domingo, 23 de marzo de 2025

Meteorito.


¡Hola, flor! Al final lo he conseguido y estoy de nuevo aquí. Nos vemos, si no hay novedad por mi parte (porque a los 3 días tendré un examen, eso fijo), el día 23 de abril, que además es ¡el cumpleaños de Scott y el octavo aniversario de Sabrae!
Hasta entonces
 
¡Toca para ir a la lista de caps!

Había leído hacía tiempo que la reacción de Lucy Pevensie cuando llega por primera vez a Narnia a través del armario era genuina: habían mantenido a la actriz que la interpretaba apartada del plató para grabar el momento exacto en que descubría una maravilla, y había quedado para la posteridad.
               Ojalá yo no estuviera segura de que iba a tener la reacción opuesta porque me acercaba a un mundo totalmente contrario a lo que le esperaba a la niña. Intenté prepararme, de veras que sí, pero en cuanto asomé la cabeza por la trampilla supe que no había preparación posible.
               La habitación parecía congelada en el tiempo en el momento en que Diana había grabado el vídeo que había subido a Instagram: la bolsa de maquillaje abierta y los productos desparramados a los pies del tocador, el cepillo de pelo vuelto hacia arriba, todavía con hebras rubias enredadas en él, los pantalones vaqueros que utilizó para grabar su mensaje arrugados a los pies de la cama. El armario estaba cerrado, pero sabía que si lo abría me encontraría con una montaña de ropa entre la que había elegido cuidadosamente su vestimenta para cuando el mundo entero la juzgara y la destrozara por atreverse a ser humana, cometer errores, y enfermar por ellos.
               Y, sin embargo, a pesar de esos pequeños chascos de desorden en un desierto que por lo demás permanecía inmutable, lo que más me perturbaba era cómo la habitación parecía haberse detenido en el tiempo al punto en que se había congelado ayer. El móvil de Diana no aparecía por ningún sitio; Tommy tenía el suyo con la pantalla vuelta hacia abajo sobre la mesita de noche de Diana, descansando encima del iPad en el que, seguro, había estado poniéndole pelis para intentar distraerla.
               Era la habitación de una chica que había tenido un accidente de coche con sus amigas y que no había sobrevivido a la fiesta, y cuyos padres se negaban a reconocer que los meses habían ido dando paso a los años y ella nunca envejecería.
               Eleanor entró antes que yo, dejándome la última para preparar el terreno para cuando yo llegara. Scott me tendió la mano cuando llegué al último escalón y pude, por fin, ver a Diana.
               O, más bien, lo poco que quedaba de Diana. Se había convertido en una muerta en vida, con el pelo pegado a la frente, oscuro por el sudor y la grasa; apenas podía verle la cara entre la maraña de sábanas en la que estaba enredada, pero sabía perfectamente dónde empezaba ella y dónde terminaba la cama por el ligero temblor que delataba la posición de sus piernas, su torso y sus brazos.
               La mirada de Tommy era la de un anciano, con unas profundas ojeras que delataban que no había pegado ojo esa noche. Tenía los hombros hundidos como la ladera de una montaña antaño orgullosa pero que había terminado cediendo ante el embate incesante del viento, y una mano que no separaba del bulto de las sábanas en que se habían convertido los hombros de Diana.
               Una tristeza infinita como un glaciar se escondía tras sus ojos azul cielo cuando me miró, y a pesar de todo se forzó a sonreír. Me imagino que era la viva imagen de mí cuando Alec había tenido el accidente, y yo había hecho lo imposible por despertarlo, todo sin éxito. Odiaba que tuvieran que verlo en su peor momento, y a la vez agradecía que hubiera gente que le quisiera lo suficiente como para aceptar el dolor que suponía verlo mal y preocuparse por si el ahora era lo mejor que iba a estar en el futuro.
               -Mira quién ha venido a verte, Didi-dijo en un falso tono alegre que no le salió demasiado bien. Supongo que Tommy había cruzado un punto al que yo ni siquiera había llegado; después de todo, él había tenido que velar a Diana más veces que yo a Alec. Por mucho que yo hubiera pasado más tiempo en conjunto cogida de su mano y rezando a quien quisiera escucharme para que se despertara, creo que no se comparaba con cómo te rompía el corazón ver a quien más querías caerse al mismo pozo una, y otra, y otra vez.
