fruncir el ceño, y todos sabríamos que estábamos luchando una causa perdida.
               -Es pronto para hacer un diagnóstico.
               -Pero hemos vuelto a meterlo en quirófano-consoló la cirujana, levantando la cabeza y mirando a Layla un segundo al percibir su desazón como quien lee las auras-. Lo cual también es una buena señal. Asegúrate de transmitírselo a los familiares.
               -Sí. Concéntrate en lo positivo.
               -¿Que es…?
               -Nuestros recursos son limitados. No somos máquinas. Y si no hubiera nada que hacer, no lo habríamos metido en quirófano.
               -Lo cual tiene que ver con la lección más importante que os enseñamos en la carrera, y que os contamos el primer día, nada más llegar a clase. ¿La recuerdas, Layla?
               Layla tragó saliva.
               -Sí.
               -Repítemela, si eres tan amable. Empezamos a cerrar-anunció, y el revuelo a su alrededor se incrementó.
               Una auxiliar cambió otra bolsa de sangre.
               -La primera lección que todo médico debe tener en cuenta-recitó Layla-, es que no se puede salvar a todo el mundo.
               -Exacto-por primera vez, el doctor Moravski se detuvo y miró a su pupila, probablemente la mejor de la clase-. A veces, lo mejor que podemos hacer es simplemente no hacer nada.
               -Que suele ser lo más difícil que podemos hacer en nuestro trabajo-añadió la cirujana, y Moravski asintió.
               -Nuestro instinto siempre va a ser tratar de arreglarlo, sin importar cómo, pero casi siempre el cómo es lo más importante en cada uno de los casos a los que nos enfrentamos. ¿Lo entiendes?-Layla asintió-. El cómo lo es todo. A veces, hay que dejar que un paciente al que le queda muy poco tiempo de vida lo disfrute como se lo permita la enfermedad, en lugar de arañarle meses con una calidad de vida pésima.
               -¿Y Alec va a tenerla?
               -Aún es pronto para hacer conjeturas. Todavía no lo hemos cerrado. Si lo dejamos así-noté que el doctor sonreía por cómo se le achinaban los ojos-, la verdad es que lo tiene un poco crudo, sí.
               Me quedé mirando mi cuerpo. Entendía a qué se refería. Que yo supiera, ningún ser humano había conseguido sobrevivir mucho tiempo con los pulmones literalmente al aire. Una cosa era que estuvieran hechos para procesar ese aire, y otra muy diferente que tuvieran que estar en esas condiciones, sometidos a las inclemencias del tiempo.
               Layla asintió con la cabeza e hizo amago de marcharse, pero el doctor la retuvo.
               -Layla. No dejes que su familia pierda la esperanza. Lo difícil no va a ser sacarlo de quirófano: lo difícil será devolverle la vida que tenía antes.
               -Que esperen lo mejor, pero se preparen para lo peor-añadió la cirujana, y cuando Layla se fue tras asentir con la cabeza, el doctor Moravski la miró.
               -¿En serio, Theresa?
               -Ya me conoces, Peter-ella se encogió de hombros-. Siempre he sentido debilidad por la docencia y la poesía, ¿por qué no mezclar ambas?
               El doctor Moravski se echó a reír.
               -¿Quieres cerrarlo tú?
               -Adoro cuando me haces preguntas a las que sabes que te voy a responder que sí-celebró ella, tomando los mandos de la operación. Sus manos eran más rápidas, puede que debido a su juventud. A pesar de que en sus ojos ya se formaban arrugas de expresión propias de los años riendo y llorando, era evidente que era más joven que el doctor Moravski, quien probablemente estaría cercano a la edad de jubilación. La verdad, no sabía a qué edad se jubilaban los cirujanos, pero lo lógico sería que fueran los primeros de todos los médicos. Necesitaban estar frescos como lechugas.
               La doctora Theresa fue la encargada de cuidar de mí mientras Peter Moravski se enfrentaba a mis familiares. A la vez que él recibía a mi familia y amigos en su despacho, Theresa leía y releía mi expediente, en el que apenas había entradas hasta el día de hoy.
