domingo, 23 de agosto de 2020

Como siempre, Scott.



¡Cambiamos de portada, flor! Hemos llegado a la tercera parte de Sabrae: ¡Gugulethu! Parece increíble que por fin haya llegado este día, pero, ¡así es! 
Espero que disfrutes de esta nueva portada tanto como con las anteriores. ¡Un beso enorme!

La cabeza me daba vueltas. Me pitaban los oídos y sentía el sabor repugnante, metálico y frío de la sangre en la lengua. No recordaba haberme mordido, pero tal cual me encontraba, lo que me sorprendía era no verme las entrañas desparramadas por el suelo. Me sorprendía, incluso, ser capaz de seguir sangrando.
               Todo mi interior estaba helado. El invierno, una estación que me encantaba por todo lo que implicaba (ropa mullida y cálida, tazas de chocolate caliente con una nube flotando en su superficie, luces de Navidad, nieve, y acurrucarse con tu persona preferida en el mundo a ver una película mientras el temporal descargaba al otro lado de la ventana), se había revuelto contra mí, pegándome un mordisco de esos que te dejan malherido. Más que un gato al que habías molestado en demasía, se parecía a un león dispuesto a devorarte. Pero no había tenido esa piedad que sí caracteriza a los depredadores. Ellos te matan, y luego te comen. Esto, no. Esto ni siquiera me había matado; la muerte era algo que envidiaba en aquellos angustiosos instantes, porque me libraría de aquel sufrimiento.
               Sólo esperaba que él no estuviera pasando por lo mismo. Que si yo lo estaba pasando tan mal, fuera porque él no estaba sintiendo absolutamente nada, y el cruel universo exigía su ración de gore antes de irse a dormir la siesta.
               Lejos, muy lejos, se escuchó el sonido de la sirena de una ambulancia al girar la esquina. Los coches de los alrededores, cada uno deseando su propia dosis de buenas noticias o, al menos, el consuelo de un diagnóstico, por desfavorable que fuera, se apartarían como insectos que evitan el matamoscas tratando de aplastarlos. El chasquido de las puertas batientes de las urgencias al abrirse fue la versión de los platillos del final de una pieza musical, cuando los celadores salieron a toda prisa para ayudar a empujar la camilla que pronto descendería del vehículo. Si esa persona sobrevivía o no, me daba igual. Bastante tenía con preocuparme de mi propia razón para estar allí, como para ser cívica e interesarme por los males ajenos.

               Una lágrima ardiente se deslizó por mi cuello y se coló por el interior del polo de mi uniforme. Estaba asquerosamente blanco, igual que las paredes de aquel repugnante hospital: todo inmaculado, sin nada que te recordara más que la fragilidad de las vidas humanas. Parecíamos manchas en un suelo por lo demás inmaculado, como si nuestra presencia no sólo sobrara, sino que incluso resultara ofensiva. No éramos más que suciedad en un mundo blanco, una suciedad frágil y efímera que, por mucho que hiciera cosas hermosas, no terminaba de pertenecer a ese mundo, y por tanto debía ser erradicada.
               De lo contrario, no se explicaba lo que le había sucedido a Alec. La información que nos habían dado era escasa y confusa: mientras hacía un turno que él consideraba sencillo, pues los repartos matutinos se hacen mayoritariamente en oficinas donde un conserje se encarga de enviarlo todo a su destinatario, un coche se lo había llevado por delante. Aún era pronto para llegar a ninguna conclusión, pero todo apuntaba a que Alec se había saltado un semáforo (lo cual era impropio de él, pues no tenía ninguna prisa en los turnos de mañana; sería diferente si fuera por la tarde, porque tendría un montón de cosas que hacer), casi con total seguridad. Como siempre, la culpa era de los motoristas, y no de los conductores, que iban por el mundo como si la calle les perteneciera. En las pocas ocasiones en que había ido con Alec en la moto, había podido comprobar que siempre había algún accidente a evitar, todo porque los conductores se sabían con las de ganar y no se preocupaban de los motoristas, que, como mucho, les abollarían el capó del coche en el caso de que se los llevaran por delante.
               La enfermera que nos esperó en la entrada de urgencias para contarnos su situación y guiarnos a la sala de espera se había ido sin decirnos nada más, sin tan siquiera dedicarnos unas palabras de consuelo que fueran más allá del “es joven, se recuperará”. Sí, sería joven, y a ninguno de los dos nos quedaba más remedio que él se recuperara, pero eso no quitaba de que le echaran las culpas. Lo sentía en el mismo edificio, en lo quieto que se mantenía. Mi mundo se desmoronaba y a nadie más que a la familia de Alec parecía importarle; no sólo eso, sino que, probablemente, incluso se alegraban de que hubiera una moto menos en el mundo incordiando a los conductores, colándose en los huecos entre coches para ponerse por delante en los semáforos.
               Me podían la impotencia y la desesperación. Si ni siquiera la enfermera parecía inmutarse de lo catastrófico de la situación, ¿cómo podía saber que los médicos se involucrarían aunque fuera mínimamente? Sabía que ése era su trabajo, pero Alec era demasiado importante, demasiado único y demasiado especial para ser simplemente un trabajo. Era crucial que lo salvaran. Tenía toda la vida por delante, un curso que salvar, un verano increíble, un año haciendo que su alma, ya de por sí hermosa, brillara con más intensidad, y toda una edad adulta y una vejez que pasar a mi lado. Iba a llevarme a Grecia. Yo me lo llevaría a Italia. Conseguiría que se graduara, y me lo llevaría a ese país que tanto le llamaba la atención. Le echaría horriblemente de menos. Me moriría esperando por él. Me moriría reencontrándome con él en el aeropuerto. No volveríamos a separarnos más. Le vería recoger su diploma de graduado universitario después de unos años presumiendo de que tenía una relación con un universitario, estatus que siempre te da cierto caché entre tus amistades. Él me vería recoger el mío, lanzar mi birrete al aire. Entraríamos juntos en el mundo laboral, nos compraríamos una casita, tendríamos niños de apellidos compuestos…
               No era justo. No podía sucedernos esto ahora. Ahora, de entre todos los momentos. No justo ahora que empezaba a vivir su vida, la que había elegido finalmente, la que él se merecía. No ahora, que había decidido reencauzar su rumbo poniéndose a trabajar y salvando el curso de una manera casi milagrosa. Sabía que haría todo lo posible, pero que no pensaba que fuera capaz de lograrlo. Yo, en cambio, estaba convencida de que lo conseguiría: depositaría todas mis esperanzas en él, y él, con todo lo que me quería, no sería capaz de decepcionarme. No conseguiría graduarse con honores, era demasiado tarde para eso, pero un cinco raspado era más que suficiente para mí. Me había dicho hacía apenas 48 horas que ese mismo día sería el primero de su nueva vida, una de la que se sentiría completamente orgulloso. Me había dicho que haría el turno de esa mañana, y luego iríamos a la biblioteca. Se acabarían los turnos extra. Se acabaría matarse trabajando, en parte por el dinero y en parte para tener una excusa para sacar malas notas. Haría las horas estrictamente necesarias; las extra serían para la bibliotecaria y para mí. A mí me había pillado consultando sus horarios en mi teléfono, escribiendo en la agenda las tareas que haríamos ese día después de consultar los deberes que tenía atrasados con Bey. Sería la mejor de las tutoras, incluso siendo menor que él.
               Y, además, estaba planeando… estaba planeando… yo…
               Ni siquiera podía pensarlo sin derrumbarme. Me moriría si formaba esas palabras en la cabeza, pero estaba entre la espada y la pared. No podía más. No podía más. Necesitaba algo a lo que aferrarme, cualquier cosa.
               Y entonces, justo cuando pensé que me rompería y que tendrían que tumbarme en una cama esterilizada al lado de su cuerpo, se escucharon unos estruendosos pasos como latidos de corazón cargados de esperanza, y la puerta se abrió.
               En el mismo instante en que creí que iba a desintegrarme, que la pena me comería, ahí estaba él. Con sus ojos castaños con motitas verdes y doradas, rescatándome una vez más, como llevaba haciendo desde hacía casi quince años. Él había sido la primera persona que había visto en mi vida. La persona que me había dado ese nombre que a Alec tanto le gustaba. El que había estado ahí para mí siempre, sin importar lo que sucediera, lo que hubiera hecho. El que no me juzgaba y me daba todo lo que necesitaba, tanto consejos como disciplina.
               Mi mayor consuelo. Mi salvación. La razón de que mi vida fuera como era. El teléfono en el que nunca saltaba el contestador. La puerta siempre abierta, la cama siempre cálida, la sudadera inmensa siempre calentita.
               Como siempre.
               Scott.
               -Scott-jadeé, pero él no necesitaba que yo emitiera absolutamente ningún sonido para venir a mi encuentro. Mientras Tommy se quedaba clavado en el sitio, observando a todos los allí presentes, mi hermano se abalanzó sobre mí como un leopardo se abalanza sobre una presa que se ha colocado a la sombra de su árbol preferido-. Scott-repetí en un gemido que me salió del alma, o de lo poco que me quedaba de ella. El vacío de mi pecho tenía una voz jadeante, típica de alguien que acaba de terminar una maratón en un tiempo récord.
               -Sh-fue lo primero que me dijo. Llevaba más de un mes sin verle, sin tenerle delante. No era así como me imaginaba nuestro reencuentro: cuando Scott regresara a casa, yo llevaría horas esperándole. Me abalanzaría sobre él nada más verle. Haría que se riera, divertido por mi reacción, y protestara asqueado cuando le lamiera la cara para demostrarle lo muchísimo que lo había echado de menos: tanto, que ni me importaría su suciedad facial. Tendríamos muchísimo que contarnos, así que había que darse prisa poniéndonos al día, explayándonos en detalles que no le importaría a nadie más que a nosotros dos. Yo dejaría de ser la hermana mayor y pasaría a ser la pequeña, y sería tremendamente feliz. Sería la mejor clausura para la mejor semana que había tenido en toda mi vida.
               Y todo se había ido a la mierda por culpa de un estúpido conductor que no había puesto la suficiente atención en la carretera como para ver la moto que tenía enfrente.
               -Ya pasó-susurró-. Ya estoy aquí. Todo irá bien.
               Pero no, todo no iba a ir bien. Nada iba a ir bien. Alec estaba en algún lugar de ese dichoso hospital, peleando como un jabato con la muerte. Yo sabía que estaba dando todo de sí, pues ser algo a medias no era su estilo, pero, ¿sería suficiente? Me mataba no saber qué hacer, no poder ayudarle en nada. Ni siquiera me dejaban entrar para cogerle la mano y demostrarle que, fuera lo que fuera por lo que estuviera pasando, no estaba solo en eso.
