¡Hola, flor! Muchas gracias por tu paciencia. Te recuerdo que la semana
que viene tengo el examen del que te hablaba, y además, como hoy es viernes, no
habrá capítulo este finde. ¡Nos vemos, entonces, el siguiente, donde todo
debería ir ya con normalidad!
Un beso, ¡disfruta del cap! ❤
Sinceramente, creo que lo único que estaba haciendo que mantuviera la cordura era la esperanza de saber que Sabrae, a pesar de todo, estaba bien. De que seguía encontrando motivos para sonreír, aferrándose a lo que compartíamos como las estrellas a los últimos jirones de oscuridad justo antes del amanecer, y de que seguía cobijándose en mí incluso cuando yo no estaba con ella.
Porque eso era exactamente lo que me pasaba a mí. Ella era la única fuente de esperanza que podía encontrar en el voluntariado, y los recuerdos que atesoraba y que repetía en bucle en mi cabeza por el día, y versionaba para alargarlos en mis noches, la única fuente de verdadera felicidad irónicamente a seis mil kilómetros de ella.
Perséfone se había quedado, habíamos hecho la piña que yo siempre esperaba que se hiciera mientras veía imágenes y leía testimonios de anteriores voluntarios en la web de la WWF, pero yo me pasaba los días preguntándome qué coño hacía allí y buscando excusas para tirar la toalla y volver. Me volvía loco sentir que sudaba bajo un sol abrasador para nada, que daba vueltas en una cama inmensa en la que sin embargo apenas cabía para nada, que la paz que muy en el fondo había decidido ir a buscar allí se me escapaba, que toda mi existencia se reducía a ser castigado por cosas que en cualquier otra situación habrían demostrado gran carácter y una nobleza propia de un príncipe. No estaba seguro de si tenía sangre real en mis venas, pero lo que sí sabía a ciencia cierta era que el imperio que se suponía que me pertenecía se había convertido en polvo mucho tiempo atrás, y con él habían perecido lo bueno y lo malo de pertenecer a la realeza: quizá no tuviera un ejército de siervos a mi disposición que hicieran que mis días fueran un camino de rosas, pero tampoco lo necesitaba; tampoco tenía un enjambre de asesores obligándome a elegir una princesa, una reina o una zarina en base a su potencial reproductivo, obligándome a resignarme a acostarme con alguien a quien quizás no querría nunca y tratando de reprimir mi amor diciéndome que eso era algo que un rey no necesitaba, o al menos no por su reina.
Yo ya tenía a mi princesa, a mi reina, a mi zarina. Joder, tenía a mi puta diosa. No tenían que hacerme sufrir por amarla y por darle lo que ella se merecía, por comportarme como se esperaba que lo hicieran los protagonistas masculinos de las películas y las novelas románticas, esos a los que les bastaba con tratar a las mujeres como si fueran personas y no un gasto de espacio para ser idolatrados por las mujeres reales, de tan bajo como dejábamos el listón los hombres. ¿Y aparecía uno entre un millón que hacía lo que tenía que hacer y ya lo condenaban? No era justo.
Yo no debería estar allí. Tendría que estar con Sabrae. Eso me decía cada mañana cuando me despertaba, cada tarde, cuando me daba una de las duchas de rigor antes de seguir deslomándome; y cada noche, cuando me tumbaba a mirar el techo de la cabaña que compartía con Luca con los músculos tan doloridos que hasta me costaba masturbarme. No debería descargar los logros de otros ni sacarles brillo a sus trofeos; me merecía que me castigaran, sí, pero no por haber ido con Sabrae, sino por haberme marchado de su lado en un principio.
Todo esto era una puta mierda. La sabana, toda oro y belleza y vibrante vitalidad, todo lo que era Sabrae, estaban al otro lado de unos árboles que a mí ya no se me permitía cruzar. Igual que me había pasado con mi novia, me habían dado a probar la miel simplemente para arrebatármela después, condenándome a una vida de hastío en la que ya no podía tragarme las gachas con que pretendían alimentarme. Veía a mis compañeros formar lazos unos con otros, besándose sin miedo y compartiendo sus noches, y yo me preguntaba qué cojones hacía allí aparte de arrancar las hojas del calendario con desesperante lentitud.
Tenemos que estar el uno sin el otro. Tenemos que ser nuestras propias personas, me había dicho ella cuando le dije de no regresar al campamento. Tú tienes tu historia, y yo tengo la mía. Además de la nuestra, quiero decir.
