¡Cambiamos de portada, flor! Hemos llegado a la tercera parte de Sabrae: ¡Gugulethu! Parece increíble que por fin haya llegado este día, pero, ¡así es!
Espero que disfrutes de esta nueva portada tanto como con las anteriores. ¡Un beso enorme!
La cabeza me daba
vueltas. Me pitaban los oídos y sentía el sabor repugnante, metálico y frío de
la sangre en la lengua. No recordaba haberme mordido, pero tal cual me
encontraba, lo que me sorprendía era no verme las entrañas desparramadas por el
suelo. Me sorprendía, incluso, ser capaz de seguir sangrando.
Todo mi interior estaba helado.
El invierno, una estación que me encantaba por todo lo que implicaba (ropa mullida
y cálida, tazas de chocolate caliente con una nube flotando en su superficie,
luces de Navidad, nieve, y acurrucarse con tu persona preferida en el mundo a
ver una película mientras el temporal descargaba al otro lado de la ventana),
se había revuelto contra mí, pegándome un mordisco de esos que te dejan
malherido. Más que un gato al que habías molestado en demasía, se parecía a un
león dispuesto a devorarte. Pero no había tenido esa piedad que sí caracteriza
a los depredadores. Ellos te matan, y luego te comen. Esto, no. Esto ni
siquiera me había matado; la muerte era algo que envidiaba en aquellos
angustiosos instantes, porque me libraría de aquel sufrimiento.
Sólo esperaba que él no estuviera
pasando por lo mismo. Que si yo lo estaba pasando tan mal, fuera porque él no
estaba sintiendo absolutamente nada, y el cruel universo exigía su ración de
gore antes de irse a dormir la siesta.
Lejos, muy lejos, se escuchó el
sonido de la sirena de una ambulancia al girar la esquina. Los coches de los
alrededores, cada uno deseando su propia dosis de buenas noticias o, al menos,
el consuelo de un diagnóstico, por desfavorable que fuera, se apartarían como
insectos que evitan el matamoscas tratando de aplastarlos. El chasquido de las
puertas batientes de las urgencias al abrirse fue la versión de los platillos
del final de una pieza musical, cuando los celadores salieron a toda prisa para
ayudar a empujar la camilla que pronto descendería del vehículo. Si esa persona
sobrevivía o no, me daba igual. Bastante tenía con preocuparme de mi propia
razón para estar allí, como para ser cívica e interesarme por los males ajenos.
Una lágrima ardiente se deslizó
por mi cuello y se coló por el interior del polo de mi uniforme. Estaba
asquerosamente blanco, igual que las paredes de aquel repugnante hospital: todo
inmaculado, sin nada que te recordara más que la fragilidad de las vidas
humanas. Parecíamos manchas en un suelo por lo demás inmaculado, como si
nuestra presencia no sólo sobrara, sino que incluso resultara ofensiva. No
éramos más que suciedad en un mundo blanco, una suciedad frágil y efímera que,
por mucho que hiciera cosas hermosas, no terminaba de pertenecer a ese mundo, y
por tanto debía ser erradicada.
De lo contrario, no se explicaba
lo que le había sucedido a Alec. La información que nos habían dado era escasa
y confusa: mientras hacía un turno que él consideraba sencillo, pues los
repartos matutinos se hacen mayoritariamente en oficinas donde un conserje se
encarga de enviarlo todo a su destinatario, un coche se lo había llevado por
delante. Aún era pronto para llegar a ninguna conclusión, pero todo apuntaba a
que Alec se había saltado un semáforo (lo cual era impropio de él, pues no
tenía ninguna prisa en los turnos de mañana; sería diferente si fuera por la
tarde, porque tendría un montón de cosas que hacer), casi con total seguridad.
Como siempre, la culpa era de los motoristas, y no de los conductores, que iban
por el mundo como si la calle les perteneciera. En las pocas ocasiones en que
había ido con Alec en la moto, había podido comprobar que siempre había algún
accidente a evitar, todo porque los conductores se sabían con las de ganar y no
se preocupaban de los motoristas, que, como mucho, les abollarían el capó del
coche en el caso de que se los llevaran por delante.
La enfermera que nos esperó en la
entrada de urgencias para contarnos su situación y guiarnos a la sala de espera
se había ido sin decirnos nada más, sin tan siquiera dedicarnos unas palabras
de consuelo que fueran más allá del “es joven, se recuperará”. Sí, sería joven,
y a ninguno de los dos nos quedaba más remedio que él se recuperara, pero eso
no quitaba de que le echaran las culpas. Lo sentía en el mismo edificio, en lo
quieto que se mantenía. Mi mundo se desmoronaba y a nadie más que a la familia
de Alec parecía importarle; no sólo eso, sino que, probablemente, incluso se
alegraban de que hubiera una moto menos en el mundo incordiando a los
conductores, colándose en los huecos entre coches para ponerse por delante en
los semáforos.
Me podían la impotencia y la
desesperación. Si ni siquiera la enfermera parecía inmutarse de lo catastrófico
de la situación, ¿cómo podía saber que los médicos se involucrarían aunque
fuera mínimamente? Sabía que ése era su trabajo, pero Alec era demasiado importante,
demasiado único y demasiado especial para ser simplemente un trabajo. Era crucial que lo salvaran. Tenía toda la
vida por delante, un curso que salvar, un verano increíble, un año haciendo que
su alma, ya de por sí hermosa, brillara con más intensidad, y toda una edad
adulta y una vejez que pasar a mi lado. Iba a llevarme a Grecia. Yo me lo
llevaría a Italia. Conseguiría que se graduara, y me lo llevaría a ese país que
tanto le llamaba la atención. Le echaría horriblemente de menos. Me moriría esperando
por él. Me moriría reencontrándome con él en el aeropuerto. No volveríamos a
separarnos más. Le vería recoger su diploma de graduado universitario después
de unos años presumiendo de que tenía una relación con un universitario,
estatus que siempre te da cierto caché entre tus amistades. Él me vería recoger
el mío, lanzar mi birrete al aire. Entraríamos juntos en el mundo laboral, nos
compraríamos una casita, tendríamos niños de apellidos compuestos…
No era justo. No podía sucedernos
esto ahora. Ahora, de entre todos los momentos. No justo ahora que empezaba a
vivir su vida, la que había elegido finalmente, la que él se merecía. No ahora,
que había decidido reencauzar su rumbo poniéndose a trabajar y salvando el
curso de una manera casi milagrosa. Sabía que haría todo lo posible, pero que
no pensaba que fuera capaz de lograrlo. Yo, en cambio, estaba convencida de que
lo conseguiría: depositaría todas mis esperanzas en él, y él, con todo lo que
me quería, no sería capaz de decepcionarme. No conseguiría graduarse con
honores, era demasiado tarde para eso, pero un cinco raspado era más que
suficiente para mí. Me había dicho hacía apenas 48 horas que ese mismo día
sería el primero de su nueva vida, una de la que se sentiría completamente
orgulloso. Me había dicho que haría el turno de esa mañana, y luego iríamos a
la biblioteca. Se acabarían los turnos extra. Se acabaría matarse trabajando,
en parte por el dinero y en parte para tener una excusa para sacar malas notas.
Haría las horas estrictamente necesarias; las extra serían para la
bibliotecaria y para mí. A mí me había pillado consultando sus horarios en mi
teléfono, escribiendo en la agenda las tareas que haríamos ese día después de
consultar los deberes que tenía atrasados con Bey. Sería la mejor de las
tutoras, incluso siendo menor que él.
Y, además, estaba planeando…
estaba planeando… yo…
Ni siquiera podía pensarlo sin
derrumbarme. Me moriría si formaba esas palabras en la cabeza, pero estaba
entre la espada y la pared. No podía más. No podía más. Necesitaba algo a lo
que aferrarme, cualquier cosa.
Y entonces, justo cuando pensé
que me rompería y que tendrían que tumbarme en una cama esterilizada al lado de
su cuerpo, se escucharon unos estruendosos pasos como latidos de corazón
cargados de esperanza, y la puerta se abrió.
En el mismo instante en que creí
que iba a desintegrarme, que la pena me comería, ahí estaba él. Con sus ojos
castaños con motitas verdes y doradas, rescatándome una vez más, como llevaba
haciendo desde hacía casi quince años. Él había sido la primera persona que
había visto en mi vida. La persona que me había dado ese nombre que a Alec
tanto le gustaba. El que había estado ahí para mí siempre, sin importar lo que
sucediera, lo que hubiera hecho. El que no me juzgaba y me daba todo lo que
necesitaba, tanto consejos como disciplina.
Mi mayor consuelo. Mi salvación.
La razón de que mi vida fuera como era. El teléfono en el que nunca saltaba el
contestador. La puerta siempre abierta, la cama siempre cálida, la sudadera
inmensa siempre calentita.
Como siempre.
Scott.
-Scott-jadeé, pero él no
necesitaba que yo emitiera absolutamente ningún sonido para venir a mi
encuentro. Mientras Tommy se quedaba clavado en el sitio, observando a todos
los allí presentes, mi hermano se abalanzó sobre mí como un leopardo se
abalanza sobre una presa que se ha colocado a la sombra de su árbol preferido-.
Scott-repetí en un gemido que me salió del alma, o de lo poco que me quedaba de
ella. El vacío de mi pecho tenía una voz jadeante, típica de alguien que acaba
de terminar una maratón en un tiempo récord.
-Sh-fue lo primero que me dijo.
Llevaba más de un mes sin verle, sin tenerle delante. No era así como me
imaginaba nuestro reencuentro: cuando Scott regresara a casa, yo llevaría horas
esperándole. Me abalanzaría sobre él nada más verle. Haría que se riera,
divertido por mi reacción, y protestara asqueado cuando le lamiera la cara para
demostrarle lo muchísimo que lo había echado de menos: tanto, que ni me
importaría su suciedad facial. Tendríamos muchísimo que contarnos, así que
había que darse prisa poniéndonos al día, explayándonos en detalles que no le
importaría a nadie más que a nosotros dos. Yo dejaría de ser la hermana mayor y
pasaría a ser la pequeña, y sería tremendamente feliz. Sería la mejor clausura
para la mejor semana que había tenido en toda mi vida.
Y todo se había ido a la mierda
por culpa de un estúpido conductor que no había puesto la suficiente atención
en la carretera como para ver la moto que tenía enfrente.
-Ya pasó-susurró-. Ya estoy aquí.
Todo irá bien.
Pero no, todo no iba a ir bien. Nada iba a ir bien. Alec estaba en algún
lugar de ese dichoso hospital, peleando como un jabato con la muerte. Yo sabía
que estaba dando todo de sí, pues ser algo a medias no era su estilo, pero, ¿sería
suficiente? Me mataba no saber qué hacer, no poder ayudarle en nada. Ni
siquiera me dejaban entrar para cogerle la mano y demostrarle que, fuera lo que
fuera por lo que estuviera pasando, no estaba solo en eso.
