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Sabía que esas piernas no me podían
deparar nada bueno, pero, claro, no podía resistirme a una chica guapa. Y mucho
menos a una chica que me atraía hacia él como la luz a las polillas; sabía que
iba a quemarme, pero su luz era tan bonita que yo, simplemente, no podía evitar
acercarme. Esto era lo mismo.
Por muy guapa que fuera, mi
comportamiento no tenía excusa. Se me había pasado por la cabeza abrir la
puerta de la habitación de Eleanor sólo para satisfacer su curiosidad, que se
dibujaba en sus ojos con unos pinceles irresistibles, y unos colores cuyos
tonos te invitaban a soñar. No debía, no podía, y aun así, estuve a punto de
cumplir su deseo no expresado y acercarme a la puerta, abrirla y descubrir la
leonera en la que vivía mi hermana. Gracias a Dios, conseguí contenerme.
Pero otra cosa muy diferente era
verla allí, en el cuarto de juegos, apoyando una mano tan cerca de mi cuello
que casi podía sentir sus dedos
paseándose por mi piel, y el incendio que ese contacto despertaría en mí… y
tuvo que preguntar por los premios.
Y yo tuve que enseñárselos, por
supuesto.
El hechizo que la rodeaba era
poderoso; su magia emanaba de su piel cual perfume, en un aura tan irresistible
que te atrapaba como una red, y tú eras un pobre pececito que podía hacer poco
más que luchar por regresar al agua de nuevo, sabiendo que era inútil, que
había demasiados peces en tu misma situación a tu alrededor como para conseguir
salvarte.
Claro que siempre había un milagro
que te sacase de la boca del lobo, y la grúa que me sacaba de mi entorno se
rompió, y volví a caer al agua en masa junto con mis demás compañeros peces, y
pude respirar de nuevo, y los cables de mi cerebro volvieron a conectarse… todo
con el ruido de un coche que se acercaba.
Mamá
me va a matar si me pilla aquí, razonó una parte de mí que hasta ese
instante había estado callada o, directamente, dormida. Aparté la mano de la
caja del Grammy como si mi vida dependiese de ello pues, en cierto modo, lo
hacía, y agarré a Diana del brazo para sacarla de allí. Evidentemente, ella no
habría llegado hasta esa sala de no ser por mi ayuda, y un buen ladrón se
caracterizaba por no dejar pistas.
Y nuestra incursión en aquella sala
era uno de los mayores robos que podíamos cometer en mi casa.
Supe que estaba molesta sin ni
siquiera mirarla; era increíble todo lo que podías adivinar de una persona
simplemente prestando atención a cómo te hacía sentir aquella magia que manaba
de sus poros.
-Tengo sueño-alegó y, sin más
dilación, se soltó de mi abrazo con una sacudida y se dirigió a su habitación,
subiendo las escaleras con la dignidad de una reina y la velocidad de una
tigresa.
Necesitaba que fuese mía, lo
necesitaba en ese instante.
Oí las llaves meterse en la
cerradura y, sin pensármelo dos veces, eché la carrera de mi vida hacia el
sofá, lo salté con la gracia de un antílope y me dejé caer en él, encendiendo
la tele a la velocidad del rayo, y rezando por que mi madre tardase lo
suficiente en abrir la puerta y aparecer con mis hermanos como para que se
quitase la información del canal.
La puerta se abrió, y la información
no se quitaba… por dios bendito, por dios bendito, ¡por dios bendito, nunca te
he pedido nada, ayúdame ahora!
Astrid apareció en el hall,
quitándose su abrigo…
POR
DIOS BENDITO POR DIOS POR DIOOOS.
Ahí estaba mamá, llamándole la
atención a Dan, diciéndole que hiciera el favor de desabrocharse el abrigo en
lugar de intentar quitárselo como si fuese una simple sudadera…
-Pero, ¡mamá!-protestó mi hermano
pequeño cuando ella le cogió las dos manos y le bajó el abrigo, echando a
perder todo su plan…
Mamá levantó la cabeza y le lanzó
una mirada envenenada que detuvo en ese instante cualquier intento de réplica.
A continuación, empezó a girar la
cabeza hacia mí.
¿PERO POR QUÉ SEGUÍA LA INFOR…? Oh,
gracias a Dios; desapareció en ese instante.
-Hola, Tommy.
-Hola, mamá-canturreé con la
inocencia tatuada en la voz.
-¿Y Diana?
-Tenía sueño.
