lunes, 28 de diciembre de 2020

Buganvilla.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Di unos toquecitos en la puerta antes de entrar, echando de menos un mayordomo que dijera mi nombre para que Alec decidiera si quería verme o no. Algo dentro de mí, un instinto nuevo que se había ido perfilando durante esos meses, gracias a lo mucho que había llegado a conocerle, me decía que a pesar de que mi cercanía era una de las mejores medicinas que pudiera administrársele a Al, lo que había sucedido esa tarde cuando ésta ya se estaba vistiendo de noche haría que quisiera poner un poco de distancia entre nosotros.
               Y yo, por primera vez, estaba dispuesta a concedérsela. No me preocupaba que pudiera tener una recaída durante la noche (bueno, sí que me preocupaba, pero aquel no era el mayor de mis temores), pues sabía que había gente de sobra encargada de cuidar de él, y yo misma le vigilaría aunque fuera desde la sala de espera; ni siquiera me preocupaba que él creyera que lo último que había sugerido antes de que mi madre nos echara a mí y a Shasha de la habitación habría hecho que mi opinión respecto a él cambiara. Me preocupaba lo que había en su interior. Aquellas lagunas hechas de un mejunje pestilente y pegajoso con las que podría asfixiarse. Unos demonios con los que tenía que enfrentarse solo, pues cada vez que se asomaban a la superficie, me alejaba de él, temiendo que sus fauces pudieran alcanzarme a mí, que sus garras llegaran a secuestrarme como habían hecho con él hacía demasiados años. Tantos, que parecía no tener escapatoria.
               Sabía que tenerme cerca de él no haría sino aumentar sus preocupaciones, añadiéndonos a mí y a Shasha a una ecuación ya de por sí demasiado complicada como para intentar hacerla de cabeza, sin tan siquiera el uso de lápiz y papel, ya no digamos de una calculadora o incluso un ordenador. Alec tenía ya demasiada gente por la que preocuparse, demasiada gente en la que concentrarse, y tenerme allí, con él, alzándome orgullosa como un nuevo punto débil, el mayor que tenía ahora, no le ayudaría en absoluto.
               Yo deseaba que me quisiera cerca. Que me dejara acurrucarme contra él, darle un beso en su costado vendado, acariciarle el pecho y le dijera que todo iba a salir bien. Inhalar su aroma tan familiar pero con un deje extraño, como si hubieran sacado una nueva edición de su perfume corporal en la que se le añadían los ingredientes secretos propios del hospital. Relajarme escuchando su respiración dentro de su caja torácica, en lugar de en los pitidos de las máquinas. Necesitaba estar cerca de él. Pero yo no era la prioridad ahora.
               Alec giró la cabeza cuando escuchó el sonido de mis nudillos martilleando suavemente en la madera de la puerta. Estaba mirando por la ventana, observando las luces del corazón de Londres, que continuaba con su vida ajena a que el mundo de Alec se había detenido por completo y había comenzado a girar en otra dirección. Nos dedicamos una sonrisa triste, demasiado alejada de lo que nosotros éramos realmente. Era como si la presencia del otro nos resultara incómoda.
               Es curioso. La única persona con la que me sentía más fuerte y perfecta, incluso estando desnuda, era también con la que podía sentirme más vulnerable, más infinitamente insuficiente. Ojalá pudiera ser todo lo que él necesitaba, proporcionarle la ayuda que conseguiría hacer que sacara la cabeza de debajo del agua.
               -Hola-saludé con timidez.
               -Hola-respondió él, con la misma emoción en su voz. Se mordisqueó el labio inferior, la punta de su lengua asomando por entre sus dientes. Tenía el aspecto de un niño que había crecido demasiado, y demasiado rápido: a pesar de que se notaba que era mucho más alto que yo incluso estando en la camilla, mis ansias de protegerlo por la pureza que había en su alma me arrastraban hacia él como un torbellino arrastra a los barcos que se atreven a surcar sus aguas. La ausencia de la barba, a la que me había acostumbrado hasta ayer, cuando me pidió que se la afeitara (las enfermeras habían insistido en que las auxiliares lo harían, pero ninguno de los dos lo permitiría; sólo yo podía tocarlo de una manera tan íntima, tener de esa extraña forma su vida en mis manos), no hacía más que reforzar esa expresión de niño de seis, siete, ocho o, como mucho, nueve años, que mira a su profesora preferida con arrepentimiento, sabiendo que lo ha hecho mal y que está a punto de perder su favor. Quise correr para abrazarlo, estrecharlo tan fuerte entre mis brazos que tuvieran que volver a cambiarle las vendas, pero me contuve. Lo único que hizo que sólo diera un paso, lento y deliberado, con opciones a detenerme en cuanto quisiera, fue lo mucho que necesitaba esa distancia.
               No me di cuenta de que estaba jugueteando con mis dedos, toqueteándome las puntas de los de la mano izquierda con los de la derecha, hasta que bajé la mirada al entrelazarlos sobre mi vientre. Alec esperó. Y yo también esperé. A que se me ocurriera una excusa para marcharme, o a que se le ocurriera a él. A que alguno de los dos dijera que, quizá, sería mejor que yo no pasara la noche con él.
               Tragué saliva sonoramente, y me dio la sensación de que el ruido rebotó en las paredes blancas de la habitación. Observé que, durante el tiempo que habían estado con Alec a solas, el personal del hospital había cambiado las sábanas de las dos camas. Me entristeció darme cuenta, y me entristeció hacerlo entonces: antes, estaba tan ansiosa por estar a su lado, que ni me había percatado de un cambio tan importante.
               -¿En qué ha quedado la cosa?-pregunté, señalando la puerta con el dedo pulgar y una inclinación de la cabeza. Forcé una sonrisa que me salió más natural de lo que me esperaba, y antes de que nos diéramos cuenta, la tensión entre nosotros había desaparecido, y volvíamos a ser nosotros. Alec y Sabrae. Enfermo y enfermera. Enfermedad y medicina.
               Sol y tierra. Luna y estrellas.
               -No te lo puedo contar-contestó en un dulce tono jocoso en el que me encantaría echarme a dormir. Aquel deje bailarín de su voz me recordó al tacto de la hierba del jardín siendo muy, muy pequeña. Me acariciaba la punta de los pies hasta hacerme cosquillas, mientras Tommy y Scott me sujetaban por los brazos para impedir que me cayera.
               Por su boca, se extendió esa dulce sonrisa a la que me tenía tan acostumbrada: era la misma sonrisa que esbozaba cada vez que me veía aparecer por el pasillo, de un modo sorprendente y esperado a la vez, propio de quien llega a casa después de un día de duro trabajo y se encuentra allí a su pareja, a la que evidentemente espera tener bajo el mismo techo pero de la que sigue profundamente enamorado. Porque era eso lo que más definía la relación que teníamos Alec y yo: éramos grandes amigos, cierto; él era el mejor amigo que yo había tenido jamás… pero, sobre todo, estábamos tremendamente enamorados el uno del otro.
               Eso hacía que los dos nos hiciéramos un daño tremendo cuando estábamos mal, al igual que también nos proporcionábamos una inagotable felicidad cuando estábamos bien. Que, aparentemente, era lo que nos sucedía entonces.
               -¿Seguro?-respondí, notando que mis cejas se arqueaban como los arcos de una iglesia. Estaba tranquila como cuando rezaba en el apogeo de mi fe, convencida de que alguien me escuchaba incluso aunque yo no pudiera escucharle a Él. La diferencia ahora era que también podía escuchar, no sólo ser escuchada.
               Percibiendo el tono juguetón en mi voz reflejando el suyo, Alec sonrió y dio unos golpecitos en la cama, a su lado. Me sentí flotar hacia él cuando avancé con pasos rápidos y ligeros, más propios de un hada que de una chica de mi complexión, y cuando escalé a la cama, lo hice como si nadie hubiera saltado de ella violentamente esa misma tarde, cuando el sol todavía estaba pintando el horizonte de tonos distintos al firme negro que ahora cubría el cielo, moteado con un millón de luciérnagas de todos los colores del arcoíris allá donde Londres se atrevía a desafiarlo.
               -Serías cómplice si le pasara algo-explicó en tono paciente, estirando su brazo sano para rodearme los hombros y pegarme un poco más a él. Me acomodé contra su cuerpo cálido y acogedor como había hecho tantas otras veces, en la cama del hospital, en la mía o en la suya, notando no obstante que su cuerpo ahora estaba más caliente que de costumbre.
               Me imaginé que sería por la llameante determinación que tenía de que todo saliera bien, de proteger a su madre pasara lo que pasara, sin importarle lo más mínimo su integridad personal más allá del hecho de que, si alguien le hacía daño a él, su madre lo sufriría como si se lo hubieran hecho a ella misma.
               -¡Que salgáis de la habitación!-había rugido mi madre en cuanto Alec pronunció aquellas palabras, unas que yo no pensé que fuera a oírle decir en un tono tan serio. No es que Brandon no mereciera que en una habitación llena de gente se discutiera sobre su inexistente derecho a seguir respirando, pero para mí, quién lo decidía lo constituía todo en ese debate. Las atrocidades que había cometido en el pasado, y que habría seguido cometiendo hasta el día de hoy si a Alec no le rodeara un círculo de mujeres valientes que estuvieran dispuestas a entregar sus vidas a cambio de la de él, me parecían crímenes de lesa humanidad, y como tales debían ser juzgados: con un comité de guerra legítimo, que sacara los colores a aquel monstruo y le condenara a la pena capital mediante un juicio justo que, desde luego, no se merecía, pero que había que proporcionarle de todos modos.
               Sin embargo, que fuera Alec quien considerara, e incluso fantaseara, con la posibilidad de mancharse las manos de sangre, por mucho que ésta fuera una tan poco valiosa como la de su padre, era algo que me repugnaba en lo más interno de mi ser. Alec se merecía ese tipo de justicia, sí, y tenía más derecho que nadie (con la salvedad de Annie) a cobrarse personalmente esa venganza, pero yo no quería que tuviera ese cargo de conciencia pesándole sobre los hombros. Era demasiado bueno como para seguir durmiendo bien después de arrebatar una vida. Le conocía demasiado como para saber que, cuando nadie le estuviera mirando, lamentaría haber roto su alma por alguien que no se merecía absolutamente nada. Y su hermanastra… ¿realmente tenía derecho a decidir si una niña crecía huérfana de padre sólo porque a él le hubieran hecho un daño irreparable?
