domingo, 8 de noviembre de 2020

Harakiri.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Estimado sr. Whitelaw.
 
Le adjunto por medio de este correo el Visado de Trabajo Especial emitido por el Departamento de Inmigración del Gobierno de Etiopía, si bien la autorización de estancia y tránsito se extiende a la totalidad de los territorios en que nuestra organización tiene presencia, al viajar al continente africano en calidad de voluntario bajo nuestra protección, como ya le habrán comentado mis compañeros del área de Recursos Humanos. Por favor, tenga en cuenta que la duración del visado es superior a la del contrato (un año y dos meses frente a un año natural completo), para darle más margen de maniobra a la hora de viajar a nuestra sede, con mayor amplitud de fechas.
A su vez, también le envío con este correo una copia del contrato que nos había enviado previamente firmado por usted, en la que ya constan también las firmas del Gerente de WWF en África, así como la mía propia. Por favor, no olvide imprimir este documento y presentarlo en el aeropuerto a su llegada a destino, ya que es requisito sine qua non el Visado de Trabajo Especial surte efecto. De no traer el visado acompañado del contrato, las autoridades pueden retenerle en la frontera e, incluso, ordenar su repatriación.
De la misma manera, le recuerdo que también será necesario que traiga un certificado de Vacunación contra la Fiebre Amarilla y la infección por COVID-19, que pueden exigírsele también en la frontera. También es  altamente recomendable la vacunación contra la malaria y el dengue, ya que algunos de nuestros campamentos se sitúan en zonas con alta incidencia de esta enfermedad.
Por último, recordarle que aún tiene pendiente de confirmación las fechas exactas de llegada y salida del país, quedando pendiente la reserva de los vuelos de ida y vuelta, amén del transporte que le llevará desde el aeropuerto en Adís Abeba hasta el primer punto de contacto con WWF. El coste de dicho transporte queda íntegramente cubierto por las tasas ya satisfechas para el inicio de su voluntariado; sin embargo, le ruego que me haga saber cuanto antes en qué momento se incorporará a nuestros servicios (recuerde que la fecha más usual de llegada de nuestros voluntarios es el 1 de julio, siendo ésta una fecha orientativa) para terminar lo antes posible las gestiones, poder dar por concluidos los trámites y, por fin, darle la bienvenida a nuestra Fundación.
Aprovechando para agradecerle de nuevo su altruismo y la confianza depositada en nosotros, le saluda atentamente,
 
Valeria Krasnodar.
Directora Adjunta del Departamento de la Región de África Oriental de WWF.
 
¿Qué era lo que decían? ¿Qué no había que consultar las redes sociales a altas horas de la madrugada, porque de noche todos los gatos son pardos?
               Porque tenían razón. Ni siquiera había pensado en la posibilidad de que tuviera un correo del voluntariado; simplemente había entrado por puro aburrimiento, harto de bajar y bajar y bajar por las notificaciones de Instagram y Facebook en busca de algo que no fueran mensajes de ánimo. Que, no me malinterpretes, agradecía mucho recibir, pero lo último que me apetecía era ponerme a darle las gracias a gente con la que llevaba sin cruzar palabra más de dos años, y a la que llevaba sin ver más de tres, sólo porque de repente me había vuelto interesante hasta el punto de ser la única persona que conocían que había entrado en un coma y había vivido para contarlo.
               Ni siquiera las fans de Zayn preguntándose por Twitter qué le sucedía a Sabrae, ahora que no subía historias; si se habría peleado conmigo e incluso recriminándome que le hiciera daño a su princesita (las que menos; en realidad, la mayoría eran respetuosas y mandaban callar a las ruidosas) habían conseguido entretenerme lo suficiente.
               El insomnio era una mierda. No recordaba la última vez que me había pasado media noche en vela, pero jamás había sido así de aburrida, especialmente porque nunca había tenido a mi madre en la cama del lado, respirando profundamente y recordándome que no estaba solo. Además, a la presencia de mi madre había que añadirle que tenía medio cuerpo vendado, casualmente mi mitad dominante, por lo que las soluciones que había encontrado en ocasiones (el típico Vladimir: una paja y a dormir) quedaban más que descartadas. Sólo tenía la opción de mirar el techo a oscuras, o la duermevela de la enfermera con el turno de noche, que pasaba a por un vaso de café de máquina cada media hora, intentando apañárselas con la planta entera para ella sola.
               Así que había acabado entrando en mi correo electrónico, detestando una vez más el puto accidente no porque hubiera hecho que me abrieran en canal, sino porque me había destrozado el móvil y no podía ni siquiera ponerme a leer conversaciones antiguas con mis amigos o Sabrae. Bueno, vale, leería sólo las de Sabrae, pero porque ¡ni con una semana entera tendría suficiente! Tenía material suficiente con el que entretenerme hasta que me dieran el alta, pero no los medios para acceder a ese material, así que tendría que conformarme con los correos que me enviaran para que respondiera encuestas a cambio de puntos que podría canjear por regalos que, en realidad, no quería. Quizá, si tenía suerte, incluso me mandarían publicidad de algún nuevo videojuego cuya demo estuviera disponible para móviles.
               Con lo último con lo que esperaba encontrarme era con un correo cuyo asunto rezara “Visado y contrato”, enviado desde una cuenta corporativa de WWF.
               Había entrado con desconfianza, sospechando que ese correo no me reportaría más que dolores de cabeza. Desde que había decidido hacer el voluntariado, mis semanas se contaban por los cruces de correos que compartía con el departamento de Recursos Humanos, para los que siempre mi documentación estaba incompleta pero que, por lo menos, tenían paciencia conmigo. Sólo sería un trámite más, pensé, un trámite con el que tendría que pedirle a Bey que me echara una mano.
               No me esperaba tener una luz verde. Y llegaba en el peor momento. Lo leí hasta la saciedad, una y otra vez hasta casi poder recitarlo de memoria, y cuando mamá se revolvió en la cama, muy cerca de despertarse, copié el texto y me lo envié por Telegram, eliminando después el mensaje de la cuenta de mi madre para que ella no descubriera nada raro en su teléfono cuando cerrara sesión de mi cuenta de correo. Dejé el móvil sobre la mesa gris y traté de darme la vuelta en la cama, con tan mala suerte que me olvidé de que, bueno, tengo como dos millones de huesos donde la gente normal apenas tiene dos docenas, y terminé dolorido y sudoroso de vuelta sobre mi espalda, cagándome en mis antepasados y con la cabeza ya dándome vueltas.
               Y ojalá fuera de dolor.
               Supe en el momento en que abrí el mensaje que ni de coña podía decirle nada a mi madre; al menos, de momento. Necesitaría convencerla, y necesitaba a Sabrae para que me ayudara a convencerla, pues en lo poco que habíamos estado juntos, a solas o acompañados, mamá me trataba como si fuera un completo inútil, un niño inválido y totalmente desprotegido. Todavía no había tenido que ir al baño por lo poco que había comido y bebido, pero me daba escalofríos sólo pensar en cómo sería. Para mamá, era un bebé con una barba “que iba a pedir que me quitaran lo antes posible”, como si fuera un muñeco gigante con el que jugar a las casitas, en lugar de su hijo mediano con pelos en los huevos.
               No, definitivamente no sería capaz de hacerle ver que el 1 de julio estaba aún muy lejos, y que tendría tiempo de sobra para recuperarme. El día que saliera caminando por mi propio pie del hospital, estaría como nuevo y podría seguir con mi vida tal y como la había conocido, así que no habría de qué preocuparse. Pero ella no me escucharía. No lo hacía antes, ¿iba a hacerlo ahora, que podía ver mis pulsaciones en una pantalla o administrarme lo que le diera la gana cambiándome el gotero? No me había mandado callar ni una sola vez, y francamente, me agobiaba un poco cuando se me echaba encima y me empezaba a hacer arrumacos. Soy la persona más mimosa del mundo, pero todo tiene un límite.
               Que tengo, insisto, pelos en los huevos.
               Así que sí, lo hablaría con Sabrae primero, y luego, juntos, nos enfrentaríamos al problema.
               Bueno, vale, yo me haría el enfermito mientras Sabrae me sacaba las castañas del fuego. No había nadie que discutiera como lo hacía ella; a veces me preguntaba qué pasaría si la soltara en un juicio con Sherezade, si la alumna superaría a la maestra. Durante el tiempo que había estado en casa de Sabrae, sólo la había oído pelearse con su madre una vez, pero había sido suficiente para entender por qué Zayn salía corriendo en dirección contraria en cuanto Sabrae empezaba también a levantar la voz. Mi chica era dócil cuando tenía que serlo, pero cuando creía que se estaba cometiendo alguna injusticia, pasaba a ser protestona como un chihuahua, con la salvedad de que, físicamente, era más poderosa que un dóberman.
               -Recuérdame que no vuelva a tocarte el coño-le había dicho en tono asustado cuando ella me encontró escondido en su habitación. Sabrae puso los ojos en blanco y se acurrucó a mi lado, disgustada como Edward si se hubiera merendado a Bella.
               Así que si Sabrae podía con Sherezade, a mi madre se la comería con patatas.
               O eso me dije a mí mismo durante el segundo de tranquilidad en que mi mente estuvo callada, porque entonces:
               Pero, ¿Sabrae seguirá queriendo estar contigo cuando sepa que lo del voluntariado sigue en pie?
               Esa voz… la reconocí en el acto, y también supe entonces que no debía hacerle el menor caso.
               Al igual que supe que iba a ser incapaz de acallarla, tal y como no podía hacerlo cuando se entremezclaba con los jadeos sordos de mi madre, intentando no chillar mientras su dueño le pegaba, intentando no gemir cuando esa voz la insultaba.
               Era la misma voz que me había dicho que no era bueno para Sabrae, que era como mi padre, la que me había susurrado el guión de la pesadilla en que llegaba tarde a salvarla de una violación que, a su vez, también cometía yo en un callejón oscuro, haciendo caso omiso de sus ruegos y su llanto.
