martes, 23 de noviembre de 2021

Sagitarios de primavera.

¡Gracias por la espera, flor! El capítulo de hoy es un pelín más cortito que los demás, espero que merezca la pena Nos vemos de nuevo el domingo, ¡disfruta!  

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Lo primero que noté fue la mezcla de sonidos, una mezcla de los que eran mis dos sonidos preferidos por separado, y entre los que nunca había pensado en hacer un ránking hasta ese momento: la respiración de una chica a la que yo conocía mejor que a mí mismo, y la sinfonía de los árboles desperezándose, las olas rompiendo en la parte baja del pueblo, y las gaviotas surcando el aire, siguiendo las estelas de los primeros barcos que salían a navegar.
               La respiración de Sabrae.
               La música de Mykonos.
               Todavía no me había dado cuenta de lo extraña que era la mezcla cuando me volví consciente de la luz del sol acariciándome los párpados, animándome a levantarme como siempre hacía con independencia de la distancia que hubiera entre el ecuador y yo.
               Y luego, los olores. La mezcla perfecta del mar y el aroma de los limoneros con la esencia de Sabrae, a frutas y sexo.
               ¿Sabrae… en Mykonos?
               Debía de tener el cerebro medio dormido si pensaba que ella estaba allí. Llevaba demasiado tiempo soñando con despertarme a su lado en mi isla como para que aquello hubiera llegado y yo no…
               Oh.
               ¡Oh!
               ¡OH!
               Abrí un ojo y me encontré con sus pestañas temblando ligeramente mientras continuaba durmiendo tan tranquila, de espaldas a la ventana, con una pierna encima de mis caderas, el pelo alborotado a su alrededor, convirtiéndola en un cuadro impresionista, en una diosa de las tormentas más oscuras que, sin embargo, eran las que se aseguraban de que los marineros extraviados volvieran a puerto. Pequeñas estrellas moradas, azules y rosas le poblaban la melena, las florecitas de la hortensia que no le habíamos quitado. Se nos habían caído encima como una lluvia de pétalos, polen y perlas de colores, ajenas a todo lo que había pasado entre nosotros, no haciendo el más mínimo caso de la actividad a la que nos habíamos visto abocados.
               Se me dibujó una sonrisa boba al pensar en ella moviéndose encima de mí la noche anterior, todavía con las manos marcadas allí donde la había atado fuerte con mi corbata. Lo bien que se había movido, las ganas que le había puesto a ese polvo, la forma en que me había convertido en suyo incluso cuando me había cedido todo el control, entregándose con un entusiasmo que pocas veces había igualado.
               Parecía mentira que aquella mujer con la que había recorrido los caminos y desvelado los rincones más ocultos del placer carnal fuera la misma chica que ahora dormía plácidamente a mi lado, a pesar de que ambas estaban desnudas y compartían el mismo cuerpo, la misma cara preciosa y perfecta que ahora sonreía con la tranquilidad de quien sabe que tiene a todo el universo a sus pies.
               Recordé entonces por qué habíamos llegado a aquel punto, qué necesidad nos había empujado a ir subiendo y subiendo hasta salvar el límite de las nubes y reconocer ese cielo cargado de estrellas, y se me empañó un poco la felicidad. Parte de la culpa de que lo hubiera pasado mal en Grecia era mía; debería haberle advertido lo que había, debería haberle dado más importancia a Perséfone de la que se la daba, debería haberme dado cuenta de que todo lo que había vivido en Mykonos era con mucha más gente, y no en soledad, como siempre se lo había pintado inconscientemente a Sabrae, dibujando rostros difuminados en un cuadro en el que lo único nítido éramos la isla y yo.
               Pero, la verdad, me duró poco la tristeza. Tenerla así, enredada conmigo de una forma en la que nunca había estado ninguna chica, ni siquiera en aquella cama, me hacía darme cuenta de que habíamos superado un hito más en nuestra relación. Aunque yo era humano y por tanto lleno de defectos, ella era una diosa cuya divinidad me protegía como un paraguas. No nos iba a pasar nada. No nos pasaría en Mykonos, y tampoco cuando me marchara de voluntariado.
               No pienses en eso ahora, me dije, detestando una vez más lo imbécil e individualista que había sido cuando tomé la decisión de marcharme. No podía enfadarme conmigo mismo; no, si era yo el que había puesto esa sonrisa en el rostro de Sabrae. No, si era yo el que había hecho que su cuerpo brillara de esa forma. No, si habían sido mis manos las que habían enmarañado las flores en su melena.
               Me juré que la protegería, y haría que su estancia en la isla fuera una dulce luna de miel sin la resaca de la boda o el estrés de sus preparativos.
               Y nuestra luna de miel empezaba ya. Notaba un pinchazo de atención en el estómago que me recordaba mis necesidades más primitivas, aquellas que se entrelazaban de un modo tan íntimo que era difícil separarlas: comer, reproducirse, sobrevivir. Al menos ya estaba satisfecho con el dormir.
               Quitándome despacio sus brazos de mi costado y su pierna de mi cintura, poniendo especial cuidado en no moverla demasiado para no despertarla, me libré (muy a mi pesar, no te voy a engañar) de su abrazo y me incorporé hasta quedar acuclillado a sus pies, todavía sobre la cama. El colchón crujió, resintiéndose bajo mi peso por los años y años de poca actividad, y ésta muy concentrada en las épocas en las que los elementos se volvían más salvajes. Sabrae no se despertó, sino que exhaló un suave suspiro y acarició el colchón a su lado, buscando algo a lo que asirse. A regañadientes, me convencí a mí mismo para dejarla sola; sería un bonito detalle y una buena forma de pedirle perdón prepararle un buen desayuno. Al fin y al cabo, ella era mi invitada, y tenía que ponérselo todo en bandeja.
               Pero, antes, la tradición. Abrí las contras de las ventanas, dejando que el sol bañara la habitación, y Sabrae se encogió un poco más. Ronroneó algo en voz baja y continuó buscando de forma inconsciente en la cama, en pos de mi cuerpo. Temiendo que se despertara, me escabullí en dirección a la habitación de mi hermana y saqué una de las almohadas de su armario. Regresé en un abrir y cerrar de ojos, y se la coloqué al lado del cuerpo, confiando en que pronto se aferraría a ella como el más precioso de los koalas, como efectivamente sucedió. En cuanto la notó cerca de ella, Sabrae acarició la tela con los dedos extendidos, igual que me acariciaba a mí el pecho, y exhaló un suspiro de satisfacción al enroscarse alrededor de la tela mullida y suave.
               Cogí el móvil de mi mesilla de noche e, ignorando los mensajes que me abarrotaban las notificaciones, entré en la conversación con Sabrae y deslicé el dedo para empezar a hacerle un vídeo mensaje.
               -Buenos días, bombón-sonreí, susurrando lo suficientemente bajo para no molestarla, pero no lo bastante como para que no me escuchara en el móvil, cuando recibiera el mensaje exactamente dentro de un año-. Mírate qué guapa estás-me aparté a un lado y me quedé embobado mirando su espalda desnuda, la curva de su cintura ocultándose bajo las sábanas, la manera en que sus rizos seguían el compás que marcaba su pecho al respirar-. Joder… estoy enamoradísimo de ti.
               Sabrae dejó escapar una risita en sueños, y yo me giré para mirarla. Una sonrisa le cubría la cara, y yo tuve que contener las ganas de comérmela a besos allí mismo, mientras dormía como un bebé sonriente en aquella cama demasiado pequeña para dos personas, pero lo suficientemente grande para nosotros dos.
               Me volví de nuevo para mostrarle el amanecer, los destellos dorados y rosa del mar reflejando los colores melocotón del cielo.
               -Ya casi lo tenemos-la animé-. Pronto veremos amanecer en directo juntos otra vez.
               Detuve el videomensaje y lo programé para esa misma fecha, pero dentro de un año. Entré en la conversación programada con ella, para asegurarme de que se había almacenado correctamente, y cuando terminó de cargar, me permití mirarla de nuevo.