               -Levántate de una vez, Sabrae-gruñó mamá en un tono que no admitía discusión. Me atravesó con aquellos ojos que Scott había heredado de ella y que tan acostumbrada estaba a que me miraron con amor, no con esa furia casi asesina que convertía su mirada en una espada. En sus ojos, una explicación: “a Shasha y a ti no os protege el privilegio”. A regañadientes, y sólo por lo que venía implícito en su mirada, la había obedecido.
               Shasha se había ocupado de recoger todos los móviles de los presentes, pues mamá era muy cautelosa en lo que se refería a las conversaciones más confidenciales que mantenía con sus clientes, así que no quería ningún dispositivo que pudiera hacer las veces de micrófono cerca. Lanzándole una última mirada preocupada a Alec, que seguía con esa fiera expresión ahora que por fin había verbalizado esa idea que tan horrible le parecía, salí de la habitación detrás de mi hermana.
               Nos sentamos en la sala de espera y les miramos mientras lo discutían durante más tiempo del que requeriría una negativa rotunda, las dos deseando poder escuchar la conversación, y las dos alegrándonos de que ésta no llegara a nuestros oídos. No dudaba que mi concepción de Alec no cambiaría un ápice por mucho que le oyera, pero sabía que a él no le alcanzaría tanta certeza.
               Mamá miró a Annie, que se había quedado mirando a su hijo con expresión estupefacta. Era como si a ella misma no se le hubiera pasado por la cabeza esa posibilidad. O se le hubiera pasado hacía tanto tiempo que ya se había olvidado de los argumentos que había utilizado para sacársela de allí.
               -¿Puedes hacerlo, Sher?-preguntó Dylan. Mimi permanecía callada, sentada al lado de Alec, con los pies balanceándose tan ligeramente por el efecto de su pulso al final de sus piernas que apenas podía apreciarse ese débil movimiento. Igual que yo cuando cogí el cuchillo, estaba planteándose si sería capaz de hacerle daño a una persona hasta el punto de borrarla de la faz de la tierra. Ella, además, tenía más que perder que yo. Había más cosas en juego para ella. Le habían hecho más daño. Durante mi estancia en la sala de espera, no podía dejar de pensar en aquello que Annie le había echado en cara a Brandon; me llevaba al mismo punto al que me habían conducido mis cálculos cuando me senté dentro del armario de la habitación de Alec y me quedé mirando a su hermana, calculando el tiempo que se llevaban, el tiempo que los padres de Mimi llevaban casados, y el tiempo que Alec había convivido con el hombre que le engendró.
               Brandon había puesto en peligro su supervivencia incluso antes de nacer. Lo justo era que Mimi hubiera nacido con un odio visceral hacia él que le permitiera asesinarlo, si tenía que hacerlo. Pero Mary Elizabeth Whitelaw no encontraba las fuerzas para segar una vida; no tenía lo que hacía falta. Era bailarina. Era una artista. Creaba, no destruía.
               Por eso apretó los labios y sus nudillos se volvieron blancos, de tanta fuerza que estaba haciendo aferrándose al colchón. Una vez más, no podía devolverle a Alec el millón de favores que había hecho por ella.
               -Depende de cómo lo penséis hacer-contestó mamá en tono neutral, como si no estuvieran hablando de cometer un delito, por muy justificado que estuviera-. Pero ya he escalado montañas más altas.
               Annie levantó la vista y miró a mamá, escandalizada.
               -¿Lo estás diciendo en serio, Sherezade?
               -¿Qué quieres que te diga, Annie? Mi trabajo es defenderos. Hagáis lo que hagáis. No serías la primera que mata a su marido maltratador. Y no serías la primera a la que le evito la cárcel.
               -¿Y si lo hace otro?-quiso saber Alec-. ¿Por ejemplo, yo?
               -No-sentenció Annie. Alec puso los ojos en blanco y giró la cabeza hacia ella, pero ni siquiera la miró.
               -Mamá…
               -¡He dicho que no, y punto, Alec!
               -Sher es la mejor. La mejor-hizo énfasis en la última palabra, como si Annie no supiera las capacidades de mi madre. No había persona en Inglaterra que tuviera algún contacto con el mundo del Derecho, por pequeño que éste fuera, que no hubiera escuchado nunca el nombre de Sherezade Malik. Mamá era una leyenda, tanto en su facultad como en las homónimas de otras universidades. Es más; incluso cuando alguien no había pisado un juzgado en su vida, pero tenía el suficiente interés por la vida pública de mi país, se terminaba encontrando con su nombre (aunque podía hacerlo por el trabajo que mamá llevaba realizado en pos del feminismo).
               Tener una leyenda en plantilla te garantizaba un buen resultado en la gran mayoría de partidos, pero, ¿ganar la liga? Alec pensaba que sí. Annie parecía no tenerlas todas consigo.
               -No vas a darme lecciones de cómo es o deja de ser Sherezade, hijo. Sé de sobra que sería perfectamente capaz de mantenerte alejado de la cárcel con cualquier truco de los que se guarda en la manga, pero, ¿qué te haría a ti?
               -Cobrarme.
               -Lo haría gratis.
               -¿Porque me follo a tu hija?-preguntó Alec, alzando una ceja y dejando que la comisura de su boca se elevara también.
               -¡No vas a hacer nada!-tronó Annie, cortando la sonrisa que mamá le estaba exhibiendo a Alec-. ¿Entiendes? No quiero que lo hagas. No quiero que estés cerca de él en un radio de veinte kilómetros, sea para lo que sea. No soporto la idea de…-Annie se estremeció, tragó saliva, y sus ojos se humedecieron.
               -No tiene por qué ir él-respondió Dylan.
               -¡Que te lo has creído!
               -¡Dejad de repartíroslo como si fuera un premio! ¡No lo es! Brandon no se merece que penséis siquiera en rebajaros a su nivel.
               -Pero así evitaríamos que Alec, o tú, o Mimi corrierais peligro. Es algo que tenemos que considerar, sabiendo cómo es, que no se detendrá ante nada…
               -Prométeme que no le pondrás la mano encima, Dylan.
               -Pero…
               -Prométemelo. Me divorcié de un asesino. No quiero dormir al lado de otro otra vez.
               Dylan se la quedó mirando, pensativo. Cuando Alec había pronunciado las palabras mágicas, un mundo de posibilidades se había abierto ante él como un abanico de fantasía. Sin embargo, a Annie le aterrorizaban las figuras que danzaban al otro lado de la cortina, y ese miedo era suficiente para que se negara a descorrerla y descubrir que eran las ninfas más hermosas que nadie hubiera visto nunca.
               -Prométemelo, Dylan-insistió su mujer, y Dylan suspiró y asintió con la cabeza, levantando la manos para mostrarle las palmas en un claro gesto de rendición.
               -Está bien, te lo prometo.
                -Alec.
               -También se trata de mí. Tengo el deber de proteger a esta familia.
               -Soy tu madre. Mi deber es cuidarte, siempre.
               -Por eso tienes que entender…
               -… que no puedo consentir que hagas algo semejante. Habré fallado como madre si te animo a hacerlo. Tú eres mejor que él, en todos los sentidos.
               -Me tienes demasiado aprecio, mamá. Si se me ha ocurrido, es porque lo llevo dentro, ¿no?
               -Yo también barajé la posibilidad que ahora tú te planteas, hace mucho, mucho tiempo. Habría dado mi vida gustosa por ti y tu hermana, pero no le habría entregado mi integridad a Brandon. Lo único que me hizo salir de allí y poder sobrevivir al divorcio para poder criaros fue el dormir tranquila por las noches, sabiendo en el fondo de mi corazón que yo no había hecho nada que justificara que él me tratara así. Si tenía insomnio, era por haber permitido que te os lo hiciera a vosotros.
               Alec apartó la vista y apretó los dientes, moviendo el hueso de su mandíbula como hacía cuando consideraba una nueva posibilidad que nadie le había dejado plantearse hasta entonces. Annie, no obstante, tenía otros planes para él, y se incorporó y lo tomó de la mandíbula para hacer que la mirara.
               -Lo que le dije antes a tu padre iba en serio. No voy a permitir que se te lleve. Nadie te apartará de mi lado, mi niño. Nadie. Ni Brandon, ni Aaron, ni Dylan… ni tú. Yo no podía arriesgarme a que las cosas salieran mal con Sher y que Dylan tuviera que ocuparse de vosotros tres solos. Necesitabais una madre. Y yo necesito a mi hijo. Ya he perdido uno. No me hagas perder dos.
               -Sher no dejará que me metan en la cárcel.
               -Sher es abogada. Puede alejarte de una cárcel. Pero, de la que yo tengo en mente, no podrá sacarte nadie.
               Alec la miró largo y tendido, considerando las posibilidades.
               -Quizá me lo merezca. Quizá nací para eso. Quizá sólo soy como él para poder destruirlo.
               -Tú no eres como él.
               -Pero tengo sus genes.
               -Sí, pero todo lo que has sacado de él, has conseguido transformarlo en algo bueno, en una virtud en lugar de un defecto.
               -Entonces, si soy tan bueno como tú dices, ¿por qué estoy aquí, decidido a cargarme a mi padre?
               -Porque quieres protegerme. Y porque todavía no has llegado a la pregunta que te hará que pares en seco.
               -Y tú me la vas a decir…
               -¿Serás capaz de tocar a Sabrae con unas manos manchadas de sangre?
               Annie no lo dijo como un ataque. No era un dardo dirigido directamente a la frente de Alec, ni una flecha directa hacia su corazón. Ni siquiera era un argumento en contra de él, algo que terminaría de desarmarlo, sino una semilla. Una semilla que le entregaba para que la enterrara, la regara y contemplara qué flor surgía de ella.
               Los ojos de Alec se dilataron por la sorpresa. La semilla que su madre había puesto en sus manos era una rosa amarilla. Miró a mamá con expresión dolida, convencido de nuevo de que no me merecía. Porque era un cobarde.
               Porque prefería conservarme a mí que eliminar de una vez por todas la pesadilla andante de su madre.
               -No me importaría ayudarte. Podemos maquinarlo juntos-comenté, mirándolo desde abajo y entrelazando mis manos con la suya-. Quizá deberíamos usar tu moto, o lo que queda de ella. Esa cosa tiene experiencia mandando al otro barrio a los hombres de tu familia-bromeé, y Alec rió.
