domingo, 30 de agosto de 2020

Infierno.


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Sabía que me habría odiado siempre si no hubiera entrado en la UVI a verle, pero en ese momento, deseé no hacerlo.
               Porque, en cuanto lo vi, supe que no podría borrarme aquella imagen de mi cabeza, y si lo que yo más temía terminaba por suceder y él se quedaba en aquel estado para siempre, yo detestaría no poder recordarlo como la estrella más brillante del firmamento, el chico más feliz y relajado de toda la costa mediterránea, en lugar de aquel cascarón aparentemente vacío que había ante mí.
               Escuché a lo lejos, amortiguados por el tamborileo rítmico del corazón martilleándome en los tímpanos, cómo los amigos de Alec caminaban detrás de mí, guardando las distancias pero también asegurándose de que le veían. A mis espaldas, alguien contuvo el aliento, horrorizado. Estaba bastante segura de que fue Tam.
               Lo cual daba una idea bastante clara de cómo era la situación a la que nos enfrentábamos: si hubiera sido cualquiera de las otras dos chicas, habría entrado dentro de los estándares de reacción esperables en un momento como aquel. Que lo hiciera Tam, no obstante, le daba a todo un aire mucho más angustioso. Tam era, con diferencia, la más independiente de las chicas, la que más se picaba con Alec y con la que él tenía más encontronazos; de tener que mantenerse estoica una al ir a verlo al hospital, estaba convencida de que sería Tam. No es que hubiera estado con ellos en infinidad de ocasiones, pero de lo poco que había estado, me había bastado para ver cómo funcionaba la mecánica de la relación de Alec y Tam: se respondían con borderías a la mínima oportunidad, su mera presencia les sacaba de quicio; incluso podría decirse que no se soportaban, pero la gravedad del resto de los del grupo les mantenía unidos, juntándolos con el pegamento sobrante del resto de amistades que orbitaban en torno a ellos. Siempre había pensado que Bey tenía mucho que ver en aquel asunto: gemela de una y mejor amiga e incluso amor platónico de otro, Bey era la razón de que tuvieran que convivir más que los demás. Y el roce, en lugar de hacer el cariño con ellos, hacía que se pelearan.
               Se me heló la sangre en las venas, se me detuvo el corazón, se me cayó el alma al suelo y mi mente explotó, todo a la vez. No tenía una idea muy definida de lo que esperaba encontrarme cuando viera a Alec, pero no era aquello. En las películas, te vendían los comas como siestas de varias semanas, meses o incluso años de los protagonistas en las que estos se mantenían perfectos, relajados y descansados como si estuvieran dando la mejor actuación de la historia en una nueva versión de La bella durmiente o Blancanieves. Todos parecían a punto de despertar si la persona correcta les cogía la mano o les daba un beso en los labios.
               Nada más lejos de la realidad.
               Rodeado de cortinas de un azul desgastado por el uso, la cama de hospital estaba rodeada de aparatos que medían todo a lo que la medicina reducía a Alec: presión sanguínea, ritmo cardíaco, presión respiratoria, y varios gráficos más que no conseguía identificar. Me ofendía cada uno de ellos, pues no hacían más que recordarme que, para la gente que debía cuidarlo, Alec era poco más que un conjunto de estadísticas. Si acaso, un reto profesional: nada de un chico que tenía toda la vida por delante, el mejor amante de muchas londinenses y el único y verdadero amor de mi vida. Para la gente uniformada de aquella sala, Alec no era más que una luz en el cielo. Para mí, en cambio, era el sol.
               Un sol apagado, sin brillo, al que le habían puesto un millón de filtros. Un sol al que le habían colocado una máscara de oxígeno que rugía por lo bajo como el motor de un tractor. Un sol al que le habían cubierto el pecho con vendas, inmovilizado la parte izquierda del cuerpo, y le habían clavado una vía en la que un líquido amarillento entraba poco a poco en su cuerpo, como si fuera el helio que nuestra estrella creaba para poder existir.
               No parecía dormir en absoluto. No parecía estar relajado. Y no parecía descansar. No parecía estar ahí, siquiera: su cuerpo estaba presente, pero su corazón y su alma estaban muy, muy lejos, en un lugar en el que ni siquiera yo le sentía. Ni siquiera sabía si sus pulmones estaban procesando el oxígeno por sí mismos o también era producto de las máquinas, pero me daba demasiado miedo la respuesta que pudiera obtener como para formulármela siquiera a mí misma.
               Tenía cortes alrededor de toda la piel que tenía visible, que no era mucha. Apenas le habían dejado un hombro al descubierto, como si fuera el corsé de una geisha cuya isla era diminuta, en lugar de inmensa. En el hombro derecho se intuía el bulto de las compresas que habían aplicado con las medicinas que la herida necesitaba, pero en el izquierdo se estaba formando un feo moratón que tardaría días en desvanecerse. Me pregunté si Alec se despertaría para notar la molestia, o si el moratón desaparecería para no volver igual que su conciencia.

               Pero lo peor no era ese moratón, ni la venda del codo interno. Lo peor estaba en su torso, que subía y bajaba a un ritmo pausado que yo nunca le había visto seguir, ni siquiera cuando dormía profundamente; bajo sus pectorales, se intuían unas depresiones irregulares, producto probablemente de los bultos que generaban unas vendas que no deberían estar ahí.
               Recordé lo que el doctor había dicho sobre sus pulmones, y no fue hasta entonces que me di cuenta de le habían abierto en canal. Quién, no lo sabía. Sólo esperaba que no le hubiera dolido cuando sucedió, y sus pulmones quedaron expuestos al aire por el lado equivocado.
               Lentamente, temiendo lo que me encontraría, subí poco a poco hacia su cara. Apenas me había atrevido a echarle un rápido vistazo cuando rodeé la cortina y me encontré con él: me daba demasiado miedo ver la expresión demacrada que mi cerebro, poniéndose ya en lo peor, había imaginado. Por suerte, mis pesadillas eran peores que la realidad en ese sentido, al menos, de momento; lo cual no implicara que el rostro de Alec estuviera para echar cohetes, precisamente.
               Si había algo que no acusaba el accidente ni daba pistas de lo que había sucedido ése era, precisamente, su rostro. El casco había cumplido con su función a la perfección, cuidando de que no se le originara ningún corte ni herida como las que poblaban su cuerpo. Me ilusioné pensando en lo que Alec se alegraría cuando se despertara (cuando, y no si, me felicité a mí misma por mi actitud) y descubriera que su carita seguía igual de bien que siempre. Igual de genial. Igual de besable, lamible y adorable.
               Ignoré deliberadamente la leve tirantez que ya se intuía en sus facciones, mostrando la lucha interna que Alec estaba librando en soledad, y la sequedad de sus labios bajo la máscara de oxígeno que le ayudaba a quedarse allí. Presente.
               Conmigo.
               Pero no pude ignorar sus ojos. No, porque eran más los de un muerto que los de un vivo. Decenas de veces me había incorporado a mirarlo dormir en plena noche, cuando algo me despertaba y me daba cuenta de lo afortunada que era, al ser la única mortal a la que le concedían el inmenso regalo que era dormir al lado de un dios como él, alimentándose de su calor corporal, meciéndose al compás de su respiración. Y siempre, todas aquellas veces en que lo había observado en la penumbra, sus ojos se habían movido de una u otra forma: en ocasiones, giraban sobre sí mismos en un baile caótico propio de quien visita un museo; otras, simplemente parpadeaban levemente, de una forma tan sutil que yo tenía que inclinarme para asegurarme de que lo que estaba viendo no era producto de mi imaginación. Y él siempre se despertaba cuando mi pelo suelto acariciaba su pecho. Entreabría los ojos y lentamente, los clavaba en mí, y una preciosa sonrisa, blanca como un faro recortado contra la silueta de la costa nocturna, se extendía por sus labios. Las probabilidades de que hiciéramos el amor después de eso eran altísimas.