Una gota de sudor se deslizó por mi
cuello. Intenté no estremecerme, a pesar de que mi punto débil era precisamente
mi columna vertebral; Megan lo sabía muy bien…
Megan.
No había pensado en ella desde que
Diana había aparecido. Vaya. Realmente podía hacer magia,
Los ojos de mi madre no se apartaban
de mí.
-¿Ha comido algo?
Me limité a negar con la cabeza,
mientras una parte de mí sugería que no le importaría que me comiese a mí,
especialmente ciertas zonas de mi cuerpo especialmente sensibles.
Mamá frunció el ceño. Astrid ya se
había quitado el abrigo y lo había dejado en el perchero, se acercaba a mí con
la mochila dando brincos a su espalda. Dan seguía con su operación: quitarse el
abrigo a modo de sudadera.
-Luego le subiremos algo. Venga,
todo el mundo a comer. Dan, deja de hacer el tonto si no quieres que te dé una
bofetada. Como no te hayas desabrochado el abrigo antes de que llegue a la
cocina, te quedas sin comer.
Los ojos de mi hermano se abrieron
como platos ante semejante amenaza, que no había que tomarse a la ligera en
absoluto. Mamá te dejaba sin comer, o sin tele, o sin salir, si decía que iba a
hacerlo.
Atravesó la puerta de la cocina, sin
abrigo y con el jersey descolocado, antes que ella. Mamá se limitó a sonreír
con suficiencia, más para sí misma que para el pobre chiquillo, que, aun siendo
tan joven, ya sabía con quién había que meterse en casa y con quién no.
Entonces, volvió a girar la cabeza
para mirarme a mí. Me revolví en mi asiento, rezando porque no hubiera ningún
indicio de que me había metido con Diana en la habitación de los premios;
bastante tenía ya con haber tenido que mandarme a mí a recogerla después de que
papá se quitara el peso de encima, como para que ahora yo contribuyera a
cabrearla de uno de los peores modos posibles: desobedeciéndola y
aprovechándome de que no estaba en casa vigilándome para hacerlo.
Sus ojos se posaron un momento en
los míos, y luego en la tele, y su expresión cambió en una milésima de segundo.
Alzó las cejas, impresionada por lo que tenía ante sí.
Era un canal de noticias; hasta ahí
todo bien. Se podía deducir fácilmente por los dos presentadores trajeados,
sentados detrás de una mesa con papeles y ordenadores a su lado. Unos letreros
apoyaban las palabras que escupían a la velocidad del rayo, a tanta velocidad
que me resultaba imposible entenderlas.
Tal vez tuviera algo que ver el
hecho de que estaban hablando en ruso, o algún idioma de éstos imposible de
comprender. Los carteles utilizaban letras que yo había visto en muy contadas
ocasiones: todas, en películas acerca de la Segunda Guerra Mundial, o el
resultado que ésta tuvo en la Guerra Fría.
Supe que sería un error intentar
cambiar de canal, o apagar la tele, con mamá todavía contemplando la pantalla.
No colaría nada si dijera que estaba viendo las noticias del canal ruso por
mera curiosidad, ¿verdad que no?
-¿Qué haces…? ¿Cuánto llevas viendo
eso?
-Estaba… haciendo zapping.
Sus ojos volvieron a los míos, y sus
cejas se levantaron tanto que me sorprendió que no desaparecieran en su frente,
o que la piel del cuello soportase la tensión y no se desgajase, provocando una
inundación de sangre.
-Vale, pues… cuando acabes de
enterarte de lo que pasa en el Kremlin, si quieres, puedes venir a comer. Tu
hermana hoy no viene. Y no vamos a esperar a tu padre.
Había un resentimiento en su voz
digno de la mejor de las telenovelas mexicanas cuyos fragmentos te mostraban en
los típicos programas de por la tarde, cuando no había nada que hacer y tus
hermanos estaban utilizando las consolas de la sala de juegos.
Me apeteció morirme cuando nos
sentamos a la mesa y mamá se colocó delante de mí, asegurándose de que podría
observarme todo el tiempo que quisiera sin el más absoluto esfuerzo. Yo me
concentré en mi plato, ignorando todos los esfuerzos de Astrid por captar mi
atención, temiendo que, si levantaba la cabeza, mi madre pudiera leer en mi
frente lo que había hecho. Lo único que conseguí de esto era que me observase
todavía con más atención.
-A hacer los deberes-dijo por fin, y
fui el primero en levantarme y llevar mi plato hasta el fregadero. Hice ademán
de escurrirme por la puerta de la cocina, pero ella fue más lista que yo-. Hoy
te toca a ti fregar, Tommy.