               Scott se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en el armario junto a la cama de Diana, sus hombros inclinándose igual que los de Tommy; hasta en eso eran hermanos. Eleanor, por su parte, apartó las sábanas de los pies de la cama y se sentó de costado, con ambas rodillas tocando la parte baja del colchón. Extendió la mano para ponerla sobre las piernas de Diana, que se encogió con un respingo y se hundió aún más en las sábanas.
               Scott clavó los ojos en mí, y traté de mantenerme lo más tranquila posible. Sabía que, por mucho que quisiera a Tommy y estuviera ansioso por quitarle ese peso de encima, prevalecería su responsabilidad hacia mí. No me dejaría ver nada que me hiciera un daño que no pudieran curarme, ni permitiría que esta visita me hiciera más mal del que ya había superado. No era el Scott de Tommy, sino el mío. Mi hermano antes que el de él.
               La única persona capaz de cuidarme incluso mejor que Alec.
               Tenía que estar ahí. Tommy había estado ahí para mí. Diana había estado ahí para mí. Debía ser fuerte y saber estar a la altura de las circunstancias, como siempre le sucedía a mi novio.
               Rezando por que se me hubiera pegado algo de él, de un par de pasos cautos entré en el campo visual de Diana, que sorbió por la nariz antes de verme.
               -Hola-canturreé en la actuación del siglo, porque me rompió el corazón ver cómo Diana volvía a mí los ojos de un animal apaleado. Era la fiera estrella del circo de los horrores que había aprendido a desconfiar de todo aquel que no tuviera colmillos, porque la falta de estos no nos volvía menos peligrosos, sino más. La desconfianza que le había hecho sobrevivir, mantener sus ansias de libertad a raya, era la que ahora la hacía encogerse para volverse pequeñita en una esquina y que, con un poco de suerte, no la vieran. No sabía que nuestras manos eran amigas; no, al menos, en la parte de ella que había tomado el control.
               Me pregunté si era esto lo que se encontraron Harry y Noemí antes de mandarla a casa de los Tomlinson, si había sido esto lo que había colmado el vaso hacía un año.
               Y me obligué a sonreír al pensar que, si Diana había estado en este punto antes y había encontrado la manera de sobreponerse y ser feliz en un país extraño, con gente a la que no conocía mucho, sería capaz de salir de ésta estando en casa, rodeada de su familia.
               -Te echaba de menos, Didi-dije, y Diana abrió los ojos, como tratando de enfocarme, como reconociendo los sonidos que salían de mi boca. Como recordando que sabía hablar. Me acuclillé a su lado y vi por el rabillo del ojo cómo Scott daba un pequeño paso hacia mí. Me aparté el pelo de la cara y estiré una mano tentativa para apartarle a Diana unos mechones pegajosos de sobre la ceja.
               Eché muchísimo de menos a Alec. Él sabría hacer que todo fuera menos tenso simplemente con respirar. Quitarle el hierro hasta al asunto más complicado era su especialidad, y a mí… bueno, se me daba bien dar abrazos y decir las palabras adecuadas para animar a alguien cuando tenía la autoestima baja y se le había olvidado quién era, pero en esto me veía bastante perdida.
               Diana parpadeó, seguro que notando mis dudas, y se hundió un poco más en la cama. Quería hacerse pequeñita, desaparecer. Yo también había querido desaparecer muchas veces.
               Salvo estando con Alec… que siempre me sacaba una sonrisa, incluso en mis momentos más bajos. Una de las cosas que más le había gustado de mí era que yo no le había dicho que se callara cuando decía alguna chorrada, como sí hacían sus amigos. Le había dejado ser quien era y reconfortar como mejor sabía, y en eso él se había crecido y había ido ganando en confianza al darse cuenta de que sus bromas hacían más bien que mal.
               Puede que ese cachorrito que tenía delante estuviera asustado porque lo trataban con demasiada delicadeza, como si estuviera hecho de cristal. Puede que necesitara que alguien le recordara lo que se sentía al jugar.
               Así que simplemente hice lo que había visto hacer a Alec mil veces: abrir la boca y decir lo primero que se me pasara por la cabeza, con la esperanza de que de lo espontáneo surgiera una cuerda que lanzarle a Diana para que no se la tragaran las olas.

miércoles, 5 de marzo de 2025

Se busca viva o muerta.

