domingo, 6 de septiembre de 2020

Faraón.


¡Toca para ir a la lista de caps!

  
            Quien dijera que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”, no se refería al mundo en sí. Estaba hablando de un tipo de felicidad muy concreto: esa felicidad ignorante y absoluta que te inunda los dos primeros segundos del nuevo día en el que te has despertado.
               ¿Sabes esos dos segundos después de despertarte en los que no tienes problemas, todo en tu vida está bien, y eres simple y llanamente feliz? Incluso cuando tu cerebro aún está un poco dormido (o, precisamente, porque aún está dormido), incluso cuando no sabes dónde estás, incluso cuando no sabes tu nombre. Esos dos segundos en los que no entiendes por qué tienes la almohada empapada, te duelen los ojos y te cuesta respirar.
               A esos dos segundos se había reducido mi vida. No es que quisiera vivir en ellos, es que no tenía alternativa a vivir en otro lugar. Eran el único momento en que yo podía permitirme vivir.
               Porque, cuanto se terminaron y vinieron los recuerdos del día anterior, mi corazón terminó de resquebrajarse. Los trocitos minúsculos en que se había roto la mañana anterior se hicieron incluso más pequeños, dividiéndose entre sí en un millón de pedazos, mientras por mi cuerpo un órgano inerte continuaba bombeando una sangre que ya carecía de propósito.
               Hecha un ovillo al lado de mi hermano, recordé absolutamente todo como si lo estuviera viendo en una película horrible. La sensación de confusión cuando abrieron la puerta de mi clase y pronunciaron mi nombre. La despersonalización al escuchar la noticia que me había supuesto una lección importantísima. Ser incapaz de procesar unas palabras tan absurdas que la sintaxis parecía no aplicársele: “Alec ha tenido un accidente”. La espera en el hospital. El tiempo arrastrándose hasta que llegó Scott. El tiempo arrastrándose entonces, cuando llegó mi hermano y me pudo sostener entre sus brazos. Sobrevivir sin vivir. Scott recomponiendo mis pedazos entonces, sobre una fría e impersonal silla de plástico que mi cuerpo había convertido en un objeto abrasador, sobre el que ya no podía seguir sentada durante mucho más tiempo.
               Mi cabeza acunándose contra el pecho de mi hermano mientras mis lágrimas mojaban su hombro, igual que ahora mojaban la almohada, igual que mis sollozos sacudían la cama.
               Scott tiró de mí para pegarme a él, susurrándome palabras de consuelo, despertándose con nada cuando nunca, jamás, habíamos sido capaces de despertarlo con nada. Había pasado de tener un sueño tan profundo como una hibernación, a estar ojo avizor incluso en sueños. Debía tener un aspecto tan malo por fuera como me sentía por dentro. Estaba completamente revuelta. Me sentía inútil, desesperada e incluso traidora.
               Porque yo me había despertado, pero Alec, aún no. No debería estar durmiendo. Debería estar con los ojos abiertos para ver lo que nos correspondería a ambos. Tendría que estar a su lado, en la cama del hospital, todo el tiempo que las enfermeras, Annie y Mimi me permitieran; y, cuando no pudiera tener su mano entre las mías, mis dedos se aferrarían a la puerta de la UVI, presionando al tiempo para que transcurriera más rápido.
                -Ya pasó-susurró Scott, acariciándome la cabeza y besándome la frente mientras dejaba que yo me desquitara con él-. Estoy aquí. Todo va a salir bien. Ya está.
               Entonces, cometió el inmenso error de asumir que lo que mi mente fuera capaz de maquinar era peor que lo que tenía que procesar. Qué equivocado estaba. Por muy perjudicial que pudiera llegar a ser para mí misma, muy crítica o cobarde, nunca, jamás, habría sido capaz de imaginarme un escenario tan desolador como el que se me presentaba delante.
               -Sólo ha sido una pesadilla-susurró, presionando sus labios contra mi piel. Su piercing me arañó la frente, pero aquello no era nada con el dolor que me provocaron sus palabras. Levanté los ojos y, como pude, logré enfocar a Scott.
               -No. He tenido un buen sueño. La pesadilla empieza ahora.
               Scott se quedó callado y quieto, sin saber qué decirme ni tampoco qué hacer. Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano, intentando incorporarme, sintiendo a mi estómago contraerse como una estrella tan masiva que colapsa sobre su propio peso. Así me sentía yo: un agujero negro emocional, que lo absorbe absolutamente todo, especialmente la tristeza que abunda a su alrededor. Ni siquiera Scott estaba lo suficientemente recompuesto aún de lo que había pasado como para poder consolarme, así que todo lo que flotaba en el ambiente era una bruma que ocultaba el sol, una bruma en la que yo me escondería hasta el final de los tiempos.
               A pesar de que se desvanecía ante mí como la niebla, sabía que tener mi mente puesta en Alec había hecho que él me visitara en sueños. E, incluso si en cualquier otro momento lo que nos hubiera pasado fuera una pesadilla (podríamos haber roto, nos podríamos haber hecho daño, nos podríamos haber distanciado), sabía que, dadas las circunstancias, lo que había protagonizado conmigo esa noche me mantuvo viva mientras el sol estaba por debajo del horizonte. Porque estaba vivo. Estaba bien. Estaba despierto, e incluso si sus ojos ardían con odio, a mí me sería indiferente. Por lo menos, ardían. Por lo menos me dejaba mirarlo a los ojos, aunque fuera para derretirme de una manera en la que no debes derretir a la persona a la que más quieres.
               Necesitaba volver a verlos de nuevo, y mi cerebro me lo había regalado, notándome tan psicológicamente agotada que el más mínimo traspiés habría sido suficiente para destruirme.
               Scott me acarició la espalda, incorporándose detrás de mí. Me dio un beso en el brazo y tiró un poco de la capucha de la sudadera que me había dado Alec. El tacto suave de la tela era lo único que impedía que me volviera loca. Por suerte, la prenda aún conservaba su olor impregnado, y si cerraba los ojos, inhalaba y me concentraba con mucha fuerza, incluso podía engañarme a mí misma creyendo que estaba ahí. Que quien me acariciaba era él, y no mi hermano.
               Era mejor que nada. Por muy injusto que resultara para Scott, ahora mismo necesitaba a Alec, única y solamente a Alec.
               -Vamos. Tienes que desayunar algo.
               Me sorprendió encontrarme la casa en silencio. Era como si estuviera guardando un luto anticipado, luto que a mí me aterrorizaba. Mis hermanas se habían ido hacía tiempo, al igual que mi padre; escuché el sonido de los pasos de mamá en algún punto de la planta baja y, por un instante, me pregunté qué era lo que la había empujado a quedarse en casa, cuando le encantaba ir al despacho por las mañanas, estar con sus compañeras de despacho y comentar la situación de los casos que tenían pendientes con ellas; enseguida caí en la cuenta, no obstante, de que la razón medía metro cincuenta y siete, tenía la piel más oscura que ella y también pesaba más.
               Era yo.
               Mamá nos sonrió con calidez y esa preocupación maternal tan típica suya, sabiendo perfectamente qué me pasaba por la cabeza incluso sin necesidad de que yo se lo dijera.