               Hay que joderse, protesté, notando el deje similar que había entre mi propia conciencia, la que Sabrae había entrenado para hacerla más fuerte y rápida, para presentar una batalla que no estaba seguro de poder ganar. La voz de mis demonios no era exactamente como la de mis recuerdos, porque en mis recuerdos, el demonio sólo era uno, pero en mi mente, ahora, éramos dos.
               -No entiendo por qué te odias tanto, Al-me había dicho Sabrae una vez, mirando con impotencia cómo me autodestruía ante ella, arrodillada frente a mí y con las manos intentando apartar las mías de mi cara-. Eres, literalmente, la persona que más te detesta en todo el mundo.
               Intenté concentrarme en eso: en las diferencias, en lugar de las similitudes. En Sabrae diciéndome que no había nada que temer, que no me daría la espalda, que todos mis miedos estaban en mi cabeza, que jamás le haría daño, que yo era bueno. Me concentré en eso, en su voz, en las mil cosas que me había dicho y que sabía que eran verdad: me lo había prometido, me había prometido que estaríamos juntos pasara lo que pasase, y ella cumplía sus promesas; me quería, y quería estar conmigo, y cuando ella quería algo, lo conseguía.
               Había querido una familia y la había conseguido.
               Había querido gozar de su cuerpo, y me había conseguido.
               Había querido que fuera digno de ella, y había conseguido pulirme hasta lo que era ahora: alguien merecedor de tenerla.
               Y, a cambio, lo había conseguido todo: a mí, a mi cuerpo, ese cuerpo que tanto le gustaba, y en el que venía incluido un corazón que, aunque con aristas, la amaría con todo su ser. Unos ángulos a los que engancharse, unos músculos que acariciar, una boca que besar, una polla con la que disfrutar…
               ¿Te seguirá dejando tocarla cuando se lo digas?
               Claro que sí. Adorábamos follar.
               ¿Seguro?
               ¡Sí!
               Sus problemas empezaron cuando empezasteis a follar.
               Para.
               ¿Hasta cuándo le va a merecer la pena aguantar tus tonterías sólo por lo bien que la haces correrse?
               Esto no se trata sólo de sexo. Yo la quiero.
               Puede, pero todo esto empezó cuando se te abrió de piernas. Empezaste a gustarle cuando te metiste entre ellas. ¿Qué pasará si las cierra?
               No va a cerrarlas.
               ¿Tan seguro estás?
               Le encanta que me la folle. Y follarme ella a mí.
               Pero no vas a ser capaz de follártela en África.
              
               Quizá por eso no quería que te fueras. No querría que se le acabara el chollo. Ni tener el cargo de conciencia de tener que ponerte los cuernos, y pasar a ser la mala de la película.
               Ella no haría eso.
               Mira a Sabrae, follándose a otros mientras el patético de Alec se desloma en África. El muy imbécil no supo ver que le había tocado la lotería, y se marchó, y la dejó disponible para que ella se follara a todo Londres.
               Ella. No. Haría. Eso.
               Un año es mucho tiempo. ¿Crees que lo aguantará sin sexo?
               Sí.
               ¿Crees que lo aguantarás TÚ? El tono jocoso de la voz me repugnó incluso más que la contestación vacilante que le di, una mentira como una casa: sí.
               Porque no, no aguantaría un año sin follar. Un año no era mucho tiempo: era mucho, muchísimo tiempo, toda una eternidad. Y, en lugar de estar poniéndome ciego a sexo ahora, estaba postrado en una cama, dejando que las voces de mi cabeza se abalanzaran hacia nosotros de nuevo, con el cadáver de mi soltería aún caliente, buitres esperanzados ante un nuevo banquete de carroña.
               Por eso me había dicho que sí, ¿verdad? Porque África se había puesto en peligro en el momento en que mi cuerpo impactó contra el parabrisas de ese coche. Todo el mundo daba por sentado ahora que no iba a ir a ningún sitio, que me quedaría en Inglaterra, que repetiría curso y lo haría, contra todo pronóstico, al año siguiente, en lugar de tomarme el famoso año sabático del que disfrutaban los estudiantes de mi edad.
               Todo el mundo excepto yo, que era un putísimo gilipollas. Me pasé una mano por el pelo y gruñí, en parte frustrado y en parte acusando el aguijonazo de dolor que siempre acompañaba al movimiento del codo ahora que me había crecido una nueva extremidad llamada “vía” en la cara interna, con un millón de cosas en una cabeza que a duras penas daba para media.
               Inevitablemente, recordé lo que le había dicho a Scott: que habíamos creado un monstruo con él, que mientras yo follaba porque me encantaba, él lo hacía para salvarse. ¿En qué parte encajaba Sabrae? Sabía de sobra la respuesta. Ella no necesitaba que la salvara nadie. Y, como no necesitaba salvarse, sólo podía ser porque le encantaba disfrutar. Le encantaba la sensación de abandono que recorre tu cuerpo durante el orgasmo, retorcerse debajo de mí y regodearse en hacer que me corriera, hacer que me corriera yo, a quien consideraba erróneamente un dios; disfrutar del subidón que te produce ser deseado, saber que pones cachondo a alguien, y anticipar el polvo que vais a echar cuando os dejen solos, el ardor en tu mente, en tu cuerpo, en el ambiente, en todas partes.
               ¿Iba a renunciar a eso durante un año por mí? No sólo tendría que adorarme, sino que necesitaría una fuerza de voluntad férrea.
               Y Sabrae no la tenía.
               De lo contrario, jamás me habría dejado acercarme a ella.
               Me pasé media noche tumbado sobre mi espalda, dándole vueltas a la cabeza. La solución más evidente y que menos problemas me ocasionaría sería coger, y renunciar al voluntariado. Escribirle un correo a la directora diciendo que, después de un accidente de tráfico que me había cambiado la vida, no me veía con fuerzas para aportar en un sitio en el que necesitaban alguien echando una mano, en lugar de alguien a quien echársela. Puede que, incluso, se ofrecieran a devolverme una parte del dinero, que yo rechazaría porque ellos lo necesitaban más que yo.
               Pero es que era mucho dinero, y me había costado muchísimo ganarlo. De hecho, parte de la culpa del accidente la tenía, precisamente, el puñetero voluntariado: si no hubiera estado empeñado en hacerlo, requiriendo miles de libras que sabía que me costaría conseguir sangre, sudor y lágrimas (mías, y de los que me querían también), seguramente habría tenido dinero suficiente como para irme de viaje con Sabrae sin preocuparme de coger todas las horas extra que pudiera y cambiar cuantos más turnos, mejor.
               Aunque, claro, estaba contando con que me ofrecerían un dinero que, quizá, ya consideraban propio y al que no pensaban renunciar. Estaba perdiendo el tiempo poniéndome en esa situación, más hipotética que posible, pero me aliviaba poder detenerme en ella antes de pasar a la siguiente fase de agobio, una en la que sabía que lo pasaría muy mal: ¿quería yo seguir haciendo el voluntariado?
               Había demasiados pros y demasiados contras como para hacer una lista exhaustiva en mi mente; necesitaría papel y lápiz para poder decidirme, y hasta eso se me negaba debido a la venda que cubría la mano con la que escribía. Así que sólo me quedaba tratar de reducirlos en dos máximas.
               Pro: quería hacer el voluntariado. Me sentiría bien conmigo mismo, útil por primera vez al resto de la humanidad, y haría que el mundo cambiara a mejor. Necesitaba ese pequeño subidón de autoestima, saber que era bueno y que no sólo lo parecía, merecerme el agradecimiento que la tal Valeria había dedicado a mi altruismo.
               Contra: Sabrae.
               Simple, y llanamente, Sabrae. A miles de kilómetros de mí. A, literalmente, medio mundo de distancia. Siendo de carne y hueso sólo en mis recuerdos, pareciéndome un sueño durante el tiempo que no estuviera hablando por teléfono con ella, a un continente de distancia, escuchando su voz tan lejana que me daría vértigo al pensar la cantidad de aire que habría entre nosotros, cuando a duras penas toleraba unos pocos centímetros. Podría pasarle algo y yo tardaría horas  en enterarme. Podría pasarme algo a mí y ella tardaría incluso días. Iba a correr un poco de peligro en el voluntariado, de eso estaba ya avisado, pero hasta entonces, no me había preocupado. Todavía no sabía muy bien cuáles serían mis funciones en el campamento, pues nos asignaban las tareas nada más llegar y ver cuáles serían nuestras principales aptitudes, pero no podía ser peor a subirme a un ring con una máquina de matar como yo y jugarme la vida por un disco de algún metal precioso que, realmente, no valía todo lo que ponías en juego por conseguirlo.
               No es que creyera que fuera a pasarme nada malo, o que fuera a pasarle a ella, pero… me angustiaba pensar que estaríamos muy lejos uno del otro para ayudarnos. Y tampoco es que yo pudiera hacer mucho para impedir las improbables desgracias que se cernieran sobre Sabrae, o al revés. Pero me ponía nervioso no estar con ella. Me ponía nervioso no tenerla a diez minutos andando, o tres corriendo. Me pondría nervioso que nuestras franjas horarias fueran distintas.
               Y, aun así, me decanté por los pros. Porque el voluntariado sólo era una excusa para mejorar, sentirme bien conmigo mismo. Porque sabía que no podría mirarla a la cara si renunciaba a hacerlo por algo tan egoísta y tan cobarde como que, simplemente, me partiría el corazón subirme a un avión en cuyo asiento contiguo no estuviera ella. Porque se merecía a un hombre y no a un crío, y yo, por mucho que ella me considerara ya un hombre, todavía no lo era. Ni tan siquiera comparándome con ella, pese a su corta edad y también lo diminuta que era. Especialmente, comparándome con ella.
               Sí. Para cuando el sol se alzó en el cielo, ya había tomado una decisión. Voy a ir a África, pensé, resuelto, escuchando sólo mi voz y no la de mis demonios reverberando en mi cabeza, entonces y ahora.
