lunes, 23 de noviembre de 2020

Lobo con piel de cordero.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Ver a Aaron atravesar el pasillo como si fuera el dueño del hospital, pasando justo por detrás de Sabrae del mismo modo que lo haría un ángel de la muerte, me recordó a la inmensidad de ocasiones en las que había sido testigo de amagos de atropello. Tuve exactamente la misma sensación en la boca del estómago que cuando había salido de entre dos coches, cualquier noche de fiesta o cualquier día de marcha, sólo para encontrarme con que venía un autobús directo hacia mi grupo de amigos, hacia mí. Ese instante en el que eres plenamente consciente de repente de lo frágil que eres, de que tu vida pende de un hilo muy fino, de que cualquier pequeño desliz puede tener consecuencias irreparables.
               Debo decir que no me sorprendía: no sé cómo me las apañaba, pero siempre que me encontraba en un estado de felicidad plena y absoluta, aparecía algo que daba al traste con toda la euforia de mi situación: si echaba un polvo cojonudo con una tía, las llaves de su novio o de sus padres tintineaban en la puerta; si conseguía hacer todos los repartos en un tiempo récord, los de administración me asignaban una tanda que mis compañeros no habían podido hacer; si quedaba con Chrissy o con Pauline para follar, mis amigos me sugerían un plan con el que tendría que hacer malabares esa misma noche; y si empezaba a salir oficialmente con Sabrae, lo hacía en un puto hospital, donde no podíamos celebrar con un sexo genial el cambio de estado de nuestra relación.
               Apenas llevaba dos días en el hospital, y ya sentía que las paredes se me echaban encima. Mi madre, mis amigos, mi hermana y Sabrae se esforzarían al máximo en hacerme sentir como en casa, pero por mucho empeño que pusieran en hacer de aquella habitación un hogar, no dejaba de ser nada más que eso: una habitación. Una casa no podía ser exclusivamente una habitación: ¿dónde estaban el baño, la cocina, o la sala de estar si sólo había una estancia con una cama haciendo de dormitorio? Aquel sitio era poco mejor que un hotel de carretera de las películas cutres, en los que siempre se cocía un asesinato. En lo único que mejoraba era en el servicio de habitaciones, que sin embargo era incapaz de suplir el hecho de que yo no podía ni levantarme de la cama. Detestaba sentirme tan inútil, tan dependiente; acostumbrado a ir a mi bola como estaba, a entrar y salir sin dar explicaciones por mucho que me las exigieran, verme de pronto postrado en el mismo sitio, en casi siempre la misma postura, y sin más que entretenerme que las aplicaciones que había en el iPad que Mimi me había prestado, ya se me estaba haciendo la convalecencia cuesta arriba. Estaba aburrido. Aburridísimo.
               Hasta que llegó Trufas. Descubrí que echaba muchísimo más de menos al conejo de lo que pensaba en cuanto vi a Mimi aparecer con su transportín. Por mucho que me quejara de él, adoraba a ese animal sinvergüenza y entusiasta que se emocionaba por todo y se ponía frenético con la más mínima excusa, y que expresaba sus sentimientos comportándose como un minúsculo torito peludo que embestía a todo aquello que amaba. Incluido, por supuesto, yo, que no le dejaba corretear por el jardín de delante de casa si había mucho tráfico, que le daba unas gominolas extra si se ponía lo suficientemente pesado, y sujetaba su transportín con firmeza cuando nos lo llevábamos al veterinario, para evitar que el bamboleo del caminar lo lanzara hacia los lados y se hiciera daño al golpearse contra las paredes de su pequeña cabina privada.
               Le echaba muchísimo de menos porque era lo único que me quedaba de mi vida anterior, el único ser vivo al que no había visto desde que me desperté, que sólo convivía en mis recuerdos, y el único con el que sólo había pasado buenas experiencias. Incluso cuando el puñetero conejo se ponía pesado, metiéndose entre mi cuerpo y el de Sabrae reclamando mimos que yo no tenía pensado darle, pero que ella jamás le negaría, me encantaba todo lo que hacía. Era divertido, era gracioso, y siempre le apetecían unos mimos cuando a mí. Además, hacía feliz a Mimi.
               Y era suave y cálido, una sensación que echaba mucho de menos experimentar en el regazo, especialmente desde que Sabrae se negaba a acercarse a mí más de lo necesario, temiendo interrumpir el proceso de soldado de alguna de mis costillas o abrirme alguna herida que los cirujanos hubieran cosido con esmero. No me malinterpretes: prefiero infinitas veces que sea Sabrae quien se me sienta encima a que lo haga Trufas, pero ya que ella no quiere, por lo menos que lo haga alguien, homínido o no. Por lo menos, ambos eran mamíferos.
               Así que allí estaba yo, completamente feliz, en un calmado éxtasis como pocos había experimentado en mi vida, haciéndole carantoñas a Trufas y dejando que él se frotara contra mí, confesándome que me había echado muchísimo de menos igualmente, cuando vi a Aaron aparecer.
               De no confiar plenamente en mi instinto, habría creído que había visto mal. Pero a mí jamás se me ponían los pelos de punta por nada en particular: si veía a alguien a quien yo detestaba, mi cuerpo tenía una reacción inmediata que era completamente independiente de mi cerebro. Era como si hubiera una sustancia química flotando alrededor de Aaron, y mis células fueran capaces de reaccionar a ella.
               -Pero, ¿qué cojones hace él aquí?-murmuré por lo bajo, para mí mismo (mi madre detestaba que hiciera eso, pero a Sabrae no le importaba; seguramente era porque, siempre que Sabrae y yo estábamos juntos en una habitación, ella estaba lo suficientemente cerca –en mis brazos, quiero decir– como para escucharme, así que no le fastidiaba en absoluto), aunque una parte de mí, mi conciencia, no pudo evitar poner los ojos en blanco y gorgotear un incrédulo “por supuesto”.
               Sabrae se giró para mirar qué era lo que había arrancado mi reacción, con lo que se perdió la entrada triunfal del hijo pródigo en la habitación de sus hermanitos.
               Y entonces, yo me di cuenta de que ésa era la primera vez que Sabrae y Aaron estaban juntos en la misma sala: conmigo, postrado en una cama sin poder defenderla. Sentí cómo la adrenalina llenaba mi cuerpo en un tsunami sin precedentes: jamás me había puesto tan nervioso, tan frenético, como en aquella ocasión. Ni siquiera en las finales de los combates, cuando me lo jugaba todo, mi posición, el respeto de los demás, mi fama, y mi honor, en menos de una hora. La descarga que me producían los combates no era nada comparado con lo que sentí en el momento en que fui consciente de que Sabrae y Aaron estaban en la misma habitación.
               Pero no porque estuvieran en la misma habitación en sí. Oh, no. La habitación estaba lo suficientemente llena de gente como para que yo supiera que Aaron no se quitaría la careta que siempre llevaba puesta cuando mamá andaba cerca. Ni siquiera me preocupaba del todo por el bienestar de Sabrae; no sólo contaba con que mi hermano mantendría al monstruo que llevaba dentro a raya estando todos presentes, pues éste sólo aparecía cuando sólo yo podía verlo, como si creyera que el monstruo que había dentro de mí fuera a darle algún tipo de validación, sino que, además, contaba con la excelente capacidad de Sabrae para defenderse, que me había demostrado en tantas ocasiones que ya no podía ni contarlas.
               Vale, sí, me preocupaba que pudiera hacerle daño, pero aquella no era mi prioridad en ese momento. Lo que verdaderamente me angustiaba era saber que Aaron tenía constancia de que yo no estaba al cien por cien, que no podía cuidar de los míos, que no podía impedir que hiciera lo que le diese la gana con las personas a las que yo quería con tal de hacerme daño. Podía apelar al minúsculo ápice de lealtad y humanidad que había en él cuando se trataba de mi madre o de mi hermana, pero había una persona en esa habitación con la que no tenía por qué tener ningún tipo de consideración.
               La misma chica que me generaba un aluvión de sentimientos encontrados. Porque, por mucho que supiera que Sabrae podía defenderse sola de casi cualquier peligro, también era consciente de que mi hermano no era un rival a subestimar. Quizá no tuviera la disciplina que tenía yo, o mi fuerza, o la velocidad para trazar estrategias propia de la experiencia, pero sí tenía algo que en mí escaseaba: maldad. Y la gente, cuando es mala como lo era mi hermano, era capaz de cualquier cosa. Era capaz de suplir la falta de experiencia, de velocidad, de fuerza y de entrenamiento con aquel veneno que les corría por las venas, haciendo más daño con su cuerpo, que convertían en una bomba en vez de en una ametralladora con la que defenderse.
               Sabrae estaba bien ahora, pero, ¿qué pasaría cuando se fuera a casa esa noche? Jordan la acompañaría, Jordan le haría de escolta, pero, ¿y después? ¿Y cuando ella quedara con sus amigas? ¿Y cuando fuera sola a hacer recados, o a dar un paseo con los cascos puestos?
               No pude evitar recordar el momento en el que me abalancé sobre Aaron, cuando éste especuló con lo que suponía para ambos que yo hubiera encontrado a una chica que me importara hasta el punto de dejar atrás aquellos placeres tan inmediatos a los que yo sucumbía con tanta felicidad, con tal de conseguir ser digno de ella. Como si estuviéramos de nuevo en el comedor de mi casa, el vi sonreír, le vi relamerse, le vi esbozar la misma sonrisa torcida que hacía que las chicas cayeran rendidas a mis pies, pero que en él tenía un efecto muy diferente: sacaba lo peor de las personas. Les hacía pecar, pero no por rendirse a la lujuria, sino porque despertaba ese instinto asesino que hacía que vulneraran todos los mandamientos, especialmente el quinto. Lo único que me había impedido matarlo entonces había sido pensar en el inmenso dolor que eso le habría supuesto a mamá, pero si Aaron intentaba algo… si le tocaba un solo pelo de la cabeza a Sabrae…
               Noté que se me disparaban las pulsaciones mientras mi mente corría a gran velocidad por aquellos campos sembrados de minas que mi hermano había dejado como un colador, cada agujero empapado de un líquido rubí que yo no quise identificar con nada, porque sabía a quién se la atribuía si decía pensar en ella como lo que realmente era.
               Sabrae se puso rígida a mi lado, se giró para comprobar qué me ocurría, a qué se debía un cambio tan repentino en mis constantes vitales, y de nuevo fui consciente de lo vulnerable que era. Tenía medio cuerpo inmovilizado, ya notaba la pérdida de masa muscular, me notaba falto de energías… y, además, todo lo que pasaba en mi interior tenía reflejo en unas máquinas hechas para arrebatarme completamente la intimidad.