               A cada segundo que pasaba con ella en aquella habitación en la que tan felices podríamos ser si simplemente fingiéramos que el tiempo ya no existía, más tentadora e irresistible me resultaba la idea. Pensar en que no le vería la cara la primera vez que recibiera el amanecer programado hacía que se me encogiera el corazón y me replanteara absolutamente todas las decisiones que había tomado a lo largo de mi vida y que no tenían que ver con ella, pues si no me conducían a disfrutar más del tiempo juntos, desde luego, eran equivocadas.
               ¿Realmente sería tan malo que me quedara en casa? ¿Qué pasaría si simplemente no me subía al avión? Ya estaba bien otra vez; podía ponerme a trabajar de nuevo de repartidor en cualquier otro sitio para recuperar el dinero que había perdido en el voluntariado, un dinero al que le darían muy buen uso incluso si yo no iba. Necesitaban materias primas, instalaciones, comida, medicinas. Mi aportación a la Fundación podía reducirse a eso: a dar todo el dinero que me habían pedido para el voluntariado sin las molestias de tener que enseñarme los métodos que pondríamos en práctica.
               Era demasiado fácil evadirme de las responsabilidades y compromisos que había adquirido en Inglaterra cuando no me bañaba en el mismo mar, en las mismas playas. Toda mi vida en casa parecía muy lejana, un espejismo, algo a lo que no tenía por qué volver si yo no quería. La casa estaba bien, la cama estaba bien, todo estaba bien si estaba con Sabrae. La playa estaba lo suficientemente cerca como para poder bañarnos todos los días; el mar, lo suficientemente cálido como para no tener que preocuparnos de las estaciones. Sabrae podía aprender el idioma rápidamente; el urdu era bastante más difícil y lo dominaba desde pequeña. Yo ya me había graduado del instituto, y podía matricularme en la universidad a distancia. Saab podía hacer lo mismo; quisiera lo que quisiera hacer, estaba seguro de que incluso podría matricularse a la vez que yo si estudiaba lo suficiente. Podíamos apañárnoslas con la ropa que habíamos traído, sobrevivir en la isla y ser felices en esa casita blanca a la que yo había llamado hogar durante tanto tiempo que me sorprendía haberme considerado siquiera en casa cuando estaba en la otra punta del continente. Sólo había estado a gusto y en casa en mi gran cama de Londres cuando Sabrae la había compartido conmigo, y ahora… ahora que ya sabía lo que era dormir prácticamente apiñados, no sabía cómo me las apañaría para volver a mi habitación y dormir solo.
               O, peor aún, en otro continente.
               Podíamos quedarnos aquí. Seríamos felices y libres, libres como sólo puedes serlo cuando estás en un lugar en el que nadie espera nada de ti.
               Pero sería increíblemente egoísta por mi parte pedírselo. Yo estaba dispuesto a renunciar a todo lo que me esperaba en Inglaterra porque ya me había hecho a la idea de que lo perdería durante un año, pero Sabrae ni siquiera lo había probado. Necesitaba a sus amigas, necesitaba seguir estudiando, necesitaba seguir en una clase en la que no le costara un triunfo ser la primera, ya no digamos mantenerse al día en un idioma que no conocía. Se merecía graduarse y toda la gloria que la esperaba en casa.
               Y, sobre todo, se merecía vivir en un sitio en el que nadie dijera que era “la nueva algo”, sino la auténtica Sabrae. Todavía me escocía (y lo seguiría haciendo durante mucho, mucho tiempo) el recordarla la noche pasada, llorando sola en el cenador, preguntándome si Perséfone era mi novia simplemente porque toda la isla parecía comportarse como si así fuera. No podía someterla a eso durante el resto de su vida, por mucho que fuera a esforzarme por conseguir que nadie en Mykonos volviera a mencionar a mi amiga en su presencia, no mientras no se les metiera en el coco que Perséfone había sido el ensayo vacío donde Sabrae era el estreno con el teatro lleno hasta los topes.
               La única solución era reunir el coraje suficiente para no marcharme. Ser un hombre de una puta vez y admitir que me había equivocado, que no quería separarme de mi chica durante un año, y simplemente no subirme a aquel condenado avión.
               Pero entonces… ¿en qué me convertiría eso? ¿Cuánto valdría mi palabra si no cumplía uno de mis compromisos más firmes? ¿Mis promesas con Sabrae tendrían el mismo peso?
               Si seguía prometiéndole dedicarme a ella en cuerpo y alma y quererla para siempre, incluso cuando me fuera de este mundo, ¿ella me creería?
               -Alec-dijo en sueños, y yo me quedé clavado en el sitio, esperando, temiendo haberla despertado. Necesitaba dormir: el día de ayer había sido muy intenso, y nos esperaba un día igual, sobre todo por la conversación que le había prometido que mantendríamos cuando nos levantáramos. No me apetecía una mierda ponerme a hablar de mi pasado en un sitio en el que estaba tan presente, sobre todo porque a ella le causaría dolor, pero no me quedaba otra si quería ser completamente sincero y darle las respuestas que ella necesitaba.
                Le prepararía un buen desayuno para compensarle por lo de ayer.
               -Vuelve a dormir-susurré en su oído, y Sabrae estiró la mano y tocó la pared. Deslizó los dedos por ella igual que lo hacía conmigo.
               -Qué guapo eres-susurró, y yo puse los ojos en blanco. ¿En serio? ¿Se ponía a manosear la pared de la habitación pensando en ?-. Te quiero mucho.
               -Y yo a ti, nena-ronroneé-. Vuelve a dormirte, venga-le di un beso en el hombro, recogí mi ropa y salí de la habitación mientras Sabrae se daba la vuelta, aprovechando que había vuelto a cerrar las contras y la había dejado en penumbra. Me vestí en silencio en el pasillo, bajé al piso de abajo, y tras comprobar que nos habíamos dejado llevar demasiado por la emoción de comer juntos en Mykonos, me di cuenta de que tendría que ir a coger algo para desayunar, salvo que le preparara una ensalada de lechuga y queso feta.
               Así que le escribí una nota para que no se preocupara por si se despertaba antes de que yo regresara, subí a dejársela en la mesilla de noche y, tras resistirme a la atracción que ejercía sobre mí y la manera en que su cuerpo parecía llamar al mío, invitándome a meterme de nuevo en la cama con ella, bajé las escaleras y salí de la casa.
               Noté movimiento en las ventanas del piso superior de la de enfrente, pero ni me molesté en dignificar la atención de Chloe con una mirada furibunda, sino que continué calle abajo confiando en encontrarme algún puesto ya abierto.
               Por suerte, los primeros tenderos ya estaban recogiendo y colocando su mercancía cuando llegué al mercado del puerto, y los camareros iban colocando las mesas en las terrazas de las cafeterías. Por todas partes quedaban restos de la boda: serpentinas de colores pastel colgando de las celosías de las casas, confeti brillante en el suelo, bolsas de basura abarrotadas en los rincones, junto a los cubos llenos hasta arriba.
               Un camión pequeño estaba detenido, con el motor al ralentí, frente a una de las panaderías del pueblo. Dos muchachos de mi edad descargaban cajas y las conducían al interior de la tienda bajo la atenta mirada de un hombre con amplia barriga cervecera, calvo y un poblado bigote que se curvó al reconocerme.
               -¡Alec!-celebró, levantando la mano en el aire a modo de saludo, y yo me acerqué a él.  Proteo, el tío de Perséfone, regentaba una panadería con los mejores dulces de toda la isla, y seguramente de Grecia entera. No me había dado cuenta de que había atravesado el pueblo confiando en que su tienda estuviera abierta hasta que no me encontré frente a frente con él.
               -Buenos días-sonreí, acercándome a él-. ¿Necesitas una mano?
