domingo, 17 de diciembre de 2017

Primavera.

Decidí no responder al empujón de Kendra porque eso era lo que ella quería: un poco de pelea para que, con suerte, se me cayera el poco helado que me quedaba en la tarrina y así tuviéramos que volver a rodear el estanque del panque y acercarnos al pequeño puesto de yogur helado, batidos y crepes. Le saqué la lengua mientras daba un salto hacia atrás y ella tropezaba con el bordillo y casi se caía al suelo, mientras Amoke y Taïssa se reían a mandíbula batiente al ver la cara de furia de nuestra amiga.
               A ella todo lo que fuera comer le venía genial y le parecía poco; tenía la constitución de un cervatillo y un estómago sin fondo, pero yo me estaba quedando sin dinero, los pantalones estaban empezando a apretarme, y, además, me sentía tremendamente torpe debido al pedazo de sandía que nos habíamos comido hacía una hora, el cual me había terminado más por orgullo que por hambre o, siquiera, gula.
               -¡Sabrae!-protestó, Kendra, trastabillando y mirándose los playeros para asegurarse de que no se le habían ensuciado más de lo que ya estaban. Llevábamos toda la semana aprovechando el final de las vacaciones, sentándonos en los bancos del parque a contemplar a los niños pasear con sus madres, o tirándonos en el césped a disfrutar del sol mientras los patos y los cisnes se nos acercaban y trataban de robarnos las mochilas, creyendo que teníamos bolsas de pan dentro.
               La culpa de la conducta criminal de los animales la teníamos un poco nosotras, vale, porque siempre nos acercábamos al estanque a tirarles un puñado de migas antes de seguir nuestro camino.
               -¡Has empezado tú!-le recriminé, metiéndome en la boca otra cucharada de mi helado de frambuesa.
               -Momo, ¿qué tal vas con lo de ir de compras el jueves?-preguntó Taïssa, girándose hacia Amoke, que en ese momento lamía el vasito de cartón de su helado de chocolate blanco. Amoke se encogió de hombros.
               -Ahí vamos; todavía no he conseguido convencer a mi madre. Dice que deberíamos haber ido antes, cuando todavía estuvieran las rebajas.
               -Pero, ¡si no vamos a comprar nada!-protestó Kendra.
               -Algo siempre cae-respondí yo, riéndome.
               -¡Porque tú nos lías! Liante, que eres una liante, Sabrae.
               -¿Qué culpa tengo yo de que me llevéis siempre a las tiendas con la ropa más bonita? Si fuéramos a esas tiendas aburridas de diseño, no os tendría que convencer para que comprarais algo conmigo y no sentirme mal yo, porque a mí no me apetecería comprar nada-me encogí de hombros.
               -El caso es que ya fuimos hace dos semanas y no le da la gana de adelantarme la paga para que podamos ir por el centro.
               -Podríamos poner un poco de dinero nosotras-sugirió Taïssa, y Amoke negó con la cabeza.
               -No, que luego os lo tengo que pagar con intereses.
               -¡Hombre! ¡A ver si te crees que somos una ONG, o algo por el estilo!-se burló Kendra.
               -¿Mañana vamos al cine?-quise saber yo-. Es el día del espectador, y podemos aprovechar para no cenar. Cogemos un cubo de palomitas de esos gigantes, y…
               -¿Ves, Saab?-rió Momo-. Ya lo estás haciendo otra vez.
               -¿Qué estoy haciendo?-respondí, dando una patada a un guijarro con fingida inocencia.
               -Vendernos la moto.
               -No es una moto, Momo, por dios-puse los ojos en blanco-. Sólo son palomitas.
               -Podéis comprarlas entre las tres-respondió Taïssa-. A mí mi madre me echa la bronca si llego a casa y no ceno.
               -Pues cena-zanjó Kendra.
               -No soy un agujero negro de comida como tú, Ken.
               -Soy una persona activa, necesito comer para mantener la energía-discutió Kendra.
               -Tú lo que tienes es a una fábrica de duendes en el estómago, porque si no, no se explica que comas tanto-respondí, y Amoke se echó a reír.
               -¿Podemos dejar de hablar de comida, por favor? Me está dando un hambre que me voy a morir aquí mismo, y a ver dónde me enterráis-protestó Kendra, echándose una mano con gesto tétrico a la cara, y todas nos echamos a reír.