               Me pregunté durante un segundo por qué me había tenido que pasar aquello justo ahora, tanto en concreto como en general: había decidido rehacer mi vida, trabajar por ser mejor persona, mejor hijo, mejor hermano, mejor amigo y mejor pareja. Iba a ponerme a estudiar como un cabrón, intentaría salvar el curso. ¿Por qué había tenido que tener ese maldito accidente justo cuando había decidido recuperar lo que había tirado por la borda?
               Y, ¿por qué Aaron había tenido que venir justo en el momento en que yo no era capaz de proteger a quienes me importaban de un monstruo como él?
               Me extrañó un segundo, sólo un segundo, su presencia allí. Porque entonces, mamá se incorporó y abrió los brazos, celebrando la llegada de su primogénito, a quien asociaba con la Navidad.
               -¡Cariño! ¡Has podido venir!
               Y echó a andar hacia él, metiéndose entre aquellos brazos que la hacían parecer más pequeña, más frágil aún de lo que yo la consideraba, a pesar de la inmensa fortaleza que atesoraba en su interior. Pero mamá no dejaba de ser como un hermoso frasco de cristal conteniendo el elixir de la vida; era continente, y a la vez contenido. Cualquier corrupción en ambos supondría una pérdida incalculable.
               Era la única que no se había dado cuenta de la tensión que se instaló como una nube negra sobre nuestras cabezas desde la entrada triunfal de Aaron. Mientras hundía la cara en el pecho del hijo al que menos veía y que menos disgustos le había dado (ése era yo, aunque Aaron fuera más cabrón y le hubiera hecho más daño, cualitativamente hablando), noté cómo los ojos de Mimi se clavaban en mí. Sabrae seguía analizando a mi hermano con curiosidad, escrutando cada detalle de su cuerpo ahora que podía hacerlo sin encontrarse con esos ojos marrones, propios de un barco pirata. Se inclinó ligeramente hacia él, de una forma tan sutil que nadie más que yo habría sido capaz de verlo. Las constelaciones de su nariz y mejillas se pinzaron un poco cuando arrugó la nariz, y yo me puse más tenso aún. No quería que lo mirara, por dos motivos.
               El primero era el más altruista de los dos. No quería que Sabrae sintiera curiosidad por Aaron, le diera opción a entablar conversación con ella y generara una atención reflejo de la suya propia. Era pura física: si había alguien en una habitación mirándote, aunque la habitación estuviera llena de gente, terminarías encontrándole.
               El segundo, no obstante, era algo más mezquino, pero también más poderoso. Aaron se volvía real con cada segundo que pasaba Sabrae mirándolo, y la realidad de mi hermano pronto se manifestaría en nuestro parecido físico. Yo detestaba que la gente nos dijera que nos parecíamos, pero tampoco podía escapar de la realidad ni fingir que no era así. Los dos nos parecíamos a la otra persona que teníamos en común más de lo que nos parecíamos a mamá, lo cual era mi mayor pesar y también parte de mi esfuerzo por ser mejor que él. Que ellos.
               No quería que Sabrae viera lo mucho que nos parecíamos Aaron y yo, porque pronto podría ver más allá de la superficie de ambos, y ponerse a comparar los monstruos que habitaban en nuestro interior. Puede que la diferencia radicaba en lo que hacíamos con ellos; Aaron lo alimentaba y cabalgaba sobre él, mientras yo lo encerraba y procuraba tenerlo bien atadito en corto cuando las cosas se nos salían de madre.
               Lo que pasaría cuando Sabrae viera ese monstruo de mi interior era un misterio que a mí, sinceramente, no me apetecía desentrañar.
               -Sabrae-siseé, y sus ojos del color del chocolate fundido se clavaron en los míos-. No te alejes de mí-le ordené en tono autoritario, y ella entrecerró ligeramente los ojos-. Quédate bien cerca, y no te muevas.
               Vi que dudaba un segundo, un único segundo en el que se debatió contra su naturaleza, contra esos impulsos que le decían que no debía obedecerme, que debía seguir su instinto, que yo era un exagerado y un sobreprotector y no tenía que ceder ante mis miedos infundados… pero ese segundo pasó, y se dio cuenta de que no estaba siendo sobreprotector, sino protector a secas. Que mis miedos no eran infundados, sino que tenía razones de sobra para no quererla cerca de mi hermano. Que yo no era un exagerado, sino que Aaron era un demonio que yo no quería en la misma habitación que ella.
               Me conocía. Ella me conocía. Y le bastaba echarme un vistazo para saber qué estaba pensando: detestaba sentirme inútil cuando más iba a necesitárseme.
               Así que asintió, se desplazó ligeramente en la cama para estar lo más cerca posible de mí, y estiró una mano para tocarme. En cuanto sus dedos entraron en contacto con mi piel desnuda, sentí aquel torrente de energía tranquilizadora llenándome, drenando todos los males, haciéndome ver que, incluso muerto, lo que sentía por ella era lo bastante fuerte como para que pudiera defenderla hasta de un meteorito.
               No obstante, por si acaso Aaron no era un meteorito sino una estrella a punto de estallar, dirigiéndose directamente hacia mi órbita, decidí que le seguiría la corriente. A fin de cuentas, cuando te encuentras con un tigre furioso, no le azuzas, sino que tratas de tranquilizarlo y marcharte muy, muy despacio; tanto, que no se dé cuenta de que te has ido hasta que has puesto un kilómetro entre ambos.
               Sería amable. Seríamos coleguitas, incluso. No disgustaría a mamá, y no pondría en peligro a Sabrae. ¡Descuentazo de fin de semana que empezaba en miércoles! ¡Dos por uno, todo a mitad de precio!
               Sólo tenía que ponerle buena cara, fingir que no lo detestaba, y quizá, con un poco de suerte, no repararía en Sabrae.
               Con mucha, mucha suerte.
               -Estás súper guapa, mamá-alabó a mamá con una sonrisa cuando por fin se separaron, después de lo que a mí me pareció una eternidad. Era toda una suerte que Aaron no sintiera la necesidad de acercarse a Mimi como lo hacía con nuestra madre; bastante nervioso me ponía ya su obsesión con marcar territorio con mamá cada vez que podía, como para encima tener que aguantar que lo hiciera también con mi hermana. Me negaba en redondo a considerar a Mimi nada suyo, y me quedaba el consuelo de saber que Aaron tampoco tenía ninguna intención en estrechar lazos con ella, lo cual me pondría nerviosísimo.
               Con mamá, sin embargo, la cosa era bien diferente. Le encantaba acercarse a ella, recordarme que su presencia la ponía contenta, que era querido como yo y mucho más añorado, ya que él no estaba en casa y yo sí, así que se le perdonarían mejor todos los pecados que cometiera, que no eran pocos. Desde luego, eran muchos más que los que había cometido yo.
               Para colmo de males, sus estrategias no consistían más que en trucos baratos de alabanzas nada trabajadas y sonrisas falsas que ni se molestaba en perfeccionar, pero mamá estaba completamente cegada, a merced de sus encantos. No era complicado aventurar cómo había conseguido mi padre que cayera en sus redes, si Aaron lo hacía tan fácilmente.
               Mamá se rió como una colegiala y Mimi y yo intercambiamos una mirada. Yo exhalé un bufido, ya que estaba justo frente a Aaron y no quería pisar un hielo tan fino, pero Mary era libre de hacer lo que quisiera, como efectivamente hizo: puso los ojos en blanco y fingió una arcada, lo cual me arrancó una risa. Mimi y yo éramos un equipo. Siempre lo éramos, aunque nuestras alianzas fluctuaban dependiendo del día y los intereses de cada uno, pero cuando se trataba de Aaron, ella y yo éramos el aliado más poderoso y fiel que podía tener el otro. Confiaba en ella para que cuidara de mamá mientras yo me ocupaba de Aaron, y ella tenía plena confianza en que yo le protegería las espaldas, ahora y siempre.
               Como atraído por el sonido de mi voz, Aaron por fin clavó los ojos en mí, dedicándoles un asentimiento a las palabras de mamá:
               -Eres tú, que me ves con buenos ojos, cielo.
               La sonrisa que esbozó a modo de contestación para nuestra madre relampagueó en sus ojos, pero yo sabía que no se debía a verdadero reconocimiento de lo que ella acababa de decir. Igual que yo cuando entró, estaba evaluando mi situación, y le complacía darse cuenta de que, por una vez, quien llevaba las de ganar era él y no yo.
               Deseé que pronto tuviera que retractarse de esa conclusión, pero por el momento, lo único que me quedaba esperar era que no se acostumbrara.
               -¿Qué pasa, maestro?-me sonrió, acercándose a mí con una mano levantada, dispuesto a chocar los cinco conmigo. Le dediqué mi mejor sonrisa falsa, una que conseguía que se reflejara en mis ojos como la luna reflejaba la luz del sol: no era ella la que brillaba realmente, pero parecía que el fulgor era suyo en mitad de la noche.
               -¿Qué hay, figura?-respondí, poniendo los ojos en blanco en mi interior al usar esa palabra con él. Aaron se creía súper guay por usar esas palabras de mierda conmigo, “maestro”, “genio”, “fiera”, “máquina”; chorradas que yo sólo usaba con él sintiéndolas de veras, o con Jordan y Sergei de forma irónica. Lo único que no se atrevía a llamarme era “campeón”, pero no porque no deseara intentar vacilarme también con eso, sino porque sabía que no podría volver aquella palabra contra mí. De todo lo que yo era, mi faceta de boxeador era lo que me hacía sentir más orgulloso, precisamente porque era la respuesta inmediata y más eficiente que había tenido en toda mi vida con respecto a él. No le convenía meterse con un campeón del boxeo, y no le convenía recordarme que yo era uno de ellos. Había un poder y una fuerza en mí que él no alcanzaría jamás, por mucho empeño que pusiera: simplemente, llegaba demasiado tarde. Ese tren había pasado para él.
               Chocamos los cinco con fuerza. A pesar de que fingíamos cordialidad con mamá presente, ninguno desaprovechaba la oportunidad de medir al otro. Siempre habíamos sido contrincantes, él y yo: yo ni siquiera recordaba cuándo había empezado el odio que manaba de él hacia mí, pero algo me decía que ni siquiera había nacido cuando Aaron empezó a detestarme.
               Dieciocho años eran muchos años.
               Aaron esbozó una sonrisa sardónica al notar cómo mi brazo cedía ligeramente. Siempre se tiraba hacia mi brazo derecho, ignorando con deliberación mi zurdera, pero nunca, hasta ese momento, se había topado con que mi cuerpo se resentía ante aquel gesto. Por mucho que siempre tirara hacia mi lado más débil, éste seguía siendo más fuerte que él.