               La enfermera que se había ocupado de mí la primera vez se marchó aliviada cuando le dieron el relevo, pero la doctora se quedó allí, observándome.
               -¿Qué tiene?-inquirió la que le había dado el cambio a la chica joven, una mujer entrada en años y de abundantes carnes oscuras a la que todo el mundo le mostraba cierto respeto. Sin embargo, como su uniforme no era diferente al de las demás, lo achaqué a su compañerismo.
               -Un accidente de tráfico. Era motorista.
               -Mal asunto.
               -Y eso que no sabes que lo hemos metido dos veces en quirófano.
               -Uf-la enfermera chasqueó la lengua y fulminó a mi cuerpo con la mirada-, chico, menudo disgusto que le estás dando a tu madre-me recriminó.
               -¿Te crees que lo he hecho a propósito? ¡He cumplido con absolutamente todas las normas, ¿y de qué cojones me ha servido?!-protesté.
               -Asegúrate de mantener un ojo siempre puesto en él, Roxy. No sabemos cuándo se va a despertar.
               La enfermera Roxy se giró para mirar a la doctora Theresa como si fuera un chaval de 17 años en una discoteca que acababa de ver a un pivón, asegurándose de que sus amigos también le habían visto. Theresa sólo asintió, y no dijo nada más. Hizo clic con su boli un par de veces, asegurándose de que lo cerraba, y se lo metió en el bolsillo de la bata blanca.
               -Mañana a primera hora me pasaré a verlo, a ver qué tal va.
               -Esperemos que mejor-comentó Roxy-. No sé por qué, pero me tiene pinta de peleón.
               -No lo sabes tú bien-contesté.
               -Esperemos que lo sea-replicó la doctora-. Le esperan unas horas muy, muy difíciles.
               -Tendré preparada más medicación para el gotero, por si acaso. Theresa, por curiosidad… en base a la anestesia que le administrasteis, ¿cuándo debería haberse despertado?
               Theresa la miró.
               -Hace cuarenta y cinco minutos.
                Noté que la cabeza me daba vueltas. ¿Llevaba cuarenta y cinco minutos de más atrapado en esta insustancia? No me lo podía creer. Había pensado que este sueño extraño en el que era un fantasma sin ninguna habilidad especial se debía al impacto del accidente, no a que tendría una especie de reacción alérgica a la medicación. Había salido de mi cuerpo una vez llegado al hospital, no antes, así que, ¿por qué no podían simplemente darme el antídoto de lo que fuera que hubieran inoculado en mí?
               Lo que me pareció todo el hospital del personal pasó a hacerme una visita, como si fuera la más exótica atracción del zoo de Londres, recién llegada para hacer las delicias de todos cuantos vinieran a verme. Enfermeros y enfermeras jóvenes y entrados en años, médicos, celadores… no había nadie que se resistiera a echarme un vistazo. Normalmente, no me habría extrañado tanta atención: feo, precisamente, no era. Sin embargo, no estaba en mi mejor momento, así que que nadie se pudiera resistir a mí cuando lo más interesante que era capaz de hacer era estar tumbado en una cama escapaba a mi comprensión.
               Mi familia tardó un milenio en venir a verme. El tiempo que me tuvieron esperando por ellos se me hizo eterno, pero en cuanto escuché la voz jadeante de mi madre pidiendo que la dejaran verme, me puse en pie de un brinco y rodeé mi cama. Podría haberla atravesado perfectamente en ese extraño sueño en el que me encontraba, pero las costumbres de años y años de práctica estaban aún demasiado arraigadas en mi cabeza como para darme cuenta de que, en ese momento de mi vida, era una excepción a todas las reglas de la física.