               -Hola, mis niños-saludó, cariñosa, y rodeó las escaleras para venir a nuestro encuentro. Me rodeó la espalda con los brazos antes incluso de que yo terminara de bajarlas, y me dio un sentido beso en la mejilla-. ¿Habéis pasado buena noche?-sus ojos apenas se deslizaron a Scott, lo cual me enfadó muchísimo. Scott, que había estado un mes fuera de casa y con el que el contacto se había visto reducido a cinco minutos después del final de cada programa con papá y mamá, pasaba a un segundo plano porque yo no me encontraba bien. Eso me hacía sentir culpable, incómoda, incluso. Si todo siguiera como si no hubiera pasado nada, quizá yo podría intentar sacar la cabeza del agua. Sin embargo, como todo estaba patas arriba y todo el mundo estaba con el agua al cuello, nada ni nadie podía ayudarme. Simplemente me quedaba esperar, y ver qué sucedía: ¿me moriría, o me las apañaría para sobrevivir?
               De momento, mi reto más inmediato era conseguir tomar algo de desayuno. Sólo después de que tanto mamá como Scott me suplicaran, intentando convencerme a mí para que razonara con mi estómago, y tras amenazarme ella con que no iría al hospital con el estómago vacío, conseguí comerme un sencillo cuenco de cereales con yogur y trocitos de fruta cortada a mano por mamá, que se sentó frente a mí para asegurarse de que me tomaba hasta la última gota. Me costó un gran esfuerzo, pero lo conseguí; además, el tiempo que me llevó terminarme el desayuno era un tiempo que había que descontar de la espera en el sofá, con los pies subidos al cuero, matando el rato y de paso a mí misma mientras ansiaba que llegara el momento de irme a ver a Alec.
               Scott se sentó a mi lado, acariciándome la espalda, dispuesto a hacer lo que fuera por conseguir arrancarme una respuesta. Me había sentado como un autómata, inmóvil como una piedra, e incluso había fijado la vista en la chimenea del mismo modo que Bella miraba por la ventana mientras pasaban las estaciones cuando Edward la dejaba en Luna nueva. Me identificaba muchísimo con ella, salvo por el hecho de que Edward y Alec no podían ser más distintos: para empezar, Alec era cálido al contacto, no gélido como un carámbano, lo cual le daba puntos. Sin embargo, siendo tan perfecta y deliciosamente humano como era, también era mil veces más vulnerable que Edward, al que un accidente automovilístico no le causaría más molestias que el tener que pagar los destrozos del pobre coche en cuyo camino se cruzara.
               Además, estaba el hecho de que Edward no dormía, y Alec, de momento, era lo único que podía hacer. Mientras sanaba, sólo quedaba esperar, sentarnos y cogerle la mano para transmitirle que no le habíamos dejado solo. Que había gente que apostaba por él, gente que quería que ganara, gente que lo prefería a un vampiro. Por mucho que nos vendieran lo perfecto que era Edward (más rápido, más listo, más guapo y más inmortal), lo único en lo que superaba a mi Alec era en el hecho de que no podrían apartarlo de mi lado salvo por su propia voluntad. Y yo sabía que Alec no me dejaría sentada frente a una ventana en la que se iban sucediendo los meses como bailarinas en el escenario del Teatro Real.
               No a propósito, al menos.

               Scott se removió a mi lado y yo, lejos de sentirme mal por estar haciendo que el tiempo que tenía en casa se lo pasara sentado en un sofá acariciando a una estatua, sentí que algo en mi interior se encendía. Había pasado más de dos horas sentada frente a la chimenea apagada, aquel lugar con el que había fantaseado con acurrucarme con Alec, tapados con una manta, abrazados y mirando las llamas mientras nos acariciábamos sin ninguna intención sexual. El voluntariado nos había arrebatado el siguiente invierno, pero yo contaba con una infinidad que  ningún humano tenía garantizada. Tendríamos un millón de ocasiones para sentarnos frente al fuego y jugar, o simplemente pasar el tiempo juntos, como yo lo estaba pasando con Scott, con la diferencia de que ambos lo disfrutaríamos y no habría ningún tipo de angustia. Él me besaría la cabeza, yo le besaría las manos que me pasaría por el torso, nos miraríamos, nos sonreiríamos, y seguiríamos así, disfrutando de no hacer nada como sólo los enamorados, y los italianos, saben hacer.
               Quería tener sus brazos a mi alrededor. Quería sentir sus dedos dibujando patrones sin sentido en mi piel. Quería que su respiración me alborotara el pelo. Escuchar los latidos de su corazón si me daba la vuelta y presionaba mi oído contra su pecho, en lugar de tener que verlos dibujados en una pantalla negra y verde. Quería que estuviera allí sentado conmigo, que fuera mi hermano, sentir algo dentro más allá de la bestia que no hacía más que devorar mis esperanzas. Ahora que me había atrevido a soñar con Alec, despertarme sin él resultaría letal. No puedes pedirle a una persona que ha aprendido a volar que eche a andar de nuevo sin sentir mil puñales en las plantas de sus pies después de haberse creído ligero como las plumas que le permitieron surcar las nubes.
               Tenía que despertar a Alec. No sólo por él, que en sí mismo ya era razón bastante, sino también por mí. Por la tristeza en los dedos de mi hermano, intentando arrancarme una respuesta que yo no me veía capacitada a proporcionarle. Por la preocupación en las manos de mi madre, que me había desmenuzado un melocotón hasta el punto de que casi lo había hecho papilla, sólo para hacerme más fácil tragarlo. Por mis hermanas, a quienes les habíamos arrebatado el reencuentro con Scott. Por mi padre, que había ido al trabajo sólo porque mamá le había convencido de que yo me sentiría incluso peor si veía que todos lo paraban todo por mí, y que ahora mismo se preguntaba si no había cometido un error, si no estaría en el lugar equivocado, sentado en su silla del departamento de literatura mientras a su hija le atropellaban el corazón.
               -¿Quieres que te lleve al hospital, Saab?-ofreció mamá. Scott se giró y la miró. Estaba tan absorto en sus pensamientos que, como yo, no la había escuchado acercarse. Mamá llevaba rondándonos como una pantera en la sombra más de media hora, contemplando los relojes de la casa, calculando cuánto tardaríamos en llegar en transporte público al hospital y cómo estaría el tráfico londinense en ese momento. A la vez que se produjo mi despertar y volví a tomar conciencia del tiempo, que lejos de ser una ilusión es lo más tangible que existe, mamá tomó la decisión de que yo la necesitaba más que el resto de la familia. Ni siquiera había hecho comida. Le enviaría un mensaje a papá para que cogiera algo de la que venía del trabajo; quizá Scott pudiera encargarse de preparar algo rápido y nutritivo después de ir a recoger a Duna al cole.
               -Prefiero caminar-contesté. Bastantes molestias se estaba tomando todo el mundo conmigo, como para ponerlo todo aún más patas arriba. Mamá, sin embargo, se alisó los leggings y entrelazó las manos.
               -¿Por qué no aprovechas hoy para ir un poco antes y hablar con los médicos sobre los horarios de visita y demás, Saab? Quizá podamos conseguir que te los extiendan un poco más si les explicamos la situación.
               -¿Crees que harían eso?-pregunté, girándome para mirarla. Mi voz sonó completamente plana, como si me diera absolutamente igual todo lo que estaba pasando, aunque nada más lejos de la realidad. Lucharía por cada segundo al lado de Alec. Las enfermeras de la UVI tendrían que arrastrarme, literalmente, fuera de la sala cuando se terminara el horario de visitas.  Es más: si no ponían ninguna barrera en la puerta, nada impediría que entrara en tromba nada más llegar, sin importarme si lo hacía con media hora de antelación.
               Mamá se inclinó y me acarició la cabeza. Me apartó un par de mechones negros de la cara y siguió por mi mentón, esbozando la típica sonrisa comprensiva que se supone que las abogadas mortíferas como ella no saben esbozar.
               -El personal sanitario también son personas. Estoy segura de que comprenderán tu situación. Además, soy la abogada de la familia Whitelaw-me recordó-. Quizá necesite recabar un poco de información en el futuro, así que puedo ir tanteando ya el terreno, para ver cómo está la situación.