               No como las de ahora. Sus ojos estaban completamente quietos. Su cuerpo era una casa cerrada a cal y canto en la que no había absolutamente ningún movimiento: nadie sabía si era una cárcel personalizada, o una mansión cuyo abandono aún era incierto. ¿Serían unas semanas? ¿Se había ido el dueño de vacaciones?
               ¿O se había mudado para no volver? ¿Había echado la llave y la había arrojado a un río para empezar una nueva vida en un territorio ignoto?
               Algo me decía que de mí dependían las respuestas a esas preguntas. En cierto modo, siempre había sido así. Cuando Alec se perdía en sí mismo y en el torbellino de emociones que albergaba dentro, yo era la señal que le indicaba la dirección a seguir. Cuando se enfadaba, se entristecía o se entusiasmaba tanto que perdía el control de sí mismo, bastaba el contacto conmigo para que todo volviera a su cauce. Yo era la firme mano sobre el timón que impedía que se lo llevara el oleaje.
               Tenía una energía dentro que Alec necesitaba. Y yo tenía que encontrar la manera de concentrarla y dispararla hacia él en un chorro tan potente que sería capaz de atravesar el universo en un solo segundo, mil trillones de veces más rápido que la luz.
               No sabes lo jodido que es estar aquí dentro, le escuché decirme, sentado en la cama después de confesarme lo mal que lo había pasado cuando creyó que era el heredero de su padre. Estiré la mano frente a la cama del hospital, recordando lo que había hecho a continuación.
               Pues déjame entrar, le había contestado, tomándole de la mandíbula y haciendo que me mirara.
               Di un paso.
               ¡No sabes lo que le habría hecho a ese cabrón si…!, no pudo terminar la frase. Estaba de pie, frente a mí, paseándose como un tigre enjaulado después de contarme que había pillado a un tío en Nochevieja intentando aprovecharse de que yo estaba tan borracha de que apenas me tenía en pie. Se pasaba una mano por el pelo, frustrado, odiando lo que había en su cabeza.
               Yo me había puesto en pie y había caminado hacia él.
               Di otro paso. Le tenía a otro paso más, y estaría justo a su lado. Cogerle la mano y hacer que se despertara sería pan comido. La levanté.
               Pero estoy aquí. Sana. Y salva. Gracias a ti, le había cogido la cara y le había hecho mirarme. Alec se perdió en mis ojos, dejando que yo le mostrara la manera en que lo veía: como un héroe verdadero, de esos que llevaban veinte siglos sin nacer, en lugar de como el personaje gris y de moral dudosa que él se consideraba.
               Extendí la mano. Sus dedos inertes estaban a muy poca distancia de los míos. Descansaban sobre la cama como los de un pianista sobre la tapa del piano con el que lleva ensayando toda la vida, y con el que acaba de hacer la interpretación de su vida ante un público entregadísimo. El amo acariciando a la bestia.
               Él, paralizado como un antílope que no sabe de dónde ha salido el guepardo para abalanzarse a su cuello, al ver de nuevo a The Weeknd. Mi mano dándole un suave apretón, recordándole que podía con esto. Era nieto de reyes, ¿qué era un cantante para él?
               No dejes que me vuelva a dejar en evidencia, me pidió viendo que Abel se nos acercaba. Yo me había reído y le había dado un mordisquito en el punto en que su mandíbula se conectaba con su cráneo.
               Nunca.
               La yema de mi dedo estaba a milímetros del dorso de su mano. Intenté concentrarme. Él, encogido en posición fetal, contándome lo que su padre le había hecho a su madre. Él, luchando por respirar, después de impedir que Tommy consiguiera suicidarse. Él, tumbado sobre una cama que no podía pagarse, angustiado por unas posibilidades a las que creía estar obligándome a renunciar.
               Era imposible concentrarme en conseguir lo que me salía de una forma natural. Más que un poder de mi cuerpo, parecía algo propio del de Alec. Mis dedos en su cabello, mi mano en su espalda, mis brazos en su torso, mis piernas en su cintura, daba lo mismo. Lo único que hacía era moverme. Era lo que tenía que hacer ahora.
               Así que eso es lo que hice. Con un último esfuerzo, y mi mano temblando a causa de la concentración (tenía todo el cuerpo en tensión, y aunque lo achacaba a mi poder, desde fuera se veía más bien como lo que verdaderamente era, y es que estaba hecha un manojo de nervios), extendí los dedos y toqué la mano, cálida e inmóvil, del chico con el que, algún día, quería tener hijos.
               Y entonces, sucedió.
























               Nada.
               Absolutamente nada.
               Mi energía sanadora se había agotado justo en el momento en que más la necesitaba. Era el paracaídas que siempre llevas a la espalda, por si acaso, que usas un millón de veces para divertirte, pero que no se abre cuando tu avión estalla en llamas en el aire.
               Era el móvil que siempre tenías cargado a tope, quedándose sin batería en plena noche, cuando ya sólo podías recurrir a los taxis.
               La dirección del coche rompiéndose en la curva más cerrada. El preservativo rasgándose en el mejor momento del polvo. El apartado que más estudiado tenías y mejor te sabías, olvidándosete cuando te lo preguntaban en el examen.
               La fuerza de la unión que te ataba a la persona que más te necesitaba, debilitándose tanto que se la llevaba el viento.
               Me maldije una y mil veces por no haber insistido en que fuera a Barcelona con todos los gastos pagados. Ni siquiera le había hecho un regalo de San Valentín decente: mientras él me había comprado una cadena de plata en la que se había dejado medio sueldo, yo le había hecho una estúpida caja que se abría como una flor de loto y en la que apenas me había gastado un puñado de libras. Era una Malik, por el amor de Dios. Podría haberle comprado una moto si se me hubiera antojado, y él no habría podido rechazarla. Ni yo le habría dejado, ni su imposibilidad de devolverme el dinero se lo habría permitido.
               Esto no podía estar pasando. No podía ser verdad. De todas las personas del mundo… no, él, precisamente, no. Dios tenía gente de sobra entre la que escoger. Que me quitara a quien quisiera; a todos, menos a Alec.
               Era horrible que lo pensara, pero Alec era la persona que más me importaba en el mundo. Todo estaría bien siempre y cuando él estuviera a mi lado, y a la vez, nada estaría bien si él me dejaba. Le necesitaba conmigo. Scott me habría encontrado, me habría puesto mi nombre, pero Alec era el que le había dado sentido.
               Y yo me había dado cuenta tarde. Cuatro meses tarde, un día después de que se nos acabara el tiempo.
               No me di cuenta de que había echado a correr hasta que me di de bruces con uno de los vigilantes de seguridad. Los que estaban en la sala de vigilancia ocupándose de las cámaras me habían visto correr a todo lo que daban mis piernas (aquellas piernas que tanto le gustaban a Alec y que ahora de tan poco me servían), y después de trazar mis posibles trayectorias, habían mandado a varios guardias de seguridad a interceptarme. Estaba poniendo en peligro a mucha gente comportándome así, pero es que no podía hacer otra cosa. No soportaba lo que gritaba mi cabeza, no podía quedarme en el mismo sitio, y desde luego necesitaba alejarme todo lo posible del lugar donde estaba el cuerpo vacío de Alec.