               -Todo controlado, ¿verdad, chicos?-le dio una palmada a uno de los chicos, que trastabilló por el peso de la caja, pero consiguió mantener el equilibrio en el último momento-. Había oído rumores de que habías vuelto solo. ¿No es un poco pronto aún?
               -No voy a venir con mi familia este verano, pero no quería dejaros sueltos tanto tiempo que os olvidarais de mí.
               -Es una lástima. Me sé de alguien a quien le encantaría haberte visto-me guiñó un ojo y me estrechó entre sus brazos, así que no vio la cara que puse al hacer referencia a su sobrina.
               -Sí, he hablado con ella, y a los dos nos da mucha rabia, sobre todo porque me hacía ilusión presentarle a mi novia.
               Proteo alzó las cejas, su bigote convirtiéndose en un cruasán peludo al escapársele una mueca de sorpresa y… ¿era disgusto lo que se mezclaba en su mirada? No podía decir que me sorprendiera; no, si teníamos en cuenta que toda la isla había dado por sentado que yo acabaría con Perséfone, como si el vernos solamente un mes al año ya fuera suficiente para conocernos lo bastante como para empezar un proyecto de vida en común.
               Es decir… adoraba a Perséfone, la quería muchísimo y la consideraba una de mis amigas más cercanas, una persona con la que tenía una confianza como con pocas. Pero de ahí a querer tener críos con ella, sentarme en el muelle a vigilar mientras buceaban y darle mi apellido había un buen, buen trecho.
               -¿Novia?-preguntó, y yo asentí con la cabeza, desafiante. A estas alturas, viendo lo que había pasado Sabrae, ya ni siquiera me sorprendía que los vecinos quisieran una confirmación. Ya sabes lo que dicen: pueblo pequeño, infierno grande, y seguro que las noticias de lo que Chloe le había hecho a Saab habían volado más rápido incluso de lo que me había enterado yo. Además, estaba el vínculo de sangre que unía a Proteo y Pers, así que…-. ¿Seguro que has usado la palabra que querías usar, muchacho?-sonrió, quitándole hierro al asunto, convencido de que no había sido más que un lapsus de los que los extranjeros que no dominan bien el idioma tienen. ¿Cuántas veces había escuchado a visitantes en Londres preguntar por un tren que los llevara a la puta más cercana, cuando claramente querían ir a la playa? En los sitios turísticos, esos fallos pasaban constantemente.
               -Sí. Novia. El griego es mi lengua materna-salvo en Inglaterra, que es el inglés. O con mi abuela, que es el ruso. No pude evitar que mi voz sonara más cortante de lo que pretendía, pero desde luego la situación requería que fuera tajante en ese sentido. Proteo y yo nos miramos un momento, y yo rompí el contacto visual, sintiendo que empezaba a crecer una tensión curiosa en mí, cogiendo una de las últimas cajas que habían descargado del camión y metiéndome dentro de su tienda. Necesitaba algo con lo que mantener las manos ocupadas, ya que ese picor que había empezado a notar en las palmas no me gustaba nada. Me recordaba mucho a momentos demasiado tensos en los que perder los estribos había estado justificado e incluso había sido deseable, pero no quería una pelea con uno de los lugareños más queridos, sobre todo si era familia de Perséfone. Por mucho que ella fuera ahora mismo la única fuente de mis problemas, quería solucionar toda la situación, no arrancarla de raíz.
               -Sólo me aseguraba-Proteo se encogió de hombros, abriendo las manos en un gesto de derrota. Sea como fuere que el pueblo había apostado, no lo habían hecho por Sabrae. Tanto mejor para mí: a más desigualada la apuesta, mayores eran las ganancias, especialmente cuando yo sabía que iba sobre seguro-. Tu llegada no ha dejado indiferente a nadie, ¿sabes? Y corren rumores de todo tipo-les tendió un par de billetes a los repartidores y se hizo a un lado para dejarlos salir, poniéndose de nuevo con los brazos en jarras.
               -Apuesto a que sí.
               -Bueno, tampoco es que no sea de esperar que armes alboroto, ¿no?-rió-. Quiero decir, no pasan muchas cosas últimamente, y…
               -Es curioso que lo digas cuando todavía tienes serpentinas de una boda colgándote del toldo-comenté, arqueando una ceja, y él se limpió las manos a su delantal, nervioso.
               -Sí, bueno… pero lo de la boda ya lo sabíamos, y como tú llegaste ayer por la mañana, había mucho que comentar durante el banquete…
               Delia, su esposa, salió en ese momento del almacén farfullando algo sobre la falta de melocotones en almíbar  que había provocado la boda, dejando sus materias primas bajo mínimos. Sus mejillas regordetas se tiñeron de rojo cuando me vio allí plantado, al lado de su marido, que no sabía dónde meterse.
               -¡Alec! ¡Qué alegría verte! Has tardado en venir a visitarnos-se lamentó, haciendo un puchero exagerado-. Ya creía que te habías enfadado con nosotros por algo-vino a darme los dos besos de rigor y me puso las manos en los brazos-. Vaya, estás guapísimo.
               -Gracias-ronroneé-. Y respecto a lo otro… bueno, he estado ocupado, pero de enfadarme con vosotros nada.
               -Oh, sé a qué te refieres-Delia me guiñó el ojo-. Dicen que has venido acompañado. Por una extranjera, nada menos. ¿Sabes? Cuando Elora nos lo contó, en un principio no di el menor crédito. Ya sabes que está tan aburrida que haría lo que fuera con tal de conseguir un poco de atención. Decir que te habías traído a una inglesita, nada menos…-sacudió la mano en el aire, negando con la cabeza y riéndose, como si la idea fuera absurda y no mereciera ni un segundo de su atención-. Todo para que te hiciera compañía mientras no está Perséfone… pero luego os vi en la boda. Es bastante mona. Aunque un poco bajita para ti, ¿no te parece?
               -Se llama Sabrae-la corté en un tono glacial que hizo que diera un paso atrás, sorprendida de mi hostilidad-. Y la vais a ver muy a menudo por aquí, así que yo de vosotros me acostumbraría a la diferencia de altura.
               Delia parpadeó, mirándonos alternativamente a mí y a Proteo, que se había puesto colorado y no sabía dónde meterse.
               Así que por eso se habían puesto así las chicas en la boda. Para ellos todo esto no era más que cachondeo, un caprichito mío para asegurarme de que hubiera alguien calentándome la cama ahora que Perséfone no estaba. Pura diversión, nada más. Se creían que me había traído a la primera chica que me encontrara con tal de cubrir el sitio de Perséfone. Si ellos supieran todo por lo que había pasado con Sabrae, por Sabrae, para Sabrae…
                Joder. Ni siquiera llevábamos 24 horas en la isla y yo ya estaba hasta las pelotas de la forma en que la estaban tratando. Me avergonzaba haberle puesto las expectativas tan altas a Sabrae con la isla, pues a cada minuto que pasaba, todos sus habitantes me hacían ver que eran incapaces de verla como a uno de los nuestros, por mucho que la hubiera traído yo.
               -De hecho-dije, tocándome el móvil en el bolsillo del pantalón-. La he dejado en casa para que descanse. Seguro que ya sabéis de qué hablo, viendo que Pers se pasaba durmiendo todas las mañanas mientras yo estaba aquí-ironicé, dejándoles bien claro a qué me había dedicado con la inglesita en cuestión-. Estábamos tan preocupados pensando en lo que haríamso por la noche que ni nos paramos a pensar en lo que desayunaríamos después-puse los ojos en blanco, negando con la cabeza, y Delia y Proteo intercambiaron una mirada-. Os dejo. Tengo que conseguir algo para desayunar antes de que se despierte. Cuanto menos tiempo pasemos separados, mejor-les guiñé un ojo, cogí un palito de pan de olivas y semillas de calabaza de los que tenían para picar en el mostrador, y salí de la panadería sin mirar atrás.
               Bueno, ahora que ya no podía contar con los pasteles de Delia y Proteo, tendría que ser un pelín más imaginativo si quería que el primer desayuno de Sabrae en Mykonos fuera memorable, sobre todo si tenía que compensarle por lo mal que se lo habían hecho pasar la noche anterior.