-Mi niño-gimió Annie, y yo
levanté la cabeza y la miré por primera vez. Los miré a todos, y una parte de
mí se asombró al descubrir que la población de la sala de espera se había
multiplicado desde que habíamos entrado en ella y yo había empezado a llorar.
Donde antes estaban nada más que Annie, Dylan y Mimi, ahora también se
encontraban Bey, Tam, Karlie, Max, Logan y, por supuesto, Jordan, amén de
Eleanor, que rodeaba los hombros de Mimi con el brazo y se abrazaba a ella para
que sollozara tranquila en su hombro. Como si estuviera viendo una película a
través de una pantalla empañada, vi que Tommy estaba frente de Annie,
sosteniendo las manos de mi casi suegra entre las suyas, mirándola fijamente
para transmitirle todo el ánimo posible.
Descubrí, con horror, que el de
Scott y el mío no era el único reencuentro que se estaba desarrollando allí.
Los amigos de mi hermano llevaban sin verle más tiempo incluso que yo; al
menos, yo le había tenido hasta el último minuto en casa. También a ellos les
habían arrebatado ese intenso momento, y me dolía tanto por ellos como por mí.
Después de esas semanas viniendo religiosamente a casa para ver el programa
todos juntos, había empezado a pensar en ellos como una familia.
Annie, ajena a todo eso, o
demasiado preocupada por la suerte de su vástago como para importarle nada más
que lo verdaderamente importante, hundió la cara en el hombro de Tommy y vertió
un torrente de lágrimas en la camiseta que se había puesto a toda prisa. Layla
y Diana se removieron en la puerta, sin saber muy bien qué hacer, adónde ir. Layla
apenas conocía a Alec de una vez que habían salido juntos, y la relación con
Diana, aunque más fluida, no era tan intensa como el resto de los presentes. En
cierto sentido, ambas eran extrañas, partícipes amortiguadas de un dolor casi
ajeno.
-Mi precioso niño, mi
bebé-sollozó Annie en el hombro de Tommy, que le acarició la espalda y le
susurró palabras de consuelo que él mismo deseaba creerse-, no puede ser.
Y, entonces, Tommy hizo algo que
me destruyó. Separó a Annie de él, la miró a los ojos, le limpió las lágrimas
con los pulgares, y tras un instante, le dio un beso en la frente.
Algo que siempre, siempre, hacía Alec cuando quería
tranquilizar a su madre. Bien porque estuviera enfadada con él, o bien porque
se sintiera triste.
Y el hecho de que Tommy fuera un
poco más bajo y delgado que él, pero su pelo fuera del mismo tono, hacía que
fuera fácil para esa pantalla que tenía ante mí hacerme pensar que era el chico
por el que tantas lágrimas había derramado a lo largo de mi vida. Y las que me
quedaban.
-Se va a poner bien, Annie. Se
pondrá bien.
Jordan se acercó a Annie, la tomó
de los brazos de Tommy y la acunó contra su pecho para intentar tranquilizarla.
Ahora que Alec no estaba, le correspondía a él cuidar de su madre. Era un pacto
entre caballeros, algo que trascendía las barreras de las posibilidades y las
convenciones sociales. Annie, a pesar de ser blanca y, para colmo, pelirroja,
también era la madre de Jordan, de piel más oscura incluso que la mía, tostada
como el café solo.
Y ahí volvió el bocado helado. La
razón de que yo hubiera rechazado cada intento de Dylan de acercarse para
consolarme cuando Annie se volvía hacia su hija, buscando el consuelo que sólo
la sangre puede darte, o alguno de los amigos de Alec se me había acercado para
comprobar que seguía respirando. Si mis pulmones funcionaban aún, desde luego,
era porque estaba con el piloto automático, y no por mi propia voluntad. Estaba
demasiado dolida como para desear estar viva.
Annie repitió las palabras de la
enfermera, que habían sido corroboradas por un médico, que había salido hacía
unas horas para informarnos de lo que le estaban haciendo a Alec. En el
intervalo entre que la enfermera salió de urgencias para ir a esperarnos e
informarnos, habían conseguido estabilizarlo lo suficiente como para abrirlo en
canal. La cosa no pintaba bien, nos dijo. Se confirmaba la hipótesis de que se
había saltado un semáforo. La conductora del otro coche estaba en información,
pero me importaba bien poco qué fuera de ella. Si quería que sobreviviera, era
para que asumiera sus culpas y nos dijera que no había hecho más que mentir.
Quizá, si confesaba la verdad, yo incluso la perdonara. Lo tendría muy difícil,
pero lo intentaría. Yo confiaba en Alec. Sabía que era responsable al volante.
Y más aún cuando había decidido darle un cambio a su vida: si ya de por sí no
tenía motivos para apurarse en una mañana, ¿por qué iba a correr sabiendo que
de tarde aprovecharía todo el tiempo perdido? No tenía ningún sentido. Ni tan
siquiera si se había hecho con más paquetes de los que le correspondían para
que le pagaran el plus del que me había hablado en una ocasión. No, la única
culpa que tenía él era haber cogido un turno extra por la mañana, cubriendo
unas vacaciones que, de lo contrario, irían para una persona de nueva
contratación.
Pero, ¿por qué había cogido un
turno extra, Sabrae?
-La culpa es mía-dije cuando ya
no pude soportar ni un segundo más de escuchar a la madre de Alec despotricando
contra la moto, que no tenía ninguna culpa de lo que había sucedido. La moto le
daba libertad, le aportaba independencia y, por tanto, felicidad. Le hacía
sentir bien, y yo haría cualquier cosa por defender algo que hiciera sentir
bien a Alec.
Todo el mundo se giró para
mirarme, estupefacto. Sentí los ojos de Tommy, tan hermosos que no me los
merecía, fijos en mí, licuados de espanto. Los océanos de su mirada no hacían
más que agitarse, buscando el sentido a mis palabras. Desde fuera, había dicho
una estupidez, pero ninguno de ellos comprendía lo que le había hecho pasar a
Alec.
-La culpa es mía-repetí,
echándome a llorar de nuevo cuando Mimi me lo rebatió. No podía mirar a nadie,
se me caía la cara de vergüenza. El único rostro mínimamente soportable era el
de mi hermano, programado genéticamente para perdonarme absolutamente todo, así
que fue a Scott a quien miré-. Estaba haciendo horas extra, porque… este finde
nos fuimos a Barcelona, al festival que te había comentado. Le regalé las
entradas sabiendo que querría pagar parte del viaje a medias, y yo le dejé…-me limpié
las lágrimas, impotente.
-Lo cual tiene todo el sentido
del mundo, Sabrae. Él trabaja, y tú sólo tienes tu paga-me consoló Scott.
-Pero yo tenía ahorrado de sobra
para invitarle a todo-repliqué, desesperada.
-Ya, pero ya sabes cómo es él. No
habría dejado que le pagaras ni una Coca Cola.
-Quería pagárselo todo,
Scott-gimoteé-. Absolutamente todo. Y yo le dejé, aun sabiendo el esfuerzo que
iba a suponerle. Lleva haciendo horas extra desde la semana siguiente de la que
te marchaste. Si hubiera tenido lo que hay que tener, me habría negado en
redondo… no le habría cogido ni un penique... si hay algo que nos sobre en
casa, es dinero.
-A él también-replicó su hermana
con genuino rencor en su voz. Parecía creerse las hipótesis de los médicos, lo
cual me indicaba que no le conocía como yo-, si no fuera tan orgulloso.
-Pero él me dijo que no me
preocupara-esta vez, sí que me volví para mirar a Mary Elizabeth, aunque no me
mereciera la comprensión que me estaba dedicando. Por mi culpa, quizá se
quedaba sin hermano. Me merecía que me chillara. Me merecía que todos me
gritaran, que bailaran sobre mí, que me pisotearan hasta hacerme papilla-. Que
pediría un adelanto, haría horas extra, o algo así… ha sido el mejor fin de
semana de toda mi vida, Scott-gemí, y me eché a llorar de nuevo, incapaz de
contener ese torrente en el que se habían convertido mis ojos.
-Ninguno de nosotros te culpa,
cariño-dijo Dylan, acariciándome la espalda, pero yo negué con la cabeza.
-Ha sido el mejor fin de semana
de mi vida, y ahora… ahora puede que nunca tengamos más fines de semana como
éste. Soy tan egoísta, Scott-apenas balbuceé aquello último, vomitando sollozos
como si me fuera la vida en ello. Desde luego, a mí no me iba, pero a alguien
que me importaba más incluso que mí misma, sí. Busqué las manos de Scott, que
hallaron las mías en un instante. Scott tiró de mí y volvió a abrazarme, en el
segundo abrazo después de un mes de separación que no me producía ningún tipo
de satisfacción. Llevaba semanas esperando este momento, tenerle ahí, y ahora
sólo quería desaparecer-. No le he dado lo único que él quería, él me ha
tratado como una reina, y… no puede morirse. No puede morirse, no quiero que se
muera-sollocé, aterrada ante la idea de vivir sin él. Mi vida hasta hacía unos
meses había sido plena y satisfactoria, ya que si bien le detestaba, al menos
le tenía. Molestando, sí, pero le tenía.
Pero ahora… ahora no tenía ni
idea de qué sería de mí si él desaparecía. Alec estaba tan incrustado en mi ser
que seguramente saliera en mi ADN. Me había convertido en la persona que yo era
ahora, y había destruido por completo la mocosa estúpida y prejuiciosa que
había sido antes de él, cuando le detestaba porque no le conocía. Me había
hecho descubrir el amor, el amor puro y sin reservas que hace que tengas el
valor suficiente como para saltar por un acantilado, confiando en que te
crecerán alas que te salvarán de la muerte. Alec era mis alas, y yo era un
pajarillo.
Un pajarillo sin alas no es
absolutamente nada.
-No se va a morir.
-Ni siquiera le he dicho que le
quiero, Scott…
Aquello no era técnicamente
verdad, pero las circunstancias en que se lo había dicho, o los idiomas en los
que lo había hecho, no hacían que me eximiera de mis pecados. Alec jamás me
había escuchado dedicarle un “te quiero” en el idioma que compartíamos, el
idioma que nos había hecho enamorarnos, sin provocación previa por su parte.
Jamás había sido genuino. La única vez que lo había intentado, él me había
parado los pies, diciéndome que no podía escuchármelo si no le pertenecía. Si
no era su novia.
Eso, creo, era lo peor de todo.
El sabor ácido que tenía en la boca sabiendo que, si no salía de ese quirófano
por su propio pie, ni siquiera sería mi ex. No seríamos nada, como le había
dicho a Abel hacía dos noches. Él era absolutamente todo para mí, mi luz, mi
sol, mi cielo, mi amor… pero, para el mundo, aquello no eran más que
cursiladas. Lo que contaba era que jamás habíamos sido novios de manera
oficial. Lo que contaba era que yo era una cobarde y una egoísta que temía
darle lo único que me había pedido.