               -Mi niño-gimió Annie, y yo levanté la cabeza y la miré por primera vez. Los miré a todos, y una parte de mí se asombró al descubrir que la población de la sala de espera se había multiplicado desde que habíamos entrado en ella y yo había empezado a llorar. Donde antes estaban nada más que Annie, Dylan y Mimi, ahora también se encontraban Bey, Tam, Karlie, Max, Logan y, por supuesto, Jordan, amén de Eleanor, que rodeaba los hombros de Mimi con el brazo y se abrazaba a ella para que sollozara tranquila en su hombro. Como si estuviera viendo una película a través de una pantalla empañada, vi que Tommy estaba frente de Annie, sosteniendo las manos de mi casi suegra entre las suyas, mirándola fijamente para transmitirle todo el ánimo posible.
               Descubrí, con horror, que el de Scott y el mío no era el único reencuentro que se estaba desarrollando allí. Los amigos de mi hermano llevaban sin verle más tiempo incluso que yo; al menos, yo le había tenido hasta el último minuto en casa. También a ellos les habían arrebatado ese intenso momento, y me dolía tanto por ellos como por mí. Después de esas semanas viniendo religiosamente a casa para ver el programa todos juntos, había empezado a pensar en ellos como una familia.
               Annie, ajena a todo eso, o demasiado preocupada por la suerte de su vástago como para importarle nada más que lo verdaderamente importante, hundió la cara en el hombro de Tommy y vertió un torrente de lágrimas en la camiseta que se había puesto a toda prisa. Layla y Diana se removieron en la puerta, sin saber muy bien qué hacer, adónde ir. Layla apenas conocía a Alec de una vez que habían salido juntos, y la relación con Diana, aunque más fluida, no era tan intensa como el resto de los presentes. En cierto sentido, ambas eran extrañas, partícipes amortiguadas de un dolor casi ajeno.
               -Mi precioso niño, mi bebé-sollozó Annie en el hombro de Tommy, que le acarició la espalda y le susurró palabras de consuelo que él mismo deseaba creerse-, no puede ser.
               Y, entonces, Tommy hizo algo que me destruyó. Separó a Annie de él, la miró a los ojos, le limpió las lágrimas con los pulgares, y tras un instante, le dio un beso en la frente.
               Algo que siempre, siempre, hacía Alec cuando quería tranquilizar a su madre. Bien porque estuviera enfadada con él, o bien porque se sintiera triste.
               Y el hecho de que Tommy fuera un poco más bajo y delgado que él, pero su pelo fuera del mismo tono, hacía que fuera fácil para esa pantalla que tenía ante mí hacerme pensar que era el chico por el que tantas lágrimas había derramado a lo largo de mi vida. Y las que me quedaban.
               -Se va a poner bien, Annie. Se pondrá bien.
               Jordan se acercó a Annie, la tomó de los brazos de Tommy y la acunó contra su pecho para intentar tranquilizarla. Ahora que Alec no estaba, le correspondía a él cuidar de su madre. Era un pacto entre caballeros, algo que trascendía las barreras de las posibilidades y las convenciones sociales. Annie, a pesar de ser blanca y, para colmo, pelirroja, también era la madre de Jordan, de piel más oscura incluso que la mía, tostada como el café solo.
               Y ahí volvió el bocado helado. La razón de que yo hubiera rechazado cada intento de Dylan de acercarse para consolarme cuando Annie se volvía hacia su hija, buscando el consuelo que sólo la sangre puede darte, o alguno de los amigos de Alec se me había acercado para comprobar que seguía respirando. Si mis pulmones funcionaban aún, desde luego, era porque estaba con el piloto automático, y no por mi propia voluntad. Estaba demasiado dolida como para desear estar viva.
               Annie repitió las palabras de la enfermera, que habían sido corroboradas por un médico, que había salido hacía unas horas para informarnos de lo que le estaban haciendo a Alec. En el intervalo entre que la enfermera salió de urgencias para ir a esperarnos e informarnos, habían conseguido estabilizarlo lo suficiente como para abrirlo en canal. La cosa no pintaba bien, nos dijo. Se confirmaba la hipótesis de que se había saltado un semáforo. La conductora del otro coche estaba en información, pero me importaba bien poco qué fuera de ella. Si quería que sobreviviera, era para que asumiera sus culpas y nos dijera que no había hecho más que mentir. Quizá, si confesaba la verdad, yo incluso la perdonara. Lo tendría muy difícil, pero lo intentaría. Yo confiaba en Alec. Sabía que era responsable al volante. Y más aún cuando había decidido darle un cambio a su vida: si ya de por sí no tenía motivos para apurarse en una mañana, ¿por qué iba a correr sabiendo que de tarde aprovecharía todo el tiempo perdido? No tenía ningún sentido. Ni tan siquiera si se había hecho con más paquetes de los que le correspondían para que le pagaran el plus del que me había hablado en una ocasión. No, la única culpa que tenía él era haber cogido un turno extra por la mañana, cubriendo unas vacaciones que, de lo contrario, irían para una persona de nueva contratación.
               Pero, ¿por qué había cogido un turno extra, Sabrae?
               -La culpa es mía-dije cuando ya no pude soportar ni un segundo más de escuchar a la madre de Alec despotricando contra la moto, que no tenía ninguna culpa de lo que había sucedido. La moto le daba libertad, le aportaba independencia y, por tanto, felicidad. Le hacía sentir bien, y yo haría cualquier cosa por defender algo que hiciera sentir bien a Alec.
               Todo el mundo se giró para mirarme, estupefacto. Sentí los ojos de Tommy, tan hermosos que no me los merecía, fijos en mí, licuados de espanto. Los océanos de su mirada no hacían más que agitarse, buscando el sentido a mis palabras. Desde fuera, había dicho una estupidez, pero ninguno de ellos comprendía lo que le había hecho pasar a Alec.
               -La culpa es mía-repetí, echándome a llorar de nuevo cuando Mimi me lo rebatió. No podía mirar a nadie, se me caía la cara de vergüenza. El único rostro mínimamente soportable era el de mi hermano, programado genéticamente para perdonarme absolutamente todo, así que fue a Scott a quien miré-. Estaba haciendo horas extra, porque… este finde nos fuimos a Barcelona, al festival que te había comentado. Le regalé las entradas sabiendo que querría pagar parte del viaje a medias, y yo le dejé…-me limpié las lágrimas, impotente.
               -Lo cual tiene todo el sentido del mundo, Sabrae. Él trabaja, y tú sólo tienes tu paga-me consoló Scott.
               -Pero yo tenía ahorrado de sobra para invitarle a todo-repliqué, desesperada.
               -Ya, pero ya sabes cómo es él. No habría dejado que le pagaras ni una Coca Cola.
               -Quería pagárselo todo, Scott-gimoteé-. Absolutamente todo. Y yo le dejé, aun sabiendo el esfuerzo que iba a suponerle. Lleva haciendo horas extra desde la semana siguiente de la que te marchaste. Si hubiera tenido lo que hay que tener, me habría negado en redondo… no le habría cogido ni un penique... si hay algo que nos sobre en casa, es dinero.
               -A él también-replicó su hermana con genuino rencor en su voz. Parecía creerse las hipótesis de los médicos, lo cual me indicaba que no le conocía como yo-, si no fuera tan orgulloso.
               -Pero él me dijo que no me preocupara-esta vez, sí que me volví para mirar a Mary Elizabeth, aunque no me mereciera la comprensión que me estaba dedicando. Por mi culpa, quizá se quedaba sin hermano. Me merecía que me chillara. Me merecía que todos me gritaran, que bailaran sobre mí, que me pisotearan hasta hacerme papilla-. Que pediría un adelanto, haría horas extra, o algo así… ha sido el mejor fin de semana de toda mi vida, Scott-gemí, y me eché a llorar de nuevo, incapaz de contener ese torrente en el que se habían convertido mis ojos.
               -Ninguno de nosotros te culpa, cariño-dijo Dylan, acariciándome la espalda, pero yo negué con la cabeza.
               -Ha sido el mejor fin de semana de mi vida, y ahora… ahora puede que nunca tengamos más fines de semana como éste. Soy tan egoísta, Scott-apenas balbuceé aquello último, vomitando sollozos como si me fuera la vida en ello. Desde luego, a mí no me iba, pero a alguien que me importaba más incluso que mí misma, sí. Busqué las manos de Scott, que hallaron las mías en un instante. Scott tiró de mí y volvió a abrazarme, en el segundo abrazo después de un mes de separación que no me producía ningún tipo de satisfacción. Llevaba semanas esperando este momento, tenerle ahí, y ahora sólo quería desaparecer-. No le he dado lo único que él quería, él me ha tratado como una reina, y… no puede morirse. No puede morirse, no quiero que se muera-sollocé, aterrada ante la idea de vivir sin él. Mi vida hasta hacía unos meses había sido plena y satisfactoria, ya que si bien le detestaba, al menos le tenía. Molestando, sí, pero le tenía.
               Pero ahora… ahora no tenía ni idea de qué sería de mí si él desaparecía. Alec estaba tan incrustado en mi ser que seguramente saliera en mi ADN. Me había convertido en la persona que yo era ahora, y había destruido por completo la mocosa estúpida y prejuiciosa que había sido antes de él, cuando le detestaba porque no le conocía. Me había hecho descubrir el amor, el amor puro y sin reservas que hace que tengas el valor suficiente como para saltar por un acantilado, confiando en que te crecerán alas que te salvarán de la muerte. Alec era mis alas, y yo era un pajarillo.
               Un pajarillo sin alas no es absolutamente nada.
               -No se va a morir.
               -Ni siquiera le he dicho que le quiero, Scott…
               Aquello no era técnicamente verdad, pero las circunstancias en que se lo había dicho, o los idiomas en los que lo había hecho, no hacían que me eximiera de mis pecados. Alec jamás me había escuchado dedicarle un “te quiero” en el idioma que compartíamos, el idioma que nos había hecho enamorarnos, sin provocación previa por su parte. Jamás había sido genuino. La única vez que lo había intentado, él me había parado los pies, diciéndome que no podía escuchármelo si no le pertenecía. Si no era su novia.
               Eso, creo, era lo peor de todo. El sabor ácido que tenía en la boca sabiendo que, si no salía de ese quirófano por su propio pie, ni siquiera sería mi ex. No seríamos nada, como le había dicho a Abel hacía dos noches. Él era absolutamente todo para mí, mi luz, mi sol, mi cielo, mi amor… pero, para el mundo, aquello no eran más que cursiladas. Lo que contaba era que jamás habíamos sido novios de manera oficial. Lo que contaba era que yo era una cobarde y una egoísta que temía darle lo único que me había pedido.