¡Hola, flor! Interrumpimos la sesión de estudio semanal (aunque este mes está siendo un poco desastre, pero bueno) porque lo prometido es deuda. ¡Aquí tienes el capítulo del cumple de Alec! Empezamos, de nuevo, la temporada de calendario un poco raro de capítulos de Sabrae. Si todo va bien, el día 23 nos volveremos a ver; no obstante, estoy pendiente de varias fechas de exámenes (se me está acumulando el trabajo, snif) que puede que me impidan subir otro capítulo este mes. Intentaré, en la medida de lo posible, que nos veamos el domingo 23 de marzo; y, si no, espero que nos reencontremos el 23 de abril, cuando Scott y Sabrae cumplen la friolera de… ¡ocho años! Estate atenta a mi perfil en Twitter por si acaso hay algún cambio en el calendario.
Pero hoy es el día de Alec, ¡no lo fastidiemos pensando en otras cosas! Gracias por unirte a mí, una vez más, en celebrar este día que elegí un poco al azar y que ha terminado significando tanto para mí. Créeme, echo mucho de menos reunirme con Alec cuando pasan las semanas, y estar hoy aquí me llena de ilusión.
Dicho esto, ¡feliz cumple, Al! Y tú, flor, ¡disfruta del cap!

 
 
Me quedé mirando el teléfono, acusando el silencio de la estancia mientras el eco de la voz de Sabrae cantándome la parte de su padre en Ready to run reverberaba dentro de mí.
               No hacía ni un minuto que le había dicho que no nos haría mal un poco de distancia y ya estaba arrepentido. Tontear con ella siempre tenía el mismo efecto en mí, y era una felicidad absoluta y contagiosa que lo impregnaba todo, incluso lo que en circunstancias normales me tendría con la mosca detrás de la oreja.
               Me había dicho que iba a subir algo a Instagram para apoyar a Diana y yo, como un gilipollas, le había dicho que no necesitaba que nos llamáramos pronto. Me había dicho que se iba a clavar una diana a la espalda y yo le había dicho que podíamos mantenernos alejados un tiempo para que yo pudiera vivir mi partidita de rol de Tarzán durante un año tranquilito, no fuera a ser que ser un buen novio y estar ahí para mi piba fuera a hacerme mal.
               Me había centrado tanto en lo de que nuestra relación no era tóxica, en lo que sus padres le habían dicho y la seguridad que me había provocado escucharla decir que no lo creía en absoluto, que me había olvidado de todo lo demás. ¿No suponía eso que Sherezade y Zayn tuvieran razón? ¿Y si la alejaba de ellos, que no podían cuidarla bien, para terminar cuidándola incluso peor, si es que aquello era posible?
               No me gustaba la expresión de juicio con la que me miraba el tío que me observaba desde abajo y desde arriba a la vez, como si yo me hubiera caído de cabeza a un pozo y él me mirara desde la superficie, juzgándome por ser tan imbécil como para no haber mirado por dónde pisaba. Tenía el ceño fruncido y una expresión de decepción que casaba perfectamente con cómo me sentía, pero la preocupación que bullía dentro de mí todavía no le había alcanzado.
               Levanté la vista del reflejo del móvil y volví a clavarla en la ventana, que se había convertido en un espejo improvisado en el que los tonos eran un poco más negros, las figuras un poco menos nítidas. Y, aun así, no estaba lo bastante borroso como para que yo no viera las líneas que me arrugaban la frente y el ceño, el valle que mis cejas formaban en el punto encima de mi nariz, o mis labios y mandíbula apretados, que, sumados a la barba de dos días, me echaban años encima.
               Me vi viejo y cansado, desamparado y también solo. Tenía el mismo aspecto de mierda por dentro que por fuera: atrás quedaba el chaval que se había levantado como un resorte y había decidido que no era hijo de su padre maltratador; ahora sólo estaba el pavo que había dicho a su novia que no hacía falta que se llamaran y que estaría guay tener un poco de espacio, justo cuando ella se disponía a atraer de nuevo una atención indeseada y que no dudaría en destrozarla a la mínima de cambio.