Seguro que notó cómo se me paraba el
corazón. Di media vuelta y volví a donde había dejado el plato, que ya estaba
acompañado por los de Astrid y Dan, y me puse manos a la obra con su mirada
clavada en mi espalda. Ardía como mil soles.
Cuando por fin terminé, lo cual me
llevó más tiempo de lo que pensaba debido a mis manos temblorosas por la
tensión, me di la vuelta para irme, y ya estaba en el umbral de la puerta cuando
ella volvió a romper el silencio con la pregunta por la que yo había estado
rezando, suplicando a Dios para que le quitara la voz un momento:
-¿Qué te pasa hoy, Thomas?
Para colmo, ni siquiera utilizaba mi
nombre cariñoso.
Me di la vuelta y la miré con
timidez.
-Nada-mentí, lo mejor que pude… lo
cual no fue bastante.
-Pues cualquiera lo diría-susurró,
jugueteando con el tapón de la botella que había sacado, Dios sabía cuándo, de
la nevera.
-Tengo… mucho que estudiar, eso es
todo.
-Es impresionante, especialmente
teniendo en cuenta que te la llevan sudando los estudios desde que empezaste
este curso. ¿Diana te ha hecho ver que tener una buena media te puede abrir
muchas puertas?
Y sonrío con malicia cuando todos
los tomates del mundo se concentraron dentro de mis mejillas.
Y, entonces, vi la salida sobre su
cabeza, en el calendario de pared en el que se mostraba una ciudad de Alaska,
iluminando la nieve en derredor de colores morados y azules. La asociación de
ideas fue instantánea, casi tan rápida como el rubor de mis mejillas. Alaska;
Estados Unidos; California; Los Ángeles.
Luché con todas mis fuerzas por
poner cara de cordero degollado y me armé de valor para mirarla, suplicándole
de nuevo a Dios; esta vez, le pedía que no permitiera que se me fuera el
personaje.
-En realidad… mamá, ¿yo terminé con
tu carrera?
Puede que los tomates del mundo
estuvieran todos reunidos en mi cara, pero en la suya se produjo una
concentración de sal: se puso pálida como un muerto en menos que cantaba un
gallo, la sonrisa que antes desfiguraba su boca se esfumó sin dejar rastro, y
sus cejas cayeron en picado como aviones bombardeados en un combate.
-¿Quién te ha dicho eso?
Vale, igual me había pasado, pero
ahora no era momento de echarse atrás.
-No exactamente “eso”, pero… como
que lo dejó caer…
-Tommy.
-Fue papá.
Disparó una mueca a un lado, que fue
acompañada de un bombazo demasiado en cuya explosión podías intuir las palabras
“Louis” y “gilipollas” en español.
-No creo que lo dijera a posta,
pero…
-Escúchame, Tommy-dijo, levantándose
y viniendo hasta mí. De repente se había hecho muy pequeña; ni ella había
menguado ni yo había crecido durante la comida, pero los centímetros que me
ponían por encima de ella se hicieron notar como nunca hasta la fecha cuando se
colocó frente a mí y me cogió la mano, apretándomela cariñosamente-. No te
preocupes por haber terminado mi “carrera”-puso los ojos en blanco ante esa
frase-. No lo hiciste. Y, aunque hubiera sido así, me habría encantado hacerlo
por ti. Eres perfecto, cariño-me acarició la mejilla y sus ojos brillaron
peligrosamente. No podía verla llorar, no podía llorar delante de mí, me
odiaría como persona si la hacía llorar. Por suerte, sonrió-. ¿Quién sabe a qué
monstruo acabaría pariendo? Porque está claro que lo haría-suspiró-. Es decir…
me tiro a Louis. Esto es una ruleta rusa.
Dijo lo último más para sí misma que
para mí. Decidí ignorar su mención explícita a que todavía se tiraba a papá (lo
sabía, no era gilipollas, pero una cosa era saberlo y otra que te la dijeran
abiertamente).
Sacudió la cabeza, volviendo de
donde fuera se había ido, y me indicó con un gesto que todo estaba bien.
Me odié mucho por el ser humano
rastrero en que podía convertirme cuando me di la vuelta sin mediar palabra y
me dejé caer en el sofá, mientras escuchaba cómo ella abría la puerta del
jardín y volvía a cerrarla.
Ni siquiera encendí la tele, y no me
percaté del paso del tiempo hasta que el motor de un coche se acercó con su
ronroneo característico a la casa, imposibilitando las dudas de quién podía
ser.