               -Yo no estoy en el otro barrio. Estoy aquí, ¿no? Vivito y coleando-ronroneó cuando hundió la nariz en mi pelo e inhaló el aroma de mi champú de manzana. Por un momento, estábamos de vuelta en su cama, desnudos, con el sudor del otro cubriendo nuestra piel, mi humedad floreciendo entre mis piernas, su excitación condensada entre las suyas. Teníamos los cuerpos calientes y la piel sensibilizada. Éramos felices, y olíamos genial: a sexo, a lavanda, a maracuyá y a manzana.
               -Bueno, técnicamente, el hospital está en otro barrio, así que…-respondí, y él volvió a reírse. Negó con la cabeza y me pegó un poco más a él, como si quisiera exprimir la preocupación de mi interior como si ésta fuera zumo, y yo un limón.
               -No lo suficientemente lejos, parece-me miró desde arriba, con una ceja alzada de esa forma pícara en la que me encantaba que mirara, ya fuera a mí o a cualquier otra persona. Un cálido y arrollador sentimiento de amor volvió a embargarme mientras nos mirábamos, estableciendo de nuevo las conexiones que se habían perdido en el breve lapso de tiempo en que no habíamos estado juntos. A veces, sentía que se escondía tan lejos dentro de él y de sus miedos, que nuestra conexión dejaba de ser lo más brillante en el cielo. Por suerte para ambos, yo era capaz de bucear hasta esas profundidades a pulmón, tan grande me parecía el incentivo que se escondía en las aguas oscuras, donde no llegaba la luz.
               Claro que siempre preferiría la sensación de estar flotando en la superficie, las olas lamiendo nuestros cuerpos, sus ojos en los míos sin ningún tipo de obstáculo que los distorsionara y me impidiera contemplar los detalles de sus iris. La forma en que la luz del sol arrancaría destellos dorados de sus ojos, cómo el pelo se le adheriría a la piel, más oscuro de lo que jamás lo había tenido, y la frontera de sus clavículas subiera y bajara al ritmo de su respiración.
               Por eso, recogí el guante que me había tendido sin tan siquiera pretenderlo y continué:
               -Más razón entonces para maquinarlo. Dos mentes piensan mejor que una, ¿no te parece?-ronroneé, frotándome contra él cual gatita mimosa-. ¿Tienes alguna sugerencia? ¿Un método preferido? Quizá lo de la moto no sea tan buena idea, después de todo. Puede que la muerte sea demasiado rápida…
               Alec suspiró, cansado. Por un momento, temí haberle hecho daño al frotarme contra él, pero no se había separado de mí cuando lo hice, un comportamiento instintivo contra el que ni siquiera él podía luchar.
               -¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
               -No me apetece seguir tratando ese tema.
               -¿Te vuelves a encontrar mal?-pregunté con inocencia, sin ver que estaba metiendo la pata hasta el fondo. No era típico de mí ser tan insensible, y mucho menos cuando se trataba de Alec, pero… no podía dejar de ver su expresión cuando apareció su padre, la manera en que se había convertido en un camaleón novato cuando lo hizo su madre, cómo se había incorporado como un resorte para defender a Annie cuando Brandon dio un paso hacia ella, obedeciendo a sus instintos y obligaciones antes que a las súplicas de su cuerpo para que se estuviera quieto y le dejara sanar.
               -No. Es sólo que…-tragó saliva y jugueteó con un hilo de su nueva sábana, capturándolo entre dos dedos y tirando de él suavemente, hasta que caía al suelo como una serpiente muerta-. No vamos a hacerlo.
               -¿Por qué?-quise saber. Es curioso: cualquiera pensaría que estaba tratando de convencerlo de hacernos con un electrodoméstico inútil, en lugar de acabar con la vida de una persona… si es que a su padre se le podía considerar persona. Yo estaba más que dispuesta: se podría decir, incluso, que estaba entusiasmada. El padre de Alec era el origen de todos sus miedos, sus dudas y sus inseguridades: si acabábamos con él, Alec podría soltar lastre y convertirse en la persona que estaba destinado a ser. Un dios. El único dios que caminaría sobre la tierra, que maravillaría a todo aquel que le conociera, y que moriría de una forma apacible, apagándose como una estrella una vez que en todos sus planetas se ha extinguido la vida y ya no sirve a ningún propósito, con suerte, conmigo a su lado, como su más fiel sacerdotisa. Quería que me diera todo su esplendor para poder adorarlo sin contemplaciones, como ya lo hacía, a la espera de que por fin se librara de todo aquello que le hacía daño y floreciera de una vez.
               Su padre era su invierno, y yo me moría de ganas por que llegara la primavera. No dudaría en cuidarlo hasta que de su interior flotara la más magnífica, única e irrepetible de las flores. Quería empaparme en su aroma, acariciar sus pétalos y disfrutar del sabor de su dulce néctar en mi boca.
               Si tenía que segar una vida para conseguirlo, lo haría gustosa. ¿No arrancamos de raíz las malas hierbas para que no estropeen nuestro jardín?
               -No quiero merecerte menos-explicó, avergonzado. Me incorporé hasta quedar con la cabeza a la altura de la suya, los ojos a la misma altura, las cartas sobre la mesa. De nuevo sus inseguridades hablando por él. De nuevo aquella testarudez suya que le impedía valorarse como lo que realmente era.
               -¿Merecerme menos? Alec, nada te honraría más que eso. Y nada me honraría más a mí que que me dejaras ayudarte a matar a tu padre. Te prometí que estaría contigo siempre, y ahora más que nunca quiero cumplir esa promesa.
               -No quiero que te involucres en esto-respondió en un tono duro que me sorprendió. Era tajante, o por lo menos lo estaba intentando. Parpadeé.
               -Alec, ¡ya estoy involucrada! Te amo-le puse una mano en la mejilla-. Y a él, le odio. No había sentido nada tan fuerte por nadie, con la excepción de ti, por supuesto. No creí que pudiera odiar así; ya lo detestaba cuando me hablabas de él, pero ahora, después de ver lo que te ha hecho…-Alec se encogió, seguramente recordando las sensaciones que le habían embargado cuando su padre apareció en la habitación. Cómo de pequeño se había sentido, cómo de vulnerable, de impotente… y yo odiaba que se sintiera así. Que hubiera nadie que pudiera hacer que se sintiera así. Él, que era la persona más fuerte que yo conocía, la más capaz, la más preocupada, la más hábil en lo que respectaba a cuidar de los demás. No en vano, su nombre significaba “protector”. De todas las personas que podían llevar ese nombre, Alec era la única en toda la historia que se lo merecía-. Tú no sabes cómo te cambió la cara cuando le viste. Nunca pensé que nadie pudiera cambiar de color tantas veces seguidas en tan poco tiempo. Jamás pensé que nadie pudiera mirar con tanto terror, y mucho menos tú, con lo valiente que eres. Le detesto, Alec.
               -No más que yo-sentenció con gesto duro, decidido a terminar ahí la conversación. Casi era un reproche. Me incorporé un poco, separándome más de él. En su mirada había una determinación bien clara con la que ni siquiera yo podría luchar: quería zanjar el tema, y quería zanjarlo ahora.
               -Pero…
               -Mira, Sabrae-me cortó, pronunciando mi nombre en el mismo tono en el que yo pronunciaba el suyo antes, cuando no podía con él. Cuando me sacaba de quicio. Cuando su sola respiración ya me molestaba-. Agradezco tu entusiasmo y tu dedicación, pero creo que no lo entiendes. No es tu decisión. Tú no tienes el monopolio del odio sobre mi padre, ni eres quien más desearía verle muerto. Sabes lo que me hizo, lo que le hizo a mi madre, porque te lo han contado. Yo estaba allí. Tú no. Es de mi madre de quien estamos hablando, no de la tuya.
               La rabia que había tras sus palabras ardía. Sabía que no iba dirigida directamente hacia mí, y que si me rozaba sería sólo por casualidad, pero, aun así… resultaba impresionante ver la intensidad de los sentimientos de Alec, cómo, por un momento, estos le superaban y tomaban el control de su cuerpo, cuando antes la única emoción que había dejado que fuera dominante estando cerca de mí era la lujuria. Mis dientes se hundieron en la carne de mi labio inferior mientras meditaba sobre lo que acababa de suceder, buscando la explicación a una erupción que, pronto, descubrí que me merecía. A pesar de que no había una salida de tono comparable que Alec hubiera tenido conmigo, sabía que tampoco había habido ningún momento en el que yo le hubiera empujado hasta el borde, como había sucedido ahora.
               -Me he pasado, ¿verdad?-inquirí en tono arrepentido, y su expresión se suavizó en el acto. La sombra del enfado seguía ahí, pero por lo menos había vuelto a ser él mismo.
               -Un poco.
               -Lo siento.
               -No te preocupes-extendió la mano para acariciarme el codo, y sentí la corriente de energía que se intercambiaba entre nosotros de nuevo, reequilibrando nuestra auras hasta conseguir aclimatarlas por completo.
               -Tendría que haber sido más comprensiva contigo-murmuré, negando con la cabeza y clavando los ojos en el montículo que hacía su cuerpo por debajo de las sábanas, allí donde las vendas cubrían sus músculos en retroceso-. Me he dejado llevar por… nunca te había visto así. Y no es justo para ti que tengas que consolarme por ello. Perdóname.
               -Eh, no te preocupes, en serio, bombón. Se agradece el entusiasmo-me guiñó un ojo y yo me creí de verdad que no era tan grave como parecía en un principio-. No importa. Ven-instó, abriendo los brazos, dejando que me hundiera de nuevo en la cálida seguridad de su cuerpo.
               -Pero… sin resultar pesada, ni nada por el estilo… lo digo en serio-le miré desde abajo-. No quiero que sientas que no me mereces si le haces algo, porque no es así. Me merecerás, y yo te seguiré queriendo, y seguiré pensando que eres valiente y bueno, y sabré que lo has hecho por el bien de todos los que te importan…
               -Se lo he prometido a mi madre-explicó en tono paciente, y entonces lo comprendí. Su rabia no se debía a que yo me hubiera extralimitado, o no toda, al menos. Se debía a que había tenido que hacer una concesión que él no quería, a que había tenido que disuadirme de un plan que le encantaría llevar a cabo. Había tenido que convencerme de que no teníamos que hacer nada cuando él mismo aún estaba en proceso de interiorizarlo, tratando de digerir que había algo más importante que su sed de sangre: la promesa que le había hecho a su madre de estar por encima de su pasado.