               Estaba ejerciendo de viuda a pesar de que no estábamos casados, ni siquiera éramos novios… y eso era algo con lo que no podría vivir. Prefería mil veces perder todo lo que era, todo lo que tenía, ser yo la que desapareciera y no él, a tener que vivir sabiendo que nunca le había llamado mi novio.
               -Sí que se lo dijiste-atajó él, arqueando las cejas. Su piercing chocó suavemente contra sus dientes cuando sonrió, tratando de animarme. Sorbí por la nariz, mirándolo sin comprender. Me apartó un mechón de pelo de la cara y comentó-. Si mal no recuerdo, una vez se te escapó…-me guiñó un ojo y yo puse los ojos en blanco, recordando su cumpleaños, cuando en lugar de el “me apeteces” de rigor, de mis labios se había escapado un “te quiero” que a él le supo muy, muy dulce. “Así da gusto cumplir años”, me había dicho.
               Y ahora, puede que no cumpliera más. Por favor, tenía que hacerlo.
               -Él también se lo ha pasado genial este fin de semana, Saab-me prometió Mimi, estirando la mano en mi dirección. Tragó saliva, combatiendo el esfuerzo que le suponía pensar en Alec en aquella situación, como si nos lo pudiéramos apartar de la mente-. Va en serio. Me obligó a ver las fotos que os habéis hecho en Barcelona apenas llegó a casa. Durante la cena, incluso, y eso que mientras cenamos suele estar centradísimo en la comida, ¿verdad?-miró a su padre, que le sonrió mientras asentía con la cabeza-. La última vez que me obligó a ver fotos, fue cuando fuisteis de excursión al zoo con el cole-Mimi clavó los ojos en Tommy-. Y me prometió que me llevaría este verano antes de irse. Han traído pandas rojos. Dice que me parezco a ellos.
               -¿Por pelirroja?-preguntó Scott.
               -No, porque, según él, no hago más que tirarme en el sofá a comer y dormir la siesta-Mimi puso los ojos en blanco, como si les diera alguna credibilidad a esas bromas que ni Alec se tomaba en serio. Mimi era tremendamente disciplinada incluso para ser bailarina, y cuidaba su alimentación más de lo que mucha gente cuidaba un coche recién comprado. Cultivaba su cuerpo igual que Alec, con la diferencia de que ella tenía que controlar su peso de una forma mucho más meticulosa que él-. Se supone que la chica a la que va a recoger cuando sale de ballet es otra, pero bien que le tengo que aguantar protestando yo cada día cuando interrumpo su buena racha en los videojuegos.
               -¿Buena racha?-espetó Jordan-. El cabrón hace trampas. Me cambia el mando por uno que tiene menos batería sólo para poder ganarme. Y ni por esas lo consigue.
               -Si no me llega al zoo este verano…-de repente, consciente de nuevo de lo que estaba sucediendo, de dónde estábamos y por qué, Mimi se echó a temblar. Yo no quería ni pensar en las promesas que Alec había hecho para este verano y que corrían grave peligro, igual que él. Deseé con todas mis fuerzas confiar en que se curaría, pero la preocupación es mala compañera de baile, y te pisa a la menor oportunidad.
               -Tu hermano es duro como una piedra, Mimi. Es del coche de quien nos tendríamos que preocupar-comentó Tommy, y Eleanor le dedicó una sonrisa agradecida. Miró a Scott una sola vez, con una sonrisa más fugaz que una estrella, y luego volvió a ocuparse de Mimi. Cada uno de ellos tenía bajo su custodia a una joven de la órbita de Alec, y tenían muy claro que harían su trabajo de niñeros lo mejor posible.
                El tiempo se plegaba sobre sí mismo hasta convertirse en un abanico imposible; tan pronto mi pena me absorbía y me alejaba del sonido de las agujas del reloj, como me vomitaba de vuelta a la realidad y me obligaba a comprobar lo larguísimo que puede llegar a ser un segundo. Inevitablemente, empecé a preguntarme cómo habían sido los últimos minutos de  consciencia de Alec: ¿sus heridas le habían ardido en la piel como me ardían a mí mis lágrimas? ¿La cabeza le había dado vueltas apenas había tocado el suelo? ¿Había escuchado el sonido de las sirenas de la ambulancia al acercarse a él? ¿Habría visto alguna cara? ¿Su vista se había nublado? ¿Lo había pasado mal, o se había dado un golpe en la cabeza que le había garantizado el vacío más absoluto, vacío que yo ahora admiraba? Era incapaz de dejar de imaginármelo en las peores situaciones, y mi mente perversa e imaginativa no ayudaba con ese don mío de la creatividad: en lugar de construir, destruía. Lo veía desde todos los puntos de vista, como si estuviera en el cine presenciando una película horrible con calificación para mayores de 18. Tirado en el suelo, en un charco de sangre, con los ojos abiertos intentando enfocar. Tirado de costado sobre un coche, con la piel magullada y la sangre manando poco a poco de sus heridas, con los ojos cerrados. Tirado sobre los surcos de las  frenadas del coche, con los ojos clavados en el cielo, sin moverse y sin ver. Los dedos sacudiéndose ligeramente, las piernas temblándole, el aliento escapándosele…
               Me laceraba el espíritu tener que presenciar aquel espectáculo, pero lo consideraba mi penitencia. A más dolor me infligiera a mí misma, menos pasaría Alec. Compensaría la sed de llanto del universo quedándome sin lágrimas; con suerte, se olvidaría de la apetitosa sangre de Alec y se arrastraría lejos, dejándome cuidarlo y recuperar todo lo que habíamos perdido. El tiempo que había creído nuestro mayor enemigo se volvía ahora en nuestra contra, demostrándome lo largos que podían ser los minutos, las horas, los días, los meses, e incluso los años si Alec no se despertaba. Tenía que salir de ese quirófano, me decía. Tenía que sobrevivir. Era fuerte, era bueno, tenía tanto que hacer que no podía simplemente desaparecer.
               Sorbía por la nariz los pocos mocos que podía rescatar para derramarlos después. El resto se convertían en un brebaje repugnante que, mezclado con mis lágrimas, me daba náuseas y a la vez me impedía vomitar. Estaba de pie junto a Alec, intentando alcanzarlo y viendo cómo mis dedos se desvanecían en su cuerpo cuando trataba de tocarlo, cuando la voz de su madre me sacó de la ensoñación.
               Sólo esperaba que las enfermeras que le estuvieran atendiendo fueran más útiles que yo. Con que fueran más corpóreas, ya serviría.
               -Sabrae-susurró Annie en un susurro, como si temiera interrumpir el hilo de mis pensamientos. ¿Acaso estaba considerando algo importante? Puede que en mi cabeza hubiera algo que nadie más había visto, y que en su interior albergara la cura para lo que le había sucedido a su hijo. Pero no podía más. De la misma manera que yo pasaba el tiempo martirizándome, Annie necesitaba despejarse viendo a su niño siendo feliz-. ¿Me dejas volver a verlas?
               Levanté la vista, apenas enfocándola, y mecánicamente, me saqué el móvil del interior de la falda. Que no se me hubiera caído aún era un milagro. Sin siquiera abrir la aplicación que quería, se lo entregué: no tenía ningún derecho a la privacidad, ninguno en absoluto, después de haber ocasionado tanto dolor a aquella mujer. Podía ver todo lo que quisiera. Si con eso conseguía que Alec volviera conmigo, entregaría con gusto toda mi intimidad al mundo, exponiéndola para que hasta la última persona del planeta pudiera escudriñar mis secretos más profundos.
               Se me encogió el corazón al escuchar el sonido de los dedos de Annie deslizándose por la pantalla de mi teléfono en busca de la aplicación en cuestión, y cuando escuché los toques distintivos de la selección, contuve el aliento. Ya sabía lo que venía a continuación: lo había  escuchado tantas veces a lo largo de las últimas horas, que ya me lo sabía casi de memoria.
               Como si  necesitara un aliciente de ese estilo para estudiarme a Alec en profundidad.
               -No me estarás grabando-empezó. Y mi corazón volvió a romperse en mil pedazos. A esas alturas, me sorprendía que quedaran siquiera átomos del órgano que más estaba sufriendo ese día. Como siempre con respecto a Alec, me equivocaba: por mucho que escuchara aquellos vídeos, oír su voz cuando temía que las palabras que pudiera decir ya fueran finitas y se hubieran terminado era como un millón de puñales clavándoseme por el cuerpo, haciendo que hasta la última de mis células se incendiara.
               Tommy y Scott se volvieron como resortes y, tras sacarse los móviles de los bolsillos, comenzaron a reproducir los mismos vídeos que estaba viendo Annie, añadiendo la voz de Alec a un coro que en cualquier otra ocasión me habría parecido delicioso, pero que en ese instante no era más que una soberana crueldad.
               Escuché mi risa como si fuera la de otra persona, incapaz de reconocerla, pues dependía de cómo fueran las cosas ese día que yo pudiera volver a emitir un sonido semejante a lo largo de mi triste existencia, antes de responder, completamente despreocupada y ajena a que me encontraba en una horrible cuenta atrás:
               -Puede ser-se escuchaba el susurro de las sábanas de la cama del hotel de Barcelona moviéndose cuando yo lo hacía debajo de ellas-. ¿Cómo te encuentras, Alec?-pregunté. Recordé el momento como si lo estuviera viviendo de nuevo, con la diferencia de que en mis sueños, experimentaba las cosas como un tercero y ahora estaba en primera persona. Yo era cámara, y protagonista a la vez. Acabábamos de terminar de hacer el amor en esa deliciosa mañana de domingo, cuando ya no teníamos ninguna prisa. Me había encantado y había disfrutado de lo lindo con él, haciéndolo despacio como sólo los amantes enamorados pueden practicar el sexo. Alec estaba precioso en esas historias: el pelo alborotado, la piel brillante, una sonrisa boba en la boca y unos chispazos en sus maravillosos ojos que les darían envidia a los rosetones de todas las catedrales del mundo.
               -Estoy de puta madre, Sabrae. Gracias por preguntar-él se frotaba la cara con el dorso del brazo, y se lo dejaba un momento apoyado en la frente, mirando hacia arriba, saboreando aún mi gusto en su boca. Adoraba beber de mí después de acabar por el mero placer que le suponía probar el orgasmo que me había proporcionado con los labios. Nunca había conocido a ningún chico que tuviera esa pequeña manía, y a juzgar por las conversaciones con Chrissy y Pauline, Alec era único en su especie también en ese sentido. Allí donde los chicos consideraban el sexo oral un ejercicio de intercambio, Alec lo practicaba por puro placer. Disfrutaba con el cunnilingus igual que la chica a la que se lo hacía, y no esperaba una mamada como compensación después: el acto en sí era más que suficiente para él.