Papá se quedó parado, con el maletín
con las cosas del instituto colgándole de los dedos, al verme sentado delante
de una televisión aún por encender.
-No te habrás metido en ninguna de
estas sectas raras y estarás meditando, ¿no?
Fruncí el ceño y negué con la
cabeza.
-Eso está bien-murmuró, lanzándole
una nueva mirada a la pantalla negra con la esperanza de que yo no fuera
subnormal y su mente le hubiera engañado y realmente no estaba colocado allí,
rebozándome en mi melancolismo.
Pero las cosas dejaron de estar bien
rápidamente: mamá también había escuchado el coche, y apareció en la puerta de
la cocina con una expresión que te hacía preguntarte cómo era que su pelo se
mantenía en su posición normal, en lugar de erizarse como si ella estuviera
cargada de electricidad.
-Tenía ganas de que llegaras,
Louis-gruñó, y papá puso los ojos en blanco, dejó caer el maletín en el sofá y
se acercó a ella. Tuvo la picardía de cerrar la puerta; se notaba cuánto tiempo
hacía que se conocían y cómo sabía que iba a haber bronca, aunque seguramente
no por lo que él se pensaba que iba a haberla.
Me levanté y fui a recoger a mis
hermanos, que levantaron la vista asustados y la clavaron en la puerta de la
cocina, la mismísima puerta al infierno, al instante de que mi madre empezase a
gritarle a mi padre. Los cogí de la mano, decidido a impedir que asistieran a
tal espectáculo, y los llevé hasta la habitación de los juegos, donde se
quedaron por la prudencia del niño que nota a su madre enfadada y que hace lo
posible por no cabrearla más.
Cuando volví al salón, ya no era un
solo lo que se cantaba en la cocina, sino un dúo a dos voces, cada una más
furiosa que la anterior, que intentaban sobreponerse la una sobre la otra.
Me quedé apoyado en la pared
contraria a la de la cocina, observando las escaleras como si esperase que la
Virgen María fuera a aparecer por allí para imponer la paz.
Apareció alguien diferente, alguien
a quien me alegré más de ver, con una expresión somnolienta en la que también
se leía el fastidio.
La melena dorada de Diana bailó
cuando se percató de mi presencia y se me quedó mirando, con los ojos
entrecerrados, intentando decidir si estaba alucinando.
-¿Eres un sueño o eres real?
-Seré lo que tú quieras que sea-me
escuché decir, y una parte de mí quiso abofetear a la otra parte. Pero ella
sonrió, y enseguida se hizo la paz en mi interior.
-¿Qué les pasa?-dijo, poniéndose a
mi lado y deslizándose por la pared hasta quedarse sentada en el suelo, con
aquellas piernas kilométricas estiradas y la cabeza ladeada, de manera que la
cortina rubia que era su pelo le tapase media cara.
-Mi madre está cabreada-decidí
omitir que yo había sido la que le había dado razones para estar así, y ella no
protestó. Apoyó la cabeza en mi hombro y suspiró de tal manera que su aliento
me acarició el cuello y una parte de éste se coló por el interior de mi
camiseta, bajando por mi pecho.
Tuve que concentrarme con todo mi
ser en imágenes de gatitos muertos.
-No tendrás agua, por un casual,
¿verdad?
-El agua está en el infierno.
Bostezó.
-Tendré que morirme de sed,
entonces.
Me eché a reír, y ella se me quedó
mirando un momento, antes de volver a apoyar la cabeza y acercar su cuerpo un
poco más al mío. No sabría decir si le habría gustado pasarme el brazo el pecho
y acurrucarse un poco más a mí, dado que los pantalones y la camiseta de
tirantes con la que había bajado (y, deduje, dormido también) no parecían lo
bastante cálidos para una tarde de finales de otoño en Inglaterra. Seguro que
estaba acostumbrada a los inviernos de Nueva York, en los que una capa de nieve
de incluso metros de grosor llegaba a cubrir las calles, pero me jugaría la
mano derecha a que siempre los había vivido debajo de varias capas de ropa.
Acercó sus pies a los míos hasta
llegar casi a tocarlos. Echándole un vistazo de reojo, vi que observaba también
el punto en el que casi estábamos juntos.
Decidí ser yo el que terminara de
acercarse, y toqué un poco su pie con el mío. Ella sonrió, se apartó un mechón
de pelo de la cara y cerró los ojos, esos preciosos ojos de esmeralda que le
había regalado Harry.
Entendí lo que quería sin necesidad
de que me lo dijera: no hubo ningún “despiértame cuando terminen de pelearse”,
pero supe que lo haría en cuanto cesaran los gritos.