               Nos detuvimos en el otro extremo del estanque, a los pies de un pequeño montículo sobre el que se asentaba una especie de cenador con un techo abovedado al que accedías subiendo unas escaleras. En las fiestas del barrio o de Londres, aquel espacio servía de escenario para las orquestas que eran llamadas a tocar allí. De normal, lo más común era que estuviera ocupado por niños jugando a la pelota o por adolescentes haciendo cosas de adolescentes, riendo y fumando y metiéndose los unos con los otros.
               Protesté cuando sugirieron sentarse en el césped porque no quería ensuciarme los pantalones vaqueros, de un precioso tono azul claro que casi se ensuciaba de verlos, a lo que Taïssa respondió que podía quitármelos, que no habría mucha diferencia.
               -Tú lo que tienes es una envidia que te mueres-le dije,  sacándole la lengua, tirando inconscientemente un poco de los shorts para que me cubrieran un milímetro más de piel en los muslos antes de ceder y dejarme caer con un golpe seco. Me aparté el pelo de los lados de la cara y me afané en terminarme la tarrina, que dejé en el suelo, a mi lado, mientras Kendra dejaba que Taïssa le hiciera trenzas en el pelo con sus trenzas minúsculas.
               El ritual era siempre el mismo cuando nos sentábamos en algún sitio: Kendra se echaba el pelo por detrás de los hombros, apartando de sí las minúscula trencitas de un precioso color lila, y dejaba que Taïssa hiciera lo que le apetecía con su melena sometida. Y Amoke y yo siempre recordábamos cómo habíamos ido a casa a pedirles a nuestras madres que nos dejaran el pelo así, como lo tenía Kendra, y lo rápido que habíamos cambiado de idea cuando nos habían dicho que podríamos perder nuestros rizos.
               Lo más que soportaba hacerle a mi pelo yo era ponerle un par de trenzas para poder controlarlo. Ni loca renunciaría yo a mis rizos, con lo preciosos que eran y el mimo que había puesto mamá en cuidarlos cuando yo era más pequeña.
               Jamás olvidaría cómo nos sentábamos delante el ordenador, con tutoriales de Youtube en los que chicas con un color de piel intensamente negro explicaban a todo aquel que quisiera verlas cómo hacer para cuidar de su melena y hacer que creciera lo más sana posible. Al principio, me había chocado que mamá necesitara ayuda de una muchacha a la que ni siquiera conocíamos, especialmente tratándose de asuntos capilares, pero, cuando le pregunté, todo encajó:
               -Yo tengo el pelo un poco ondulado y tus hermanas lo tienen liso, Saab-explicó mamá mientras recogía un cepillo del pelo-. No sé cómo cuidar tu pelo y no quiero que te quedes sin esos preciosos ricitos tuyos-y, después, el consejo que valía mil libras-. Lo mejor que puede hacer una persona en esta vida cuando no sabe algo, es pedirle que le enseñe a alguien que lo tiene dominado.
               -Ya lo está haciendo otra vez-comentaron Momo, Kendra y Taïssa, mirándome. Me giré y fruncí el ceño.
               -¿El qué?
               -Toquetearte el pelo y morderte el labio así-respondió Taïssa.
               -Seguro que está perdida en los ojos verdes de Hugo-se rió Amoke, tirándose por el suelo y fingiendo un suspiro. La salpiqué con mi helado.
               -¡No estoy pensando en Hugo! ¡Qué pesadas sois!
               -¿Y si lo invitamos mañana al cine?
               -No vamos a invitar a nadie al cine-zanjé-. Iremos las cuatro, como siempre.
               -En la oscuridad, podéis jugar a ser mayores-provocó Kendra.
               -¿Qué significa eso?
               Kendra sacó la lengua y la movió a toda velocidad fuera de su boca.
               -¡Ew!-protestó Taïssa, empujándola.
               -¡Cochina!-recriminó Amoke.
               -¡Seguro que ni siquiera sabes lo que eso significa!-me eché a reír, y Kendra se encogió de hombros.           
               -¿Qué más dará lo que signifique? Lo que sí sé con seguridad es que te harías pis encima si ahora mismo cogiera tu teléfono y le mandara un mensaje a Hugo preguntándole si se apunta a un plan de cine y palomitas.
               -Sabrae ya no va a querer palomitas-discutió Amoke-, se lo va a comer a él.
               -¿Qué tal tú con Nathan, por cierto?-la pinché, y Amoke se puso colorada y no dijo nada más. Kendra y Taïssa se cebaron con ella mientras yo me terminaba mi helado, me apoyaba en las palmas de las manos y contemplaba el parque.
