domingo, 13 de septiembre de 2020

Vivir sin música.


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Lo que el doctor Moravski se encontró al lado de su paciente más célebre y visitado era una estatua de sal. Una esfinge de mirada perdida, cansada de mirar al vacío y tratar de encontrar una explicación, el por qué en torno al cual orbitaban los axiomas de las religiones, tanto modernas como antiguas. Un cascarón vacío, al que ya no le quedaban más lágrimas que derramar, pero aún húmedo de ese dolor, tristeza y culpabilidad que me aguijoneaban el pecho, diciéndome cosas que yo no podía procesar: que lo que había sucedido era, en parte, culpa mía.
               Que si los accidentes eran fruto del azar, era porque alguien los propiciaba, y ese alguien era yo.
               Las palabras de consuelo de la enfermera justo después de haberme soltado aquella bomba habían sido como el aleteo de un mosquito al otro extremo de la habitación: lo notabas, sabías que estaba ahí, pero eras incapaz de definirlo. No habría sabido decir si había hablado conmigo en inglés, urdu, o arameo. Para mí, todo sonaba igual desde entonces: balbuceos ininteligibles que no tenían ni pies ni cabeza, bromas que hacía el mundo en torno a mi estado de salud, mi corazón, mi vida, todo. Habría soportado que el universo entero se derrumbara sobre mis hombros, pero no sobre los de Alec. De todas las personas que había en el mundo, él era quien menos se merecía estar en esta situación. Yo debería ser la que estuviera postrada en esa cama, existiendo sin ser, viviendo en un limbo en el que no sabía si se experimentaba o no dolor.
               Habría podido sobrellevarlo. Sería capaz de sobrevivir a tener que venir todos los días, cogerle de la mano y acariciarle los nudillos mientras le susurraba palabras de ánimo. Envejecería a los pies de esa cama si él me lo pedía.
               Pero no podría sobrevivir a mis dudas. No podría sobrevivir a que Alec se despertara, me mirara, y sus ojos ya no fueran los suyos. Se me encogía el estómago al pensar que puede que el chico del que estaba enamorada no viviera más que en mis sueños y sólo pudiera visitarme en mis recuerdos: nada de reírnos al atardecer, acurrucados el uno contra el otro en un millón de escenarios diferentes; nada de picarnos, nada de hacer el amor. Seríamos completos extraños el uno para el otro. Quién sabía si Alec podría recordar quién era yo, o siquiera entender quién era él mismo. Quién sabía cuánto tiempo tardaría en descomponerme en las partículas más pequeñas al ver que Alec ya no era Alec.
               Si Alec se despertaba, pero ya no era Alec, ¿yo le querría? Porque de poco servía la concha de la ostra; lo verdaderamente importante en ella es la perla, y si la concha era su cuerpo, la perla de Alec era su alma. El brillo que destilaba por las mañanas, recién levantado, con el pelo alborotado y la voz ronca por el sueño mientras se estiraba, feliz de recibir un nuevo día y de que lo pasáramos juntos. Su ilusión cuando abría un paquete de regalices rellenos nuevo; cualquier paquete, en realidad, era más que suficiente para despertar al niño que había en él. La poca paciencia que decía tener, mis capacidades para agotársela, y el aguante que tenía a todas y cada una de mis tonterías. Su generosidad, cómo ponía siempre a los demás antes que él: en lo único en lo que no perdonaba era en la comida, porque era en lo que más se fijaba la gente, y no se perdonaría nunca que los demás tuvieran un concepto de él al que él creyera que no podía llegar.
               La satisfacción con que me guiñaba el ojo y me sonreía cada vez que volvíamos a verlos, sabiéndose dueño absoluto de mi corazón, mi cuerpo y mi placer. La chulería con la que presumía de lo poco que le había dado la madre naturaleza que no era mérito suyo, su cuerpo. Su furia defendiendo a quienes le importaban de las injusticias. Su gesto de concentración cuando reparaba algún objeto. Sus bufidos cuando yo le tomaba el pelo cuando no estaba el horno para bollos. Su sexto sentido para saber exactamente qué necesitaba, y dármelo: apoyo, mimos, sexo, o simplemente alguien que me abriera los ojos y me hiciera entrar en razón. Alguien por quien tener complejos, y sin embargo que consiguiera hacerlos desaparecer.
               No podría renunciar a eso, ni tampoco sobrevivirlo. Aquello era Alec, y aquello era lo que estaba realmente en juego, lo verdaderamente importante. Al contrario de lo que él pensaba, y yo también había creído en mi pubertad, cuando estaba convencida de que lo único bueno que había en Alec era ese físico que me hacía sentir cosas que me parecían tan mal y a la vez me sentaban tan bien, lo verdaderamente hermoso de él estaba en su interior. Su chispa, su gracia, su bondad, su generosidad, su pasión por cada cosa que hacía, la ligereza con lo que se lo tomaba todo, esa filosofía de vivir con la que muchísimos soñaban, pero que muy pocos eran capaces de interiorizar. Y si eso se esfumaba… por mucho que el resto de él estuviera intacto, no sería del todo él.
               Y yo no le querría. En cuanto lo supe, se me acabaron las lágrimas. No porque se fuera la tristeza, todo lo contrario, sino porque había dado con una losa tan infranqueable que era imposible reaccionar ante ella de ninguna manera. Eso del amor a primera vista no existía. Existe la atracción a primera vista, el deseo a primera vista, pero, ¿enamorarse a primera vista? Es imposible enamorarse de alguien a primera vista, porque te enamoras de su alma, y las almas no se ven. Es lo único que necesita tiempo para descubrirse. No son lugares que visitas y te encantan, sino películas que te apasionan y que quieres ver de nuevo por primera vez para sentir esa sensación con fecha de caducidad.
               Alec me atraía porque no estaba ciega y la química entre nosotros era comparable a la de las bombas atómicas. Por eso, precisamente, había podido tener mi primer orgasmo pensándole.
               Pero si estaba enamorada de él, era porque había echado un vistazo en su alma, que no estaba en su corazón, no realmente.
               Estaba en su cerebro. Todos tenemos alma, absolutamente todos. Seamos creyentes o no, el alma es lo que nos individualiza como personas del resto de individuos de nuestra especie.  Es el conjunto de nuestros pensamientos, recuerdos, emociones, absolutamente todo lo que hemos experimentado en nuestra existencia. Que se piense en algo incorpóreo, como un espíritu, cuando se habla de alma, no quiere decir que ésta tenga que ser así. Simplemente se trata de una licencia poética que usamos para poder describir a las personas, porque reducirla a tres kilos de materia gris que pueden sostenerse en las manos, resguardados en el hueso más duro de nuestro cuerpo, haría que perdiera esa esencia especial.
               Sí, Alec me había dejado echar un vistazo en su cabeza. Me había dejado entrar, colarme por su boca, ascender en espiral hacia el centro de su cerebro, y había vertido frente a mí absolutamente todo. Su pasado, su presente, y el futuro que ansiaba, un futuro en el que no habíamos tardado en incluirme a mí también. De eso estaba enamorada. Y por eso estaba enamorada. Porque sabía lo que se cocía en esa cabeza suya, escuchaba los truenos que estallaban en la tormenta del centro de su materia gris.
               Si era yo la que estaba sentada en esa cama, cogiéndole la mano y esperando un milagro que me aterrorizaba que no fuera a llegar, era porque había tenido la inmensa suerte de ser la primera a la que le concedían ese vistazo.
               Y la suerte se paga. Con dinero, con dolor, o peor aún, si has tenido demasiada: con tus esperanzas.
               El doctor Moravski venía de darle pésimas noticias a la madre de ese paciente que ya auguraba mucho dolor. Los diagnósticos de accidentes de circulación solían ser horribles, pero si al shock de la familia teníamos que añadirle la juventud del paciente y el abanico de posibilidades que se abría ante él hacía poco más de 24 horas, el caso de Alec se había vuelto uno de los peores de su carrera, sino el peor. Sin embargo, por suerte para los familiares, este médico tenía muy claro que la empatía era un gran analgésico, que, si bien no conseguía vencer completamente al dolor, sí lo aplacaba.
               De modo que esbozó su mejor sonrisa medicinal, perfeccionada a lo largo de décadas de oficio, y, decidido a hacer que por lo menos yo tuviera una buena tarde, inquirió:
               -Bueno, ¿cómo está mi pareja preferida?
               Mis ojos se clavaron en él con la furia de dos dagas envenenadas, pero el vacío desesperante de mi mirada no consiguió amedrentarle. Su pareja preferida no estaba de ninguna manera, porque su pareja preferida ni siquiera estaba. En lo que a nosotros respectaba, Alec era básicamente un manojo de nervios atrapado en un cuerpo perfectamente cuidado, pero que se deterioraría con asombrosa rapidez.
               -Tengo buenas noticias-continuó con su tono jovial, como si estuviéramos en una cafetería del centro y fuera mi editor de libros anunciándome que iban a comprar mi primera novela por un dineral, en lugar de en la UVI con mi no-novio debatiéndose entre la vida y la muerte, o con la actividad encefálica de una ameba. A mí no me dio esperanzas ese tono, en absoluto. Por lo menos, el doctor tuvo la decencia de continuar hablando sin pausa, de modo que ni aunque yo fuera tonta pudiera acusarlo luego de haber alentado mis ilusiones-. He hablado con la señora Whitelaw y la señora Malik-uf, si mamá había sido la señora Malik en esa consulta, era que había sacado toda la artillería pesada-, y hemos decidido que Mary Elizabeth y tú tendréis privilegio de horarios, Sabrae.
               Parpadeé. Ni siquiera sabía en qué podía ayudar que pudiera entrar y salir de la UVI cuando me diera la gana si Alec no estaba presente.
               Por lo menos, él (o lo que quedara de él) no había vuelto a moverse desde que la enfermera me contó a qué se debía. Pobre de mí, creyendo que se estaba despertando, cuando quizá aquella fuera la última vez que le viera moverse, y ni siquiera sería por iniciativa propia.