               El problema sería cómo se lo iba a tomar Sabrae.
               Y si quiere seguir contigo.
               Cerré los ojos y tragué unas saliva repulsiva, metálica, mientras intentaba concentrarme en los recuerdos de los buenos momentos con ella, obviando los malos. África había sido el punto de inflexión entre nosotros: cuando le demostré que ya no era ese fuckboy que siempre había detestado y del que sus amigas desconfiaban, había sido la excusa que había utilizado para aferrarse a la única posibilidad de salvación y distanciamiento que había quedado libre. Algo dentro de mí me decía que me había dicho que sí porque, en el momento en que cerré los ojos y tardé una semana en abrirlos, el voluntariado dejó de ser una opción planeando sobre nosotros. No lo había mencionado en ningún momento cuando nos declaramos de manera definitiva, pero los dos sabíamos (o sospechábamos, al menos) que estaba ahí. A la espera. Deseando que cometiéramos un error, como abrir el correo electrónico, para caer de nuevo sobre nosotros con la implacabilidad de un meteorito.
               Joder, ¿es que no había podido conocerla seis meses antes, cuando el voluntariado fuera sólo una idea en mi cabeza, cuando ya no era un alumno de último curso organizándose a la desesperada? ¿Por qué no había podido ser, incluso, hacía un año? Nuestra relación sería completamente distinta. Para empezar, ella seguiría siendo virgen, así que yo no le habría tocado un pelo hasta que ella no hubiera estado segura de que eso era lo que quería. Me habría conformado con besos aquí y allá, magreos de vez en cuando, y exploraciones tímidas en las que el ritmo lo marcaría ella. Habríamos elegido el día en que lo haríamos por primera vez con cuidado, y yo me aseguraría de despedirme de Chrissy y de Pauline mucho antes, para no hacerle daño. Lo prepararía todo al detalle para que se sintiera cómoda, y cuando se entregara a mí y ambos disfrutáramos del cielo que tenía entre las piernas, me aseguraría de que no sintiera ningún dolor. Todavía me enfermaba pensar que le habían hecho daño la primera vez, pero conmigo, no sería así.
               Yo no sería un fuckboy del que alejarse, no le haría daño, ni físico ni emocional, y no habría ningún voluntariado por el que preocuparse. No me acostaría con otras después de ella, ni echaría a perder el curso más importante de mi vida. Seguramente, me graduaría este año.
               Habríamos ido a Barcelona, pero yo no habría tenido ningún accidente, así que no le habría dado el mayor susto de su existencia, ni tampoco estaría allí, tirado en una cama de hospital, viendo cómo el amanecer pintaba de dorado, naranja, lavanda y rosa la pared blanca, pensando en de dónde cojones iba a sacar la fuerza para renunciar a lo único que había deseado en la vida como deseaba a Sabrae, ni tan siquiera 24 horas después de haberla conseguido.
               Tenía que haber otra solución a elegir entre tenerla y marcharme. Tenía que ser por otra cosa, tenía que haberse cansado de ponerme excusas, como me había dicho, tenía que…
               Tenía que ser un hombre y apechugar con mis decisiones.
               Me pasé toda la mañana con ansiedad, el estómago revuelto y unas ganas de vomitar que jamás había experimentado, pero que yo sabía se debían a la conversación para la que me estaba preparando mentalmente. Ni siquiera en las finales de boxeo había estado así de acojonado, ya que mis oponentes no podían hacerme el daño que Sabrae tenía al alcance de la mano. Sabía que me arriesgaba demasiado con ella debido al inmenso poder que ejercía sobre mí, que le estaba dando la opción a destruirme completamente, pero sentía que debía hacer lo correcto. No conseguiría nada quedándome en Inglaterra, más allá de un resentimiento que crecería en ambos y acabaría por destrozarnos.
               Me veía en la disyuntiva de destruirme yo solo o destruirla a ella conmigo, así que mi elección estaba más que clara, ¿no?
               Y mi pobre madre, ahí sentada, mirando cómo me peleaba con unas galletas insípidas, ofreciéndose a ir a comprarme brownie o algo rico en alguna de las pastelerías de la primera planta del hospital, sin saber que su hijo estaba a punto de hacerse el harakiri. Creía que me había sentado mal dormir tanto, o que todavía tenía el estómago revuelto por la medicación, cuando en realidad, lo que hacía era prepararme para la conversación más dura de mi vida.
               Creí que sentiría absoluto pánico cuando la viera, que esa sensación de tranquilidad que siempre me invadía cuando la tenía delante se evaporaría ahora que me daba terror encontrármela frente a frente por todo lo que eso supondría justo hoy, pero en cuanto la vi aparecer por el pasillo, caminando tranquila pero decididamente hacia la puerta de mi habitación, gran parte de esa angustia se esfumó. Me resultaba muy difícil creer que ella me haría daño cuando la tenía delante; me sentía como un cachorro que ha destrozado la casa, pero confía en que su dueño le perdonará nada más llegar y ver el estropicio, porque está verdaderamente arrepentido y, además, es monísimo.
               -¡Hola!-festejó con una sonrisa, y yo me hundí un poco en la cama, sintiendo que, si abría la boca y empezaba a hablar, empezaría a vomitar mis pecados, desde el primero hasta el último. Mamá se levantó para dejarle sitio en la silla, y también un poco de intimidad: pronto vendría Mimi con algunas cosas que le habíamos pedido que me trajera, así que aprovecharía para airearse un poco, comer algo en la cafetería y, después, reunirse con su niña.
               Tuvo el detalle de dejarme el móvil a mí, aún no sé si por olvido o por un descuido. Quizá pensaba que me sería más útil a mí, por si me acordaba de algo que quisiera que me trajera Mimi.
               Sabrae se acercó a mí, tan bonita como siempre: llevaba un jersey fino de color crema metido por unos vaqueros altos de color azul, y las botas militares negras que había utilizado la noche que nos peleamos con los abusadores de Eleanor, cuando empezó todo. De nuevo, traía el pelo en unas trenzas perfectas, bien apretadas y definidas, que seguramente se había hecho en el metro, camino de mi habitación. Me dio un beso en los labios que a mí me supo un poco a la traición de Judas, y me preguntó:
               -¿Cómo estás hoy?
               -Bien-respondí, hundiéndome todavía un poco más en la cama y apartando la mirada hacia la ventana. Estaba tan preciosa, y sonaba tan ilusionada por haber venido a verme, que me sentía un canalla por la conversación que estaba a punto de iniciar con ella. Estaba genuinamente feliz de estar allí conmigo, y yo iba a estropearlo todo recordándole que nuestra relación tenía fecha de caducidad.
               Empecé a juguetear con el móvil de mi madre, sintiendo que ardía en mis manos de una forma que consideré un castigo. Allí estaba la prueba del delito, el origen del dolor. La pequeña caja de Pandora ya no tenía un candado, sino un código de seguridad que reconocía mi huella dactilar. Dylan le envió un mensaje a mamá: “salimos ahora”, y mi corazón se hundió.
               De qué poco tiempo disponíamos Sabrae y yo. Y cómo iba a fastidiarlo todo en unos minutos.
               -¿Has pasado buena noche?-quiso saber, sentándose a mi lado y cogiéndome automáticamente la mano, que aún tenía vendada. Seguí dándole vueltas al móvil sobre mi regazo, mientras examinaba las flores que había en una mesa de esquina en la pared. Hasta entonces, no me había fijado en ellas, aunque debería haber percibido el olor que exudaban en la habitación, incluso a través de mis gafas de oxígeno (había descubierto que así se llamaba el dichoso aparato que tanto nos había molestado a mí y a Sabrae el día anterior mientras nos besábamos aquella misma noche, cuando las enfermeras me dijeron que no tenía por qué llevarlas puestas todo el día, sino sólo cuando sintiera que me faltara el aire), que camuflaban un poco el perfume afrutado de Sabrae.
               Pero no del todo. Seguía pudiendo oler ese deje a maracuyá, manzana y flores que su piel y cabello despedían cada vez que se movía. Se me hacía la boca agua sólo con olerlo, porque cuando más intensamente lo había percibido, era precisamente cuando la tenía, sin ropa, encima de mí.
               Iba a echar ese olor terriblemente de menos. El olor de la felicidad, del placer, del sexo.
               Todo un puto año.
               Iba a volverme loco.
               -Sí, bueno, se me ha hecho larga.
               Tragué saliva y me relamí los labios. Sabrae asintió.
               -A mí también. Pero bueno, ya estoy aquí-sonrió de nuevo, acariciándome otra vez la mano. No hagas eso, pensé para mis adentros, no me lo merezco.
               Y también: porfa, no pares nunca. No quiero que dejes de tocarme hasta que me vaya.
               Y después, egoístamente: no dejes que me vaya.
               -Ya has comido, ¿no?
               -Sí. Un filete pequeñito. No tengo mucho apetito.
               -Bueno, eso es normal. Te has pasado mucho tiempo sin comer. Tendrás el estómago más chiquitín de este edificio, y eso que en este edificio hay bebés-se rió por lo bajo, y yo sólo pude esbozar una sonrisa. Me sentía un cabrón de los pies a la cabeza, mala persona hasta lo más profundo de mi ser, allí plantado, viendo cómo ella se esforzaba por levantarme el ánimo y yo me negaba en redondo a dejarme animar.
               Un cabrón y un cobarde, porque ahora que la tenía delante, ya no me parecía tan buena idea lo de marcharme. La sola idea de sacarle el tema me ocasionaba sudores fríos, pero no podía amilanarme. Sé un hombre, Alec. Sé un hombre.
               Sabrae se quedó callada un instante, buscando algo a lo que referirse para sacarme de mis reflexiones. Estuvimos en silencio unos minutos: ella, mirándome con atención; yo, evitando mirarla a toda costa. Por muy hermosa que fuera, ahora mismo era lo que más vergüenza me daba en el mundo, y la vergüenza no era un sentimiento que estuviera muy acostumbrado a experimentar.