               En ese momento no le di más importancia a lo que me dijo. Simplemente me ofrecía una vía libre, rápida y puede que más amplia para ir a ver a Alec, así que la acepté. Después de pedirle a Scott que viniera con nosotras, pues albergaba la esperanza de que le dejaran entrar unos minutos para que estuviera con Alec (no me perdonaba el haber hecho que su visita fuera más corta por mi estúpida huida de la UVI), subí penosamente las escaleras en dirección a mi habitación.
               No fui capaz de quitarme la sudadera de Alec. Me parecía una traición y un sacrilegio abominable a partes iguales. Puede que en otro momento me arrepintiera, especialmente si pasaba el tiempo suficiente en el hospital como para que el aroma natural de su cuerpo se diluyera y fuera sustituido por esa peste a desinfectante, pero en ese instante no podía pensar en lo doloroso que me resultaría apartar eso que tanto me recordaba a él de mi piel. A falta de sus brazos, buena era su ropa, me dije a mí misma mientras metía los pies en unos leggings y me calzaba unas Converse de cuero blancas, muy parecidas a unas que tenía él. De repente, me pregunté qué llevaría calzado en el momento del accidente y qué había sido de su ropa: en el hospital estaba descalzo y con esa bata que tan humillante resultaba (si estabas despierto, claro), de modo que, ¿dónde estaban sus cosas? ¿Se las habrían entregado a Annie? ¿Estarían esperando en algún almacén a que las reclamáramos? Tenía que hablar con mamá para que se asegurara de que tuvieran sus pertenencias a buen recaudo. El polo de Amazon le daba igual, pero sabía que el resto de cosas eran importantes para él. Por mucho que lo negara, Alec era súper pijo. Más que yo, de hecho. Y si le gustaba vestir bien y de marca, era porque se lo curraba, así que nadie tenía derecho a privarle de las horas de trabajo que tan caras habían terminado costándole.
               Scott me dejó sentarme en el asiento delantero del coche, yendo él detrás, mirando por la ventana en un día cruelmente soleado. Si me sentía culpable por que mi familia estuviera parándolo todo y adaptándose a mi dolor, me enfurecía que el mundo continuara como si nada, avanzando inexorablemente hacia el corazón de la primavera. Los árboles no debían retoñar, las flores no debían abrirse en los campos, y los parques no debían empezar a rezumar la vida que ya se iba barruntando. Nadie debía abandonar en casa aún sus abrigos, colgados en un perchero al que se iría olvidando poco a poco hasta recordarlo de repente, como quien cae en la cuenta de que ha quedado, en octubre.
               Una música alegre sonaba en la radio. Incluso el arte se burlaba de mí. El universo en su conjunto parecía querer recordarme esa época deliciosa en que había sido completamente feliz. Era un puñal al rojo vivo que se retorcía en mis entrañas.
               -¿Puedo apagar la radio?
               -Claro.
               Mamá me miró de reojo cuando me incliné hacia el panel de mandos del coche y rocé suavemente con los dedos el icono de apagado del volumen. No soporté el silencio que prosiguió, porque me dejaba sola con mis pensamientos, pero al menos era algo mejor que ver cómo todo continuaba como si no pasara nada.
               Si él se muere nunca te habrá escuchado decir que es tu novio.               Si él no se despierta nunca te habrá escuchado decirle que le quieres.               Si él se muere nunca te habrá dicho que eres suya sin que hayas protestado.               Si él se muere, le habrás negado todo lo que quería por una estúpida distancia que habríais sobrellevado bien.               Si él no se despierta, nunca sabrás qué se siente al decirle “te amo” a la única persona del mundo que sabes, a ciencia cierta, que no te mereces.               Si él no se despierta, te merecerás todo el sufrimiento por el que pasarás.               Porque la culpa es tuya.               La culpa es tuya.               Lo habrás matado tú.               Volvía a estar mareada cuando mamá metió el coche en el aparcamiento y Scott me abrió la puerta. Me rodeó la cintura de manera instintiva, dejando que apoyara todo el peso de mi cuerpo en él, y cuando levanté la cabeza y sugerí que quizá podría ir a donar sangre después, Scott bufó una risa y negó con la cabeza, comentando:
               -Es cierto que todo lo malo se pega. Te has vuelto igual de payasa que él.
               Lo cual, técnicamente, no era cierto. Alec era mil veces mejor que yo incluso en eso. Conseguía hacer que absolutamente cualquier cosa tuviera gracia. Estaba convencida de que volvería gracioso hasta un obituario, si se lo proponía. Tenía esa chispa con la que ya no nacía nadie, ese carisma que se saltaba dos generaciones.
               Y estaba postrado en una cama, sin poder usarlo, sin poder hablar, sin poder hacer nada más que respirar, y ni siquiera sabía si hasta para eso necesitaba ayuda. No sólo tenía que cargar con el peso de no tenerlo si lo perdía: también tendría el cargo de conciencia que supondría habérselo arrebatado al mundo.
               Se me hizo muy raro entrar al hospital por la puerta principal, en lugar de por urgencias. Dos veces tuvo que preguntar mamá las indicaciones para llegar a la UVI, y dos veces tuvimos que rehacer el camino porque habíamos girado cuando teníamos que seguir recto. Por fin, después de lo que me pareció un paseo por un infierno impoluto, llegamos a la sala de espera con la que me familiarizaría mucho. Varios grupos de personas se congregaban en torno a las puertas batientes; los familiares más recientes estaban de pie, hablando en voz baja y cambiando habitualmente el peso de sus cuerpos de un pie a otro. Los que habían sido más madrugadores, por el contrario, habían conseguido alguna de las codiciadas sillas azules, y esperaban, en silencio o hablando en los mismos susurros que sus compañeros más altos, a que la enfermera jefe saliera y anunciara que ya se podía pasar.
               Comprobé que Dylan ocupaba una de las sillas frente a las puertas y, para mi horror, me di cuenta de que no estaba solo. Mimi, naturalmente, estaba con él, pero yo la había eliminado de la ecuación nada más me fui del hospital la noche pasada: no sé por qué, había dado por sentado que ella iría al instituto y yo podría aprovechar para hacer la primera visita del día. El único recado que me había dejado Annie era que me organizara con Mimi, y yo había interpretado que se refería al recreo… pero yo no había ido al recreo, así que no había podido comprobar que Mimi también estaba ausente.
               -Sher-constató Dylan, sorprendido al vernos, poniéndose en pie y acercándose para abrazar y darle a mi madre un beso en la mejilla.
               -Siento muchísimo lo que ha pasado. ¿Cómo está?
               -Estable, que no es poco. He podido hablar esta mañana con Annie, y me ha dicho que no hay muchas novedades.
               -Que no haya noticias son buenas noticias-comentó mamá. Dylan asintió con la cabeza, rascándose la nuca, y nos miró a Scott y a mí.
               -Supongo. ¿Cómo estáis, chicos?
               -Mal-dije yo. No estaba para mentiras corteses ni para maquillar la verdad. Estaba mal, y así iba a decirlo. Dylan asintió, compartiendo mi expresión.
               -Bueno… yo no me quejo-Scott imitó el gesto de Dylan, tocándose la nuca, y se encogió de hombros-. Después de todo, no soy la novia.
               Fulminé a Scott con la mirada. Que usara esa palabra me molestó; no porque hubiera usado el término genérico para las chicas en mi situación, sino porque había recurrido a la palabra que las mujeres monopolizan al menos un día en su vida, en una ocasión: cuando se casan. Bride, en vez de girlfriend. Girlfriend no tenía escapatoria: era una chica, y una amiga de Alec. Bride, sin embargo… tenía una connotación exclusiva, importante, y lo peor de todo, completa y absolutamente certera, que me aterrorizó.