               Hasta hoy.
               Procuré que no se me notara que me había dado cuenta de mi flaqueza, así que alcé las cejas con chulería mientras mamá nos observaba con absoluta adoración. Me daban ganas de vomitar. Mamá sabía de sobra que la relación que tenían sus dos hijos varones era cuanto menos tirante, pero lo achacaba más a una cuestión de testosterona que al hecho de que había parido a un soberano hijo de puta (con perdón para ella). Le gustaba que aparcáramos nuestras diferencias y aquellas absurdas luchas de machitos durante un rato, y nos comportáramos como hermanos.
               Hermanos olímpicos, supongo, porque yo le habría tirado un rayo encima a Aaron si pudiera, y él no habría perdido la ocasión de mandarme derechito al infierno, del que ascendía regularmente para comprobar que la familia a la que había abandonado no se había descompuesto aún.
               Aaron se sentó en la cama, del lado en el que estaban mis vendas. Fingió hacerlo con cuidado para no machacarme, pero yo noté cómo se apoyaba con disimulo sobre mi muslo. Suerte que me hubieran puesto una escayola y no notara nada de esa presión; estaba seguro de que, de ser un simple vendaje como el que había llevado en otras ocasiones el que me habían puesto, me resultaría imposible aullar de dolor. Y eso le encantaría.
               -Entonces, ¿qué te pasó, a ver?-quiso saber, alzando una comisura de la boca y la ceja de ese lado de forma chulesca. Dios. Le habría dado un puñetazo si no estuvieran mirándonos-. ¿Viste una tía guapa, y estallaste al ver que tenía novio?
               Me reí como si aquel fuera el chiste más gracioso que me hubieran contado en mi vida. Si Aaron supiera que no me detenía cuando una chica me decía que tenía novio… me había encontrado en la posición de “el otro” tantas veces que ya no podía ni contarlas. Cuando me inclinaba hacia ellas, envalentonadas por el alcohol, subidas a taconazos, con minifaldas que dejaban poco a la imaginación y escotes que te invitaban a hundir la calla en ellos, mi reacción no podía ser diferente a la que siempre desencadenaba aquello que Aaron creía que iba a frenarme.
               -Eso suena a que quieres problemas, nena, y yo te puedo traer muchos. La cuestión es…-en ese momento, con mis ronroneos de seductor y mi sonrisa de Fuckboy®, todas inclinaban la cabeza a un lado y se mordisqueaban los labios, dejándome a la vista un cuello delicioso sobre el que yo siempre posaba la mano, acariciándoles la nuca y sintiendo su pulso acelerado en la palma de la mano-, ¿a ti te gusta tener problemas?
               Sólo había habido una que había sido capaz de decirme que no. El resto, habían caído todas. Era complicado decirle que no a un tío que estaba tan bueno como yo, que tenía una pinta de besar que te mueres y follar como un dios. Además, se me notaba a leguas que me apasionaba comer coños, y había descubierto pronto que los novios enseguida perdían la costumbre de los preliminares. Se pensaban que, por tener cierto estatus, había cosas en el sexo que no eran más que trámites por los que ya no tenían que pasar. Ellos se lo perdían. Siempre que salía del baño, o de los reservados, o de sus habitaciones, lo hacía con la certeza de que ellas cerrarían los ojos cuando tuvieran a sus novios encima y me imaginarían a mí. Que se masturbarían pensando en mí, que me buscarían en cada fiesta, que volverían conmigo sólo para asegurarse de que no habían soñado el polvo magistral que habíamos echado, que verdaderamente los tíos que disfrutaban practicándoles sexo oral a las tías existíamos.
               Joder, como para no disfrutar. No se me ocurría nada más sabroso que lo que tenía Sabrae entre las piernas. Se me hacía la boca agua con sólo pensarlo. Y si lo de ella era una delicatessen, lo de las demás era igualmente apetitoso. Si tenía que arriesgarme a que me intentaran partir la cara por esa explosión de sabores en mi boca, lo haría gustoso.
               Y el gilipollas de Aaron se pensaba que yo me iba a achantar por un tipejo que ni sabía  cómo era, ni si existía realmente.
               -Suelen ser ellas las que estallan al verme encima de la moto, ya sabes-le guiñé un ojo y Aaron soltó una carcajada que quería decir “sí, seguro”. Pues sí. Seguro. Yo era mejor que él. En todo. Incluido follar. Chrissy me lo había confirmado un día; claro que tampoco tenía mucho margen para mentirme después de que la dejara, agotada y sudorosa, jadeando en la cama. Todavía recordaba el sonido de su respiración acelerada mientras trataba de buscar aire, el olor del sudor mezclado de nuestros cuerpos y el sexo en el ambiente. Se había quedado así, tumbada, mirando al techo con la vista perdida, mientras sus impresionantes tetas subían y bajaban, subían y bajaban, subían y bajaban. Le temblaban las piernas. Tenía una sonrisa boba en la boca que le molestaba para tratar de recuperar el aliento, y aun así, era incapaz de borrarla de su cara. Y una mirada de ida que me hizo creer, por un momento, que te puede dar un ictus por echar un polvo demasiado cojonudo.
               -¿Qué?-le había preguntado, tumbándome sobre ella, dejando que mi polla desnuda se frotara contra su glúteo-. Entonces, ¿medalla de oro, o de plata?
               Chrissy me miró, se rió, negó con la cabeza y volvió la vista al techo. Bueno, no al techo: al cabecero de su cama. Se le pasó por la cabeza tomarme el pelo, decirme que se había tirado a más de dos tíos en su vida, pero los dos sabíamos la verdad: a mí no me interesaban los demás. Podría decirme que era el segundo peor de sus amantes, y yo me habría dado por satisfecho, siempre y cuando Aaron fuera el peor.
               -De oro-me concedió, y yo me reí.
               -Buena chica. Acabas de ganarte un premio-dije, separándole las piernas y sonriéndole con maldad mientras me acercaba a su sexo hinchado, abierto y empapado. No pudo evitar correrse en menos de treinta segundos, y habrían sido más orgasmos de no haberme suplicado que parara.
               -Pero no-le dije a Aaron, el de la medalla de plata-. Me llevaron por delante con la moto-expliqué, encogiéndome de hombros, como si tener una hostia tal que entraras en coma fuera algo a lo que se enfrentara todo el mundo todos los días-. Tuvieron que operarme-expliqué, ya que no había manera de justificar toda la parafernalia que me rodeaba más que con la verdad. Aaron asintió, observando los goteros, las pantallas con mis constantes vitales, la bata de hospital que, decidí, me quitaría en cuanto se fuera. Me hacía parecer más enfermo de lo que estaba. Más débil. Más vulnerable. Justo lo que no podía permitirme que pensara que fuera.
               -Pues te veo bastante bien-reconoció, y no lo dijo de forma irónica ni hiriente. Lo creía de veras. Cualquiera que no estuviera acostumbrado a sintonizar su emisora habría creído que incluso se alegraba. Pero no era así. Yo era capaz de leer entre líneas, de seguir la línea reptante de sus pensamientos. Aaron estaba evaluando la situación, y se daba cuenta de que su supremacía sobre mí pronto desaparecería. Me aterró pensar en lo que haría para alargarla, o por lo menos para intentar disfrutarla.
               -Sí, todo esto es paripé-confesé, riéndome-. Ya sabes que soy duro como una piedra. Duro, duro. En realidad, estoy bien-me encogí de hombros, y contuve una mueca de dolor. Se me olvidaba que tirar de los músculos del hombro que me había perforado era dolorosísimo, y que ese gesto de manera tan exagerada era como clavarme un hierro candente en la articulación-. Lo que pasa es que, ¿sabes?, las enfermeras están buenísimas. Así que, de vez en cuando, finjo alguna crisis. Cuando creen que estoy para que me den el alta-le guiñé el ojo y Aaron se echó a reír, echando atrás la cabeza y todo, como si le hiciera verdadera gracia todo lo que salía de mi boca.
               -Siempre has sido un poco cabrón, ¿eh?
               -Bueno, tengo a quién parecerme-respondí, alisando las sábanas sobre mi cuerpo y arqueando las cejas. Así que esas teníamos, ¿eh? Muy bien. Si quería guerra, guerra es lo que le daría.
               Aaron sonrió, se relamió los labios y se pasó una mano por el pelo en un gesto que identifiqué al momento. Yo lo hacía también, cuando estaba pensando en algo inteligente que decir, aunque no como él: mientras que yo me pasaba la mano por la cabeza al completo, Aaron solo hundía los dedos en los mechones y se los sacudía un poco, como si estuviera esperando que una idea se desenredara de su pelo y se cayera al suelo desde ahí.
               -Sí, seguramente. Ya veo. Bueno, ¿no nos presentas?-preguntó, levantando la cabeza y clavando los ojos directamente en Sabrae.
               Se me cayó el alma a los pies. Mierda, mierda, mierda. Había sido tan gilipollas como para atraerlo hacia ella, había permitido que se me acercara mientras ella estaba a mi lado, había dejado que se sentara en la cama, justo frente a ella, y ni siquiera me había dado cuenta de su jugada magistral.
               Joder, ¿cómo podía haber sido tan imbécil? Me había metido derechito en la trampa de Aaron, y llevaba dándole vueltas y vueltas todo el rato, hasta que Aaron finalmente se había cansado de verme pasear de un lado a otro sin que el pánico terminara de apoderarse de mí. Pero ahora, lo había hecho.
               -¿Eh?-pregunté estúpidamente, por encima del ruido de mis pulsaciones enloquecidas en las máquinas. Notaba a una de las enfermeras mirándome desde su puesto de vigilancia, sus ojos saltando de los indicadores que tenía en el ordenador de sobremesa a mí, y de nuevo a los indicadores, a la espera de que mis constantes fueran tan inestables que estuviera justificada su intervención. Me apetecía chillarle que viniera inmediatamente y que fumigara la habitación con algún gas que hiciera que Aaron se marchara escopetado.
               Sabrae clavó los ojos en mí. Había hecho un esfuerzo tan grande por permanecer quieta, tranquila, con una serenidad propia de una diosa, y todo había sido en balde. Notaba en su cuerpo cómo había luchado contra sí misma para no saltar a la palestra y correr a defenderme: el mismo instinto que me empujaba a protegerla contra todo lo que la amenazara tiraba de ella en el mismo sentido. Juntos, seríamos la fortaleza perfecta, cubriéndonos las espaldas y deteniendo cada golpe dirigido al otro sin darle posibilidad a quien nos atacara de vencer.