               Claro que, recordando su manera de gemir, jadear, e incluso correrse, me daba la sensación de que ya tenía mucho de ese camino recorrido.
               Había otra panadería a la que íbamos en situaciones de emergencia un poco más adelante, así que puse rumbo a ella, confiando en que tuvieran algo decente que pudiera darle a mi chica. Allí conseguí cruasanes, donuts de sabores (frutos rojos, chocolate y chocolate blanco) y un par de cafés que la dueña, con mínimo cuatro bien cargados ya en el organismo, me metió en bandejitas de cartón y me puso en una bolsa, sonriéndome con calidez y confiando en que volvería pronto. Pues mira, sí. Sobre todo porque no me había dicho absolutamente nada sobre Sabrae, y eso que habíamos estado sentados en mesas contiguas.
               Estaba volviendo a casa cuando me encontré con Niki, que atravesaba en ese momento el muelle con toda la dignidad que puedes reunir en plena resaca. Me reí al ver que se detenía un momento a recobrar el equilibrio antes de continuar andando bajo la atenta mirada de los peces, que parecían esperar con impaciencia el momento en el que tropezaría con sus propios pies y se caería al agua.
               -¿Qué?-lo saludé, y Niki hizo visera con sus manos para poder mirarme-. ¿De empalme?
               -Recuérdame que no vuelva a salir en mi puta vida.
               -Creo que paso, tío. No quiero asistir a tu funeral. Tengo la tarde muy ocupada.
               -Joder-bufó, poniéndose las manos en las caderas y mirando hacia el mar, donde un barco se alejaba lentamente en dirección al horizonte. Fuera quien fuera su dueño, seguro que no pescaría ni una triste almeja después de haber pasado la noche con Niki-. Algunos deberíamos tener prohibido beber.
               -Si sólo bebierais…-me burlé, y Niki se me quedó mirando un segundo antes de sonreírme con cansancio.
               -Oye, que me he portado bien esta vez, ¿sabes? Por supuesto, no vas a dar fe de mí porque te pasaste media noche por ahí con tu inglesa-se burló, y yo puse los ojos en blanco. Qué puta obsesión con recalcar su origen. Sí, vale, Sabrae era inglesa, pero ella no tenía la culpa de lo que su país le había hecho a Grecia. O no más que yo, al menos, y a mí jamás me habían echado en cara mis orígenes-. Que ya te vale, por cierto. Por muy guapa que sea, nos has tenido abandonados casi un año entero. Yo de ti repartiría más la atención.
               Me reí, a pesar de todo. Con Niki era muy complicado enfadarse: no tenía ningún tipo de maldad.
               -Créeme: si por mí fuera, habría estado con vosotros y con ella durante toda la fiesta, pero pasaron cosas que me mantuvieron ocupado.
               -¿Cosas? ¿Así es como llamáis en el continente a poneros tan cachondos que prácticamente lo hacéis en la mesa de los canapés?
               Me eché a reír.
               -Primero, no soy del continente. Segundo, Sabrae y yo dejamos la mesa de los canapés tranquila. Y tercero, creo que deberías consultar tus fuentes. No fui por ahí a echar ningún polvo y luego volví, aunque ya me gustaría.
               -¿Entonces?-noté que se le había pasado parte del dolor de cabeza, y trataba de enfocarme con ojos vidriosos. Su intento de atención me alentó a ser sincero con él: de todas las personas a las que se la había presentado, Niki había sido con diferencia el más abierto con ella. Si había hecho que Sabrae se sintiera incómoda, rápidamente había corregido su comportamiento, le había pedido disculpas y la había tratado como si fuera tan de la isla como yo.
               -¿No notaste nada raro durante la cena?
               Niki parpadeó.
               -Todo estaba muy bueno, aunque sabes que yo no soy muy imparcial en esto. Adoro el marisco.
               -Gilipollas, no hablo de la comida, sino del ambiente.
               -Lo sé, subnormal-Niki me sonrió-. Sólo estaba picándote. Pues… la verdad es que no. O sea, todo estaba bastante guay, ¿no te parece? Había un ambiente relajado. Yo noté a Sabrae cómoda.
               -¿No te pareció raro que las chicas no hablaran con ella?
               Niki parpadeó. Una, dos, tres, cuatro veces.
               -Eh… nuestras sirenitas son más bien cerradas, ya lo sabes. No les gusta la competencia. Recuerda lo mucho que les costó aceptar a Calíope en el grupo.
               -Ya, pues el caso es que no sólo le hicieron el vacío durante la cena, cosa que yo no pienso excusarles, sino que luego fueron a por Sabrae descaradamente. La hicieron llorar, ¿sabes?-Niki parpadeó, sorprendido-. Le hicieron creer que Perséfone y yo estábamos juntos, y que yo me la había traído por lo que decís básicamente todos: que Perséfone no está y necesito un sitio caliente y mojado en el que meterla en su ausencia.
               -Así que es verdad-reflexionó, mirándose los pies. Fruncí el ceño.
               -¿De qué hablas?
               -Tenía el móvil que echaba humo cuando lo he cogido al… bueno-sonrió-. Ya sabes. Al acabar-miró de nuevo hacia el barco y su sonrisa se rizó un poco más-. Chloe está como loca, mandando audios por el grupo como una desquiciada. No he escuchado ninguno porque no quiero que me taladre la cabeza con su voz de pito, pero por lo que he podido leer, he visto que habéis tenido una movida. ¿La has amenazado?
               Vaya. Así que Chloe no perdía el tiempo, ¿eh?
               -Sí-admití-. Y, ¿sinceramente? Volvería a hacerlo. Una y mil veces.
               -Pero, ¿qué le has dicho, exactamente?
               -Nada en especial. Que se ande con ojo, simplemente. Que no me toque los huevos con Sabrae, porque no pienso pasarle ni media a nadie cuando se trata de ella. Es mi punto débil, y pienso protegerla a toda costa.
               -Bueno, eso ya me suena más a ti, porque las burradas que he podido entrever por el grupo…
               -¿Qué se ha inventado, a ver?-puse los ojos en blanco, y por la forma en que Niki me miró me hice una idea de lo que Chloe andaba diciendo por ahí. Un tipo de violencia que sólo a los hombres se nos ocurría infligirles a las mujeres. Apreté la mandíbula-. ¿Y los chicos se lo creen?
               -No lo sé. No he mirado mucho, como te digo. Ahora mismo sólo me apetece meterme en la cama y vomitar hasta mi primera papilla. No sé si en ese orden-frunció el ceño, masajeándose las sienes- pero, ¿quieres que te sea sincero, Al? Incluso sabiendo que Chloe está exagerando todo este drama, creo que tu reacción ha sido un poco… no sé, desmedida. Son peleas de gatas. Las tías viven en un tira y afloja constante por ver cuál se garantiza antes un rabo. Creo que le has dado demasiada importancia.
               -Y yo creo que no eres consciente de lo que ha pasado realmente, tío. Me he traído a mi novia a mi isla. Quiero que la conozca de cabo a rabo y que sienta que está en casa, igual que lo siento yo, no que le hagan sentir a cada paso que da que es una intrusa y que sólo está sustituyendo a alguien de aquí, alguien a quien ni siquiera conoce todavía. Simplemente he puesto a Chloe en su sitio. Si le hubiera dicho todo lo que me apetecía decirle, ni siquiera estaría en Europa ahora mismo. Si fuera lista, al menos.
               -Entiendo que quieras defender a tu piba, pero, ¿te parece siquiera que el que le hayan dicho que estabas liado con Perséfone es para montar un espectáculo?
               -Si a Sabrae le duele no voy a montar un espectáculo, voy a montar el puto circo entero, Nikolai-espeté, y Niki se masajeó las sienes.
               -Es que ¿por qué le tiene que molestar algo que es verdad?
               -¡¿El qué es verdad?!