               De una forma completamente ególatra, me había convencido a mí misma de que, si no había conseguido despertarle, era porque era imposible. Si ni yo misma era capaz de traerlo de vuelta, era porque Alec se había ido para no volver. Y no soportaba ser capaz de pensar una cosa así; no ya por lo egoísta que sonaba, sino por lo horrible de la situación. No existían cielo ni infierno en un lugar donde Alec tampoco lo hacía: si él no estaba por ningún lado, no podía haber cielo, de modo que el infierno lo abarcaba absolutamente todo, convirtiendo lo terrible en lo único. Lo normal.
               -¿Estás bien, pequeña?-me preguntó el de seguridad después de agarrarme por los brazos para impedir que escapara. No me merecía su amabilidad, ni tampoco su profesionalidad. Era el ser más repugnante de todo el universo.
               -Mi novio…-empecé, y un sollozo salió a borbotones de mi garganta. Empecé a llorar con más intensidad, histérica: necesitaba descargar todas mis energías y morir en el menor tiempo posible. No podía creerme que lo hubiera llamado así por primera vez delante de un extraño.
               Que, si él no se despertara, jamás me hubiera escuchado llamarlo así ni una sola vez. Ni una sola. Me había presentado como “mi chica”, “mi amiga”, “la chavala a la que me follo”, pero yo no le había concedido el único dichoso deseo que me había formulado. Y, para colmo, yo era la única a la que le había hecho aquella pregunta.
               La pregunta más importante de su vida, y yo le había dicho que no.
               Me habría arrojado a las vías del tren si por el medio del hospital pasara el metro.
               -¿Te han llamado de Centralita? No te preocupes, podemos encontrarlo. ¿Cómo se llama?
               -Ha tenido un accidente-gimoteé, negando con la cabeza.
               -No pasa nada, pequeña. Saldrá de esta, ya lo verás. Aquí hay muy buenos profesionales que…
               -Está en coma-dije.
               Y eso fue lo último que recuerdo antes de que todo se volviera negro.
               Cuando me desperté, estaba tendida en una cama de consulta, de ésas hechas por un colchón recubierto de cuero al que le colocan una tira de papel blanco cada vez que se sienta en ellas un nuevo paciente. A mi lado, en una silla de madera y patas de acero, estaba sentado Scott, escuchando lo que le decía una doctora de rasgos orientales y voz calmada y pausada.
               -… perfectamente normal que le suceda esto, teniendo en cuenta la situación de tremendo estrés en la que se encuentra.
               -Mi hermana no se ha desmayado en su vida.
               -Seguramente tampoco haya tenido ningún ataque de ansiedad con anterioridad, ¿verdad? A juzgar por lo que me describes, estoy bastante segura de que eso es lo que le está ocurriendo. Dime, ¿tenéis algún antecedente en la familia?
               Scott rió con amargura.
               -Sí, definitivamente esto lo ha aprendido en casa…-se giró para mirarme y, cuando vio que tenía los ojos abiertos, aún desorientada, se puso en pie tan rápido que volcó la silla. Parpadeé, aturdida, y entonces vi a Layla y Tommy al fondo, tan lejos de mí que les sentía en distintas franjas horarias.
               Claro que Scott se ocupó de acercarse tanto a mí que todo me parecía lejanísimo si lo comparaba con él.
               -¡Sabrae!-gimió, angustiado-. Sabrae, menudo susto me has dado. ¿Estás bien?
               -¿Dónde… estoy?-pregunté, tratando de incorporarme y sintiendo que todo el mundo se ponía a bailar breakdance. Tanto él, como Tommy, Layla, y la médica, se inclinaron para ordenarme que me quedara quietecita.
               -En la consulta de la doctora Yang. Te has desmayado.
               -Por segunda vez hoy-apuntó Tommy, y Scott asintió, angustiado. Me acarició el pelo y me dio un beso en la frente.
               -Qué susto me has dado… no vuelvas a hacerme esto, ¿me estás escuchando, Sabrae? ¡Ni se te ocurra ponerte a correr como loca así otra vez! ¿Sabes lo mal que lo he pasado? Creí que necesitabas estar sola, así que te dejé un poco de espacio. ¡He estado horas buscándote por este puto hospital! ¿En qué estabas pensando?-Scott me zarandeó con ansiedad, y yo le miré.
               -En Alec-respondí. Y volví a echarme a llorar.
               La doctora apartó a Scott con delicadeza y firmeza a la vez y me rodeó el brazo con un aparato para tomar la tensión.
               -Tiene la tensión muy débil. ¿Cuándo ha probado bocado por última vez?-quiso saber, mirando a mi hermano. Scott retorció las manos.
               -Yo… no lo sé, no estaba aquí por la mañana. Estaba de vacaciones y, cuando he venido, ya llevaba en el hospital varias horas.
               La doctora Yang asintió y miró a Layla, esperando una reacción por su parte, que no tardó en llegar. Layla se mordisqueó los labios, dio un paso al frente y sugirió:
               -Deberíamos llevarla a la cafetería y que coma algo antes de que os vayáis a casa.
               -No me voy a ir a ningún lado-respondí, lúcida de repente ante la posibilidad de que me alejaran de Alec. Después de aquel fundido en negro, mi mente había tenido tiempo para reordenar algunas ideas. En todas las ocasiones en que Alec había estado nervioso, yo había conseguido calmarle con sólo un roce. Sin embargo, ahora estaba peor que nunca, por lo que el torrente de energía que manaba entre nosotros necesitaría fluir más tiempo, y con más intensidad, para sacarle de algún atolladero.
               -¿Es que piensas dormir en las sillas de las salas de espera y cubrirte con mantas de papel?-ironizó Scott, y a mí me apeteció darle un tortazo.
               -No puedo alejarme de Alec. Tengo que estar con él.
               -Los pacientes de UVI sólo pueden tener un acompañante para no entorpecer la tarea de las enfermeras, Sabrae-me indicó Layla con paciencia-. Entiendo que quieras estar con él, y eso te honra, pero…
               -Tú no lo entiendes. Está así por mi culpa. No puedo dejarlo solo.
               -No está solo. Annie está con él-informó Tommy con aires tranquilizadores, pero a mí me daba igual qué inflexión le pusiera a la voz para tratar de sofocarme. No iba a conseguirlo.
               -Bueno, pero el doctor Moravski nos ha dado privilegios de horarios, así que a las enfermeras no les importará que haya dos pacientes…
               -Normalmente los pacientes de UVI tienen visita media hora por la mañana y media hora por la tarde, Saab-informó Layla-. Que Annie esté ahí ahora mismo es un favor inmenso que os está haciendo el doctor Moravski.
               -Mira, entiendo que en esa cabeza que tienes tiene todo el sentido del mundo que puedes hacer lo que te salga del coño porque así te han educado papá y mamá-Scott me acarició la cabeza-, completamente asilvestrada y sin posibilidad de contención, pero aquí hay gente que tiene que trabajar, Sabrae, y tener a una cría de 14 años desmayándose con cada soplo de viento no es que vaya a hacer más fácil su trabajo, precisamente.
               -Scott, que Sabrae tenga ansiedad ahora mismo no es motivo de burla-le recriminó Layla, y Scott la miró.
               -Mira, Lay, estoy seguro de que eres una hermana mayor cojonuda; la mejor del mundo, incluso, pero tenemos un problema un poco heavy aquí: el hermano mayor de Sabrae soy yo, y no tú. Y yo sé reconocer a la puta cabra chiflada que tengo como hermana cuando le sale la vena trastornada. Son muchos años de práctica, créeme-le dedicó una sonrisa torcida que hizo que Layla cerrara la boca, parpadeando con la confusión de un pececito que, de repente, se encuentra nadando en el aire en lugar del mar-. Así que tú, señora mía-Scott me cogió por los brazos-, vas a ir conmigo a la cafetería, te vas a comer un bocadillo de lo más salado que podamos encontrar, y luego te vas a venir a casa, ¿estamos?