               Y el amor que me profesaba hacía que mi sabor fuera el más delicioso del mundo. Cuando había bromeado en una ocasión con que, quizá, se había enamorado de mí por mi sabor, y no de mi sabor por mí, se había puesto increíblemente serio y me había respondido que había probado cientos de coños, y que el mío era de lejos el que más le gustaba, pero por su dueña, no por ese suave deje afrutado que había justo antes del toquecito salado. Y yo, como una estúpida, le había contestado que, de haber probado el semen de más chicos,  seguramente le prefiriera también a él por los mismos motivos.
               Él lamentaba que yo no hubiera sido su primera vez, y yo preferiría tener un historial un poco más amplio para que supiera que era lo mejor que había en el mundo, en lugar del ganador entre un reducidísimo grupo de grupo de personas; un grupo cuyos miembros coincidían con aquellos con los que yo me había acostado. De lejos, era el mejor de los amantes: no sólo de los míos, sino de los de todas las chicas con las que había estado y estaría.
               En el vídeo, se intuía su pecho a medida que respiraba. Me había cuidado muy mucho de que así fuera: no sólo quería presumir de él, sino que también quería despertar envidias. Me sabía la mujer con más suerte del mundo, y estaba tan segura de lo inquebrantable de nuestro lazo que había desafiado a toda aquella mujer que quisiera batirse en duelo conmigo a que me lo arrebatara.
               Con lo que yo no había contado era con que la muerte también tenía nombre de mujer.
               -Te queda bien ese filtro, ¿eh?-bromeaba yo, como si no fuera más que la luz natural y las endorfinas de una buena sesión de sexo lo que le hacían tener esa pinta de dios griego.
               -A mí es que… todo lo que me ponga…-reía, y se giraba hacia mí para darme un beso en los labios. Mi móvil se deslizaba por nuestras pieles, amenazando con sacar un plano que se nos reservaba sólo a nosotros-. Venga, bombón, apaga eso-me instaba.
               Lo que no se veía en la historia era la forma en que su lengua invadía mi boca. Cómo su mano se deslizaba por mi entrepierna. El tono ronco de su piel comentando “mírate, qué dispuesta estás ya para mí”. Cómo me estremecí de pies a cabeza cuando tiró de las sábanas para mirarme, completamente desnuda, con la carne de gallina, ansiosa de una segunda ronda. Era increíble lo mucho que lo habíamos hecho ese fin de semana.
               Alec se había puesto un nuevo condón, el primero del paquete que habíamos comprado en España, y, dejándome tumbada de lado, me separó las piernas. Metió la suya entre las mías, y suavemente apoyado en la pierna que reposaba sobre el colchón, entró en mi interior. Yo le había recibido con un gemido, un “oh, Dios mío, sí”, y me había movido a su ritmo, dejando que me volviera loca a base de mordisquearme la cara interna del tobillo que tenía al nivel de su boca. El orgasmo que me había proporcionado sin dejar de embestirme con su miembro, manosearme los pechos con su mano libre y mordisquearme el pie había sido sencillamente delicioso, igual que su expresión cuando se corrió dentro de mí y me besó, aún atontada, satisfecha y sudorosa.
               -¿Te ha gustado así?-me preguntó, y yo había asentido.
               -Me encanta esta postura. Tenemos que probarla más veces.
               Alec se había reído y había asentido con la cabeza. Después me confesaría que le encantaba sentirme así, sometida a él. Ilusa de mí, le había dicho que podría tenerme así siempre que quisiera. Ojalá me quisiera así siempre con la suficiente intensidad para poder salir del quirófano y repetir la jugada hasta la saciedad.
               Seguramente te pareceré una imbécil y una superficial por añorar el sexo con él estando las cosas como estaban, pero cuando te encanta absolutamente todo de alguien como Alec me encantaba a mí, absolutamente todo es importante e irrenunciable: desde los mensajes de buenos días enseñándome el sol, hasta los polvos tranquilos pero apasionados en hoteles de pocas estrellas en ciudades más antiguas que los idiomas que hablábamos ambos. Cuando te quitan todo, incluso una parte de ti misma tan importante como Alec lo era mía, no había nada con lo que pudieras regatear. Sólo te quedaba postrarte de rodillas y suplicar que te lo devolvieran; si no por justicia, al menos por caridad.
               Y, para el caso de que no te lo dieran, tenías que conformarte con los recuerdos. En ocasiones, estos eran físicos: la rosa amarilla que me había regalado en Navidad, recordándonos nuestro reencuentro; el colgante con su inicial o la cajita de bombones que me había traído cuando estaba mal. Con el sexo, sin embargo, no tenía esa suerte: no tenía ningún recuerdo de la versión de mí misma que salía a la luz cuando Alec me hacía el amor más que un par de fotos en las que, para colmo, no se veía absolutamente nada. No había pruebas de cómo nos comportábamos, cómo sonábamos, cómo nos movíamos y cómo lucíamos cuando nuestros cuerpos estaban conectados con la perfección que sólo alcanzan los de un hombre y una mujer unidos. Si ya de por sí me gustaba rememorar el sexo con él, ahora tenía una razón más para hacerlo: de todo lo que habíamos pasado juntos, los polvos eran lo único que se desvanecería en el tiempo si nosotros dos también perecíamos.
               El aluvión de recuerdos compartidos en redes continuó, ajeno a las dentelladas que me propinaba mi propia cabeza. Un vídeo de su espalda, cubierta por una camiseta de tirantes, sorteando turistas en las Ramblas pasó a ocupar la pantalla de mi móvil primero, y del de Scott después. La espalda de Alec dio paso a las Ramblas, con sus terrazas cubiertas con flores y sus puestos callejeros vendiendo souvenirs, flores (como un hibisco amarillo que me había comprado de la que volvíamos, y que había puesto en agua nada más llegar a casa) y puestos de fruta.
               -Si quieres enfocar monumentos, me enfocas a mí-espetó Alec, chulo como él solo. Mi dedo corazón apareció en la pantalla, mostrándole la uña a Alec.
               -No eres más imbécil porque no puedes.
               -Qué pena que folle tan bien y no puedas dejarme, ¿eh, bombón?
               Al principio, cuando había puesto los vídeos por primera vez, temí que Annie me mirara raro, como si no supiera lo que hacíamos su hijo y yo cuando cerrábamos la puerta de su habitación. Sin embargo, después de la segunda repetición, ya estaba convencida de que no había nada en Alec ni en mí que pudiera escandalizarla: todo era producto de nuestra hermosa relación, una prueba más de que su hijo era feliz hasta hacía nada.
               Esperábamos que siguiera siendo, simplemente, después de esa tarde.
               -Tampoco la tiene tan grande-le decía yo en voz baja a la cámara frontal tras poner los ojos en blanco.
               -Sabes que te estoy viendo, ¿verdad?
               -¡Mira, Alec, piña!-chillaba yo para distraerlo, y la jugada funcionaba. Entonces, pasamos a ver nuestras rodillas dobladas recortadas contra la playa. Aún no había tenido tiempo de ordenar las historias, de modo que la ración de bravas que nos habíamos comido estaba más adelante.
               -Hemos venido a la playa-informaba yo a mis millones de seguidores- porque Alec quería ponerse moreno.
               -Tienes las patas tan minúsculas que no podemos ir a ningún sitio-protestaba él, como si no le encantara nuestra diferencia de estatura y lo “mona” que me hacía-. Me desespera ir a tu ritmo.
               -Cómeme el coño.
               -¿Aquí, delante de toda esta gente?
               -No hay quien te soporte-respondía yo. Recordaba haber puesto los ojos en blanco y soltar un bufido que había hecho que mi melena bailara en torno a mi rostro. Alec se había echado a reír y se había inclinado para arrebatarme el granizado de cereza que habíamos cogido antes de entrar en la arena, a modo de postre. Después, una foto de los torniquetes del metro, donde habíamos malgastado cuatro viajes tratando de pasar por una barrera que no era. Resultó que, mientras que en Londres había que pasar el billete por el lector de la derecha de la barrera, en Barcelona era el de la izquierda. Así que habíamos empujado inútilmente, y también pasado la tarjeta creyendo que no la había leído bien, el que no era.
               -A mí no me hace ni puta gracia, Sabrae-protestaba Alec, atravesando las barreras y negando con la cabeza. Vale, lo cierto es que entendía que le fastidiara, ya que acabábamos de perder ocho euros.
               -A mí sí-respondía yo-. Es que te ofuscas por nada.
               -¡Deja de grabarlo todo, chica, que me estás poniendo nerviosísimo! ¡Si no estuvieras tan pendiente del móvil, seguro que habríamos usado los tornos bien a la primera!
               -¡Calla! ¡Debo aprovechar el tirón mediático de mi hermano! Además, quiero que nuestras vacaciones queden bien documentadas. ¿Hago un destacado de viajes-empecé a enumerar-, lo dejo en uno de Barcelona, o lo pongo en el que tengo de publicaciones contigo?
               Tonta de mí, de nuevo, dándole por sentado, a él y al tiempo que no teníamos garantizado, pero que nuestra juventud me hacía pensar que sí.
               -Mira que te gusta presumir, ¿eh? Eres una posturera. Si quisieras tirón mediático, me lo dirías, y haríamos un sex tape.
               -No lo descarto-había contestado yo, toqueteándome el moño. Alec frenó en seco y se volvió para mirarme.
               -Joder, Sabrae, yo tampoco. ¿Volvemos al hotel?
               -¿Y qué pasa con los viajes?
               -Ya hemos desperdiciado cuatro-respondió, todo acelerado, echando a andar de vuelta hacia los tornos-, ¿qué más dará si son seis?
               El vídeo se terminaba antes de que yo terminara de reírme. Luego, una foto de nuestra cena del viernes. Una foto de los barcos del puerto deportivo. Fotos de paseo por las playas, con los pies descalzos, hundiéndose en la arena húmeda antes de que el agua de una ola traviesa los limpiara. Fotos de las huellas, que se entrelazaban en ocasiones. Ale haciendo el símbolo de la paz con una mano mientras con otra sostenía una cerveza, yo toqueteándome el pelo, posando y sonriendo en un millón de filtros distintos, la ciudad cambiando de color y de aspecto a medida que nos movíamos, en el calendario, el reloj y el mapa…
               Un vídeo de Alec tirado en la cama, respirando profundamente. Encendí la luz, la imagen explotó en un fulgor amarillo, y Alec abrió los ojos. Me hizo un corte de manga y se dio la vuelta. Al día siguiente sería el gran día. Había que dormir.
               -¿No me das las buenas noches?-le preguntaba, y él se echaba a reír, me hacía un nuevo corte de manga, y apagaba la luz. A continuación, un vídeo que me había hecho Alec mientras comprobaba diferentes sombras de maquillaje que estaba considerando comprarme al estar de oferta en una de mis tiendas preferidas, Nyx.
               -Aquí, en el imperio de la belleza-comentaba él-. Para que luego digan que lo importante es el interior, ¿eh, Sabrae?
               -¿Me llevo el pintalabios rojo o éste en tono nude? Me estoy quedando sin el rojo, pero también lo uso mucho menos que el nude…
               Alec cambiaba la cámara a la frontal y ponía los ojos en blanco.
               -Problemas del primer mundo.
               Yo le lanzaba una mirada cansada, por encima del hombro, y él se echaba a reír ante mi expresión de completo fastidio. Al final, se había empeñado en que me llevara los dos, y me había cogido un eyeliner plateado que estaba de oferta.
               -Así va a juego con tu colgante-me dijo, y yo había alzado una ceja-. ¿Qué pasa? No me digas que no es de tu estilo, porque tienes un delineador dorado.
               -¿Qué obsesión tienes con el plateado?-quise saber, y Alec me puso una mano en el hombro.
               -Sabrae-dijo-. Por si no te has dado cuenta, soy blanco.
               -Eso no es justificación-le había dicho yo, dejando la pequeña cestita negra con asas rosas en el mostrador.
               -Simplemente quiero que distingas bien las cosas que te he regalado yo.
               -Ya, ¿y es en plateado por algo en especial?
               -La plata es del segundo, así que me parece lo apropiado para la segunda persona más importante de tu vida.
               -Vaya, ¿y quién es la primera?-pregunté, sacando la cartera del bolso-. ¿Mi madre? ¿Scott? ¿Michael B. Jordan?
               Le miré con una sonrisa mientras él arqueaba las cejas.
               -Pues… iba a decir tú, pero… si esas tenemos…-y había tratado de arrebatarme el producto del mostrador. Yo me había echado a reír.
               -¡Eres un picado! Te adoro, sol-ronroneé, dándole un beso en los labios-. Pero yo me lo pago, no te preocupes. Agradezco tu recomendación. Siempre que lo lleve, me acordaré de ti.
               -Déjame pagarlo-me instó-. Así tendré autoridad moral para pedirte que lo estrenes.
               -Como si no tuviera en cuenta tus gustos a la hora de maquillarme-ronroneé, tratando de pasar la tarjeta por la terminal, pero Alec le pidió a la chica que anulara el eyeliner, se lo cobrara a él y me lo pusiera para regalo. Observó con ilusión cómo desenvolvía el paquetito con ilusión en la calle, como si no supiera lo que era, y se echó a reír cuando le dije que guardaría el envoltorio como oro en paño, pues era el primer regalo que me hacía en el extranjero.
               De modo que yo, ni corta ni perezosa, me había acercado a uno de los puestos de las Ramblas y, tras analizar concienzudamente cada llavero y cada chapa, finalmente me había decantado con una que se podía introducir en la cadena que Alec llevaba al cuello, con el anillo que yo le había regalado y la chapa que Mimi le había traído de Canterbury. De estilo militar, en el sitio donde venía típicamente el nombre del soldado caído, traía la inscripción del nombre de la ciudad en relieve, amén de la fecha en que habíamos hecho nuestro viaje. Mientras esperábamos a que hicieran la inscripción con los dos días, el de llegada y el de regreso, Alec me rodeó los hombros con los brazos y se balanceó suavemente conmigo, dándome besitos en la cabeza.
               -Es un detalle precioso-comentó.
               -No es nada. ¿Sabes? Creo que deberíamos iniciar una tradición. A cada sitio que vayamos, te comparé una chapita de ésas. Ya puedes hacer ejercicios de cuello, porque pienso hacer que termines cargando con una tonelada.
               -Suena a plan-ronroneó él en tono amoroso. Se quedó esperando fuera cuando el dueño del puestecito me pidió que pasara y me dejó hacer una pequeña inscripción con la pluma de metal.
               Boy, I’d do this Often, escribí, incapaz de contener la sonrisa. Siempre tuya, Sabrae.
               Alec se la había colgado con ilusión al cuello, me había dado un sonoro beso en los labios cuando leyó la inscripción trasera, y me había pedido que le hiciera una foto sosteniendo la inscripción bien alto, para que pudiera leerse bien. Ésa era la siguiente foto, seguida de un par de instantáneas mías saliendo del agua y posando como una diosa (él siempre conseguía sacar la supermodelo que llevaba dentro), y, por último, un boomerang arrastrando mi maleta por la terminal del aeropuerto, con los naranjas del crepúsculo pintando el cielo por detrás de los cristales.
               Justo en el momento en que mi risa silenciosa llenaba la pantalla al casi caerme por estar haciendo el tonto, la puerta se abrió y Layla la atravesó. De nuevo, el tiempo volvió a contraerse, como si estuviera hecho de gelatina en manos de un niño tremendamente caprichoso. Me fijé entonces en que tanto Layla como Diana habían desaparecido hacía tiempo, pero por motivos bien distintos: mientras que Layla se había ausentado para ir a conseguir información de Alec, Diana se había marchado para no regresar, tal y como Tommy le había sugerido. Había ido en busca de Zoe, que venía para pasar unos días con su mejor amiga, aprovechando el descanso que les habían dado en el concurso en el que participaban.
               Zoe. No me enorgullecí del sentimiento de rencor que se instaló en mí, pero en mi defensa diré que, por muy tentador que me resultara, no me regodeé en él: había más ventajas en ella que en mí, y Alec no estaría en esa situación si nunca nos hubiéramos cruzado, y hubiera sido la americana y no yo la que se hiciera con el control de su cama. Desde luego, a juzgar por la historia de la chica, el corazón del mío no era algo que le interesara lo más mínimo, por lo que Alec tendría libertad para seguir siendo el de siempre, con todo lo que eso implicaba. Ella no habría hecho que Alec fuera a Barcelona. No le habría impuesto ningún plan, y él estaría bien ahora. Follarían como animales, polvos sucios sin ningún tipo de preocupación, pues era evidente que, de tener un retraso, la reacción de la americana sería rápida, efectiva y, sobre todo, tajante: Alec no tendría nada que decir en lo relativo a un posible embarazo de Zoe (si es que tenía una opinión disidente, que lo dudaba).
               Pero ella, seguramente, tampoco se sentaría a esperarle en la sala de espera de un hospital como sí estaba haciendo yo, ni se estrujaría los nudillos, sentiría náuseas ni se dejaría llevar por el medio como me estaba sucediendo a mí. De modo que, en cierto sentido, aquello era un punto en mi favor.
               Layla se había recogido el pelo marrón en una coleta alta que impedía que sus mechones le cayeran por la cara y le molestaran. Sobre su ropa, se había puesto una bata blanca de cuyo bolsillo pendía una tarjeta identificativa con su nombre, su foto, y un inmenso PRÁCTICAS escrito en negrita para que todos supieran a qué atenerse en su presencia. Necesitaba supervisión, y sin embargo eso era lo que había ido a hacer: supervisar.
               En su bata, que se mimetizaba con el ambiente y nos recordaba que ella estaba en su elemento mientras que nosotros éramos seres extraños, había manchas rojas que yo no tardé en identificar: sangre. Se me dio la vuelta el estómago al pensar que puede que fuera de Alec, y con absoluto horror pensé que incluso puede que aquello fuera lo último que viera de él en toda mi vida. No, por favor, no. La cabeza comenzó a darme vueltas a toda velocidad, y mis pulmones se negaron a seguir procesando el oxígeno que les entraba a través de mi garganta, a mil grados centígrados. Me aferré a la silla con fuerza, temiendo caerme, y sentí el brazo de Scott rodeándome para que no me cayera, tan amortiguado como si llevara puestas cuatro capas de abrigo.
               -Perdonad que haya tardado tanto, es que los médicos están un poco liados y había un niño al que había que ponerle una venda-se disculpó Layla, y luego, en un tono más profesional pero cálido a la vez, continuó-: He visto a Alec. Le están operando. Es por eso que el médico aún no ha podido venir a hablar con vosotros. Es uno de mis profesores, y es uno de los mejores en su campo, así que no debéis preocuparos: vuestro hijo está en buenas manos.
               A pesar de que se dirigía directamente a Annie y Dylan, noté cómo controlaba que todos en la sala hubieran entendido sus palabras. Para un médico, es tan importante hacer bien su trabajo como asegurarse el terreno para que pueda continuar en las óptimas condiciones. Si Layla iba a ayudar con Alec, necesitaba que todo el mundo estuviera tranquilo. Conmigo lo tenía complicado, pero Scott estaba haciendo una labor increíble manteniéndome a raya.
               -Nos dijeron que estaba en coma-replicó Dylan, confuso y con un deje de preocupación en la voz que hizo que mi corazón se acelerara. Él, que estaba tan tranquilo siempre, estaba al borde de la histeria-. ¿Por qué le han metido en quirófano?
               Layla vaciló. Fue apenas un par de segundos, pero lo suficiente para que en mi interior se encendieran las últimas alarmas, aquellas que aún tanteaban el terreno y se apagaron cuando la vieron aparecer. La seguridad que había en su voz, y la experiencia fingida que había imitado de sus profesores, desapareció.
               -Bueno… en ocasiones, no es conveniente continuar con una operación si… el paciente está muy mal-lo dijo con tanta cautela que parecía sacado a regañadientes, como una confesión de un crimen tan atroz que su sola idea ya era suficiente para una condena a cadena perpetua.
               -¿Qué quieres decir?
               -Que estén en quirófano con él es una buena señal. Es que le han visto lo bastante fuerte como para soportar otra operación. Lo ideal es hacerlo cuanto antes, mejor: así se evitan secuelas más graves, el cuerpo tiene más margen para recuperarse… no tenéis que preocuparos-Layla le dio un apretón en el brazo a Annie con actitud consoladora-. El doctor vendrá a hablar con vosotros enseguida.
               -¿Te ha dicho algo?-preguntó Annie a la desesperada-. ¿Saben ya qué tiene?
               Layla sacudió la cabeza. Por su expresión, se veía que lamentaba de veras no poder proporcionarnos más información. Estaba haciendo todo lo que podía, lo cual no era suficiente, pero sí era mucho más de lo que nos habían dado el resto de trabajadores del hospital. Al menos, ella no se había dedicado a lanzar falsas acusaciones sobre Alec, como insinuando que él se lo había buscado. Alec le importaba de veras, aunque sólo fuera por Tommy.
               -No he podido hablar con él. Está centrado en su trabajo. Os informará de todo cuando lo saquen. No puedo deciros más. Lo siento-Layla abrió las manos de su cuerpo, demostrando que era inofensiva. Fue entonces cuando Annie se fijó en la sangre que manchaba sus mangas. No era mucha, pero sí lo suficiente como para que ella y yo perdiéramos la cordura.
               Al menos, la hermana de Alec era más valiente que yo, y pudo formular la pregunta cuya respuesta me producía auténtico pavor.
               -¿Eso que tienes es… su sangre?-inquirió Mimi, señalando la bata blanca de Layla. Ésta se miró el torso, abrió la boca y los ojos en un gesto de sorpresa, y negó rápidamente con la cabeza.
               -¡No! No, qué va, son del niño. Yo no me he acercado. Sólo he visto el quirófano a través de los cristales. Como os he dicho, no he podido hablar con el doctor aún. No quería interrumpir. Pero, si queréis… puedo regresar. Ir y venir informándoos de cómo va todo-señaló con el pulgar hacia la puerta por la que acababa de entrar. Dylan asintió con la cabeza, y en nombre de todos nosotros, le cogió las manos y se deshizo en un sincero agradecimiento con ella, que estaba renunciando a la recta final de sus vacaciones por consolarnos siquiera un poco.
               -Gracias. Gracias, Layla-acunaba a Annie contra su pecho, pero sus ojos estaban fijos en Layla, que asintió, forzando una sonrisa que le quedó bastante natural, a pesar de las circunstancias, y no era en absoluto sincera, pues no ascendió a sus ojos. Me fijé en el detalle de que estos apenas chispearon cuando deberían descargar una tormenta de tranquilidad. Eso significaba que todo estaba muy mal, pero se le daba lo bastante bien mentir como para tranquilizar a dos familias, una de sangre y otra de corazón.
               -No hay por qué darlas. Es mi trabajo-respondió, dándoles un toquecito en el hombro. Se giró, se metió las manos en los bolsillos de la bata, y salió apresurada y silenciosamente por la puerta batiente. Nos quedamos de nuevo en silencio, sólo interrumpidos por el caminar del reloj. Lento. Angustioso. Imperante. Mi corazón intentó ajustarse a los segundos, pero incluso así, usando el tiempo como metrónomo, se me hacía imposible estar completamente cómoda en mi piel. Me sentía como si en el interior de mi cabeza hubieran introducido un globo, que iban llenando poco a poco de aire hasta aplastar mi cerebro contra el cráneo, y ése, presa del pánico, sólo podía imaginarse de qué modo tétrico y gore sería su final.
               Intenté encontrar consuelo en las palabras de Layla, mucho más alentadoras de lo que cabía esperar en una situación similar. Alec había entrado en coma, y puede que fuera por eso por lo que abortaran la primera operación. Que lo hubieran metido de nuevo en quirófano para terminar de arreglar los males que aún le quedaran dentro implicaba que era fuerte y podría soportarlo. Normalmente yo no dudaría de la fortaleza de mi chico, la persona más fuerte que había visto jamás, pero, ¿y ahora? ¿Cuánto quedaba de él? ¿Cuánto daño le había hecho el accidente? Desde luego, yo nunca habría creído que Alec terminaría en una situación semejante, pero en el caso de habérmelo imaginado teniendo un accidente de tráfico, ni en mis peores pesadillas me lo habría podido imaginar tendido en una cama, con unas máquinas sujetándolo a la vida ahora que él no podía.
               Estar en coma, simplemente, no era propio de él. Había mucha gente en mi entorno que me parecía propicia para estar en una situación parecida, pero de los que no me los imaginaría jamás así, Alec encabezaba la lista. Y aun así…
               Transcurridos tantos latidos de corazón que ya había perdido la cuenta, una enfermera de más o menos mi estatura, de pelo corto, ojos grandes y ropa verde entró en la sala. Se metió las manos en los bolsillos en el mismo gesto que había hecho Layla hacía sabía Dios cuántas desesperaciones, y preguntó con voz autoritaria:
               -¿Son los parientes de Alec Whitelaw?
               Todos nos levantamos de un brinco y asentimos, como temiendo que cambiara de opinión y nos diera el diagnóstico si nos lo pensábamos demasiado. Parpadeó, confusa al ver la cantidad de gente que respondía a las relaciones familiares con un chico del que apenas recordaba la cara, pero sí sus heridas: había sido una de las auxiliares durante la operación, y la encargada de abandonarla la primera para prepararnos para hablar con el doctor-. Síganme, por favor-pidió en cuanto se recompuso de la sorpresa, pues no solía tener que hacer de pastor para rebaños tan amplios: normalmente, los visitantes se apelotonaban en las habitaciones al día siguiente del ingreso del paciente, o al segundo día, cuando la voz se había corrido con más intensidad, y no a las pocas horas-. El Dr. Moravski les atenderá ahora.
               La seguimos por un intrincado laberinto de pasillos. La mano de Scott se posaba firmemente sobre mis hombros, proporcionándome el calor que necesitaba para no congelarme con las heridas de mi pecho. Me mantenía viva a duras penas. Irónicamente, igual que Alec, pensé, y tuve que contener un sollozo. Caminar y respirar con esos pulmones que se negaban a trabajar hasta que no obtuvieran la confirmación de que todo saldría bien era una auténtica odisea: no podía permitirme el hercúleo esfuerzo que me supondría llorar.
               Después de recorrer las entrañas del hospital, salimos a una sala espaciosa de pilares redondeados, amplios ventanales que llenaban la planta de luz, y diversos paneles luminosos indicando el número de consulta al que tendrían que acudir los pacientes dependiendo del turno que se les había asignado en recepción. Había sillas por doquier, pues los hospitales son los sitios de espera por antonomasia; más incluso que los aeropuertos.
               La enfermera nos condujo por un pasillo interior, pero de diseño distinto al que nos había llevado hasta la sala de espera: se notaba que éste estaba diseñado para conducir a los pacientes a las consultas de sus doctores de manera autónoma, sin necesidad de acompañamiento.
               -Sólo pueden venir los parientes. Lo siento-nos miró con cara de disgusto, y creí sincera su disculpa. Sus ojos se posaron sobre mí, y a juzgar por la diferencia que había entre el resto de personas allí presentes, dedujo mi situación. O la que me correspondería.
              Los mayores eran los amigos del accidentado. Los pelirrojos y parecidos entre sí, su familia.
               Y yo no podía ser otra que su novia. Demasiado distinta de los demás (aunque no tanto de Scott Malik, el participante del concurso preferido de su hija adolescente), y con diferencia la más afectada, después que la madre.
               Eleanor y Mimi se miraron. Eleanor le dio un apretón de manos a Mimi antes de soltarla, aceptando su destino. A ella no le correspondía entrar. Pero a mí, sí. Y yo entraría para que me dijeran qué era lo que le había pasado a Alec, si se pondría bien, cómo podríamos ayudarle.
               Parece ser que no era la única. Bey y Jordan dieron un paso hacia la enfermera, dispuestos a convencerla. Ocupaban puestos privilegiados en la vida de Alec: su mejor amiga y su mejor amigo, respectivamente, de modo que no podían quedarse atrás. Ellos, no. Ni podían, ni tampoco querían. Que los demás aceptaran con abatimiento su destino no implicaba que ellos estuvieran obligados a imitarlos, y desde luego, no pensaban hacerlo.
               -¿Seguro que no se puede hacer una excepción? Mire que no tenemos pensado alborotar-prometió Bey, y Jordan asintió y la apoyó.
               -Piensan mejor dos cabezas que una, pues esto es lo mismo. No nos vamos a quejar. Seguro que lo han hecho todo bien. Sólo queremos saber qué le ha pasado a nuestro amigo. No le ocasionaremos problemas.
               -Sí, nadie tiene por qué enterarse-asintió Bey, dándole una palmadita en la espalda que claramente quería decir “buen trabajo” a Jordan. Éste le puso la mano en los lumbares y suspiró aliviado, antes de mirarla, cuando la enfermera nos pidió un momento para consultarlo con el doctor.
               Justo en el instante en que su mano se posaba en la manilla de la puerta, una figura alta y delgada apareció por una puerta lateral. Reconocí la coleta de Layla antes de que su voz sonara en el pasillo, amable y solícita, pero también dispuesta a imponerse. No es que Layla estuviera por encima de la enfermera, más experimentada y con un puesto fijo, ni mucho menos, pero no iba a forzar su posición en calidad de médico en prácticas, sino de defensora de un paciente al que había amadrinado.
              -Todo está bien, Lottie. Vienen conmigo. Respondo por ellos. Yo te cubro, no te preocupes. Gracias.
               La tal Lottie se giró para mirarnos. Asintió un segundo con la cabeza, y se abrió paso entre nosotros como Moisés por orillas del Mar Rojo. No le hicimos obstáculo. Como si fuera la misma muerte, nos apartamos de ella para dejar que continuara con sus tareas. Tras farfullarnos un “que todo vaya bien” producto de su buen corazón y no de una cortesía forzada, giró una esquina y desapareció.
               -Si no te casas tú con ella, lo haré yo-le dijo Scott a Tommy, y éste, sorprendentemente, se rió. Nuestros padres aún no sabían nada, pero Tommy estaba metido en una relación a dos bandas: después de verse en la tesitura de que se había enamorado de Layla igual que lo había hecho de Diana, y tras exponerles a ambas sus sentimientos, los tres habían acordado que tendrían una relación poliamorosa. Diana era la novia oficial de Tommy en el programa, pero eso no significaba que quisiera a Layla menos, sino que, simplemente, Tiana, como los habían bautizado, vendía más que Lommy.
               Les envidiaba. Ojalá sintiera por alguien más lo que sentía por Alec. No creía que eso hiciera de menos a Al, todo lo contrario, sino que compartirnos nos acercaría aún más. De vivir lo mismo que estaban viviendo Tommy, Diana y Layla, yo tendría ahora un hombro sobre el que llorar. No podía imaginar el tremendo consuelo que me supondría tener a otro Alec consolándome en aquella horrible situación. Probablemente consiguiera ser más optimista.
               Layla abrió una puerta blanca como la nieve, y la mantuvo abierta para que todos entráramos en el despacho del doctor. El despacho estaba lleno de placas conmemorativas, colgadas de la pared exhibiendo artículos de medicina y demás logros profesionales.