               Pero una rata se había colado en nuestro fuerte, y ahora estábamos acorralados el uno contra el otro.
               Aaron hizo un gesto con la cabeza en dirección a Sabrae, y yo noté una oleada de pánico inundándome. ¿Cómo coño justificaba ahora que ella estuviera allí? Estaba rodeado por mi familia, mi familia al completo, pero no porque Aaron estuviera presente, sino porque lo estaba Sabrae. Sabrae era más familia mía que él.
               Cualquiera que nos viera desde fuera y no supiera de mi conexión con ella, llegaría a la misma irremediable conclusión: Sabrae y yo estábamos juntos.
               Precisamente la última conclusión a la que quería que llegara Aaron. Y la primera que alcanzó, nada más ver mi reacción. No podría haber sido más evidente ni aun intentándolo: el pulso acelerado, el balbuceo al centrar la conversación en ella, e incluso la palidez de mi rostro en cuanto me di cuenta de que había sido tan imbécil que ni me había dado cuenta de que había ido derechito a su trampa.
               Aaron me dedicó una sonrisa oscura, la típica sonrisa que esbozas cuando sabes que has ganado el juego, el set, y también el partido. Había tirado la bola justo sobre la línea de división del campo, y yo había sido tan imbécil que no había movido un músculo, confiando en que el mundo la empujaría lejos de la frontera, inclinando la balanza en mi favor.
               -Creo que no nos conocemos-comentó con un deje cantarín en la voz. Estaba disfrutando de lo lindo. Jamás había sido capaz de pillarme en un renuncio, y ahora que por fin lo había conseguido, no iba a darme margen para la salvación. No podría rectificar.
               -Yo diría que sí-contestó mamá, soltando una risita, como si estuvieran compartiendo una broma privada de la que sólo ellos eran parte. Me sentí peor que si fuera el objeto de un chiste de pésimo gusto; al menos, entonces, las risas de quienes escucharan las palabras de ellos dos serían sinceras-. Ya la has visto más veces.
               -Nah-Aaron negó con la cabeza, la mirada clavada en Sabrae, una mano sobre su cintura mientras la examinaba. Sabrae le aguantaba la mirada con cierto desafío; ahora que se había ido al traste nuestro plan de hacer que pasara desapercibida, no estaba dispuesta a seguir manteniendo un perfil bajo-. No puede ser. La recordaría. Bueno, Al, ¿quién es esta niña?
               No se me escapó el tono en que pronunció la palabra “niña”, no como si le hiciera gracia que yo necesitara recurrir a chicas más jóvenes que yo para iniciar una relación estable ante la falta de candidatas de mi edad; lo hizo como si le gustara que Sabrae fuese más joven que yo, como si fuese más dócil, más vulnerable. No podía tolerar que la viera como vulnerable. No porque no lo fuera ante alguien como él, sino porque si la consideraba así, empezaría a elucubrar la manera de hacerle daño, y por consiguiente, también a mí.
               Detesté que Sabrae se hubiera convertido en moneda de cambio en los tira y afloja con mi hermano. Habíamos tenido tan poco tiempo para disfrutar de la felicidad… resultaba incluso insultante.
               -Sabrae-reconocí. Debería haber usado su segundo nombre. Debería haber dicho cualquier otra palabra salvo la única que la definía, la única que la relacionaba directamente con la conversación que Aaron y yo habíamos mantenido en Nochebuena, cuando yo había perdido los papeles al tratar él de utilizarla como algo con lo que hacerme daño. En ese momento, odié que Sabrae tuviera ese poder sobre mí. Odié amarla, ya que mi amor la ponía en peligro, por mucho que a mí me salvara.
               Aaron inclinó la cabeza a un lado, escudriñándola ahora que había conseguido la confirmación que necesitara. Sin embargo, como el hijo de puta que era, me obligó a justificar su presencia, como si aquel no fuera su sitio más que el de él.
               -Me suena de algo…-admitió, y en su boca apareció de nuevo la sonrisa oscura que habíamos heredado de nuestro padre, pero que utilizábamos para cosas muy diferentes. Mientras yo la convertía en mi fundamental llave para el placer, Aaron había hecho de ella su principal arma para infligir sufrimiento.
               -Eso es porque es la hermana de uno de mis mejores amigos. Scott-de perdidos, al río. Ya que me obligaba a recorrer la identidad de Sabrae, podría pasar por su árbol genealógico. Demostrarle que yo no era el único dispuesto a dar la vida con tal de defenderla-. No sé si lo recuerdas.
               -Ah, sí.
               -Además de su novia-aclaró Sabrae, apartándose el pelo del hombro. Me la quedé mirando, boquiabierto, mientras mamá sonreía, feliz de que se hubiera desvelado el misterio por fin. Dylan y Mamushka no decían absolutamente nada, los ojos fijos en mí. La única que seguía analizando a Aaron era Mimi, mi refuerzo fundamental en aquella lucha.
               Por primera y única vez en mi vida, me dieron ganas de cruzarle la cara a Sabrae de un guantazo. ¿Es que no se daba cuenta de lo que acababa de hacer? Se había levantado justo cuando el resto de presas echaban el cuerpo a tierra, pintándose una diana en la frente visible para todos los depredadores, que pronto se abalanzarían hacia ella. Diciendo que era mía, que me pertenecía como yo a ella, lo único que conseguía priorizarse como objetivo.
               Esta vez, la que había entrado derecha en la trampa de Aaron había sido ella. Y, en lugar de tratar de retroceder, exhibiendo la inteligencia que la diferenciaba de mí, se había abalanzado derecha hacia el domador al otro lado de los barrotes, intentando alcanzarlo con las garras y las fauces sin ningún éxito, cuando podría haber sorteado el obstáculo y destrozarlo sin ningún problema de haber tenido la mente más fría.
               Claro que Sabrae no era la que solía tener la mente fría en la relación. De todas las veces en que habíamos iniciado los preliminares, sólo había habido una en la que había sido ella la que nos había detenido antes de que pasáramos a mayores, y había sido, precisamente, ayer. Le había costado horrores no desnudarse más, no quitar las sábanas y sentarse sobre mi erección, dándonos a ambos lo que tanto echábamos de menos, pero contra todo pronóstico lo había logrado, no sin antes darse cuenta de que no podíamos hacerlo porque yo, quizá, aún no estaba listo. Puede que me hiciera daño. Mi deseo, por una vez, me consumiría; ardería en las llamas de mi lujuria no como un fénix, sino como un periódico, arrugándome y calcinándome hasta resultar prácticamente irreconocible.
               El resto de veces, quien le había parado los pies había sido yo. Por mucho que hubiera deseado hundirme en su delicioso interior, disfrutar de la sensación de mi miembro empapándose de su placer, de su cuerpo estremeciéndose mientras me recibía en aquel paraíso que tenía entre las piernas, me enorgullecía de haber sido capaz, casi siempre, de poner su bienestar por delante de mis deseos. No había sido así ayer, pero, por suerte, mi único día malo había coincidido también con su único día lúcido. El daño que podríamos haberle hecho de seguir adelante, de haber terminado de quitarle la ropa, de haber retirado las sábanas, de haberme quitado la bata, de haber jugado ella con mi erección mientras yo le lamía los pechos, mientras le acariciaba el sexo, mientras la besaba en la boca, la forma en que ambos habríamos gemido cuando Sabrae se incorporara y, decidida pero cuidadosa, hubiera orientado mi polla en la entrada de su coño, y cómo nos correríamos en menos de un minuto, completamente desnudos, para nada saciados pero, al menos, satisfechos; sudorosos por el esfuerzo que nos supondría a ambos ese polvo, a ella no montarme como a un semental salvaje, y a mí resistir el dolor que me infligiría. Sus tetas se rozarían contra mi pecho, y yo las sentiría incluso por encima de las vendas; sus uñas se clavarían en mi espalda, la única parte de mi cuerpo aún intacta, y su sexo se contraería en un delicioso orgasmo que exprimiría hasta la última gota de esperma de mi interior, mientras ella se echaba hacia atrás, acariciando mis piernas con la punta de su pelo, ofrendándome unos pezones que yo no dudaría en aceptar con mis labios, mi lengua y mis dientes, sólo para hacer que se corriera una segunda vez, llenando el hueco entre nosotros de esa agua bendita que le salía de las profundidades, y que tan deliciosa estaba, que tanto me gustaba degustar, que con tanto placer bebía, que…
               Alec, tío, céntrate.
               ¿Ves cómo no estoy bien? En una situación normal, me habría horrorizado tanto que Sabrae atrajera la atención de Aaron hacia ella que ni me habría puesto a pensar en lo perfectas que eran sus tetas. O su boca. O sus uñas. O su coño.
               Joder, no tengo remedio.
               -¡Vaya! Esto ha escalado rápido-comentó Aaron, riéndose y girándose para mirarme-. ¿Qué pasa, hermanito? ¿Te avergüenzas de ella?
               -De quien me avergüenzo es de ti-escupí sin poder reprimirme. A mamá no le haría ninguna gracia, pero, ¿qué era lo peor que podía hacerme? ¿Reñirme? No había nada que ella pudiera hacer que me preocupara mientras Aaron estuviera en la misma habitación que mi chica. Que me torturara, si quería. Lo preferiría mil veces al cargo de conciencia que me suponía haber hecho que Aaron y Sabrae coincidieran bajo el mismo techo.
               -¡Alec!-me recriminó mamá, pero nadie en la habitación le hizo caso, a excepción de su madre, que la mandó callar en voz baja. Lo hizo en inglés en vez de en ruso, para que Aaron supiera que Mamushka tampoco aprobaba su presencia allí. Me sentí un poco mejor, un ápice más tranquilo, aunque aún no estaba para tirar cohetes. Mamushka era una rival formidable, pero no dejaba de ser una anciana. Por mucho que cualquier fuerza fuese bien recibida, había que valorar el potencial como guerrero de cada uno, y ni Mamushka ni yo teníamos mucho en ese momento.
               -Así que la pequeña Sabrae Malik-comentó Aaron, haciendo del nombre de Sabrae casi un chiste, como si fuera el título de una película mala con ganas, de las que se hacían con la intención de competir en los Razzie. Escaneó a Sabrae de un modo en que no me gustó nada, la hizo parecer… comestible. No comestible como yo la consideraba a veces, sino como si él verdaderamente pudiera comérsela. Me dieron náuseas sólo de pensarlo-. ¡Ayy, cabrón! ¡Cómo te lo montas!-se echó a reír, como si aquello fuera divertido. Seguramente estaba comparando a Sabrae con mis amantes conocidas, especialmente, con Chrissy, la única que teníamos en común. Y estaba convencido de que Aaron creía que había salido perdiendo con el cambio.