               Tiene gracia: lo único que había cumplido a rajatabla a lo largo de mi vida era, precisamente, lo que más estaba vulnerando ahora. Tenía ganas de hacerle caso a mi madre, ser un hijo ejemplar, hacerlo todo exactamente como se suponía que debía hacerlo: estudiar hasta graduarme en el instituto, entrar a una buena universidad, ser asquerosamente monógamo con Sabrae (ay, Sabrae), conseguir un buen trabajo, formar con ella una familia, envejecer juntos… haría todo lo que se esperase de mí si me concedían una segunda oportunidad, lo juraba.
               Mamá no me vio. A mi esencia, quiero decir, lo cual ya me destrozó. No sabía cómo era capaz de hacerlo, pero siempre se las apañaba para encontrarme sin importar lo lleno que estuviera un lugar. Era talento que había desarrollado desde que yo era pequeño, acostumbrada como estaba a que yo me soltara de su mano en cuanto veía algo que me entusiasmaba, lo cual podía resultar extremadamente peligroso dependiendo de dónde estuviéramos.
               No porque alguien desconocido fuera a hacerme algo, sino porque mi padre haría lo que fuera por hacerle daño a mi madre… incluido hacerme daño a mí, la autopista más directa a su corazón. Por suerte, si él había estado cerca de mí alguna vez, mamá siempre había sido lo suficientemente rápida como para apartarme de él, salvándonos a ambos en el proceso.
               Pero ahora no me había salvado a mí. Y, francamente, no sabía si se había salvado a sí misma siquiera. Verme allí, postrado en la cama, cuando estaba acostumbrada a tener que pelearse con mi torbellino de energía indómita era más de lo que ella podía soportar. Creo que hubiera preferido mil veces continuar en la sala de espera de urgencias, desesperándose mientras los médicos la dejaban allí, pendiente de un diagnóstico que cambiaba cada segundo, como el deshojar de los pétalos de una margarita. Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere. Vivirá, no vivirá, vivirá, no vivirá.
               Tendrá secuelas, no tendrá secuelas. Tendrá secuelas, no tendrá secuelas.
               No sabía si habría preferido no verme. No sabía si habría preferido quedarse al otro lado de la puerta de la UVI y fingir que yo no estaba allí, o ser incapaz de atravesar la puerta pero rezar por mí al otro lado de la pared, donde yo todavía era yo, y mamá todavía era mamá.
               -Mi niño-gimió al verme, inclinándose hacia mí. Me cogió la mano y me acarició la frente con mimo, como hacía cada vez que yo enfermaba, lo cual era tan poco a menudo que bastaba que tuviera unas décimas de fiebre para que pensara que me moría. Mis defensas eran fuertes como toros, pero más tarde que temprano surgía algún rival para ellas que hacía que mi cuerpo se desestabilizara, y con él, también mamá-. Alec, mi pequeño, mi bebé…
               Debería haberme cabreado que me llamara “su bebé”. Es en plan… señora. Le saco una cabeza. Yo ya no soy ningún bebé. Si acaso, es usted la bebé en comparación conmigo, no al revés. Debería haberme molestado, debería haberme picado, debería haber empezado a protestar incluso aunque no me oyera (claro que mi mudez para con el mundo era aún demasiado reciente, así que no había manera de que yo me habituara aún a ella en tan solo unas horas)…
               … pero me resultó imposible.
               Porque, en cuanto mamá me tocó, yo me di cuenta de que no sentía absolutamente nada. Mi cuerpo ya no era mío. Era un cascarón vacío. Yo, mi yo real, estaba allí, de pie, incorpóreo e insensible, mientras mi crisálida se quedaba allí, tumbada en la cama, recibiendo unos cariños que necesitaba yo más.
               Sentí que algo dentro de mí se hundía, pero de una forma diferente en que se me había hundido el esternón cuando la cabina de teléfono cayó sobre mí, aplastándome bajo sus hierros y espolvoreándome con sus cristales. Miedo. No, miedo no, absoluto terror. El tacto era, de lejos, mi sentido preferido. No en vano, demuestras las emociones más intensas que puedes tener (amor y odio) de la misma manera: tocando. El amor, abrazando, besando, acariciando; el odio, empujando, golpeando, rasgando.