-Di-murmuré cuando mis padres se
callaron. ¿La llamaban así en casa? ¿Cómo la llamaban sus amigos? ¿Se cabrearía
si la llamaba de la misma manera que los americanos? Íbamos a vivir en la misma
casa; estar llamándola todo el rato por el mismo nombre iba a ser un coñazo.
Hasta la gilipollas de Eleanor tenía su propio mote cariñoso: la gilipollas de
mi hermana.
Ella entreabrió ligeramente los
ojos, y le echó un vistazo a la puerta.
En ese momento, uno de mis padres la
abrió. Se escuchó una risa, una risa femenina, y luego, finalmente, se abrió de
nuevo la entrada a tan importante lugar, dejándonos ver lo que había en su
interior.
Mamá se peinó con los dedos y dio un
paso adelante, buscando algo que no conseguía encontrar. A continuación, detrás
de ella, salió papá, que se encaminó hacia el sofá, recogió el maletín y se
volvió para ir a comer. Discutir daba hambre, sin duda, y el olor de la comida
que preparaba mamá conseguiría que le rugieran las tripas hasta a un muerto.
-Chicos-dijo ella, clavando la
mirada en nosotros y frunciendo el ceño. Diana se desperezó, papá se giró…y yo
me sentí un dios bajado a la tierra sólo y exclusivamente para predicar mi
grandeza.
-¿Qué hacéis los dos ahí tirados?
-Diana tenía sueño-es lo único que
se me ocurrió decir. Mamá se llevó una mano a la boca, comprendiendo por fin.
-Diana, cariño, ¿te hemos
despertado?
Podría haber sido la perra que fue
cuando la conocí; podría haber dado una respuesta sarcástica, como que
seguramente hasta la Reina se habría enterado ya de la pelea, a pesar de estar
en Escocia… pero, para mi sorpresa, esquivó con elegancia la embarazosa
situación en la que podría haber metido a mi madre con un sencillo:
-Sólo tenía sed. No pasa
nada-acompañado de un estiramiento digno de una gimnasta. Se incorporó de un
salto con la agilidad de un gato.
-Veo que los genes de tu madre están
intactos-comentó papá, sonriéndole y haciendo un gesto para que se acercara.
Ella lo hizo, y se dejó besar con bastante mejor expresión que la que había
tenido con mi madre.
-Todo el mundo dice que soy alta.
-Lo digo por lo guapa-replicó él, y
ella dejó escapar una dulce risa que me hizo cuestionarme seriamente si le
estaba intentando tirar los tejos a mi padre.
O sea, no es que estuviera en contra
de que le tirase los tejos a nadie, incluso a gente vieja, pero… ¿a mi padre?
Joder, podía aspirar a más.
Como
a mí.
-¿Qué tal el vuelo?-inquirió Louis
una vez entraron en la sala, cogiendo sus platos y colocándolos en la mesa
mientras Diana abría la puerta de la nevera en busca de la botella de agua más
fría que pudiera encontrar.
-Bien. Bueno, cansado. Había
bastantes películas que ver-se encogió de hombros-. Podría haber sido peor.
-¿Cómo llevas el jet lag?
Soltó un bufido que hubiera hecho
temblar los cimientos del más grande de los palacios.
-Horrible. Todavía estoy con el
horario de Nueva York.
-Eso lo solucionas durmiendo-comentó
Eri, cruzándose de brazos y encogiendo los hombros un segundo inapreciable-,
¿no, Louis?
-Y drogándote-contestó mi padre,
para sorpresa de todos en la habitación, antes de dar un sorbo de su vaso.
-¡Louis!
-Claro que, evidentemente, no te lo
recomiendo. Le tengo aprecio a mi cuello, y no creo que a Harry le molase nada
que te fuera dando drogas, ¿verdad?
Tuve que sonreír ante la idea de
Harry cabreado. Era la cosa menos enfadable del mundo: seguramente se
enfureciese antes un oso panda que él.
Me pregunté si su familia tendría
algo que ver en eso.
Diana se echó a reír de nuevo, negó
con la cabeza y se despidió con un “voy a ver si consigo seguir durmiendo”.
Dicho esto, se dio la vuelta, se agitó el pelo, me dedicó una última mirada y
se marchó.
Cerré la puerta tras ella para
aprovechar ese último vistazo a sus piernas que me proporcionaba el movimiento.
Cuando me volví, tanto mi madre como
mi padre me estaban mirando con una sonrisa en los labios.
-Menudas piernas, ¿eh, hijo?