               Hasta que a ella le pareció suficiente toda esa pantomima, así que se inclinó hacia delante, carraspeó, tratando de atraer mi atención, y preguntó:
               -Alec, ¿te encuentras bien?
               -¿Yo?-pregunté estúpidamente, mirándola sorprendido como si fuera el mejor de los actores de Hollywood. Me sentí un cabrón nada más preguntarlo en aquel tono, porque la estaba haciendo quedar como una loca, cuando de loca tenía lo mismo que de tonta, y todo lo contrario a perspicaz.
               -Sí-asintió, nerviosa, y yo me relamí. Me pregunté si aquella sería la señal que llevaba tanto esperando, el empujón que me faltaba. Aún tenía los ojos de Sabrae fijos en mí-. Digo, al margen de lo obvio, ya sabes…-señaló con la cabeza los monitores, riéndose con nerviosismo. Estaba igual de incómoda que yo, y detestaba esa sensación. Tenía que hacer que parara: por ella, por mí, por los dos. Jamás habíamos estado incómodos en presencia del otro, y no era momento de empezar precisamente ahora que habíamos pasado al siguiente nivel.
               -Sí, estoy bien, eh… es que yo… quería… Saab, necesito preguntarte…
               Noté que se ponía pálida mientras yo tomaba aire, buscando la mejor manera de enfrentarme a aquella conversación. Todo lo que había ensayado no servía de absolutamente nada, pues mi cerebro trabajaba de forma distinta cuando estaba solo y cuando estaba con ella.
               -Alec, por favor, sea lo que sea, dilo ya. Me estás asustando-no se me escapó el deje histérico  que había en su voz; se estaba poniendo en lo peor, y, la verdad, no era para menos. Es decir, ¿íbamos a romper? ¿Tan poco estábamos destinados a ser completamente felices, sin miedos, sin dudas?
               -Quería saber por qué… ¿por qué me has dicho que sí?
               Bueno, ya estaba. Había lanzado la bomba, por lo menos le había concedido la suerte de no tener que comerse mucho la cabeza. Sabrae se me quedó mirando, completamente alucinada, sin comprender de dónde venía aquello ni adónde pretendía ir yo.
               -Porque me he cansado de ponerte excusas-me recordó-. Porque la pregunta no es por qué te dicho que sí, sino cómo hice para decirte que no en su momento. Cómo es que he tardado tanto.
               -Tenías tus motivos-respondí, mirándome las manos, intentando encontrar una ruta en las líneas que me cubrían la palma-, y me preguntaba si… crees que esos motivos ya no existen.
               -¿A qué te refieres?
               Me estremecí. Siempre se las había apañado para leerme mejor que a un libro abierto, y justo ahora, cuando más necesitaba que me entendiera sin escucharme, Sabrae no era capaz de sintonizar el ancho de banda en el que yo estaba emitiendo todos mis pensamientos, mis dudas y mis miedos.
               -¿No es por África?
               La palabra me quemó en la garganta como un té que te tomas apresuradamente porque sabes que no te gusta, pero no quieres hacerle un feo a tu anfitrión. Intenté contener la arcada que me produjo el sonido del nombre del continente en que se había originado todo (la vida, el hombre, ella, probablemente), y me la quedé mirando, expectante, deseoso de que me refutara a la velocidad del rayo.
               No lo hizo.
               Sabrae se quedó callada, sumida en sus pensamientos, debatiendo consigo misma y leyendo la verdad en el interior de sus ojos, a los que yo no me atrevía a acceder, pues temía conocer la realidad. Sabía que, cuanto más tardara en responderme, menos me satisfaría esa respuesta, pues menos cerca estaría de decirme que no.
               Y Sabrae tardó. Y tardó. Y tardó. Pero, por lo menos, yo no la interrumpí ni una sola vez. No le metí prisa, no le pedí que me dijera algo, sino que simplemente me la quedé mirando. Sentía que no me merecía apurarla, que había sido un cabrón haciéndola preocuparse, así que ahora me merecía que me tuviera en vilo el tiempo que ella quisiera o necesitara.
               -Sí-dijo por fin, destrozándome por completo-, África ha influido, aunque sea un poco.
               Asentí despacio con la cabeza, mordisqueándome el labio, sintiendo que mi estómago se contraía hasta ser diez veces más pequeño que un protón. Aparté la mirada, incapaz de romper con ella viendo cómo el dolor que le infligía teñía sus ojos de un apagado color chocolate.
               -Me lo temía.
               -¿Qué quieres decir?-lo preguntó con rapidez, y un deje de pánico en la voz.
               Tomé aire y lo expulsé lentamente, pensando en mi epitafio. Alec Whitelaw, muerto en vida, tuvo el corazón intacto durante 18 años, lo utilizó menos de 24 horas, y existió durante unas décadas que le supusieron un auténtico suplicio, lejos de la única persona a la que pudo amar de verdad.
               -Sabrae… mis intenciones no han cambiado. Voy a ir a hacer el voluntariado de todos modos este verano.
 
 
La cabeza me daba vueltas. Todavía tenía el móvil de la madre de Alec en la mano, con el mensaje infernal bien iluminado en el centro de la pantalla, la crónica de una muerte que los dos nos habíamos dedicado a anunciar a bombo y platillo para todo aquel que quisiera escucharnos. Odiaba cada maldita palabra que había en ese correo, desde el “estimado” completamente falso, hasta el nombre de la ONG con la que Alec iba a trabajar. Siempre me había encantado la WWF y varias veces había hecho donaciones para causas que me habían llegado al alma, pero ahora me arrepentía enormemente, de una manera tan absurda como injusta.
               Los pobres animalitos a los que había ayudado de un modo u otro no tenían la culpa de que mi vida se estuviera yendo al traste. Eran inocentes.
               Todo mi mundo se estaba hundiendo. No tenía ningún escollo al que agarrarme mientras las aguas embravecidas me tragaban; demasiado a lo que enfrentarme, demasiado contra lo que luchar, demasiados miedos que volvían para devorarme ahora que yo era más vulnerable. Había bajado todos mis muros, derrumbado todas mis defensas, y ése había sido el momento que habían aprovechado para abalanzarse sobre mí.
               No me había dado cuenta de que había dado por sentado que Alec ya no se iría de voluntariado hasta que él me lo había preguntado directamente. Era algo que se había borrado completamente de mi mente, como si nunca hubiera existido. Mientras estaba sentada a su lado, hablándole, cantándole, acariciándole y suplicándole que volviera conmigo de ese horrible coma con el que habían tratado de separarnos, mis pensamientos se habían centrado tanto en echarme en cara haber llegado tarde que ni siquiera recordaba por qué había conseguido llegar tan lejos con él sin comprometerme en absoluto. La excusa se había evaporado, y sólo quedaba la insondable verdad, algo de lo que ni siquiera yo podía escapar: si él no se despertaba, tendría que vivir sabiendo que no le había concedido lo único, lo único, que me había pedido.
               Y ahora… ahora que ya habíamos superado ese obstáculo juntos, ahora que habíamos sobrevivido a la noche más oscura y por fin nos bañaba la luz del amanecer, descubríamos que los monstruos que nos habían acechado en las tinieblas podían venir a por nosotros a plena luz del día, más terroríficos y letales que nunca, ahora que les veíamos en lugar de intuirlos. Venían hacia nosotros con los dientes como dagas al descubierto, brillantes por la sangre de sus anteriores presas, y unas garras afiladas como cuchillos con las que no dudarían en despedazar lo poco que quedara de nosotros cuando, por fin, decidieran abalanzarse sobre ambos.
               Debía estar tranquila, me dije. Debía estar tranquila y afrontar la situación con madurez. A Alec no le convenía que le montara ningún numerito, por muy desesperada que me sintiera al darme cuenta de que había sido una ilusa creyendo que le tendría más tiempo, ahora que había corrido el peligro de perderlo. No necesitaba preocuparse por mí; era el momento de que yo me preocupara por él.
               Me había paseado por la habitación como una leona enjaulada, buscando algo con lo que distraerme, como si no tuviera la razón por la que estar tranquilla allí tumbada, midiendo casi metro noventa. Desde luego, se le veía bien, así que, ¿por qué yo no lo hacía?
               Me volví hacia él con expresión compungida, aún un poco asustada ante la inmensidad del tsunami que se avecinaba. No había visto nunca una ola tan grande, de al menos 30 metros, venir directamente hacia mí, presta a arrastrarme hasta el fondo de las profundidades. Sólo esperaba ser capaz de sacar la cabeza a la superficie y conseguir una buena bocanada de aire.
               Alec me estaba mirando, esperando una reacción por mi parte que yo no sabría en qué dirección dirigir. Me aferré a las barras de los pies de su cama, las que las enfermeras utilizaban para moverlo, y tomé aire lentamente. Cerré los ojos, conté hasta diez, y cuando pensé que podría soltar una mentirijilla lo suficientemente convincente, dije:
               -Bueno.
               Arqueó las cejas, igual que habría hecho yo en su situación. Me costó no hacerme un gesto de incredulidad a mí misma. ¿Bueno? ¿En serio? ¿Él me decía que iba a irse todo un año, y lo único que yo era capaz de decir era “bueno”?
               No me extrañaba que pusiera esa cara de sorpresa. Los dos acabábamos de descubrir que yo era profundamente imbécil.
               -¿Algo más?-preguntó, intentando rebajar el tono de la conversación. Había tanta tensión que podía cortarse con un cuchillo, pero no del tipo al que estábamos acostumbrados: no sexual, sino tensión auténtica, la propia de reuniones diplomáticas entre naciones a punto de romper negociaciones, retirar al personal de sus embajadas y declararse la guerra mutuamente.
