La euforia nos había convertido en gente totalmente
diferente. La vulnerabilidad que Eleanor y yo habíamos demostrado en el
instituto, derrumbándonos al salir por la puerta, había desaparecido y en su
lugar se había implantado una sensación de invencibilidad que los chicos
compartían con nosotras.
Cuando
sugirieron ir a comer, yo no pude por más que dar brincos y celebrarlo. Había
descubierto que me moría de hambre, pelear me había abierto el apetito… y no
podía dejar de pensar en lo bien que le sentaría a mi interior mirar la
mandíbula de Alec mientras éste masticaba.
Por
mucho que siempre le hubiera detestado, o como mínimo hubiera sentido rechazo
por él, toda la vida había experimentado una extraña fascinación por las líneas
de su rostro, especialmente la de su mandíbula. Hasta cuando le odiaba
fervientemente no podía evitar quedarme mirando cómo masticara, como si fuera
lo más interesante que hubiera visto en mi vida.
Y
ahora mis defensas estaban bajas. Habíamos peleado juntos, nos habíamos
convertido en la misma persona durante unos instantes en que nuestros cuerpos
se unieron, formando una alianza que nos ayudó a derrotar a la gente. Él hacía
bromas y yo se las reía la primera, y yo hacía comentarios sarcásticos y Alec
sonreía mirándose los pies cuando alguno de sus amigos se molestaba.
Scott
parecía como en trance, decidido a llegar cuanto antes al sitio al que nos
dirigíamos y comer lo que se le pusiera por delante. Entramos alborotando en la
hamburguesería a la que solían ir, su local favorito en todo Londres (o, por lo
menos, en el barrio) y el dueño salió a recibirnos limpiándose las manos
cubiertas de grasa de carne en el delantal manchado de diversos tipos de
salsas.
-¡Jeff!-celebró
Max, alzando los brazos.
-Madre
mía, qué pintas traéis. ¿Cuánto habéis bebido?
-Nada-corearon
los cuatro chicos mientras Eleanor y yo nos manteníamos en un segundo plano,
cada una mirando con intensidad el culo del chico que más le interesaba en ese
momento.
-Nos
hemos peleado-anunció Alec con orgullo, y yo solté una risita mientras los
demás le miraban con ojos como platos, el ceño fruncido, y espetaban y molesto:
-¡Alec!
-¿Y
habéis ganado?-quiso saber Jeff, poniendo los brazos en jarras.
-Por
supuesto-se jactó el mayor de los chicos, dándose una palmada en el pecho más
propia de un gorila que de un joven humano. Pero, lejos de molestarme o
indignarme, ese comportamiento animal de Alec disparó instintos igual de
silvestres en mi interior. Me recordó lo fuerte que era y lo bien que me había
sentido cuando me apoyé en su espalda antes de saltar por encima de su cabeza a
darle una patada voladora a alguno de los gilipollas que sangraban en el suelo
del gimnasio.
-Los
palitos de queso corren de mi cuenta-anunció Jeff, girándose sobre sus talones
y rodeando la barra americana para entrar en la cocina. Los chicos comenzaron a
jalearle a voz en grito; tanto, que el cocinero tuvo que salir a decirles que
se callaran, no fueran los vecinos a llamar a la policía.