               -Daré instrucciones a las enfermeras para que os dejen entrar a cada una durante una hora al día. Siento que no sea más, pero, créeme, es todo lo que puedo ofrecerte en este momento-su tono jovial descendió un poco, pero enseguida se recuperó-. Sin embargo, me parece que será muy positivo para todos que estéis tanto tiempo acompañando a Alec. La UVI puede ser muy solitaria, a veces. Tengo bastantes broncas con la dirección en referencia al reducido tiempo de visitas, aunque también entiendo su postura. Los pacientes de UVI pueden dar mucho trabajo, y los familiares, en ocasiones, pueden ser un tanto toca narices-se echó a reír. No me uní a sus carcajadas.
               No tenía por qué reírme.
               No volvería a tenerlo en la vida.
               Consciente de que sus tácticas no estaban haciendo efecto en mí, cambió de estrategia y trató de atraer mi atención hacia algo que no fuera Alec, o al menos no directamente.
               -Te he traído algo-comentó, y no fue hasta que no sacó las manos de la espalda que yo no me di cuenta de que las estaba ocultando tras de sí. Me levantó una bolsa de plástico de color azul con varios objetos en su interior: un móvil, una cartera, y un manojo metálico que no podía ser otra cosa que las llaves de la casa de Alec. Se me encogió el corazón pensando que, en esas llaves, no había ninguna de mi casa. No sólo le había negado la entrada al salón de las parejas, sino también a mi hogar-. La señora Malik mencionó que te preocupaba lo que pudiera pasar con sus efectos personales, y la señora Whitelaw cree que deberías guardarlos tú hasta que él se despierte.
               Dejó la bolsita a los pies de Alec, dándome tiempo y poder para decidir cuándo quería cogerla. Me di cuenta de que una persona normal habría apartado,  incluso inconscientemente, la bolsa de ahí. La había colocado, supongo que sin querer (o eso quería pensar), sobre uno de los pies de Alec, donde le molestaría a cualquiera.
               Excepto a él, por supuesto.
               Porque Alec no sentía nada.
               -Dice que no hay mucha gente que pueda cuidarlo como lo cuidas tú.
               Aquello me enfadó hasta límites insospechados. No pensé que una estatua pudiera sentir tanta rabia, ni que un cascarón rodeado de agua pudiera ponerse al rojo vivo, pero aparentemente así era. Se me encendieron las mejillas, mis manos se convirtieron en puños, y me eché a temblar de manera incontrolada.
               Si fuera yo la que estuviera al frente del hospital, con la bata blanca y la plaquita con mi nombre, Alec no estaría en esa maldita cama. Estaría en alguna sala, sometiéndose a miles de pruebas, las más novedosas del mercado, para conseguir acceder a su conciencia, o lo que quedara de ella. Quizá aquello me convirtiera en una científica loca a ojos de mis compañeros, pero me daba lo mismo lo que pensara el personal: al contrario que los científicos locos al uso, yo quería crear, no destruir.
               Si acaso, podrían compararme con el doctor Frankenstein. Trayendo a mi hombre de entre los muertos…
               -Se ha movido-dije con una voz metálica, de ultratumba, completamente plana. Ya era una muerta en vida. No necesariamente un virus te convertía en un zombi; un coche también servía, y ni siquiera tenía que tocarte.
               La sonrisa del doctor Moravski titiló como una estrella en el firmamento justo antes de explotar, pero no llegó a convertirse en supernova. No era la primera vez que le pillaban con la guardia baja, aunque debía reconocerme que yo era la persona más joven que le había sacado los colores. Se recompuso como un campeón, eso sí.
               Como Alec en sus combates.
               Aquellos que puede que ya no volviera a librar.
               -Sí, estoy al tanto de la situación. Verás, Sabrae… ¿era “Sabrae”, verdad? ¿Lo estoy pronunciando bien? He visto tu ficha de camino, y…
               -Sé lo de las lesiones cerebrales-respondí, ignorando su pregunta deliberadamente. No era un cervatillo que fuera a acorralar contra la pared. Era más bien una pantera. Me escurriría por cada rinconcito que me dejara, por minúsculo que fuera, como si fuera líquida y no sólida, para después atacar por la espalda-. La enfermera me lo ha contado.
               -Bueno, una de las cosas malas que tiene este tipo de pacientes-oh, genial, ahora Alec ya no era Alec, sino “este tipo de pacientes”- y de privilegios es que no podemos filtrar la información tan bien como deberíamos como con los demás –de modo que les resultaba incómodo que estuviéramos allí, éramos un estorbo para ellos más que completamente imprescindibles.
               Detesté que Alec estuviera en manos de esta gente. ¿Por qué no se había sacado la carrera de Medicina ya Layla? Ella sí se preocuparía por él. No lo convertiría en un tipo de paciente, ni me dejaría pensar que yo molestaba, porque jamás lo haría.
               -… y la medicina no es una ciencia exacta; es ensayo y error, en muchas ocasiones. Tenemos hipótesis de todo tipo, y debemos ir barajándolas. Ha sido un poco imprudente por parte de mi compañera darte esa información, pero supongo que no le ha quedado más remedio. En ocasiones, las falsas esperanzas pueden hacer tanto daño como la desesperación más absoluta. Sin embargo, no debemos rendirnos, ni descartar otras opciones. Aún estamos haciendo pruebas, así que es pronto para realizar ningún diagnóstico, pero no podemos restringir nuestra investigación. Todavía no tenemos todas las pistas del Cluedo, así que lanzar una suposición al aire puede suponer un gran problema.
               Ah, vale. Para este hombre Alec era una puñetera partida de un juego de mesa sobre asesinatos. Genial. Ya veríamos si le hacía tanta gracia jugar a ser un detective cuando tuviera que averiguar qué era lo que le había matado: ¿sería la patada con la que yo le reventaría el cráneo, o la fuerza que haría que éste se desprendiera de su columna vertebral?
                -De todos modos, entiendo que ya el término asusta, y créeme cuando te digo que nos tomamos toda la situación de Alec muy en serio, pero-hizo una pausa, como asegurándose de que le escuchaba- debes tener en cuenta que, aunque suene impactante, una lesión cerebral no tiene que ser algo tan drástico como seguramente estés considerando.
               Contra todo pronóstico, yo, Sabrae Gugulethu Malik, desencantada como estaba con la medicina y con el mundo en general, especialmente con la suerte, comencé a albergar esperanzas. Después de todo, el doctor Moravski me estaba diciendo exactamente lo que estaba pensando, palabra por palabra, y se preparaba para rebatir unos pensamientos contra los que yo no podía sola.
               -Ten en cuenta que el accidente que ha tenido es muy fuerte, de modo que era prácticamente imposible que no se viera afectado también en la cabeza en mayor o menor medida, pero eso no quiere decir que vaya a quedarse mal-se metió las manos en los bolsillos y se encogió ligeramente de hombros-. Para que me entiendas: ni tonto, ni nada por el estilo.
               Tonto. Aquella palabra rebotó en mi mente como una bola de pinball. Tonto. Tonto. Tonto. Recordé la cantidad de veces que había llamado a Alec retrasado. “Alec, eres retrasado”. “¡Alec, serás retrasado!”. “¡Alec, so retrasado!”. “Alec, ¿eres retrasado?”. Y él se reía, y se reía, y se reía. Creo que era el insulto que más le gustaba que le dedicara, justo por detrás del favorito de la audiencia, “gilipollas”. Lo decía con un arte con el que no decía ninguna otra palabra, con excepción de su nombre. En ocasiones, incluso me decía que hacía mucho que no se lo llamaba, así que sería mejor que fuera pensando en la siguiente gilipollez con la que cabrearme. Normalmente, lo hacía mirándome boca abajo, con la sonrisa ancha haciendo de uniceja a sus ojos centelleantes.
               Yo apartaba la mirada, sacudía la cabeza, me reía por lo bajo y, tras poner los ojos en blanco, bufaba:
               -Retrasado…
               Y él se descojonaba. A veces, pensaba que le gustaría más que le insultara que que le dijera que le quería. Claro que eso nunca me lo había escuchado decir sin que él me lo pidiera antes.
               Me pregunté si le haría gracia si es que se despertaba. Puede que no. Realmente, era un insulto horrible, una de esas palabras inventadas sólo para hacer daño y que deberían desterrarse del lenguaje en lugar de reciclarse.
               ¿Me atrevería yo a usarla con él? No. Ni de broma. Estaríamos en la típica situación en la que una palabra se escoge para designar a un determinado colectivo, pero sólo entre susurros: de la misma manera que las amigas que usan una talla 36 se llaman gordas unas a otras y se meten con unos michelines que no existen, en el momento en que una chica verdaderamente gorda entra en escena, con sus lorzas y sus estrías, la palabra mágicamente desaparece del diccionario. La gorda no puede decir que está gorda: la gorda está bien. La palabra en sí misma es tan ofensiva cuando es real que desaparece, convirtiéndose en mentira si hace falta. Sólo cuando la chica se fuera y empezaran las críticas malintencionadas, la palabra resucitaría. Igual que con “enano”. Igual que con “puta”. Igual que con “maricón”.
               Me ardieron de rabia las lágrimas que aún me quedaban en los ojos, evaporándose al instante como el agua despedida por un géiser, imaginándome cómo trataría la gente a Alec si se encontraba con alguna capacidad mermada. Sería todo condescendencia y paternalismo, pero cuando no estuviera al alcance del oído, sería ese retrasado que yo venía anticipando desde antes de su accidente. Sería objeto de burlas; la gente mala se reiría de él a sus espaldas.
               Y yo los mataría.
               Ojalá estuviera de broma, pero sinceramente te digo que los mataría gustosa. Pobre mamá. Me convertiría en el primer caso que perdería, porque confesaría con orgullo todos y cada uno de mis crímenes.
               -Hasta que no se despierte-continuó el doctor, ajeno a mis cavilaciones. Estaba tan acostumbrado a tratar con gente de mirada perdida que ya le daba igual que no le miraran a la cara-, no sabremos la magnitud de lo que está sucediéndole. Debemos tener paciencia.
               Y ahí estaba, de nuevo, otro escollo de esperanza. No había un condicional en aquella frase, sino una suspensión. Cuando Alec se despertara, no si se despertaba, sabríamos cómo estaba.