               -Tendrás que sacarme de los pelos.
               Scott alzó las cejas.
               -¿Por qué lo dices como si eso no fuera un aliciente?
               -Lo digo en serio.
               Scott se rió, se levantó, apartó las sillas de un par de patadas, abrió la puerta, se volvió hacia mí, se arremangó las mangas de la sudadera y contestó, cruzándose de brazos:
               -Yo también.
               -¿Puede llamar a seguridad?-le preguntó Tommy a la doctora. Scott respondió sin mirarle.
               -Me ofendes, T. Llevo casi 15 años apañándomelas con este demonio de bolsillo. Que ahora se crea la tía más chula del universo porque está aprendiendo a boxear con alguien que tiene media idea no quita que siga siendo Sabrae.
               -Ven a por mí si tienes lo que hace falta-le desafié, sintiendo que se me disparaba la adrenalina. Me colgaban las piernas de la cama, pero estaba segura de que podría pegarle un buen patadón en los huevos a Scott si se me acercaba. Lo sentía mucho por nuestro apellido, porque moriría con él, pero estaba chalado si se pensaba que iba a dejar que me alejara de Alec.
               En la boca de Scott se asomó una sonrisa. Echó a andar hacia mí a grandes y decididas zancadas, pero Tommy se interpuso entre los dos.
               -Lo de seguridad iba por ti. Tu hermana se ha desmayado dos veces hoy, Scott. Ten un poco de sesera. No necesita partirte la cara; necesita comer algo, irse a casa y dormir doce horas seguidas. Igual que tú, por cierto-añadió-. La única neurona que te funciona se está resintiendo después de tanto tiempo sin comer.
               Scott se inclinó hacia un lado para esquivar a Tommy y poder mirarme.
               -¿Has oído lo que ha dicho?
               -¿Lo de partirte la cara, dices? Perfectamente.
               Noté que Tommy se reía, a pesar de que estaba de espaldas a mí. Scott puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.
               -No, listilla. Lo digo por lo de irnos a casa.
               -Pero Alec…
               -Saab-Tommy se dio la vuelta y me cogió la mano-. Alec necesita que estés bien. Le disgustará muchísimo despertarse y enterarse de que te has desmayado dos veces, te has quedado en el hospital sabe cuánto tiempo, y has comido mal y poco. Tienes que cuidarte para poder cuidarlo a él.
               Me quedé mirando a Tommy sin saber qué decirle. No se me ocurría nada lógico con lo que rebatirle, pues más allá de mi sentimiento de culpabilidad y mi locura, lo cierto era que compartía punto por punto todo lo que había dicho. A Alec no le gustaría despertarse y saber que lo había pasado mal. Bastante se torturaba por todo como para añadir más razones por las que comerse la cabeza.
               Satisfecho con la forma en que me había dejado sin posibilidad de resistirme a sus argumentos, Tommy se giró con exagerada teatralidad y miró a Scott con una ceja alzada. Mi hermano hizo una mueca de fastidio.
               -No me mires así-instó-. Te hace caso porque eres blanco. Los blancos son su debilidad.
               La doctora Yang dio un respingo, no sé si sorprendida por la facilidad con que Scott había soltado eso o con la posibilidad de que fuera verdad. En otras circunstancias, le habría rebatido a Scott alegando que yo no tenía ningún tipo, que la reducida diversidad de mi escasa vida amorosa se debía más a que aún era joven y no a que tuviera algún tipo de fetiche. Claro que, después de Alec, ni siquiera pensaba que tuviera un “prototipo de chico” por el que decantarme. Ese prototipo era Alec.
               Y, con él aún en mente, la calidez de sus manos en mi cuerpo, el dulce tintineo de su voz en mis oídos, lo cálido de su mirada y lo sabroso de sus labios, me di cuenta de que no había hecho todo por salvarle. El médico había sido muy claro en los problemas que tenía mi chico, y el primero de ellos radicaba, precisamente, en las pocas reservas que había de sangre de su tipo en el hospital. Por suerte para Alec, se había acercado a la única donante de sangre universal que había en mi familia, así que ese problema estaba solucionado.
               No sabía cómo haría para sacarle del coma ni el tiempo que me llevaría, pero no estaría mal ir consiguiendo tiempo y, por ende, oportunidades, fuera cual fuera el precio que hubiera que pagar por él. No sabía muy bien cuánta sangre necesitaría, pero yo tenía de sobra en mi interior para regalarle la que necesitaba.
               -Antes de irnos-dije-, hay una cosa más que tengo que hacer.
               Scott me miró de arriba abajo, sin atreverse a hablar. Fuera lo que fuera que yo tuviera que decir a continuación, necesitaba de todas sus energías para poder ponerme en mi sitio. No me quedaría a dormir en el hospital, y mucho menos en la UVI, eso debía tenerlo bien claro.
               -Alec necesita sangre-les recordé, especialmente a mi hermano-, y mi grupo sanguíneo es compatible con el suyo.
               -¿Qué parte de “estás demasiado débil, así que nos vamos a casa” es la que no has entendido, Sabrae? ¿Se te ha olvidado el inglés y te lo tengo que decir en urdu? Nos vamos a casa-me indicó mi hermano en el idioma de nuestros antepasados. Me mordisqueé el labio inferior.
               -Por favor, S. Necesito hacer algo por él.
               -Estarías haciendo algo por él yéndote a casa conmigo y descansando. Llevas, ¿cuántas horas?, metida en este hospital. Estás tocando más los huevos de lo que estás ayudando a la gente.
               -El doctor Moravski dijo que Alec me necesitaba.
               Scott se quedó callado, con los labios apretados en una fina línea. La doctora Yang intercambió unas palabras con Layla que yo no llegué a escuchar.
               -Tommy, por favor-supliqué, girándome hacia el único hermano que tenía mi hermano. Tommy se mordió el labio, suspiró, se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y le dio un toquecito a Scott con el codo.
               -Es verdad, S. El doctor no nos habría dicho nada si las cosas no estuvieran mal. Si puede ayudar, aunque sea sólo un poco… todos se lo agradeceremos.
               Scott se lo pensó un momento, sopesando las opciones. Recordé las primeras veces que se quedó al mando de la casa, siendo un niño, cuando papá y mamá salían por la noche por algún compromiso ineludible. Siempre se ponía nerviosísimo, ultimaba cada detalle, calculaba todo con precisión milimétrica… era como si el trabajo de canguro le pareciera el más complicado del mundo; ya no digamos el de padre. Y ahora, sin embargo, tenía tanta experiencia que ni siquiera se preocupaba de lo bien o mal que fuera a hacerlo, porque la segunda opción, directamente, no existía. Eso le dejaba más espacio para pensar en las consecuencias de las decisiones que tomaba. Cuando estaba conmigo a solas, él era el encargado de mi bienestar. No papá, no mamá; él.
               Y ahí, con la cabeza aún resentida, los pies colgando de la camilla y un sabor ácido en la boca, producto de unas náuseas que llevaba ignorando desde que me desperté, me di cuenta de que mi hermano sería un padre genial. Ya lo era, en cierto sentido. Por eso le echábamos tanto de menos Shasha, Duna y yo. No sólo habíamos perdido a nuestro hermano, compañero de trastadas y cómplice en riñas con papá y mamá: también habíamos perdido a quien nos cuidaba cuando nos quedábamos solas, la siguiente generación de Maliks sin vigilancia.
               -Está bien. Pero después de comer. Y no vas a donar todo lo que pretendías en un principio-añadió, levantando una mano.
               -De acuerdo. Donaré la mitad-sentencié, asintiendo con la cabeza, creyendo que había hecho una oferta más que justa. Scott sacudió la suya.
               -La décima parte.
               -¿Qué? ¡Eso no es nada! Venga, ¿un tercio?