               Porque, mientras yo me esforzaba en trazar límites con Alec, no me daba cuenta de que, en realidad, las líneas que estaba dibujando en el suelo no hacían más que acercarnos. Era un círculo en el que nos estaba encerrando a ambos. A ojos del mundo, incluidos los de él, estábamos casados.
               Pero yo era tan mezquina que no me merecía ser su viuda, a pesar de que fuera completamente de negro.
               -Le vendrá bien teneros aquí, aunque… no sé cómo os vais a organizar con las visitas-se giró para mirar a su hija, cuyos ojos chispearon en ese momento. Tenía la mirada posada en mí, y yo supe en qué estaba pensando como si lo hubiera dicho en voz alta, ya que era lo mismo que se me estaba pasando a mí por la cabeza: las enfermeras habían sido claras, sólo un visitante por paciente. ¿Quién sería la primera? ¿Quién le quitaría el puesto a la otra? ¿A quién tendrían que expulsar de la UVI?
                Mimi se inclinó ligeramente hacia delante, y un tímido amago de sonrisa se dibujó en su boca, elevando la comisura de sus labios hasta formar una pequeña media luna. Su pelo de color caoba se deslizó por su hombro, aún indomable, y unas profundas ojeras hacían de sombra de ojos invertida.
               -Tienes una pinta horrible-soltó, y tanto Scott como mamá se quedaron a cuadros.
               -¡Mary Elizabeth!-protestó su padre, pero para mí fue como una bofetada.
               Una bofetada para bien.
               Una bofetada de las que te da la vida para que espabiles, dejes de hacer el tonto y te pongas a trabajar.
               -Tú también. Me alegro de que lo hayas pasado mal-respondí, sentándome a su lado-. Si estamos lo suficientemente feas, seguro que lo despertamos de un susto.
               Mimi rió, y por el sonido musical de su carcajada, supe que lo hacía de verdad. Lo sabía porque así era como sonaba cuando Alec decía alguna gilipollez. Genuina. Libre. Sin preocupaciones. Joven. Feliz.
               -Sí, pero lo que queremos es despertarlo del susto, no matarlo, Saab.
               Esta vez, la que tuvo que reírse fui yo. Y tanto Scott, como Dylan y mamá respiraron tranquilos. Nos estábamos proporcionando alivio la una a la otra. No íbamos a pelearnos, sino todo lo contrario: nos enfrentaríamos a nuestro enemigo juntas.
               Me aferré a su mano y entrelacé los dedos con los suyos, mirándola.
               -Me preocupaba no haber ido a clase para no poder hablar contigo sobre cómo vamos a turnarnos para entrar a verle.
               Mimi asintió.
               -No he dormido nada.
               -Se te nota.
               Hizo una mueca, poniendo los ojos en blanco y sacando la lengua. Se apartó un mechón de pelo de la cara, colocándoselo tras la oreja, y respondió tras tragar saliva, haciendo acopio de toda la valentía que tenía en el cuerpo:
               -Me preocupaba que no coincidiéramos. Que, ya sabes, creyeras que yo vendría a la hora de comer y no podrías entrar, así que decidieras venir por la tarde.
               -Qué tontería. Podría tumbarte sin despeinarme aunque seas más alta que yo. Haces ballet, no kick, Mary Elizabeth-le recordé, y ella sonrió, mirándose los pies-. ¿De qué te ríes?
               -Me has llamado Mary Elizabeth como sólo él me llama Mary Elizabeth.
               -Sí, bueno…-balanceé los pies a unos centímetros del suelo, como una niña pequeña esperando su turno en el dentista-. No se lo digas a Annie, no quiero que le parezca mal, pero puede que esto tenga su parte buena. Es un alivio que se esté calladito aunque sean cinco minutos al día. Así deja de protestar por lo pésima hermana que eres.
               -¿Sí? Menos mal. Yo estaba contentísima de no tener que aguantarle lloriqueando sobre lo cansina que eres. Si no vuelve a hablar, todos saldremos ganando-bromeó, y yo asentí,  riendo entre dientes.
               Mimi volvió a clavar los ojos en mí y, entonces, apretó la mano que tenía entre la mía, proporcionándome un alivio y un apoyo que no pensé que sería capaz de sentir en esas circunstancias.
               -Me alegro de que estés aquí. Yo no podría hacerlo sola. Si alguien puede hacer que se despierte, ésa eres tú, Saab. Y yo…-se le quebró la voz, se le humedecieron los ojos y se llevó la mano libre a la boca-, echo muchísimo de menos a mi hermano. No soporto el silencio que hay en casa. Si se despierta, no volveré a quejarme de nada de lo que hace. De absolutamente nada. Os dejaré hacerlo incluso en mi habitación, si queréis.
               -Yo tampoco soporto estar sin él-jadeé, sintiendo que me  convertía en una presa de madera ante las aguas del diluvio, cediendo a mis sentimientos y a mi desesperación-. Si un día sin él es horrible, no quiero imaginarme lo que sería un mundo en el que él ya no estuviera.
               -Lo vas a conseguir-me apretó la mano con las suyas, sus ojos centrados en nuestros nudillos reunidos-. Lo vas a conseguir. Estoy segura.
               -No sé cómo, Mimi.
               -De la misma forma en la que lo has arrastrado a la monogamia. O has hecho que le guste quedarse en casa más que salir de fiesta un sábado por la noche. O has hecho que ayude en casa. O has hecho que sea feliz como yo nunca antes le había visto serlo. Se peleó con su entrenador por ti-me recordó, y yo no pude evitar reírme ante el recuerdo de Alec dándole una paliza a Sergei por mí-. Si ha podido volverse contra Sergei por ti, estoy segura de que, sea quien sea con quien ahora esté luchando, le vencerá. Tiene que volver contigo. Y tú tienes que traérnoslo de vuelta-gimió, abriendo los dedos para liberarme, y yo la cogí y la estreché entre mis brazos, dando rienda suelta a mis lágrimas.
               Si Mimi supiera que yo no era capaz de hacer nada más, que si era mágica era por Alec, que la varita era la que hacía al mago y no al revés… no debía confiar tanto en mí. Ella también tenía una fuerza dentro que teníamos que explotar. Conmigo no era suficiente, pero con ella, tal vez sí.
               -Le traeremos de vuelta, Mím. Las dos. A ti también te quiere muchísimo.
               -Yo no…
               -Eh. No te lo dice porque no quiere que te sientas obligada a compartirlo con él, pero adora a Trufas. Imagínate lo que debe de quererte para fingir que detesta al conejo. Siempre te pide los refrescos light porque sabe que te preocupa engordar, ve en invierno las películas que te gustan porque sabe que eres friolera y él es calentito, y además… te dejó pasar San Valentín con nosotros cuando viniste disgustada-le recordé, y Mimi parpadeó-. Si eso no significa que ejerces mucho poder sobre él…
               Me sentí un poco mejor cuando reconocí la expresión en los ojos de Mimi. La había visto en mis amigas mil veces, cuando yo les recordaba la leona que llevaban dentro y que ellas habían empezado a ver como una simple gatita. Estaba tomando conciencia de sí misma.
               Empoderándose.