               -Pues no se hable más, entonces-levanté una mano y escuché cómo sonreía antes de capturarla con la suya-. Pero sólo porque se lo has prometido a Annie, ¿eh? No te creas que te voy a dejar ganar tan fácilmente a partir de ahora.
               Se rió de nuevo.
               -Lo tendré en cuenta.
               Jugueteé con sus dedos, los hice flotar sobre mi rostro, imaginándome que hacían un millón de cosas más interesantes que bailotear como mariposas.
               -¿Al?
               -¿Mm?
               -¿Me has dicho todo eso porque no quieres involucrarme, o porque de verdad no vas a hacer nada?
               Se rió suavemente.
               -Sabes que, si hiciera algo y te llamaran a declarar, tendrías que hacerlo contra mí, ¿verdad? Tendrías que contarles todo. Las miles de razones que tengo para hacerle daño. Cómo fantaseamos con ello, y lo feliz que me haría que él desapareciera de la faz de la Tierra. 
               -Te sorprendería lo buena que soy evitando preguntas incómodas. Llevo años lidiando con las fans de mi padre por redes sociales, y jamás les he filtrado nada que no tuviera permiso para filtrar-me hinché como un pavo y Alec me dio un beso en la cabeza. Sus dientes me rozaron la sien, así que supe que, de nuevo, se estaba riendo.
               -No eres mejor que los fiscales de este país, créeme, nena. Tendrías que declarar en mi contra. Salvo que fueras mi esposa, claro.
               -¿Me estás pidiendo lo que creo que me estás pidiendo?-me giré para mirarlo, y Alec alzó las cejas repetidas veces antes de que yo me echara a reír-. Eres todo un galán.
               -No te rías de mí. Tan malo no seré, si he logrado conseguir a la chica más increíble de todos los tiempos, ¿no?
               -¿Me pones los cuernos?-inquirí con inocencia, escandalizada, y Alec soltó una sonora carcajada al ver cómo me incorporaba como un resorte para enfrentarme a su mirada. Sus ojos acariciaron mi cuerpo y, cuando se recostó de nuevo sobre el colchón, cogiéndome la mano y acariciándome las líneas de la palma, leyendo en braille el futuro que teníamos juntos, dijo:
               -Respecto a lo de antes… quería pedirte perdón.
               -¿Por? No tienes nada por lo que disculparte. Me lo he buscado. Si no fuera tan tozuda…
               Alec frunció el ceño.
               -¿De qué hablas?
               -¿De qué hablas tú?
               -Del numerito del baño. ¿Tú?
               -Oh. ¡Oh! Oh-asentí con la cabeza, notando que me sonrojaba. Mierda. Había perdido una oportunidad genial de decirle que no pasaba nada, que los ataques de ansiedad eran algo perfectamente normal, nada voluntario por lo que hubiera que disculparse.
               -¿Sabrae?-insistió él.
               -Bueno, pensaba que te referías a ahora, cuando te has enfadado conmigo por ponerme pesada con el tema de tu padre, y…
               -¿Crees que me he pasado?
               -No.
               -Vale. Porque yo tampoco-se rió, pero luego volvió a ponerse serio-. Con lo de la escenita del baño, no obstante…
               -Alec, en serio, no tienes por qué pedirme perdón por tener sentimientos, ¿sabes? Ya lo hemos hablado muchas veces. Tus emociones son lo que te hace humano, y debes expresarlas como te salga, siempre que no vayas a hacerle daño a nadie, claro.
               -Creo que hay una diferencia entre expresar mis sentimientos y lo que me ha pasado, ¿no te parece? Es decir, no es lo mismo decirles a mis amigos que algo me molesta, o que me encanta, y ponerme como loco, sin controlarme, ni… bueno, que tú no tienes por qué aguantar estas mariconadas mías, y punto-le dejé pasar la dichosa palabra porque sabía que no lo había dicho con ninguna maldad, aunque el hecho de que las considerara precisamente eso, “mariconadas”, me daba alguna pista sobre lo cerca que estábamos de que se las tomara todo lo en serio que deberían: nada en absoluto-. Bastante tienes con pasarte la vida en esta puta habitación, como para que ahora tengas que cuidarme como si fuera un bebé grande que…
               Le puse una mano en los labios. Eso sí que no. Por ahí no iba a pasar. No iba a restringir de nuevo sus emociones ni a considerarse menos porque le sobrepasaran.
               -En la salud y en la enfermedad, ¿recuerdas, maridito?-ronroneé, pasándole la mano por el cuello y acariciándole la nuca. A Alec se le secó la boca, se le dilataron las pupilas, y dejó los labios entreabiertos como un pececito en busca de agua con la que respirar. No le hice caso. Ya sabía lo que un contacto así en su nuca podía llegar a hacerle; ahora, estaba en mis manos-. No quiero que te guardes nada, ni que me pidas perdón por las heridas que te infligen otros. Te amo, Alec Whitelaw, ¿te enteras? Con tus virtudes, y tus inseguridades, y tu fuerza, y tus cicatrices. Vienes en un pack, el pack que yo más adoro en el mundo.
               Me acerqué y le di un beso en los labios, que todavía tenía entreabiertos. Cuando me separé de él, que apenas se movió durante el contacto de mi boca con la suya más allá de respirar, sus ojos se clavaron de nuevo en los míos. ¿Tanto hacía que no le tocaba la nuca?
               -¿Cómo me has llamado?-preguntó con un hilo de voz. Noté que el color me subía a las mejillas. Oh, Dios. ¿Había dicho “maridito” en voz alta? ¿Y él se había asustado? La verdad, no me extrañaba. Demasiadas emociones muy intensas a lo largo del día.
               Pero me apetecía picarlo.
               -Maridito. ¿Algún problema?
               Lenta, muy lentamente, como se derriten los neveros en las montañas cuando llega un día de más calor en invierno, una sonrisa se extendió por su boca. Sus dedos buscaron el borde de mi camiseta, y por un instante, Alec me perteneció enteramente. Volvió a ser el mismo que había sido siempre, seguro de sí mismo, convencido de que le mundo estaba a sus pies, cuando tiró de mí para acercarme a su boca.
               -Ven aquí-ordenó, tirando de mí para que me pegara más y más a él. Ni todas nuestras células fusionándose conseguirían que creyéramos que estábamos lo bastante cerca el uno del otro-. Y yo que me sentía mal porque sé que te duele cuando yo estoy mal…
               -¿Que me duele? Oh, no te confundas, querido. No estoy haciendo ningún esfuerzo-hice un gancho con mi dedo índice, y cacé un poco de la piel de su pecho-. De hecho, disfruto viéndote así de mal. Si follamos, y además te veo hundido, tengo lo mejor de los dos mundos. Las dos partes de mí están satisfechas: la que te odia, y a la que le pones.
               Alec se rió sonoramente, y yo me creí aquella carcajada. Estaba feliz, todo lo que podía estarlo un chico confinado en una habitación de hospital, a la que había conseguido hacer suya de una forma muy personal. Sólo Alec era capaz de hacer de un sitio así, de tránsito, un hogar más o menos permanente, un refugio en el que sentirse cómodo y seguro. Así era él: irradiaba el sentimiento de hogar como el sol irradiaba calor.
               -Entonces, creo que te lo vas a pasar genial durante bastante tiempo-comentó en tono mordaz, y yo le miré a través de mis pestañas, notando cómo, de la misma manera que conseguía que sintiera físicamente su amor, también sentía la tristeza que manaba de él. Puede que el sentimiento de insuficiencia no estuviera ahora en primer plano, pero continuaba ahí, reconcomiéndolo por dentro. Supe lo que iba a decir antes de que continuara-. Pero si llega un momento en que no lo disfrutas como antes… yo no te culparía si decidieras dar un paso atrás.
               Su expresión era la de un perrito abandonado, los ojos gachos, suplicantes de que no le hiciera más daño, pero resignados a que los palos continuaban si era lo que yo quería.
               -Sé que será duro para ambos, pero no te guardaría ningún rencor si me dejaras.
               -¿Dejarte?-la sola palabra me parecía una aberración, aunque no tanto como la idea que englobaba. ¿Yo… sin Alec? Debía de estar flipando si pensaba que me iba a resignar a un futuro en penumbra, ahora que sabía lo que era que me bañara la luz-. Alec, esto ha hecho que te quiera incluso más. No me malinterpretes, por favor: odio que estés mal, pero… ver que eres humano, que tienes miedos y que los expresas, es algo esperanzador. Porque si no los expresas, nunca podrás vencerlos. Me gusta que seas vulnerable. Hay grandeza en la vulnerabilidad. No quiero que seas un dios invencible, por encima de mí y a la vez a mi lado, sino alguien que me haga sentir una diosa incluso cuando no lo soy. No quiero ser lo que tú siempre dices que soy, una diosa, si eso significa estar sola. No quiero ser fuerte sin ti, Al. No quiero ninguna eternidad si no voy a poder disfrutarla contigo. Prefiero ser mortal, dejar que los dioses nos envidien, a ser yo la que envidie a los demás. Te lo he prometido, Al: no te dejaré.
               -Yo no quiero que te sientas atada a mí por una promesa. No quiero que pienses que me debes nada.
               -¿Y si soy yo la que quiere debértelo todo? ¿No lo cogerás si yo te lo entrego?
               Me arrodillé frente al colchón, a su lado.
               -No bromeaba cuando te dije que estaría dispuesta a matar por ti. Pero no lo estoy porque me proporcione placer asesinar (aunque, créeme, si es a tu padre, lo disfrutaría), sino porque sé que eso te ahorraría mucho sufrimiento y mucho dolor. Y yo no quiero que sientas dolor. O bueno, sí… pero de un tipo en concreto-sonreí, y él frunció el ceño, curioso, pero cuando alcé la cejas, también sonrió, comprendiendo a qué me refería. Le acaricié la cara interna del brazo con la mano, deleitándome en la fuerza de los músculos que, a pesar del paso del tiempo, se resistían aún a desaparecer-. Así que no pienses, ni por un segundo, que me voy a marchar, porque no lo pienso hacer. No, si la espera me va a llevar a un premio tan dulce como eres tú-ronroneé, acercando tanto mi boca a su labio inferior que pudo inhalar mi aliento, y yo emborracharme con el suyo. Despacio, muy despacio, me incliné y capturé su labio inferior con los dientes, saboreando con la lengua su piel. Un calambrazo me recorrió de arriba abajo, naciendo en el punto en que estábamos en contacto y descendiendo por mi columna vertebral hasta la punta de mis pies, concentrándose allí donde era más de Alec que mía.