-Oh, sí-espeté sin siquiera pararme
a pensar en ello, en lo que estaba a punto de hacer, la movida que acababa de
buscarme por mi putísima incontinencia verbal.
-Pues controla esas hormonas-ladró
mi padre; toda sonrisa había desaparecido de su rostro. Mamá alzó las cejas, se
mordió la sonrisa y se fue a sentar en la encimera-. Harry me ha encomendado
UNA única tarea en todo lo que llevamos de amistad. Diana está bajo nuestra
protección. La mía, y la tuya. Protección,
Tom. Debemos cuidar de ella. Nada más. Como la toques, aunque sea un solo pelo,
sin intenciones de hermano, te arranco la cabeza y la pongo de exhibición en la
pared.
-Yo iba a decir que tuvieras
cuidado, pero… tu padre ha sido bastante específico en esto. No tengo nada más
que añadir.
Él asintió en dirección a su mujer,
agradeciéndole el apoyo moral que no había pedido y que no necesitaba en
absoluto.
-Y, otra cosa, ¿con qué cuento le
has ido a tu madre de que yo te he dicho no sé qué?
Si antes se me había encendido la
cara, ahora me ardían tanto las mejillas que seguramente se pudiera hacer una
barbacoa en ellas.
-Yo…
-Déjalo estar, Louis-espetó mamá,
saliendo a mi defensa como la reina de las batallas que era. Puso los ojos en
blanco.
-No, Erika; tú ahora te callas. Te
había cogido una napolitana y un Kinder bueno para que me perdonases, ¿y me
echas la bronca del siglo porque te da la puta gana? Me podías haber dicho
antes que estabas loca, tía. Así le habríamos pedido una paga al Gobierno.
Pero mamá ya no escuchaba, se le
había iluminado la cara.
-¿¡Me has traído una napolitana!?
Papá sólo asintió con la cabeza, y
dio un brinco cuando ella le dio un beso en la mejilla antes de revolver en su
maletín, hasta sacar una bolsa de papel y un paquete plateado. Sacó la
napolitana, la dividió en dos, y me dio el trozo más grande a mí.
-La napolitana era para ti.
-Tommy es parte de mí.
-Pero qué bonito, mamá.
-Deberíamos apuntarlo para que tu
padre lo escriba y se lleve el crédito de todo y gane un puto Grammy y mi
nombre se pierda en el curso de la historia-se llevó una mano a la frente en
gesto trágico. Papá negó con la cabeza, pero sonreía.
-Te voy a escupir en la cara.
-Luego no te quejes si mi disculpa
te parece poco porque la has compartido con el crío.
-¿Tu disculpa? ¿Por qué?-inquirió
mamá, que ya se había metido el último trozo de napolitana en la boca y estaba
chupándose los dedos.
-Por haber tenido que ir tú a por
Diana en mi lugar.
-Oh, y no fui-respondió ella,
sacando la primera barra, rompiéndola con los dedos y metiéndose un trozo en la
boca. Esperó hasta que terminó de crujir entre sus dientes y haberla tragado
para continuar su explicación-. Fue Tommy. Bastante tenía yo ya con recoger a Astrid
y Dan del colegio.
-Vamos a ver-replicó papá, dejando
los cubiertos y levantando la mirada. Se colocó las manos a ambos lados de la
cara-. A ver si lo he entendido yo mal. ¿No has ido a por Diana?
-No.
-¿Y no te ha causado molestia
alguna?
-Hombre… me tocó los huevos que me
lo dijeras a través de Tommy porque sabías que así no te mandaría a la mierda.
Pero por lo demás…
-¿Me estás diciendo…-dijo,
levantándose y con expresión de no entender nada-… que he parado de la que
venía para comprarte una napolitana y un puñetero kínder bueno para pedirte
perdón por algo que finalmente ni te va ni te viene?
-Has parado porque me quieres-sonrió
ella, acercándome la otra barra y robando un pedazo.
-He parado para que no te cabreases.
-Pues no estaba cabreada.
Papá se cruzó de brazos.
Te di la napolitana como señal de
perdón. Devuélvemela.
Mamá se encogió de hombros.
-Acompáñame al baño.
La sonrisa de papá ya lo dijo todo.
-La voy a vomitar, Louis.
Y la desaparición de esta también.
-Puedes quedártela.
Aproveché esa distracción para
escabullirme de la cocina y, sin tener un rumbo fijo antes de calzarme y coger
las llaves, salí a la calle. No fue hasta un instante parado en la entrada de
mi casa, cuando se me ocurrió a dónde podía ir, a dónde debía ir, para contar
todo lo que había pasado esa mañana.
