martes, 9 de septiembre de 2025

Veintinueve victorias.

 

Escribo esta entrada no cuando debería, en el día que en teoría es mío y mi preferido en el mundo pero que, desde hace nueve años, alguien me empaña y me roba y amenaza con estropearme, o por lo menos, intentarlo. Escribir ha pasado este año de ser un hobby con tintes de trabajo en un lujo que apenas puedo permitirme, pero mis 28 han servido para darme cuenta de que la rutina no es la rueda a la que yo misma me he atado para no incumplir promesas que les he hecho a personas que ya no están, sino otra señal más de que tengo la disciplina de la que siempre dije que carecía.

               Lejos del sueño loco que llamé mis 27, mis 28 han sido ese paseo tranquilo que los protagonistas de las películas se toman al día siguiente de una fiesta, una especie de domingo en medio de una semana laboral en la que no tengo más remedio que rendir. Y vaya si he rendido.

               Desde fiestas de cumpleaños que celebro muy lejos de la estación de tren en la que me bajo, risas que hacen que me atragante entre bocados de hamburguesa, súplicas de que por favor, por favor, por favor, no me canten el cumpleaños feliz porque a pesar de mi personalidad me da vergüenza; a abrazar el impulso de volver a ver a Zayn y empezar a superar un poco los viajes de avión, pasando por ver anochecer a las 3 de la tarde (pero no mis 3 de la tarde), a, luego, encerrarme en casa y estudiar y llegar a un límite que no sabía que tenía.

               Hubo un par de noches en el enero de mis 28 que pensé que no sería capaz de llegar a mayo, o por lo menos no de hacerlo cuerda. Hubo días en los que pensé que no sería capaz de seguir adelante con Sabrae  porque la trama se me iría olvidando, o me daría pereza, o no querría ponerme con ella después de sesiones de estudio intensas. Hubo días, incluso, en los que pensé que quizá había sido demasiado profética diciendo que yo no podría opositar porque no tengo la disciplina y la constancia que se les exige a los opositores para conseguir su plaza.

               Por suerte, mis 28 han sido una lección de aprendizaje. Llegué y pasé mayo, y lo hice más o menos cuerda (todo lo cuerda que puedo estar); no paran de ocurrírseme ideas de Sabrae que van a hacer que siga con la novela alcanzados los cuarenta.

               Hubo días en los que me puse primera en una oposición. Hubo días, incluso, en los que no quise una plaza, y me permití tomar mi difícil decisión de rechazarla aun cuando todo el mundo me decía que tenía que tirarme a por ella.

               Hubo días en los que me dejé llevar por la tentación de Beyoncé, que el día de navidad me enseñó que no es que no me guste Cowboy Carter, sino que no tenía aún la visión. Y doy gracias por las colas demasiado largas en Ticketmaster y las entradas que ya no están disponibles, porque gracias a ellas aprendí que puedo mantener mis promesas, sacrificarme…

               … y aprendí que puedo sacar plazas en el sitio en el que yo quiero jubilarme. Aprendí que no me movería de Avilés si yo no quería, y que no soy sólo alegría y bromas en la oficina, sino que también pueden confiar en mí para solucionar mis problemas. A mis 28 aprendí que no sólo soy inteligente, sino que también puedo ejercer y poner a prueba mi cerebro. A mis 28 aprendí que puedo ser atea y ponerle velas a la virgen de Covadonga para dar las gracias por la suerte que me acompaña, porque una cosa no está reñida con la otra y puedo no creer en Dios y serle fiel a la patrona de Asturias.

               A mis 28 aprendí que puedo hacer todo lo que quiera, y que puedo sacrificarme y cambiar mis días de vacaciones a cambio de plazas. Aprendí que mis amigos me esperan, que me gusta hablar todos los días con una persona, pero no hace falta que sea a todas horas; que de vez en cuando algún día 23 también puede ser para descansar. Aprendí que alguien que haya estado en One Direction también puede morir, y hacer que resucite una amistad que parecía muerta e incinerada, sin posibilidad de resurrección. A pesar de los momentos agridulces, de empujar una piedra cuesta arriba y de las decisiones tan difíciles que he tomado este año (¿voy a este concierto?, ¿puedo permitirme quedar?, ¿se enfadará si le digo que no?, ¿debería escoger esta batalla? ¿Camino sola a partir de aquí), mis 28 me han enseñado que yo no soy de las que se quedan por el camino. Si quiero, puedo. Si lo veo, lo consigo.

               Y puedo verme obteniendo lo que quiero. A veces sólo se trata de eso: de verme y verme y verme, y que no haya opción a dejar de verme. Creo que he empezado una racha que mantendré en los 29; porque, sí, tengo suerte. Nací con ella y no dejaré de tenerla.

               Pero también lo que empecé en la edad que termina con el mismo número en que nací, y que tanto gusta en China, seguirá fluyendo en mis 29, y en mis 30, y en los demás. Porque quizá sea atea, pero puedo tener fe; después de todo, yo no tengo pesadillas en las que sólo envejezco y no aprendo, sino que soy más sabia, y las medianoches no son mis tardes.