Estaba ejerciendo de viuda a
pesar de que no estábamos casados, ni siquiera éramos novios… y eso era algo
con lo que no podría vivir. Prefería mil veces perder todo lo que era, todo lo
que tenía, ser yo la que desapareciera y no él, a tener que vivir sabiendo que
nunca le había llamado mi novio.
-Sí que se lo dijiste-atajó él,
arqueando las cejas. Su piercing chocó suavemente contra sus dientes cuando
sonrió, tratando de animarme. Sorbí por la nariz, mirándolo sin comprender. Me
apartó un mechón de pelo de la cara y comentó-. Si mal no recuerdo, una vez se
te escapó…-me guiñó un ojo y yo puse los ojos en blanco, recordando su
cumpleaños, cuando en lugar de el “me apeteces” de rigor, de mis labios se
había escapado un “te quiero” que a él le supo muy, muy dulce. “Así da gusto
cumplir años”, me había dicho.
Y ahora, puede que no cumpliera
más. Por favor, tenía que hacerlo.
-Él también se lo ha pasado
genial este fin de semana, Saab-me prometió Mimi, estirando la mano en mi
dirección. Tragó saliva, combatiendo el esfuerzo que le suponía pensar en Alec
en aquella situación, como si nos lo pudiéramos apartar de la mente-. Va en
serio. Me obligó a ver las fotos que os habéis hecho en Barcelona apenas llegó
a casa. Durante la cena, incluso, y eso que mientras cenamos suele estar
centradísimo en la comida, ¿verdad?-miró a su padre, que le sonrió mientras
asentía con la cabeza-. La última vez que me obligó a ver fotos, fue cuando
fuisteis de excursión al zoo con el cole-Mimi clavó los ojos en Tommy-. Y me
prometió que me llevaría este verano antes de irse. Han traído pandas rojos.
Dice que me parezco a ellos.
-¿Por pelirroja?-preguntó Scott.
-No, porque, según él, no hago
más que tirarme en el sofá a comer y dormir la siesta-Mimi puso los ojos en
blanco, como si les diera alguna credibilidad a esas bromas que ni Alec se
tomaba en serio. Mimi era tremendamente disciplinada incluso para ser
bailarina, y cuidaba su alimentación más de lo que mucha gente cuidaba un coche
recién comprado. Cultivaba su cuerpo igual que Alec, con la diferencia de que
ella tenía que controlar su peso de una forma mucho más meticulosa que él-. Se
supone que la chica a la que va a recoger cuando sale de ballet es otra, pero
bien que le tengo que aguantar protestando yo cada día cuando interrumpo su
buena racha en los videojuegos.
-¿Buena racha?-espetó Jordan-. El
cabrón hace trampas. Me cambia el mando por uno que tiene menos batería sólo
para poder ganarme. Y ni por esas lo consigue.
-Si no me llega al zoo este
verano…-de repente, consciente de nuevo de lo que estaba sucediendo, de dónde
estábamos y por qué, Mimi se echó a temblar. Yo no quería ni pensar en las
promesas que Alec había hecho para este verano y que corrían grave peligro,
igual que él. Deseé con todas mis fuerzas confiar en que se curaría, pero la
preocupación es mala compañera de baile, y te pisa a la menor oportunidad.
-Tu hermano es duro como una
piedra, Mimi. Es del coche de quien nos tendríamos que preocupar-comentó Tommy,
y Eleanor le dedicó una sonrisa agradecida. Miró a Scott una sola vez, con una
sonrisa más fugaz que una estrella, y luego volvió a ocuparse de Mimi. Cada uno
de ellos tenía bajo su custodia a una joven de la órbita de Alec, y tenían muy
claro que harían su trabajo de niñeros lo mejor posible.
El tiempo se plegaba sobre sí mismo hasta
convertirse en un abanico imposible; tan pronto mi pena me absorbía y me
alejaba del sonido de las agujas del reloj, como me vomitaba de vuelta a la
realidad y me obligaba a comprobar lo larguísimo que puede llegar a ser un
segundo. Inevitablemente, empecé a preguntarme cómo habían sido los últimos
minutos de consciencia de Alec: ¿sus
heridas le habían ardido en la piel como me ardían a mí mis lágrimas? ¿La
cabeza le había dado vueltas apenas había tocado el suelo? ¿Había escuchado el
sonido de las sirenas de la ambulancia al acercarse a él? ¿Habría visto alguna
cara? ¿Su vista se había nublado? ¿Lo había pasado mal, o se había dado un
golpe en la cabeza que le había garantizado el vacío más absoluto, vacío que yo
ahora admiraba? Era incapaz de dejar de imaginármelo en las peores situaciones,
y mi mente perversa e imaginativa no ayudaba con ese don mío de la creatividad:
en lugar de construir, destruía. Lo veía desde todos los puntos de vista, como
si estuviera en el cine presenciando una película horrible con calificación
para mayores de 18. Tirado en el suelo, en un charco de sangre, con los ojos
abiertos intentando enfocar. Tirado de costado sobre un coche, con la piel
magullada y la sangre manando poco a poco de sus heridas, con los ojos
cerrados. Tirado sobre los surcos de las
frenadas del coche, con los ojos clavados en el cielo, sin moverse y sin
ver. Los dedos sacudiéndose ligeramente, las piernas temblándole, el aliento
escapándosele…
Me laceraba el espíritu tener que
presenciar aquel espectáculo, pero lo consideraba mi penitencia. A más dolor me
infligiera a mí misma, menos pasaría Alec. Compensaría la sed de llanto del
universo quedándome sin lágrimas; con suerte, se olvidaría de la apetitosa
sangre de Alec y se arrastraría lejos, dejándome cuidarlo y recuperar todo lo
que habíamos perdido. El tiempo que había creído nuestro mayor enemigo se
volvía ahora en nuestra contra, demostrándome lo largos que podían ser los
minutos, las horas, los días, los meses, e incluso los años si Alec no se
despertaba. Tenía que salir de ese quirófano, me decía. Tenía que sobrevivir.
Era fuerte, era bueno, tenía tanto que hacer que no podía simplemente
desaparecer.
Sorbía por la nariz los pocos
mocos que podía rescatar para derramarlos después. El resto se convertían en un
brebaje repugnante que, mezclado con mis lágrimas, me daba náuseas y a la vez
me impedía vomitar. Estaba de pie junto a Alec, intentando alcanzarlo y viendo
cómo mis dedos se desvanecían en su cuerpo cuando trataba de tocarlo, cuando la
voz de su madre me sacó de la ensoñación.
Sólo esperaba que las enfermeras
que le estuvieran atendiendo fueran más útiles que yo. Con que fueran más
corpóreas, ya serviría.
-Sabrae-susurró Annie en un
susurro, como si temiera interrumpir el hilo de mis pensamientos. ¿Acaso estaba
considerando algo importante? Puede que en mi cabeza hubiera algo que nadie más
había visto, y que en su interior albergara la cura para lo que le había
sucedido a su hijo. Pero no podía más. De la misma manera que yo pasaba el
tiempo martirizándome, Annie necesitaba despejarse viendo a su niño siendo
feliz-. ¿Me dejas volver a verlas?
Levanté la vista, apenas
enfocándola, y mecánicamente, me saqué el móvil del interior de la falda. Que
no se me hubiera caído aún era un milagro. Sin siquiera abrir la aplicación que
quería, se lo entregué: no tenía ningún derecho a la privacidad, ninguno en
absoluto, después de haber ocasionado tanto dolor a aquella mujer. Podía ver
todo lo que quisiera. Si con eso conseguía que Alec volviera conmigo,
entregaría con gusto toda mi intimidad al mundo, exponiéndola para que hasta la
última persona del planeta pudiera escudriñar mis secretos más profundos.
Se me encogió el corazón al
escuchar el sonido de los dedos de Annie deslizándose por la pantalla de mi
teléfono en busca de la aplicación en cuestión, y cuando escuché los toques
distintivos de la selección, contuve el aliento. Ya sabía lo que venía a
continuación: lo había escuchado tantas
veces a lo largo de las últimas horas, que ya me lo sabía casi de memoria.
Como si necesitara un aliciente de ese estilo para
estudiarme a Alec en profundidad.
-No me estarás grabando-empezó. Y
mi corazón volvió a romperse en mil pedazos. A esas alturas, me sorprendía que
quedaran siquiera átomos del órgano que más estaba sufriendo ese día. Como
siempre con respecto a Alec, me equivocaba: por mucho que escuchara aquellos
vídeos, oír su voz cuando temía que las palabras que pudiera decir ya fueran
finitas y se hubieran terminado era como un millón de puñales clavándoseme por
el cuerpo, haciendo que hasta la última de mis células se incendiara.
Tommy y Scott se volvieron como
resortes y, tras sacarse los móviles de los bolsillos, comenzaron a reproducir
los mismos vídeos que estaba viendo Annie, añadiendo la voz de Alec a un coro
que en cualquier otra ocasión me habría parecido delicioso, pero que en ese
instante no era más que una soberana crueldad.
Escuché mi risa como si fuera la
de otra persona, incapaz de reconocerla, pues dependía de cómo fueran las cosas
ese día que yo pudiera volver a emitir un sonido semejante a lo largo de mi
triste existencia, antes de responder, completamente despreocupada y ajena a
que me encontraba en una horrible cuenta atrás:
-Puede ser-se escuchaba el
susurro de las sábanas de la cama del hotel de Barcelona moviéndose cuando yo
lo hacía debajo de ellas-. ¿Cómo te encuentras, Alec?-pregunté. Recordé el
momento como si lo estuviera viviendo de nuevo, con la diferencia de que en mis
sueños, experimentaba las cosas como un tercero y ahora estaba en primera
persona. Yo era cámara, y protagonista a la vez. Acabábamos de terminar de
hacer el amor en esa deliciosa mañana de domingo, cuando ya no teníamos ninguna
prisa. Me había encantado y había disfrutado de lo lindo con él, haciéndolo
despacio como sólo los amantes enamorados pueden practicar el sexo. Alec estaba
precioso en esas historias: el pelo alborotado, la piel brillante, una sonrisa
boba en la boca y unos chispazos en sus maravillosos ojos que les darían
envidia a los rosetones de todas las catedrales del mundo.
-Estoy de puta madre, Sabrae.