               Dejé caer la mano de la barrera y, con el móvil aún en la otra, orienté la cara hacia las ventanas, por las que se colaba la luz de un sol cruel, incitador. Los pájaros del cielo parecían bañarse en su luz, haciendo piruetas en el aire y disfrutando de la libertad que les proporcionaban sus alas. Les envidié. Para ellos sería tan fácil recorrer el espacio que me separaría de Alec en poco menos de tres meses…
               -¿Crees que vas a estar lo suficientemente recuperado para ir?-pregunté, no en tono beligerante, sino porque realmente quería saber qué era lo que pensaba. Sabía que había hecho una gran inversión de dinero en el voluntariado, y ver que estaba todo pagado me hacía sospechar que no sólo quería ir, sino que también se sentía obligado. La cuestión era averiguar cuánto era voluntad suya, y cuánto era ese sentimiento de imperatividad.
               Asintió, despacio pero decidido. Y, como si supiera que con eso no me bastaba, reiteró:
               -Sí.
               Ahora, la que arqueó las cejas con cierta incredulidad fui yo.
               -¿De verdad?
               -No estoy tan mal como os pensáis todos-rebatió, pero no en tono de pelea, sino tranquilizador. Dios, a veces era insoportable, y ésa era una de esas veces; pero incluso cuando no había quien le aguantara, era un encanto. Podía llegar un día a casa con la cabeza bajo el brazo y tranquilizarte, decirte que no le dolía en absoluto y que no le pasaba nada, así que no había razón por la que preocuparse; y, a la vez, si te veía incluso con una uña rota, sentarse a tu lado, colocarse la cabeza sobre el regazo y hacerte ver que estaba ahí para ti, pues todo lo que te pasara sería importante para él, por muy nimio que tú lo consideraras.
               -Alec. Has estado en coma-le recordé-. Te ha pasado un coche por encima, y te han abierto en canal. que estás mal.
               -Vale, sí, lo he pasado un poco mal, pero…
               -¿Un poco?-repliqué, incrédula.
               -Dame un respiro, ¿quieres, nena? Estoy convaleciente, no vengas con todo a por mí-me pidió. Ah, qué curioso: cuando le interesaba, sí que estaba lo suficientemente enfermo como para que le tratáramos con guantes de seda, pero cuando se le metía algo entre ceja y ceja, estaba como siempre, y el accidente no le había afectado en absoluto-. Lo que intento decir es que… soy perfectamente consciente de mi situación, pero, sinceramente, y que no te parezca mal… yo soy el único que sabe los dolores que tengo, y cuánto me duelen. Sé lo que me pasa, y sé lo que voy a tardar en recuperarme, y te aseguro que, para antes del verano, ya estaré como nuevo.
               -Me preocupa que tomes una decisión en base a unas expectativas que pueden no cumplirse, Al. Me preocupa y mucho, porque sé lo exigente que eres contigo mismo, y… no quiero que te frustres. Sé lo que te pasa cuando te frustras, y no quiero que vayas por ese camino. No ahora, que es cuando más paciente necesitas ser.
               -Yo soy muy paciente.
               Alcé una ceja, parpadeé, y no pude evitar sonreír. Acaricié de nuevo la barra de la cama con los dedos, fijándome en cómo el calor de mi cuerpo empañaba la fría superficie de metal, por lo demás tan cuidada que me veía reflejada en ella tal y como me vería en un espejo.
               -Depende de para qué cosa-respondí, y por la manera en que sus ojos chispeaban, supe que se había dado cuenta de a qué me refería con exactitud. Sí, Alec tenía mucha paciencia cuando quería, especialmente cuando se trataba de mí. Y, si ya era de mí en la cama, no había manera de que él se desesperara.
               Pero esto era diferente. Con él, la cosa cambiaba radicalmente. Mientras que para el resto del mundo tenía tiempo de sobra, para él apenas se dejaba unos segundos de margen. Se frustraba enseguida, quizá por el tipo de disciplina a la que había estado sometido cuando creció y se forjó su personalidad. Los boxeadores no son reflexivos, no se paran a pensar: sueltan el golpe y luego se preguntan si ha sido un buen movimiento, si es que lo hacen. Esa resiliencia le vendría bien para superar los obstáculos que ahora le imponía la vida, pero Alec tenía que entender que ya no estaba librando una batalla en la que quien más rápido fuera en moverse sería el ganador, sino quien quedara el último en pie. Y no se queda el último en pie a base de cansarse subiendo a la carrera una cuesta, sino dosificándose los esfuerzos, concentrándose en las pequeñas victorias en lugar de en la gran línea de meta arriba del todo, demasiado tentadora como para no echar a correr en su dirección.
               -Escucha, Saab, aprecio de veras que te preocupes por mí, pero… no tenemos por qué llevar la conversación por ahí, porque tengo las ideas muy claras. Sé que voy a estar bien. Siempre sorprendí a los médicos con mis rápidas recuperaciones, en menos tiempo de lo que ellos jamás habrían soñado, así que no veo por qué esto debe ser diferente.
               -Porque no te han roto nada más que un par de huesos, Al, ni te han dejado K.O. Ha sido algo muchísimo más grave de a lo que estás acostumbrado.
               -Bueno, a mí nunca me han dejado K.O. tanto tiempo, eso es cierto-rió.
               -Ya sabes a qué me refiero. Tienes lesiones internas que no has tenido nunca. ¡Incluso te han quitado parte de un pulmón! Esto no es como nada por lo que hayas pasado antes. Yo sólo quiero que lo tengas en cuenta.
               -Lo sé. Y lo hago. Pero en serio, Saab. No ganas nada preocupándote así por mí. Saldré bien parado de ésta.
               -Creo que estás siendo demasiado optimista, y te estás precipitando. Quiero decir… nada me gustaría más que el que no te quedaran secuelas. Ojalá dentro de mes y medio salgas por tu propio pie de este hospital sin más secuelas que las cicatrices de las operaciones, pero… creo que sería demasiado inocente por nuestra parte no plantearnos un escenario en el que te pase algo más a largo plazo. Es un milagro que estés aquí, recuérdalo.
               -Sí, si ya lo hago-me senté a los pies de la cama, poniendo mucho cuidado de no sentarme demasiado cerca de su tobillo vendado, en el que se había hecho un esguince que se le resentiría cuando se acercara la lluvia por el horizonte durante más tiempo del que a ambos nos gustaría-. Pero… ahora, más que nunca, siento que debo aprovechar ese milagro, ¿entiendes? No puedo sobrevivir a un accidente de tráfico y simplemente fingir que no tenía planes de ayudar a otras personas que me necesitan más que yo.
               -Ayúdame a mí-le pedí, con los ojos humedeciéndoseme. Alec inspiró profundamente, y exhaló el aire más despacio aún. Sus ojos se oscurecieron un poco debido a la tristeza. No había nada que Alec odiara más que no darme lo que yo quería; por mucho que yo se lo hubiera negado durante tanto tiempo, él, tan bueno como era, no me guardaba ningún rencor y jamás me haría pasar por eso a propósito, con la sola intención de hacerme daño. Si me negaba algo que yo deseara, era porque creía que había algo que me haría más feliz que aquello que le pedía.
               -Voy a tener toda la vida para ayudarte, mi amor.
               Estiró la mano en mi dirección, detestando no poder cogerme la mano si yo no me dejaba, pero quedar a mi merced no le importaba. Sabía que, como él, no le negaría un instante de felicidad, por efímero que fuera, salvo que estuviera justificado.
               Ahora más que nunca, además, yo quería tocarlo. Ahora que sabía a ciencia cierta que su partida era inevitable, quería disfrutar de todo el tiempo que tuviéramos juntos, ese tiempo que estúpidamente había malgastado fingiendo que no sentía lo que sentía por él.
               -¿Te basta con eso?-me preguntó con un hilo de voz, nuestros dedos entrelazados. Sorbí por la nariz.
               -Ni mil vidas me bastarían a tu lado, Al.
               Me dedicó una sonrisa torcida, pero que nada tenía que ver con su sonrisa de Fuckboy® de siempre. Ésta era triste, no seductora; trataba de hacerme ver que las cosas entre nosotros le dolían tanto como a mí, como si yo no lo supiera. Habíamos desarrollado una conexión tan profunda que experimentaba sus emociones como si fueran propias, como si estuviéramos encerrados en una burbuja de cristal, dentro de la cual nuestras esencias se manifestaban de forma física, mezclándose unas con otras hasta ser imposibles de distinguir.
               -Pero tú no quieres que me vaya-adivinó. Negué con la cabeza-. Ahora, menos que nunca.
               -Sí. Ahora menos que nunca. Pero la decisión ya está tomada.
               Asintió.
               -Ojalá pudiera habértelo consultado, pero creo que es lo mejor.
               -No tenías por qué-me encogí de hombros-. El voluntariado es anterior a mí. No tienes por qué darme explicaciones, ni pedirme permiso.
               -Te pediría permiso por todo lo que he hecho en la vida, si pudiera. Sea anterior a ti o no. Te pertenezco desde que nací.
               Aquella frase floreció en mi interior, una esperanza renovada, pétalos hermosos y gigantes ofrendando la luz del centro cuando se abrieron al llegar la primavera. Sí, él me pertenecía desde que nació, y yo le pertenecía a él desde que había nacido. Incluso antes de estar destinada a Scott, yo ya estaba destinada a Alec. De un modo u otro, nos encontraríamos. Mi hermano había sido un conducto, el hilo conductor, de eso estaba segura, pero incluso si yo no fuera una Malik, me habría terminado topando con Alec de una forma u otra. Y, aunque las circunstancias fueran muy diferentes, lo cual también nos convertiría en personas distintas a las que éramos ahora (sobre todo, a mí), terminaríamos exactamente igual que estábamos ahora: tan pillados el uno del otro que ni siquiera nos preguntábamos si nuestra relación sobreviviría a su marcha, sino a cómo de larga se nos haría la separación.
               O, al menos, yo no me lo preguntaba.