               -Estabas liado con Perséfone. Que Chlo haya adornado la historia no quiere decir que la trama no venga a ser la misma. Nadie sabe cómo lo decidisteis Perséfone y tú, pero es evidente que algo teníais. No sé si tan fuerte como lo que te une con Sabrae, pero… tienes que entender que Chloe lo venda como si fuerais novios. Porque lo pensaba de verdad. Todos lo pensábamos.
               -Pues todos sabéis que no lo éramos. Nunca lo fuimos ni nunca lo vamos a ser.
               La verdad, por mucho que la quisiera y me lo pasara bien con ella, no me veía con Perséfone como me veía con Sabrae, o incluso como me había visto con Bey en nuestros mejores momentos. Perséfone era simple y llanamente algo divertido, sin ataduras, una monogamia que nos había salido natural por el mero hecho de que así todo era mucho más sencillo, apenas un compromiso. Yo celebraba sus triunfos igual que ella celebraba los míos, pero nos pasábamos demasiado tiempo separados como para haber considerado siquiera construir un futuro juntos. Éramos un pasatiempo, nada más. Una hamburguesa en un restaurante de comida rápida que pillabas en el drive-thru y te comías en cualquier semáforo.
               Sabrae, en cambio, era un menú completo, un banquete elaboradísimo, preparado desde principios de semana y que se disfrutaba de sábado, con una gran ceremonia. Con ella todo era distinto: me lo pasaba bien, pero también sufría; me esforzaba por ella, pero no porque ella me lo pidiera, sino porque yo quería estar a su altura; sentía que tenía que ser mejor para poder merecérmela. Sus triunfos eran los míos; sus fracasos, problemas que yo tenía y quería solucionar; cada paso que daba en dirección a su destino era un paso en el que me tenía siguiéndola. Teníamos planes. Nos incluíamos el uno al otro pensando en el futuro.
               Nos disfrutábamos en más estaciones que el verano, donde todo es dorado, luminoso y sabroso. Habíamos visto caer las hojas de los árboles mientras caíamos en las redes el uno del otro en otoño. Nos habíamos dado calor acurrucados en la nieve de nuestro orgullo mientras ardíamos en deseos el uno del otro en invierno. Y en primavera… en primavera nos habíamos permitido por fin florecer y decirnos todo lo que sentíamos, exhibiéndonos ante el mundo como un árbol que por fin demuestra su belleza. Puede que hubiéramos empezado en otoño, pero el sí de Sabrae había sido en abril, por lo que nuestra relación era un Sagitario de primavera.
                -¿Lo sabemos?-respondió Niki, alzando una ceja-. Porque teníais un rollo muy raro, y… no sé, tío. Parece mentira que esté defendiendo a Chloe, con lo zorra que es, pero… me parece normal que se ponga territorial. Sabes lo mucho que le jodía que estuvieras con Perséfone.
               -Ya, bueno, a mí no me parece normal que se ponga territorial. Y yo no “estaba” con Perséfone. La única que podría reclamarme algo sería Sabrae, y ella jamás me ha reclamado nada sobre mi pasado, ni en Inglaterra ni en Grecia, así que lo siento mucho si te parece que me ha pasado poniendo a Chloe en su sitio, pero entre una tía a la que hasta sus amigos califican de zorra y mi novia, creo que comprenderás que elija a mi novia-bufé, deteniéndome en la plaza del pueblo con el gran árbol en el centro, del que aún colgaban las luces de la boda de Iria y Bastian.
               -Tío, yo no lo estaba diciendo para molestarte, es sólo que…
               -Niki, en serio… ha sido una noche muy larga para ambos. Creo que lo mejor será que lo dejemos estar.
               Se mordió el labio, decidiendo si insistía o no, sabiendo que le costaría mucho conseguir sacarme el tema de nuevo y que yo quisiera hablar, ya que casi con toda seguridad estaría con Sabrae la siguiente vez que nos viéramos, y mi deseo de protegerla era mucho mayor que mis ganas de quedar bien con mis amigos de Grecia, o tratar de aclarar los malentendidos que pudiéramos tener. Sinceramente, nada me importaba menos que el quedar bien con los de Grecia si le habían hecho daño a Sabrae.
               Y Niki pareció entenderlo, ya que no insistió en ello. Simplemente asintió con la cabeza, la mirada perdida en algún punto a mi derecha, a la altura de mi mano, y finalmente levantó la vista para despedirse con un:
               -Dile a Sabrae que lo siento. Y que no es intención nuestra hacer que se sienta fuera de lugar.
               -No lo será tuya, pero, tío… cada palabra que cruzo con alguien de aquí me hace dudar más y más de que puedan aceptarla como me habéis aceptado a mí.
               -A ti no te aceptamos, Alec-Niki negó con la cabeza-. Siempre has sido de los nuestros. Es sólo que… necesitamos tiempo. Sólo eso. Tiempo.
               Asentí con la cabeza, le di una palmada en el hombro a modo de despedida, y eché a andar en dirección a casa. Tiempo era justo lo que yo no podía garantizarles: primero, porque Sabrae y yo teníamos muy poco del que disfrutar, y estaba seguro de que ambos coincidíamos en que no queríamos compartirlo con nadie más, especialmente si no lo conocíamos los dos. Bastante duro estaba siendo ya para ambos el pensar que mis amigos vendrían en tan solo un par de días, rompiendo así la burbuja en la que nos habíamos sumido y que nos hacía creer que nuestra relación estaba más asentada, que habíamos pasado los suficientes hitos como para considerarnos una pareja a largo plazo que estaba cumpliendo con su rutina de viajes y vacaciones en sitios paradisíacos, haciendo el amor en todos los puntos del globo.
               Así que no. Sintiéndolo mucho, no iba a permitir que mis amigos de Grecia nos robaran aquello por lo que ella y yo estábamos luchando tanto: habíamos venido juntos a Mykonos con una intención, y si mis colegas de allí no iban a acompañarnos de modo pacífico, no lo harían en absoluto. No estaba dispuesto a teñir la estancia de Sabrae de tintes amargos, sobre todo cuando significaba tanto.
               En un mes escaso, estaríamos solos en una habitación de hotel, disfrutando de la última velada juntos… o yo suplicándole que me convenciera para quedarme en casa. Todavía no sabía lo que pasaría, y viendo lo difícil que se me hacía pensar en separarme de ella aunque sólo fuera para buscar el desayuno, no quería ni imaginarme lo que me supondría subirme a un avión que pondría medio mundo de distancia entre nosotros. Valiente gilipollas había sido cuando dije que medio mundo no era nada: por supuesto que lo era. Hasta los centímetros que me separaban de Sabrae cuando nos dormíamos eran un puto abismo, ¿cómo no iba a dolerme un cambio de franja horaria? ¿De continente? ¿De rutina?
               Me encantaba ser el Alec de Sabrae. ¿Seguiría siéndolo cuando yo estuviera en su continente, y ella se quedara en el mío?
               Metí las llaves en la cerradura y las giré con cuidado de no hacer demasiado ruido para no despertarla si aún seguía durmiendo. Todavía era bastante temprano, así que si necesitaba descansar, a mí me daría el tiempo que necesitaba para hacerle un desayuno medianamente decente.
               Dejé las cosas en la mesa de la cocina y me disponía a subir a la habitación para comprobar cómo estaba cuando me dio por levantar la mirada y mirar el patio trasero, con el limonero cargado de pequeñas bombas rubias...
               … y unos pasos a mi espalda se apresuraron hacia mí. Sabrae se puso de puntillas y me tapó los ojos con las manos.
               -¡Te pillé!-celebró como una niña, y yo me eché a reír. Me di la vuelta y dejé que me acorralara contra la esquina de la encimera, sonriendo. Se puso de puntillas y su boca rozó la mía-. Te he escuchado llegar. Te he echado de menos-murmuró, acariciándome el brazo.