Gracias por preguntar-él se frotaba la cara con el dorso del brazo, y se lo
dejaba un momento apoyado en la frente, mirando hacia arriba, saboreando aún mi
gusto en su boca. Adoraba beber de mí después de acabar por el mero placer que
le suponía probar el orgasmo que me había proporcionado con los labios. Nunca
había conocido a ningún chico que tuviera esa pequeña manía, y a juzgar por las
conversaciones con Chrissy y Pauline, Alec era único en su especie también en
ese sentido. Allí donde los chicos consideraban el sexo oral un ejercicio de
intercambio, Alec lo practicaba por puro placer. Disfrutaba con el cunnilingus
igual que la chica a la que se lo hacía, y no esperaba una mamada como
compensación después: el acto en sí era más que suficiente para él.
Y el amor que me profesaba hacía
que mi sabor fuera el más delicioso del mundo. Cuando había bromeado en una
ocasión con que, quizá, se había enamorado de mí por mi sabor, y no de mi sabor
por mí, se había puesto increíblemente serio y me había respondido que había
probado cientos de coños, y que el mío era de lejos el que más le gustaba, pero
por su dueña, no por ese suave deje afrutado que había justo antes del
toquecito salado. Y yo, como una estúpida, le había contestado que, de haber
probado el semen de más chicos,
seguramente le prefiriera también a él por los mismos motivos.
Él lamentaba que yo no hubiera
sido su primera vez, y yo preferiría tener un historial un poco más amplio para
que supiera que era lo mejor que había en el mundo, en lugar del ganador entre
un reducidísimo grupo de grupo de personas; un grupo cuyos miembros coincidían
con aquellos con los que yo me había acostado. De lejos, era el mejor de los
amantes: no sólo de los míos, sino de los de todas las chicas con las que había
estado y estaría.
En el vídeo, se intuía su pecho a
medida que respiraba. Me había cuidado muy mucho de que así fuera: no sólo
quería presumir de él, sino que también quería despertar envidias. Me sabía la
mujer con más suerte del mundo, y estaba tan segura de lo inquebrantable de
nuestro lazo que había desafiado a toda aquella mujer que quisiera batirse en
duelo conmigo a que me lo arrebatara.
Con lo que yo no había contado
era con que la muerte también tenía nombre de mujer.
-Te queda bien ese filtro,
¿eh?-bromeaba yo, como si no fuera más que la luz natural y las endorfinas de
una buena sesión de sexo lo que le hacían tener esa pinta de dios griego.
-A mí es que… todo lo que me
ponga…-reía, y se giraba hacia mí para darme un beso en los labios. Mi móvil se
deslizaba por nuestras pieles, amenazando con sacar un plano que se nos
reservaba sólo a nosotros-. Venga, bombón, apaga eso-me instaba.
Lo que no se veía en la historia
era la forma en que su lengua invadía mi boca. Cómo su mano se deslizaba por mi
entrepierna. El tono ronco de su piel comentando “mírate, qué dispuesta estás
ya para mí”. Cómo me estremecí de pies a cabeza cuando tiró de las sábanas para
mirarme, completamente desnuda, con la carne de gallina, ansiosa de una segunda
ronda. Era increíble lo mucho que lo habíamos hecho ese fin de semana.
Alec se había puesto un nuevo
condón, el primero del paquete que habíamos comprado en España, y, dejándome
tumbada de lado, me separó las piernas. Metió la suya entre las mías, y
suavemente apoyado en la pierna que reposaba sobre el colchón, entró en mi
interior. Yo le había recibido con un gemido, un “oh, Dios mío, sí”, y me había
movido a su ritmo, dejando que me volviera loca a base de mordisquearme la cara
interna del tobillo que tenía al nivel de su boca. El orgasmo que me había
proporcionado sin dejar de embestirme con su miembro, manosearme los pechos con
su mano libre y mordisquearme el pie había sido sencillamente delicioso, igual
que su expresión cuando se corrió dentro de mí y me besó, aún atontada,
satisfecha y sudorosa.
-¿Te ha gustado así?-me preguntó,
y yo había asentido.
-Me encanta esta postura. Tenemos
que probarla más veces.
Alec se había reído y había
asentido con la cabeza. Después me confesaría que le encantaba sentirme así,
sometida a él. Ilusa de mí, le había dicho que podría tenerme así siempre que
quisiera. Ojalá me quisiera así siempre con la suficiente intensidad para poder
salir del quirófano y repetir la jugada hasta la saciedad.
Seguramente te pareceré una
imbécil y una superficial por añorar el sexo con él estando las cosas como
estaban, pero cuando te encanta absolutamente todo de alguien como Alec me
encantaba a mí, absolutamente todo es importante e irrenunciable: desde los
mensajes de buenos días enseñándome el sol, hasta los polvos tranquilos pero
apasionados en hoteles de pocas estrellas en ciudades más antiguas que los
idiomas que hablábamos ambos. Cuando te quitan todo, incluso una parte de ti
misma tan importante como Alec lo era mía, no había nada con lo que pudieras
regatear. Sólo te quedaba postrarte de rodillas y suplicar que te lo
devolvieran; si no por justicia, al menos por caridad.
Y, para el caso de que no te lo
dieran, tenías que conformarte con los recuerdos. En ocasiones, estos eran
físicos: la rosa amarilla que me había regalado en Navidad, recordándonos
nuestro reencuentro; el colgante con su inicial o la cajita de bombones que me
había traído cuando estaba mal. Con el sexo, sin embargo, no tenía esa suerte:
no tenía ningún recuerdo de la versión de mí misma que salía a la luz cuando
Alec me hacía el amor más que un par de fotos en las que, para colmo, no se
veía absolutamente nada. No había pruebas de cómo nos comportábamos, cómo
sonábamos, cómo nos movíamos y cómo lucíamos cuando nuestros cuerpos estaban
conectados con la perfección que sólo alcanzan los de un hombre y una mujer
unidos. Si ya de por sí me gustaba rememorar el sexo con él, ahora tenía una
razón más para hacerlo: de todo lo que habíamos pasado juntos, los polvos eran
lo único que se desvanecería en el tiempo si nosotros dos también perecíamos.
El aluvión de recuerdos
compartidos en redes continuó, ajeno a las dentelladas que me propinaba mi
propia cabeza. Un vídeo de su espalda, cubierta por una camiseta de tirantes,
sorteando turistas en las Ramblas pasó a ocupar la pantalla de mi móvil
primero, y del de Scott después. La espalda de Alec dio paso a las Ramblas, con
sus terrazas cubiertas con flores y sus puestos callejeros vendiendo souvenirs,
flores (como un hibisco amarillo que me había comprado de la que volvíamos, y
que había puesto en agua nada más llegar a casa) y puestos de fruta.
-Si quieres enfocar monumentos,
me enfocas a mí-espetó Alec, chulo como él solo. Mi dedo corazón apareció en la
pantalla, mostrándole la uña a Alec.
-No eres más imbécil porque no
puedes.
-Qué pena que folle tan bien y no
puedas dejarme, ¿eh, bombón?
Al principio, cuando había puesto
los vídeos por primera vez, temí que Annie me mirara raro, como si no supiera
lo que hacíamos su hijo y yo cuando cerrábamos la puerta de su habitación. Sin
embargo, después de la segunda repetición, ya estaba convencida de que no había
nada en Alec ni en mí que pudiera escandalizarla: todo era producto de nuestra
hermosa relación, una prueba más de que su hijo era feliz hasta hacía nada.
Esperábamos que siguiera siendo,
simplemente, después de esa tarde.
-Tampoco la tiene tan grande-le
decía yo en voz baja a la cámara frontal tras poner los ojos en blanco.
-Sabes que te estoy viendo,
¿verdad?
-¡Mira, Alec, piña!-chillaba yo
para distraerlo, y la jugada funcionaba. Entonces, pasamos a ver nuestras
rodillas dobladas recortadas contra la playa. Aún no había tenido tiempo de
ordenar las historias, de modo que la ración de bravas que nos habíamos comido
estaba más adelante.
-Hemos venido a la
playa-informaba yo a mis millones de seguidores- porque Alec quería ponerse
moreno.
-Tienes las patas tan minúsculas
que no podemos ir a ningún sitio-protestaba él, como si no le encantara nuestra
diferencia de estatura y lo “mona” que me hacía-. Me desespera ir a tu ritmo.
-Cómeme el coño.
-¿Aquí, delante de toda esta
gente?
-No hay quien te
soporte-respondía yo. Recordaba haber puesto los ojos en blanco y soltar un
bufido que había hecho que mi melena bailara en torno a mi rostro. Alec se
había echado a reír y se había inclinado para arrebatarme el granizado de
cereza que habíamos cogido antes de entrar en la arena, a modo de postre.
Después, una foto de los torniquetes del metro, donde habíamos malgastado
cuatro viajes tratando de pasar por una barrera que no era. Resultó que,
mientras que en Londres había que pasar el billete por el lector de la derecha
de la barrera, en Barcelona era el de la izquierda. Así que habíamos empujado
inútilmente, y también pasado la tarjeta creyendo que no la había leído bien,
el que no era.
-A mí no me hace ni puta gracia,
Sabrae-protestaba Alec, atravesando las barreras y negando con la cabeza. Vale,
lo cierto es que entendía que le fastidiara, ya que acabábamos de perder ocho
euros.
-A mí sí-respondía yo-. Es que te
ofuscas por nada.
-¡Deja de grabarlo todo, chica,
que me estás poniendo nerviosísimo! ¡Si no estuvieras tan pendiente del móvil,
seguro que habríamos usado los tornos bien a la primera!
-¡Calla! ¡Debo aprovechar el
tirón mediático de mi hermano! Además, quiero que nuestras vacaciones queden
bien documentadas. ¿Hago un destacado de viajes-empecé a enumerar-, lo dejo en
uno de Barcelona, o lo pongo en el que tengo de publicaciones contigo?
Tonta de mí, de nuevo, dándole
por sentado, a él y al tiempo que no teníamos garantizado, pero que nuestra
juventud me hacía pensar que sí.
-Mira que te gusta presumir, ¿eh?
Eres una posturera. Si quisieras tirón mediático, me lo dirías, y haríamos un sex tape.
-No lo descarto-había contestado yo,
toqueteándome el moño. Alec frenó en seco y se volvió para mirarme.
-Joder, Sabrae, yo tampoco.
¿Volvemos al hotel?
-¿Y qué pasa con los viajes?
-Ya hemos desperdiciado
cuatro-respondió, todo acelerado, echando a andar de vuelta hacia los tornos-,
¿qué más dará si son seis?
El vídeo se terminaba antes de
que yo terminara de reírme. Luego, una foto de nuestra cena del viernes. Una
foto de los barcos del puerto deportivo. Fotos de paseo por las playas, con los
pies descalzos, hundiéndose en la arena húmeda antes de que el agua de una ola
traviesa los limpiara. Fotos de las huellas, que se entrelazaban en ocasiones.
Ale haciendo el símbolo de la paz con una mano mientras con otra sostenía una
cerveza, yo toqueteándome el pelo, posando y sonriendo en un millón de filtros
distintos, la ciudad cambiando de color y de aspecto a medida que nos movíamos,
en el calendario, el reloj y el mapa…
Un vídeo de Alec tirado en la
cama, respirando profundamente. Encendí la luz, la imagen explotó en un fulgor
amarillo, y Alec abrió los ojos. Me hizo un corte de manga y se dio la vuelta.
Al día siguiente sería el gran día. Había que dormir.
-¿No me das las buenas noches?-le
preguntaba, y él se echaba a reír, me hacía un nuevo corte de manga, y apagaba
la luz. A continuación, un vídeo que me había hecho Alec mientras comprobaba
diferentes sombras de maquillaje que estaba considerando comprarme al estar de
oferta en una de mis tiendas preferidas, Nyx.
-Aquí, en el imperio de la
belleza-comentaba él-. Para que luego digan que lo importante es el interior,
¿eh, Sabrae?
-¿Me llevo el pintalabios rojo o
éste en tono nude? Me estoy quedando
sin el rojo, pero también lo uso mucho menos que el nude…
Alec cambiaba la cámara a la frontal y ponía
los ojos en blanco.
-Problemas del primer mundo.
Yo le lanzaba una mirada cansada,
por encima del hombro, y él se echaba a reír ante mi expresión de completo
fastidio. Al final, se había empeñado en que me llevara los dos, y me había
cogido un eyeliner plateado que
estaba de oferta.
-Así va a juego con tu
colgante-me dijo, y yo había alzado una ceja-. ¿Qué pasa? No me digas que no es
de tu estilo, porque tienes un delineador dorado.
-¿Qué obsesión tienes con el
plateado?-quise saber, y Alec me puso una mano en el hombro.
-Sabrae-dijo-. Por si no te has
dado cuenta, soy blanco.
-Eso no es justificación-le había
dicho yo, dejando la pequeña cestita negra con asas rosas en el mostrador.
-Simplemente quiero que distingas
bien las cosas que te he regalado yo.
-Ya, ¿y es en plateado por algo
en especial?
-La plata es del segundo, así que
me parece lo apropiado para la segunda persona más importante de tu vida.
-Vaya, ¿y quién es la
primera?-pregunté, sacando la cartera del bolso-. ¿Mi madre? ¿Scott? ¿Michael
B. Jordan?
Le miré con una sonrisa mientras
él arqueaba las cejas.
-Pues… iba a decir tú, pero… si
esas tenemos…-y había tratado de arrebatarme el producto del mostrador. Yo me
había echado a reír.
-¡Eres un picado! Te adoro,
sol-ronroneé, dándole un beso en los labios-. Pero yo me lo pago, no te
preocupes. Agradezco tu recomendación. Siempre que lo lleve, me acordaré de ti.
-Déjame pagarlo-me instó-. Así
tendré autoridad moral para pedirte que lo estrenes.
-Como si no tuviera en cuenta tus
gustos a la hora de maquillarme-ronroneé, tratando de pasar la tarjeta por la
terminal, pero Alec le pidió a la chica que anulara el eyeliner, se lo cobrara a él y me lo pusiera para regalo. Observó
con ilusión cómo desenvolvía el paquetito con ilusión en la calle, como si no
supiera lo que era, y se echó a reír cuando le dije que guardaría el envoltorio
como oro en paño, pues era el primer regalo que me hacía en el extranjero.
De modo que yo, ni corta ni
perezosa, me había acercado a uno de los puestos de las Ramblas y, tras
analizar concienzudamente cada llavero y cada chapa, finalmente me había
decantado con una que se podía introducir en la cadena que Alec llevaba al
cuello, con el anillo que yo le había regalado y la chapa que Mimi le había
traído de Canterbury. De estilo militar, en el sitio donde venía típicamente el
nombre del soldado caído, traía la inscripción del nombre de la ciudad en
relieve, amén de la fecha en que habíamos hecho nuestro viaje. Mientras
esperábamos a que hicieran la inscripción con los dos días, el de llegada y el
de regreso, Alec me rodeó los hombros con los brazos y se balanceó suavemente
conmigo, dándome besitos en la cabeza.
-Es un detalle precioso-comentó.
-No es nada. ¿Sabes? Creo que
deberíamos iniciar una tradición. A cada sitio que vayamos, te comparé una
chapita de ésas. Ya puedes hacer ejercicios de cuello, porque pienso hacer que
termines cargando con una tonelada.
-Suena a plan-ronroneó él en tono
amoroso. Se quedó esperando fuera cuando el dueño del puestecito me pidió que
pasara y me dejó hacer una pequeña inscripción con la pluma de metal.
Boy, I’d do this Often, escribí, incapaz de contener la sonrisa. Siempre tuya, Sabrae. ♡
Alec se la había colgado con
ilusión al cuello, me había dado un sonoro beso en los labios cuando leyó la
inscripción trasera, y me había pedido que le hiciera una foto sosteniendo la
inscripción bien alto, para que pudiera leerse bien. Ésa era la siguiente foto,
seguida de un par de instantáneas mías saliendo del agua y posando como una
diosa (él siempre conseguía sacar la supermodelo que llevaba dentro), y, por
último, un boomerang arrastrando mi maleta por la terminal del aeropuerto, con
los naranjas del crepúsculo pintando el cielo por detrás de los cristales.
Justo en el momento en que mi
risa silenciosa llenaba la pantalla al casi caerme por estar haciendo el tonto,
la puerta se abrió y Layla la atravesó. De nuevo, el tiempo volvió a
contraerse, como si estuviera hecho de gelatina en manos de un niño
tremendamente caprichoso. Me fijé entonces en que tanto Layla como Diana habían
desaparecido hacía tiempo, pero por motivos bien distintos: mientras que Layla
se había ausentado para ir a conseguir información de Alec, Diana se había
marchado para no regresar, tal y como Tommy le había sugerido. Había ido en
busca de Zoe, que venía para pasar unos días con su mejor amiga, aprovechando
el descanso que les habían dado en el concurso en el que participaban.
Zoe. No me enorgullecí del
sentimiento de rencor que se instaló en mí, pero en mi defensa diré que, por
muy tentador que me resultara, no me regodeé en él: había más ventajas en ella
que en mí, y Alec no estaría en esa situación si nunca nos hubiéramos cruzado,
y hubiera sido la americana y no yo la que se hiciera con el control de su
cama. Desde luego, a juzgar por la historia de la chica, el corazón del mío no
era algo que le interesara lo más mínimo, por lo que Alec tendría libertad para
seguir siendo el de siempre, con todo lo que eso implicaba. Ella no habría
hecho que Alec fuera a Barcelona. No le habría impuesto ningún plan, y él
estaría bien ahora. Follarían como animales, polvos sucios sin ningún tipo de
preocupación, pues era evidente que, de tener un retraso, la reacción de la
americana sería rápida, efectiva y, sobre todo, tajante: Alec no tendría nada
que decir en lo relativo a un posible embarazo de Zoe (si es que tenía una
opinión disidente, que lo dudaba).
Pero ella, seguramente, tampoco se
sentaría a esperarle en la sala de espera de un hospital como sí estaba
haciendo yo, ni se estrujaría los nudillos, sentiría náuseas ni se dejaría
llevar por el medio como me estaba sucediendo a mí. De modo que, en cierto
sentido, aquello era un punto en mi favor.
Layla se había recogido el pelo
marrón en una coleta alta que impedía que sus mechones le cayeran por la cara y
le molestaran. Sobre su ropa, se había puesto una bata blanca de cuyo bolsillo
pendía una tarjeta identificativa con su nombre, su foto, y un inmenso
PRÁCTICAS escrito en negrita para que todos supieran a qué atenerse en su
presencia. Necesitaba supervisión, y sin embargo eso era lo que había ido a
hacer: supervisar.
En su bata, que se mimetizaba con
el ambiente y nos recordaba que ella estaba en su elemento mientras que
nosotros éramos seres extraños, había manchas rojas que yo no tardé en
identificar: sangre. Se me dio la vuelta el estómago al pensar que puede que
fuera de Alec, y con absoluto horror pensé que incluso puede que aquello fuera
lo último que viera de él en toda mi vida. No,
por favor, no. La cabeza comenzó a darme vueltas a toda velocidad, y mis
pulmones se negaron a seguir procesando el oxígeno que les entraba a través de
mi garganta, a mil grados centígrados. Me aferré a la silla con fuerza,
temiendo caerme, y sentí el brazo de Scott rodeándome para que no me cayera,
tan amortiguado como si llevara puestas cuatro capas de abrigo.
-Perdonad que haya tardado tanto,
es que los médicos están un poco liados y había un niño al que había que
ponerle una venda-se disculpó Layla, y luego, en un tono más profesional pero
cálido a la vez, continuó-: He visto a Alec. Le están operando. Es por eso que
el médico aún no ha podido venir a hablar con vosotros. Es uno de mis profesores,
y es uno de los mejores en su campo, así que no debéis preocuparos: vuestro
hijo está en buenas manos.
A pesar de que se dirigía
directamente a Annie y Dylan, noté cómo controlaba que todos en la sala
hubieran entendido sus palabras. Para un médico, es tan importante hacer bien
su trabajo como asegurarse el terreno para que pueda continuar en las óptimas
condiciones. Si Layla iba a ayudar con Alec, necesitaba que todo el mundo
estuviera tranquilo. Conmigo lo tenía complicado, pero Scott estaba haciendo una
labor increíble manteniéndome a raya.
-Nos dijeron que estaba en
coma-replicó Dylan, confuso y con un deje de preocupación en la voz que hizo
que mi corazón se acelerara. Él, que estaba tan tranquilo siempre, estaba al
borde de la histeria-. ¿Por qué le han metido en quirófano?
Layla vaciló. Fue apenas un par
de segundos, pero lo suficiente para que en mi interior se encendieran las
últimas alarmas, aquellas que aún tanteaban el terreno y se apagaron cuando la
vieron aparecer. La seguridad que había en su voz, y la experiencia fingida que
había imitado de sus profesores, desapareció.
-Bueno… en ocasiones, no es
conveniente continuar con una operación si… el paciente está muy mal-lo dijo
con tanta cautela que parecía sacado a regañadientes, como una confesión de un
crimen tan atroz que su sola idea ya era suficiente para una condena a cadena
perpetua.
-¿Qué quieres decir?
-Que estén en quirófano con él es
una buena señal. Es que le han visto lo bastante fuerte como para soportar otra
operación. Lo ideal es hacerlo cuanto antes, mejor: así se evitan secuelas más
graves, el cuerpo tiene más margen para recuperarse… no tenéis que
preocuparos-Layla le dio un apretón en el brazo a Annie con actitud
consoladora-. El doctor vendrá a hablar con vosotros enseguida.
-¿Te ha dicho algo?-preguntó
Annie a la desesperada-. ¿Saben ya qué tiene?