               -Un quinto.
               -Un cuarto-sentencié-. Es mi última oferta.
               -Un quinto o nada, Sabrae.
               Miré a Tommy en busca de ayuda.
               -A mí no me mires. Yo habría trazado la línea en un sexto. Scott está siendo generoso contigo.
               -Vale, pero si voy a donar tan poco, ¿puedo, al menos, volver a verle? Por favor-supliqué al ver que a Scott le cambiaba la cara-. Te prometo que no me afectará como antes, ni saldré corriendo, ni nada por el estilo. Sólo quiero volver a verle otra vez.
               -Podrás verle mañana.
               -S, por favor-rogué, cogiéndole de las manos y dándole un suave apretón mientras, involuntariamente, me echaba a temblar. Algo me decía que tenía que hacer todo lo posible desde el minuto uno. Ahora que había visto cómo estaba Alec, y que mi presencia y mi contacto efímero no eran suficientes, comprendía por fin la gravedad de la situación.
               Scott puso los ojos en blanco, se rascó la sien y, después de un minuto considerando las opciones, finalmente terminó por asentir con la cabeza.
               -Pero después de cenar-instó, y yo asentí. Dejé que me condujeran a la cafetería del hospital, un local grande y sorprendentemente bien iluminado a pesar de que era noche cerrada. Caminamos por delante de los mostradores con la comida, y cuando me encontré con un bocadillo de pollo con salsa de miel y mostaza, supe que aquello era una señal. Que me sintiera inútil no significaba que lo estuviera siendo. Para cuando levanté el dedo y toqué el mostrador de cristal, señalando el pincho, había conseguido convencerme a mí misma de que lo lograríamos. Conseguiríamos que Alec volviera a estar con todos nosotros, conmigo.
               Ésa es mi chica, me había dicho cuando yo pedí una salsa diferente en el Burger King, hacía tantos inviernos que me helaba el alma pensar en el tiempo que habíamos pasado comportándonos como el perro y el gato en lugar de como tortolitos. Layla me llevó a una mesa alejada de la entrada, en la que sería la zona más tranquila si el comedor no estuviera prácticamente desierto, salvo por un par de grupos de personas que se inclinaban sobre mesas tan alejadas unas de otras como los estados archipielágicos repartidos por el Pacífico.
               A pesar de que sabía que debía reponer fuerzas y el tiempo que había pasado desde mi última comida, apenas un bol de cereales en el desayuno, me costó probar bocado. Tenía la boca seca y el estómago tan cerrado que tenía que hacer un esfuerzo tremendo por continuar comiendo, pero mi cerebro razonaba con mi aparato digestivo, diciéndole que no podríamos ayudar a Alec si no colaboraba. Mordisqueé el pollo saliente del bocadillo, lamí la salsa de los bordes, rumié la lechuga y, poco a poco, fui desmenuzando con los dientes mi cena. Cada poco, daba un sorbo de mi Coca Cola para ir pasando la comida que mi estómago rechazaba. Scott, que se había pedido un plato de pasta, tenía los ojos fijos en mí. Apenas había probado bocado. Parecía el custodio de un peligrosísimo criminal, famoso por sus huidas de las cárceles más inexpugnables que se habían construido nunca.
               Tommy empujó en mi dirección las patatas que le habían servido con la hamburguesa que se había pedido, y Layla me ofreció el bollito de pan que le habían dado con su filete empanado. Sólo cuando empecé a comerme las patatas, tan despacio como un conejo, Scott empezó a comer. Devoró en menos de cinco minutos un plato que a cualquier comedor profesional le habría llevado media hora, se bebió dos botellas de agua (la de Tommy y la suya), y para cuando terminó, se me quedó mirando de nuevo fijamente, sus ojos saltando de mi rostro a mi plato, y de nuevo a mi rostro otra vez. Sin decir nada, se levantó a por kétchup, y más tarde, cuando me vio un poco más animada, con el estómago abierto, fue a por el postre. Me cedió su trozo de tarta de chocolate, de la que di cuenta despacio cuando me terminé mi bol de cuajada con mermelada de kiwi.
               -¿Necesitas más?-preguntó Tommy, acariciándome la espalda. Negué con la cabeza, examinando el mostrador, en el que las cosas iban disminuyendo poco a poco a medida que el reloj se acercaba a la medianoche. La comida había estado bastante bien, mejor de la fama que suelen tener la de los hospitales, pero no se parecía en nada a la gastronomía de la que disfrutaba Alec estando en casa. Annie tenía muy buena mano, y acusaría mucho el cambio cuando se despertara. Sólo esperaba que fuera pronto, para que así pudiera disfrutar cuando antes de su plato preferido, las albóndigas de su madre. Me pregunté si las tendrían algún día de la semana, y cuántas pegas les sacaría mi chico.
               Layla nos condujo entonces al área de extracciones, y tras llamar a una enfermera de guardia, nos acompañó a la sala donde me sacarían sangre. Tras intercambiar unas palabras con la enfermera mientras ésta preparaba todo para pincharme, se quedó allí de pie, esperando para ver cómo reaccionaba mi cuerpo a la extracción de ese líquido que cotizaba tan al alza.
               -No mires-me dijo la enfermera cuando se disponía a clavar la aguja en mi piel, pero yo miré igual. Vi cómo desparecía en el hueco de la cara interna del codo, manchando ya con un poco de sangre el final de la vía. Colocó entonces un pequeño tubo, que conectó a su vez a una bolsita de plástico, y me pidió que fuera abriendo y cerrando el brazo para que el proceso fuera más rápido.
               -No va a llenarlo-le informó Scott, y la enfermera asintió con la cabeza.
               -Sí, lo sé, me lo ha dicho Layla.
               -Vale-Scott se sentó a mi lado y me cogió la mano que tenía libre.
               -¿Cuánto vamos a tardar?-pregunté yo.
               -¿Es que ahora tienes prisa?-protestó mi hermano, pero la enfermera le ignoró.
               -No mucho. La extracción dura unos 10 minutos, pero luego te tienes que quedar otro ratito para asegurarnos de que todo ha ido bien. Debes comer algo después. Tenemos una nevera…
               -Yo le traeré algo-se ofreció Tommy, saliendo de la sala en dirección a una máquina expendedora colocada en una pared. Layla salió tras él, y no fue hasta que los vi apoyarse en la máquina cuando me di cuenta de que lo habían hecho para darnos intimidad a Scott y a mí.
               Scott se quedó en silencio, sentado a mi lado, acariciándome la palma de la mano con el pulgar. Tenía los ojos fijos en la bolsita, que poco a poco se iba llenando con el líquido rojo que extraían de mi brazo.
               Yo no podía dejar de pensar en Alec. Tenía que hacer  lo imposible por conseguir que me sacaran la máxima cantidad de sangre posible. Toda ayuda sería poca, y yo le debía tantísimos favores que no se los compensaría ni en mil vidas.
               Mi cabeza voló a nuestra primera vez, cuando sentí su presencia invasiva e incómoda en mi interior, no acostumbrado a nada por el estilo. Cómo intenté que no me notara que no estaba disfrutando pero él, aun así, se dio cuenta de todo: no sólo tenía experiencia de sobra, sino empatía como para parar un tren.  Recordé cómo me había levantado la mandíbula, cómo me había preguntado si estaba bien. ¿Qué pasa? Sabrae, somos amigos.me lo puedes contar.
               No te está gustando, había constatado como si lo llevara escrito en la mirada. ¿Por qué? ¿Estoy haciendo algo mal? Ya en ese momento, había descubierto que no me lo merecía, que llevaba completamente equivocada en lo que a él se refería años.
               Te estoy haciendo daño.
               Una lágrima se había deslizado por mi mejilla.