Ya, bueno, pues a mí no me interesaba una puta mierda esta historia en la que me dedicaba a ser el último mono, un cero a la izquierda, y el chivo expiatorio de egos desmesurados que no sabían apreciar los gestos grandiosos y el amor adolescente. Cada día que pasaba sin oír su voz, sin acariciar su cuerpo, sin probar sus labios y sin explorar ese tesoro que Sabrae tenía entre las piernas era un paso más al borde de un precipicio cuyos rugidos había crecido escuchando toda mi vida; de ahí que yo no parara de decir tonterías, porque era mejor escuchar a mis amigos reírse o protestando por lo malas que eran mis bromas antes que quedarnos en silencio y que yo pudiera oír el mar ahí abajo. Pero, Dios, qué cerca estaba ahora.
Y Valeria no me lo estaba poniendo nada fácil para centrarme en las nubes del cielo. Creía que el tiempo la apaciguaría, pero la llamada que había recibido de Sabrae no había hecho sino cabrearla todavía más. No había vuelto a saber nada de Saab a pesar de que nos quedaba todavía una conversación pendiente, y aunque dudaba de que Valeria fuera tan hija de la grandísima puta como para negarse a pasarme llamadas de casa, lo cierto es que no apostaría toda mi pasta a que no estaba sucediendo así. Y veía cómo me miraba cuando llegaba un nuevo convoy con más animales, la envidia que me carcomía viendo a mis compañeros cubiertos de un polvo muy parecido al mío, y a la vez completamente distinto. La veía mirarme y no apartar los ojos de mí mientras cumplía con mis tareas y regresaba al santuario con los hombros hundidos, quiero creer que no tanto por los ánimos sino por el cansancio de la intensidad con que Nedjet me estaba llevando al límite. ¿Para qué coño explotarme hasta la extenuación si no podía salvar animales más allá de los que rescataban mis compañeros? Odiaba sentirme tan inútil, y el saber que yo era el último eslabón que habían añadido a una cadena que ya era lo suficientemente fuerte para cumplir con su función no hacía sino desquiciarme.
Jamás le daría la satisfacción de derrumbarme en un sitio en el que ella pudiera verme, pero cada vez se me hacía más difícil aguantarme las ganas de plantarme en su despacho y decirle que ella había ganado y que finalmente me largaba, porque no podía más. Si no lo había hecho ya, no tenía nada que ver con lo mucho que me reventaría darle una satisfacción así, sino con dos cosas, ambas relacionadas con Sabrae:
Un beso, ¡disfruta del cap! ❤
Sinceramente, creo que lo único que estaba haciendo que mantuviera la cordura era la esperanza de saber que Sabrae, a pesar de todo, estaba bien. De que seguía encontrando motivos para sonreír, aferrándose a lo que compartíamos como las estrellas a los últimos jirones de oscuridad justo antes del amanecer, y de que seguía cobijándose en mí incluso cuando yo no estaba con ella.
Porque eso era exactamente lo que me pasaba a mí. Ella era la única fuente de esperanza que podía encontrar en el voluntariado, y los recuerdos que atesoraba y que repetía en bucle en mi cabeza por el día, y versionaba para alargarlos en mis noches, la única fuente de verdadera felicidad irónicamente a seis mil kilómetros de ella.
Perséfone se había quedado, habíamos hecho la piña que yo siempre esperaba que se hiciera mientras veía imágenes y leía testimonios de anteriores voluntarios en la web de la WWF, pero yo me pasaba los días preguntándome qué coño hacía allí y buscando excusas para tirar la toalla y volver. Me volvía loco sentir que sudaba bajo un sol abrasador para nada, que daba vueltas en una cama inmensa en la que sin embargo apenas cabía para nada, que la paz que muy en el fondo había decidido ir a buscar allí se me escapaba, que toda mi existencia se reducía a ser castigado por cosas que en cualquier otra situación habrían demostrado gran carácter y una nobleza propia de un príncipe. No estaba seguro de si tenía sangre real en mis venas, pero lo que sí sabía a ciencia cierta era que el imperio que se suponía que me pertenecía se había convertido en polvo mucho tiempo atrás, y con él habían perecido lo bueno y lo malo de pertenecer a la realeza: quizá no tuviera un ejército de siervos a mi disposición que hicieran que mis días fueran un camino de rosas, pero tampoco lo necesitaba; tampoco tenía un enjambre de asesores obligándome a elegir una princesa, una reina o una zarina en base a su potencial reproductivo, obligándome a resignarme a acostarme con alguien a quien quizás no querría nunca y tratando de reprimir mi amor diciéndome que eso era algo que un rey no necesitaba, o al menos no por su reina.