              Un señor de pelo canoso, sentado en un sillón de oficina propio de los más altos ejecutivos, se levantó y les tendió una mano a Annie y Dylan.
               -Señor Whitelaw. Señora. Señorita-añadió, al ver que Mimi ocupaba una posición preferente en su numeroso público. Mimi le estrechó la mano con dedos temblorosos y la boca seca. El doctor nos dedicó entonces una mirada de reconocimiento a todos, deteniéndose en Tommy y Scott un segundo. Noté que los reconocía.
               Parecía ser que las hijas de las enfermeras no eran las únicas fans de The Talented Generation.
               -Soy el doctor Moravski. Estaba de guardia cuando llegó su hijo, y he supervisado todo su procedimiento.
               Su procedimiento. Sentí que se me llenaba la boca de bilis. Alec se había reducido a un procedimiento. El chico que me había dado una razón para vivir la vida, que me había enseñado lo precioso de madrugar para ver el amanecer, y que había descubierto en mi sexo un mundo de placer que ni yo misma conocía, no era más que un procedimiento para ese hombre con un prestigio tan amplio como lo permitían sus paredes.
               -¿Se encuentra bien?-preguntó Annie con profunda ansiedad. El doctor hizo un gesto hacia unas sillas más cómodas que las de fuera para que se sentaran, y así lo hicieron. Max acercó una silla para que Mimi se sentara, y el resto se quedaron de pie.
               -¿Quieres sentarte?-me preguntó Scott, y yo negué con la cabeza. No me correspondía. Le había rechazado en numerosas ocasiones, había tenido cuatro meses para cambiar de opinión y aceptar ser su novia. Si me fallaban las rodillas y me daba de bruces contra el suelo, me lo merecería. Pero yo no era, oficialmente, nada de Alec. Así que sentarme era un privilegio que no se me permitía.
               Layla abrió la puerta con discreción, y yo me fijé que traía unos papeles en la mano. Pude ver que en la cabecera estaba impreso el nombre y logo del hospital, acompañado de un título angustioso. ALEC T. WHITELAW. Se quedó apoyada un segundo en la puerta, esperando órdenes.
               -No les voy a mentir-comentó el doctor, revisando unos papeles-. Su hijo ha tenido un accidente muy feo y ha tenido muchísima suerte. He visto casos más leves convertirse en una tragedia sin que nosotros pudiéramos hacer nada. Como seguramente la señorita Payne ya les haya informado-hizo un gesto con la mano en dirección a Layla, que asintió con cierta docilidad-, hemos tenido que pasar por el quirófano con él una segunda vez.
               -¿Es eso normal?
               -No es lo habitual-el doctor movió un pisapapeles y se empujó las gafas por el puente de la nariz-. En casos normales, es conveniente tratar todas las lesiones a la vez, pero en los pacientes más graves debemos proceder de manera escalonada. El delicado estado en el que su hijo llegó al hospital nos impidió proceder de esta manera. Decidimos que lo mejor sería ocuparnos primero de las heridas más críticas, sedarlo para que no sintiera dolor, y cuando se estabilizara, volver a operarle.
               -¿Se estabilizara?-inquirió Annie con un deje de pánico en la voz.
               -Su estado era crítico. Verá…-abrió un cajón y sacó un atlas medicinal, de los que usan los estudiantes de los primeros años. Pasó unas cuantas páginas hasta encontrarse con un modelo completo del cuerpo humano, en el que venían contenidos todos los órganos, apretujados de tal manera que no había distinción entre aparatos, como solíamos estudiarlos. Era como si un niño hubiera nacido con el torso transparente, y le hubieran tomado una fotografía-. Debido al impacto con el otro coche, su hijo tenía cristales clavados en numerosas partes del cuerpo-con un bolígrafo rojo, empezó a señalar y hacer marcas en el atlas-. Hemos tenido que extraerle tanto cristales como partes de su motocicleta…
               -Dios mío-jadeé, sintiendo que me fallaban las rodillas. Scott me sujetó. ¿La moto también? La moto también no, por favor.
               -… de un pulmón-continuó el médico-, el bazo, y rodear el estómago. Tenía seccionadas varias arterias secundarias; las principales, como la aorta, las tenía tocadas, pero no necesitan de más tratamiento que nuestra parte. El impacto le ha roto los huesos de la parte izquierda del cuerpo; tiene varias costillas resentidas que tendremos que vigilarle, y ya le hemos vendado el brazo izquierdo, que tenía completamente inutilizado cuando llegó. Ha sido una suerte que cayera de ese lado y no del derecho…
               -Nuestro hijo es zurdo-dijo Annie en tono mecánico, y el doctor mudó su expresión. Todo parecía cambiar. La independencia que el paciente necesitaría, a juzgar por su excelente forma física y su edad, se le había arrebatado de un plumazo. Durante más de un mes, tendría que apañárselas con su mano no dominante para hacer absolutamente todo.
               -En ese caso, la suerte no ha sido tal. Pero no se preocupen; ya le hemos vendado el brazo, y con los avances tecnológicos que tenemos implantados, cuando le demos el alta seguramente pueda irse con el brazo ya sin escayolar. Bien-continuó el doctor, mientras Mimi se inclinaba hacia el dibujo para estudiar el estado de su hermano-. También tenía contusiones bastante graves en la zona del abdomen, y una hemorragia interna muy cerca del hígado. Es una zona delicada, aunque también propensa a ello, por lo que estamos muy familiarizados con el proceder: hemos drenado todo el líquido y actualmente no tememos por esa zona. Lo que sí ha sido algo complicado ha sido extirparle un trocito de pulmón.
               ¿Extirparle un trozo de pulmón? Annie se puso blanca como la cal. Yo, directamente, me desmayé.
               -Ayúdame a sujetarla-le pidió Scott a Tommy, que rápidamente me rodeó con el brazo mientras Layla se acercaba a nosotros para examinarme. Por suerte, todo quedó en un susto, y después de abanicarme durante un minuto, recobré el conocimiento. Estaba sentada en una silla de plástico, y en cuanto abrí los ojos, Scott me acercó un vasito de agua para que me lo bebiera acompañado de una galletita salada.
               -Nos era imposible retirar todas las esquirlas-continuó el doctor cuando comprobó que volvía en mí. Traté de levantarme, pero mi hermano me lo impidió.
               -No seas cría-ordenó, y yo me quedé en mi sitio, tranquilita y sosegada, o todo lo que pude, al menos.
               -Podrían pasar a una vena y dañar el corazón.
               -¿Cómo de grande?-inquirió Dylan. ¿Qué más daba eso? ¡Como si le habían quitado los dos pulmones, tanto daba! ¡O como si era un trocito microscópico! En cuanto se despertara (no me permitía a mí misma pensar que no lo haría), Alec se creería incompleto. Sabía de sobra lo que iba a hacer eso en su autoestima: lo hundiría.
               -No mucho, no se preocupen. He de decirles que se ha tratado de un paciente muy fácil, a pesar de sus heridas. Su estado físico es simplemente inmejorable. Probablemente, aunque usted tenga los pulmones perfectos, debido a lo trabajados que están los de su hijo, pueda filtrar menos aire que él. Incluso con un trozo extirpado.
               -¿Qué más?-inquirió Annie, al borde de un ataque de nervios. Layla se adelantó y sacó un medicamento del botiquín personal del doctor. A juzgar por la habilidad con que clavó la aguja en el botecito y la eficacia con la que lo hizo todo, sin clavar los ojos en Annie, supuse que era para ella, por si acaso.
               -Algo, aún no sabemos qué, le atravesó el hombro. Podría perder movilidad en el brazo.
               Scott clavó los dedos en mis hombros, intentando distraerme de todo lo que estaba escuchando. Sentí que mi alma trataba de escaparse de nuevo de mi cuerpo, pero conseguí retenerla en el último instante.
               Si Alec no podía volver a boxear, se moriría. Lo sabía. Estaba segura de ello.
               -Es el derecho-añadió apresuradamente el doctor ante el horror de sus padres-. Es una de las lesiones que más nos preocupan, además de la… la del cuello-admitió a regañadientes, como si le doliera tener que hablar del diagnóstico más grave.
               -¿El cuello?-inquirí sin poder refrenarme. No. Por favor. Que pueda moverse. Si no puede moverse, me suplicará para que le ayude a suicidarse. Y yo no soportaré vivir en un mundo sin él, pero tampoco soportaré vivir en un mundo en el que él esté sufriendo.
               Lo mismo había preguntado Annie, pero más fuerte que yo, de modo que fue ella la que recibió contestación.
               -Seguramente sepan que es la zona más sensible de todo el cuerpo. Paree que tiene las vértebras un poco tocadas, especialmente las cervicales. C4 y C5-miré a Layla, buscando una interpretación de esa información, pero ella había puesto cara de póker-. Ésa fue una de las razones de que dividiéramos la operación en dos: queríamos asegurarnos de inmovilizarle bien el cuello antes de continuar tratándole.
               -¿Quiere decir… que no saben si podrá andar?-inquirió Annie. Todos en la habitación aguantamos la respiración. Todos, incluida Layla. Que alguien se quedara paralítico era una tragedia en cualquier momento, pero que le sucediera a un chico de 18 años… resultaba una abominación.
               -Aún es pronto para hacer conjeturas-dijo el doctor, no obstante-. De momento, lo que más nos interesa es seguir haciéndole pruebas, comprobar que todo está en orden, asegurarnos de que no tiene ninguna lesión cerebral mayor…
               -Doctor-cortó Dylan, cansado de que se anduviera por las ramas-. ¿Tiene usted hijos?-el doctor asintió con la cabeza, y eso me alivió. No sabía por qué, pero imaginármelo como padre (o, por la edad, incluso podría ser ya abuelo) me inspiraba más confianza en él. Me hacía creer que se involucraría más cuidando de Alec, porque vería algo en él que otros doctores sin descendencia serían incapaces de ver-. Entonces, entenderá cómo nos encontramos. Díganos cómo está Alec. No puede hacernos más daño del que ya nos ha hecho esa maldita moto.
               El doctor miró a Layla, que le devolvió una sonrisa tímida de apoyo, le asintió con la cabeza y tragó saliva, recuperando entonces su expresión neutra. Moravski se inclinó hacia delante, se pasó una mano por el pelo, entrelazó las manos y dijo:
               -No sabría decirle si al final su hijo se encontrará bien, señor Whitelaw. Lo único que puedo decirle es que ahora mismo está en coma, y no hay nada que podamos hacer más que esperar para ver si se despierta por sí mismo. Hemos intentado administrarle medicación para despertarlo nosotros, pero está tan débil que las dosis que podemos suministrarle no lograrían sacarlo de un sueño profundo. Y es mejor así. De hecho, hemos pedido transfusiones a otros hospitales, porque no tenemos suficiente de su tipo para más de dos días.