               Pero, ¡no llores, mujer! ¡Si tiene solución!
               Sí, Alec me estaba haciendo daño ahora, pero no sabía si tenía solución. Aparté la mirada y fijé la vista en el botiquín que había en la pared, por si algo salía mal, aunque me preguntaba qué sitio podría ser más seguro que un hospital, donde todo el mundo está entrenado para hacer lo posible por salvarte.
               Solo que, a veces, es necesario que también hagan lo imposible. Como parar en pleno polvo para ocuparte de excitar más a la chica que, hasta hacía un par de horas, te odiaba con toda su alma.
               Podemos hacer cualquier cosa juntos, me había dicho al principio de todo, en nuestro génesis personal. Él me había reconfortado cuando yo más lo necesitaba, pero yo no había conseguido devolverle el favor a la inversa.
               Scott dejó que la bolsita se llenara, contra todo pronóstico. Debía de verme tan mal que no quería que me torturara a mí misma diciéndome que, si hubiera dado un poco más de mí, aunque fuera sólo una gotita, Alec habría vuelto conmigo antes… o vuelto, simplemente. En silencio, dejó que la enfermera me retirara la vía, me presionó él mismo la bolita de algodón que ella me colocó sobre la cara interna del brazo, y dejó que comiera despacio el sándwich de atún que Tommy me trajo a los pocos minutos.
               De nuevo, Layla fue quien nos condujo de vuelta a las UVI. El hospital parecía un laberinto, y el hecho de que los pasillos interiores no tuvieran ninguna ventana con la que orientarte sobre el momento del día en que te encontrabas no ayudaba a mermar la sensación de claustrofobia. Sentía que íbamos dando vueltas, girando y girando y girando esquinas para volver a girarlas de nuevo justo cuando yo pensaba que se habían terminado.
               Me quedé plantada delante de las puertas oscilantes, con dos ventanas circulares como las de un banco, temiendo que esta vez me impactara más que la primera. Algo en mi interior me decía que podía soportarlo, pero yo no estaba tan segura. No me esperaba que Alec estuviera tan mal como lo encontré, y no quería verme sufriendo de nuevo en mi impotencia, recordándome todo lo que había conseguido hacer con anterioridad, lo que él había hecho por mí, y que ahora no servía para evocar absolutamente nada.
               Me serviría cualquier cosa. Un movimiento de un dedo. Un leve parpadeo. Incluso una arritmia cardiaca. Algo que me demostrara que él era consciente de mi presencia, que me reconocía, y que se mantenía aferrado a la vida por sí mismo, y no por la inercia de las máquinas que le rodeaban.
               -¿Vienes conmigo?-pregunté, cogiendo a Scott de la mano. Él clavó los ojos en mí.
               -Siempre, chiquitina.
               Layla nos sostuvo la puerta abierta para que pasáramos, y en el silencio de la noche, sólo interrumpido por el pitido de las máquinas indicando el pulso de los pacientes, y las páginas que iba pasando la enfermera a medida que avanzaba en su lectura, avanzamos de nuevo por la UVI. A lo lejos, se distinguía la silueta de la ciudad financiera de Londres, recortada contra un cielo que tantísimas veces había disfrutado oteando con Alec.
               Tenía que despertar. No podía dejarme sola, en una de las ciudades más hermosas del mundo, dibujando un skyline que cambiaba cada noche, y que terminaría siendo irreconocible antes de que yo encontrara el primero de los trocitos con los que tendría que recomponer mi corazón.
               Como si no hubiera pasado un segundo desde que estuvimos allí, Alec continuaba en la misma posición que siempre. Eso sería lo más frustrante para mí de cada una de mis visitas: mientras que para mí las horas duraban milenios, para él los milenios duraban horas. El único indicador de que el tiempo continuaba pasando para ambos a la misma velocidad, pero cundiéndonos a cada uno de una manera diferente, sería su barba, que empezaría a asomarse ya al día siguiente, recordándome que el fin de semana que habíamos pasado juntos y en el que no se había afeitado se había terminado para, quizá, no repetirse jamás.
               Annie estaba sentada al borde de un sillón de acompañante que no estaba allí cuando visitamos la cama de Alec por primera vez. Comprobé que no se había cambiado de ropa, y sospeché que se había limitado a esperar a que sus amigos salieran de la UVI para ocupar el lugar que le correspondía, al lado de su hijo. Le acariciaba despacio la mano, que tenía entre las suyas, mientras sus ojos estaban fijos en su rostro. Las películas sobre enfermos que entraban en coma eran unánimes en los despertares gloriosos de sus protagonistas: el primer movimiento ocurría siempre en la mano o en el rostro. Normalmente, era la mano la que delataba el final del sueño, pero de vez en cuando ese papel le tocaba a la cara.
               Se giró un segundo para mirarnos, un único segundo en el que Alec no se quedó sin vigilancia, pues mis ojos seguían fijos en él. Y luego, su melena caoba relampagueó bajo la luz de la lámpara que mantenía a Alec siempre iluminado, a falta de luz natural.
               -Es tarde. Deberíais estar en casa-susurró, apartándole un mechón de pelo del mentón a Alec. Éste no se inmutó. Su corazón continuó latiendo a la misma velocidad, con una cadencia desquiciante. Sus pulmones siguieron inflándose con la acción de un muelle entubado justo por debajo de su electrocardiograma.
               -Nos vamos ya-dije, con todo el dolor de mi corazón. Annie asintió para hacerme saber que me había oído-. He donado sangre. No sé para cuántos días tendrá con eso, pero… en cuanto pueda, mañana mismo, si me dejan, volveré a donar.
               Scott cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, incómodo. Yo no estaba muy familiarizada con el mundo de la medicina; él, tampoco mucho más, pero sí lo suficiente como para saber que las donaciones de sangre debían espaciarse en el tiempo. Lo había estado hablando con Layla en varios ensayos, a raíz de la curiosidad que le despertaba el mundo científico. Mi hermano solía interesarse fundamentalmente por la astrofísica, pero no le hacía ascos a ninguna rama del conocimiento, tuviera el carácter que tuviera. Además, estaba su posición de figura pública, con la que pretendía hacer un cambio para bien en el mundo convirtiéndose en un modelo a seguir. Después de enterarse de que España lideraba desde principios de siglo la lista de países con más donaciones (en todos los sentidos) del mundo, y de la pobre posición que tenía Inglaterra, se había propuesto cambiar eso.
               Annie volvió a asentir. Di un paso hacia ella, con los ojos aún fijos en Alec. Con muchísimo esfuerzo, logré posarlos en mi suegra.
               -Annie…-ella sintió la urgencia y la humillación en mi voz, y se giró ligeramente para poder mirarme, mostrándome que tenía su atención. Puede que no toda, pero desde luego, más de la que me merecía-. Yo… lo entendería si me odiaras ahora mismo. Estás en todo tu derecho-se quedó callada, envejecida varios años. Si Alec tardaba mucho en despertar, lo haría siendo el hijo de una anciana-. Él me lo ha dado todo y yo no he querido darle ni la única cosa que ha querido pedirme, pero… necesito estar con él. Necesito verle. ¿Me das… permiso –me atraganté con la palabra, la balbuceé y la repetí con voz temblorosa –para volver mañana? 
               Annie parpadeó. Miró a Scott, después a mí, de nuevo a Scott, y, por último, a mí. ¿Cómo decirme que no? Tenía que encontrar la manera de decirme que no quería verme más, que no quería que me acercara a su hijo, que él estaba sano y bien hasta que yo me crucé en su vida, pero no quería montar una escena delante de la enfermera. Su presencia en la UVI era puramente graciable. Nadie podía impedir que la echaran; es más, dependía completa y absolutamente de la buena voluntad de los profesionales, que se estaban saltando las reglas por ella.