               -Mm, me pregunto qué puedo hacer para compensártelo-ronroneé, depositando una línea de besos por su cuello y haciendo que se estremeciera. Me echó las manos al cuello, enredó los dedos en mi pelo y tiró de mí para acercarme más a ella, inclinando la cabeza de modo que yo tuviera más superficie donde besarla.
               -¿Has visto mi nota?-pregunté, y ella asintió con la cabeza.
               -Aunque espero que, la próxima vez que tengas que ir de compras, me esperes. No quiero separarme de ti ni un segundo. Ni para ducharme, siquiera.
               -A sus órdenes, mi general-respondí, cuadrándome y haciendo el saludo militar. Sabrae soltó una risita y negó con la cabeza, tirando de nuevo de mí.
               Y yo me di cuenta de que sí. Claro que sí.
               Seguiría siendo su Alec estuviera en Mykonos, en Etiopía, en Marte o en el más allá. Era lo único que tenía garantizado en esta vida.
 
 
A pesar de estar desnuda en una habitación que no reconocí, sobre un colchón sobre el que no recordaba haberme tumbado, me sentía increíblemente bien, como si hubiera nacido para estar en ese lugar. Me costó un poco situarme en el espacio y el tiempo, las cosas vividas hasta la fecha agolpándose en mi cabeza como abejas en una colmena.
               Me di cuenta de que estaba abrazada a algo demasiado pequeño, pero sobre todo demasiado blando, para confundirlo siquiera con la persona que me había traído a ese rinconcito de cielo, el último vestigio del paraíso en el que había nacido la humanidad y del que nos habían expulsado por un malentendido. Lo que había entre mis brazos era una almohada, en vez de Alec, pero el aroma de su cuerpo todavía impregnaba las sábanas, así que me permití remolonear un poco más antes de entregarme a ese mundo que trataba de espabilarme. Había disfrutado mucho en esa cama. Había sido increíblemente feliz. No quería desprenderme aún de esa sensación de ingravidez y cosquillas que siempre acompaña a un despertar feliz, el único despertar posible.
               La felicidad era el estado estándar de las personas, ahora lo sabía. Igual que cuando estamos enfermos echamos de menos la salud, apreciando el poder respirar sin ahogarnos o el no sentir frío en sitios donde el termómetro marca temperaturas escandalosas, cuando la tristeza nos embargaba añorábamos esos momentos del pasado en los que nos habíamos sentido como niños, incluso habiendo dejado la infancia atrás hacía mucho tiempo. Y así me hacía sentir él incluso no estando, simplemente con dejar huellas de su presencia desperdigadas por el mundo.
               Me arrebujé un poco bajo la sábana, disfrutando del suave contacto de su tela con mi piel desnuda, comprendiendo lo que significaba aquel simple y ligero roce en cada una de mis curvas, las marcas que tendría mi cuerpo y que sólo Alec y yo podíamos ver. Sexo.
               Rodé por la cama al recordarlo. Sexo muy bueno. Una sonrisa satisfecha se dibujó en mi boca mientras el aire fresco de la habitación me lamía los pechos, y sentí que el dulce calor que siempre me asaltaba cuando pensaba en Alec y en lo que me hacía volvía a hacerse con el control de mis mejillas una vez más.
               Pasé la mano por el colchón a mi lado, sintiendo el frío de la cama como un suave puñal contra mi garganta, amenazando con destrozarme, con mi vida en sus manos. Sin embargo, no me hizo nada: sabía que Al no estaba lejos. Agucé el oído creyendo que probablemente se estuviera duchando, ya que se despertaba mucho antes que yo y no quería despertarme, pero la casa sólo me devolvió silencio, un silencio adornado con los ecos del pueblo al otro lado de la pared.
               Decidí salir de la cama y prepararme para recibir un nuevo día, el primero que pasaba íntegramente en Mykonos, y uno en el que Alec no dejaría que mis miedos se interpusieran entre nosotros y nuestro disfrute. Aún desnuda, descorrí el cerrojo de las contras de las ventanas y las empujé para dejar entrar la luz en la habitación. Fue entonces cuando me fijé en que había un papel sobre la mesilla de noche, debajo de mi móvil para que una brisa traviesa no se lo llevara lejos. Lo recogí y me senté al borde de la cama, sobre mi pie, con una pierna doblada, y lo desdoblé.
               Buenos días, bombón
               (Sí, había dibujado un corazón. Qué rico era).
               Sé que ayer mientras comíamos hablamos de ir a desayunar a la playa viendo el amanecer, pero parecías tan contenta que no quería despertarte. Voy a por el desayuno, lamentando mucho tener que separarme de ti. No me eches de menos, que ya lo hago yo por los dos.
               [imagíname llevándome una mano a la frente dramáticamente]
               Lo hice.
               Te quiero. ♡♡♡♡
               [ahora, imagíname tirándote besitos]
               También lo hice, conteniendo una carcajada. Era tontísimo. Me llevé la nota al pecho, abrazándome a ella como si fuera él, y luego, la doblé cuidadosamente. Me la metí dentro de la funda del móvil, pensando en que más tarde la guardaría en el neceser, para ponerla a buen recaudo junto con todas las otras notas que me había escrito. Probablemente pienses que sea una intensa, pero había ido recopilando hasta la última notita que me había escrito, fuera una tontería (como los post-its en que me suplicaba que le enviara fotos desnuda, y que colaba en mis libros en nuestras sesiones de biblioteca) o algo más serio, como las cartas que me había escrito por San Valentín, mi cumpleaños, o simplemente porque se aburría estando en el hospital. Las tenía todas guardadas en una cajita a la que acudiría cuando se fuera de voluntariado y yo me sintiera como las chicas del siglo pasado cuando sus novios cruzaban el océano en busca de una vida mejor para ambos. Sabía que aquellos pedacitos de su alma y las muestras del tiempo que me había dedicado serían un pobre consuelo de lo que era tenerlo conmigo enteramente, pero peor era nada.
               Además, adoraba su letra, y la echaría muchísimo de menos cuando se marchara. O eso creía yo, al menos. Tenía pensado consolarme mirando tanto mis notas como sus apuntes del instituto, rincones en los que él era real y no un producto de mi imaginación.
               Pensé en preparar algo para adelantarle trabajo y poder volvernos a la cama cuanto antes, pero él había sido muy claro respecto a mi papel en Mykonos: era su invitada, y como mucho podía echarle una mano en las tareas de la casa, pero nada más. Nada de asumir tareas por mi cuenta, nada de intentar arreglar nada, ni siquiera cocinar. Como mucho, sería una pinche sobre explotada, pero jamás una chef.
               Así que decidí vestirme, coger un libro y sentarme al sol a esperar a que regresara. Ni me molesté en buscar entre mi ropa: fui directamente hacia su maleta, abrí las cremalleras y extraje del interior una camiseta de tirantes, de las que usaba para boxear, con el logo de Metallica. Me serviría para cubrirme tanto como el decoro pedía, por si acaso tenía que salir a defender la casa de alguno de esos vecinos cuyo idioma no comprendía. Me sentía juguetona, así que también rebusqué para sacar unos calzoncillos suyos.
               La bolsa que no había querido abrir en mi presencia y de la que me había ordenado que me mantuviera alejada apareció entre la ropa como una isla en medio de la bruma del mar justo cuando todo parecía perdido. Me la quedé mirando, sintiendo que la curiosidad podía conmigo: Alec nunca se enteraría si la abría (excepto si me pillaba con las manos en la masa, pero me parecía improbable), y así habría desvelado uno de los misterios del viaje. Me arrodillé frente a la bolsa de viaje, dejando que mis rodillas descansaran sobre el suelo de madera, y posé las manos sobre la pequeña bolsa de la discordia. No sabía por qué, pero sospechaba que lo que había en su interior tenía relación conmigo: ¿por qué se habría molestado en traerla si no?