               Si no podía tocar ni sentir cómo me tocaban, ¿qué demostraba que estaba vivo? ¿Qué demostraba que existía, aparte de esa estúpida conciencia que había desarrollado por fuera de mi cuerpo, como si no fuera más que un robot por control remoto al que se le había averiado la batería?
               Mamá me acarició la frente, me besó la sien, jadeó sobre mí, me mojó con sus lágrimas, me suplicó que regresara con ella, que no la dejara sola, que no le hiciera esto, pero yo no me moví. Jamás en mi vida había sido así de cabrón.
               Mimi también lloró. Se puso de rodillas, me sacudió la mano, negó con la cabeza y gimió a mi lado como una penitente a la que le dicen que la catedral por la que lleva un mes de peregrinación bajo la lluvia acaba de ser pasto de las llamas. Jamás en mi vida había sido así de cabrón.
               Incluso Dylan lloró. Dylan, a quien yo llamaba por su nombre y no “papá” aunque fuera más padre mío que el hijo de puta que me había engendrado y casi mata a mi madre; Dylan, a quien yo le chocaba el puño o le daba la mano cuando me iba de casa, mientras a mamá y a Mimi les daba un beso; Dylan, que no me había presionado en ningún momento al ver que mi intención no era estudiar, sino que me había dicho que la universidad no es para todo el mundo y que tenía otras maneras de labrarme mi futuro totalmente legítimas. Dylan, que me había enseñado a afeitarme, y ahora tendría que sentarse a mi lado, a ver cómo me crecía la barba sin poder hacer nada, porque quitarme el oxígeno sería condenarme a una muerte más rápida que una exhalación previa al orgasmo.
               Algo gravísimo me pasaba. Debía de ser muy jodido si los médicos no querían comentarlo conmigo delante, por si acaso les escuchaba. Ahora me daba cuenta: estaba tan mal que no querían alterarme más de lo necesario comentando mi precario estado.
               -No me voy a separar de ti-me prometió mamá, acariciándome el pelo, apartándomelo de la frente, a la que se había adherido por mi sudor-. No te voy a dejar solo, mi niño. Mi pequeño, mi amor… vuelve conmigo, abre los ojos.
               Aquello era peor que estar muerto. Ese puto limbo en el que me encontraba no me dejaba acercarme lo suficiente como para reunirme con los míos, pero tampoco me permitía alejarme lo bastante como para no sentir su dolor. Ver cómo mi familia sufría de aquella manera teniéndome así hizo que deseara que el coche hubiera sido un pelín más certero: lo justo y necesario como para que yo no sobreviviera. Mamá no se merecía sentarse al lado de la cama de un cadáver que precisaba respiración asistida y cuyas pulsaciones se oían alto y claro en la habitación en la que se encontraba. Lo haría, porque era una buena madre, pero como todas las buenas madres, no se merecía las pruebas a las que la sometían.
               -Por favor-supliqué, girando sobre mis talones, buscando algo o a alguien que me diera una pista acerca de lo que tenía que hacer a continuación; qué esperar, qué pedir, por qué pedir perdón-. No sé qué tengo que hacer. Tengo que volver. Tengo que abrir los ojos. Pero no encuentro la manera…-me quedé callado, mirándome las manos. Me habían vendado la izquierda, que sin embargo podía mover como si no hubiera sufrido daño alguno. La derecha, en cambio, estaba completamente libre, con la misma libertad de movimientos que la otra, a pesar de que también estaba ocupada, aunque con la mano de mi hermana.
               Mimi me necesitaba igual que mamá. Dylan, también. Me necesitaban los tres. No podía dejarlos en la estacada, pero no sabía por dónde empezar. Si había alguna conexión con mi cuerpo, yo no era capaz de encontrarla por mucho que buscara en mi interior. Probé a tumbarme sobre mí mismo, pero lo único que conseguí fue ver lo que habría visto de tener los ojos abiertos: a mi familia, postrada ante mí de un modo en que no me merecía.