               Las cosas en casa estaban hechas una mierda, ¿y yo me quedaba…?
               No, ordenó una voz en mi cabeza. Una voz que yo conocía muy bien: mi preferida en el mundo, la que tantas veces había escuchado y cuyas palabras habían ido cambiando a lo largo de nuestras vidas. Mi conciencia, mi faro de esperanza y mi constelación preferida en el cielo nocturno, siempre llevándome a casa. Llevas toda la vida luchando para ser feliz. Te mereces este descanso, me había dicho en Londres, mientras hablábamos de si me quedaba o no.
               Saab quería que estuviera en Etiopía, lejos de la acción, porque sabía que no podría evitar entrar al trapo y empeorando irremediablemente las cosas dignificando unas opiniones de mierda con una merecidísima reacción rabiosa. Sabía el daño que podría hacerme ver todo lo que publicaban de mis amigos, de ella, y prefería que me quedara al margen porque, así, al menos tendría una preocupación menos. Que yo me preocupara por ella era inherente a quererla, pero plantarme en Inglaterra simplemente para aliviar mi estúpida conciencia no le haría ningún mal, y estar llamándola cada poco para saber qué tal le iba en casa no nos dejaría pasar página a ninguno de los dos.
               Por mucho que lo detestara, no me quedaba otra que dar un paso atrás y lamerme las heridas mientras los demás seguían peleando. Por muy traidor que me sintiera, por mucho que creyera que la estaba decepcionando, tenía que dejar que se ocupara de sus asuntos.
               Incluso cuando sabía que a veces ella no manejaba la presión del todo bien. Incluso cuando sabía que eran injustos con ella. Incluso cuando estuviera pasando por sus peores momentos y todo le pareciera un mundo. Incluso…
               El anciano frente a mí empezó a emborronarse, y yo me pasé el dorso de la mano para limpiarme las lágrimas. De poco servía pensar en lo peor y pasarlo mal, si al menos la distancia le suponía un poco de tranquilidad a Saab. Sorbí por la nariz y me miré las manos. Sólo esperaba que fuera lo bastante fuerte como para soportarlo, y luego, lo bastante buena como para poder perdonarme por haber sido un cobarde y no haber regresado a su lado.
               Sabía que eran esperanzas vanas, pero cuando estás a miles de kilómetros y te piden expresamente que no hagas nada, lo único que te queda es rezar. Incluso si no crees en Dios, por mucho que hayas hecho que otras personas crean en él.
               Así que le lancé una plegaria muda al cielo, a mi reflejo, a mi interior.
               Por favor, que no me la quiten, recé.
               Luego dejé el móvil de Mbatha encima de la mesa de Valeria, salí del despacho, cerré la puerta tras de mí y atravesé el campamento en dirección a mi cabaña. Luca se había quedado dormido sentado sobre su cama, seguramente esperando para hablar conmigo,  averiguar lo que había pasado y consolarme si hacía falta. Menos mal que así había sido; al menos uno de los dos dormiría esa noche.
               Porque yo me desvestí, me tumbé en la cama y me quedé mirando al techo. Como estaba demasiado ocupado repasando todas las cosas que podían salir mal, no tuve tiempo para dormir y no pegué ojo en toda la noche, aunque es probable que fuera lo mejor.
               Estaba seguro de que soñaría con la hija de puta de Jarina Leto y sus compañeros de profesión, pero no con lo que quería hacerles, sino con lo que ellos le harían a Sabrae impunemente. E, incluso si mi cabeza fuera el puto infierno y siempre me pusiera en lo peor, tenía clara una cosa: era el paraíso comparada con mi subconsciente.