               En la bruma de mis recuerdos, una imagen saltó a mi cabeza. Alec, riéndose un día, hacía milenios, cuando aún no habíamos llegado tan lejos, pero sí lo suficiente como para tener las cartas de ambos sobre la mesa.
               -¿Qué grupo sanguíneo eres?
               -¿Por? ¿Necesitas un trasplante?
               -Nunca está de más saber estas cosas-había reído él, mordisqueando una patata frita.
               -O negativo.
               -Vaya, así que llevas diciendo que no desde que naciste.
               De modo que, haciendo un tremendo esfuerzo por no vomitar, alcé la voz y proclamé:
               -Yo puedo donar.
               Todos los ojos se volvieron hacia mí, incluidos los de mi hermano.
               -Tienes 14 años.
               -Soy O negativo-le recordé, incorporándome.
               -Tienes 14 años-repitió Scott, y yo me volví hacia él.
               -Es Alec-y decirlo en voz alta me insufló fuerzas. Ya no me temblaban las rodillas, ni me daba vueltas la cabeza. Esto era lo que llevaba esperando toda la tarde. Una señal. Una petición de auxilio-. Si te piensas que voy a quedarme aquí sentada mientras intentan encontrar sangre que le sirva cuando yo tengo de sobra, es que no me conoces en absoluto, Scott.
               -Es peligroso.
               -Me han puesto la antirrábica-repliqué con los ojos en blanco-. No voy a pegarle nada. La mía sirve, ¿verdad, doctor?
               -Eres un poco joven para donar.
               -¿Cuánto tarda en regenerarse la sangre? Porque la mía es nueva de paquete.
               Layla y el médico se miraron de nuevo. Ella parecía por la labor; él, un poco reticente, pero confiaba en que ella le convencería. O mi determinación.
               -En situaciones así…-empezó Layla, pero él alzó una mano y ella guardó silencio.
               -Es arriesgado-comentó en tono dubitativo.
               -Se ha hecho con niños más pequeños que ella, y no ha sucedido nada. Espaciando las donaciones, no tiene por qué pasarle nada malo a ella también. Podría extraérsele una cantidad inferior. La mitad de lo que se suele sacar a un adulto.
               -Me da igual si usted no me deja, doctor: si me tengo que abrir una muñeca y ponerle la boca a Alec para que me chupe como si fuera un vampiro, lo haré.
               El doctor parpadeó, mirándome, y no pudo evitar sonreír.
               -Esto me viene bien para lo que les iba a decir a continuación. Normalmente, sacar a alguien de un coma es mucho más sencillo cuando tiene cuidados y visitas diarias de su familia y… seres queridos-me miró con intención. Era como si entendiera nuestra situación, y sorprendentemente, no la juzgara-. En aproximadamente una hora, lo llevaremos a la UVI. Daré instrucciones para que se les permita entrar y salir cuando quieran. Una especie de… exoneración de horarios.
               Annie jadeó un sollozo, controlándolo a duras penas.
               -¿Podremos verle entonces?
               -Ahora mismo están haciéndole resonancias, para comprobar que todo esté correcto y que el estado de su columna vertebral no haya empeorado. Eso es lo que más nos preocupa.
               -¿Por qué?
               El doctor tragó saliva, se aclaró la garganta y dijo:
               -Bueno… así podremos ver mejor cualquier lesión. Si las vértebras han causado una lesión a la médula, la movilidad podría verse mermada.
               -¿Cuánto?
               -Aún es pronto para elucubrar sobre este asunto. Depende mucho de la lesión.
               -O sea, ¿que hay posibilidades reales de que Alec no vuelva a caminar?
               El doctor parpadeó.
               -Señora Whitelaw…
               -Annie, por favor-le interrumpió ella-. Así es más difícil que se me ande con rodeos.
               -El doctor asintió, tomó aire y, en el tono más calmado posible, respondió:
               -Annie, si las vértebras que tiene ligeramente desplazadas le han causado una lesión medular… es bastante probable que Alec ni siquiera pueda mover los brazos cuando se despierte.
               Aquello fue demasiado para mí. No pude escuchar nada más de lo que decían. Siguieron hablando un rato más, concretando detalles y planes, explicando heridas, pero yo estaba muy lejos. Pronto tendría que irme a que me extrajeran la primera dosis de sangre (no quería perder ni una sola oportunidad), pero antes, necesitaba verlo. Así que me quedé. Y me fue casi imposible mantenerme en el sitio cuando Annie, Dylan y Mimi entraron en la UVI a verlo. Necesitaba ir con ellos, necesitaba ver a Alec, y después, podría irme a que me extrajeran todo lo que él necesitara. Hasta la última gota, si hacía falta, si con eso lograba salvarlo.
               -No-me instó Scott, agarrándome con firmeza del brazo-. Tú te quedas aquí. Vas a entrar conmigo. No pienso perderte de vista.
               -Pero tengo que verle…
               -No eres su novia, Sabrae-acusó en tono duro, dándome justo donde más me dolía. Me quedé en silencio-. Eres la amiga que se lo folla. No eres su familia. Les corresponde a ellos ir primero-.Por mucho que me escociera, era verdad. Estaba en el mismo escalafón que Scott, así que tendría que entrar con él. Yo no era familia de Alec, y la culpa era solo mía. De modo que esperé, callada y ansiosa, a que salieran. Estaban pálidos, como si hubieran visto un fantasma, pero a mí me daba igual.
               Mimi no perdió tiempo en correr a los brazos de Eleanor, que la estrechó con fuerza y nos dijo a los demás que entráramos sin ella. No discutí. Cualquier obstáculo que se me presentara para ver a Alec era algo con lo que yo no pensaba luchar, sino simplemente apartar del camino. Tenía un objetivo muy claro, y era verle.
               -Whitelaw está débil-nos cortó la enfermera encargada de la UVI, y si Tommy no me estuviera sujetando con la misma firmeza con que lo hacía Scott, me habría escapado de los brazos de mi hermano y le habría sacado los ojos de las cuencas. Sin embargo, como tenía sus dedos en torno a mi brazo, no tenía sentido intentar zafarse. Podía con uno, pero no con dos-. No le conviene alboroto.
               -No vamos a montarle una fiesta, tranquila-espetó Tommy, y Scott lo miró como si quisiera besarle.
               -Sólo se permiten visitas de familiares.
               -Somos familiares-la cortó Max, y la enfermera lo miró con cejas alzadas.
               -Familiares cercanos.
               -Somos cercanos-apostilló Jordan.
               -¿Acaso pretendes que crea que sois hermanos, o algo así?
               -Sí, es que nuestros padres tienen tendencia a la promiscuidad-respondió Logan, poniendo cara de niño bueno.
               -Yo es que soy adoptado-informó Scott.
               -Y yo-añadió Karlie.
               -Sí, y yo soy su hermanastro-asintió Jordan-. Alec es medio mestizo. ¿El pollón que tiene? Ningún blanco lo tiene así.
               -Bueno, tampoco vamos a pasarnos ensalzando los atributos de Alec-comentó Bey-. La tiene más bien normalita. Lo cual refuerza la mezcla que hay en sus genes.
               -Ajá-la enfermera puso los ojos en blanco-. ¿Y vosotras sois…?-inquirió, mirándonos con suspicacia a Bey, Tam y a mí.
               -Sus novias-se apresuró a decir Tam-. Nos intercambiamos. Venimos a darle una sorpresita.
               -En realidad, no sabe que sabemos que nos intercambia. Tenemos la esperanza de que, al vernos juntas, se lleve tal susto que no pueda seguir fingiendo que está en coma y así sienta cada palo que le demos.
               La enfermera nos fulminó con la mirada un instante, sopesando si le merecía la pena aguantarnos o no. Podría llamar a seguridad, pero… seamos sinceros, éramos demasiados. No había refuerzos suficientes para contenernos a todos, y aun si los hubiera, tardarían demasiado en llegar, y nosotros podríamos molestar a los pacientes.
               -Tía, en serio-se metió Tam-. Somos diez contra una. ¿De verdad piensas que nos vas a impedir pasar?
               Se marchó refunfuñando sobre la poca educación que teníamos “los críos de hoy en día”, aunque apenas le sacaría a Layla un puñado de años.
               -La cama del fondo-dijo, sentándose en su terminal-. No molestéis a los demás pacientes.
               Echamos a andar por la sala, tan blanca que dolía a los ojos, y cuando llegamos al final, nos detuvimos en seco, temerosos. Scott me miró desde arriba.
               -¿Estás segura de esto?
               Asentí con la cabeza. Era de lo que más segura había estado en toda mi vida. Así que di un paso al frente, y luego otro, y otro más. Quería verle. Necesitaba verle. Mi Alec. Tenía que ver que estaba bien.
               Quería verle.
               Pero no así.
               Quería verle a él, no en lo que se había convertido.
               Supe en ese instante que había sido demasiado terca. Porque, si al final pasaba lo que todos temíamos, aquella sería la última visión que tendría de él. Y prefería mil veces la anterior: de él, sonriéndome después de besarme, diciéndome que se lo había pasado genial durante el fin de semana y que se moría de ganas por empezar su nueva vida al día siguiente. No se había confundido con lo de la segunda vida.
               Aunque ninguno de los dos esperaba que fuera postrado en una cama.    



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2 comentarios:

  1. Llevo años esperando a leer este capítulo desde la perspectiva de Sabrae y llevo meses diciéndote que estaba deseando leer todo este drama con respecto al accidente porque soy una cerda que se reboza en el barro del sufrimiento de los protagonistas, es mi mierda.
    Me ha partido en dos ver a Sabrae así y leer desde su perspectiva el dolor que sufre y lo peor es que este capítulo ha sido mayormente momentos que ya había leído no quiero imaginarme cuando empieces a meter momentos nuevos de ella sufriendo YA ME ENCUENTRO MAL SOLO DE PENSARLO.

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    1. ¿Pues te puedes creer que escribí bastante convencida de que estaba haciendo un truño y de que no estaba a la altura de cómo se sentiría Sabrae? Menos mal que ayer me dijiste que realmente se iría poniendo peor a medida que pasaran los días y fuera más consciente, porque la verdad es que según escribía estaba con la sensación de que me estaba quedando a medias :/
      Y sí, momentos nuevos de ella sufriendo va a haber A PUNTA PALA JEJE

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