             
 Mimi fue la primera en entrar cuando la enfermera jefe salió, anunciando que ya podíamos pasar. Era lo justo: ella era la hermana, sangre de la sangre de Alec. Tenía más derecho que al que yo podía aspirar en ese momento a acceder; es más, si me dejaban verlo, sería por la generosidad de su familia, no porque el hospital me hubiera incluido en ninguna lista de familiares. Normalmente, cuando un paciente está en planta, puede recibir visitas de cualquier persona que se moleste en pasarse por su habitación; las cosas en la UVI son más complicadas. La burocracia es más larga y tediosa, y las defensas de los pacientes están tan débiles que la más mínima exposición a un agente patógeno podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte.
               Además, estaba el hecho de que mamá quería hablar con las enfermeras. De modo que, cuando terminaron de entrar todos los visitantes, quedándose los acompañantes de estos rezagados en la puerta, mamá dio un paso al frente y, con amabilidad pero decisión, le preguntó a la enfermera:
               -¿Podría hablar con usted un momento?
               La enfermera la miró de arriba abajo con absoluta desconfianza. Puede que hubiera reconocido a mamá por su papel en causas sociales que no dejaban de afectar también a los hospitales; a fin de cuentas, para sus socias de despacho no era algo insólito tener que ir a la planta de un hospital a visitar a una clienta, para desgracia de todas. Mamá lamentaba tener que hacerlo, pero no se salvan vidas manteniéndose alejadas de las vendas. Sin embargo, era evidente que no era enfermera, así que el hecho de que su rostro le resultara familiar al personal sanitario sólo podía deberse a una causa: era otra profesional que podía pulular por los hospitales, pero de los antagonistas de los médicos. Una abogada que podía estar buscándole las cosquillas a la enfermera jefe, intentando encontrar algún hueco por el que colarse y darle más de un quebradero de cabeza.
               -¿Sobre qué, señora…?-dejó la pregunta en el aire, igual que la puerta abierta. Vi por la rendija que Mimi avanzaba con las manos separadas de los costados, como hacía cuando estaba nerviosa, en dirección a la cama de Alec. Sus pies eran rápidos como los de un cazador, consciente de que no podía perder ni un segundo. Todo el tiempo que no estuviera al lado de Alec era tiempo desperdiciado, energías malgastadas.
               Igual que las mías.
               -Por favor, llámeme Sherezade-pidió mamá, extendiendo la mano hacia la enfermera, que se la quedó mirando un momento antes de quitarse el guante de látex que tenía cubriéndole una mano y estrechándosela-. Estoy aquí porque soy una buena amiga de Annie Whitelaw, la señora que ha pasado la noche en la UVI, cuidando de su hijo.
               Algo en la mirada de la enfermera cambió, pero no lo suficiente como para que desaparecieran todos sus recelos.
               -Verá, resulta que Annie, además de íntima amiga mía, es también clienta mía. Soy abogada-informó, y vi que la enfermera había dado en el clavo con respecto a mamá con la chispa de reconocimiento que estalló en su mirada-. Como probablemente sepa, su hijo Alec ha tenido un accidente mientras trabajaba, y evidentemente, voy a ocuparme de llevar su caso. Simplemente me gustaría saber quién se encargó de recibirlo en urgencias ayer por la mañana, cuando sufrió el accidente.
               -No creo tener autorización para ir revelando las identidades de quienes se ocuparon de un paciente que ni siquiera es familiar suyo, Sherezade.
               -Podría consultarlo con la señora Whitelaw si así lo desea. Le dirá que me puede dar toda la información que necesite.
               -Francamente, no sé si es cuestión de que la señora Whitelaw me autorice o no. Hay  más personas implicadas en esto que ella.
               -Con todo respeto, señorita… Judy-mamá bajó los ojos a la plaquita con la información de la enfermera, que parpadeó despacio como invitándola a seguir-. Entiendo perfectamente que le cause recelos que le pidan que identifique a los colegas que se han ocupado de tratar a un paciente con un diagnóstico tan complicado como Alec Whitelaw-la voz de mamá había cambiado; la amabilidad de su tono había desaparecido para dejar paso a una determinación glacial. Nadie iba a interponerse en su camino. No lo habían conseguido compañeros de profesión con más experiencia y recursos que ella en el pasado, así que menos iba a hacerlo una enfermera que, claramente, no conocía sus obligaciones legales-. Sin embargo, debo recordarle que como personal sanitario que es, está sujeta a las Leyes de Protección del Paciente, de modo que…
               -De modo que, como usted sabrá-atajó la enfermera-, de conformidad con el derecho a la privacidad de los pacientes que se les reconoce en virtud de esa ley, no puedo ir divulgando su información a cualquier persona que me la solicite.
               -De hecho-mamá abrió su bolso, se sacó un bolígrafo y una libreta, que abrió por una página en blanco-, sí. La privacidad de los pacientes se aplica sólo a lo que tenga que ver estrictamente con ellos, no con el personal que los ha tratado. Punto 37 del artículo 11-mamá levantó una ceja, segura de sí misma-. Asimismo, en el artículo 2, apartado g, en el que se establecen las personas excluidas de este derecho a la privacidad, hay una cláusula de apertura para “todas aquellas personas que los familiares en línea directa autoricen expresamente para el tratamiento de esa información”-mamá garabateó en la hoja, la arrancó. Pude ver que había escrito los dos artículos que acababa de citarle a la enfermera-. Y resulta que la señora Whitelaw, madre del paciente, me ha otorgado un poder notarial por el cual me autoriza a realizar cualesquiera gestiones que redunden en beneficio de su familia en su nombre. Busque los artículos si así lo desea-le entregó la hoja a la enfermera, que la miró con estupefacción-. Y luego,  por si necesita reforzarse de alguna manera, le aconsejo que le eche un vistazo a la Ley de Funcionamiento de Hospitales, Centros de Salud, Farmacias y Demás Establecimientos Sanitarios para ver si tiene derecho, realmente, a negarse a identificar a las personas que traten a un paciente. Juraría que el artículo 1, apartado a, párrafo tercero, dice algo así como “ningún profesional sanitario podrá negarse a identificar a aquel, o aquellos profesionales, que hayan intervenido en el proceso asistencial de un paciente”. Pero qué sabré yo, ¿verdad?-mamá se apartó el pelo del hombro-. Ni siquiera soy familiar del señor Whitelaw.
               La enfermera emitió un bufido exasperado, mirando los dos números que mamá le había escrito en la hoja.
               -Tendría que consultar quién lo ha hecho, pero como comprenderá, hay personas dentro de la cadena de asistencia que no quedan registradas. Los celadores, y demás. Gente que no interviene directamente en el paciente.
               -Consulte todo lo que quiera, señorita Judy, pero necesito que me traiga los nombres de todo el personal de este hospital que le haya puesto la mano encima al señor Whitelaw, aunque sólo haya sido de pasada. Y del conductor de la ambulancia-añadió cuando la enfermera ya se iba. La mujer se limitó a asentir con la cabeza, apretando los labios, y desapareció tras la puerta batiente.
               Tras eso, mamá se dio la vuelta, se tiró del bajo de la blusa y puso los ojos en blanco.
               -Ugh. Gente de ciencias-escupió como si fuera el peor de los insultos. Se estremeció de pies a cabeza, y luego negó con la cabeza.
               -Estoy impresionado, Sher-le dijo Dylan, y mamá sonrió. Noté que todo el mundo nos miraba, pero nadie se atrevía a abrir la boca, por si acaso atraía atenciones indeseadas de mamá. Eran inteligentes.
               -Por favor, Dylan. Yo me tomo mi trabajo en serio. ¿Pensabas que sólo me comportaba como una hija de puta en los juzgados?
               -Sinceramente, no creí que te comportaras como una hija de puta en los juzgados. Me parecía que simplemente eres buena interrogando.
