Escribo esta entrada
no cuando debería, en el día que en teoría es mío y mi preferido en el mundo
pero que, desde hace nueve años, alguien me empaña y me roba y amenaza con
estropearme, o por lo menos, intentarlo. Escribir ha pasado este año de ser un hobby con tintes de trabajo en un lujo
que apenas puedo permitirme, pero mis 28 han servido para darme cuenta de que
la rutina no es la rueda a la que yo misma me he atado para no incumplir
promesas que les he hecho a personas que ya no están, sino otra señal más de
que tengo la disciplina de la que siempre dije que carecía.
Lejos del sueño loco que llamé
mis 27, mis 28 han sido ese paseo tranquilo que los protagonistas de las
películas se toman al día siguiente de una fiesta, una especie de domingo en
medio de una semana laboral en la que no tengo más remedio que rendir. Y vaya
si he rendido.
Desde fiestas de cumpleaños que celebro
muy lejos de la estación de tren en la que me bajo, risas que hacen que me
atragante entre bocados de hamburguesa, súplicas de que por favor, por favor, por favor, no me canten el cumpleaños
feliz porque a pesar de mi personalidad me da vergüenza; a abrazar el impulso
de volver a ver a Zayn y empezar a superar un poco los viajes de avión, pasando
por ver anochecer a las 3 de la tarde (pero no mis 3 de la tarde), a, luego, encerrarme en casa y estudiar y
llegar a un límite que no sabía que tenía.
Hubo un par de noches en el enero
de mis 28 que pensé que no sería capaz de llegar a mayo, o por lo menos no de
hacerlo cuerda. Hubo días en los que pensé que no sería capaz de seguir adelante
con Sabrae porque la trama se me iría olvidando, o me
daría pereza, o no querría ponerme con ella después de sesiones de estudio
intensas. Hubo días, incluso, en los que pensé que quizá había sido demasiado
profética diciendo que yo no podría opositar porque no tengo la disciplina y la
constancia que se les exige a los opositores para conseguir su plaza.
Por suerte, mis 28 han sido una
lección de aprendizaje. Llegué y pasé mayo, y lo hice más o menos cuerda (todo
lo cuerda que puedo estar); no paran de ocurrírseme ideas de Sabrae que van a hacer que siga con la novela
alcanzados los cuarenta.
Hubo días en los que me puse
primera en una oposición. Hubo días, incluso, en los que no quise una plaza, y me
permití tomar mi difícil decisión de rechazarla
aun cuando todo el mundo me decía que tenía que tirarme a por ella.
Hubo días en los que me dejé llevar
por la tentación de Beyoncé, que el día de navidad me enseñó que no es que no
me guste Cowboy Carter, sino que no tenía
aún la visión. Y doy gracias por las
colas demasiado largas en Ticketmaster y las entradas que ya no están
disponibles, porque gracias a ellas aprendí que puedo mantener mis promesas, sacrificarme…
… y aprendí que puedo sacar
plazas en el sitio en el que yo quiero jubilarme. Aprendí que no me movería de
Avilés si yo no quería, y que no soy sólo alegría y bromas en la oficina, sino
que también pueden confiar en mí para solucionar mis problemas. A mis 28
aprendí que no sólo soy inteligente, sino que también puedo ejercer y poner a
prueba mi cerebro. A mis 28 aprendí que puedo ser atea y ponerle velas a la
virgen de Covadonga para dar las gracias por la suerte que me acompaña, porque
una cosa no está reñida con la otra y puedo no creer en Dios y serle fiel a la
patrona de Asturias.
A mis 28 aprendí que puedo hacer todo
lo que quiera, y que puedo sacrificarme y cambiar mis días de vacaciones a
cambio de plazas. Aprendí que mis amigos me esperan, que me gusta hablar todos
los días con una persona, pero no hace falta que sea a todas horas; que de vez
en cuando algún día 23 también puede ser para descansar. Aprendí que alguien
que haya estado en One Direction también puede morir, y hacer que resucite una
amistad que parecía muerta e incinerada, sin posibilidad de resurrección. A pesar
de los momentos agridulces, de empujar una piedra cuesta arriba y de las decisiones
tan difíciles que he tomado este año (¿voy a este concierto?, ¿puedo permitirme
quedar?, ¿se enfadará si le digo que no?, ¿debería escoger esta batalla? ¿Camino
sola a partir de aquí), mis 28 me han enseñado que yo no soy de las que se
quedan por el camino. Si quiero, puedo. Si lo veo, lo consigo.
Y puedo verme obteniendo lo que
quiero. A veces sólo se trata de eso: de verme y verme y verme, y que no haya
opción a dejar de verme. Creo que he empezado una racha que mantendré en los 29;
porque, sí, tengo suerte. Nací con ella y no dejaré de tenerla.
Pero también lo que empecé en la
edad que termina con el mismo número en que nací, y que tanto gusta en China,
seguirá fluyendo en mis 29, y en mis 30, y en los demás. Porque quizá sea atea,
pero puedo tener fe; después de todo, yo no tengo pesadillas en las que sólo envejezco y no aprendo, sino que soy más sabia, y las medianoches no son mis tardes.