               Mentiría si dijera que éste no era mi sitio favorito en varios kilómetros a la redonda, y todo gracias a que en medio del parque había una explanada en la que los chicos solían venir a jugar al fútbol. Encontraba un secreto placer en quedarme mirando los movimientos de todos ellos, sincronizados a la perfección, como si fueran pequeños pájaros en una bandada inmensa que parecía tener conciencia propia, y se retorcía en el aire cada otoño, emigrando hacia el sur, trayendo consigo el frío y el invierno, arrastrando las estaciones a golpe de sus diminutas alas, que no se distinguían a la hora de volar.
               Me gustaba mirarlos y me gustaba mirarle a él, con su pelo oscuro, casi negro, sus ojos de un ligero tono verdoso que me recordaba a la hierba recién cortada, su piel ligeramente bronceada después de cada verano, gracias a las vacaciones y los fines de semana en los que, según me habían dicho, le gustaba meterse en el agua y no salir en todo el día, mucho después incluso de quedarse arrugado como una pasa.
               Hugo se había mudado con sus padres a Londres hacía dos años, y se había incorporado a clase a la semana siguiente de que empezara el curso. Le habían sentado en la parte de atrás y al principio había sido el chico misterioso, nuevo y raro que no hablaba con nadie y no parecía tener interés en todos nosotros. Alguien empezó a hablar con él, consiguió sacarlo del cascarón, y hacer que mi atención se fijara en su mirada penetrante e increíblemente cálida.
               Me sentía como si ya lo conociera, y a mí me encantaban las cosas que me resultaban familiares.
               Era guapo, listo, inteligente y buena persona. Ayudaba a todo aquel que lo necesitara y se ofrecía voluntario para hacerle favores a los profesores, como ir a por tizas, a por un borrador o pedir el mando del proyector para encenderlo y ver un documental (claro que, siendo justos, a todos nos apetecía salir de clase para hacer favores, pero tenía una manera de levantar la mano tan mona que me daban ganas de llorar).             
               Y creo que yo le gustaba. O sea, le había pillado mirándome un par de veces, y cuando yo había mirado en su dirección, él había apartado la vista mirándome y se había puesto colorado, había mirado a su compañero de pupitre y había esbozado una sonrisa preciosa antes de darle un empujón y decirle que se callara, sólo para mirarme de nuevo por encima del hombro y volver a centrar la vista en la pizarra.
               Me gustaba que me prestaran esas atenciones. Y más que quien me las prestara fuera, precisamente, él.
               Amoke me tiró una piedrecita.
               -¡Eo! ¡Tierra llamando a Sabrae!
               -Desde luego, ¡cómo sois!-me burlé-. No le dais a una tiempo para reflexionar sobre sus experiencias vitales.
               -Tenemos 11 años, Saab, ¿qué experiencias vitales vamos a tener aún?-se quejó Kendra.
               -Chica, habla por ti-respondió Taïssa-. Si tu vida es muy aburrida, pues lo siento, pero las demás podemos perfectamente querer pensar en nosotras de vez en cuanto, ¿no, chicas?
               Asentimos con la cabeza.
               -¿Qué decíais?-pregunté.
               -Que si te hace una visita a mi casa-respondió Amoke-. Podemos sentarnos en el porche a ver una película en el iPad mientras se pone el sol.
               -Depende de la película que queráis ver-respondí-. Niños Grandes no, por favor. A mi tía Eri le daría un infarto si supiera que me dedico a ver esa clase de cine.
               -Adam Sandler era un genio incomprendido en su época de gloria-Taïssa se llevó una mano al pecho.
               -¿Qué época de gloria, Taïs?-preguntó Amoke.
               -A veces me pregunto cómo puedo ser amiga de gente tan tonta que ni es capaz de apreciar el talento de Adam Sandler-la interpelada negó con la cabeza, cerrando los ojos. Nos levantamos después de pelearnos sobre el dichoso actor y finalmente fuimos a casa de Amoke, donde terminamos incluso cenando a pesar de que en un primer momento no teníamos esa intención.
               Pero, claro, la madre de Amoke se ofreció a pedir unas pizzas, y no hay quien se resista a eso.
               Estaba anocheciendo, con el cielo pintado de un precioso color anaranjado, cuando decidimos regresar a nuestras casas. Kendra y Taïssa se marcharon juntas, ya que vivían cerca de la casa de mi mejor amiga y, precisamente, en dirección contraria a donde lo hacía yo. Menos mal que la madre de Amoke sugirió que debían acompañarme hasta casa, cosa que agradecí enormemente. Sabía que mamá se enfadaría si se enteraba de que andaba yo sola por el barrio cuando estaba oscureciendo.