               Ese pequeño rincón respondió estremeciéndose y reclamando una atención que yo, hasta hacía un segundo, le había negado con determinación. La tensión que había entre nosotros no era el motor del mundo; no ahora. Sin embargo, ahora que estábamos solos… ahora que a Alec sólo lo tapaba una fina capa de ropa, muy fácil de quitar… ahora que su familia se había ido a casa, confiando en que yo cuidaría bien de él…
               -No sé qué he hecho para merecerte-dijo en un susurro, ajeno al debate que se producía en mi interior. Desde luego, había pasado demasiado tiempo desde la última vez. Añoraba disfrutar, tanto con él como a solas, pues incluso estando sola, una parte de él me acompañaba siempre.
               -Nacer-respondí, lo cual era cierto. De la misma manera que no se exigía más justificante que una irrefutable filiación a la Familia Real, Alec tenía el derecho de disfrutarme cuanto quisiera por el simple hecho de haber llegado al mundo. Se lo había negado durante demasiado tiempo, pero ahora que sabía cómo era su sabor (independientemente de la parte del cuerpo), estaba decidida a no volver a ponerme a dieta nunca más.
               -No estoy muy seguro de que eso sea suficiente justificación-refutó, respondiendo a mi beso con el entusiasmo que los dos nos merecíamos. Mm. Qué bien sabía. Incluso cuando había perdido gran parte de su esencia debido a la medicación, al aburrimiento y al encierro, Alec seguía dando los mejores besos que había tenido el placer de degustar en toda mi vida.
               -Eso es porque hace mucho que no lo hacemos-contesté, sentándome con cuidado a horcajadas encima de él, que gruñó y se incorporó más para continuar besándome. Mis manos volaron a ambos lados de su cabeza, sosteniéndola lo bastante cerca de mí como para hacerle sentir que era suficiente, más que suficiente: era demasiado; valiente, más que valiente: demasiado; atractivo, más que atractivo: hipnótico; agradable, más que agradable: delicioso. Se me aceleró el corazón y la respiración no se quedó atrás, mientras nuestras lenguas jugaban la una con la otra, recordándonos por qué habíamos llegado hasta allí y el inmenso camino que todavía nos quedaba por recorrer.
               Jadeé en busca de aire, mareada de su sabor, completamente borracha de sus besos, tan ida que por un momento no me importó el pitido alocado de los monitores de la habitación, ni lo que eso podía significar: la llegada de una enfermera furiosa diciendo que hiciéramos el favor de comportarnos, que esto no era ningún hotel cutre al que la gente de nuestra edad fuera a ponerse ciega a polvos mediocres. Si ella supiera que tenía los orgasmos más intensos de mi vida con ese chico, retozando entre sábanas de satén, vestida con albornoces de algodón egipcio en las suites más exclusivas de los hoteles más lujosos de Londres…
               -No hagas eso-protestó Alec en mi boca, su mano libre en mi mejilla, la palma directamente sobre mi carótida, mi pulso retumbando con fiereza  en su piel. La otra mano, que tenía vendada, estaba apoyada contra mi costado, reteniéndome contra su cuerpo. De haber estado libre, tendría los dedos hundidos en mis nalgas.
               Y yo le tendría dentro.
               -¿Que no haga qué?
               -Gemir así-respondió, jadeante, separándose de mí con un increíble esfuerzo de voluntad.
               -¿Así cómo?
               -Como estás gimiendo ahora. Así gimes cuando follamos. Más concretamente… cuando te como el coño.
               Debería haberme puesto colorada por dejar que unos besos me desquiciaran de esa manera, pero estaba tan excitada y me daba todo tan igual que, en su lugar, sonreí y pegué mis pechos contra su torso, asegurándome de que me sintiera. Alec gruñó por lo bajo una protesta, pero estaba segura de que era más por todo lo que quería hacerme y no podía, que por mi desquiciante falta de vergüenza.
               -Es que besas genial-me excusé, aunque era cierto-. Creo que has mejorado.
               -Gracias. Es la única forma de expresión sexual que tengo ahora, así que, ¿sabes?, le pongo más entusiasmo y más ganas.
               -Se nota. Si antes eras de sobresaliente, ahora eres de matrícula de honor.
               -Genial-ronroneó, dándome una palmada en el culo y mordiéndose el labio cuando yo me estremecí. No dejaba de mirarme los labios. Para, o me quito los pantalones, y entonces te vas a enterar-. Creo que es la primera vez que soy el mejor de la clase.
               -Seguro que, si te aplicaras igual en otras cosas, estarías siempre de los primeros.
               -¿Alguna sugerencia?
               -Podrías, por ejemplo, ponerle tantas ganas a recuperarte. No eres el único interesado en que te den el alta cuanto antes, ¿sabes?-hundí los dedos en su pelo, jugueteando con sus rizos.
               -¿Ah, no? ¿Qué pasa, estamos necesitadas de nuestro maridito?-volvió a darme una palmada en el culo, y yo no lo soporté más. Arqueé la espalda y, de la que me colocaba un mechón de pelo detrás de la oreja, me mordía el labio y le dedicaba la mejor caída de pestañas que había hecho en mi vida, me froté contra él. Me froté con ganas. Y el bulto que noté entre mis piernas me encantó.
               Alec entreabrió los labios de nuevo, obnubilado por mis artes de femme fatale, y tomó aire sonoramente.
               -Ten piedad de mí, Sabrae.
               -No quiero-me incliné y comencé a mordisquearle el cuello, disfrutando de cómo el bulto bajo mi entrepierna parecía crecer. Se rió.
               -Nena, ¿te has masturbado últimamente?
               Uf. La sola idea de imaginarme dándome placer a mí misma, pensando irremediablemente en él, tumbada sobre una cama en la que tantas veces me había poseído, conseguía que mi poca vergüenza se desintegrara. La verdad es que no había tenido ganas en ningún momento: cuando atravesaba la puerta de su habitación, mi cerebro se ocupaba exclusivamente en pensar qué podía hacer para regresar antes de vuelta con Alec, y cómo hacerle un poco más llevadera la estancia en el hospital, que lo consumía por momentos. No pensaba en él de la manera en que lo haría una amante, sino más como una novia. Una novia dedicada, seria, asentada. Alguien que había caído en la rutina y para la que el sexo era algo secundario.
               No obstante, una novia no deja de ser una novia.
               -Si te digo que sí, ¿te enfadarás conmigo?-quise saber. No había nada como coquetear un poco para conseguir lo que querías, que en mi caso no era más que disfrutar. Cómo disfrutaría, eso lo dejaba a la imaginación de mi chico.
               -Sólo por no dejarme mirar.
               -Entonces…-planeé hasta su oreja y le susurré junto al lóbulo, acariciándoselo con los labios-: no.
               -Qué mala eres-se echó a reír.
               -No me he masturbado, no-respondí, más seria, echándome el pelo a la espalda y sentándome con cuidado sobre sus pantorrillas, que aún eran fuertes. No dudé ni un segundo cuando le confesé-: quiero tener un orgasmo contigo. Y que tú me mires. Y que me toques. O que, si surge y cada uno se ocupa de sí mismo… quiero que te masturbes tú también. Que nos masturbemos juntos, mirándonos-me incliné hacia él-. No me importa tener que esperar. No quiero llevarte ventaja en esto.
               -Yo llevo el mismo tiempo que tú sin tener un orgasmo, y no doy tanto la turra-atacó, y yo alcé las cejas.
               -Alec, el otro día me pediste que te enseñara las tetas.
               -Bueno, pero eso es porque sabes que me encanta la fruta, y hacía mucho que no veía un buen par de peras.
               -¡Eres tontísimo!
               -Además, no me puedes comparar que yo te pida que me enseñes las tetas con la manera en que te has frotado contra mí ahora. Parecías una perra en celo.
               -¿Te ha molestado?
               -Sabrae. Lo único que me molesta es no tener mis huevos en tu garganta-cuando estallé en una sonora carcajada que hizo que las enfermeras me miraran mal desde el control, él sonrió-. Pero en serio. Haz el favor de comportarte. No estoy bien. Lo último que necesito es que te me tires encima. He llegado a temer por mi vida. Estoy convaleciente, ¿recuerdas?
               -Perdona, pero es que no sabes por lo que estoy pasando. Tanto tiempo de abstinencia me está volviendo loca.
               -Vuelvo a recordarte que yo llevo el mismo tiempo.
               -¡Tú estuviste la mitad del tiempo inconsciente!
               -Díselo a mis huevos.
               -Vale, vale. Captado. Estoy demasiado cerca-cedí, mostrándole las manos y haciendo amago de ir bajarme de la cama para sentarme en el sillón, pero él me detuvo.    
               -Como se te ocurra bajarte de esta cama, me tiro al suelo.
               -Tengo que preparar la mía.
               -Duerme conmigo.
               -Eso voy a hacer.
               -Digo aquí-dio un golpe en el lado que había dejado libre, y yo lo miré.
               -Al, soy una chica con curvas. Con esos dos milímetros que me has dejado, no tengo ni para empezar.
               -Pues tírateme encima. No sería la primera vez. Y, como siempre, tampoco me quejaría.
               Puse los ojos en blanco, negué con la cabeza y, aunque tenía pensado aceptar su invitación, sólo por hacerle rabiar decidí preparar la cama. Moví de nuevo los aparatos, el sillón, empujé la cama, y me puse el pijama, dejando la puerta abierta para que Alec me viera. Me di cuenta de que había salido del ángulo que hacía la puerta cuando me giré y me lo encontré haciendo contorsionismo para seguir mirándome, con la barbilla casi pegada en las rodillas.
               -¡Alec, ponte derecho! ¡Se te van a saltar los puntos!
               -Me da igual.
               -No me he hecho ningún tatuaje ni ningún piercing nuevo; no hay nada que no hayas visto.
               -Que lo haya visto antes no quiere decir que quiera dejar de verlo.