               -Eso es porque soy tan buena en los interrogatorios que muy poca gente se da cuenta de la cantidad de veces que insulto a los que subo a estrados-rió mamá, comprobándose el pintalabios en la cámara del móvil-. Aunque, si te soy sincera, en las cosas que atañen a mis amigas sí que me comporto como una hija de puta más que de costumbre.
               -¿Para qué necesitas saber quiénes han estado a cargo de Alec, mamá?-quise saber yo.
               -Sí, mamá, ¿para qué es? ¿Para ponerle una demanda al hospital? Porque ya sabes cómo es Alec. Se negará en cuanto se despierte.
               Pero mamá negó con la cabeza.
               -Necesito hacer una reconstrucción de los hechos lo más precisa posible, y los únicos que pueden dármela son los que han tratado a Alec de primera mano.
               -¿Y eso por qué?
               -Bueno, Sabrae, Alec ha tenido un accidente-razonó con paciencia-. Y alguien tiene que darle una compensación por ello.
               -¿Una indemnización? ¿De cuánto?-preguntó Scott, y mamá lo fulminó con la mirada.
               -¿Por qué? ¿Estás pensando en comprarte una condenada moto tú también, por si el programa no sale bien?
               -Mamá-Scott puso los ojos en blanco, conteniendo a duras penas el sarcasmo-. El programa va genial. Y, sinceramente, ahora mismo no es lo que más me preocupa en el mundo-miró con intención la puerta, y yo sentí que se me encogía el corazón. Cerré los ojos y volví a sentarme sobre la silla de plástico azul, que se había enfriado un poco durante la disputa.
               Una enfermera mucho más joven, probablemente de prácticas, se asomó a la puerta esta vez. Traía un listado recién impreso con el membrete del hospital en la parte de arriba, y los nombres y puestos de todos aquellos involucrados en la asistencia a Alec. Mamá le dedicó un “gracias, querida”, le sacó varias fotos al listado, y no perdió tiempo: empezó a hacer anotaciones con el dedo en la pestaña de las imágenes, ampliando y reduciendo la vista de los nombres que en ella aparecían. Nada podía distraerla, excepto una cosa: la salida de Annie de la UVI.
               Mamá levantó la cabeza y la miró. Las dos mujeres se quedaron un instante en silencio, como midiéndose la una a la otra, hasta que por fin mamá salvó la distancia que las separaba y se fundieron en un cálido y emotivo abrazo. Annie empezó a llorar en cuanto la piel de mamá tocó la suya.
               -Shh, shh, ya está. Todo va a salir bien-la consoló, acariciándole la cabeza-. ¿Cómo está?
               -Igual. No ha habido ningún cambio, ninguno en absoluto.
               -Bueno, aún es pronto. Seguro que ni siquiera sin coma se habría despertado aún, con toda la anestesia que habrán tenido que ponerle. ¿Has comido algo?
               -Las enfermeras me acercaron una bandeja del desayuno, pero no he probado apenas bocado.
               -Tengo buenas noticias-anunció mamá, agarrándola del antebrazo y separándola para poder mirarla a los ojos-. Tengo la lista de todos los que han estado tratando a Alec. En cuanto me digas, empezaré a citarme con ellos para que me cuenten qué sucedió. En qué estado le encontraron, qué le han hecho…
               -¿No está ya todo reflejado en los informes médicos?
               Mamá hizo un mohín.
               -Querida, la que trabaja con las palabras soy yo. Te sorprendería la cantidad de médicos a los que he tenido que citar en el juzgado para que me explicaran los partes de urgencias que redactan; ni un egiptólogo es capaz de sacar nada en claro de ellos. Lo mejor será hablar con ellos, y hacerlo cuanto antes, mientras tengan fresca la memoria.
               -Pues cuando quieras…
               -¿Segura, Annie?-preguntó Dylan, adelantándose-. Deberías comer algo antes que nada.
               -No tengo apetito, Dyl.
               -Aun así.
               -Tu marido tiene razón, Annie. Será mejor que comas algo antes de ir a hablar con un médico. Quién sabe las vueltas que va a darnos; vamos a tener que estar con la cabeza despejada y el estómago lleno, o esa impresión me da. Además-se giró para mirarme-, si no recuerdo mal, Sabrae quiere hablar con él también. ¿No es así, hija?
               Vacilé. No estaba segura de verme con fuerzas para volver a ver al doctor que había tratado a Alec; una cosa era que sus parientes me dijeran que no veían cambios en él, y otra muy diferente era que me lo confirmara un doctor. Sin embargo, sí que necesitaba negociar con alguien acerca de los horarios de visita. Dos turnos de media hora ya eran un tiempo irrisorio, más aún si tenía que dividírmelo para compartirlo con Mimi. Necesitaba que alguien me diera un paso libre. Aunque fuera doblarnos el tiempo. No molestaría. Simplemente me limitaría a sentarme, cogerle la mano y esperar a que me echaran.
               -Bueno… sí. Me gustaría saber si Mimi y yo podríamos tener nuestros propios horarios de visita. Media hora a repartir entre las dos es muy poco. Pero después del encontronazo que has tenido con la enfermera, mamá, no sé yo si nos dejarán…
               -Tonterías, nena. Ya verás cómo sí. Lamento que haya tenido que ser así, pero era absolutamente necesario que me diera este listado. Alec lo necesitará más adelante, y cuanto menos tiempo les demos para cubrirse las espaldas, mejor.
               -¿Por qué son tan desconfiados en esto?-Annie negó con la cabeza-. No lo entiendo. Me han hecho firmar como… un millón de papeles garantizando la confidencialidad.
               El rostro de mamá se mudó de repente.
               -¿Que han hecho qué?
               -Apenas los he leído por encima, pero me los han explicado con algo de detalle. Básicamente era garantizando que no comentaría nada de lo que escuchara en la UVI con nadie, porque se ven involucrados otros pacientes… aunque ellas hablan en tono bastante bajo.
               -Aun así, no pueden obligarte a firmar nada en tu estado, Annie. Estás pasando por un momento muy difícil. ¿Sabes? Creo que será mejor que vayamos a comentárselo ahora mismo al médico que esté al mando de todo. Dime, ¿con quién habéis hablado?
               -Se llamaba Moravski, pero no sé si estará trabajando. Recuerda que tienen turnos.
               -Por intentarlo, que no sea-mamá se puso en pie, se guardó el listado en el bolso y me miró-. ¿Vienes, o prefieres quedarte, Saab?
               -Tengo que estar aquí cuando salga Mimi. No quiero que Alec se quede solo.
               -Alec…-murmuró Annie, pensativa, como si se hubiera olvidado de que su hijo era la razón de que todos estuviéramos allí. Mamá y Dylan la miraron; la primera, un poco menos preocupada que el segundo, pero preocupada de todos modos. Annie sí que necesitaba un descanso, seguramente también atención psicológica. Dudaba bastante que nadie se hubiera preocupado por ella, a pesar de que son las madres quienes, con diferencia, más sufren.
               Mamá le pasó las dos manos por los hombros y le dio un suave apretón.
               -Ven. Buscaremos al doctor y conseguiremos aclarar unas cuantas cosas. Después del numerito que le he montado a la enfermera, ya verás como lo tratan a cuerpo de rey.
               -¿Qué le has hecho?-quiso saber Annie con un deje ansioso en la voz. Mamá se rió.