               -¿Estás segura de que no quieres invitar a Hugo al cine mañana?-inquirió mi amiga en tono lastimero. La miré.
               -Es que no me apetece que Kendra y Taïssa estén todo el rato tomándome el pelo con él cerca, Momo. Además, si voy al cine, es para estar con vosotras y ver la película, y no sé si ellas me dejarán si finalmente le invitamos a venir. Y no quiero que se me note-añadí en voz baja, mirándome los pies. Amoke asintió, abatida.
               -Es sólo que… se me había ocurrido que podíamos invitarlos a todos. A sus amigos, quiero decir. Creo que Nathan ya ha vuelto de sus vacaciones-explicó, y yo me la quedé mirando. Amoke y yo estábamos tan conectadas espiritualmente que incluso nos habían empezado a gustar dos chicos que resultaban ser mejores amigos, inseparables, casi al nivel de mi hermano y de Tommy-. Pero entiendo que no quieras…
               -Amor, si te apetece verlo-respondí, poniéndole una mano en el hombro-, mañana mismo le mando un mensaje invitándole a ir con nosotras. Y no te preocupes: le diré que se traiga a sus amigos.
               -¿Harías eso?-respondió Amoke, sonriendo.
               -¡Claro que sí!-le di un abrazo y le acaricié la espalda, me perdí en el aroma a acondicionador afrutado de su pelo. Ella se estrechó contra mis brazos y se quedó así unos segundos; tantos, que su madre se detuvo y frunció el ceño, preguntándose por qué nos despedíamos tan pronto.
               El abrazo se rompió un segundo antes de lo que yo esperaba, con un comentario de Amoke que me dejó fuera de sitio durante un latido de corazón.
               -¿Ese no es tu hermano, Saab?-preguntó, y yo me giré en el sitio, preguntándome a qué el tono de sorpresa de mi amiga, cuando estaba claro que mi hermano vivía en mi casa (por algo éramos familia). Scott  había salido con Tommy y el resto de sus amigos, como llevaba haciendo todo el verano y solía volver la mayoría de las veces después de cenar. Así que, ¿a qué el tono de sorpresa de Amoke al preguntarme si el chico que venía por la acera contraria era, efectivamente, Scott?
               Todas mis preguntas se borraron de un plumazo cuando me volví y le vi acompañado por una figura que no era la más familiar del mundo, la de Tommy, sino por otra muy diferente a la que yo no había visto nunca.
               Venía con una chica.
               Y venían cogidos de la mano.
               Me quedé clavada en el sitio, observando con estupefacción y un cierto sentimiento de traición en el pecho, cómo Scott se giraba, le sonreía a la chica y le daba un beso en los labios tan prolongado que, de haber mantenido el aliento mientras sus bocas se juntaban, habría caído desmayada.
               El mundo empezó a dar vueltas a mi alrededor con el horrible pensamiento y la terrible comprensión repentina de que yo ya no era el centro del mundo de mi hermano, ni su chica favorita en el mundo, ni… ni la chica a la que él más quería.
               Porque él no me sonreía como le sonrió a aquella muchacha desconocida, de pelo dorado y manos mimosas, que se negaban a separarse de las suyas por mucho que él insistiera, desganado y poco convencido, en que tenía que marcharse.
               Se dieron un último piquito de despedida, ella asintió con la cabeza, agitó la mano en dirección a Scott, y se perdió por entre las casas, mientras Scott la observaba con las manos en los bolsillos de los vaqueros y una expresión tan sonriente que me hizo sentirme hasta enferma, por sentirme tan mal al verle a él tan feliz.
               Finalmente, después de un angustioso instante, Scott se dio la vuelta y echó a andar en dirección a casa, sacándose el móvil del bolsillo y concentrándose en su pantalla.
               -Niñas-reclamó la madre de Amoke, y todavía no sé cómo conseguí echar a andar. Amoke no dijo nada, notando la tensión que manaba de mi cuerpo y lo confusa que estaba. Scott y yo nos lo contábamos todo, o, por lo menos, lo más importante; ¿por qué me habría ocultado que se besaba con una chica?
               Me sentía traicionada y engañada a niveles a los que nunca me creí capaz de llegar.
               Se suponía que iba a tomar el postre en mi casa (ese momento era sagrado, y más cuando había postre casero, que mamá se afanaba en preparar los fines de semana y en vacaciones), pero me sentía tan extraña que mentí y dije que había tomado un helado, que no tenía hambre y que me iba a ver la tele mientras los demás comían.