               -Claro que puedes volver mañana, Sabrae. De hecho, te pido por favor que lo hagas-respondió para mi sorpresa, y yo sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. No me merecía a esa familia. Les había hecho muchísimo daño, había  provocado esa situación, y sin embargo seguían comportándose como si yo fuera lo mejor que le había pasado a Alec-. No sé si él se entera de mucho de lo que está pasando aquí, pero sí sé lo muchísimo que quieres a mi hijo y lo que él te quiere a ti. Le hará bien tenerte cerca. Todo lo cerca que te permitan las enfermeras-se inclinó hacia un lado, comprobando que no nos escuchaban-. Si por mí fuera, tú también te quedarías a dormir aquí, con él, pero… tienes cosas que hacer. No podemos estar las dos. Y…-se giró y miró a Alec-, éste es mi deber. Debo velar a mi hijo. Separarme de él lo justo y necesario.
               Se llevó la mano de Alec a los labios, presionándola dulcemente contra su boca, como si temiera que el contacto fuera demasiado y le terminara empujando por el borde del precipicio.
               -Organízate como quieras con Mary-dijo-. Mañana nos vemos.
               Y, sin más, se giró de nuevo para continuar contemplando a Alec. No quería perder ni un segundo más mirándome a mí, cuando lo que le interesaba estaba en la dirección opuesta. Rodeé la cama por el lado izquierdo, donde Alec tenía todo el cuerpo vendado. Yo también le acaricié la sien, rozando con la yema de los dedos un mechón de pelo de color castaño.
               -Nos vemos mañana, Al. Que descanses-susurré en voz baja, tan baja que no sabría decir si me oyó sobre el ruido del hospital manteniéndolo con vida, o el rincón de su mente en que estaba escondido. Le di un beso en la sien, le acaricié el hombro desnudo, y lenta, muy lentamente y sin darle la espalda, me retiré.
               La segunda visita generó un torbellino de emociones en mi interior. Si antes me había enfrentado al vacío que producía la desesperación, ahora dentro de mí, estaba estallando un volcán. La fortísima erupción que acompañaba ahora a los nuevos recuerdos que había creado con él arrasó con absolutamente todo. En el metro, lloré de rabia, aunque ahora sólo me acompañaban Scott y Tommy y no tenía que guardar las apariencias con ellos. Layla se había ido a casa para estar con su familia el poco tiempo que le quedaba antes de volver a entrar el concurso, y la rabia y el rencor me consumían.
               Rabia, porque me habían arrebatado el reencuentro con mi hermano.
               Rencor, porque ella podía volver como si no hubiera pasado nada, mientras mi mundo estaba patas arriba.
               Odiaba pensar en Alec y no dejar de verlo como le había visto en las últimas dos ocasiones, en lugar de con aquella vitalidad que tanto me había sacado de quicio en el pasado. Ya no podía pensar en él como alguien fuerte e independiente, sino como un pobre animalito al que rescatar, un pajarillo con el ala rota al que había que impedirle intentar volar a toda costa. Los tubos que le mantenían con vida, o le ayudaban en su lucha interna, hacían que me hirviera la sangre hasta casi la ebullición. Él, precisamente, de entre todo el mundo, no podía estar en aquella situación. No podía estar respirando con ayuda, bombeando sangre con ayuda, existiendo con ayuda. Se iba a ir de voluntariado para ayudar a los demás, no a estrellarse en el tráfico londinense y depender completamente de las personas que le rodeaban.
               Detestaba a quien quiera que le hubiera hecho eso. Odiaba con toda fibra de mi ser a aquella persona a la que ni siquiera conocía. Igual que dicen los padres sobre que ya quieren a sus hijos sin verles los rostros, yo aborrecía con todo mi ser al desgraciado que había puesto a Alec en aquella cama fría, en la habitación más fría, en el lugar más frío de la galaxia.
               Él, que era todo vida, energía y felicidad, postrado en una cama que n se merecía, y donde no le iban a sacar todo el partido que se había sacado a sí mismo con antelación. Sabía Dios cuánto retrocedería en su labor por quererse a sí mismo después de esto. Seguramente se echaba la culpa, seguramente asumiera un error que no había cometido, todo porque su corazón era tan puro que, de estar fuera de su pecho, sería imposible mirarlo, pues te arderían los ojos. Sí, estaba en su naturaleza ser la cabeza de turco de todo aquel que se le pusiera por delante. Se despertaría y se odiaría: por lo mal que estaba ahora su cuerpo y por lo mal que nos lo había hecho pasar a todos los que le queríamos.
               Sintiendo su sufrimiento en mi interior de manera anticipada, mi rabia ardió con más intensidad, como si éste fuera el combustible que necesitaba para implosionar.
               -Espero que quien le haya hecho esto se muera-escupí, y Scott me miró, escandalizado-. Inshallah-añadí. Quería que en el cielo supieran que yo no estaba de acuerdo con este absurdo plan que no tenía ni pies ni cabeza. Alá me estaba poniendo demasiadas pruebas. Si quería que tuviera fe ciega en Él, debería hacer que mi camino fuera más fácil, y no más difícil. ¿Cómo podía rezarle mi madre a un ser que tantas veces nos había dado la espalda? Primero con su aborto antes de tenerme, después con lo de Layla, ahora esto… si de verdad había algo ahí arriba, era un ser maligno que no se merecía que le adoraran.
               -Eso no se dice, Sabrae-me instó Scott, y yo me giré y le atravesé con una mirada gélida y ardiente a la vez.
               -¿Acaso tú no lo piensas?
               Scott se quedó callado, mordisqueándose el piercing como hacía siempre que estaba rumiando algo. Eso me dio esperanzas. Significaba que mi hermano, contra todo pronóstico, estaba tan cabreado como lo estaba yo. Llevaba todo el día demostrando una entereza desquiciante, que me hacía pensar que aquello ya no le importaba tanto como sí le habría preocupado hacía tan solo un mes. Me equivocaba. Estaba siendo demasiado dura con él. Si Scott estaba siendo fuerte, era porque sabía que yo necesitaba una piedra a la que aferrarme, pero aun así…
               … dolía saber que, si al final Alec jamás se despertaba, él podría seguir adelante con su vida y yo no. Dolía saber que a mi hermano, en realidad, no le afectaría todo tanto como a mí, si salía mal. Perder a un amigo es una putada, pero perder al chico con el que quieres hacerlo todo el resto de tu vida es algo insuperable.
               Además, Scott ya sabía lo que era vivir sin Alec. Lo había estado experimentando los últimos meses. Yo, en cambio… sólo me había enganchado más y más a él, atándome tanto que ni siquiera podríamos deshacer nuestros lazos ni aunque quisiéramos ambos, y pusiéramos todo nuestro empeño. Por suerte, eso también nos daba esperanzas. Podía tirar de Alec siempre que quisiera. Podía hacer que me sintiera en cualquier lugar del mundo.
               Estúpida, estúpida, estúpida. Me había negado a ser su novia por el miedo que me producía que no sintiera lo mismo cuando estuviéramos en continentes diferentes, cuando, en realidad, jamás estaríamos tan lejos el uno del otro como estábamos ahora, y yo seguía sintiendo el amor que me profesaba como algo tangible, que me rodeaba y me protegía de todo lo malo como un escudo invisible a prueba de balas.
                Caminamos en silencio todo el trayecto a casa. Scott y Tommy estaban cómodos en silencio el uno con el otro, pero mi presencia hacía que el ambiente se enrareciera. Si ya de por sí todo iba mal, que ni siquiera pudieran estar juntos sin sentir que las cosas no terminaban de encajar hacía que todo fuese peor. Cuando nos despedimos de Tommy, éste nos abrazó a ambos, nos dio un beso y nos dijo que descansáramos.