               Eso era algo que había visto pulverizarse ante mí ante mis propios ojos, como mi corazón cuando le vi tendido en esa cama. Esperanzas. Volvían a mí, después de todo. Por eso, me animé a preguntar:
               -¿Y cuándo se despertará?
               El doctor Moravski se irguió como si lo hubieran llamado a filas. Mi corazón, sin embargo, no acusó ese cambio en él.
               -Es difícil saberlo-contestó con cautela, porque una cosa era animar a alguien completamente destruido, y otra muy diferente construir un castillo de naipes en pleno huracán.
               Sin embargo, en mi radar no había ninguna tormenta visible.
               -Pero lo hará, ¿verdad? Tiene que despertarse. 
               Ahora que había permitido que en mi pecho floreciera la flor de la esperanza, la más hermosa y endémica, no podía hacer que sus pétalos se cerraran de nuevo. Imaginarme un mundo con un Alec al que no le hubieran quedado más que cicatrices físicas era otro punto de no retorno como tantos otros había vivido en nuestra relación. De la misma manera que era incapaz de ser positiva hacía unos minutos, ahora no podía permitirme caer de nuevo en ese abismo en el que me quedaba sola, vacía sin él.
               El doctor Moravski se pasó una mano por la mandíbula, mesándose una barba de dos días a la que pronto le pasaría la cuchilla. Me di cuenta de que Alec nunca se dejaba esa sombra sin intención: siempre se afeitaba en cuanto le empezaban a surgir los primeros pelos, o convertía aquello en nada más que una fase para que yo pudiera verle aparentando ser más mayor, y también más atractivo.
               Se sentó sobre la esquina de la cama, en un hueco en el que no había barreras que impidieran que el paciente se cayera. En ese momento eran completa y absolutamente inútiles: no podía imaginarme lo que supondría para Alec moverse estando en su estado, si apenas había conseguido contraer los dedos. Si se diera el caso de que fuera capaz de moverse de manera que consiguiera caerse de la cama, seguramente no sólo no se despertaría, sino que ni siquiera pudiera recuperar la consideración de persona.
               De nuevo, el doctor Moravski se encontraba ante la disyuntiva eterna de los médicos de decir la verdad a quemarropa, o tratar de maquillarlo todo con una mentira piadosa. No sabía si yo necesitaba una mentira piadosa o prepararme para lo peor. Con prudencia, decidió decantarse por ser sincero conmigo.
               -No lo sabemos, Sabrae-jamás habría sabido decir si prefería una mentira piadosa o que me dijera la verdad, pero el caso es que la verdad es lo que obtuve. La incertidumbre es una gran compañera de la desesperación, y suelen ir juntas a todas partes. En las salas de hospital, con todo tan blanco y tan inerte, es complicado ver el vaso medio lleno, pero es peor no ver el vaso-. No debemos perder esperanza-me puso una mano en el hombro en actitud paternalista y consoladora, pero yo no quería ninguna de las dos cosas.
               Primero, porque ya tenía padre.
               Y segundo, porque no quería que me consolaran. Lo que quería era no tener razón para estar preocupada, ya desde el principio.
               Sus dedos se hundieron un poco en mi piel, en el mismo gesto que había hecho Alec hacía un rato, pero tan diferente que era imposible relacionarlos a uno y otro. Donde Alec me había colmado de felicidad, el doctor sólo consiguió que me desintegrara un poco más.
               -Y apoyarlo-terminó. Se había dejado la frase a medias, o puede que mi corazón roto latiera tantas veces más rápido como en tantos pedacitos se había dividido, así que lo que para mí resultó una eternidad, para él ni siquiera fue un instante.
               -Pero… ¿no pueden hacerle ningún tipo de prueba ahora, para ir adelantando trabajo? ¿Ninguna en absoluto?
               ¿Qué pasaba si en el cerebro de Alec se había desatado un tifón, y sólo una medicación especifiquísima podía detenerla? ¿Qué pasaba si Alec necesitaba ayuda, y el apretón que me había dado en la mano era una súplica?
               Y, ¿qué pasaba si al final se despertaba? ¿Si no estaba bien? ¿O si sí? No quería que Alec se pasara los primeros días de su nueva vida metido en cientos de salas distintas, sometido a pruebas que no sabía si iban a dolerle, molestarle, o serle completamente inocuas. No quería perder ni un segundo a su lado. Dormiría en el hospital, si hacía falta. Ya habíamos hecho el tonto bastante. Le quería sólo para mí.
               No había nada como correr peligro de perder a alguien a quien adoras para darte cuenta de que tu miedo sólo aparece cuando él se va de la habitación. Y yo estaba harta de tener miedo. Sólo deseaba amarle.
               El doctor Moravski negó despacio con la cabeza.
               -No serviría de mucho. Su estado es… complicado-dijo la palabra a regañadientes, como quien admite una derrota que cree injusta. Me recordó a Alec hablando de su último combate, cuando le negaron el honor de retirarse como campeón por discrepancias con el árbitro, por una jugada tan indigna de él que yo, que ni siquiera había estado allí presente, sabía que le había sucedido.
               -¿Por qué?
               -Puede que haya falsa actividad, tanto para bien como para mal. La actividad cerebral de los pacientes en coma es muy variada, y las lecturas pueden ser confusas. No queremos descartar ninguna opción, por si hay actividad latente.
               -¿Eso qué quiere decir?
               -Bueno, como te he dicho, las lecturas son más bien confusas. Pueden indicarnos tanto que el paciente está completamente dormido, sin que su cerebro apenas funcione, y éste se encuentre en un coma más bien ligero, o al revés: pueden determinar que el paciente tiene todo el cerebro operativo, pero que éste nunca consiga despertar.
               Me giré y miré a Alec. Con los ojos cerrados, clavados en el techo, sin que sus párpados temblaran, parecía un cadáver. Sin embargo, el subir y bajar de su pecho bien podía hacerte pensar que sólo dormía. Comprendí a qué se refería el doctor en ese mismo momento: el propio cuerpo de Alec ofrecía dos conclusiones radicalmente opuestas a pocos centímetros de distancia. Si sus párpados y su pecho eran tan contradictorios, no quería ni pensar en lo que podría haber dentro de su cabeza, en su núcleo más importante.
               -¿No pueden hacer absolutamente nada?
               -Esperar y cuidarle todo lo posible es lo mejor que podemos hacer ahora mismo. Comprendo que es frustrante tu situación; créeme, yo he pasado por ella más veces de las que me gustaría…
               En ese momento, dejé de escucharle por el bien de ambos. No daba crédito a que estuviera intentando equiparar su situación de profesional a la suya. Para él, seguramente sus  pacientes no eran más que muescas en su historial, manchurrones en su currículo cuando morían, o estrellas doradas cuando conseguía arrancarlos de las garras de la muerte. No quería a alguien que estuviera pensando en Alec como en un logro en su carrera, sino como una persona con sentimientos, miedos y dudas que se merecía volver a abrir los ojos y volver a existir, dándoles a quienes le conocían la alegría de su existencia.
               Él no me entendía. No sabía por lo que yo estaba pasando, porque estaba al otro lado de la cama. Estaba sentada en una silla hecha para esperar, no improvisando un asiento para soltar mi charla, dármelas de importante, y después marcharme. Sé que ese hombre estaba haciendo mucho por mí, dejando que entrara y saliera del hospital a mi antojo, saltándome los horarios predeterminados para el resto de pacientes, pero me era muy complicado ser agradecida cuando las cosas estaban así. Habría preferido que llorara por Alec y se sumiera en la desesperación, porque eso me indicaría que le importaba. No tanto como a mí, pero lo suficiente como para dar rienda suelta a sus emociones.
               -… es una situación complicada, la de Alec-continuaba diciendo cuando yo conseguí calmarme lo suficiente para empezar a escucharle de nuevo-. Es muy complicado saber hasta dónde se extienden sus daños estando él así. Puede estar sólo dormido o en un coma muy profundo, y no tenemos manera de saber cuánto de lo que está sucediendo le alcanza. No sabemos cómo es su realidad ahora, ni cuántas dimensiones tiene.
               Dimensiones. Más que un diagnóstico médico, parecía la sinopsis de una película de ciencia ficción.
               -No tenemos manera de saber cómo de retraído en sí mismo está-comentó con cierto deje triste en la voz que hizo que, por un momento, recuperara el respeto y la confianza en él. Un médico que no se interesa por sus pacientes no destila ninguna emoción en sus palabras, y el doctor Moravski acababa de dejar escapar una cierta desilusión. Puede que le hubiera juzgado mal.
               O puede que me estuviera mintiendo, sí que le estuvieran haciendo pruebas a Alec, y los resultados fueran tan poco halagüeños que sólo querían compartirlos entre colegas.
               O, quizá, se debía a lo que estaba pensando, y me transmitió al cabo:
               -Ni siquiera sabemos si nos escucha.
               Sentí que me daba un vuelco el corazón. Puede que Alec no escuchara, pero yo oí de sobra el cristal rompiéndose en mi interior. Era mi corazón, pulverizándose definitivamente. De todos los escenarios posibles, Alec quedándose sordo era el peor. Sabía que prefería estar tetrapléjico y no poder tocarme, por mucho que le gustara hacerlo, a no volver a escuchar su música preferida, la voz de sus seres queridos o mi respiración a su lado, cuando dormíamos juntos en la misma cama.
               Intenté imaginarme tan horrible situación: Alec, mirando por la ventana, distraído, ignorando todo lo que le decíamos. Clavando los ojos en mis labios no porque le apeteciera besarnos, sino porque necesitaba verlos para saber qué era lo que le decía. Poniendo los subtítulos en las películas nuevas de sus actores preferidos, porque los directores tenían tan poca consideración por los no oyentes que ni siquiera los mostraban siempre cuando hablaban.
               No pudiendo escuchar a The Weeknd nunca más. Perdiéndoselo a él, a Scott, a mí. No pudiendo volver a hacerlo con su chica favorita mientras sonaba su disco preferido, porque terminaría desacompasándose a la música y ni siquiera lo notaría. Pero yo sí. Y ya nada sería igual.
               -Es lo que tienen los accidentes de circulación-terminó el doctor con frustración-. Que no sabes a qué atenerte. Cada uno es un mundo.