               Bueno, problema de él. No es que Chrissy tuviera nada de malo, todo lo contrario, pero Sabrae era superior a mi modo de ver. Para mí, no tenía ningún tipo de competencia. La mujer objetivamente más perfecta del mundo podría entrar ahora mismo en mi habitación, y yo seguiría sin apartar la vista de Sabrae. Mi chica no tendría nada que envidiarle a nadie, por muy matemáticamente perfecta que fuera esa persona.
               -La verdad es que sí-respondí, y no lo hice en el tono beligerante en el que había estado hablando con él hasta entonces. Lo dije completamente en serio, creyéndolo de veras. Me parecía un sueño que Sabrae fuera mía, con la cantidad de tíos mil veces mejores que yo que había por el mundo. Aún seguía sin dar crédito, y no discutiría con Aaron en el hecho de que era tremendamente afortunado de tenerla. Sí, me lo había montado genial. Conseguir que se enamorara de mí cuando había otros que tenían mucho más que ofrecerle había sido la hazaña de mi vida, que aún no era capaz de comprender.
               Sabrae posó los ojos en mí con la gracilidad de una mariposa, y me dedicó una cálida sonrisa tranquilizadora que tuvo justo el efecto contrario. Se me aceleró un poco el corazón, pero por primera vez desde que Aaron había entrado, no me importó lo más mínimo que los efectos se notaran también en el exterior de mi cuerpo. La sonrisa de Sabrae se rizó un poco más al escuchar la reacción que había desencadenado su sonrisa, y se relamió los labios. Me habría dicho que me quería de saber que, ahora mismo, no nos lo podíamos permitir.
               Puto Aaron. Me había robado demasiadas cosas en la vida; no tenía derecho a robarme también un “te quiero” de mi persona preferida en el mundo.
               La sonrisa de la cara de mi hermano se había quedado petrificada en un gesto de incredulidad. Había pasado de disfrutar de la situación, siendo el principal jugador en el tablero, a un peón apartado y olvidado en una esquina. No podía permitírselo. Es por eso que se inclinó de nuevo hacia ella y, extendiendo la mano para ofrecérsela y que Sabrae se la estrechara, comentó:
               -Yo soy Aaron, nena. El Aaron-especificó con chulería, y a mí me dieron ganas de meterle el pie en la boca para que se callara. Menudo gilipollas prepotente estaba él hecho-. Seguro que se te ha caído un mito la verme; soy más guapo de lo que Alec quiere reconocer. Aunque, con suerte, quizá me recuerdes, y podrás juzgar por ti misma sin hacer caso de lo que Alec dice de mí.
               -Esto…-Sabrae se apartó un mechón de pelo de la cara, fingiendo azoramiento, y por un momento pensé que de verdad lamentaba no saber quién era-. La verdad es que Alec no habla de ti.
               Mimi se mordisqueó el puño para contener la risa al ver la cara que puso Aaron. El muy gilipollas estaba convencido de que él ocupaba todos mis discursos, ya fueran de odio o de amor, pero el carácter de estos le traía sin cuidado. Después de todo, no hay publicidad buena ni mala, sólo publicidad.
               -¿Y ni siquiera te sueno?-quiso saber, ansioso. Ahora ya había algo más que su afán por hacerme daño impulsándole. Era su ego. Una cosa era saber que Sabrae era una autopista directa a mi corazón, pero otra muy diferente era darse cuenta de que, hasta hacía unos minutos, Aaron ni siquiera existía en ese universo que formaba su vida. No poder envenenar una nueva parcela de terreno era algo que no iba a tolerar.
               Sabrae se mordió el labio, los ojos abiertos en un gesto de disculpa, las cejas formándole una montaña de arrepentimiento, y se relamió los labios mientras negaba despacio con la cabeza. Fuera quien fuera el chico que ahora la interrogaba, lo cierto es que para ella, era surgido de la nada.
               Me daban ganas de descojonarme viendo la increíble interpretación de Sabrae, y lo entregado que estaba su público a dicha interpretación. De los presentes, sólo yo sabía la verdad (aunque Mamushka y Mimi la sospechaban, pero no tenían ningún tipo de confirmación): Sabrae estaba al corriente de todos los aspectos de mi vida, conocía a todas las personas que habían pasado por ella, siquiera de oídas. Yo era un libro que Sabrae se había aprendido de memoria, como la más fiel de las lectoras, la más entusiasmada por la historia y la más apasionada con los personajes. Incluso cuando yo no tenía ni siquiera fotos para enseñarle, bien por dejadez o bien porque no quería tenerlas, Sabrae conseguía hacerse una composición bastante acertada del físico de aquellas personas que habían marcado mi vida, para bien o para mal. De hecho, pondría la mano en el fuego por su capacidad para identificar a Aaron nada más verlo, incluso si nadie hubiera reaccionado a su presencia en la habitación. Algo me decía que Sabrae habría sabido quién era sin presentaciones…
               … pero nunca estaba de más darle una cura de humildad al gilipollas de tu hermano mayor.
               -¡Alec, tío!-protestó Aaron, visiblemente afectado. Me dieron ganas de descojonarme. A juzgar por cómo se había comportado Yara con nosotros, cómo se había acercado a mí, ella sabía quién era yo. Decir que estaba disfrutando al ver que Aaron se desesperaba por comprobar que no tenía en mi vida tanta importancia como yo en la suya sería quedarse muy corto.
               -Aaron es el otro hijo que mi madre tuvo con mi padre-le expliqué a Sabrae. Ella abrió ligeramente los ojos, fingiendo procesar la información con ávido interés. Si Aaron supiera que Sabrae conocía hasta su grupo sanguíneo, tales eran sus ganas por comprender mi mundo…
               -Oh-dijo simplemente, como una dama de la nobleza a la que le corrigen un cotilleo erróneamente difundido.
               -Vaya manera más rara de decir que somos hermanos-comentó con cierto deje de fastidio, y yo no pude evitar esbozar una sonrisa. Me encantaba pincharlo. Toda la vida había sido así, pero más ahora, que le escocía tanto, que había venido a verme seguro de que así conseguiría ponerme peor de lo que ya estaba.
               -Pues no os parecéis-comentó Sabrae, mirándonos a ambos. Una nueva mentira que yo mismo supe identificar nada más nos vio juntos. No es que fuéramos dos gotas de agua (el color de los ojos, más tirando hacia la madera los de él, con dejes verdosos; el pelo más oscuro, la mandíbula más marcada). Aaron y yo sí que nos parecíamos, estábamos cortados por el mismo patrón, algo que a él le encantaba por el simple hecho de que yo lo detestaba. No podía huir del chaval que se asomaba al espejo al mismo tiempo que yo.
               -Yo he salido a mamá-me regodeé-, por eso soy más guapo.
               Lo cual era cierto. Lo de que había salido a mamá, quiero decir. El pelo más claro no podía ser sino causa de la mezcla entre el de mi padre y el de mi madre; mi mayor facilidad para ponerme moreno y mantener ese tono de piel venía de las raíces griegas de mamá, y yo era bueno, o por lo menos lo intentaba.
               Una cualidad que, desde luego, no había heredado de mi padre.
               Aaron vio algo en nosotros dos, algo intenso y poderoso contra lo que ni siquiera él se veía con fuerza o valor para intentar combatir, de modo que asintió con la cabeza, intercambió un par de pullitas más conmigo, y luego, se sentó en el sofá, al lado de Mimi, a charlar un rato con mamá. Le pedí a Sabrae que se sentara a mi lado, en el sillón que hasta hacía poco estaba monopolizando mi madre, y me concentré en la sensación de tenerla tan cerca para tratar de tranquilizarme.
               Por muchos años que pasaran, mi cuerpo siempre se pondría alerta cuando Aaron anduviera por los alrededores, recordando mi infancia más tierna, en la que había sido más el actor recurrente en mis pesadillas que mi hermano mayor. Había pasado demasiado tiempo tratando de protegernos a mí y a Mimi de él como para poder aparcar ese instinto de supervivencia que me despertaba durante un rato, y fingir que estaba bien, cuando me sentía tan débil. No era lo mismo verlo en las cenas de Nochebuena o en algún acontecimiento especial que mamá se sacara de la manga para verlo antes de tiempo, cuando podía prepararme psicológica y físicamente para ello, que ahora que me había pillado de sorpresa.           
               Detestaba la forma en que la habitación estaba diseñada para que cada uno de mis movimientos fuera visto por todo aquel que lo deseara, porque eso conllevaba una exposición para la que yo aún no estaba listo. Una cosa la falta de intimidad con mis padres, mi abuela, mi hermana o mi novia, e incluso con mis amigos, y otra muy diferente era no poder moverme sin que todos los ojos de la estancia se clavaran en mí, especialmente unos que, hacía años, habían poblado mis pesadillas.
               No me gustaba que estuviera allí. No me gustaba el colegueo que se traía con mamá, ni cómo ella se dejaba atrapar por sus redes y engañar por sus palabras empapadas en miel. No me gustaba cómo se inclinaban el uno hacia el otro para susurrar en voz baja, con mamá temiendo interrumpir nuestras conversaciones casuales y Aaron ansioso porque nadie escuchara cómo la embaucaba. Ya era bastante duro cuando yo estaba en pleno uso de mis facultades, físicas y mentales, pero lo de ahora era simplemente insoportable.
               Y, por supuesto, detestaba la forma en que miraba a Sabrae. Tenía la precaución de no hacerlo muy a menudo, quizá consciente de que mi estado era temporal, y recordando que, tratándose de él, yo era rencoroso. Se las guardaría todas y cada una y se las devolvería todas juntas e incrementadas. Pero Sabrae ejercía un efecto curioso en él, una suerte de atracción que reproducía la mía, y que me hizo preguntarme si habría algo en mis genes que me obligara a prestarle la atención que le prestaba.
               Mimi y ella permanecían ajenas a mi escrutinio y mi evaluación de la situación, demasiado ocupadas en una paleta de sombras que mi hermana le estaba enseñando a mi chica en el móvil. Parecían entusiasmadas con la próxima adquisición que iban a hacer cuando salieran de compras juntas, aunque aún no supieran cuándo iba a suceder eso. Yo, mientras tanto, me contentaba con mirarlas, con apreciar su entusiasmo y su buena relación. Al principio, me había preocupado un poco que Mimi se sintiera amenazada o incluso desplazada por Sabrae, ya que estaba acostumbrada a ser una de mis prioridades. Sin embargo, ahora veía que aquella angustia había sido en vano: si ya antes se caían bien, e incluso se podría decir que se gustaban, ahora Mimi y Sabrae se adoraban. Lo que habían pasado juntas, colaborando codo con codo mientras trataban de despertarme, las había unido más que diez años de relación. Se respetaban, se querían y se trataban incluso como amigas íntimas.