               Necesitaba sentarme, así que lo hice. Una silla apareció de la nada detrás de mí, y mientras tomaba asiento y miraba el espantoso cuadro que tenía enfrente, pensé que era un dios incompleto; podía hacer absolutamente todo lo que se me antojara, excepto lo único que deseaba realmente: despertar.
               Mi familia hizo su duelo en torno a mí, como beatos que presentan ofrendas a un dios al que temen, y al que quieren tener contento incluso a costa de pasar hambre. Mamá se quedó sin lágrimas; Mimi aún tenía unas pocas para derramar por el camino. Dylan se había tragado muchas, pues ser el hombre de la casa puede llegar a ser muy complicado, especialmente cuando te quedas solo. No me los merecía a ninguno, pero los tenía de todos modos, y aquello conllevaba la responsabilidad de cuidarlos de una forma en la que estaba faltando.
               La enfermera Roxy apareció en la esquina.
               -Sus amigos están aquí. ¿Pueden pasar?
               Mamá asintió con la cabeza sin decir absolutamente nada. Escuché alboroto al otro lado de la mampara que me separaba de los demás pacientes, y sentí que algo dentro de mí bullía.
               La sentía. En aquel estado elemental en que me encontraba, notaba la energía de Sabrae de forma mucho más nítida, como si fuera un elemento más que percibir con un nuevo sentido. Sabrae, la llamé en mi mente, y me sorprendí a mí mismo proyectando ese pensamiento mucho más lejos de lo que había proyectado ningún otro. Lo había sacado de los límites de mi ser. Me extrañaría muchísimo que ella no pudiera oírlo.
               -Necesitarán salir un rato, entonces-dijo la enfermera en tono de disculpa-. Son muchos, y se niegan a que ninguno se quede fuera, así que no hay espacio para todos.
               -Está bien. Tienes que comer algo, Annie-le dijo Dylan a mamá, pasándole una mano por la espalda y ayudándola a levantarse. Mamá se resistió un poco, trató de zafarse, pero cuando recordó quién estaba en ese grupo, pensó que, tal vez, la esperanza no se hubiera perdido aún. Así que se dejó levantar. Se incorporó con rodillas temblorosas, y no apartó los ojos de mí mientras Dylan la sacaba de mi cubículo de tela. Mimi me acarició los dedos, me dio un beso en el dorso de la mano con ojos de cachorrito abandonado, y sólo se levantó cuando Dylan se lo pidió por favor. No podía hacérselo más difícil. La necesitaba. Ahora, más que nunca, se necesitaban.
               Se fueron, y el tiempo se dilató tanto que me pareció que me dejaron solo durante un millón de años mientras se cruzaban en la puerta de la UVI. Los pasos de mis amigos me llegaron amortiguados, como si les escuchara andar al final de un pasillo de más de cien metros de longitud. Atravesaron la UVI a una velocidad desesperante, como deleitándose en el camino, como temiendo lo que se iban a encontrar allí. Hacían bien teniéndole respeto.
               Como si del calor de un sol se tratase, la presencia de Sabrae vibró hacia mí como sólo ella podía hacerlo. No pude evitar pensar que la comparación con el sol era muy acertada, porque en cuanto apareció ante mí, un segundo antes de que ella me viera, me dolió mirarla como te duele alzar la vista hacia el sol.
               Tenía el pelo recogido en dos trenzas deshechas por el tiempo, las mejillas mojadas, y rostro y ojos hinchados y rojos de tanto llorar
               -Qué te estoy haciendo, bombón-jadeé. Pero lo que sentí entonces no fue nada comparado con el dolor inmenso que me atravesó cuando ella me vio.
               Le cambió la expresión. Vi en sus ojos que lamentaría toda su vida haberme visto en ese estado. Y, en cuanto vi esa expresión, tomé la decisión de que no me iba a morir. No podía hacerle eso. Lucharía como un cabrón, hasta mi último aliento, y cuando ya no pudiera respirar, me levantaría como pudiera y seguiría peleando, como había hecho mil veces. Tenía experiencia en defender causas perdidas, en pelear batallas imposibles y salir airoso. Me había retirado subcampeón no por méritos propios, sino por envidias ajenas.
               Sabrae avanzó hacia mí.
               -Alec-jadeó. Mi nombre se cayó de sus labios al mismo tiempo que el suyo se cayó de los míos. Algo me dijo que me sentía. Que no sabía cómo, ni dónde, pero ella me sentía, y me estaba hablando a mí y no a mi cuerpo. El ambiente estaba cargado de electricidad.
               -Sabrae-repetí yo, saboreando su nombre. No había palabra más hermosa en ningún idioma, porque era la palabra que la definía.
               Lentamente, caminó hacia mí. Era la protagonista de un éxito de Broadway andando lentamente hacia el escenario en su presentación. Ocupando todos los focos. Haciéndose con toda la atención del público. Una verdadera aparición, una auténtica diosa.
               Estiró los dedos. Fue tan despacio, con tanto miedo, que me desesperó. Me desesperó que no se atreviera a tocarme, y me desesperó que tuviera miedo, porque yo siempre, siempre, reaccionaba a ella.
               Y entonces, por fin, sus dedos acariciaron mi mano inerte. Era evidente que yo no estaba ahí, porque no me había movido un centímetro para ir a su encuentro. Cada vez que nos veíamos, experimentábamos lo más similar que había en el mundo a escala subestelar a un choque de galaxias: nos lanzábamos el uno contra el otro como si nuestra fuerza gravitatoria fuera tan fuerte que no hubiera escapatoria, y chocábamos con tantas ganas que incluso hay quien calificaría nuestros encuentros como violentos. Que así fuera. Lo quería todo, absolutamente todo con ella. La violencia y la ternura, el cuidado y la pasión, el amor y el odio, la desesperación y la tranquilidad, el calor y el frío.
               Entonces, sucedió.
               Nada.
               Absolutamente nada.
               Y, a la vez, absolutamente todo.
               Porque no sentí a Sabrae, no sentí su roce ni la calidez de sus manos… pero sí su energía pasando, de nuevo, a través de mí, purificándome y relajándome como sólo ella podía hacer.
               Quería todo, menos aquello. No estaba muerto, sino en coma, lo cual era mil veces peor. Porque ahí estaba yo, atrapado en un limbo, con una Sabrae de verdad… pero a la que no podía sentir cuando ella me tocaba.
               -Sabrae-jadeé, con lágrimas en los ojos. Estaba perdido. Si ella no conseguía sacarme de allí, nadie podría.
               Avancé hacia ella e hice amago de coger su rostro entre mis manos, olvidando durante unos crueles segundos que ni ella podía tocarme, ni yo podía tocarla a ella.
               Pero esos crueles instantes fueron a la vez la tabla de salvación que me lanzaron los cielos. Porque puede que no pudiera tocarla ni sentir su mano en la mía, pero sí podía verla.
               En mis nudillos, justo en el punto en que los dedos de Sabrae tocaban mi piel, habían aparecido tres pequeños lagos luminosos, de un color tan hermoso como indescriptible, danzarín y juguetón que me dio esperanzas nada más verlo. A pesar de que jamás había visto nada semejante, supe al instante lo que era.
               Nuestra conexión. Estaba ahí.
               La prueba de que Sabrae me salvaría, como llevaba haciendo desde que la conocí.      


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1 comentario:

  1. Me veía venir salvajemente que hicieses algo narrando desde la perspectiva de Alec pero no me esperaba que un capítulo entero. Mira me ha flipado de una forma apoteósica, me ha gustado un montón que hayas contado todo desde el accidente y el plus de hacer a Alec un fantasma pero esta vez con el significado más coloquial. Me ha encantado como has narrado la parte de Sabrae apareciendo y como por primera vez esa conexión que ambos manejan se ha hecho “visible”
    Tremendo capitulon estoy deseando leer como Alec despierta, no estoy ready.

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