               Mecánicamente, sin querer procesar lo que acababa de decir, estiré la mano en dirección a la bolsa y la recogí. La abrí e ignoré todo lo demás: su móvil destrozado, las llaves de su casa, la cadena que llevaba al cuello y que poco a poco pretendía ir llenándosela y el colgante del colmillo de tiburón, y recogí su cartera.
               No necesitaba abrirla para saber que llevaba consigo a todas partes una copia de la entrada del festival, tan manoseada que empezaba a borrársele la tinta por los pliegues en que había ido doblándola y desdoblándola para mirarla. No se podía creer que fuera real. No se podía creer que fuéramos a ver a The Weeknd, los dos juntos, cuando estábamos en nuestro mejor momento. Que fuéramos a cantarlo a grito pelado, a abrazarnos mientras le escuchábamos, a besarnos en las canciones que habíamos convertido en nuestras…
               Alec no podía no escucharnos. Preferiría estar muerto a no poder oír. Se había esforzado tanto en conseguir un colchón con el que disfrutar de la música, que el hecho de haber perdido la capacidad para hacerlo mientras trataba de rellenar su hucha era el típico capricho cruel del destino, un horrible giro de los acontecimientos en que el avión despega justo en el momento en que el protagonista llega a la puerta de embarque para impedir que su pareja le abandone.
               El avión terminaría explotando en el aire, una bola de llamas a la que no sobreviviría nadie. Y el protagonista no podría considerarse viudo, porque no eran nada. No aún.
               Éramos nosotros. Yo, allí sentada, viendo cómo el cielo estallaba en llamas; Alec, allí tumbado, librando una batalla que puede que no fuera a ganar.
               Todo por mi culpa. Contemplé la pequeña plaquita que le había regalado con la inscripción de Barcelona y la fecha del viaje, y estiré la mano para tocarla. Quería torturarme a mí misma leyendo una y mil veces la inscripción que había pedido que le grabaran en el anverso, en la que me declaraba suya y le decía que haría “eso” a menudo. Qué estúpida era. Debería haber especificado más. No quería cogerle la mano y esperar a que despertara a menudo, quería ser feliz con él siempre, a todas horas.
               Sin embargo, no necesité darle la vuelta a la pequeña chapa para que ésta me hiciera tanto daño como la erupción de un volcán. Porque, en cuanto la toqué, mis dedos empezaron a arder. Descubrí que estaba hecha de cal viva; ardía en mis manos como la prueba del delito más atroz que podía cometer una persona.
               Tenía un poco de sangre seca en una esquina. Su sangre. Ésa que yo estaba intentando sustituir con mis esporádicas donaciones, aquellas que no me dejaban hacer más de una vez por trimestre. Rota de dolor, me acerqué la chapa al pecho y jadeé mientras me echaba a llorar de nuevo. Odiaba hacerlo delante de Alec, pero Alec quizá ni siquiera supiera que yo estaba allí, así que, ¿por qué reprimirse? O lloraba o me ahogaba, y entonces, si se despertaba, tampoco estaríamos juntos.
               Tenía que aguantar viva por lo menos hasta que él dejara de respirar. Yo nos había puesto en esta situación, al borde de separarnos, y ahora era mi responsabilidad aguantar en la cuerda floja hasta atravesarla, o caernos ambos.
               El doctor Moravski estiró la mano y me la puso de nuevo en el hombro, pero yo estaba tan rota que ni siquiera pude zafármela.
               -Regresará contigo-me prometió, aunque creo que eso iba contra su lex artis-. Conseguiremos impedir que se vaya.
               Irse… Alec no se iría a ningún sitio. No había ningún sitio al que ir. No podía haber ningún dios que permitiera que sucedieran estas cosas. Si había creído en Él, era porque estaba tan enamorada de Alec que me había convencido de que esos sentimientos trascendían a mi persona. Sin embargo, el dolor era tan intenso como el amor, y me hacía ser consciente de hasta el último átomo que me componía, vibrando con tanta violencia que no podía pensar con claridad… simplemente, sufrir.
               -La conductora se ha salvado-reveló el doctor-, así que ahora es el turno de él.
               La conductora se ha salvado.
               La conductora se ha salvado.
               La conductora se ha salvado.
               La conductora se ha salvado.
               Me estremecí de pies a cabeza. Había alguien más implicado en ese accidente. No había sido sólo culpa mía. Puede que yo hubiera ocasionado que Alec estuviera en la carretera, pero también lo había estado muchas otras veces por mi causa, y no le había sucedido nada. Compartía las culpas con alguien que, seguramente, ni siquiera compartía ya edificio con mi chico.
               El doctor Moravski comentó algo más que yo no pude escuchar, y cuando se dio por satisfecho, o quizá se percató de que ya no tenía más que decirme o fuerzas para seguir fingiendo que le escuchaba, se marchó musitando algo sobre que “nos dejaba solos los últimos minutos”.
               Miré a Alec. Seguía como siempre, ajeno al paso del tiempo. Me pregunté cuánto tiempo seguiría así, una estatua que respiraba pero que no hacía nada más, como un muñeco de cera hecho para que los visitantes del museo se hicieran fotos con él. Le acaricié la mano y, alentada por el fuego de mi furia, le di un beso en los nudillos y le prometí:
               -Pagaremos por lo que te hemos hecho. Las dos. Y luego, cuando te despiertes, podrás decidir si me perdonas o no quieres volver conmigo. Pero te lo juro, Al. Las dos lo pasaremos tan mal como tú.
               Yo ya lo estaba haciendo. Ahora, le tocaba a la mujer que había hecho que Alec corriera peligro de ser condenado.
               El trayecto de vuelta a casa consistió en un estricto voto de silencio por mi parte. No abrí la boca desde que salí de la UVI hasta que se abrió la puerta de casa y Duna vino corriendo a saludarnos.
               -¿Qué tal está Alec? ¿Se ha despertado ya?-preguntó la chiquilla. Descubrí que papá no había tenido más remedio que contarle dónde estábamos mamá, Scott y yo cuando llegaron a casa y se la encontraron vacía. Sin embargo, tirando de nuevo de esa imaginación que tanto bien había hecho a lo largo del mundo, papá se las apañó para hacer que lo que le pasaba a Alec no le generara un trauma a Duna. Si yo estaba al borde del colapso, no quería ni pensar en lo que le pasaría a una niña de su edad, que idolatraba a Alec casi tanto como yo.
               No, con que una de sus hijas sufriera hasta el agotamiento, ya era más que suficiente. No había necesidad de que Duna lo pasara mal: ya lo haría yo por las dos. Por las tres, incluso, si Shasha también empezaba a preocuparse por Alec. Le había cogido cariño a lo largo de ese mes en el que Alec había hecho de tirita a la herida que suponía la ausencia de Scott.
               Qué gracia… hacía un mes, habría dado lo que fuera por que fuera Scott, y no Alec, quien estaba al otro lado de la puerta cada vez que llamaban al timbre e iba a abrir. Y ahora… ahora Scott estaba en casa, y para mí era como si me hubiera quedado sola en el mundo. No me servía absolutamente nadie, nadie que no estuviera despierto para cuidar de mí, hacerme sentir querida y todo lo demás.
               Subí las escaleras en dirección a mi habitación como un alma en pena. Me senté en la cama, clavé los ojos en la mesilla de noche, donde reposaba la rosa amarilla que Alec me había regalado hacía una vida, y me aovillé. Aquello no podía ser una pesadilla, porque ni yo misma me odiaba tanto como para inventarme algo que me generara tanto dolor.
               Ni siquiera me había detenido a pensar en el accidente desde la primera vez que lo vi postrado en la cama. Apenas le había dedicado un par de pensamientos en la sala de espera del día anterior, cuando él estaba con los pulmones al aire y un nutrido grupo de cirujanos a su alrededor, como las moscas acuden a la carroña. Me había centrado en el presente y en el futuro, pero ahora, la existencia de un pasado caía sobre mí como un jarro de gasolina, alimentando todavía más esas llamas que me consumían la piel.
               No teníamos mucha información del accidente. Los médicos sólo nos habían hablado de las lesiones de Alec, pero incluso si no nos hubieran dicho cómo creían que había sido (y hubieran dejado caer que la culpa era de él, como él siempre criticaba que pasaba cuando había un motorista implicado en alguna desgracia), con sus lesiones bastaba para saber que había sido una hostia importante.
               Le habían cogido con ganas. Puede que incluso hubiera sido a propósito. ¿Quién sabe? Puede que Alec tuviera enemigos, al contrario de lo que él y yo podíamos pensar. Un novio cornudo al que él había colaborado a ponerle los cuernos. Una amante despechada que le echaba de menos, y que decidía que, si no podía ser de ella, no podría ser de nadie. Quizá la chica se había acostado con él con anterioridad.
               Quizá había visto peligrar su relación porque su novia no había sido capaz de mantener las rodillas juntas cuando vio a Alec.
               Ahora que ya tenía un sexo en el que concentrarme, la búsqueda se acotaba. Las posibilidades se veían reducidas no a la mitad, pero sí lo suficiente como para que mi cerebro pudiera trabajar. Sea como fuere, ya tenía un dato por el que empezar a filtrar: era una chica, y no un chico, el que conducía el coche.
               Sobra decir que mi imaginación era tan vívida, o más, que la de mi padre, y dedicarme a desgranar el porqué de lo que había sucedido suponía para mí un oscuro consuelo que necesitaba como agua en el desierto. Estaba al borde de la deshidratación, literal y metafóricamente, y un oasis en el que detenerme, descansar y refrescarme era un regalo llovido del cielo que estaba más que dispuesta a aprovechar.
                Por supuesto, todo el tiempo que dediqué a reflexionar en silencio, regodeándome en mi dolor, estuve quieta como una estatua. No había necesidad de moverse para absolutamente nada, salvo cuando unos ligeros toquecitos en la puerta distrajeron mi atención. Estaba tan concentrada en lo mío y decidida a encontrar una solución, que podía dedicar una parte del cerebro a otra cosa, como era atender a quien fuera que me esperara al otro lado de la puerta.
               Sabía que no me supondría un gran consuelo, pero también necesitaba alguien en quien apoyarme.