               Recogí el pequeño saquito y lo sostuve entre los dedos, sorprendiéndome por su peso. En su interior había varios objetos de distinto tamaño y forma: un tubo, el pasaporte inglés de Alec, y una cosa redondeada que no llegué a identificar del todo. Estaba a punto de abrirla cuando el Pepito Grillo que todos llevamos dentro me recriminó que no estaba bien que hurgara en las cosas de Alec, por muy inocentes que fueran mis intenciones. Si él no había abierto la bolsa conmigo delante, por algo sería.
               Tendría ocasiones de sobra de preguntarle qué había en ella, así que decidí ser buena y dejarla de nuevo en su sitio. No me molesté en esconderla ni en disimular que la había cogido: eso me parecía tan ruin como abrirla, así que si él me preguntaba le diría que sí, que me había sentido tentada de abrirla, pero finalmente no lo había hecho por respeto a su intimidad.
               De manera que me puse sus calzoncillos, cogí mi móvil, el libro que estaba leyendo, y bajé las escaleras después de abrir todas las ventanas para que la casa ventilara. Me senté en el patio trasero de la casa, con la espalda apoyada en el tronco del limonero, y estiré las piernas en el suelo cubierto de hojas secas y limones ya maduros mezclándose poco a poco con la hierba.
               A pesar de que era un rincón perfecto para leer, de esos que perfectamente pueden ser escenario de una de las fotos que te encuentras con más me gusta en Instagram o más pines en Pinterest de una chica leyendo a la sombra de un árbol, lo cierto es que apenas pude concentrarme. Apenas había leído un par de párrafos cuando empecé a pensar de nuevo en Alec: adónde habría ido, qué estaría haciendo, cuánto tardaría. Varias veces me descubrí con el teléfono en la mano, presta a enviarle un mensaje preguntándole cuándo iba a volver, diciéndole que le echaba de menos y, ¿por qué no?, que me apetecía retomar la actividad que habíamos hecho por la noche, y estaba a punto de sucumbir cuando escuché la puerta de la calle abrirse al otro lado de la cocina y el pasillo. Me levanté como un resorte, entré en la cocina, y salí por el salón para darle una sorpresa. Le salté encima cuando dejó la compra en la mesa de la cocina, y él se echó a reír. Tonteamos un poco, nos besamos, y yo había conseguido que me subiera a la mesa de la cocina cuando mi estómago rugió de hambre. Alec se separó de mí, sus ojos chocolate chispeando con diversión y un cierto deje paternal que en cualquier otro hombre me habría molestado, pues yo no era ninguna damisela en apuros, pero en él me enternecía, pues era su niña y siempre iba a querer que me rescatara.
               -¿Qué te parece si primero nos ocupamos de esto-dijo, poniendo una mano en mi vientre-, antes de ir un poco más abajo?-siguió con la mano la trayectoria de sus palabras, y yo me estremecí al notar que, como siempre, tocaba el punto en el que yo más lo necesitaba. Dejé escapar un jadeo y asentí con la cabeza.
               -Te ayudaré-decidí, saltando de nuevo al suelo y hurgando en las bolsas. Saqué bolsitas de papel con cruasanes, donuts, y bollos de canela, y dos vasos de café que le habían servido en los típicos vasos por los que te cobraban un ojo de la cara si te dibujaban una sirena en ellos. Les quité la tapa de plástico y vertí su contenido en dos tazas que Alec sacó de las alacenas superiores, y mientras yo sacaba los donuts para colocarlos en un plato, él cogió los cruasanes, los partió por la mitad, les puso una loncha de jamón cocido y queso a cada uno y los aplastó con un tenedor contra una sartén, tostándolos a la plancha para que el queso se derritiera en su interior y así estuvieran mucho más ricos-. Vaya, alguien ha dado un cursito exprés sobre desayunos-bromeé, abrazándole la cintura y dándole un beso en la espalda. Alec se echó a reír.
               -De alguna manera tengo que compensarte el no haber bajado a desayunar a la playa, ¿no?
               -Comer en las playas está sobrevalorado. Te llenas de arena.
               Me miró con una expresión de listillo chispeándole en la mirada.
               -También te llenas de arena haciendo otras cosas por las que todavía no te he escuchado protestar.
               -Tampoco me quejo de lo que me haces contigo. Eso lo dejo para mis amigas-sonreí, dándole un mordisco al donut y girándome en redondo para sentarme en la mesa.
               -¡Disculpa! ¿Es que tienes muchas quejas de lo que te hago?
                -Mm, ¿puedo no tenerlas? Me subestimas bastante, no te parece.
               -Oh, nena-fingió quitarse una daga del corazón-. Ya te voy a pagar una cena por lo de anoche, ¿vas a hacérmelo pagar de otras formas?
               -Depende de las formas. ¿Alguna petición?-pregunté, acariciándole la pierna por debajo de la mesa con el pie, y subiendo despacio hasta el rincón de su entrepierna. Los ojos de Alec se oscurecieron, y exhaló un mohín cuando lo dejé a medias.
               -Pues mira, ya que lo dices, se me ocurren un par de cosas…
               Me agarró el pie por debajo de la mesa y yo exhalé un grito, sorprendida, pero me eché a reír cuando él se limitó a pellizcarme la planta del pie, haciéndome cosquillas. Acepté los cubiertos que me tendió para cortar el cruasán con queso y jamón, y yo pensé que disfrutaríamos de un desayuno en pareja, los dos tranquilitos y bromeando, tonteando hasta el límite de dejar la comida a medias y subir a la habitación, o quedarnos a medio camino, en las escaleras, o, ¿quién sabe?, incluso seguir donde lo habíamos dejado y subirme a la mesa, apartando a duras penas los platos para acceder a ese cielo que creábamos entre los dos.
               No obstante, Alec parecía tener otros planes, algo más en mente. Se levantó varias veces con excusas un poco absurdas: porque no había puesto el servilletero encima de la mesa, a pesar de que teníamos servilletas de sobra; porque no había sacado los zumos que habíamos comprado ayer, o porque no había puesto limones en el marco de la ventana, haciendo que su aroma se esparciera por toda la casa.
               Podía entender que quisiera mejorar el desayuno, pero sinceramente, lo de los limones ya me parecía absurdo. Sospeché que pasaba algo que no me estaba contando, así que cuando volvió con las manos cargadas hasta los topes de las frutas que había arrancado del árbol, dejé los cubiertos sobre mi plato con cuidado, pero asegurándome de que repiquetearan para atraer su atención, siquiera involuntaria, y pregunté:
               -Alec, ¿pasa algo?
               Se giró y se relamió los labios.
               -¿Por?
               Vale. Pasaba algo. Él nunca se ponía con evasivas cuando yo lo notaba raro sin motivo.
               -Estás como… distante. Y nervioso.
               -No estoy nervioso-respondió, y se pasó una mano por el pelo, como hacía cuando estaba nervioso. Me dio la espalda rápidamente y se puso a mirar en todas direcciones, eligiendo dónde colocar los limones como si de colocarlos en el punto exacto dependiera su vida. Me eché a reír.
               -Mientes fatal, Al. Te diría que no tendrías carrera en el cine, pero con esa carita que tienes, me parecería difícil que no te dieran algún papel protagonista. Eso sí, puedes ir olvidándote del Oscar-me eché a reír, levantándome, cogiéndole la mano y haciendo que se sentara. Le tendí su taza y me aparté el pelo de la cara-. Bueno, ¿qué te preocupa? ¿Estás pensando en lo que quieres que hagamos esta tarde? Porque ya sabes que a mí me gusta cualquier plan, siempre que lo hagamos juntos. De hecho, estaba contando con que aprovecharíamos el tiempo que vamos a estar solos para…-me relamí el labio, me incliné ligeramente hacia él, le cogí la muñeca, le di la vuelta a la mano y recorrí las líneas de su palma, dejando que mis dedos juguetearan en el hueco entre los suyos, insinuando algo similar pero que le gustaba muchísimo más en un sitio parecido, en el que también se le unían las extremidades.