Así que eché a andar, sin decir
adónde iba.
No tardé ni 10 minutos en llegar a
mi destino y llamar a la puerta de casa de Scott; se oyeron gritos dentro; los
Malik se peleaban por ver quién debía abrir la puerta. Finalmente, fue Shasha,
que me sonrió un segundo antes de girarse y gritar: “¡Es Tommy!”. Entré sin
invitación, dado que estaba en mi segunda casa.
Scott bajó corriendo las escaleras
que llevaban al piso de arriba, donde tenía su habitación, me miró un segundo,
asintió con la cabeza y rehízo el camino andado salvando los escalones de dos
en dos.
-Mamá, voy a salir con Tommy.
Sherezade asintió con la cabeza, la
vista fija en una película que estaban echando en un canal desconocido… en un
idioma en el que yo no me defendía muy bien.
-Coge la chaqueta que hace
frío-murmuró distraída, abrazándose las rodillas cuando los protagonistas, de
piel aún más oscura que la de ella, empezaron a jurarse amor eterno a base de
cantar.
-¿Qué veis?
Sabrae, la mayor de las hijas, fue
la única en escucharme. Levantando la mirada, tan parecida a la de Scott, de la
revista que tenía entre las manos y que ojeaba casi con fastidio, puso los ojos
en blanco y murmuró:
-La favorita de mi madre.
Abrí la boca, entendiendo por fin
por qué no apartaban la vista de la televisión y por qué Sabrae tenía la
expresión de querer suicidarse en breves instantes.
Scott bajó como un bólido las
escaleras, me cogió por el cuello, me revolvió el pelo y me arrastró así, casi
sin dejarme respirar, hasta la puerta.
Fue cruzar el umbral del hall y
romperse el hechizo que ataba los ojos de la señora Malik a la caja tonta. Dio
un brinco y nos miró con la expresión de quien se encuentra un tigre de bengala
en su dormitorio en pleno Manhattan.
-¿Adónde vais?
-Por ahí-respondimos los dos a la
vez. Ella asintió con la cabeza, volvió a la película, y terminó por espetar:-.
Ve y avisa a tu padre.
Scott puso los ojos en blanco, me
dejó ir, y fue a una habitación cuya puerta se encontraba debajo de las
escaleras para subir al primer piso. Le seguí.
Entró sin llamar al santuario de
Zayn. Era impresionante lo bien insonorizada que estaba aquella sala: una
música atronadora golpeaba las paredes y te taladraba los oídos apenas habías
abierto la puerta.
Acostumbrado a que nadie le oyera
llegar, Scott se dirigió directamente a los altavoces y los apagó.
Zayn se giró al instante, como
esperando aquel momento, con el ceño ligeramente fruncido y una máscara
tapándole la boca y la nariz. Se golpeaba despacio la barbilla con un bote de
spray de color negro, sin saber qué hacer a continuación, ni qué trazado seguir
en su obra maestra.
-¿Qué os pasa?-fue la única pregunta
que obtuvimos. Scott le dijo que nos íbamos a dar una vuelta mientras yo
estudiaba la pared, en la que un calamar gigante y de aspecto amistoso alargaba
los tentáculos hacia una criatura muy parecida a una sirena, cuyo contorno no
estaba acabado, aunque seguramente no llevaría sujetador. Mejor.
-Bien, bien. Pasadlo bien. Volved
para la hora de la cena-dijo, volviendo a colocarse la máscara y agitando el
bote de manera que sonase casi como una maraca cuyo único inconveniente era
tener un solo grano de arroz en su interior-. ¿Te quedas a cenar, Tommy?
-Tengo a Diana en casa.
Zayn asintió, con la mano a medias
de levantar. Volvió a bajarla y estudió el bote.
-¿Cómo está?
-Está bien.
-¿Está bien, o está buena?-inquirió,
alzando las cejas y sonriendo, claro que no le vi la sonrisa, sino que la
traduje de cómo se le achinaron los ojos.
-Las dos cosas-confesé. Él asintió.
-Casi todos en la banda tenemos
buena genética. Gracias a Dios, tú saliste a tu madre-sacudió la cabeza y se
echó a reír.
-¿Debo irle con el cuento a mi
padre?
-Oh, ya lo creo que debes irle con
esas a Louis. Hace tiempo que no nos peleamos; ya va siendo hora. Me estoy
sintiendo desplazado.