Layla sacudió la cabeza. Por su
expresión, se veía que lamentaba de veras no poder proporcionarnos más
información. Estaba haciendo todo lo que podía, lo cual no era suficiente, pero
sí era mucho más de lo que nos habían dado el resto de trabajadores del
hospital. Al menos, ella no se había dedicado a lanzar falsas acusaciones sobre
Alec, como insinuando que él se lo había buscado. Alec le importaba de veras,
aunque sólo fuera por Tommy.
-No he podido hablar con él. Está
centrado en su trabajo. Os informará de todo cuando lo saquen. No puedo deciros
más. Lo siento-Layla abrió las manos de su cuerpo, demostrando que era
inofensiva. Fue entonces cuando Annie se fijó en la sangre que manchaba sus
mangas. No era mucha, pero sí lo suficiente como para que ella y yo perdiéramos
la cordura.
Al menos, la hermana de Alec era
más valiente que yo, y pudo formular la pregunta cuya respuesta me producía
auténtico pavor.
-¿Eso que tienes es… su
sangre?-inquirió Mimi, señalando la bata blanca de Layla. Ésta se miró el
torso, abrió la boca y los ojos en un gesto de sorpresa, y negó rápidamente con
la cabeza.
-¡No! No, qué va, son del niño.
Yo no me he acercado. Sólo he visto el quirófano a través de los cristales.
Como os he dicho, no he podido hablar con el doctor aún. No quería interrumpir.
Pero, si queréis… puedo regresar. Ir y venir informándoos de cómo va
todo-señaló con el pulgar hacia la puerta por la que acababa de entrar. Dylan
asintió con la cabeza, y en nombre de todos nosotros, le cogió las manos y se
deshizo en un sincero agradecimiento con ella, que estaba renunciando a la
recta final de sus vacaciones por consolarnos siquiera un poco.
-Gracias. Gracias, Layla-acunaba
a Annie contra su pecho, pero sus ojos estaban fijos en Layla, que asintió,
forzando una sonrisa que le quedó bastante natural, a pesar de las
circunstancias, y no era en absoluto sincera, pues no ascendió a sus ojos. Me
fijé en el detalle de que estos apenas chispearon cuando deberían descargar una
tormenta de tranquilidad. Eso significaba que todo estaba muy mal, pero se le
daba lo bastante bien mentir como para tranquilizar a dos familias, una de
sangre y otra de corazón.
-No hay por qué darlas. Es mi
trabajo-respondió, dándoles un toquecito en el hombro. Se giró, se metió las
manos en los bolsillos de la bata, y salió apresurada y silenciosamente por la
puerta batiente. Nos quedamos de nuevo en silencio, sólo interrumpidos por el
caminar del reloj. Lento. Angustioso. Imperante. Mi corazón intentó ajustarse a
los segundos, pero incluso así, usando el tiempo como metrónomo, se me hacía
imposible estar completamente cómoda en mi piel. Me sentía como si en el
interior de mi cabeza hubieran introducido un globo, que iban llenando poco a
poco de aire hasta aplastar mi cerebro contra el cráneo, y ése, presa del
pánico, sólo podía imaginarse de qué modo tétrico y gore sería su final.
Intenté encontrar consuelo en las
palabras de Layla, mucho más alentadoras de lo que cabía esperar en una
situación similar. Alec había entrado en coma, y puede que fuera por eso por lo
que abortaran la primera operación. Que lo hubieran metido de nuevo en
quirófano para terminar de arreglar los males que aún le quedaran dentro
implicaba que era fuerte y podría soportarlo. Normalmente yo no dudaría de la
fortaleza de mi chico, la persona más fuerte que había visto jamás, pero, ¿y
ahora? ¿Cuánto quedaba de él? ¿Cuánto daño le había hecho el accidente? Desde
luego, yo nunca habría creído que Alec terminaría en una situación semejante,
pero en el caso de habérmelo imaginado teniendo un accidente de tráfico, ni en
mis peores pesadillas me lo habría podido imaginar tendido en una cama, con
unas máquinas sujetándolo a la vida ahora que él no podía.
Estar en coma, simplemente, no
era propio de él. Había mucha gente en mi entorno que me parecía propicia para
estar en una situación parecida, pero de los que no me los imaginaría jamás
así, Alec encabezaba la lista. Y aun así…
Transcurridos tantos latidos de
corazón que ya había perdido la cuenta, una enfermera de más o menos mi
estatura, de pelo corto, ojos grandes y ropa verde entró en la sala. Se metió
las manos en los bolsillos en el mismo gesto que había hecho Layla hacía sabía
Dios cuántas desesperaciones, y preguntó con voz autoritaria:
-¿Son los parientes de Alec
Whitelaw?
Todos nos levantamos de un brinco
y asentimos, como temiendo que cambiara de opinión y nos diera el diagnóstico
si nos lo pensábamos demasiado. Parpadeó, confusa al ver la cantidad de gente
que respondía a las relaciones familiares con un chico del que apenas recordaba
la cara, pero sí sus heridas: había sido una de las auxiliares durante la
operación, y la encargada de abandonarla la primera para prepararnos para
hablar con el doctor-. Síganme, por favor-pidió en cuanto se recompuso de la
sorpresa, pues no solía tener que hacer de pastor para rebaños tan amplios:
normalmente, los visitantes se apelotonaban en las habitaciones al día
siguiente del ingreso del paciente, o al segundo día, cuando la voz se había
corrido con más intensidad, y no a las pocas horas-. El Dr. Moravski les
atenderá ahora.
La seguimos por un intrincado
laberinto de pasillos. La mano de Scott se posaba firmemente sobre mis hombros,
proporcionándome el calor que necesitaba para no congelarme con las heridas de
mi pecho. Me mantenía viva a duras penas. Irónicamente, igual que Alec, pensé,
y tuve que contener un sollozo. Caminar y respirar con esos pulmones que se
negaban a trabajar hasta que no obtuvieran la confirmación de que todo saldría
bien era una auténtica odisea: no podía permitirme el hercúleo esfuerzo que me
supondría llorar.
Después de recorrer las entrañas
del hospital, salimos a una sala espaciosa de pilares redondeados, amplios
ventanales que llenaban la planta de luz, y diversos paneles luminosos
indicando el número de consulta al que tendrían que acudir los pacientes
dependiendo del turno que se les había asignado en recepción. Había sillas por
doquier, pues los hospitales son los sitios de espera por antonomasia; más
incluso que los aeropuertos.
La enfermera nos condujo por un
pasillo interior, pero de diseño distinto al que nos había llevado hasta la
sala de espera: se notaba que éste estaba diseñado para conducir a los
pacientes a las consultas de sus doctores de manera autónoma, sin necesidad de
acompañamiento.
-Sólo pueden venir los parientes.
Lo siento-nos miró con cara de disgusto, y creí sincera su disculpa. Sus ojos
se posaron sobre mí, y a juzgar por la diferencia que había entre el resto de
personas allí presentes, dedujo mi situación. O la que me correspondería.
Los mayores eran los amigos del
accidentado. Los pelirrojos y parecidos entre sí, su familia.
Y yo no podía ser otra que su
novia. Demasiado distinta de los demás (aunque no tanto de Scott Malik, el
participante del concurso preferido de su hija adolescente), y con diferencia
la más afectada, después que la madre.
Eleanor y Mimi se miraron.
Eleanor le dio un apretón de manos a Mimi antes de soltarla, aceptando su
destino. A ella no le correspondía entrar. Pero a mí, sí. Y yo entraría para
que me dijeran qué era lo que le había pasado a Alec, si se pondría bien, cómo
podríamos ayudarle.
Parece ser que no era la única.
Bey y Jordan dieron un paso hacia la enfermera, dispuestos a convencerla.
Ocupaban puestos privilegiados en la vida de Alec: su mejor amiga y su mejor
amigo, respectivamente, de modo que no podían quedarse atrás. Ellos, no. Ni
podían, ni tampoco querían. Que los demás aceptaran con abatimiento su destino
no implicaba que ellos estuvieran obligados a imitarlos, y desde luego, no
pensaban hacerlo.
-¿Seguro que no se puede hacer
una excepción? Mire que no tenemos pensado alborotar-prometió Bey, y Jordan
asintió y la apoyó.
-Piensan mejor dos cabezas que
una, pues esto es lo mismo. No nos vamos a quejar. Seguro que lo han hecho todo
bien. Sólo queremos saber qué le ha pasado a nuestro amigo. No le ocasionaremos
problemas.
-Sí, nadie tiene por qué
enterarse-asintió Bey, dándole una palmadita en la espalda que claramente
quería decir “buen trabajo” a Jordan. Éste le puso la mano en los lumbares y
suspiró aliviado, antes de mirarla, cuando la enfermera nos pidió un momento
para consultarlo con el doctor.
Justo en el instante en que su
mano se posaba en la manilla de la puerta, una figura alta y delgada apareció
por una puerta lateral. Reconocí la coleta de Layla antes de que su voz sonara
en el pasillo, amable y solícita, pero también dispuesta a imponerse. No es que
Layla estuviera por encima de la enfermera, más experimentada y con un puesto
fijo, ni mucho menos, pero no iba a forzar su posición en calidad de médico en
prácticas, sino de defensora de un paciente al que había amadrinado.
-Todo está bien, Lottie. Vienen
conmigo. Respondo por ellos. Yo te cubro, no te preocupes. Gracias.
La tal Lottie se giró para
mirarnos. Asintió un segundo con la cabeza, y se abrió paso entre nosotros como
Moisés por orillas del Mar Rojo. No le hicimos obstáculo. Como si fuera la
misma muerte, nos apartamos de ella para dejar que continuara con sus tareas.
Tras farfullarnos un “que todo vaya bien” producto de su buen corazón y no de
una cortesía forzada, giró una esquina y desapareció.
-Si no te casas tú con ella, lo
haré yo-le dijo Scott a Tommy, y éste, sorprendentemente, se rió. Nuestros
padres aún no sabían nada, pero Tommy estaba metido en una relación a dos
bandas: después de verse en la tesitura de que se había enamorado de Layla
igual que lo había hecho de Diana, y tras exponerles a ambas sus sentimientos,
los tres habían acordado que tendrían una relación poliamorosa. Diana era la
novia oficial de Tommy en el programa, pero eso no significaba que quisiera a
Layla menos, sino que, simplemente, Tiana, como los habían bautizado, vendía
más que Lommy.
Les envidiaba. Ojalá sintiera por
alguien más lo que sentía por Alec. No creía que eso hiciera de menos a Al,
todo lo contrario, sino que compartirnos nos acercaría aún más. De vivir lo
mismo que estaban viviendo Tommy, Diana y Layla, yo tendría ahora un hombro
sobre el que llorar. No podía imaginar el tremendo consuelo que me supondría
tener a otro Alec consolándome en aquella horrible situación. Probablemente
consiguiera ser más optimista.