               -Te va a hacer gracia…
               Y, mientras mamá le relataba lo que había pasado antes de que saliera, echaron a andar, con los ojos de Dylan puestos en su mujer. Quise preguntarle por qué no se iba con ellas, pero enseguida caí en que él tenía alguien de quien cuidar. Era el único que podía hacerse cargo de Mimi mientras yo estaba dentro: si todo iba bien y me dejaban entrar acompañada de Scott, Mimi se quedaría sola de no ser por su padre. Y lo último que necesitaba la hermana de Alec era quedarse sola en ese momento, precisamente en el hospital. Quién sabía lo que podía hacer. Aunque había entrado un poco más relajada, seguía aún muy machacada por todo lo que estaba pasando. Yo ni siquiera me hacía una idea, aunque pensaba que sí: una cosa era haber acogido a Alec en casa, ahora que Scott se había ido y necesitaba de alguien que me cuidara mientras superaba la ausencia de mi hermano, y otra muy diferente era experimentar su ausencia en mi propia casa. Yo no sabía lo que era bajar a desayunar y encontrármelo todos los días refunfuñando por culpa de Trufas. Yo no sabía lo que era que me fuera a buscar a ballet, ni sabía lo que era pelearme con él por el mando de la tele, porque siempre me ofrecía ver los canales que yo quisiera, siendo un novio perfecto a pesar de que me había negado a concederle el título. Si mi vida estaba patas arriba, la de Mimi se había hecho pedazos. Su casa ya no era su casa, y su hogar se reducía a una silla de hospital en la que tenía que sentarse media hora cada día, a cogerle la mano a su hermano y rezar porque, en algún momento, él encontrara la manera de volver con nosotras, o nosotras de traerlo de vuelta.
               Ahora, Mimi tenía la casa entera para ella sola. Podría hacer lo que quisiera incluso en la habitación de Alec. Revolvérselo todo, desordenarle hasta las motas de polvo que se iban posando poco a poco sobre su escritorio sin usar, ¡incluso toquetear su chaqueta de boxeador, aquella para la que él no le había dado permiso a acercarse! Podía hacer un millón de cosas, pero ninguna le apetecía, y la única de la que tenía ganas era, precisamente, de pinchar a su hermano para cabrearlo y poder pelearse con él.
               Su hermano, que estaba postrado en una cama sin poder hacer nada. Sin sentir. Sin reaccionar. Sin mirarla con esa expresión de cansancio con la que la fulminaba cada vez que ella le tocaba lo suficiente los huevos. Sin reírse cuando era él quien la molestaba a ella. Sin abrazarla cuando Mimi se enfadaba con él. Sin darle besos: de buenos días, de buenas noches, de “perdóname, hermanita” o “te jodes, hermanita”.
               Es curioso cómo siempre tienes más ganas de hacer lo único que no puedes.
               Igual que yo ahora quería comérmelo a besos, y ni siquiera yo misma me lo permitiría. Tenía una mascarilla puesta, ¿cómo iba a darle un beso en los labios sin arriesgarme a asfixiarlo? Era un riesgo demasiado grande que yo no estaba dispuesta a correr, así que no lo correría.
               Después de lo que me pareció una eternidad pero mucho antes de lo que esperaban el resto de los familiares allí presentes, la puerta se abrió y la UVI vomitó a Mimi, que salía con una expresión de agotamiento absoluto. Cualquiera que la viera creería que había visto un fantasma, pero yo sabía que nada más lejos de la realidad: fantasma, precisamente, era lo que queríamos ver. Un fantasma, al menos, era la esencia de la persona tal y como había sido en vida, no el cascarón vacío del cuerpo de quien tan feliz te había hecho a lo largo de tu existencia.
               Me levanté como un resorte, dispuesta a aprovechar el tiempo que Mimi me había dejado. Ni siquiera miré el reloj, ni a mi hermano: en cuanto ella abrió la puerta, mi cuerpo reaccionó poniéndose en modo acción, lucha-o-huida, sin dejar que las dudas me agarrotaran los músculos o me impidieran avanzar. Me colé por el hueco entre las dos puertas como una hoja de otoño en una casa ansiosa por aprovechar hasta el último segundo del verano, e ignorando los susurros procedentes de las camas de los vecinos de Alec, avancé directamente hacia él.
               Me alivió comprobar que mi corazón no se encogía con tanta violencia al encontrarlo, y a la vez, me dolió darme cuenta de que significaba que me estaba acostumbrando. Me estaba acostumbrando a echarlo de menos, a ver esa parte de él que no terminaba de ser él del todo, a que Alec viviera en mis recuerdos y luchara por su vida en mi presente, a adorar el pasado y maldecir el futuro que trataban de arrebatarnos.
               Escuché mis pasos como el golpeteo sordo de un tambor muy lejano mientras me acercaba a la silla. Seguía cálida cuando me senté: Alec era un rey que había tenido tres reinas a su lado, todas ocupando el mismo trono, que no el mismo puesto en su entramado familiar.
               Le cogí la mano con una y le acaricié el brazo con otra, observando el lento vaivén de su pecho mientras la mascarilla se empañaba y desempañaba al ritmo de su respiración. Un rey, sí, eso era. Un rey guerrero, atrapado en un cuerpo que hasta entonces había sido su mejor arma, pero que ahora se había convertido en un sarcófago. El sol… un faraón. Su alma era tan pura que ni las mismísimas pirámides le harían justicia el día que abandonara este mundo, que yo esperaba que fuera dentro de mucho, muchísimo tiempo. Necesitaba que esto fuera un punto y aparte en nuestra historia, en lugar de un final. Necesitaba ver su expresión cuando pronunciaba su nombre, aunque fuera una última vez; aprender a valorar ese brillo en su mirada cuando me reconocía entre la gente, la calidez de su sonrisa cuando me desnudaba, la humedad en sus labios cuando se los relamía al acariciarme, y el suave beso frío de sus dientes cuando me mordisqueaba suavemente el lóbulo de la oreja al poseerme.
               Necesitaba que volviera conmigo. Si no podía dar marcha atrás en el tiempo, al menos hacer que éste acelerara a toda velocidad, saltarme toda esta dichosa espera hasta el momento en que abriera los ojos.
               -Alec-susurré, siguiendo las líneas de la palma de su mano con los dedos. Me concentré en examinar su rostro. Cualquier cambio en su expresión, por mínimo que fuera, sería suficiente para que mis esperanzas echaran a volar-. Al, ¿estás ahí?
               Por favor, responde.
               Por favor, responde.
               Por favor, responde.
               Por favor, responde.
               Noté cómo una lágrima se deslizaba por mi mejilla.
               -Al, soy yo. Sabrae-le dije, acariciándole la mejilla. La goma de la mascarilla que le habían puesto hendía su piel como los hilos de un rollo de carne. La moví ligeramente hacia abajo, donde tendría menos presión, y comprobé que la sombra de la barba ya empezaba a asomarse por su piel. La tenía más oscura-. Abre los ojos, por favor.
               Esperé. Y esperé. Y esperé. Le acaricié los nudillos, dándole todo el tiempo que él necesitara.
               Pero, fuera cual fuera el número, estaba claro que era tan alto que yo no iba a alcanzarlo. Seguí surcando sus venas con la yema de los dedos, examinando sus heridas tanto con la vista como con el tacto.
               -¿Qué te han hecho?-jadeé cuando llegué al hombro que tenía perforado, en el que le habían atravesado con quién sabía qué. Tenía los huesos del otro destrozados, pero a juzgar por la venda y la gravedad de la herida, sería un milagro si podía seguir usándolo con normalidad-. ¿Por qué ha tenido que pasarte a ti esto?
               Me respondió con silencio. Sus cuerdas vocales continuaron tan herméticas como un muro de hormigón. El único sonido que había era el latido de su corazón: débil, rítmico, tan pausado que ni siquiera podía engañarme a mí misma y decirme que dormía.