               Y ése era mi padre.
               -¿Sí?
               -¿Puedo pasar?-preguntó, asomando la cabeza y mirándome con unos ojos cargados de amor y comprensión. No estaba segura de si me los merecía, tanto por lo que le había hecho a Alec como por lo que planeaba hacerle a aquella que había materializado el daño, pero… aun así, los acepté. Asentí despacio con la cabeza y papá abrió la puerta lo justo y necesario para pasar por ella, dejándome descubrir que llevaba consigo un plato sobre el que reposaba un sándwich dorado, una de sus mayores especialidades-. Te he traído esto. Tu madre dice que apenas has desayunado, y de eso ya ha pasado mucho tiempo. Debes estar hambrienta.
               -No tengo apetito-contesté, pero papá no se dejó amedrentar. Se había enfrentado a muchas cosas en su vida; su hija adolescente no era algo que fuera a tomarle la delantera con facilidad.
               -Aun así, deberías comer algo. Han sido dos días muy largos.
               -Y los que me quedan-suspiré. No sabía cuánto  tardaría en tener una respuesta a todas las preguntas que me llenaban la cabeza, pero sospechaba que sería bastante. Alec era un rey, y las cosas de palacio van despacio.
               Papá se sentó a mi lado, me puso una mano en las piernas para invitarme a dejar de abrazármelas, y cuando los dedos de mis pies rozaron la alfombra, colocó el plato en mi regazo. El aroma del sándwich ascendió hasta mis fosas nasales, y mi estómago protestó al acusar el aroma, pero yo seguía sin querer probar bocado.
               -Matándote de hambre no vas a conseguir nada, mi amor-comentó papá, acariciándome la cabeza y dándome un beso en la sien-. Venga, ¿hazlo por mí?-me puso ojitos y yo lo miré. Papá hizo un puchero. Yo no pude evitar empezar esbozar una sonrisa. Papá hizo una mueca y yo me reí por lo bajo-. Ésa es mi niña. Vamos, poco a poco. No tiene por qué ser todo de un bocado.
               Vacilante, pero segura de que estaba haciendo algo bueno para todos, tomé el sándwich con dedos temblorosos y me lo acerqué a la boca. Se me cayó una gotita de queso sobre el plato que papá se encargó de limpiar con un dedo.
               -Mmm-cerró los ojos, invitándome a disfrutar igual que él, como hacían los padres con sus hijos cuando estos eran bebés-. Delicioso. No es por fardar, pero mis sándwiches les dan mil vueltas al resto de platos que hace tu madre, ¿no te parece?
               -El cuscús le sale muy rico a mamá.
               -Sí, bueno, yo no estaba pensando en el cuscús.
               -Y el cordero asado-añadí. Papá puso los ojos en blanco.
               -¿Por qué la defiendes? Yo te escribí una canción. ¿Qué hizo ella por ti? Darte el pecho. Vaya cosa-puso los ojos en blanco-. A mí también me deja lamerle las tetas, ¿sabes, Sabrae? No eres especial en ese sentido. En cambio, yo no le hago estos sándwiches a cualquiera-me dio un toquecito en el hombro y yo me reí. Pude notar cómo el orgullo parental crecía en él, y cuando le di un bocado decidido al sándwich, su boca se curvó en una sonrisa satisfecha. Estaba haciendo lo correcto, hacía un buen trabajo conmigo. Él, que en otra época había dudado de absolutamente todo de sí mismo. Lo único que había tenido claro cuando tenía la edad de Scott, era que no era feliz.
               Y ahora, allí estaba, 17 años después, preocupado pero feliz, porque lo tenía todo y se le daba bien cuidarlo.
               -Está muy mal, papá-dije cuando iba por la mitad del sándwich. Clavó sus ojos color café en mí-. Creo que empeora por momentos, pero no me dicen nada para preocuparme.
               -Es su trabajo. Si no te dicen nada, es porque, quizá, no tienen mucho que contar. En todas las series sobre médicos siempre pasa lo mismo con los pacientes en coma: nadie sabe cómo van a evolucionar hasta que lo hacen.
               -Me da la sensación de que Alec no va a salir de ésta bien parado, y yo… no sé qué voy a hacer-jadeé, atragantándome con mis lágrimas y el sándwich. Eran una mala combinación.
               -No creo que a él le guste que te pongas en lo peor. Demuestra muy poca confianza en sus capacidades. Mira, conozco a ese crío prácticamente desde que nació. Es un buen chico. Y es cabezón como él solo. Debe serlo, para poder quererte. Sois tal para cual: cuando se os mete algo entre ceja y ceja, es imposible haceros cambiar de opinión.
               Jugueteé con las migas que quedaban en el plato. No me atrevía a levantar la vista y desnudar mi alma ante mi padre. Él no lo entendería. Siempre había querido colocando su corazón encima de la mesa, para que todo el mundo lo viera. Ahí radicaba la diferencia entre nosotros: él era músico, así que estaba familiarizado con mostrarse vulnerable. Yo no me atrevía a quitarme del todo la coraza por temor a que me hirieran.
               -Por desgracia, ahora a ti se te ha metido en la cabeza que te vas a quedar viuda, o algo por el estilo.
               -Lo dices como si no fuera una catástrofe.
               -Lo sería, si no fuera porque tengo más fe en que Alec no te va a dejar sola. Me lo prometió-me confesó-. El día que llovía tanto y me ofrecí a llevarlo a casa, tuvimos una charla suegro-yerno, y me prometió que nunca te haría daño. O que si lo hacía, sería inconscientemente, y haría lo que fuera por enmendarlo. Y yo le creí. Le creo aún ahora. Esto no es el final para vosotros, Saab. Alguien que hace una promesa tan solemne sería capaz de volver de entre los muertos con tal de mantenerla.
               -Pero, ¿y si se despierta, pero ya no es él? Los médicos hablan de que puede tener lesiones cerebrales. Le dan espasmos, y eso no es buena señal.
               Papá torció la boca, inclinándose hacia atrás hasta quedar apoyado sobre la palma de sus manos. Era increíble cuánto se parecían Scott y él. Scott parecía la libreta a estrenar, y papá, el producto finalizado, todo tatuajes y experiencias que plasmaba como nadie en sus canciones.
               Ojalá yo encontrara el mismo escape que él en la música. Me vendría bien no ahogarme en mis sentimientos como lo estaba haciendo. Scott lo había hecho cuando estuvo mal con Tommy y Eleanor, pero, claro… él lo llevaba en los genes.
               Jamás me había sentido tan separada de mi familia como entonces, sabiendo que si yo no podía hacer algo que el resto sí, se debía a que mi sangre no era la misma que la de los demás.
               -A veces los médicos son quienes menos saben de enfermedades y de cómo curarlas. Hay partes de tu cuerpo que te duelen que jamás aparecerán en una resonancia, pero eso no significa que el dolor no esté ahí. Sólo tienes que aprender a identificarlo, y cuando te enfrentas a él, es cuando desaparece. Sólo se trata de tener fe.
               -Yo no puedo tener fe ahora, papá. No puedo creer que hay algo bueno controlando el universo. Esto no puede ser parte de ningún plan, y si lo es, quien lo ha ideado, se llame Alá o como se llame, no se merece nuestra admiración.
               -No hablo de fe religiosa. Ya sabes que yo soy la última persona de la tierra a la que habría que preguntarle por Dios. Hablo de fe en lo que puedes tocar. Fe en lo que conoces. En las personas.
               -No te entiendo.
               -Yo la tuve una vez. La tuve como no la había tenido en mi vida, y probablemente nunca vuelva a tenerla: contra viento y marea, a pesar de que todos me decían que estaba loco por creer… pero lo hice. Porque no me quedaba más remedio. Nueve meses después, esa fe se convirtió en tu hermano. Porque yo fui capaz de creer durante menos de un año, ahora os tengo a ti, a Scott, a Shasha y a Duna. Sois lo mejor que me ha pasado-me tomó de la mandíbula y me hizo mirarle-. Así que si yo pude confiar en que Sherezade no me engañaba cuando me decía que el hijo que llevaba su vientre era mío, y eso que no la conocía de nada, tú puedes confiar en que Alec conseguirá despertar. Sher y yo vibramos en la misma sintonía, y a Alec y tú os pasa lo mismo-me acarició la mejilla con el pulgar y me besó la punta de la nariz-. Y si tu madre fue capaz de encontrarme en todo Londres, Alec se las apañará para volver contigo. Sabe dónde estás. Seguro que ya está viniendo.
               Me abracé a él con fuerza. A veces se me olvidaba lo increíblemente afortunada que era de que papá fuera mi padre. De todas las personas que había en el mundo, había veces en que sólo él sabía qué era lo que yo necesitaba escuchar. Supongo que es un sexto sentido que tienen los músicos, pero papá tenía le oído tan fino que era capaz de escuchar mi respiración a kilómetros de distancia, de modo que sabía a la perfección cuándo estaba tranquila y cuándo jadeaba de puro cansancio. Cuando estaba exhausta era cuando él aparecía con una botella de agua o una mano para tenderme y ayudarme a continuar.
               Papá me devolvió el abrazo, besándome la cabeza y susurrándome palabras de consuelo mientras mis labios dejaban una marca amarillenta en su camiseta blanca. Se encogió de hombros cuando me disculpé; es lo que tiene estar triste, que te preocupas de nimiedades.
                -Que todo lo malo sea eso-rió.
               Esperó a que me terminara el sándwich, se quedó conmigo hasta que sintió que necesitaba estar sola, y entonces, se marchó. Siempre sabía en qué momento hacer su entrada triunfal y cuándo retirarse discretamente.
               Su visita me dio fuerzas para ir a ver a mamá. Ahora que sabía que tenía el colchón de mi familia, estaba más calmada y con la mente más despejada, de modo que podía pensar con claridad. No dejaba de darle vueltas a la promesa que le había hecho a Alec; dado que yo ya estaba sufriendo como él, sólo quedaba añadir a alguien más a esa dolorosa ecuación.