Layla abrió una puerta blanca
como la nieve, y la mantuvo abierta para que todos entráramos en el despacho
del doctor. El despacho estaba lleno de placas conmemorativas, colgadas de la
pared exhibiendo artículos de medicina y demás logros profesionales.
Un señor de pelo canoso, sentado
en un sillón de oficina propio de los más altos ejecutivos, se levantó y les
tendió una mano a Annie y Dylan.
-Señor Whitelaw. Señora.
Señorita-añadió, al ver que Mimi ocupaba una posición preferente en su numeroso
público. Mimi le estrechó la mano con dedos temblorosos y la boca seca. El
doctor nos dedicó entonces una mirada de reconocimiento a todos, deteniéndose
en Tommy y Scott un segundo. Noté que los reconocía.
Parecía ser que las hijas de las
enfermeras no eran las únicas fans de The Talented Generation.
-Soy el doctor Moravski. Estaba
de guardia cuando llegó su hijo, y he supervisado todo su procedimiento.
Su procedimiento. Sentí que se me llenaba la boca de bilis. Alec se
había reducido a un procedimiento. El chico que me había dado una razón para
vivir la vida, que me había enseñado lo precioso de madrugar para ver el
amanecer, y que había descubierto en mi sexo un mundo de placer que ni yo misma
conocía, no era más que un procedimiento para ese hombre con un prestigio tan
amplio como lo permitían sus paredes.
-¿Se encuentra bien?-preguntó
Annie con profunda ansiedad. El doctor hizo un gesto hacia unas sillas más
cómodas que las de fuera para que se sentaran, y así lo hicieron. Max acercó
una silla para que Mimi se sentara, y el resto se quedaron de pie.
-¿Quieres sentarte?-me preguntó
Scott, y yo negué con la cabeza. No me correspondía. Le había rechazado en
numerosas ocasiones, había tenido cuatro meses para cambiar de opinión y
aceptar ser su novia. Si me fallaban las rodillas y me daba de bruces contra el
suelo, me lo merecería. Pero yo no era, oficialmente, nada de Alec. Así que
sentarme era un privilegio que no se me permitía.
Layla
abrió la puerta con discreción, y yo me fijé que traía unos papeles en la mano.
Pude ver que en la cabecera estaba impreso el nombre y logo del hospital,
acompañado de un título angustioso. ALEC T. WHITELAW. Se quedó apoyada un
segundo en la puerta, esperando órdenes.
-No
les voy a mentir-comentó el doctor, revisando unos papeles-. Su hijo ha tenido
un accidente muy feo y ha tenido muchísima suerte. He visto casos más leves
convertirse en una tragedia sin que nosotros pudiéramos hacer nada. Como
seguramente la señorita Payne ya les haya informado-hizo un gesto con la mano
en dirección a Layla, que asintió con cierta docilidad-, hemos tenido que pasar
por el quirófano con él una segunda vez.
-¿Es
eso normal?
-No
es lo habitual-el doctor movió un pisapapeles y se empujó las gafas por el
puente de la nariz-. En casos normales, es conveniente tratar todas las
lesiones a la vez, pero en los pacientes más graves debemos proceder de manera
escalonada. El delicado estado en el que su hijo llegó al hospital nos impidió
proceder de esta manera. Decidimos que lo mejor sería ocuparnos primero de las
heridas más críticas, sedarlo para que no sintiera dolor, y cuando se
estabilizara, volver a operarle.
-¿Se
estabilizara?-inquirió Annie con un deje de pánico en la voz.
-Su
estado era crítico. Verá…-abrió un cajón y sacó un atlas medicinal, de los que
usan los estudiantes de los primeros años. Pasó unas cuantas páginas hasta
encontrarse con un modelo completo del cuerpo humano, en el que venían
contenidos todos los órganos, apretujados de tal manera que no había distinción
entre aparatos, como solíamos estudiarlos. Era como si un niño hubiera nacido
con el torso transparente, y le hubieran tomado una fotografía-. Debido al
impacto con el otro coche, su hijo tenía cristales clavados en numerosas partes
del cuerpo-con un bolígrafo rojo, empezó a señalar y hacer marcas en el atlas-.
Hemos tenido que extraerle tanto cristales como partes de su motocicleta…
-Dios
mío-jadeé, sintiendo que me fallaban las rodillas. Scott me sujetó. ¿La moto
también? La moto también no, por favor.
-… de
un pulmón-continuó el médico-, el bazo, y rodear el estómago. Tenía seccionadas
varias arterias secundarias; las principales, como la aorta, las tenía tocadas,
pero no necesitan de más tratamiento que nuestra parte. El impacto le ha roto
los huesos de la parte izquierda del cuerpo; tiene varias costillas resentidas
que tendremos que vigilarle, y ya le hemos vendado el brazo izquierdo, que
tenía completamente inutilizado cuando llegó. Ha sido una suerte que cayera de
ese lado y no del derecho…
-Nuestro
hijo es zurdo-dijo Annie en tono mecánico, y el doctor mudó su expresión. Todo
parecía cambiar. La independencia que el paciente necesitaría, a juzgar por su
excelente forma física y su edad, se le había arrebatado de un plumazo. Durante
más de un mes, tendría que apañárselas con su mano no dominante para hacer
absolutamente todo.
-En
ese caso, la suerte no ha sido tal. Pero no se preocupen; ya le hemos vendado
el brazo, y con los avances tecnológicos que tenemos implantados, cuando le
demos el alta seguramente pueda irse con el brazo ya sin escayolar.
Bien-continuó el doctor, mientras Mimi se inclinaba hacia el dibujo para
estudiar el estado de su hermano-. También tenía contusiones bastante graves en
la zona del abdomen, y una hemorragia interna muy cerca del hígado. Es una zona
delicada, aunque también propensa a ello, por lo que estamos muy familiarizados
con el proceder: hemos drenado todo el líquido y actualmente no tememos por esa
zona. Lo que sí ha sido algo complicado ha sido extirparle un trocito de
pulmón.
¿Extirparle
un trozo de pulmón? Annie se puso blanca como la cal. Yo, directamente, me
desmayé.
-Ayúdame
a sujetarla-le pidió Scott a Tommy, que rápidamente me rodeó con el brazo
mientras Layla se acercaba a nosotros para examinarme. Por suerte, todo quedó
en un susto, y después de abanicarme durante un minuto, recobré el
conocimiento. Estaba sentada en una silla de plástico, y en cuanto abrí los
ojos, Scott me acercó un vasito de agua para que me lo bebiera acompañado de
una galletita salada.
-Nos
era imposible retirar todas las esquirlas-continuó el doctor cuando comprobó
que volvía en mí. Traté de levantarme, pero mi hermano me lo impidió.
-No
seas cría-ordenó, y yo me quedé en mi sitio, tranquilita y sosegada, o todo lo
que pude, al menos.
-Podrían
pasar a una vena y dañar el corazón.
-¿Cómo
de grande?-inquirió Dylan. ¿Qué más daba eso? ¡Como si le habían quitado los
dos pulmones, tanto daba! ¡O como si era un trocito microscópico! En cuanto se
despertara (no me permitía a mí misma pensar que no lo haría), Alec se creería
incompleto. Sabía de sobra lo que iba a hacer eso en su autoestima: lo hundiría.
-No
mucho, no se preocupen. He de decirles que se ha tratado de un paciente muy
fácil, a pesar de sus heridas. Su estado físico es simplemente inmejorable.
Probablemente, aunque usted tenga los pulmones perfectos, debido a lo
trabajados que están los de su hijo, pueda filtrar menos aire que él. Incluso
con un trozo extirpado.
-¿Qué
más?-inquirió Annie, al borde de un ataque de nervios. Layla se adelantó y sacó
un medicamento del botiquín personal del doctor. A juzgar por la habilidad con
que clavó la aguja en el botecito y la eficacia con la que lo hizo todo, sin
clavar los ojos en Annie, supuse que era para ella, por si acaso.
-Algo,
aún no sabemos qué, le atravesó el hombro. Podría perder movilidad en el brazo.
Scott
clavó los dedos en mis hombros, intentando distraerme de todo lo que estaba
escuchando. Sentí que mi alma trataba de escaparse de nuevo de mi cuerpo, pero
conseguí retenerla en el último instante.
Si
Alec no podía volver a boxear, se moriría. Lo sabía. Estaba segura de ello.
-Es
el derecho-añadió apresuradamente el doctor ante el horror de sus padres-. Es
una de las lesiones que más nos preocupan, además de la… la del cuello-admitió
a regañadientes, como si le doliera tener que hablar del diagnóstico más grave.
-¿El
cuello?-inquirí sin poder refrenarme. No.
Por favor. Que pueda moverse. Si no puede moverse, me suplicará para que le
ayude a suicidarse. Y yo no soportaré vivir en un mundo sin él, pero tampoco
soportaré vivir en un mundo en el que él esté sufriendo.
Lo mismo había preguntado
Annie, pero más fuerte que yo, de modo que fue ella la que recibió
contestación.
-Seguramente sepan que es la
zona más sensible de todo el cuerpo. Paree que tiene las vértebras un poco
tocadas, especialmente las cervicales. C4 y C5-miré a Layla, buscando una
interpretación de esa información, pero ella había puesto cara de póker-. Ésa
fue una de las razones de que dividiéramos la operación en dos: queríamos
asegurarnos de inmovilizarle bien el cuello antes de continuar tratándole.
-¿Quiere
decir… que no saben si podrá andar?-inquirió Annie. Todos en la habitación
aguantamos la respiración. Todos, incluida Layla. Que alguien se quedara
paralítico era una tragedia en cualquier momento, pero que le sucediera a un
chico de 18 años… resultaba una abominación.
-Aún
es pronto para hacer conjeturas-dijo el doctor, no obstante-. De momento, lo
que más nos interesa es seguir haciéndole pruebas, comprobar que todo está en
orden, asegurarnos de que no tiene ninguna lesión cerebral mayor…
-Doctor-cortó
Dylan, cansado de que se anduviera por las ramas-. ¿Tiene usted hijos?-el
doctor asintió con la cabeza, y eso me alivió. No sabía por qué, pero
imaginármelo como padre (o, por la edad, incluso podría ser ya abuelo) me
inspiraba más confianza en él. Me hacía creer que se involucraría más cuidando
de Alec, porque vería algo en él que otros doctores sin descendencia serían
incapaces de ver-. Entonces, entenderá cómo nos encontramos. Díganos cómo está
Alec. No puede hacernos más daño del que ya nos ha hecho esa maldita moto.
El
doctor miró a Layla, que le devolvió una sonrisa tímida de apoyo, le asintió
con la cabeza y tragó saliva, recuperando entonces su expresión neutra.