               Era perfectamente consciente de la presión que había puesto sobre sus propios hombros cuando me invitó al viaje. Por mucho que Alec fuera un espíritu libre que se dejaba llevar, siendo un contrapunto perfecto para mí, no dejaba de tener en ningún momento presentes mis gustos, por lo que sabía de sobra lo que ahora mismo se le debía de estar pasando por la cabeza. Estaría trazando mil planes, buscando mil sitios que enseñarme, ideas originales con las que hacerme disfrutar, como si estando con él no disfrutara incluso tirándome a la bartola.
               -Ya sabes-me incliné hacia él y le hablé al oído-. Follar como animales en celo.
               Alec jadeó por lo bajo, exhalando todo el aire que estaba conteniendo de sopetón. Me miró a los ojos y se relamió los labios. Tomó aire, y yo estaba segura de que estaba a punto de abalanzarse sobre mí cuando, no obstante, respondió:
               -¿De verdad te apetece eso… o es que quieres distraerme para que no hablemos de lo que pasó ayer?
               Me quedé perpleja. Tardé un instante en comprender a lo que se refería, tan enterrado que tenía aquello. Había hecho que disfrutara tanto por la noche que había decidido omitir el por qué del polvo tan placentero, o la conversación posterior. Todo llovió sobre mí como una tormenta de verano machacando las flores más delicadas, nacidas del desierto y endémicas de éste, de forma que la lluvia sobre sus pétalos era poco menos que veneno.
               Me senté de nuevo sobre mi silla, preguntándome cómo había podido no pensar en ello ni una vez siquiera. Y recordé que a papá le había sucedido en numerosas ocasiones: había épocas de su vida enteras que no recordaba, tanto lo bueno como lo malo, simplemente por estar viviendo mucha ansiedad en aquel momento.
               -Porque si has cambiado de idea y prefieres que no te cuente nada sobre cómo era mi vida aquí, tienes todo el derecho del mundo, bombón. Y yo lo respeto. Y me he asegurado de que nadie te moleste. Les he dejado bien claro que estás aquí para quedarte, y que no me hace ninguna gracia las cosas que dicen de ti, incluso si no las entiendes-me aseguró, cogiéndome la mano-. Estoy más que dispuesto a enfrentarme a toda Mykonos por ti, Saab.
               -Pero yo no quiero que te enfrentes a toda Mykonos. Ni quiero, ni tengo derecho a pedírtelo, Al. Esta gente es tu… es tu círculo. Son tan necesarios para que seas quien eres como lo somos los de casa.
               -Pero quiero hacerlo de todos modos, mi amor. Mykonos es un espacio seguro para mí. Quiero que también lo sea para ti.
               -Para mí ya es un espacio seguro-respondí, jugueteando con la taza. Los posos del café, demasiado cargado para mi gusto (prefería pensar que el martilleo en el pecho era por eso) se deslizaron por el fondo como una marea sucia.
               -Ahora eres tú la que miente mal-sonrió, acariciándome la mano y llevándosela a la boca para besarme los nudillos. Su sonrisa me arañó ligeramente la piel, pero no me aparté. No me aparté porque tenía razón. Simplemente, la tenía.
               Tanto en que yo mentía como en que era necesario que Mykonos fuera un espacio seguro para mí para que siguiera siéndolo para él. Estábamos juntos en esto; siempre íbamos a estarlo.
               -Podemos hacer lo que quieras. Si no te apetece hablar del tema, podemos seguir como hasta ahora, haciendo planes y pasando de ellos simplemente porque no podemos parar de follar-sonrió, y yo lo miré-. Y si quieres que te saque de dudas para que no puedan hacerte más daño, también lo haré. Haremos lo que tú quieras.
               Me llevó un segundo pensármelo. ¿Vivir en una burbuja y reventarla cuando regresáramos a Inglaterra, o reventarla ahora y ver los auténticos colores de la isla?
               Mykonos le gustaba. Le encantaba. Estando de viaje no le había visto tan feliz como en casa, y seguíamos de viaje allí. Así que la solución era sencilla, en realidad. Por eso no necesité más que un segundo para pensármelo.
               -Creo que deberíamos hablar de lo que pasó ayer-decidí, y Alec suspiró, asintiendo con la cabeza, aliviado.
               -Estoy de acuerdo. Y, si te sirve de consuelo, me he dado cuenta de que tienes razón. He vivido en mi mundo de yupi todo este tiempo, pero es normal que creyeras que… bueno-se aclaró la garganta y se pasó una mano por el pelo-. Debería haberte contado muchas más cosas de las que te he contado.
               -¿No tendrás una tila por ahí, por casualidad?-pregunté, y él me miró, sorprendido.
               -Eh… no lo sé. ¿Por qué?
               -Porque ahora entiendo que pongas la cara que me pones cada vez que yo menciono a Hugo, siquiera de pasada-respondí-. No sé por qué me da que voy a necesitar un calmante si me vas a contar todo lo relacionado con Perséfone.
               -A ver-Alec no pudo evitar sonreírse-, la verdad es que serías boba si te esperaras que ahora te saliera con una historia de amor inocente.
               -¿Qué se supone que me espera?-pregunté-. Para ir haciéndome a la idea-jugueteé con la taza, haciendo bailar los posos hasta convertirlos en las víctimas de un remolino.
               No quería ponerme en la tesitura de escuchar a Alec hablar de cómo se había pillado por otra chica que no era yo, incluso cuando sabía perfectamente que eso había pasado. Pero una cosa era saber que había sucedido, y otra muy diferente era conocer hasta el último detalle.
               -Una historia más bien explícita, de hecho. Aunque tampoco espero que creas que todo lo que hago lo traigo de la cuna.
               No se me escapó que faltaba algo allí.
               -¿Y de amor?-pregunté con un hilo de voz, apenas reuniendo el coraje suficiente para mirarlo. Alec se relamió los labios y negó con la cabeza.
               -De amor, no. Puede que desde fuera se confunda, pero sé qué es lo que estoy viviendo ahora-sus ojos brillaron con una intensidad que me relajó, pues era la misma que adornaba sus declaraciones de amor-. Y aquello no se le parece en nada.
               Tomé aire y lo solté lentamente. Me aparté un mechón de pelo de la cara.
               -Vale, Alec. Te escucho. Estamos en su casa. Háblame de Perséfone.       

 
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2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho el cap nena, la parte del videomensaje me ha parecido super tierna y se me han puesto los pelillos de punta cuando Alec habla con su amigo y defiende a Saab con uñas y dientes.
    Estoy deseando leer y siguiente y descubrir la historia al completo con Persefone.

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  2. Que ganas tenía de capítulo nuevo, la espera se me ha hecho ETERNA, pero por supuesto ha merecido la pena jejejeje
    Comento por partes:
    - Me ha encantado el principio con Alec simplemente estando embobado con Sabrae.
    - El videomensaje me ha dejado lo que viene a ser fatal osea es el mejor novio del mundo y cuando Sabrae los empiece a ver no voy a estar nada bien.
    - Alec defendiendo a Sabrae de cualquier persona es una fantasía (pero estoy un poco harta de como hablan de ella allí de verdad que tocapelotas son).
    - “me encantaba ser el Alec de Sabrae. ¿Seguiría siéndolo cuando yo estuviera en su continente y ella se quedara en el mío?” “Y yo me di cuenta de que sí. Claro que sí. Seguiría siendo su Alec estuviera en Mykonos, en Etiopía, en Marte o en el más allá. Era lo único que tenía garantizado en esta vida.” Es que por favor.
    - Realmente no asimilo que se van a separar es como que sé que va a pasar, pero no me lo puedo ni imaginar.
    - Necesito saber ya que hay en la bolsa esa de verdad.
    - “De amor, no. Puede que desde fuera se confunda, pero sé qué es lo que estoy viviendo ahora (…) Y aquello no se le parece en nada.” Esto me ha encantado
    - Tengo muchísiima curiosidad por saber toda la historia con Perséfone.

    Deseando leer el capítulo del domingo <3

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