Scott y yo sonreímos, Zayn hizo un
gesto con la cabeza a modo de despedida y se acercó a la pared.
-¡Pero vuelve a encender la música,
crío de mierda!-ladró a través de la puerta abierta un segundo antes de que el
escándalo volviera a gobernar la casa y Sherezade bramara con toda la fuerza de
sus pulmones:
-¡Cierra la puta puerta, Zayn!
Sus órdenes se obedecieron al momento,
justo cuando nosotros también salíamos de la casa.
Apenas habíamos llegado a la calle,
Scott se interpuso en mi camino, alzó las manos y espetó:
-¿Cómo de buena está Diana?
Y pasé a contárselo todo, resumiendo
más las partes en las que me lanzaba miradas envenenadas por detenerme en
nimiedades (lo cual se tradujo, precisamente, en la llegada a casa, la
conversación con mi madre y el viaje hasta el aeropuerto) y ordenándome ser más
explícito en los momentos que se volvían más interesantes (esto es, a partir de
que llegase ella). Desde la presencia de la americana, no me dejé nada (aunque pasé
de puntillas por la bronca de mis padres y me regodeé en el momento en el que
se me había echado encima, prácticamente).
-Vale-comentó él cuando por fin
terminé, llevándose las manos unidas, como si rezara, a la boca y pestañeando
despacio, asimilándolo todo-.Me estás diciendo que no hay diosa más bonita que
ella; que las reinas por las que se libraron guerras en el pasado eran feas
comparadas con ella. ¿Cómo sé, y perdona que sea tan gilipollas, que no lo estás
exagerando todo para que tenga envidia de que te hayan metido una diosa griega
en casa mientras yo estoy encerrado con las imbéciles de mis hermanas?
-Compruébalo por ti mismo; es de
Diana Styles de quien estamos hablando.
Sacó el móvil a la velocidad de la
luz y entró en Google. Cada exclamación que daba mirando una foto hacía que me
creciera más en mi importancia.
-Está buenísima, tío. Es pecado no
follártela, especialmente teniéndola en casa. Y si ella te tira los trastos y
encima pasáis tiempo juntos…
-Pero no puedo, tío-gruñí, dándole
una patada a una pobre piedra cuyo único error en la vida había sido,
precisamente, estar allí-. Mi padre me matará.
-¿Y? ¿No merece la pena dar tu
patética existencia por un polvo con una diosa así? Venga, T. Fóllatela. Que te
quiten lo bailao’.
-No, joder. Nadie se la va a tirar.
Y tú tampoco-aseguré, atravesándolo con la mirada. Alzó las cejas.
-No me quites libertades; estamos en
un país democrático. Además, tú la has cazado primero.
-Yo no he cazado a nadie…
-Y lo respeto-aseguró, alzando las
manos-. Además, joder, ¿sabes qué supera a una pelirroja?
Me hubiera quedado plantado allí
mismo de no ser porque estábamos hablando de Scott. Nada de lo que él me
pudiera decir, fuera de quien fuera, me haría daño.
-¿Qué?
-Una rubia, hermano-me dio un codazo
en plenas costillas mientras en mi cabeza resonaba una palabra: “gilipollas”.
-Diana no es rubia-le corregí,
volviendo a echar a andar y obligándolo a que me siguiera.
-¿Y cómo lo sabes? ¿Acaso ya has
pecado y no me lo has querido decir para hacerte el interesante? Cabrón con
suerte, todo te toca a ti, todo…
-Porque ni Noemí ni Harry son
rubios.
-A mí no me vengas con lógica
inductiva, chaval. Eso no cambia nada. Ni el hecho de que te hayas metido ya
entre esas piernas kilométricas.
-Eres gilipollas.
-Me hieres en mi orgullo de mejor
amigo; creía que estábamos destinados a seguir con el legado Zouis de vuestros
padres. Pero ya veo que no te importo nada-se dejó caer trágicamente en un
banco, con la mano en la frente.
-A veces me pregunto por qué somos
amigos, Scott.
-Porque soy adorable-replicó él.
-La mitad del tiempo me caes mal.
-Yo no te soporto el 97%.
Nos miramos y nos echamos a reír; él
se levantó y nos dimos una palmada en la espalda.
-Vamos a beber algo, tío. Hablar de
reinas persas rubias me ha dado sed.
Y me arrastró por la calle hasta
meternos en el bar al que íbamos siempre con los demás, mientras yo me
preguntaba cuánto tiempo aguantaría con Diana susurrándome en un oído lo que
iba a hacerme, y con Scott susurrándome en el otro lo que debía a hacerle yo.