               Lo cual me hizo darme cuenta de que eso era incluso más peligroso para Sabrae, pues supondría que, haciéndole daño, Aaron no sólo conseguiría herirme a mí, sino también a Mimi. Así que el dolor iría en aumento. Intenté apartar las ideas de mi mente, decirme que estaba exagerando como siempre me aconsejaba Sabrae que hiciera cuando los demonios comenzaban a afilarse los dientes en los confines de mi conciencia, pero yo sabía que, si bien en ocasiones exageraba, ahora no lo estaba haciendo en absoluto. Si me preocupaba por Aaron era porque lo conocía de verdad, porque le había sufrido como nadie en aquella habitación.
               Y porque mi mundo se veía reducido a las cuatro paredes que conformaban mi habitación, pero el de los demás era tan extenso como el mismo universo. Mamá entraba y salía, Dylan entraba y salía, Mamushka entraba y salía, Mimi entraba y salía, Sabrae misma entraba y salía. Esos itinerarios los volvían a todos vulnerables, pues me impedían vigilarlos.
               Me generaban una angustia inimaginable. No sabía cómo haría para pedirle a Sabrae que se quedara a dormir esa noche, pero sabía que no pegaría ojo mientras no la tuviera a la vista. Una garra invisible me atenazaría la garganta, pero esa garra sería mil veces mejor que la mano de Aaron encima del cuerpo precioso y delicado de Sabrae.
               El sol ya había atravesado el pequeño cuadrado de la ventana cuando, por fin, Aaron puso fin a mi preocupación incorporándose y frotándose las manos contra los vaqueros.
               -Bueno. Creo que ya va siendo hora de que me vaya.
               -¿Tan pronto?-preguntó mamá. Era la única que lamentaba que Aaron se fuera en ese momento. O, mejor dicho, era la única que lamentaba que Aaron no se fuera más tarde. Los demás llevábamos ansiosos por que se esfumara bastante rato.
               -Sí. Yara estará a punto de llegar a casa, y quiero tenerle algo preparado para cuando llegue de trabajar. Viene bastante cansada, ¿sabes?
               -¿Dónde trabaja?
               -En Harrod’s-sonrió Aaron, orgulloso, y yo no pude evitar intervenir.
               -Mira, la historia se repite.
               Mamá clavó los ojos en mí, fulminándome con la mirada y, a la vez, sonriendo. La hacía tremendamente feliz que mi hermano hubiera asentado la cabeza, pero las comparaciones que yo me empeñaba en hacer entre él y Yara y mamá y mi padre eran algo que agriaba su felicidad.
               Créeme, me sentía un cabrón haciendo que recordara todo aquel infierno, pero tenía que darse cuenta de que el fruto de aquello no era la salvación ni la compensación que ella esperaba.
               Aaron rió entre dientes.
               -Eso te encantaría, ¿verdad?
               -En absoluto-negué con la cabeza, pero me ignoró. Típico de él pensar que los demás disfrutaríamos del sufrimiento ajeno como lo haría él mismo. Sabrae y Mimi se habían callado, al igual que mi abuela y Dylan. Ahora, todos los ojos estaban, de nuevo, fijos en Aaron. Mi hermano se inclinó para darle un beso en la mejilla a mamá, que le confesó que se alegraba mucho de verle, aunque fuera triste la razón, tras lo cual me echó un vistazo triste, desangelado. No se atrevió a decirle que le gustaría verle más a menudo, pues sabía que eso me hacía daño, y yo no estaba para que me hirieran justo entonces.
               Aaron fue repartiendo besos por la habitación; incluso se atrevió a darle uno a Mamushka, que sólo se había dirigido a él en ruso, un idioma que él apenas comprendía.
               -Adiós, abuela.
               -Proshchay.
               Aaron asintió con la cabeza, dedicándole una sonrisa triste, como si le doliera que Mamushka no se dejara engañar por su fachada de niño bueno. Se giró y le dio un beso a Mimi, que se lo devolvió con la misma cautela con que él la había tocado. Mamá era algo que teníamos que compartir obligatoriamente y que yo no podía reclamarle, pero, ¿Mimi? Mimi me pertenecía. Era exclusivamente mía. Y Aaron lo sabía.
               Y, entonces, decidió desafiarme. ¿Cómo podía ser tan imbécil? Después de años y años conociéndole, y aún no me daba cuenta de cuáles eran sus verdaderas intenciones. Había hecho que bajara la guardia mostrándose cauto con mi hermana, sólo para darme donde más me dolía.
               -Sabrae-saboreó su nombre de una forma obscena, casi como un psicópata recitaría la lista de víctimas inocentes a las que había dado caza igual que un súper depredador. Hundí los dedos en el lomo de Trufas, que me había hecho de conejo de terapia hasta el momento, para intentar tranquilizarme. Su piel cálida y suave hizo las veces de cojín contra el que acurrucarse cuando tenías frío y pesadillas, pero cuando los monstruos de verdad acechaban bajo la cama, de poco te servía un poco de relleno y un pedazo de tela que lo recubriera-. Me alegro de verte de nuevo.
               -Gracias-contestó ella con cautela, y yo me estremecí de pies a cabeza cuando sus ojos se encontraron. Sabrae era valiente rayando en la temeridad. No dejaría que Aaron la amedrentara, cuando eso era justo lo que yo necesitaba: que le diera miedo, que se mostrara cauta con él, que no lo subestimara y sobrevalorara su fuerza, como había hecho la liebre en la fábula con la tortuga.
               Tenía que dejar de desafiar al destino y fingir que no le daban miedo los lobos con piel de cordero, pues por mucho que ella fuera una gata, la luna y la noche sólo pertenecían a una especie; una especie que no era la suya.
               Aaron se inclinó para darle un beso en la mejilla que Sabrae le devolvió, pues no quería quedarse con él, algo completamente comprensible. Le dio una palmadita en la espalda mientras Aaron la estrechaba entre sus brazos, y yo permanecí extremadamente atento a su expresión.
               Como emitiera el más mínimo jadeo fruto de la presión que mi hermano ejercía en su caja torácica, saltaría sobre él y le sacaría los ojos con la vía que aún tenía incrustada en la cara interna del codo.
               Por suerte para Aaron (y también para mi recuperación), Sabrae no acusó en ningún momento ni la cercanía ni la presión que mi hermano ejercía sobre ella. Tras un incómodo momento que Aaron utilizó para marcar territorio, finalmente se separaron, y los ojos de mi chica volvieron a posarse en los míos, tranquilizadores. Sabía lo que estaba pensando, y sabía lo que necesitaba que me dijera, aunque no fuera con palabras: estoy bien. No me ha hecho daño.
               El suspiro de alivio que exhalé cuando el aire volvió a correr entre ellos fue claramente audible. Aaron alzó una ceja, divertido al ver que me tenía en la palma de la mano, vulnerable y a su merced, y entonces se inclinó hacia mí.
               -Siento lo que te ha pasado, Al. De veras.
               Uh, mal asunto. Cuando Aaron me llamaba “Al”, era porque estaba tramando algo gordo en mi contra. Se me erizaron los pelos al recordar la cantidad de veces en que había escuchado mi diminutivo de sus labios; en todas, había ocurrido una desgracia de mayor o menor calibre. Y, a juzgar por el tiempo que Aaron había pasado allí, estudiándonos a Sabrae y a mí, sospechaba que la desgracia iba a ser épica. Se me cortó la respiración al momento, todo alivio, momentáneo y olvidado.
               -Estoy mejor de lo que parece con toda esta parafernalia-le aseguré, como si quisiera tranquilizarlo, pero sé que Aaron supo entender el doble sentido de mis palabras. Aún puedo defender a quienes me importan-. Pero gracias.
               Me dio un toquecito en el hombro, y una suave palmada en el cuello.
               -Nos vemos pronto, hermano pequeño-me dijo, la amenaza disfrazada de promesa inocente. Asentí con la cabeza a modo de despedida y esperé a que se fuera.
               Cuando lo vi atravesar el pasillo y desaparecer en dirección al ascensor, pude respirar con normalidad. El ambiente en la habitación se relajó inmediatamente, y mamá nos miró a todos, en parte sintiéndose culpable por haber hecho que todos estuviéramos al límite de nuestros nervios.
               -Lo siento-se disculpó, perfectamente consciente de que había puesto a prueba nuestra paciencia durante demasiado tiempo. Sin embargo, todos le restamos importancia. Mamá había sufrido muchísimo la independencia de Aaron; aún lo hacía. No era fácil considerarse una buena madre cuando tu hijo abandonaba estando aún en el colegio el hogar que habías tratado de construir para él.
               Mimi fue a abrazarla, Dylan las rodeó a ambas con los brazos, y mi abuela les acarició las espaldas a las dos chicas, sonriéndole a Dylan con tristeza. No era fácil la situación en la que las había puesto a todas, pero lo aguantaban con el estoicismo propio de las mujeres de mi familia.
               Había otra mujer que para mí ya era mi familia que, sin embargo, no se movió. Sabrae tenía los ojos fijos en un punto de bajo de mi cama, el ceño fruncido en una expresión de profunda concentración, como si estuviera resolviendo una complicada ecuación de memoria. Se mordisqueaba ligeramente el labio.
               -¿Qué pasa, Saab?-le pregunté, estirando hacia ella el brazo que tenía vendado. Menuda puta mierda que hubieran decidido tratarme como una planta y ponerme en la cama más cercana a la ventana, donde más me daba el sol. Eso hacía que mi piel absorbiera más vitaminas, sí, pero también que todo lo que yo quería alcanzar se situara en mi lado dominante, el que tenía impedido. Habría sido fácil cogerle la mano si mi cama fuera la del lado de la pared.
               -Estaba pensando…-meditó, y miró a mi familia.
               -¿Sí?
               Se relamió los labios, algo que hacía cuando estaba nerviosa. No tenía por qué. Ellos no la juzgarían. Si había sentido algo con Aaron, si había notado su sucia y oscura aura, podía decirlo con total libertad. Nadie se reiría de ella, ni la tacharía de cobarde. No, cuando de seis personas presentes, sólo una apreciaba al otro hijo de mi madre.
               -¿Por qué te has andado con tanto rodeo en lugar de decirle directamente que soy tu novia?-preguntó, controlando el tono acusador de su voz. Sus cejas volvieron a juntarse en esa montañita de incredulidad, y yo sentí que la cabeza me daba vueltas. Por eso no había querido formular la pregunta directamente. Necesitábamos una conversación privada.
