Me revolví en el asiento con intranquilidad mientras Killian reducía la velocidad hasta detenerse a un lado de ella que, por supuesto, no se movió ni un centímetro, como la dueña y señora del universo que era; al menos, en Etiopía. De nuevo, sería íntima de Sabrae.
Pensar en mi novia era lo único que me permitía mantenerme mínimamente tranquilo, dada la carga valiosísima, protestona e inquieta que llevaba bajo las piernas. El trayecto de vuelta al campamento se había prolongado durante toda la mañana del día siguiente al rescate de Nala, y a pesar del cansancio y del hambre, la única parada que habíamos hecho había sido hacía un par de kilómetros precisamente para ocuparnos de la pequeñita. Aunque se había portado genial, como la más dócil de las gatitas (más dócil incluso que el sinvergüenza asalvajado de Trufas) y había dormitado en mis brazos gran parte del trayecto mientras continuábamos atravesando la tormenta, pareció recordar de repente la libertad que le pertenecía cuando nos detuvimos a un lado del camino, ocultos tras unos árboles, para que Sandra y yo nos cambiáramos de sitio y la ocultáramos de ojos entrometidos metiéndola en mi mochila. Era aún lo bastante joven para caber dentro, pero también lo suficiente fiera como para no entrar sin luchar. No puedo decir que no la entendiera y que no me dieran pena sus quejidos lastimeros, pero la ansiedad por si no se callaba podía con todo lo demás. No podía ni pensar en lo que sería de mí si Valeria se ponía estricta con la política de “mantener a los animales el tiempo imprescindible para su curación para no separarlos más que lo estrictamente indispensable de su hábitat natural” ahora que había convertido a Nala en mi anclaje en el voluntariado y mi señal particular para que me quedara donde estaba y confiara en que mi relación con Saab sobreviviría a mi ausencia.
Sabía que estaba haciendo lo correcto rescatándola, lo sabía. Sabía que Sabrae estaría orgullosa de que no hubiera dudado de lanzarme a por ella incluso cuando lo tenía todo en contra (aunque dudo que le hiciera mucha gracia verlo, igual que no me la haría a mí si las tornas estuvieran al revés). Casi podía sentirla poniéndome una mano en el brazo para que dejara de temblar, mirándome a los ojos y sacudiendo despacio la cabeza para que intentara tirar de las riendas del caballo desbocado en que se había convertido mi cerebro.
Mi león dorado, siempre dispuesto a defenderme. No podía fallar en esto. No podía dejar que Valeria se diera cuenta de que había algo raro.
Pero, ¿cómo actuar normal cuando estás traficando con una especie protegida?
Aunque juraría que había suspirado cuando nos vio aparecer, Valeria frunció el ceño cuando Killian paró el todoterreno con su ventana perfectamente alineada con la cara de ella.
-Habéis tardado-acusó, pues eso de dar premios inmerecidos no iba con ella. Por mucho que se estuviera esforzando en dejar de gobernarnos con mano de hierro, hay costumbres tan enraizadas en ti que se vuelven parte de tu código genético incluso cuando son aprendidas. Que me lo digan a mí, que no ganaría para psicólogos si tuviera que pagarme las sesiones de terapia en lugar de confiar en mi carisma internacional y mi atractivo sexual tan potente que hasta a las lesbianas se les caía el mundo encima cuando no podían pasar mucho tiempo conmigo.
Ya estás otra vez menospreciándote, me riñó Sabrae en mi cabeza, y mientras Killian se relamía los labios y abría la boca para contestar, mi lengua nos tomó la delantera a todos.
-Sí, es que hemos pillado atasco. Las obras de la charca de los hipopótamos son tremendas y han hecho que los ñus cojan la circunvalación de las cebras. En fin, un putísimo caos. Eso no pasaría si hubiera semáforos.
Valeria me fulminó con la mirada, al igual que Killian. ¿De qué coño iba? ¿No nos había dicho básicamente a Perséfone y a mí en nuestra primera excursión que no dudaría en dispararnos para que no sufriéramos si algún depredador se lanzaba a por nosotros por desobedecer órdenes? Claro que yo era el ojito derecho de Sandra, así que tenía inmunidad con mis travesuras.
Incluido eso de tener felinos de gran tamaño en un lugar que bien podría estar empapelado con carteles de “NO SE PERMITEN PERROS”.
Los ojos de Valeria se convirtieron en una fina línea cuando vio el mapa sobre mis rodillas y la brújula en el salpicadero. Con el mango del paraguas apoyado sobre el hombro, colocó la otra mano sobre el soporte con su lista y miró a Sandra.
-¿Por qué no vienes tú en el asiento del copiloto durante una tormenta con visibilidad reducida?-preguntó, y Perséfone se achantó en el asiento-. Conoces las normas, Sandra. El conductor necesita la asistencia de alguien del personal para mantener el rumbo.
-Y he venido la mayor parte del trayecto-respondió Sandra.
-¿Cuánto?-inquirió Valeria. Nala se revolvió bajo mis pies y yo extendí el mapa sobre mis piernas para disimular el movimiento de mi mochila inerte.
-Sólo nos hemos cambiado cuando no hacía falta usar el mapa porque ya habíamos visto el límite de los árboles.
-Además-añadí, porque no soportaba que Valeria torturara a Sandra por mi culpa-, tampoco es como si leer un mapa fuera física cuántica, o algo así. Es decir… saqué un cinco raspado en Geografía, pero porque en Reino Unido tenemos un montón de cabos y de bahías y el subnormal de mi profesor se empeñaba en que nos los supiéramos todos de memoria, como si no existiera Google Maps o nos estuviera preparando para un apagón internacional. Aquí sólo hay campo mires por donde mires.
Killian suspiró.
-Bueno… al menos, donde nos cambiamos-añadí.
-¿Y cuándo fue eso?
-Hace un par de horas-dijo Sandra.
-Sí. Un par de horas-añadí yo, revolviéndome en el asiento para disimular el enfado de Nala, que no paraba de revolverse, pero al menos no se había puesto a maullar o gruñir.
-Ajá. ¿Y por eso tenéis el pelo mojado?-inquirió, y a mí se me cayó el alma a los pies. Mierda. Nos habíamos mojado al cambiarnos de sitio hacía apenas unos momentos, y Perséfone y Killian seguían totalmente secos. Por supuesto que Valeria se daría cuenta de cosas así; parecía una espía retirada del KGB…
… quizá lo fuera. Mm…