               -Pero, bueno…-continuó, carraspeó, y tosió un par de veces. Me dejó limpiarle la boca con un pañuelo, pues aún no se habían cerrado del todo las heridas que le hacían escupir sangre, pero no se sintió avergonzado de necesitar mi ayuda. Sabía que no le echaría en cara que estuviera así ahora, y que estuviera haciendo los planes que estaba haciendo. Sabía que yo jamás le echaría en cara nada-. Dado que yo he tomado mi decisión a solas, quería decirte que tú también eres libre de tomar las tuyas. Así que… puedes hacer lo que creas conveniente. Yo no te voy a culpar.
               -¿Cómo?
               -Que tomes las medidas que consideres oportunas-dijo, y por la forma en que lo dijo, peleándose con sus palabras como no lo había hecho con sus rivales en el ring, supe exactamente a qué se refería.
               Déjame si quieres.
               Y también podía escuchar la súplica muda que había bajo esas palabras que ni siquiera se había atrevido a pronunciar: pero, por favor, no lo hagas.
               -Yo quiero estar contigo, Alec-decidí zanjar de una vez por todas. Porque, de acuerdo, quizá no hubiera pensado en que la posibilidad de separación aún existía, pero eso no influía en absolutamente nada. Seguía deseando estar con él. Seguía respirando por él, sonriendo por él, muriéndome de ganas de verlo, aunque sólo fuera verlo y nada más. Contaba los días para que le dieran el alta para poder volver a disfrutarlo como estaba acostumbrada, eso es cierto, pero incluso estar ahí con él, sentada a su lado, simplemente hablando, bastaba para calmar mi espíritu.
               -Y yo contigo-aseguró con la firmeza de un león.
               -Pero no puedo irme a África-bromeé, dándole una palmadita en el dorso de la mano. La expresión de estupefacción que le tiñó el rostro incluso me ofendió. Me miraba como si fuera el cubo de Rubik más complicado que hubiera visto en toda su vida, al que estaba decidido a resolver, costara lo que costase. Y parecía que le iba a costar mucho.
               -¿Qué? Pero… entonces, ¿no vas a dejarme?-el tono esperanzado con el que formuló la pregunta me pareció insultante. Ni llamándome “puta” habría conseguido ofenderme más.
               Bueno, Sabrae, no es que te ofenda mucho cuando te llama “puta”, me recordó una sardónica voz en mi cabeza, y yo tuve que contener una sonrisa. Me encantaba cuando se le iba la lengua durante el sexo, y escucharlo insultarme mientras me cogía del pelo con firmeza y me follaba sin piedad en la postura del perrito era algo que iba a tardar en olvidárseme… y en dejar de alterarme cada vez que lo recordaba como lo estaba haciendo ahora.
               -¿Dejarte? Alec, ¿es que no has oído lo que te acabo de decir?
               -Yo sólo digo que, si quieres… si quieres dejarlo, no me voy a oponer. Respetaré tu decisión, como siempre. Y esto me parece un motivo válido como cualquier otro para hacerlo.
               -Alec, estás cometiendo el mismo error que yo he cometido durante estos últimos meses. No por dejarlo ahora vamos a dejar de sentir lo que sentimos. Desde luego, para mí no cambiará absolutamente nada. Seguiría viniendo a verte, seguiría disfrutando de tu compañía, seguiría fantaseando contigo…
               -Es que no quiero que las cosas cambien entre nosotros.
               -Pues eso es luchar contra la marea. Y, además, yo espero que cambien.
               -¿En serio?-ahora sí que parecía estupefacto, como si lo que teníamos ahora fuera la máxima aspiración para cualquier persona.
               -¡Claro! No quiero tener que venir a verte al hospital todos los días el resto de mi vida.
               -Ya sabes a qué me refiero, Saab-puso los ojos en blanco, molesto, pero no se me escapó el amago de sonrisa que se asomó en sus labios. Me incliné y froté mi nariz con la suya.
               -Ya hemos hablado de esto, ¿recuerdas? Empezamos siendo de una forma, y ahora somos diferentes. Nos complementamos mejor, ¿no te parece?
               -Bueno, tampoco es que cuando empezamos nos complementáramos muy mal-respondió él, sonriendo, y yo me eché a reír.
               -No, para nada. Nos compenetrábamos muy, muy bien-ronroneé en tono sensual, y Alec emitió un jadeo.
               -Para.
               -Que pare, ¿el qué?
               -Esto. No me seduzcas. Estamos hablando.
               -Podemos seguir hablando luego. Ahora, me apetece enrollarme un poco con mi novio. ¿Tú no quieres magrearte un poco con tu novia?
               Empecé a besarle el cuello, mordisqueándole el punto en el que su mandíbula se unía a su cuello, y Alec dejó escapar un gruñido. Exhaló todo lo lentamente que pudo, intentando relajarse, pero las pulsaciones se le habían duplicado: podía escucharlo en el pitido enloquecido de las máquinas, y en las montañas que se dibujaban en las pantallas, tan juntas que más que una cordillera digital, parecían las lecturas de un seísmo. Aquellas lecturas ya eran suficiente para poner en alerta a la más negligente de las enfermeras, pero si no venían a comprobar qué le sucedía a Alec, era porque podían ver que no había nada en él que fuera mal. Solamente era yo, excitando a mi chico, consiguiendo que se olvidara de mis preocupaciones.
               Alec giró la cara e inhaló el perfume de mi melena, hundiendo los dedos en mis rizos. Suspiró sonoramente, tirando de mí. Mis pechos, sensibles como no los había tenido en más de una semana, presionaron contra su hombro, pero él, lejos de dar un respingo, se regodeó en la sensación. Dejé escapar un gruñido cuando sus dedos se deslizaron por mi espalda, generando un escalofrío que murió en mi sexo, y Alec se rió.
               -Sabrae.
               -Mm.
               -¿Cuánto hace que no te masturbas?
               Sonreí. No es que hubiera supuesto para mí ningún esfuerzo; todo lo contrario, no había estado de humor, pero, aun así, desde que había empezado a acostarme con Alec, no había pasado tanto tiempo sin disfrutar del sexo, ya fuera en pareja, o ya a solas, salvo cuando tenía el periodo.
               -Más de una semana, ¿por qué?
               -Se te nota-se rió, y yo lo besé en la boca mientras le acariciaba el pecho-. Y, ¿por qué es? ¿Te has quedado sin material?
               Esta vez, la que me reí fui yo.
               -Simplemente no ha surgido la ocasión. Solamente me apetece cuando estoy contigo. Y, si no te hago nada ahora mismo, es por las vendas.
               -Si quieres, puedo quitármelas-se ofreció, y yo me eché a reír. Alec besó mi risa y yo me entregué a ese beso con pasión, acariciándole el pelo y dejando que él me manoseara como buenamente podía, el pobre. Intentaba moverme lo menos posible cuando su mano se hundía en mi culo para evitar rozarle la vía del gotero, pero siempre terminaba dejándome llevar y haciendo que él hiciera una mueca.
               -Entonces, ¿tu decisión es definitiva?
               -¿A qué te refieres?
               -¿Lo has sopesado todo? A lo de seguir, quiero decir.
               -Vale, ¿qué pasa?-protesté-. ¿Es que has visto una enfermera guapísima con la que te quieres acostar? Porque te recuerdo que no estás para muchos trotes.
               -Y yo te recuerdo que eres bisexual. Si hubiera conocido a alguna chica a la que me apeteciera follarme, ten por seguro que te invitaría. Ya sabes que con la única con la que fantaseo asiduamente es contigo-me guiñó el ojo, acariciándome el costado, deteniéndose en la curva de mi busto antes de seguir: costado, pecho, cintura, caderas, cintura, pecho, costado, pecho, cintura, caderas-. Es más, ni siquiera os pediría hacer nada. Con que me dejarais mirar, me daría con un canto en los dientes.
               -Echo de menos la época en la que, cuando empezabas a decir tonterías, podía simplemente bajarme las bragas y sentarme en tu cara para que te callaras.
               -Yo también. Buenos tiempos-sonrió-. Aunque, siendo sinceros, las cervicales las tengo genial. Si no te subes, es porque no quieres-me guiñó un ojo, con su sonrisa de Fuckboy®, ahora sí, adornándole la boca.
               -Me estoy reservando para cuando te den el alta. Tú procura no hacer planes muy ajustados en fechas. Probablemente vuelvan a ingresarte después del polvo que tengo pensado echarte.
               -Venga, Sabrae, no puedes ir en serio. ¿De verdad que no hay nada de África que te preocupe?
               -Dios mío, estás pesadito hoy, ¿eh? Di simplemente qué es lo que tienes en mente y ya está, Alec. Déjate de tantos rodeos-gruñí, frustrada, en el momento en que Annie entraba en la habitación.
               -¡Holaaaa!-saludó de nuevo mi suegra, con diferencia la más feliz de que hubiéramos oficializado lo nuestro.
               -Me preocupa el sexo-me reveló Alec, haciendo caso omiso a su madre. Annie se quedó plantada en la puerta, mirándonos con estupefacción, pero nosotros no le dedicamos ni una triste mirada a la pobre mujer. Sólo yo me había dignado a mirarla cuando entró, pero el saludo que había empezado a nacer en mi garganta murió en mis labios.
               -Ya vuelvo luego-comentó Annie, como si necesitáramos confirmación de que, fuera lo que fuera de lo que estuviéramos hablando, ni podía ni quería oírlo. La verdad, no podía culparla. Es más, ni siquiera yo sabía si quería oírlo, pero no me quedaría más remedio. No podíamos dejar cosas pendientes de las que termináramos no ocupándonos.
               -Eso antes no era un problema-respondí, sentándome de nuevo sobre la silla y cruzando las piernas, en lo que cualquier intérprete de lenguaje corporal habría calificado como barrera. Pretendía distanciarme lo más posible de la situación que acabábamos de vivir hacía apenas un minuto Alec y yo, en la que había faltado un pelo para que yo me subiera encima de él y pusiera fin a esa semana de abstinencia que estábamos atravesando ambos, cada uno con una duración distinta.