Yo ya tenía a mi princesa, a mi reina, a mi zarina. Joder, tenía a mi puta diosa. No tenían que hacerme sufrir por amarla y por darle lo que ella se merecía, por comportarme como se esperaba que lo hicieran los protagonistas masculinos de las películas y las novelas románticas, esos a los que les bastaba con tratar a las mujeres como si fueran personas y no un gasto de espacio para ser idolatrados por las mujeres reales, de tan bajo como dejábamos el listón los hombres. ¿Y aparecía uno entre un millón que hacía lo que tenía que hacer y ya lo condenaban? No era justo.
Yo no debería estar allí. Tendría que estar con Sabrae. Eso me decía cada mañana cuando me despertaba, cada tarde, cuando me daba una de las duchas de rigor antes de seguir deslomándome; y cada noche, cuando me tumbaba a mirar el techo de la cabaña que compartía con Luca con los músculos tan doloridos que hasta me costaba masturbarme. No debería descargar los logros de otros ni sacarles brillo a sus trofeos; me merecía que me castigaran, sí, pero no por haber ido con Sabrae, sino por haberme marchado de su lado en un principio.
Todo esto era una puta mierda. La sabana, toda oro y belleza y vibrante vitalidad, todo lo que era Sabrae, estaban al otro lado de unos árboles que a mí ya no se me permitía cruzar. Igual que me había pasado con mi novia, me habían dado a probar la miel simplemente para arrebatármela después, condenándome a una vida de hastío en la que ya no podía tragarme las gachas con que pretendían alimentarme. Veía a mis compañeros formar lazos unos con otros, besándose sin miedo y compartiendo sus noches, y yo me preguntaba qué cojones hacía allí aparte de arrancar las hojas del calendario con desesperante lentitud.
Tenemos que estar el uno sin el otro. Tenemos que ser nuestras propias personas, me había dicho ella cuando le dije de no regresar al campamento. Tú tienes tu historia, y yo tengo la mía. Además de la nuestra, quiero decir.
Ya, bueno, pues a mí no me interesaba una puta mierda esta historia en la que me dedicaba a ser el último mono, un cero a la izquierda, y el chivo expiatorio de egos desmesurados que no sabían apreciar los gestos grandiosos y el amor adolescente. Cada día que pasaba sin oír su voz, sin acariciar su cuerpo, sin probar sus labios y sin explorar ese tesoro que Sabrae tenía entre las piernas era un paso más al borde de un precipicio cuyos rugidos había crecido escuchando toda mi vida; de ahí que yo no parara de decir tonterías, porque era mejor escuchar a mis amigos reírse o protestando por lo malas que eran mis bromas antes que quedarnos en silencio y que yo pudiera oír el mar ahí abajo. Pero, Dios, qué cerca estaba ahora.
Y Valeria no me lo estaba poniendo nada fácil para centrarme en las nubes del cielo. Creía que el tiempo la apaciguaría, pero la llamada que había recibido de Sabrae no había hecho sino cabrearla todavía más. No había vuelto a saber nada de Saab a pesar de que nos quedaba todavía una conversación pendiente, y aunque dudaba de que Valeria fuera tan hija de la grandísima puta como para negarse a pasarme llamadas de casa, lo cierto es que no apostaría toda mi pasta a que no estaba sucediendo así. Y veía cómo me miraba cuando llegaba un nuevo convoy con más animales, la envidia que me carcomía viendo a mis compañeros cubiertos de un polvo muy parecido al mío, y a la vez completamente distinto. La veía mirarme y no apartar los ojos de mí mientras cumplía con mis tareas y regresaba al santuario con los hombros hundidos, quiero creer que no tanto por los ánimos sino por el cansancio de la intensidad con que Nedjet me estaba llevando al límite. ¿Para qué coño explotarme hasta la extenuación si no podía salvar animales más allá de los que rescataban mis compañeros? Odiaba sentirme tan inútil, y el saber que yo era el último eslabón que habían añadido a una cadena que ya era lo suficientemente fuerte para cumplir con su función no hacía sino desquiciarme.
Jamás le daría la satisfacción de derrumbarme en un sitio en el que ella pudiera verme, pero cada vez se me hacía más difícil aguantarme las ganas de plantarme en su despacho y decirle que ella había ganado y que finalmente me largaba, porque no podía más. Si no lo había hecho ya, no tenía nada que ver con lo mucho que me reventaría darle una satisfacción así, sino con dos cosas, ambas relacionadas con Sabrae: