martes, 8 de septiembre de 2020

24.

 Los 23 han sido mi primer año en mucho, mucho tiempo, en que no he salido de España en ningún momento. Sí que he salido de Asturias, para vivir uno de los mejores musicales de mi vida (aunque, francamente, teniendo en cuenta que sólo he vivido dos, es bastante fácil que sea “de los mejores”). Han sido mi primer año viviendo una experiencia social estándar, convirtiendo mi rutina diaria anómala en la de millones y millones de personas para las que su casa era una cárcel. Pero no hablaré de eso, porque, realmente, para mí no fue para tanto. Supongo que cuando estás acostumbrado a que tu agenda social sea reducida, el hecho de que a los demás se la restrinjan te afecta sólo en que no te sientes tan bicho raro; ya no digamos si abrazas tu lado más hippie y por fin decides ponerte unos pendientes de tu flor preferida.

Por lo que sí se han caracterizado es por las amistades. El reencuentro con algunas, estrechar lazos con otras, y… por fin, decir adiós. Decir adiós a alguien que seguramente venga a leer esto, tan herida que la he dejado que, como buena masoquista, necesitará infligirse más dolor. Seguro que espera malas palabras, las que va dedicando sobre mí al mundo, pero yo ya lo he dicho todo, así que no quiero perder más el tiempo. Un tiempo que no sé cuánto es realmente, pero al menos, sí a cuánto cotiza. Desde que he empezado a trabajar, me valoro un poco más y dependo un poco menos: es cierto que en ocasiones me da un bajón pensando en para qué quiero un sueldo, si no tengo quién me acompañe a gastarlo, pero sospecho que ésa será la lección a aprender en los 24. Igual que he aprendido, de nuevo, a decir adiós y también de nuevo hola a personas a las que hace un año no pensé que podría perdonar, o a gente que no estaba en mi radar, bien por haber salido sin que ninguno hiciéramos amago de reencontrarnos, o bien porque de verdad son nuevos, en estos 24, que ya no tienen canción, quiero recuperar lo que tuve con 17 años: motivación para mejorar e ilusión por lo que anticipo.

Me siento un poco más independiente, y eso, en realidad, me hace más valiosa para todos. Para los demás, porque no me tienen por inercia, pero sobre todo, para mí. Porque, de nuevo, he vuelto a valorar mi única compañía. Si he interiorizado que estar solo es mejor que mal acompañado como lo sabía de adolescente, recuperaré esa felicidad de la que disfrutaba en el instituto. Y, además, podré volver a elegir. Ya lo hago, de hecho. Y me enorgullece ver que estoy dejando de conformarme, que empiezo a trazar de nuevo los límites, que hago lo que me gusta y no lo que debería gustarme, que tengo una rutina y no me importa; es más, lo prefiero así. Me gusta escribir los fines de semana. Me gusta leer al sol en mi pueblo. Me gusta sentarme a ver una película, una serie, o lo que sea, en el salón de mi casa después de llegar al trabajo.

Porque estos días, al final de mis 23 y con la llegada de mis 24, he caído en algo que supe hace tiempo: la única persona que va a estar conmigo las 24 (¡!) horas del día, los 365 días del año, sin importar el hemisferio o el continente, soy yo. Es hora de cuidarme. De priorizarme.

Después de todo, nací en un año bisiesto, en el día de mi patria. ¿Acaso no es eso un indicio de ser especial?


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