               -Eres más bobo…-sonreí, cogiendo el iPad de la que me acercaba a él. Me subí de un salto a la cama y me acurruqué contra su pecho, sugiriéndole ver una película antes de dormir. Deslicé el dedo por la pantalla mientras él me daba besos en la cabeza, mirando de reojo mi elección. Cuando me detuve frente al cartel de Extremely wicked, shockingly evil and vile, los dos nos quedamos mirando la pantalla.
               -¿Te apetece ésta?
               -Hombre… me apetece más otra que no me amargue la existencia.
               -Tu padre se parece bastante a Zac Efron en esta peli, ¿no te parece?
               -Lo dices por lo psicópata, ¿no?
               -Claro. Tú no te pareces a Zac Efron. Ya te gustaría.
               -Vaya, bombón, gracias por la parte que me toca-puso los ojos en blanco y yo me di cuenta de que había metido la pata de nuevo.
               -Lo siento. Si te sirve de consuelo, no es que seáis copias idénticas. De hecho, os parecéis más bien poco.
               -Buen intento, nena, pero tengo espejos en casa-me dio una palmadita en el costado y se rió, triste.
               -Y en el carácter… sois polos opuestos.
               Su sonrisa titiló, cambiando de origen, no tanto de aspecto.
               -Por esto eres mi chica preferida en el mundo-me abrazó para poder darme mejor un beso en la mejilla y me dejó seguir mirando, hasta que me detuve frente a Cincuenta sombras más oscuras-. Eh… si quieres ver cantar a tu padre, deberías ponerte alguno de sus documentales.
               -Oh, ¡venga! Tampoco es tan mala, si obvias la misoginia y todo lo demás. Además, ya hemos visto la primera. Deberíamos verlas todas, ¿no te parece?
               -Y estoy de acuerdo, y no es que me niegue en redondo a verlas jamás, pero, ¿no te parece que, quizá, no sea el momento?
               -¿Por qué? Podemos ponernos cascos por si viene alguna de las enfermeras. Además, estoy segura de que, viendo lo que hacemos, una película no las escandalizará.
               -No lo digo por las enfermeras.
               -¿Entonces?
               -Sabrae, la última vez que vimos una película de esta saga, terminamos follando a muerte.
               -¿Y qué pasa?
               -Que no sé si te has dado cuenta por la parafernalia que me rodea o el ejército de enfermeras que me cuidan, pero estoy ingresado. En un hospital.
               -¿O sea que no quieres?-pregunté con inocencia, con el dedo encima del cartel.
               -¿Follar, o ver la película?
               Le dediqué una sonrisa inocente. Alec se rió.
               -Pon la puñetera película, pero como intentes meterme mano, aunque sea medio milímetro, llamo a las enfermeras y les pido que te veten la entrada.
               -No serías capaz.
               -No-contestó-. No lo sería.
               Le di a reproducir y me acurruqué bajo las sábanas junto a él, poniendo mucho cuidado de no apoyarme en las zonas en que las vendas parecían insistir más, pues serían las más frágiles de su cuerpo. Las primeras escenas se sucedieron sin que ninguno de los dos dijera nada, y eso que sólo teníamos un par de auriculares que debíamos compartir, así que no estábamos precisamente aislados. Claro que la película tenía el peor empezar de las tres, ya que lo primero que se veía era a un niño acorralado en su casa por un padre maltratador. Debería haberlo pensado antes.
               Para cuando los protagonistas se acostaban por primera vez, como unas dos horas de incómodo silencio entre Alec y yo después, ya no podía aguantarlo más. Así que me giré y, con la mejilla apoyada aún en su pecho pero el rostro vuelto hacia él, me quedé mirando a Alec, que tenía la mirada fija en un punto más allá de mi rostro. Al percatarse de que yo ya no estaba mirando la pantalla, sus ojos pasaron a mí.
               -¿Qué?-preguntó con suavidad.
               -¿Estás bien?
               -¿Yo? Sí, ¿por?
               -Bueno… estás muy callado. Llevamos bastante de la película, y no has dicho nada aún.
               -Estaba pensando.
               -¿En la escena del principio? Debería haberme acordado. Lo siento. Sé que puede haber despertado recuerdos en ti que, justo hoy, son demasiado recientes. Ojalá me hubiera dado cuenta de que…
               -No, no. La peli está bien. No le estaba prestando atención, pero… por otra cosa. Saab, ¿puedo hacerte una pregunta?
               -Claro.
               -¿Crees que…?-se mordisqueó la uña del pulgar, pensativo. Buscaba las palabras en la maraña de sus pensamientos-. ¿Crees que soy un imbécil si estoy orgulloso de lo más insensato y peligroso que ha hecho mi madre en toda su vida?
               Oh. Por supuesto. Una vez más, el último en la cola que formaban las preocupaciones de Alec era él. Pobrecito. Estaba tan ocupado dándole vueltas a cómo afectaría esa tarde al futuro de su madre como para molestarse siquiera en sentirse identificado por el pasado problemático de un protagonista más problemático aún.
               -Bueno-le acaricié el pecho como hacía cuando terminábamos de acostarnos-, entonces seremos imbéciles los dos.
               -Hablo en serio, Sabrae.
               -Yo también. A ver-me incorporé-, tu madre sabe lo que hace. Conoce a tu padre mejor que tú. Lo tuvo que aguantar más tiempo, como tú bien has dicho antes. Además, estoy segura de que a ella no le haría ninguna gracia que te preocuparas por ella, porque hay gente de sobra que se va a ocupar de que esté bien. Y, pronto, habrá uno más-le besé el pecho y sonreí-. ¿Vale?
               Eso pareció tranquilizarlo un poco. Me dijo que valía, se acurrucó a mi lado, y se dedicó a salpicar la película con sus comentarios chistosos. Pronto, la peli pasó de ser un espectáculo de erotismo a circense, y cuando se terminó, a mí me dolía la tripa de reírme.
               Necesitaría aferrarme con mucha fuerza a los recuerdos de esas risas a lo largo de la noche, pues cuando apagamos la luz, todo recogido y preparado, Alec se aferró con fuerza a mí. Yo me había enroscado en torno a su brazo y su pierna buenos como si fuera un koala, dándole todos los mimos que requería y más, pero para ninguno de los parecía ser suficiente. Él estaba apagado, desanimado, y yo sabía que no era por el sueño, por mucho que, cuando le preguntaba qué le sucedía, él me asegurara que se debía a eso.
               Nos quedamos dormidos sobre la misma cama, en un espacio minúsculo que él solito ya llenaba, pero yo me negaba a alejarme de él ni un centímetro, y él se había disculpado veinte veces por ser un egoísta al que “le importaba más mi cercanía que mi comodidad”. Yo sabía que estaba mal. Lo sabía en el fondo de mi corazón, me arañaba la piel y me ponía los pelos de punta, pero también sabía que yo no tenía la cura para ese mal que le acuciaba. Sólo él la tenía. Y, por alguna extraña razón, se negaba en redondo a usarla, haciendo penitencia por un terrible pecado que ni siquiera había cometido él.
               Él era fuerte. Valiente. No tenía miedo a lo que fuera que tuviera dentro de él, y se enfrentaba cada segundo que pasaba consciente a aquellos demonios poniendo buena cara, para que no te preocuparas y le preguntaras qué le pasaba. Por desgracia, cuando cerraba los ojos y dejaba que se lo llevara el sueño, aquella fachada desaparecía. Al contrario que las fortalezas al uso, el castillo que era la mente de Alec abría las puertas de par en par y dejaba entrar a sus enemigos cuando caía la noche. Hasta entonces, yo había sido lo único que se había interpuesto entre ellos: mi perfume hacía que Alec soñara conmigo, y un sueño conmigo no podía convertirse en pesadilla.
               Eso fue hasta esa noche. Porque, de madrugada, cuando las luces del hospital estaban atenuadas y las de Londres se habían reducido al mínimo, todas las casas ya sumidas en un profundo letargo, Alec me despertó. Respiraba entrecortadamente, gimiendo y jadeando, suplicando en voz baja y en varios idiomas. Tenía el cuerpo perlado en sudor, y temblaba de la cabeza a los pies, quizá de miedo, quizá de frío.
               Una fría losa tiró de mi estómago hasta hundirlo bajo mis pies cuando me di cuenta de que mi magia curativa se había agotado esa noche. Yo ya no podía hacer nada por él. Sin embargo, como si quisiera extraer la poca que aún quedara en mi interior, Alec se aferraba a mí como a un clavo ardiendo. Su pecho subía y bajaba como un acordeón en una complicada melodía. Empezó a gemir y a jadear, y yo me quedé quieta, esperando que parara, temiendo hacer algo que lo alterara más aún. El único consuelo que me quedaba era pensar que no estaba soñando conmigo, y en cuanto abriera la boca, entraría en su pesadilla para hacerla mil veces peor.
               -No-gimió Alec, y yo le acaricié la frente febril-. No, ella no. Por favor. Déjala.
               Mis dedos se deslizaron por su piel y le di un beso en el hombro, siseando para que se calmara. Y entonces…
               -No le hagas daño, ¡no! ¡A Sabrae NO! ¡Me cambiaré por ella, me…! ¡NO!-aulló-. ¡SABRAE!
               Me incorporé de un brinco, encendí la luz y me volví hacia él.
               -Alec. ¡Alec! Estoy aquí-le dije, acunando su cabeza sobre mi regazo y besándole la mejilla, la frente, la sien, todo-. Mi amor, estoy aquí.
               -Sabrae-gimió él en voz baja, con los ojos aún cerrados. Se los besé y lo sacudí suavemente, hasta que conseguí que los abriera y me mirara, confuso y aterrorizado.
               Tenía la misma mirada que había invadido sus ojos cuando Annie entró en la habitación esa tarde.
               No necesitaba que me dijera qué me estaban haciendo en sus pesadillas.
               -Sabrae-jadeó, tirando de mí para poder tocarme por sus propios medios-. Sabrae-repitió. Mi nombre era un mantra, la única palabra que conocía en el idioma de los extranjeros que le atacaban, y que significaba “me rindo”. Me rindo, me rindo, me rindo, me rindo.
               -No es real, mi amor. No es real. Estoy aquí. No te preocupes. Sólo era un sueño, sólo eso. Un mal sueño.