               -Antes no me había pasado una semana sin follar, Sabrae-contestó con cierto deje de fastidio, poniendo los ojos en blanco. ¿Esas teníamos? Muy bien. Pues yo también me pondría chula.
               -Estuviste inconsciente, Alec.
               -¿Crees que a mis huevos les importa algo?-protestó, y cuando yo me eché a reír, se ofendió profundamente-. ¡Ni se te ocurra reírte! Para ti todo esto es muy fácil. Con pensar en otra cosa ya se te pasa; lo único que te molesta son las bragas más empapadas que un campo de arroz de la China interior. Yo tengo que sufrir un empalme que incluso me duele.
               -¿Y no te dolerá porque te ha pasado un coche por encima, en lugar de porque estás cachondo?
               -Me pasó el coche por encima hace una semana, pero milagrosamente ha empezado a dolerme ahora que te has dedicado a frotarme las tetas.
               Negué con la cabeza, intentando por todos los medios no reírme, porque la conversación estaba empezando a ser demasiado surrealista incluso para lo que él me tenía acostumbrada. Mientras tanto, Alec me fulminaba con la mirada, odiando que no pudiera tomarme en serio nada de lo que me decía, pero, ¿cómo iba a hacerlo, si incluso cuando no decía chorradas para que me riera, lo hacía en un tono con el que era gracioso absolutamente todo?
               Cuando por fin se me pasó el ataque de risa incipiente, y vi que Alec seguía en sus trece, manteniendo ese papel de niño ofendido, suspiré, puse los ojos en blanco y me recliné de nuevo en la silla como una ejecutiva en la negociación de su fusión con su mayor competidora en el mercado, la que le había impedido lograr la tan ansiada situación de monopolio.
               -No tenemos por qué hablar de esto ahora.
               -¿Y qué pasa si es ahora cuando yo quiero hablarlo?
               -De acuerdo, Alec. Como tú quieras-levanté las manos-. La verdad, preferiría no pensar en ello ahora, y centrarnos en disfrutar del tiempo que tenemos juntos antes de que tengamos que empezar a preocuparnos por nuestra inminente separación, pero… si te preocupa el año de abstinencia, estás en tu derecho, y lo respeto. Así que, para demostrarte que estoy verdaderamente comprometida con esta relación y que no me estaba tirando un farol cuando te dije por primera vez que no te tendría en cuenta lo que pasaría en África, me reitero: te daré carta blanca, si es lo que quieres.
               -¿Carta blanca? ¡Que le puto jodan a la carta blanca, Sabrae!-ladró, molesto, incorporándose de una forma que le resultó incluso dolorosa. Lo vi en la mueca que hizo cuando trató de incorporarse, pero incluso entonces no se amedrentó. Se le puso la tez blanca un par de segundos, y ni por esas. Muchas veces me decía que se estaba acostando con una mula en referencia a mí, pero él no se quedaba precisamente atrás. Era incluso más terco que yo, y mira que eso es difícil, lo reconozco-. Yo, lo que no quiero, es que renuncies a él.
               Arqueé las cejas e incliné la cabeza ligeramente hacia delante, mirándolo por debajo de mis pestañas. No podía ir en serio. ¿Pensaba que… sería duro para ? Por favor. Había pasado muchos meses sin hacerlo con nadie desde la última vez que lo hice con Hugo; para mí no sería ningún reto. Él, en cambio, llevaba haciéndolo de seguido desde que perdió la virginidad. Sospechaba, incluso, que este período de abstinencia sexual era el más largo que había vivido en su vida.
               -¿Crees en serio que no puedo pasar un año sin meterme una polla? Guau-me reí de nuevo, pero incrédula esta vez-. Cómo me subestimas, Alec. Me entusiasma la tuya, pero tampoco tengo ninguna especie de obsesión, o algo así.
               -¿Ahora vas a decirme que no lo echas tanto de menos como yo, después de frotarte contra mí como una perra en celo hace medio segundo?-ironizó, poniendo los ojos en blanco.
               -Oh, vamos, ¡como si tú no lo hubieras disfrutado!
               -Y no estoy diciendo lo contrario. La diferencia entre tú y yo es que yo, al menos, lo admito. Eso, y que a mí no me molestan las vendas, ni tampoco las enfermeras-sonrió con maldad, y a mí me dieron ganas de darle una bofetada.
               -Me preocupa tu bienestar. Las enfermeras me dan igual.
               -Vaya, nena, no sabía que te diera morbo que nos vieran. De lo contrario, habría avisado a Jordan alguna vez. Seguro que puede aprender algo de nosotros.
               Tuve que reírme, sacudiendo la cabeza y clavando la vista en la sala de control, donde un par de enfermeras analizaban unos papeles mientras daban sorbos rápidos de sus cafés de máquina.
               -No pienses que para mí no es importante, porque sí que lo es. Solamente se ha vuelto algo secundario en este momento. Lo de tu segundo ingreso iba completamente en serio-le prometí-, pero ahora mismo tengo otras cosas en mente. Cosas que me preocupan más que el hecho de que estoy que me subo por las paredes, pero no porque necesite follar, sino porque necesito follar contigo, Alec. Lo echo tanto o más de menos que tú, porque tengo hormonas revolucionadas por mi ciclo menstrual, y porque yo llevo una semana sin follar, no dos minutos, como tú.
               Se me quedó mirando largo y tendido, esperando.
               -¿Has visto a algún enfermero que te guste para mí?-le pregunté, y bufó sonoramente, presionándose el puente de la nariz, molesto al imaginarme con otro-. ¡Ajá! ¿A que jode?
               -Yo sólo… no quiero que te pierdas nada. Pero no es lo mismo pensar en lo que puedes estar haciendo a medio mundo de distancia, que teniéndote aquí delante.
               -Joder, Alec, ¿de verdad que no lo entiendes? Francamente, no entiendo cómo alguien que habla tantos idiomas como tú puede ser así de bobo-me levanté y le cogí el rostro para obligarle a mirarlo, y que no se me escapara-. ¡No quiero hacer nada si no es contigo! ¡No puedo hacer nada si no es contigo! Te he dicho un millón de veces que contigo es con quien más he disfrutado en toda mi vida, ¿por qué iba a renunciar a orgasmos increíbles por polvos mediocres en los que nunca terminaría satisfecha, al estar siempre comparándolos con los que me echas tú?
               -Todos los pianos suenan bien, los toque Mozart o un chimpancé-replicó, terco como una mula. Dios mío, no había ser más tozudo que él en todo el universo.
               -Puede-cedí, acercándome a él y dándole un beso en el hombro vendado, acariciándole el brazo despacio, con cuidado de no acercarme demasiado a la cara interna del codo, donde aún estaba la vía-, pero los chimpancés no son capaces de tocar Claro de luna.
               Alec suspiró, mirando al techo, y no dijo nada.
               -Has suspendido Música, ¿a que sí?
               -¿Por?
               -Porque te encanta corregirme, y te lo he puesto a huevo. ¿Quién compuso Claro de luna, Alec?
               -Beethoven-respondió, irguiéndose con la dignidad de un pavo-. No soy subnormal, Sabrae. Conseguí que te enamoraras de mí, así que algo de espabilación, tengo. Pero cualquiera te lleva la contraria, con lo chula que te me estás volviendo.
               -No me estoy volviendo chula. Es que me ofende que pienses que voy a necesitar a otros, como si esos otros existieran mientras lo haces tú. Porque, ¡venga!, mírame a la cara y dime que te follarías a otra mientras yo aún respiro.
               -Vaya audacia tienes haciendo esas apreciaciones, como si yo fuera a seguir vivo sin tú respirar-acusó.
               -¿Lo ves? ¿Por qué estás tan empeñado en que tú me quieres y me necesitas más de lo que yo te quiero y te necesito a ti?
               Eso hizo que se derritiera un poco, sólo un poco. Por supuesto, no lo suficiente como para darme la razón de calle, pero sí lo bastante como para que su tono de voz se suavizara.
               -El problema aquí no soy yo. Yo sé… lo pensé durante un segundo, pensé que necesitaría hacerlo, pero no me imagino con otra que no seas tú. El problema es que tú…
               -¿Yo qué?
               -Que hay muchos tíos por ahí como yo. Y te van a atraer y te vas a sentir mal porque yo he querido irme y me echarás de menos y echarás de menos estar conmigo y el sexo y…
               -Alec, por el amor de Dios, ¿conoces a alguien que se dedique a beber el agua de los charcos cuando tiene en casa Fiji?
               -Yo no soy agua Fiji.
               -Es verdad. Perdona. Eres champán. Métetelo en esa cabezota con la que te ha parido Annie, y que tienes más dura que el núcleo interno de la Tierra. ¡Estoy enamorada de ti! ¡Quiero estar contigo, sólo contigo! ¿Qué parte es la que no entiendes?
               -Si eso lo entiendo, pero…
               -¿Pero?
               -La distancia resulta un problema.
               -No para nosotros. Medio mundo no es nada-le recordé, y él asintió despacio con la cabeza, pensativo.
               -Medio mundo no es nada-admitió, con voz ausente, y entonces-. Pero…
               -Ay, mi madre, ¿¡hola!?-le di un toquecito en la frente-. ¿Hay alguien en casa? Definitivamente, tienes lesiones cerebrales. ¡Alec, ¿tengo que recordarte que empecé a masturbarme contigo?!
               El solo recuerdo de que él había sido mi despertar sexual en el sentido más amplio y también más estricto hizo que se relajara y esbozara una sonrisa bobalicona que tuve que besar. No podía remediarlo: él era mi punto débil, mi talón de Aquiles. Ningún otro chico habría hecho que yo aceptara que se fuera de voluntariado a miles de kilómetros de distancia. Les habría dado a la patada a todos ellos, excepto a él.