               Me encontré a mamá en su habitación, sentada en la cama con las piernas dobladas, analizando unos papeles que tenía desperdigados delante de ella. Llevaba puesta una sudadera del merchandising de papá; él siempre decía que ella la mejor modelo que su ropa tendría nunca. Se había recogido el pelo en una coleta floja, y dos mechones le caían a ambos lados de la cara, enmarcando un rostro que se iluminó nada más verme.
               En silencio, avancé hasta su cama, gateé por encima del colchón y me acurruqué contra ella, que me recibió con los brazos abiertos y me acunó suavemente, adelante y atrás, como hacía cuando era una niña que corría a ella en busca de consuelo y protección. Como siempre, la obtuve en sus brazos. No había mal que pudiera alcanzarme siempre y cuando estuviera con mamá.
               Hundió los dedos en mi melena y me apartó el pelo de la cara mientras ronroneaba para sí, cantándome una canción de cuna que hacía años que no escuchaba. Supe que se la cantaría a mis hijos cuando los tuviera, tomando el testigo que mamá estaba dejando tan alto.
               No pude evitar preguntarme si esos niños tendrían el apellido de Alec.
               -Quiero que quien le ha hecho esto pague por ello-dije con voz rota, y mamá chasqueó la lengua.
               En circunstancias normales, si estuviera en su despacho y yo fuera una clienta, no me habría dicho que no a nada. Se habría puesto en modo tiburón y habría atacado nada más oler la sangre, que allí estaba por doquier (mismamente, en el colgante que llevaba al pecho, con la plaquita de Barcelona ardiendo en mi piel como si estuviera al rojo vivo o yo necesitara un recordatorio).
               Sin embargo, no estábamos en circunstancias normales. No estábamos en su despacho. Yo no era una clienta. Así que iba a decirme que no, porque era su hija y su deber era conseguir que fuera feliz, no satisfacerme.
               -Mi niña, entiendo tu situación-contestó con calma, siguiendo las líneas de mis rizos con la yema de los dedos-, y tienes todo el derecho del mundo a sentirte así. Yo no sé qué haría su fuera tu padre el que hubiera sufrido un accidente, pero… debes pensar que, en ocasiones, estas cosas suceden y no es culpa de nadie. Acumular rencor, para lo único que sirve, es para emponzoñarte el alma y hacerte aún más daño.
               -Sí, pero, ¿qué otra solución me queda, mamá? No puedo volverme loca esperando a que ocurra un milagro. Y, si no puedo vengarme de quien ideó el plan, por lo menos sí puedo hacerlo con el verdugo.
               -¿Quién habla de ningún plan?
               -Esto no puede ser fruto del azar, mamá. Alec es una buena persona. No conozco a nadie con mejor karma que él.
               Él, fruto de una relación con malos tratos, que había decidido seguir el buen camino en lugar de escuchar a sus genes. Él, que mandaba callar a sus demonios antes incluso de que empezaran a hablar. Él, que siempre ponía a los demás por delante. Él, que me había hecho darme cuenta de que yo no era todo virtudes, y me había hecho quererme a mí misma como no me  había querido nadie más.
               -Lo sé. Pero a las buenas personas a veces les suceden cosas malas. Lo bueno que tienen es que, al ser buenas, tienen la suerte más de su parte y les resulta más fácil salir de esas situaciones, porque hay todo un mundo de gente a su alrededor dispuesta a quererlos con tanta intensidad que su fuerza de voluntad les sacará del atolladero.
               -Pero… es que me siento tan impotente, mamá-jadeé, sintiendo que me desbordaba de nuevo. Era increíble la cantidad de lágrimas que podía derramar cuando ya me creía seca-. Odio estar aquí, con todas las comodidades del mundo, siendo consciente de todo lo que pasa, y no saber qué es lo que él está sufriendo, si está bien, si siquiera está…
               -No te angusties por él-me indicó mamá con voz augusta, y yo la miré. Estaba usando la voz que utilizaba en sus conferencias, cuando la llamaban para dar alguna charla en Oxford. Había ido a verla varias veces, y había sido de las últimas en ponerme en pie para aplaudirla. No porque fuera reticente, sino porque apenas terminaba, todo el mundo saltaba de su asiento y comenzaba a jalearla.
               Era imposible no hacerle caso cuando usaba esa voz.
               -Es un boxeador, ¿no?-sus ojos descendieron hacia mí. Los ojos de mi hermano, el que me había dado mi nombre, en el rostro de la mujer que me había dado absolutamente todo lo demás-. Y los boxeadores son luchadores innatos. Volverá contigo antes de lo que te imaginas. Tú sólo tienes que quererle con tanta intensidad que no te queden fuerzas para preocuparte por los “y si”. Aquí no hay “y si” que valgan.
               Continuó acariciándome la cara, segura de que conseguiría manifestar la realidad con sus palabras. Ella no estaba desesperada como yo. Podía verlo todo con más claridad… o quizá era mucho más ingenua.
              
 
El sonido de mis tacones hacía que la confianza en mí misma creciera más incluso de lo que había aumentado mi estatura con ellos, unos nada desdeñables 8 centímetros desde los que veía el mundo desde una perspectiva completamente diferente. Si bien no era como cuando Alec me había subido a sus hombros, sí que notaba un cambio lo bastante importante como para que mi seguridad se viera incrementada.
               Notaba que el personal del hospital me fulminaba con la mirada al verme pasar, pues había que vestir de manera que no se molestara a los pacientes, y yo estaba rompiendo esa regla a propósito. Después del chasco de la visita del día anterior, estaba decidida a ir con todo, aunque sólo me estuviera tirando un farol. Las películas sobre casinos te enseñaban que, cuanto más sinvergüenza fueras apostando, más aumentaba tu bote.
               El día anterior había ido más bien recatada a volver a ver a Alec. Dado que el doctor Moravski no había dicho nada sobre cuándo empezaba mi privilegio de horarios, había decidido tomarme la justicia por mi mano e interpretar que tenía efecto inmediato. No había vacatio legis, como decía mamá, en la que la norma estuviera ya aprobada pero aún no fuera aplicable: la palabra del médico era sagrada entre sus inferiores, y el pase mío y de Mary para ver a Alec durante una hora, en el momento que quisiéramos, estaba operativo desde ya.
               Le había enviado un mensaje a Mimi preguntándole cuándo tenía pensado volver a visitar a su hermano, pues no quería que coincidiéramos ambas y Alec se pasara menos tiempo con diversidad de estímulos. Me había dicho que iría aproximadamente a la hora de la cena para que su madre pudiera tomarse un descanso y comer algo potente en la cafetería: Annie llevaba ya un día entero metida en la UVI, y por mucho que las enfermeras rebosaran amabilidad y le llevaran de forma altruista la comida que también se les daba a los pacientes, aquel menú no estaba para tirar cohetes, ni mucho menos.
               Así que yo iría justo antes, para intercambiar impresiones con Mimi cuando nos diéramos el relevo.
               Había dedicado las horas anteriores a documentarme todo lo posible acerca de los pacientes en coma: qué podías esperar de ellos, los síntomas de despertar (muchos de los cuales creía que Alec presentaba, pero mi intuición tampoco era lo más fiable en la materia, sobre todo si teníamos en cuenta que me había pasado media vida creyendo que era un completo imbécil), y cómo propiciar ese despertar. Me había visto un poco abrumada al volcárseme los resultados de la búsqueda en el ordenador; tanto, que incluso le pedí ayuda a Shasha para abarcar el doble en el mismo período de tiempo.
               La avalancha de información y suposiciones resultó ser infernal, pues en cada lugar te daban un consejo distinto que nada tenía que ver con los demás, lo que te empujaba a la desesperación. Me llevaría dos vidas enteras probarlo absolutamente todo, y había cosas que tenía que descartar por ser las más complicadas (no podía reunir a todos los abuelos de Alec en la habitación y hacer que lo llamaran por los nombres que utilizaban con él cuando era pequeño,  pues uno de ellos estaba muerto y no tenía ni idea de qué les había sucedido a los padres de su padre).
               Sin embargo, si algo pudimos sacar en claro Shasha y yo de nuestra investigación apresurada era que los sentidos jugaban un papel clave. No sometería a Alec a descargas eléctricas con un táser que Shasha se ofreció a comprar en Amazon, por mucho que dijeran que algunos pacientes se habían despertado con ese método, salvo que fuera la última opción que me quedara. No quería ocasionarle más dolor. Decían que el tacto era uno de los sentidos que mejor despertaba a los pacientes, pero el pésimo estado de Alec, con todo el pecho vendado, un brazo roto y quién sabe qué más lesiones internas hacía que la superficie en la que yo me atrevía a tocarlo sin miedo se viera bastante reducida.
               Nada tenía en contra del uso de los demás sentidos. Me gustaba especialmente el testimonio de una mujer que se había despertado cuando su marido le mojó los labios con su sopa preferida, después de más de un mes tratando de todo. No obstante, dado que el plato preferido de Alec eran las albóndigas de su madre, aquel truco quedaba un poco fuera de mi alcance: me aterrorizaba la idea de meterle una albóndiga en la boca y que se quedara atascada en su garganta, empujándolo a la asfixia. Sería peor el remedio que la enfermedad.
               Recordaba de sobra cómo le había tomado el pelo a su madre con las dudas que le generaba considerar si sus albóndigas sabían mejor que mi coño, pero sentarme en su cara quedaba descartado por razones obvias.
               -Podrías hacerlo cuando las enfermeras se estuvieran dando los cambios de turno-sugirió Shasha, y yo le lancé tal mirada que no volvió a abrir la boca hasta que yo me dirigí directamente a ella para preguntarle por el siguiente truco que había leído, de un anciano con Alzheimer que recuperaba la memoria cada vez que olía el perfume de su difunta esposa-. Qué bonito. Podrías combinarlo con la comida. Pedirle a Annie que prepare sus albóndigas, llevarlas en un tupper, y…
               -Annie no se separa de Alec. No tiene tiempo para ponerse a hacer albóndigas. Ni ganas. Aunque… me ha dado la receta-medité, y Shasha parpadeó.
               -Podríamos hacerlas para mañana.
               Clavé la vista en los botecitos de perfume que tenía sobre la mesilla de noche, que Alec se dedicaba a olfatear cuando nos tumbábamos en la cama a mirar el techo, sin hacer nada. Yo siempre bromeaba con que, si quería llevarse uno a casa para cambiar de colonia, le dejaría coger el que quisiera.