               -Sabrae-gimió, hundiendo la cara en mi vientre, dejándose llevar y echándose, por fin, a llorar. Le acaricié la cabeza, siguiendo las líneas del pelo como quien acaricia a una canica a la que le está dibujando los patrones-. Dios mío. Joder… yo… yo-comenzó a tartamudear, y mis ojos salieron disparados hacia los monitores. Sus pulsaciones empezaron a subir. De las 60 en que estaba normalmente, pasaban ya a las 120. No les daría margen para que llegaran a 150. Lo apreté más fuerte contra mí y seguí besándolo-. Tú…
               -Estoy bien. Estoy aquí, contigo. A salvo. Nadie me ha hecho daño. Estoy perfectamente. Sé que duele, mi amor, sé que duele, pero está todo en tu cabeza.
               -Él… te estaba…
               -No lo digas-tomé su cara entre mis manos-. Alec, por favor, no lo digas-le limpié las lágrimas con los pulgares. Había en sus ojos una desesperación que no había visto nunca, pues era la propia de haber llegado tarde conmigo y no haber podido salvarme-. No le des más poder del que tiene. Sólo era una pesadilla. Estoy a salvo. Estoy bien. Puedo defenderme.
               -Y yo… yo…
               -Shh. Shhh, mi amor-le puse un dedo en los labios y negué despacio con la cabeza. Miré las pulsaciones. 135. Parecían estar estabilizándose, pero yo no iba a bajar la guardia-. Todo está bien. Ya ha pasado.
               -Era horrible.
               -Lo sé, mi sol.
               -No puedo… no quiero volver a dormirme-confesó, gimoteando como lo que era, un pobre niño indefenso, acostumbrado a ser valiente y aterrorizado ante la perspectiva de estar asustado. Le di un beso en la frente y lo acuné contra mí.
               -Tienes que descansar. Despeja la mente. No pienses en eso.
               -Lo tengo dentro de mí-jadeó con angustia, y yo abrí un ojo y miré las pulsaciones. 140. No.
               La enfermera del turno de tarde empezó a revolverse en el control. Estaba viendo las lecturas de Alec, y quería comprobar que no estuviera teniendo otro ataque de ansiedad. Tenía que calmarlo, conseguir que pensara en otra cosa, lo que fuera, con tal de que le relajara.
               -Lo tengo dentro, lo he heredado de él, no puedo escapar de eso, tengo veneno en la sangre, yo…
               145.
               Le di un beso en los labios y apoyé mi frente en la suya. Sus ojos estaban abiertos, sus pestañas me acariciaban las cejas; las mías, sus mejillas.
               -Cierra los ojos-le pedí. Se me había ocurrido una idea.
               -Pero él…
               -No te hará nada. Yo te guiaré. Te sacaré la imagen de la cabeza. Cierra los ojos, Al.
               Le puse las manos en los hombros y lo empujé suavemente de vuelta hacia el colchón. Eso pareció relajarlo un poco: con la espalda descubierta, todos somos un poco más cobardes. Incluso los que no lo son en absoluto.
               Con mucho cuidado de no hacerle daño, le rodeé los hombros con una pierna para sentarme justo por detrás de él, de modo que mi regazo hiciera las veces de almohada. Alec siguió sollozando con los ojos cerrados, pero sus pulsaciones fueron bajando. La enfermera me miraba con atención. Levantó una mano, ofreciéndome dos minutos antes de que fuera ella la que pasara a la acción. Asentí con la cabeza.
                -¿Sabrae?-preguntó con angustia.
               -Estoy aquí, contigo. Estoy bien-subió una mano cogérmela, aferrándose a mí para balancearse de un extremo a otro del bosque. Él era un adorable monito asustado, y yo, las lianas que lo alejarían del peligro-. ¿Lo ves? No me pasa nada. Vale. Vámonos de viaje, ¿de acuerdo?
               Había visto a mamá hacer esto con papá un par de veces. Sólo esperaba tener la misma imaginación que ella, aunque me figuré que con Alec no me costaría mucho. Le conocía lo suficiente como para saber qué le relajaba.
               -Saab-comenzó a protestar, pero yo lo callé con un beso en la frente. Torció la boca en una mueca de disgusto, pero no abrió los ojos-. No sé si esto funcionará.
               -Abre los ojos-me obedeció. Le aparté un par de mechones que le habían caído por la cara-. ¿Confías en mí?-asintió con la cabeza-. Quiero oírtelo decir. Las palabras tienen poder. Dímelo. Materialízalo. ¿Confías en mí?
               -Confío en ti.
               -Bien. Gracias-le di un beso en la frente-. Cierra los ojos-le di un beso en cada párpado-. No los abras hasta que yo no te lo diga, ¿vale?
               -Vale.
               -Concéntrate en el sonido de mi voz-miré los monitores. 130. Contuve un suspiro de alivio. Había retomado el control, pero todavía estábamos en caída libre. Tenía que bajárselas como fuera. Dejé despacio su mano sobre el colchón y le acaricié ambos brazos-. Imagínanos a los dos en un lugar precioso. Paradisiaco. Una playa de Mykonos. La arena es blanca, el agua turquesa. Hay un par de nubes flotando en el cielo. Son como trocitos de algodón de azúcar blanco. El sol es cálido. El cielo nunca ha estado tan bonito. El mar hace una dulce melodía, las olas rompen al compás de los latidos de tu corazón. ¿Estás en la playa?
               -Sí.
               -Bien. ¿Hay alguna montaña?
               -Sí, a la derecha.
               -Perfecto. Lo estás haciendo genial. ¿También hay casas?
               -Sí.
               -¿Cómo son las casas?
               110.
               -Las paredes son blancas. Los tejados son de color azul. Hay cercas de color azul también, y vallas con azulejos protegiendo los jardines.
               -¿Qué flores hay en los jardines?
               -Buganvillas.
               -Buganvillas. Nunca había oído ese nombre.
               -Son rosas, de pétalos grandes y triangulares. Mi abuela las cultivaba en su jardín. Mi familia tiene uno de los más grandes de la isla.
               106.
               -¿Huelen?
               -Sí.
               -¿A qué?
               -Eh… a buganvilla.
               -Vale-me reí, y esbozó una sonrisa-. ¿El olor es fuerte?
               -No mucho.
               -Entonces se mezcla con el olor del mar. ¿Lo hueles? El aroma de Mykonos. Es una mezcla de especias, sal marina, buganvillas y perfume de todas las mujeres que han pasado por ahí. ¿Lo hueles?
               -Sí.
               104.
                -Creo que Mykonos ya tiene los suficientes detalles. Volvamos a la playa. ¿Estás?
               -Sí.
               -¿Estoy contigo?
               -Sí.
               -¿Cómo estamos?
               -¿Cómo que cómo estamos?
               -En qué posición. ¿Estamos de pie? ¿Tumbados?
               -Estamos sentados.
               -Vale-le cogí las manos-. ¿Estamos vestidos?
               Alec se lo pensó un momento.
               -No. Estamos desnudos.
               Sonreí.
               -Oh.
               -¿Estás sonriendo?-hizo amago de abrir un ojo, pero yo se los tapé con una mano. Miré las pulsaciones. 94.
               -Aquí soy yo la que hace las preguntas, caballero.
               -Vale. Perdón.
               -Vuelve a Mykonos. A la playa en la que te espero desnuda. ¿Estoy sentada en la arena?
               -En unos bancos.
               -¿Y tú?
               -Yo también. Frente a frente.
               -Perfecto. Imagínate abriendo las piernas.
               Alec tragó saliva. Vi cómo su pie se movía ligeramente, obedeciendo a los designios de su mente.
               92.
               Vamos. Baja más.
               -Imagíname a mí abriendo las piernas-Alec tragó saliva, la nuez de su garganta subió y bajó de un modo seductor-. ¿Te gusta lo que ves?
               -Sabrae-abrió los ojos y las pulsaciones volvieron a subirle-, no podemos convertir el sexo en mi terapia, por mucho que sólo estemos fantaseando. Tú misma lo dijiste. No tengo que resolver mis idas de olla emocionales follando.
               -No lo vamos a convertir en terapia-le aseguré-. Vuelve a cerrar los ojos. Y ahora, piensa. Imagíname con las piernas abiertas, desnuda, en un sitio paradisiaco, sonriéndote mientras tú estás con las piernas abiertas, desnudo, sonriéndome, en un sitio paradisiaco. En el que, por cierto, estamos solos.
               Alec tragó saliva y se relamió los labios.
               -¿Qué quieres hacerme?
               -Quiero hacerte el amor.
               -Luego no quieres hacerme daño-refuté, acariciándole de nuevo los hombros.
               -No-la sola idea de que él fuera capaz de hacerme nada malo le parecía aberrante, igual que a mí todos esos miedos que se lo comían por dentro.
               -¿Por qué?
               -Porque me gusta estar contigo.
               -Ponte de pie. Acércate a mí. Imagíname poniéndome de pie y acercándome a ti. Estamos frente a frente; la brisa hace que mi pelo revolotee y te haga cosquillas. Te reflejas en mis iris. ¿Te ves?
               -Sí.
               -Hazme algo. ¿Qué me haces?
               -Te acaricio la cintura.
               -¿Y adónde vas?
               91.
               -Subo a tu boca.
               -Perfecto.
               -Y luego bajo. Te acaricio los senos, y…-se quedó callado.
               -¿Sí?
               -Después, entre las piernas.
               -¿Estoy mojada?
               -No mucho.
               -Eso es porque no soy una chica fácil-bromeo, y él sonríe-. ¿Qué vas a hacer para solucionarlo?
               -Besarte.
               -¿Cómo?
               -Lento.
               -¿Y yo respondo?
               -Sí. Primero dejas que te bese, y luego eres tú la que me besas a mí. Me pasas un brazo por el cuello. Me acaricias la nuca. Y empiezas a acariciarme. Sigues el ritmo de mi mano en tu entrepierna.
               Comenzaba a costarme respirar. Su imaginación era demasiado vívida, y me veía atrapada en la misma ensoñación que había creado para él.
               Las veces que yo los había visto, mamá no dejaba que los sueños de papá tomaran estos derroteros. Pero yo no podía alejarme de ahí. Estaba salvando a Alec. Y le estaba haciendo disfrutar.
               -¿Qué quieres que pase?
               -Lo que tiene que pasar-Alec volvió a relamerse.
               -Pues puedes hacer que pase.
               Se quedó callado un instante. Mis dedos bailaron sobre su rostro.
               -Cuéntamelo. ¿Qué está pasando?