               -¿Nos podéis dejar solos?-les pedí a los Whitelaw, y todos salieron tras un asentimiento de cabeza y un coro de “por supuesto”, “claro”, “sin problema”.
               En cuanto abandonaron la habitación, sentí que el corazón se me aceleraba de nuevo. Trufas trotó suavemente hasta el borde de la cama cuando Sabrae se levantó y se puso a caminar por la habitación como una leona encerrada. Me recordó al día anterior, cuando les había dicho a los demás que me iba a África. Se parecía demasiado a mi madre, paseando de arriba abajo como si estuviera decidiendo qué parte de mí comerse primero.
               -De verdad, Alec, estoy tratando de entenderte, pero últimamente estás haciendo unas cosas que… no sé. No les encuentro la lógica. ¿Te importaría explicármela? Porque, mira, si supieras lo que me está pasando por la cabeza…
               -¿Qué te está pasando por la cabeza?
               -Sé que es absurdo, lo sé, créeme, por cómo eres conmigo, pero… por un momento, sólo un momento, lo que ha dicho Aaron sobre que te avergüenzas de mí…
               -¿Estás loca?-me erguí en la cama. Por ahí sí que no íbamos a pasar-. ¿Qué puedes tener tú para que yo me avergüence, Sabrae?
               -Me ha llamado niña-me recordó.
               -Es que es lo que eres.
               -Y nunca ha supuesto un problema. Claro que nunca nadie me lo había llamado en presencia de ambos. Porque mira, Al, yo sé que las cosas pueden ponerse feas por los distintos estados de la vida en que estamos, pero si ya vamos a empezar así… él también es tu familia, si no vas a presentarme como tu novia por miedo al qué dirán…
               -Me la suda el qué dirán. Yo te quiero a ti. Y los dos sabemos quién es la madura, la sensata y la inteligente de la relación. Pero, por si se te ha olvidado, te daré una pista: tiene coño. Y, ¡mira!, otra pista: yo no tengo coño.
               -¿Pues entonces, a qué ha venido eso?
               -No quiero que sepa que eres importante para mí.
               Sabrae se rió, estupefacta.
               -¿Cómo? ¿Y es que crees que no lo va a ver en redes, y…?
               -No le dejo seguirme-la corté.
               -A mí me siguen millones de personas. Millones de personas saben lo nuestro, Al.
               -Me da igual que lo sepa todo el mundo. Con que no lo sepa él, me basta.
               -Aun así, me parece una chorrada. O sea, entiendo que él es malo, y que puede decirme cualquier cosa, pero soy más fuerte de lo que piensas, ¿sabes? Por si no te has dado cuenta, llevo siendo negra desde que nací. Si es porque yo soy negra y él es racista, a mí me da absolutamente igual. No hay nada que pueda decirme que me moleste, así que no te preocupes por mí.
               Me la quedé mirando.
               -¿Me lo estás diciendo en serio?
               -¿Tengo pinta de estar bromeando?
               -No te pongas a la defensiva.
               -No estoy a la defensiva. ¿Lo estás tú?
               -Eh… cuando se meten con el color de piel de mi novia, sí, me pongo a la defensiva-asentí con la cabeza.
               -¿Ves? Te ha dicho algo, ¿a que sí?
               -¿Aaron? No. No tiene cojones. Sabe que lo mataría si dijera lo más mínimo sobre ti, bueno o malo. A él no le consiento que pronuncie tu nombre. Eres la que te estás torpedeando. Vamos, nena, ¿qué es lo que más veces te he dicho que es lo que más me gusta de ti?
               -Mis tetas-dijo, cruzándose de brazos.
               -Bueno, lo segundo.
               -Mi culo.
               -¿Lo tercero?
               -Mi coño.
               -Me gusta más tu sonrisa que tu coño.
               -No te lo crees ni tú.
               -Vale, digamos que hay un empate en el podio entre tu coño y tu sonrisa. ¿Qué es lo cuarto?
               -Mis ojos.
               -Joder, realmente tengo un puto ránking, ¿eh? ¿Qué se supone que está en el número… no sé, veintitrés?
               -Las uñas de mis pies-sonrió, pagada de sí misma. Torcí la boca.
               -Es que son muy monas. Muy rectas. Podrías ser modelo de pies.
               -Gracias.
               -Pero no me cambies de tema.
               -¿Quién cambia de tema?
               -Tú. ¿En qué puesto está tu piel? Porque estoy seguro de que está en el top 10. Está en el top 10, ¿verdad?-la miré con perspicacia y Sabrae se rió y asintió, satisfecha. Suspiré trágicamente-. Vale, guay, menos mal. Ya pensaba que teníamos que reorganizarnos.
               -Sigo sin ver qué tiene…
               -Para mí tu piel no es un defecto. Todo lo contrario. Me encanta que tengas la piel del color del que la tienes. Es como el chocolate, y, ¿a quién no le gusta el chocolate?
               -A los racistas.
               -Los racistas me pueden comer los cojones. Vamos, nena. Te llamo bombón por una razón, ¿no?
               -Porque siempre quieres más de mí-me recordó, hinchándose como un pavo. Suspiré, pellizcándome el puente de la nariz.
               -A veces odio que tengas tan buena memoria con respecto a mí.
               -Pues la tengo, sol. Y por eso recuerdo las veces en que te has puesto sobreprotector conmigo, y has creído que yo no podía manejar una situación cuando no era para nada así. Soy más fuerte de lo que parece, ¿recuerdas? Tu hermano no puede decir nada que me haga daño.
               -No es lo que pueda decirte, es lo que puede hacerte-escupí, sintiendo que se me llenaba la boca de bilis-. Es mala persona, Sabrae. Si supieras… él ya sabía que tú y yo teníamos algo. Me vino con el cuento en Nochebuena. Y si supieras…
               Empecé a pensar. No pude evitarlo. Recordé la pesadilla en la que yo me convertía en mi padre, violando a la persona a la que más se suponía que tenía que proteger. Es triste decirlo, pero yo veía a Aaron perfectamente capaz de hacerle ese tipo de daño a Sabrae, de destrozarla de esa manera, sólo con tal de destruirme a mí. Había tantos momentos en que ella era vulnerable…
               -Alec-me llamó Sabrae.
               …en que estaba desprotegida, en que no había nadie que pudiera ayudarla…
               -Alec-repitió Sabrae, acercándose a mí y tomando mi rostro entre sus manos, obligándome a mirarla.
               Me perdí en sus ojos. Me perdí en sus ojos y no pude evitar imaginarme cómo sería el pánico deformando sus pupilas. Contrayéndolas, dilatándolas… sus párpados apretados, sus…
               -No puedo ni recordar lo que me dijo sobre ti en Nochebuena sin ponerme físicamente enfermo.
               -No pudo ser tan malo.
               -No tienes ni idea. Ni idea… nos odiamos de una manera en la que no es sano. Es destructivo. Todo lo que está cerca del otro, todo lo que el otro quiere, es algo que podemos usar en su contra. Y yo… siento haberte puesto en esta situación-sentí que se me anegaban los ojos debido a las lágrimas.
               -Alec, no me has puesto en ninguna situación-me tranquilizó Sabrae, acariciándome el pecho.
               -Él te… te haría… Dios-jadeé, y Sabrae lo comprendió. No necesité decirlo para que la palabra flotara entre nosotros, envenenando el ambiente, clavándosenos en el pecho como una daga. Le arrebataría aquello que Sabrae me entregaba voluntariamente por el mero placer de saber que aquello me hundiría. Aun suponiendo un suicidio para él, aun sabiendo que lo mataría, seguiría siendo Aaron quien ganaría. Para él, Sabrae no era más que una pieza prescindible. Para mí, era el rey. Si la perdía a ella, perdía la partida.
               -No tienes idea de… lo que tenemos dentro-jadeé-. Los dos somos monstruos. Pero él… Aaron ni siquiera… a él le da igual. Lo suelta. Lo tiene entrenado. Si yo tengo veneno dentro, Aaron es veneno. No quiero… me importas demasiado para que ellos se fijen en ti. Contaminan todo lo que tocan. Absolutamente todo. Y tú eres lo mejor que tengo. Eres tan pura. Tan limpia. Tan buena. No voy a dejar que te ensucien.
               -Oh, Al…-jadeó, subiéndose a la cama y estrechándome entre sus brazos. Las imágenes se sucedían tras mis párpados, y me eché a temblar ante el infierno que estaba creando para deleite exclusivamente de mis retinas. Dentro de mí, la oía chillar. Dentro de mí, la sentía arañar. Dentro de mí, la escuchaba sollozar. Suplicar que parara, justo lo contrario a lo que hacía conmigo. Dentro de mí, la veía sufrir. Dentro de mí, olía su pánico, su terror.
               -Alec-me pidió Sabrae al ver que me ahogaba. No podía pensar en nada más que en aquel horror, no podía más que envolverme en ese sufrimiento. Me ahogaba con mis propios pulmones, me daba vueltas la cabeza…
               Entonces, Sabrae se inclinó y me besó en los labios. Justo lo que no hay que hacerle a alguien en pleno ataque de ansiedad.
               Y justo lo que yo necesitaba en ese momento. Porque el sabor de sus besos era el mejor de los analgésicos. Sabrae no podía regalarme nada mejor que aquello, su esencia más pura, algo que yo nunca podría robarle, ni aunque se me pasara por la cabeza. Hundió los dedos en mi pelo mientras sus labios se apretaban contra los míos, y exhaló suavemente, insuflándome un soplo de vida que me proporcionó el alivio de una sombra bajo un sol achicharrante.
               -Sh. No pienses en eso. No es más que tu imaginación. Estoy aquí-me aseguró.
               -Te quiero-jadeé, aún mareado, aún aterrado, aún sin aliento-. No quiero que se acerquen a ti.
               -No lo harán. No se me acercarán.
               -No quiero que se interesen por ti.
               -No lo harán.
               -No quiero ni pensar en que estén cerca de ti.
               -No estarán. No les dejaré. Te lo prometo-me besó la palma de la mano y me miró, preocupada. Tenía los ojos húmedos. La había puesto muy, muy nerviosa.
               -Te quiero-repetí.
               -Yo te quiero más.
               -Te lo estoy diciendo en serio, Sabrae-respondí en tono suplicante-. Te quiero. No entiendes hasta qué punto. No es por ti. En serio.
               -¿No me quieres por mí?-bromeó, riéndose.
               -Estoy orgulloso de ti, y de lo que me haces sentir, y de cómo me haces ser, Saab. Son ellos. No quiero que lo estropeen.