               -Si empiezo a echarme tu perfume, bombón, terminaré enamorado de mí mismo-comentaba él, negando con la cabeza y riéndose.
               -Ya estás enamorado de ti mismo-me reía yo.
               -Normal. ¿Has visto esta cara?
               Había una cosa que hacía que a Alec se le hiciera la boca agua con solo olerla, y era muchísimo más accesible y rápida que las albóndigas, que me llevarían unas horas que, por aquel entonces, no tenía.
               Así que había entrado en la UVI con esperanzas renovadas, mis playeros blancos, mis vaqueros claros y mi sudadera rosa pálido, con un par de bolsas de regalices guardadas en el amplio bolsillo delantero de la sudadera.
               -Aquí me tienes de nuevo, sol-saludé con jovialidad, como si él estuviera despierto y se muriera de ganas de verme. Algo en lo que también coincidían todas las webs sobre gente en coma era en que hablarles como si estuvieran despiertos favorecía su pronta recuperación. Estadísticamente, un paciente al que se le trataba con normalidad tenía un 90% de posibilidades más de despertarse que uno al que se trataba como una marmota. Me senté en el sillón, que jamás estaba frío, crucé las piernas y le cogí la mano automáticamente. Le di unas palmaditas, esperando algún tipo de reacción de su parte. Se me hacía un poco raro hablar con él, fundamentalmente porque Alec era incapaz de mantener la boca cerrada: no se callaba ni debajo del agua, así que ahora todo era tremendo, peor que hablar con una pared-. ¿Has oído lo que ha dicho el doctor? Tengo privilegios de horarios. Le estoy seduciendo. Como no te despiertes pronto, quizá te deje por él-me eché a reír y me aparté el pelo de los hombros-. Me vas a ver más ahora que cuando venías a mi casa. Bueno, verme no, porque te empeñas en estar con los ojos cerrados. Francamente, Al, no sé qué gracia le ves a esto, pero en fin-me encogí de hombros, descrucé y crucé de nuevo las piernas y continué-, supongo que me lo merezco. Casi hago que nos pillen cuando lo del simpa, así que un sustito de vez en cuando no viene mal, ¿eh?
               La pantalla de sus pulsaciones continuaba igual que siempre. La mascarilla de oxígeno se empañaba y desempañaba al mismo ritmo de las otras veces. No estaba surtiendo ningún efecto, pero yo debía seguir intentándolo.
               -Por cierto, de la que venía aquí me ha dado un antojo muy raro y… adivina lo que traigo-canturreé, metiendo la mano en el bolsillo de la sudadera y agitando la bolsa de regalices en el aire-. ¡Regalices! Bueno, en realidad, son tronquitos, ¿no?-eché un vistazo a la bolsa, cuyo frente rezaba, con letras vistosas “TRONQUITOS DE REGALIZ RELLENOS DE NATA”-. Tus preferidos. Lo que pasa que… hay un montón-abrí la bolsa y, mirando de reojo la pantalla de sus pulsaciones, comenté-: creo que no voy a poder con todos. Ay, si hubiera alguien por aquí que pudiera echarme una mano-me apoyé en el respaldo del sillón y le di un mordisco a uno. No era nada del otro mundo, pero Alec era un apasionado de los regalices, así que seguro que a él le chiflarían. Una vez, me había contado que se había gastado 20 libras en un kiosco sólo en regalices.
               -¿Cómo que 20 libras? ¡Alec!
               -¡Tenían tronquitos con pica-pica especiales, ¿vale, Sabrae?! ¡No me juzgues!
               Estaba combinando dos cosas ahí: sabor, y olor. Especialmente, olor. Supe que mi técnica era impecable en la teoría porque las enfermeras empezaron a pulular a nuestro alrededor, atraídas por el aroma de las golosinas. Le entregué un par de tronquitos a la enfermera más joven, la única que se atrevió a pedirme uno, y esperé a que las demás volvieran para pedirme más, pero todas comprendieron que estaba trabajando, igual que ellas.
               Me regodeé en masticar, como si me estuvieran encantando. Los mordisqueé, los balanceé entre mis dientes, e incluso los chupé un poco antes de metérmelos en la boca, todo con tal de arrancar una respuesta de él.          Pero nada. Alec seguía sin responder.
               Suspiré, dejé la bolsa sobre su pecho, abierta de manera que el olor llegara a sus fosas nasales, y entrelacé las manos.
               -Esas tenemos, ¿eh? Debes de estar cabreadísimo conmigo para no querer que hablemos. Eso, o que te has pillado de alguna enfermera y estás esperando que me canse para cambiarte el nombre y fugarte con ella a alguna isla perdida en el Pacífico. ¿O es Grecia? Apuesto a que es Grecia-entrecerré los ojos-. Espero de corazón que no fueras tan sinvergüenza como para ir a Mykonos. Mykonos me la prometiste a mí. Pero, ¿sabes qué te digo? Que vas a tener que hacer el paripé durante mucho, mucho tiempo, porque no pienso cansarme fácilmente, ¿me oyes?
               No respondió.
               -Me traeré mis deberes como sigas en este plan.
               Siguió sin responder.
                -Mis deberes de sintaxis-le amenacé. Alec la detestaba. Cada vez que cerraba una libreta y me ponía con la siguiente en la biblioteca y él veía que abría la de sintaxis, se ponía a rezongar y a mordisquearme la oreja.
               -¿No te interesan más otro tipo de complementos? Tienes por aquí un par…-ronroneaba, poniendo mi mano sobre su entrepierna, y yo me echaba a reír.
               -¿Son circunstanciales de lugar?
               -De circunstanciales tienen poco, nena-coqueteaba él, y yo volvía a reírme, y mis amigas nos fulminaban con la mirada porque no querían que la bibliotecaria viniera a llamarnos la atención.
               -Vale. Guay. Mañana me traigo mis deberes de sintaxis, entonces. Como tú prefieras-levanté las manos y fijé bien la vista en él, que siguió exactamente como siempre. Suspiré, le cogí la mano y le acaricié la palma-. Te echo mucho de menos, Al. No puedes seguir haciéndome esto. Me duele verte así, con todo lo que tú eres… por favor, Al. Despierta.
               Evidentemente, no se despertó. Y yo me había quedado sin fuerzas. Pensaba que sería más fácil: nuestra relación era tan natural que los silencios no resultaban incómodos, pero porque ambos los queríamos. Cuando uno de los dos quería hablar, simplemente hablábamos. Había momento para absolutamente todo entre nosotros, pero ahora, habían cambiado tantas cosas… yo no deseaba esto. Estaba en un castigo de silencio impuesto por no se sabía muy bien quién. Y resultaba extrañísimo hablar con Alec y que él no me contestara.
               Al menos tenía el consuelo de tocarle. No había mucho espacio en el que acariciarle, pero era mejor que quedarme allí, sentada, mirándole sin establecer ningún tipo de contacto. Una parte de mí continuaba convencida de que el apretón que me había dado no había sido un espasmo, sino una señal de que estaba ahí, escondido en algún lugar. Se había movido de una forma tan concreta, tan propia de su yo de siempre… era demasiado familiar como para ser una casualidad.
               Las enfermeras empezaron a asomarse al que yo ya consideraba nuestro cubículo, demasiado aprensivas como para decirme que me fuera, pero ya cansadas de mí. Llevaba dentro una hora y diez, como comprobaría después con mi móvil.
               Cuando la más joven se asomó a nuestro cubículo y carraspeó, diciendo que Mimi quería pasar, yo no encontré más excusas para quedarme. De modo que me incorporé, coloqué la bolsa de regalices abierta sobre la mesa en la que Annie tenía una botella de agua, un cuchillo y una manzana, y me incliné hacia Alec.
               -Alec-le susurré al oído, por encima del sonido de la mascarilla de oxígeno manteniéndolo con vida y su corazón dando un concierto en diferido en las pantallas de las máquinas-, eres un boxeador. Un luchador. Así que por favor, lucha. Te…-empecé, pero me contuve a tiempo.
               No se merecía que le dijera mi primer “te quiero” deliberado cuando no podía escucharlo.
               -Me apeteces.
               Le di un beso en la mejilla y le acaricié el pelo.
               -Volveré mañana, sol.
               Les entregué la bolsa de regalices que no había abierto a las enfermeras, como disculpa por la demora y agradecimiento por su paciencia, y salí hecha polvo de la UVI. Me pasé llorando todo el trayecto a casa, que hice con Scott al lado en el metro. Se había pasado la tarde con sus amigos, y había venido a acompañarme al hospital tanto para apoyarme como para enterarse de las novedades y transmitírselas al resto del grupo.
               -Puedo quedarme en casa esta noche, si quieres. Podemos ver una peli y comer helado-me ofreció, dándome un beso en la sien, cuando llegamos a casa. Negué con la cabeza.
               -Mañana te vas-recordé-. Te mereces disfrutar de tu última noche fuera.
               -Pero, Sabrae…
               -Estaré bien.
               -Eso no es verdad.
               -No, no lo es-admití-. Pero, siendo sincera, que tú estés aquí o no, no va a marcar mucho la diferencia. Así que sal y pásatelo bien con Tommy y las americanas-le animé.
               Scott no había vuelto a casa aún cuando yo regresé para cambiarme. Después de contarles las novedades a mis amigas esa mañana en el instituto, me habían animado a que saliera a matar, y eso había hecho. Me marché antes de la última hora y me duché, maquillé y vestí como si fuera a salir de fiesta por el barrio más exclusivo de Londres. Me había puesto un top de terciopelo granate con el que es probable que me cogiera una pulmonía incluso con el aire acondicionado del hospital, una minifalda de cuero negro, anudada al muslo de manera que no podía llevar bragas (y, créeme, es tremendamente incómodo ir sin bragas en el transporte público; suerte que mamá iría a recogerme cuando saliera del despacho) y unos botines de tacón grueso con los que Duna adoraba juguetear. Me había pintado los labios de un intenso color sangre y ahumado los ojos de manera que parecía recién salida de una entrega de premios punk, o quizá de una fiesta del remake de Euphoria.
               Si Alec no quería despertarse por estímulos dulces, lo haría con picantes.