               -Quería que pararas. Que tú fueras la estrella. Así que te cogí la mano y le besé la palma. Tú te me has quedado mirando. Te he cogido de la cintura y te he empujado suavemente hacia el suelo. Hay una toalla. Con rallas en zigzag blancas y azules, para que no te pongas perdida de arena.
               -Tú siempre tan considerado, amor-ronroneé, besándole la cabeza.
               -Te has tumbado, y yo te he puesto las manos en las rodillas. Me has dejado separártelas. Te he separado las piernas, y después de acariciarte, yo… te he probado.
               107. Pero ya no era malo que subieran. Habría que ver a cuánto las tenía yo.
               -¿Cómo es?
               -Chispeante. Delicioso.
               -¿A qué sé?
               Alec abrió los ojos y nuestras miradas se encontraron. El mundo desapareció.
               -A delicatessen. A néctar. A estrellas.
                Le besé la frente y él volvió a cerrar los ojos.
               -¿Alcanzo el clímax?
               -Sí. Tres veces.
               -¿Estás saciado?
               -No, pero tú me apartas. Estás cansada. La última vez, sabes a sudor, pero yo quiero seguir.
               -¿Hasta el final?
               -Te penetraré si me lo pides, pero con esto me basta. Saborearte me encanta.
               -O sea, que lo único que quieres, es darme placer.
               -Sí.
               -Y darme placer, te lo da también a ti.
               -Sí.
               -O sea, que… me tratarías con amor-susurré, saliendo de detrás de él y deslizándome por la cama a su lado. Me quité la camiseta del pijama y también el pantalón, haciéndolo una bola en el fondo. Alec contempló mi desnudez por debajo de las sábanas. Se llevó una mano al cordón de la bata, lo deshizo, y tiró de ella para desnudarse también.
               -Sí.
               -Igual que yo a ti-respondí, quitándome las bragas. Estaba desnuda, igual que él. Y, aunque sabía que no podíamos hacer nada, con estar así me bastaba.
               Algo me decía que no tendríamos otro momento tan erótico como aquel. Hablar así, sin tapujos, de cómo nos gustaba hacernos el amor, mientras no había nada de ropa interponiéndose entre nosotros, era lo más puro que habíamos hecho hasta ahora. Una flor inmensa y brillante abría sus pétalos en mi pecho.
               Me incliné para besarlo, y nuestras lenguas no tuvieron ninguna prisa. Cuando nos hartamos del sabor del otro, subí un poco más para seguir con aquel juego, mientras Alec me rodeaba la cintura y deslizaba la mano por mis nalgas, en un gesto tan tierno que era todo excepto lujurioso. Mis pechos rozaban su brazo. Mi rodilla, su miembro. Sus glúteos, mi sexo. Podía notar su dureza, y él, mi humedad, mi predisposición.
               Te penetraré si me lo pides. ¿Estaba dispuesta a pedírselo? No había nada que deseara más que sentirlo en mi interior. Incluso aunque eso supusiera algo tremendamente peligroso ahora. Quería que volviera a llenarme, hacer el amor con él. Sellar lo que estábamos haciendo de una forma física, establecer un lazo con nuestros cuerpos igual que lo estábamos haciendo con nuestras almas.
               Le mordisqueé la oreja mientras él me acariciaba la cara interna del muslo, tan cerca de mi sexo que había desatado una tempestad en mi feminidad.
               -Me apeteces-susurré.
               -Me apeteces-respondió automáticamente.
               -Te quiero.
               -Yo también.
               Deseé que estuviera bien. Deseé que su cuerpo no se hubiera roto hacía una semana, para que pudiera ponerse encima de mí, mirarme a los ojos, y volver a ser mi Alec. El Alec que era cuando estaba dentro de mí, cuando nuestros placeres se confundían.
               Deseé que mis caricias en su pecho no le dolieran. Pero, por mucho que le dolieran, este dolor era distinto. Agradable. A Alec no le importaba consumirse en él. No, porque eso significaba que yo estaba ahí.
               Ojalá no hubiera vendas. Ojalá estuviera piel con piel. Ojalá hiciéramos el amor, y alcanzáramos el cielo a la vez. Tenía toda la pinta de que así habría de ser.
               -Por esto nos envidian los dioses por ser mortales-le susurré al oído. Alec cerró los ojos, concentrándose en mi voz, que estaba ahí junto a él, igual que mi cuerpo. Pero los dos estábamos en Mykonos, en la playa. A punto de poseernos bajo la atenta mirada de todos los astros que quisieran consumirse de celos-. Porque, como sabemos que no somos más que un chasquido en la historia, vivimos al límite. Los dioses no se aman como amamos nosotros. No se necesitan como nos necesitamos nosotros. No se satisfacen como lo hacemos nosotros. Ellos tienen toda la eternidad. Nosotros tenemos toda la intensidad.
               Sus ojos estaban fijos en los míos. Nunca me había prestado más atención que ahora.
               -Nos han regalado nuestra pasión. Y yo quiero regalarles el mayor pedacito de eternidad posible, a cambio de que puedan vivirla a través de nosotros. No te voy a dejar, Alec. Ni ahora, ni nunca. Acostúmbrate a mí. Mentalízate de que cometiste un error separándome las piernas el otoño pasado.
               Volvió a tragar saliva, y la nuez de su garganta volvió a subir y bajar, como un cohete que se olvida a su pasajero más preciado, sin el cual no tiene sentido su travesía.
               -El único error que cometí fue no habértelas separado antes-contestó. Me eché a reír. Nos besamos. Largo, lento, profundo.
               Suspiré, y él suspiró, y él se rió, y yo me reí. Apoyé la frente en su mejilla y él su cabeza en mi frente.
               -Debo de follar muy bien para que montes todo este circo por mí.
               -No lo hago sólo por el sexo, Al. Lo hago porque te quiero, y eres una buenísima persona, y no soporto verte mal-jugueteé con un mechón de su pelo más rebelde que el resto-. Pero sí. También follas muy bien-le puse un dedo en el mentón y se lo giré para seguir besándolo-. ¿Mejor?
               Asintió con la cabeza.
               -Gracias.
               -No hay por qué. ¿Crees que podrás volver a hacerlo tú solo?
               -Depende. ¿Te refieres a meditar, o a comerte el coño telepáticamente? Porque, para poder comer un coño, necesito que también haya un coño, ¿sabes? No sólo tener lengua.
               -Tonto-me reí, dándole un golpecito en el hombro-. Sabes que no puedes seguir así, ¿verdad? Esto es sólo un parche, pero no te va a servir sin más. ¿Qué va a pasar cuando yo no esté?
               -Me has dicho que no me dejarás.
               -Y no voy a hacerlo, pero no voy a estar contigo siempre. Cuando te hayas ido a África…-no pude continuar. No podía imaginármelo teniendo un ataque de ansiedad a seis mil kilómetros de mí-. Yo no estaré siempre a tu lado para protegerte. No puedes seguir así, Al.
               Me miró. Examinó mi rostro, en busca de una respuesta que él sabía que no estaba ahí. Y entonces, para gran alivio mío, asintió.
               -Vale.
               -Prométemelo. Los médicos no pueden obligarte porque ya eres mayor de edad, así que tienes que prometérmelo.
               -Vale, Saab. Te lo prometo. Empezaré a hablar con un psicólogo.
               La flor terminó de abrirse y estalló en un millón de aves del paraíso, que llenaron el cielo con los destellos dorados de sus plumas al sol. Le besé en los labios, le di las gracias, y me acurruqué contra él, sin importarme nada más que el hecho de que me hubiera prometido que, por fin, se pondría a él por delante. Que se salvaría.
               Si las enfermeras nos encontraban durmiendo desnudos a la mañana siguiente y me echaban, que lo hicieran. Yo encontraría la manera de regresar con Alec, igual que habíamos encontrado la manera de estar juntos sobre la arena blanca de Mykonos.




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2 comentarios:

  1. Qué capítulo más bonito de verdad. Es que ha sido precioso soy todo corazones con Sabralec en serio.
    - Me encanta como al principio de capítulo estaban super distantes y al final no podían estar más conectados (tanto mental como físicamente).
    - Me ha encantado la pregunta de Annie “¿Serás capaz de tocar a Sabrae con unas manos manchadas de sangre?” y sobre todo lo que ha causado en Alec, darse cuenta, una vez más, que haría lo que fuera por mantener a Sabrae a su lado.
    - No me puedo creer que Alec le haya pedido perdón a Sabrae por tener un ataque de ansiedad y lo haya llamado mariconada osea es que es TAN duro consigo mismo. NO PUEDO MÁS.
    - Luego que Alec le haya dicho a Sabrae que le deje si es demasiado me ha partido el corazón, encima me he imaginado su expresión y ahora mismo quiero acariciarme el cuello con un cuter.
    - “Hay grandeza en la vulnerabilidad” mi frase favorita del capítulo.
    - El ataque de ansiedad me ha dejado: MAL, me parte el corazón ver a Alec así.
    - Me ha encantado toda la parte de Sabrae calmando a Alec osea de las cosas más bonitas que has escrito, ha sido super intimo y muy ellos es que lloro en serio :’’’’)
    - ALEC VA A IR AL PSICOLOGO!!!!!!!!!! Dios estoy contentísima, no sé cuántos capítulos llevo esperando y pidiendo esto, pero ya era hora. También te digo que como se arrepienta luego te mato erika.
    Ha sido un capítulo precioso precioso precioso, de esos que me apunto para releer (como todos los que estás escribiendo últimamente también te digo jajajajaja). Y bueno, como siempre estoy deseando leer el siguiente.

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  2. Ay, me ha gustado mucho este capítulo. Por un momento he llegado a pensar que el punto de conexión tan mágica al que habían conseguido llegar se iba a ir a la mierda pero ha sido precioso ver como han pasado de la vergüenza a la armonía en su máxima expresión.
    La parte final del capítulo me ha dado unas ganas impresionantes de llorar, la forma en la que ha hablado Sab, como se ha expresado...
    Hablamos mucho de la intensidad con la quiere Alec a Sabrae y poco de la tranquilidad y hermosura del amor que tiene Sabrae por el.
    La forma en la que ha culminado el capítulo, tranquilizando, con ese momento tan erotico que ha sido como si estuvieran haciendo el amor pero con palabras y con Alec aceptando la ayuda de un psicólogo ha sido maravilloso.
    Pd: el dia que vuelvan a follar temo por la polla de este chaval.

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