               -Bueno-continuó, porque lo único que le gusta más que el sexo, aparentemente, es tener la última palabra-, pero también te acostaste con otros. Conmigo, ya no eras virgen.
               -¡Porque tú eras gilipollas! O lo sigues siendo. La verdad, pensaba que habías parado, pero después de esto, tengo serias dudas.
               -No, perdona-protestó, incorporándose de nuevo y señalándome con el brazo escayolado-. Yo te caía mal, la gilipollas eres tú, que yo soy igual que siempre, pero he conseguido engañarte y hacerte creer que he cambiado-y puso la expresión que había visto tantas veces en los juegos de Animal Crossing, cuando los vecinos, orgullosos, ponían los brazos en jarras y de sus cabezas salían estrellas. Me sorprendió que ése no fuera el caso de Alec.
               Tuve que reírme ante su expresión de niño inocente y mimado, y me incliné para darle un beso en los labios.
               -Si yo te dejo ir a África, tienes que prometerme algo.
               -¿Cómo que “me dejas”, Sabrae? ¿No se suponía que las parejas no mandan las unas sobre otras?
                -La nuestra es una excepción, ya que claramente yo soy la única con neuronas de los dos.
               -Está bien-rió-. ¿Qué promesa?
               -Prométeme que no vas a dejar que las voces de tu cabeza te digan que me arrepiento de esto-apoyé la barbilla en su hombro y le acaricié los nudillos de la mano que tenía entrelazada con la mía-. Que no vas a dudar, y que siempre, siempre, te vas a acordar de que te quiero como no he querido jamás a nadie, y que te esperaré el tiempo que haga falta, a la distancia que haga falta, con toda la paciencia del mundo. Prométeme que no te vas a olvidar de que te quiero y de que me encanta que seas mi novio, Alec Whitelaw, porque te aseguro que a mí no se me va a olvidar ni un instante.
               Sonrió.
               -¿Cómo sabes que han sido las voces?-me preguntó.
               -Prométemelo antes.
               -No necesito decírtelo para que sepas que lo haré.
               -No, yo no lo necesito, pero tú y las voces sí. Así que venga-le di un beso en el dorso de la mano-. Dímelo.
               -Te prometo que no voy a dejar que las voces de mi cabeza me digan que te arrepientes de esto.
               -Bien. ¿Qué más?
               -Que no voy a dudar, y que siempre, siempre, me voy a acordar de que me quieres como no has querido jamás a nadie, y que me esperarás el tiempo que haga falta, y a la distancia que haga falta, con toda la paciencia del mundo.
               -Qué buena memoria, Al.
               -Para todo lo que tiene relación contigo, sí.
               Sonreí.
               -Te prometo que no me voy a olvidar de que me quieres y de que te encanta que sea tu novio, Alec Whitelaw-no pudo terminar: se rió.
               -¿No te llamas así?
               -Me hace gracia lo seria que te has puesto.
               -Contigo hay que ponerse firme, o de lo contrario te subes a la chepa.
               -Porque me aseguras que a ti no se te va a olvidar ni un instante-concluyó, sereno y orgulloso de haber sido capaz de recitarlo todo tal y como yo lo había dicho, como si no fuera lo bastante inteligente en los demás aspectos de su vida. Le di un beso en la mejilla.
               -¿Cuándo han vuelto?
               -¿Se han ido alguna vez?-respondió, mirándose las manos, como hacía cuando no quería hablar de algo. Torcí la boca.
               -Al, ya sé que te causa mucho rechazo, pero… de verdad creo que deberías considerar la posibilidad de ver a un psicólogo. Especialmente ahora. Seguro que tienen a alguien en plantilla, y tú tienes mucho tiempo libre aquí…
               -No voy a tener un psicólogo en Etiopía, Saab.
               -Eso no lo sabes. Y, de todos modos, aunque lleves razón, seguro que puede darte las herramientas suficientes para acallarlas, o por lo menos manejarlo mejor.
               -Yo no me animaría mucho a buscar ayuda profesional, porque eso es algo que, de momento, sólo consigues tú-sonrió, y yo le dediqué una sonrisa triste. Ojalá él se quedara. Ojalá no me hiciera preocuparme todas las noches con si estaría bien. Ojalá pudiera estar siempre a su lado, asegurándome de que nadie le hacía daño, ni siquiera él mismo-. ¿Qué te pasa?
               -Detesto que tengas que pasar por eso. Eres la persona más buena que conozco. Ojalá… ojalá no tuvieras esas inseguridades. Ojalá no hubieras tenido la infancia que tuviste.
               -Eh, eh, eh, no pasa nada. No te disgustes, ¿vale? Soy más fuerte de lo que parece. Hace falta algo más que una vocecita estúpida diciéndome que no me quieres para que me derrumbe-sonrió, limpiándome de la mejilla una lágrima, que no sabía que había derramado, con el pulgar.
               -Lo sé, pero… ¡vas a estar tan lejos! Ojalá pudiera encogerte y llevarte en el bolsillo del pantalón a todas partes. O tú a mí. Ojalá pudieras meterme en la maleta y colarme en el campamento.
               -Sería más efectivo lo otro. Necesitarán todas las manos que haya disponibles-rió.
               -Un año es mucho tiempo.
               -Nada comparado con lo que tuve que esperar para conocerte-contestó, acariciándome el mentón, haciendo que me derritiera. Bufé.
               -Perdimos tantísimo tiempo…
               -Eh… yo me refería a conocerte, conocerte. A cuando eras un bebé, vaya.
               -¡Alec!
               -¡No estoy pensando en nada raro, joder, Sabrae! Joder, intento ponerme romántico y decirte que te quiero desde el primer momento en que te vi, y tú vas y lo interpretas al revés. Es tan típico de ti-puso los ojos en blanco e hinchó los carrillos como un niño pequeño. Tuve que reírme de nuevo.
               -¿Crees que te odiaré cuando tenga 28 años?
               -¿A qué viene eso?
               -Cuando nací te adoraba, luego te odié, y ahora te adoro otra vez. Voy por ciclos, como la Luna, pero de 14 años. Así que dime, ¿crees que te odiaré con 28?
               -Pues… sería una putísima comedia, la verdad, principalmente por el numerito que me estás montando por no verme durante un año.
               -¡Pero si el del numerito eres tú, flipado!
               -Es que un año es mucho tiempo-replicó, haciendo un puchero.
               -Vete a intentar darle pena a otra. ¿Nunca has oído lo que dice Eri sobre esto?
               -No. ¿Qué dice?
               -Dice que en Asturias tienen un dicho. “El que por su gusto corre, jamás en la vida cansa.”
               -Lo cual es cierto. Mira a Forrest Gumb-meditó-. Guau. La multiculturalidad, ¿eh?-se tocó la sien y yo tuve que reírme. Porque era Alec. Yo siempre me reía con lo que decía Alec. Por eso nos gustaba estar juntos.
               ¿A quién no le gusta reírse?
               ¿Y a quién no le gusta que se rían de todo lo que dicen?
               Y entonces, al hacerlo, escuchamos un tintineo que nos recordó que había algo parecido a encogernos y meternos en el bolsillo del otro para llevarnos a todas partes: amuletos, recuerdos materiales cargados de recuerdos, como la rosa amarilla de mi habitación.
               Los colgantes que los sanitarios le habían quitado a Alec, y que yo me había puesto nada más dármelos, como si a base de pegarlos a mi piel, fuera a traer a Alec de vuelta. Alec se los quedó mirando (o puede que sólo estuviera aprovechando para mirarme el escote; una nunca sabe con él), y, cuando metí la mano y los extraje del jersey, sus ojos se iluminaron. Me los saqué de la cabeza, ya que eran tan largos que podía quitármelos sin desengancharlos, y me levanté para pasárselos por la suya.
               -Toma, para que no te olvides nunca de que tienes una novia al otro lado del mundo que te quiere, y te es fiel, porque no le queda más remedio. No ve a otros hombres, la pobre-bromeé-. Nunca. Y le pasa desde siempre.
               Alec sonrió, mirando los colgantes, especialmente el de la chapita que le había comprado en Barcelona y que le había grabado con una frase de The Weeknd, que nos pertenecía más que a él, a pesar de que la hubiera escrito. Tras contemplarlos un momento, me miró.
               -¿Me prometes que no me vas a dejar solo nunca?
               -Claro que sí. Te lo prometo.
               -Genial-Alec se los guardó dentro de la bata del hospital, y me dedicó una mirada pícara, con una sonrisa traviesa que indicaba que había caído en su trampa-. Porque me tienes que ayudar: todavía no le he dicho a mi madre lo de África, así que tienes que impedir que me mate.



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2 comentarios:

  1. Me ha encantado el capítulo joder. Creo que ha sido uno de esos capítulos en los que se ve como han evolucionado enormemente Sabrae y Alec como pareja. Me encanta la confianza que han mostrado en hablarlo todo sin reservas y solucionarlo y hablarse con sinceridad. Los quiero un montón joba. Por un lado estoy súper emocionada por Africa y por otra tristilla por como lo van a pasar pero estoy emocionadisima ��

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  2. Me ha gustado muchísimo el capítulo!!! Creo que este capítulo era muy importante (a pesar de que no quería drama todavía JAJAJAJAJA) porque ha permitido que hablen en serio sobre África y lo que va a suponer para su relación. Además, me ha encantado la reacción de Sabrae y cómo han llevado ambos toda la conversación.
    Luego realmente necesito que Alec empiece a valorarse de una vez y a entender que se merece ser feliz y que Sabrae le quiera. Por otro lado, espero que no se frustre mucho consigo mismo cuando empiece la rehabilitación y sea capaz de tener la paciencia que tiene con los demás consigo mismo.
    Me ha encantado la frase de Alec de “Te pediría permiso por todo lo que he hecho en la vida, si pudiera. Sea anterior a ti o no. Te pertenezco desde que nací”.
    Pd. Estoy super emocionada con todo lo que se viene, el cumple de Sabrae y todo lo de África sobre todo.

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