               Así que cuando entré en la UVI con una bolsita de chilli cheese bites en la mano, sabiendo que las bolitas de queso y chile no eran lo más picante de la sala, lo hice con tanta confianza que podría haber demolido las paredes del edificio.
               Algo me decía que esa tarde triunfaría.
               -Hola, guapo-ronroneé, sentándome con lentitud en el sillón que Annie acababa de dejar vacante-. ¿Qué tal estás hoy? Mira, he decidido arreglarme para ti, pero no te acostumbres, ¿eh? El outfit es un poco incómodo porque, bueno… ya ves-me incliné hacia un lado, mostrándole mi piel desnuda en los glúteos-. No soy yo mucho de llevar cosas provocativas, pero cuando las llevas, hay que llevarlas bien. ¿Te cuento un secreto?-me incliné hacia su oído, que rocé con los labios cuando le confesé-: no llevo bragas.
               Me giré a toda velocidad para ver las pulsaciones de Alec. A continuación, clavé la vista en su entrepierna, pero, igual que en las pantallas, no sucedió nada reseñable. Me cago en Dios, pensé, frustrada. Estaba convencida de que Alec se despertaría chillando en cuanto le dijera eso. Acababa de malgastar mi mejor baza.
               Sin embargo, aún me quedaba una bala en la recámara.
               -¿Sabes? Con todo esto de acicalarme, no he tenido tiempo de comer nada, así que he parado en un Burger de la que venía y… ¡he cogido unos bites!-los agité como había hecho con los regalices, que se habían esfumado, la noche anterior-. Me muero de hambre. Mm, puede que esto del coma tenga sus ventajas: así no tengo que compartirlos contigo-le guiñé un ojo y esperé. Me metí uno en la boca, tanto porque no podía esperar como porque de verdad tenía hambre. Mastiqué despacio, dejando que el queso y el chile se mezclaran en mi lengua, y me estremecí de pies a cabeza. Me metí otro en la boca, que mastiqué con más lentitud, y me incliné hacia él, segura de que mi aliento ya olía a los bites y no tendría manera de escapar de ello-. Al final no he traído mis deberes de sintaxis. He decidido ser buena. ¿Me lo vas a compensar de alguna manera, mm?-ronroneé, acariciándole el brazo que tenía libre. Las pulsaciones continuaron al ritmo normal.
               Me dediqué a calentarlo el siguiente cuarto de hora, o por lo menos, a intentarlo. Incluso llegué a partir el último bite con los dientes y lamí el interior como él me lamía a mí. Estaba hasta poniéndome cachonda a mí misma. Prácticamente me subía por las paredes, estaba empapada, y él no sólo no se había endurecido, sino que ni siquiera había hecho amago de parpadear. O no está ahí o es buenísimo disimulando.
               Claro que casi lo hacemos en el sofá de sus padres con ellos delante, un día que yo me volví loca y empecé a frotarme contra él… y él fue capaz de fingir que no pasaba nada. Lo único que había hecho había sido preguntarme si estaba mal de la cabeza, y cuando todo se había salido de madre, me había arrastrado a su habitación, bajado las bragas y follado de una forma tan bestial que esa noche dormí boca abajo, y estuve dolorida en clase dos días. Pero había merecido la pena. Cada vez que recordaba ese polvo, ni siquiera necesitaba tocarme para llegar al orgasmo.
               De hecho, estaba tan mal en ese momento que le habría acariciado el miembro de no tener miedo de hacerle daño. No sabía cómo estaba ahí abajo. La sábana le tapaba, y las ventas cubrían tanta superficie de su cuerpo que perfectamente podía ser también su hombría.
               -Duna está haciendo un dibujo para que te lo traiga. Dice que eres el bello durmiente, y quiere venir a darte un beso. Quizá debería dejarla.
               Se me encendió la bombilla y lo miré.
               -O puede que estés esperando a que lo haga otra persona.
               No contestó. Para variar.
               -¿Alec? ¿Quieres que te bese?
               ¿De verdad tienes que preguntarlo?, le escuché decir en mis recuerdos, con cara de fastidio. Miré hacia atrás. Me daba miedo que estuviera prohibido. Me daba miedo que le sentara mal. Pero, ¿qué podía perder intentándolo?
               ¿Cuánto podría aguantar sin la mascarilla de oxígeno?
               ¿Estaba dispuesta a ponerle en peligro con tal de recuperarlo?
               Le miré. Le miré bien. Le miré como le miraba cuando dormía y yo me despertaba y me daba cuenta de que me acostaba con un dios. Su mandíbula, su nariz, sus pómulos, sus pestañas, sus cejas… todo en él era perfecto. Era la única persona en la tierra capaz de acabar con la heterosexualidad en los hombres, y la homosexualidad en las mujeres.
               Era imposible no sentirse atraída por él.
               -Haré lo que sea para que te despiertes-le prometí.
               Siéntate en mi cara, dijo el Alec que llevaba dentro, y me reí. Era algo que diría él. Le conocía lo suficiente como para saber cuál sería su respuesta en ese momento.
               -Excepto sentarme en tu cara-eso que era peligroso. Tenía que tener cuidado con su cuello, y siempre que me sentaba en su cara, lo hacía con la tranquilidad de saber que él me sujetaba para no aplastarlo.
               Armándome de valor, estiré la mano y cogí su mascarilla de oxígeno. Se la retiré un poco, lo justo y necesario para que la comisura de sus labios quedara al aire.
               Me incliné.
               Le besé.
               Fue un beso de cuento de hadas. El típico beso que es un aleteo. Un aterrizaje suave de unos labios sobre otros, como un nenúfar flotando justo sobre la superficie del agua.
               Pero Alec no necesitaba un cuento de hadas. No necesitaba un aterrizaje suave. Necesitaba un impacto de meteorito. Necesitaba una historia épica.
               Por eso, no reaccionó. Y yo, en el fondo, me lo esperaba. De modo que, desilusionada pero no completamente desanimada, dejé la mascarilla de nuevo en su lugar justo en el momento en que se nos acercaba una enfermera para comprobar si todo iba bien.
               -¿Has hecho algo?
               -Le he quitado la mascarilla para darle un beso. ¿Se ha puesto mal?-pregunté, ansiosa, y ella negó con la cabeza.
               -No, es sólo que… había una lectura rara en los monitores. Pero supongo que es por eso. Intenta no…
               -No volveré a hacerlo, tranquila. Sólo estaba probando.
               La enfermera asintió, se dio la vuelta y se fue. Me giré y volví a mirar a Alec. Cogí su mano y le acaricié la palma, ascendiendo por su antebrazo, siguiendo la línea de sus venas.
               -Sé que estás ahí-susurré en tono amoroso. Un tono al que no respondió.
               Le aparté un mechón de pelo de los ojos.
               -¿Qué tengo que hacer para que te despiertes, mi amor?
               Y entonces…
               … el Big Bang.
               El Génesis.
               El Mar Rojo abriéndose ante Moisés.
               Jesucristo regresando de entre los muertos tres días después de ser crucificado.
                Londres al completo, guardando silencio para escuchar lo que tenía que decir mi madre el 8m.
               El estallido de una estrella.
               El clímax más absoluto de todos.
               El corazón de Alec dio un brinco. El ritmo pausado y uniforme de los últimos dos días sufrió una modificación. Un latigazo. Una explosión.
               Clavé los ojos en la pantalla del electrocardiograma, examinando la montaña irregular, que nada tenía que ver con las demás, hasta que ésta desapareció, devorada por la cordillera de regularidad. Estaba acostumbrada a escuchar ese sonido, pero no a verlo. Lo había oído un millón de veces, cuando apoyaba la cabeza sobre su pecho y le decía esas dos palabras, pero jamás había visto su representación. Me parecía lo más hermoso que había visto en mi vida.
               -Alec-dije, y no pasó nada.
               Y entonces, cogiendo aire, como quien acaba de descubrir sus poderes y trata de aprender a manejarlos, repetí:
               -Mi amor.
                Y ahí volvió la arritmia. Era clara y diferente como un fénix y un simple cisne. Noté que se me hacía un nudo en la garganta. Le escuché un día, tumbado en su cama, abrazándose a mi cintura y haciéndose un ovillo en torno a mí, su casi metro noventa cubriéndome completamente como una coraza.
               -Cuando me llamas mi amor, siento cosquillitas en el corazón.
               Me eché a llorar, pero por primera vez en dos días, fue de felicidad. Empecé a reírme, me incliné hacia él, le abracé y empecé a besarlo.
               -¡Mi amor!-repetí-. ¡Mi amor, mi amor, mi amor!-una y otra vez, porque me encantaba que su corazón y mi voz formaran un coro perfecto. Mis lágrimas mojaron su sábana, pero adoraba que pudiera verme llorar-. ¡Hola, hola, mi amor! ¡Hola, cariño, mi rey, mi sol! Sabía que no me dejarías. ¡Sabía que no me dejarías! ¡Mi niño, mi sol, mi príncipe! Te…-casi se me escapa de nuevo, pero conseguí contenerme-. No, no es justo que te lo diga ahora. ¡Me apeteces! ¡Me apeteces, me apeteces, meapetecesmeapetecesmeapetecesmeapeteces! ¡Te adoro te adoro te adoro TE ADORO! Mi amor-lloré, riéndome.
               Iba a volver conmigo. Yo le convencería.
               Y podríamos escuchar otra vez mil canciones nuevas. Un nuevo disco de The Weeknd.
               Sabría cómo sonaba un “te quiero” de mis labios. Le repetiría todas las veces que quisiera su canción favorita, aquella que llevaba negándole meses. Hasta el infinito, y más allá.



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1 comentario:

  1. Después del último capítulo no esperaba que pusieses que Alec volvería a tener otra reacción a Sabrae pero es que mira quiero morirme porque no me creo la última parte del capítulo me parece demoledora. Te juro tía que estás pasandote tanto con estos capítulos en los que expresas tan bien los sentimientos de Sabrae que temo por el momento en el que Alec por fin despierte porque igual la que entro en coma soy yo.

    Tema aparte me meo por ver la reacción de Sabrae al ya famoso Scott niño traicionero.

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