               -No lo harán si tú no les dejan. O lo harán, si no se lo impides. No puedes estar preocupado siempre.
               -Pero no sabes cómo…
               -Sé que pudiste con ellos una vez, así que podrás volver a hacerlo. Además, uno de ellos es parte del pasado. No le devuelvas el poder que tu madre le quitó hace años-negó con la cabeza, jugando con mi pelo-. No es justo para nadie. Ni para ella, ni tampoco para ti.
               -Ojalá tuviera algo que ofrecerte, más que… paranoia y paranoia y más paranoia.
               -Alec, no es paranoia. Todo lo contrario. Tienes todo el derecho del mundo a estar preocupado, a creer que las cosas pueden torcerse… creo sinceramente que tienes un trauma que te come vivo cada vez que puede, y te admiro por lo fuerte que eres y por lo rápido que eres capaz de defenderte, pero…-se tumbó a mi lado en la cama, dobló las rodillas y capturó un mechón de pelo entre los dedos, cuyas puntas inspeccionó un momento antes de levantar la vista y mirarme-, sigo creyendo que lo que necesitas es ayuda profesional. Ver a un psicólogo. Porque eso terminará pillándote con la guardia baja un día, y no quiero ni pensar en lo que pasará si yo no estoy cerca para ayudarte.
               -Tú siempre vas a estar cerca-respondí, besándole la cabeza y achuchándola contra mí. Trufas brincó hasta nosotros, metiéndose en el hueco entre nuestros cuerpos, como tenía por costumbre.
               -No siempre-contestó, volviendo a mirar las puntas de su pelo. Me miró por debajo de sus cejas y, antes de que mi mente empezara a trabajar a toda máquina, lo comprendí. África.
               -Estaré bien en el voluntariado. Estaré tan ocupado que no tendré tiempo de comerme la cabeza.
               -Al, vamos a estar a miles y miles de kilómetros de distancia. ¿De verdad piensas que no te agobiarás, obsesionándote todo el rato con si yo estoy bien o estoy mal?
               Clavé la vista en la televisión. Mierda, mierda, mierda. Había un nuevo contra que añadir a la lista.
               -No lo digo para que te quedes. Sé que tienes que ir. Y estoy orgullosa de que sigas queriendo hacerlo. Pero, de verdad, Al, me quedaría mucho más tranquila si hablaras con alguien que pudiera ayudarte a superar estos miedos tuyos. Alguien que te convenciera de que muchas de las cosas que se te comen por dentro son absurdas.
               -Para eso ya estás tú. ¿Qué necesidad tengo de que nadie me coma la cabeza?
               Sabrae suspiró.
               -Al, los psicólogos no son comecocos, por mucho que la gente los llame así.
               -En serio, Saab, ¿qué puede decirme un psicólogo que yo no sepa? Sé que tengo que controlar mis pensamientos. Sé que tengo que dejar de ponerme en lo peor cuando se trata de ti. Sé que tengo que tener más confianza en la confianza que tengo puesta en ti. Sé que… sé que eres perfectamente capaz de cuidarte tú sola de la gran mayoría de las cosas, pero siempre hay una minoría…
               -Una minoría ridícula. ¿De qué no puedo defenderme, a ver? ¿De un tsunami? ¿Un meteorito? ¿La erupción de un volcán, o un accidente nuclear? Todo eso tiene algo en común: es incontrolable, y ni siquiera tú podrías cuidarme.
               -Hay otras cosas. Tú misma lo has dicho: eres una niña.
               -Soy una niña para lo que te parece-refunfuñó, y yo me reí, cubriéndola de besos.
               -Te crees muy fuerte porque nunca has estado en un combate de boxeo. Te crees muy rápida porque nunca has corrido los cien metros lisos. Y te crees muy grande porque no te has visto desde mi metro ochenta y siete-ronroneé-. Eres más pequeñita de lo que piensas.
               -¿Sí?-contestó, picada-. Es curioso, porque yo podría ponerte las mismas pegas. Te crees muy fuerte precisamente porque sobreviviste por chorra a todos tus combates, aunque debo recordarte que no te retiraste campeón. Te crees muy rápido porque vas a todo lo que da con la moto, pero es la moto la que corre, no tú. Y te crees invencible porque no tuviste que esperar durante horas a que terminaran de operarte, ni te viste una semana entera postrado en una cama, apagándote poco a poco, sino que simplemente tuviste el accidente, y luego te despertaste. Yo podría ponerte mil pegas más de las que tú puedes ponerme a mí, pero no lo hago, porque sé que hay cosas que escapan a mi control. Tu metro ochenta y siete no te convierte en un dios, Alec. De hecho, ahora mismo, eres más frágil que yo. Y no por eso me agobio pensando que Aaron te va a perforar un pulmón rompiéndote las costillas cuando me dé la vuelta.
               -No lo piensas porque no lo conoces. Y no lo conoces porque no piensas como él. Yo puedo hacerlo. Por eso sé de qué es capaz. Por eso sé que esto puede resultar arriesgado para ti.
               Sabrae hizo una mueca.
               -¿Estás leyendo Crepúsculo, o qué? Porque hablas igual que Edward. Aléjate de mí, Sabrae. No soy bueno para ti. No soy el héroe, soy el chico malo-le hizo burla, poniendo la voz deliberadamente más grave-. Soy un león morboso y masoquista.
               -Es jodidamente vergonzoso lo bien que puedes citar esa puta película.
               -¡Eh! Un respeto. ¡Es un libro! Y lo vergonzoso es que no puedas citarlo. Todo el mundo debería-se rió, tumbándose de nuevo a mi lado y mirándose las uñas.
               -Deberíamos ver las pelis juntos.
               -Sí, deberíamos. Pero no cantes victoria, ¿eh? No vas a conseguir que tire la toalla tan fácilmente con el tema del psicólogo. Pienso insistir, e insistir, e insistir, hasta que dejes de ser tan tozudo y admitas que no tiene absolutamente nada de malo buscar ayuda profesional.
               -¿Y quién ha dicho que lo tenga? Sólo digo que yo no lo necesito.
               -Hay opiniones respecto a eso.
               -Buena suerte intentando convencerme-bufé. Sabrae se giró y me miró de arriba abajo.
               -¿Tan difícil te crees que eres?
               -Puedo ser muy obstinado si me lo propongo.
               -Todos somos tercos como mulas hasta que nos dan donde más nos duele.
               -¿Que es…?
               -Voy a mantener las piernas muy cerraditas a partir de ahora. Al lado de mis rodillas, las pirámides de Giza parecerán un merendero al aire libre.
               Puse los ojos en blanco.
               -Te debes de creer que me afecta mucho.
               -Ya veremos si sigues con una voluntad tan férrea cuando empiece a traer escotes y minifaldas.
               La fulminé con la mirada.
               -No serás capaz.
               -Tesoro, es primavera. Ya va siendo hora de que vaya renovando el armario, ¿no crees?-se rió, jugueteando con los cordones de la blusa amarilla con estampado de cerezas que llevaba ese día, por debajo de una chaqueta de punto blanca. Se la quitó y dejó al descubierto sus hombros desnudos, en los que me apetecía hincar el diente. Sabrae se quedó frente a mí con los brazos en jarras, exhibiendo sus curvas como en una competición de Miss Mundo.
               -Joke’s on you, Saab. A mí me pondrías cachondísimo hasta con burka.
               -Eso dices siempre. Pero luego, me ves con lencería, y te da un ictus.
               -No serías capaz de desnudarte en la habitación, con las enfermeras ahí mirando.
               Chasqueó la lengua, riéndose.
               -¿No lo hice ayer? Además-se apoyó en las barras de los pies de la cama y alzó una ceja-, resulta hasta divertida, esta costumbre que tienes subestimarme.
               -¿En qué te subestimo?
               -Piensas que el sinvergüenza de la relación eres tú-ronroneó, acercándose a mí con paso sugerente, acariciándome las piernas con la yema de los dedos. No se apartó en mi entrepierna, sino que se regodeó en ella, arqueando las cejas un poco más. Para cuando se sentó frente a mí, tenía la polla dura como una piedra, y una de las comisuras de su boca se había levantado no menos que ésta-. Y que eres el único dispuesto a llegar hasta el final con tal de conseguir lo que quieres.
               Dicho lo cual, volvió a apoyar su mano sobre mi miembro, asegurándose de atenderlo como en el mejor burdel, mientras su boca me hacía ver que me costaría seguir sufriendo ataques de ansiedad mientras la tuviera cerca.
               Sufriría ataques, sí. Pero de otra cosa. De una que a ambos nos gustaba mucho más.
                



¡Toca la imagen para acceder a la lista de capítulos!
Apúntate al fenómeno Sabrae 🍫👑, ¡dale fav a este tweet para que te avise en cuanto suba un nuevo capítulo! ❤🎆 💕

Además, 🎆ya tienes disponible la segunda parte de Chasing the Stars, Moonlight, en Amazon. 🎆¡Compra el libro y califícalo en Goodreads! Por cada ejemplar que venda, plantaré un árbol ☺
      

2 comentarios:

  1. Bueno, creo que ya se ha dicho con anterioridad pero qué asco de persona y de personaje. Me dan ganas de potarle encima. Quiero que Alec y Sabrae le revienten de una pilaza, queda dicho.
    Me ha rayado un poco las rayaduras de Alec durante el episodio, entiendo sus quemaduras de cabeza y sus traumas pero necesita avanzar y hacerle caso de verdad a Sabrae de un santa vez.
    Pd: no puedo creer que la hayas puesto a hacerle una mamada. Sin vergüenza.

    ResponderEliminar
  2. No puedo con Aaron, es que no puedo. Es un gilipollas, un asqueroso y no le soporto de verdad. Encima cómo le describe Alec me produce escalofríos.
    Me encanta la relación de Mimi y Alec, creo que lo digo en todos los capítulos, pero es que me encantan en serio. Y bueno yo FAN de Mimi cuando ha fingido una arcada y ha puesto los ojos en blanco cuando Aaron le ha hecho la pelota a Annie.
    Bueno y Sabrae haciendo como que no sabe nada de Aaron ósea REINA.
    No puedo con Alec hablando de Sabrae en serio ósea ¿se puede estar más enamorado? EVIDENTEMENTE NO. Me ha gustado mucho la frase de “Para él, Sabrae no era más que una pieza prescindible. Para mí, era el rey. Si la perdía a ella, perdía la partida.”
    Lo paso fatal con Alec rayándose tanto en serio, llevo ya varios capítulos sufriendo mucho con esto…
    PD. La mención a Crepúsculo me ha encantado, es una NCESIDAD que vean las pelis juntos.

    ResponderEliminar

Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