               Entramos en casa sin la ceremonia que se merecía Scott por haber vuelto, pero a ninguno de los dos nos importó. No estábamos para celebraciones. Mientras Scott iba a ver a nuestras hermanas, que corrieron a saludarle (la única que se comportó como si no pasara nada fue Duna, así que deduje que aún no le habían dicho nada de lo de Alec) y fundirse en un cálido abrazo del que yo no quise participar. Mamá y papá salieron a mi encuentro, pero cuando les esquivé, intercambiaron una mirada y me dejaron ir. Sabían que necesitaba estar sola.
               Subí a mi habitación con pies de plomo. La última vez que había dormido en mi habitación había sido con Alec, así que mi cama era un territorio sagrado que no iba a profanar. Me quedé allí plantada, junto a la silla colgante, mirando las sábanas perfectamente lisas, cubriendo la superficie de la cama con la misma precisión que las de un hotel.
               Un hotel… el último lugar en el que había dormido con Alec.
               Me giré sobre las pantas de mis pies, sintiendo los pelos de la alfombra haciéndome cosquillas entre los dedos. Mañana sería otro día, me dije.
               Pero me puse su sudadera, con su dorsal y su número de la suerte, y cuando su aroma me invadió, no pude evitar echarme a llorar. Caminé como una zombie hacia la cama de Scott, en la que me tumbé, me tapé con las mantas, y me desahogué hasta que ya casi se me acabaron las lágrimas. Casi. Era increíble lo mucho que podía llorar por Alec. Creo que nunca, jamás, habría sido capaz de llorar la milésima parte por otra persona de lo que lo hacía por él.
               Mamá y papá desfilaron por la habitación. Me besaron la cabeza, me acariciaron el pelo y me dijeron que no me preocupara, que todo saldría bien. Mañana no iba a ir a clase. Era tarde, había sido un día muy intenso, y necesitaría dormir. Ya me apañaría con Mimi más adelante; coincidiríamos mil veces en el hospital, organizarse sería cuestión de tiempo.
               Para cuando se hizo tan tarde que hasta Scott, cuyos horarios de sueño se habían vuelto un desastre, tuvo que acostarse, yo me había hecho un ovillo minúsculo y había dejado su almohada empapada de tristeza. Levanté la cabeza, agotada y dolorida de tanto llorar, y sorbí por la nariz al verle.
               -Scott-susurré, suplicante. Con él, el dolor remitía un poco. Me alegraba de tenerlo conmigo, y me distraía un poco, aunque sólo fuera un poco. Lo suficiente como para poder respirar con normalidad. Lo suficiente como para que mi corazón no se rompiera. Lo suficiente para sobrevivir.
               Estaba muerta en vida, pero Scott me mantenía con vida como yo debía mantener a Alec.
               -Ya lo sé-me dijo cuando se acercó a mí, acunándome la cabeza sobre su regazo, hundiendo los dedos en mi melena azabache. No, no lo sabes, pensé. No sabes que ni siquiera tú me alivias. Alec está luchando por mi supervivencia y por la suya, y yo no puedo hacer absolutamente nada para ayudarlo.
               -No quiero perderle-jadeé.
               -No vamos a perderle-replicó, acariciándome el pelo y besándome la sien.
               -No puedo perderle, Dios mío…-me tapé los ojos y una nueva oleada de lágrimas, que yo no sabía que tenía dentro, sobrepasó mis barreras y arrasó con todo en mi interior-. Él es lo más bonito que tengo, él es genial, me hace feliz, Scott, no puede… no puede irse así-sollocé. Era la primera vez que lo decía en voz alta, pero no por ello era menos horrible que en mis pensamientos-. No puede habérsenos acabado el tiempo tan de repente. Creía que tendríamos más-le miré a través de la cortina de mis lágrimas-. Hasta el verano, por lo menos. Hasta que él se fuera.
               -Y lo vais a tener, mi amor-me aseguró-. Te lo prometo-me besó la cabeza y me ayudó a limpiarme las lágrimas-. Te lo juro, lo tendréis.
               -Si hubiera sabido… le habría dicho que sí-sollocé-. Le habría dicho que sí en el momento. Joder, se lo habría pedido yo, Scott. Se lo habría pedido yo desde la primera vez que lo hicimos, que es desde cuando llevo queriéndolo y deseándolo y añorándolo, y me daría absolutamente igual parecer desesperada, o patética, o…
               -Me gustaría ver cómo pareces desesperada o patética, por una vez en tu vida-rió Scott, y yo le miré. No pude evitar sonreír.  Tonto. Siempre sabía qué decir para sacarme de mis casillas.
               -Necesito que se despierte. Aunque sea sólo una vez-tenté al destino con esa oferta, pero no me escucharon-. Necesito mirarle a los ojos cuando le diga que le quiero por primera vez. Tiene los ojos más bonitos del mundo.
               -Los más bonitos, no sé yo-Scott me acarició la frente-. Para mí, no entra ni en el top 10.
               Mi sonrisa regresó a mis labios, aunque fuera sólo por unos segundos.
               -Lo son. Es que tú no lo entiendes-suspiré, hundiéndome en los recuerdos de Alec. Estaba agotada, simplemente agotada-. No puede ser sano.
               -¿El qué?
               -Esto. Cuánto le necesito. No puede ser sano. No puede estar bien.
               -¿Te sienta bien?-le miré. Y, contra todo pronóstico, asentí. Porque sí, Alec me sacaba de mis casillas con más facilidad incluso que mi hermano, me llevaba al límite en muchísimas ocasiones, y podía hacerme daño (de hecho, me lo estaba haciendo) como nadie más. Nadie podría destruirme, sacarme el corazón del pecho y hacer que tuviera que tirar sin él, como Alec.
               -Pues entonces, está bien. Y lo que está bien, dura. Además… es de Alec, de quien hablamos. No te vas a librar de ser su novia tan fácilmente. ¿Qué es lo que dice cuando tú le pides algo?
               Sonreí.
               -Intenta impedírmelo, bombón-le cité, y una descarga de endorfinas se deslizó por mi piel. En mi mente, era un líquido dorado que se extendía justo por debajo de mi dermis y hacía que brillara, cálida y reconfortada, después de mil noches apagada.
               Entonces, lo entendí.
               Scott no había estado tranquilo toda la tarde porque no le importara Alec.
               Estaba tranquilo porque sabía que se iba a despertar. Y yo sabía una cosa. Lo que Scott sabía, se cumplía.
               Hacía quince años, él había sabido que tendría una hermanita. Y, entonces, me encontró. 




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2 comentarios:

  1. ESTOY MAL. O SEA, SABÍA QUE IBA A SUFRIR, PERO TANTO? ME RUENDA LAS LÁGRIMAS PEDAZO DE CAPULLA.
    No tengo mucho más que decir que a pesar de sufrir me ha gustado mucho como has retratado el sufrimiento de Sabrae y así mismo la desesperacion e inquietud de Scott, lo echaba mucho de menos joder.
    Por último decir que ya estoy deseando que Alec despierte a pesar de que tmb deseaba sufrir porque estuviese en coma no seré mi yo de 2017 queriendo que scott sufriera por los cuernos y durandome el cabreo con el un misero capítulo.
    En resumen, me ha encantado el capítulo y con el final he chillado porque si, si Scott dice que pasará algo, pasará.

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  2. Buf pues de nuevo otro capítulo en el que me daba la sensación de estar escribiendo tirando a mal,especialmente al final del todo cuando apenas tenía inspiración y por eso tuve que cortarlo (aunque creo que hice bien, lo dejé en un momento bastante bueno para parar).
    Pero te tengo preparadas muchas cosas malas jejejejejeejjejeeje Ü

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