Moravski se inclinó hacia delante, se pasó una mano por el pelo, entrelazó las
manos y dijo:
-No sabría
decirle si al final su hijo se encontrará bien, señor Whitelaw. Lo único que
puedo decirle es que ahora mismo está en coma, y no hay nada que podamos hacer
más que esperar para ver si se despierta por sí mismo. Hemos intentado
administrarle medicación para despertarlo nosotros, pero está tan débil que las
dosis que podemos suministrarle no lograrían sacarlo de un sueño profundo. Y es
mejor así. De hecho, hemos pedido transfusiones a otros hospitales, porque no
tenemos suficiente de su tipo para más de dos días.
En la
bruma de mis recuerdos, una imagen saltó a mi cabeza. Alec, riéndose un día,
hacía milenios, cuando aún no habíamos llegado tan lejos, pero sí lo suficiente
como para tener las cartas de ambos sobre la mesa.
-¿Qué
grupo sanguíneo eres?
-¿Por?
¿Necesitas un trasplante?
-Nunca
está de más saber estas cosas-había reído él, mordisqueando una patata frita.
-O
negativo.
-Vaya,
así que llevas diciendo que no desde que naciste.
De
modo que, haciendo un tremendo esfuerzo por no vomitar, alcé la voz y proclamé:
-Yo
puedo donar.
Todos
los ojos se volvieron hacia mí, incluidos los de mi hermano.
-Tienes
14 años.
-Soy
O negativo-le recordé, incorporándome.
-Tienes
14 años-repitió Scott, y yo me volví hacia él.
-Es
Alec-y decirlo en voz alta me insufló fuerzas. Ya no me temblaban las rodillas,
ni me daba vueltas la cabeza. Esto era lo que llevaba esperando toda la tarde.
Una señal. Una petición de auxilio-. Si te piensas que voy a quedarme aquí
sentada mientras intentan encontrar sangre que le sirva cuando yo tengo de
sobra, es que no me conoces en absoluto, Scott.
-Es
peligroso.
-Me
han puesto la antirrábica-repliqué con los ojos en blanco-. No voy a pegarle
nada. La mía sirve, ¿verdad, doctor?
-Eres
un poco joven para donar.
-¿Cuánto
tarda en regenerarse la sangre? Porque la mía es nueva de paquete.
Layla
y el médico se miraron de nuevo. Ella parecía por la labor; él, un poco
reticente, pero confiaba en que ella le convencería. O mi determinación.
-En
situaciones así…-empezó Layla, pero él alzó una mano y ella guardó silencio.
-Es
arriesgado-comentó en tono dubitativo.
-Se
ha hecho con niños más pequeños que ella, y no ha sucedido nada. Espaciando las
donaciones, no tiene por qué pasarle nada malo a ella también. Podría
extraérsele una cantidad inferior. La mitad de lo que se suele sacar a un
adulto.
-Me
da igual si usted no me deja, doctor: si me tengo que abrir una muñeca y
ponerle la boca a Alec para que me chupe como si fuera un vampiro, lo haré.
El doctor
parpadeó, mirándome, y no pudo evitar sonreír.
-Esto
me viene bien para lo que les iba a decir a continuación. Normalmente, sacar a
alguien de un coma es mucho más sencillo cuando tiene cuidados y visitas
diarias de su familia y… seres queridos-me miró con intención. Era como si
entendiera nuestra situación, y sorprendentemente, no la juzgara-. En aproximadamente
una hora, lo llevaremos a la UVI. Daré instrucciones para que se les permita
entrar y salir cuando quieran. Una especie de… exoneración de horarios.
Annie
jadeó un sollozo, controlándolo a duras penas.
-¿Podremos
verle entonces?
-Ahora
mismo están haciéndole resonancias, para comprobar que todo esté correcto y que
el estado de su columna vertebral no haya empeorado. Eso es lo que más nos
preocupa.
-¿Por
qué?
El doctor
tragó saliva, se aclaró la garganta y dijo:
-Bueno…
así podremos ver mejor cualquier lesión. Si las vértebras han causado una
lesión a la médula, la movilidad podría verse mermada.
-¿Cuánto?
-Aún
es pronto para elucubrar sobre este asunto. Depende mucho de la lesión.
-O
sea, ¿que hay posibilidades reales de que Alec no vuelva a caminar?
El doctor
parpadeó.
-Señora
Whitelaw…
-Annie,
por favor-le interrumpió ella-. Así es más difícil que se me ande con rodeos.
-El
doctor asintió, tomó aire y, en el tono más calmado posible, respondió:
-Annie,
si las vértebras que tiene ligeramente desplazadas le han causado una lesión
medular… es bastante probable que Alec ni siquiera pueda mover los brazos
cuando se despierte.
Aquello
fue demasiado para mí. No pude escuchar nada más de lo que decían. Siguieron
hablando un rato más, concretando detalles y planes, explicando heridas, pero
yo estaba muy lejos. Pronto tendría que irme a que me extrajeran la primera
dosis de sangre (no quería perder ni una sola oportunidad), pero antes,
necesitaba verlo. Así que me quedé. Y me fue casi imposible mantenerme en el
sitio cuando Annie, Dylan y Mimi entraron en la UVI a verlo. Necesitaba ir con
ellos, necesitaba ver a Alec, y después, podría irme a que me extrajeran todo
lo que él necesitara. Hasta la última gota, si hacía falta, si con eso lograba
salvarlo.
-No-me
instó Scott, agarrándome con firmeza del brazo-. Tú te quedas aquí. Vas a
entrar conmigo. No pienso perderte de vista.
-Pero
tengo que verle…
-No
eres su novia, Sabrae-acusó en tono duro, dándome justo donde más me dolía. Me quedé
en silencio-. Eres la amiga que se lo folla. No eres su familia. Les corresponde
a ellos ir primero-.Por mucho que me escociera, era verdad. Estaba en el mismo
escalafón que Scott, así que tendría que entrar con él. Yo no era familia de Alec,
y la culpa era solo mía. De modo que esperé, callada y ansiosa, a que salieran.
Estaban pálidos, como si hubieran visto un fantasma, pero a mí me daba igual.
Mimi no
perdió tiempo en correr a los brazos de Eleanor, que la estrechó con fuerza y nos
dijo a los demás que entráramos sin ella. No discutí. Cualquier obstáculo que
se me presentara para ver a Alec era algo con lo que yo no pensaba luchar, sino
simplemente apartar del camino. Tenía un objetivo muy claro, y era verle.
-Whitelaw
está débil-nos cortó la enfermera encargada de la UVI, y si Tommy no me
estuviera sujetando con la misma firmeza con que lo hacía Scott, me habría
escapado de los brazos de mi hermano y le habría sacado los ojos de las
cuencas. Sin embargo, como tenía sus dedos en torno a mi brazo, no tenía
sentido intentar zafarse. Podía con uno, pero no con dos-. No le conviene alboroto.
-No
vamos a montarle una fiesta, tranquila-espetó Tommy, y Scott lo miró como si
quisiera besarle.
-Sólo
se permiten visitas de familiares.
-Somos
familiares-la cortó Max, y la enfermera lo miró con cejas alzadas.
-Familiares
cercanos.
-Somos
cercanos-apostilló Jordan.
-¿Acaso
pretendes que crea que sois hermanos, o algo así?
-Sí,
es que nuestros padres tienen tendencia a la promiscuidad-respondió Logan,
poniendo cara de niño bueno.
-Yo
es que soy adoptado-informó Scott.
-Y
yo-añadió Karlie.
-Sí,
y yo soy su hermanastro-asintió Jordan-. Alec es medio mestizo. ¿El pollón que
tiene? Ningún blanco lo tiene así.
-Bueno,
tampoco vamos a pasarnos ensalzando los atributos de Alec-comentó Bey-. La tiene
más bien normalita. Lo cual refuerza la mezcla que hay en sus genes.
-Ajá-la
enfermera puso los ojos en blanco-. ¿Y vosotras sois…?-inquirió, mirándonos con
suspicacia a Bey, Tam y a mí.
-Sus
novias-se apresuró a decir Tam-. Nos intercambiamos. Venimos a darle una
sorpresita.
-En
realidad, no sabe que sabemos que nos intercambia. Tenemos la esperanza de que,
al vernos juntas, se lleve tal susto que no pueda seguir fingiendo que está en
coma y así sienta cada palo que le demos.
La enfermera
nos fulminó con la mirada un instante, sopesando si le merecía la pena
aguantarnos o no. Podría llamar a seguridad, pero… seamos sinceros, éramos
demasiados. No había refuerzos suficientes para contenernos a todos, y aun si
los hubiera, tardarían demasiado en llegar, y nosotros podríamos molestar a los
pacientes.
-Tía,
en serio-se metió Tam-. Somos diez contra una. ¿De verdad piensas que nos vas a
impedir pasar?
Se marchó
refunfuñando sobre la poca educación que teníamos “los críos de hoy en día”, aunque
apenas le sacaría a Layla un puñado de años.
-La
cama del fondo-dijo, sentándose en su terminal-. No molestéis a los demás
pacientes.
Echamos
a andar por la sala, tan blanca que dolía a los ojos, y cuando llegamos al
final, nos detuvimos en seco, temerosos. Scott me miró desde arriba.
-¿Estás
segura de esto?
Asentí
con la cabeza. Era de lo que más segura había estado en toda mi vida. Así que
di un paso al frente, y luego otro, y otro más. Quería verle. Necesitaba verle.
Mi Alec. Tenía que ver que estaba bien.
Quería
verle.
Pero no
así.
Quería
verle a él, no en lo que se había convertido.
Supe en
ese instante que había sido demasiado terca. Porque, si al final pasaba lo que
todos temíamos, aquella sería la última visión que tendría de él. Y prefería
mil veces la anterior: de él, sonriéndome después de besarme, diciéndome que se
lo había pasado genial durante el fin de semana y que se moría de ganas por
empezar su nueva vida al día siguiente. No se había confundido con lo de la
segunda vida.
Aunque
ninguno de los dos esperaba que fuera postrado en una cama.
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Llevo años esperando a leer este capítulo desde la perspectiva de Sabrae y llevo meses diciéndote que estaba deseando leer todo este drama con respecto al accidente porque soy una cerda que se reboza en el barro del sufrimiento de los protagonistas, es mi mierda.
ResponderEliminarMe ha partido en dos ver a Sabrae así y leer desde su perspectiva el dolor que sufre y lo peor es que este capítulo ha sido mayormente momentos que ya había leído no quiero imaginarme cuando empieces a meter momentos nuevos de ella sufriendo YA ME ENCUENTRO MAL SOLO DE PENSARLO.
¿Pues te puedes creer que escribí bastante convencida de que estaba haciendo un truño y de que no estaba a la altura de cómo se sentiría Sabrae? Menos mal que ayer me dijiste que realmente se iría poniendo peor a medida que pasaran los días y fuera más consciente, porque la verdad es que según escribía estaba con la sensación de que me estaba quedando a medias :/
EliminarY sí, momentos nuevos de ella sufriendo va a haber A PUNTA PALA JEJE