               Lo odiaba. Odiaba ese electrocardiograma, odiaba esa cama, odiaba esa sala y odiaba ese hospital. Odiaba todo lo que nos había pasado en las últimas 24 horas. Odiaba que Alec estuviera postrado, sin moverse, cuando antes no podía estarse quieto. Odiaba no saber cuándo despertaría, cómo, o si lo haría. Odiaba comerme la cabeza pensando en las posibilidades que había de que todo fuera bien, regular o mal. Odiaba que el destino se ensañara así con nosotros.
               Pero, sobre todo, sobre todo, odiaba haber sido yo la que le hubiera hecho esto. Se suponía que yo debía ser quien le hiciera más feliz, y no al revés. Había hecho todo lo posible por amargarle la existencia desde que nos encontramos en aquel sofá. Lo único bueno que había hecho por él había sido intentar aguantarlo dentro mientras él disfrutaba de nuestro primer polvo. Todo habría sido mucho más fácil si él hubiera ignorado mi incomodidad y hubiera acabado dentro de mí. Todo sería mucho mejor si siguiera detestándole.
               Por lo menos, así, estaría vivito y coleando. Ahora mismo podría estar en la cama de alguna chica, dándole el placer que ningún otro hombre podría proporcionarle. O podría estar en clase, alborotando y despreocupado por su futuro, porque lo que más le importaba ya estaba solucionado. O podría estar trabajando, ganándose un dinero que se gastaría en él, y no en mis caprichos.
               Yo no sabría lo que era el amor verdadero, pero tampoco sabría lo que era Alec en coma. Prefería no quererlo y que estuviera bien, a quererlo y que estuviera mal. Mi amor no iba a curarle. La distancia de mí, sí.
               -Todo esto es por mi culpa-jadeé, sintiendo que las lágrimas me desbordaban de nuevo. Estaba hecha un manojo de nervios; no hacía más que balancearme de un lado a otro en la cuerda floja, como si ésta no terminara de decidirse por qué lado iba a arrojarme al vacío. A mí me daba igual, con tal de que me diera mi merecido: espachurrarme-. Si yo no te hubiera insistido en irnos a Barcelona, nada de esto habría pasado. Estarías mejor sin mí.
               Y entonces, justo cuando yo estaba a punto de derrumbarme y a punto de implosionar, de nuevo, sucedió.
               Me caí al vacío.
               Pero, como siempre, Alec estaba ahí, al fondo del precipicio, con los brazos extendidos dispuesto a recogerme.
               La mano que tenía libre, la derecha, la que no dominaba, se contrajo con tanta sutileza que sólo mirándola fijamente podrías haberte dado cuenta de que se había movido. Pero yo tenía los dedos colocados sobre ella, así que tenía margen de sobra para notar lo que estaba sucediendo.
               Me había cogido la mano. Había cerrado los dedos y presionado las yemas levemente contra mi mano. Aquella era la señal. Aquello era lo que necesitábamos.
               Aquello era lo que yo necesitaba para escucharlo de nuevo en mi cabeza. No seas tonta, Sabrae, le recordé decir. Claro que no he conocido a ninguna chica como tú. ¿Acaso te crees que las demás me dejan hacerles todas las guarradas que tú casi me suplicas que te haga?
               -¡¡ENFERMERA!!-chillé, y todo el personal de la UVI salió corriendo en mi dirección. Por la urgencia en mi voz, creyeron que Alec había entrado en parada. Nadie gritaba de esa manera por un paciente en coma que, de repente, se movía.
               Pero es que no se había sólo movido. Me había demostrado que estaba ahí. Que me escuchaba. Que seguía siendo él. Porque, incluso en coma, incluso cuando no podía llamarme gilipollas por no pensar que era lo mejor que le había pasado en la vida, Alec se las apañaba para hacérselo saber. Puede que un mero apretón de manos no pareciera mucho, pero para mí lo era absolutamente todo.
               Lentamente, sus dedos volvieron a la posición inerte en la que habían estado originalmente, pero todo el personal de la UVI pudo verlo moverse. Yo estaba que no cabía en mí de gozo. Nunca pensé que los dedos de Alec pudieran parecerme así de hermosos. Eran, con diferencia, lo más bonito de su cuerpo ahora mismo. Apenas podía verle a través de mi cortina de lágrimas.
               -¿Lo habéis visto, verdad?-boqueé, llorosa. Varias enfermeras y celadores se retiraron en el momento; sólo la chica joven que le había entregado a mamá el papel, y la enfermera Judy, con la que se había peleado antes, tuvieron las suficientes agallas para quedarse conmigo-. Se ha movido. ¡Se ha movido! Está aquí. Se va a despertar. Sólo tengo que…
               La enfermera joven se giró y salió al trote, dejándonos a la enfermera Judy y a mí solas. Ésta dio un par de pasos con las manos en los bolsillos, odiando lo que tenía que hacer y decirme, pero sabiendo que no le quedaba más remedio.
               -Odio ser yo quien te diga esto, niña…-dijo con suavidad, un cariño infinito en su voz. Tenía voz de madre. Seguro que tenía hijos, así que sabía mejor que nadie cómo iba a reaccionar yo-, pero hay veces en que ese gesto no es una buena señal.
               Me quedé helada. No entendía lo que quería decir. ¿Cómo no iba a ser una buena señal que Alec me escuchara?
               -¿Qué quieres decir?
               -Verás… hay veces en que los músculos sufren contracciones involuntarias. Parece que se mueven por intención de su dueño, pero… no tiene por qué ser así.
               -Pero, ¿qué coño dices? Sé que no ha sido un calambre, ni nada por el estilo. Yo también los sufro a veces, pero sé identificar cuándo me dan la mano, y es lo que Alec acaba de hacer.
               -Los músculos de la mano son los menos propensos a sufrir calambres, es cierto. Sin embargo…
               -Sin embargo, ¿qué?-inquirí, no, más bien bramé. Me estaba poniendo de los nervios. Tenía el corazón a mil por hora. La temperatura de la habitación había descendido varios grados.
               -Hay movimientos de la mano que pueden indicar unas lesiones muy concretas-se quedó callada, asegurándose de que procesaba la información.
               -¿Qué clase de lesiones?
               Se relamió los labios.
               -Dímelo-sollocé, aunque me temía la respuesta. ¿Qué clase de lesiones podían generar movimientos involuntarios? Lo habíamos estudiado en clase. Yo había escogido olvidarlo porque se me haría demasiado doloroso considerar siquiera la posibilidad de que…
               -Las lesiones cerebrales.
               … Alec se despertara…
               … pero ya no fuera Alec.  



¡Toca la imagen para acceder a la lista de capítulos!
Apúntate al fenómeno Sabrae 🍫👑, ¡dale fav a este tweet para que te avise en cuanto suba un nuevo capítulo! ❤🎆 💕

Además, 🎆ya tienes disponible la segunda parte de Chasing the Stars, Moonlight, en Amazon. 🎆¡Compra el libro y califícalo en Goodreads! Por cada ejemplar que venda, plantaré un árbol ☺

1 comentario:

  1. QUE SI HE LLORADO CON LA MINI CHARLA DE MIMI Y SABRAE COMO UNA DESQUICIADA? CORRECTO. VIVO PARA EL VÍNCULO QUE HAN FORJADO ESTAS DOS Y QUE INTUYO QUE AE VOLVERÁ FORTÍSIMO A RAÍZ DE TODA ESTA SITUACIÓN.
    Mención especial a sher y a su puto coño que va a hacer a Alec millonario.
    Pd: Me has hecho llorar como una idiota con el final pedazo de perra. Es que porque sé que Alec se despierta sino estaría tan en la mierda que me volvería una desquiciada con cada capítulo que pasase.

    ResponderEliminar

Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