               -¿Estás bien, mi amor?-preguntó papá, preocupado, mientras mamá me ponía una mano en la frente y comprobaba que no me había puesto enferma. Scott me miraba desde el otro lado de la mesa, preocupado pero no demasiado, ajeno completamente a que le había pillado con las manos en la masa.
               Sabía que nos habíamos distanciado un poco, últimamente él estaba muy insoportable y saltaba a la mínima cosa que le dijeras, pero de ahí a que no me contara algo tan importante como que le gustaba una chica y a ella parecía gustarle él… me daban ganas de llorar. Me abracé a mi cojín y me concentré en la televisión, viendo sin ver realmente un reality sobre decoración de tartas.
               No abrí la boca en toda la noche, sumida en mis pensamientos, aun sabiendo que eso preocuparía a mis padres y odiándome tremendamente por eso. Cuando se terminó la película que habíamos puesto, una sobre un toro español que se negaba en redondo a participar en las corridas de toros, me levanté en silencio, les di un par de besos a mis padres y subí con mis hermanos a lavarme los dientes. Shasha me contemplaba a través del reflejo del espejo, mientras que Duna luchaba por mantener los párpados abiertos, y Scott no dejaba de mirar el móvil, así que no pudo ver mi desolación.
               Nos despedimos de Duna, a la que arropamos y dimos muchos besos, y cada uno se fue a su habitación. Shasha cerró la puerta después de inclinarse a darme un beso y yo esperé en la puerta de la mía, mientras Scott entraba en la suya, ajeno a todo y a todos. Dejó la puerta abierta, cosa que yo interpreté como una señal para acercarme. La empujé con los nudillos, procurando hacer el mayor ruido posible para que él supiera que yo estaba ahí.
               -¿Scott?-susurré, y él apartó el móvil para poder mirarme. Se frotó la cara, mordisqueándose el piercing al que ya nos habíamos acostumbrado todos, a pesar de que no llevaba con él ni un año. Me percaté de que no se había puesto el pijama.
               -Hola, Saab. ¿Me he olvidado de darte un beso?
               Algo en mi interior se revolvió, sacando a relucir una pequeña fuente de alivio.
               -Sí-susurré, y él se incorporó y se estiró para depositar un sonoro beso en mi mejilla.
               -Lo siento, pequeña-se disculpó, y me dio un par más, a modo de propina y compensación. Me estremecí interiormente, reproduciendo en bucle la última palabra, pequeña.
               Yo era su pequeña y toda la vida lo sería, me dije para mis adentros. A mí era a la que le contestaba con un cariñoso “es cierto, pequeña”, cuando le preguntaba hasta dónde me quería, él señalaba algún objeto cercano, y yo me reía y respondía que no, que me quería hasta, por lo menos, por lo menos, la Luna.
               -Es cierto, pequeña. Hasta Júpiter, nada menos-respondía él, cogiéndome en brazos y cubriéndome de besos, cuando sólo éramos dos, éramos tres o éramos cuatro. Hasta Júpiter, hasta Saturno, mucho más lejos, siempre, pequeña.
               -Es que estoy un poco cansado-explicó, volviendo a frotarse la cara. Asentí con la cabeza y me senté a los pies de su cama. Quizás estuviera esperando ver hacia dónde iban las cosas con esa chica para decirme quién era.
               -Yo también-admití-. ¿Qué has hecho hoy?
               Scott se encogió de hombros.
               -Nada especial. Estar con los chicos, ir a tomar algo, cenar donde Jeff, cosas así.
               Esperé a que la mencionara. Esperé más de lo que espera alguien que no sabe lo que ocurre, que no es consciente de que su interlocutor le oculta algo.
               Pero no lo hizo. No dijo una palabra sobre ella, ni sobre su nombre, sus manos buscándole o sus labios unidos a los de él.
               -¿Y tú?-preguntó, y yo di un débil brinco.
               -¿Yo? Eh… nada. Hemos ido por el parque, dando vueltas. Comimos sandía y un helado.
               -Suena guay.
               -Sí. ¿Tú no has hecho nada más?
               -No-respondió sin dudar.
               -¿Seguro?
               -Ha sido un día normal-se encogió de hombros. Yo fruncí el ceño-. ¿Qué pasa, Saab?
               -Nada. Es que…-pensé en decírselo, pero, ¿para qué? Me haría daño decir en voz alta que sabía que me estaba mintiendo. Y seguramente él lo negara. Estaba distinto. Llevaba un tiempo distinto. Él no me habría ocultado algo así. Scott, no.
               Pero lo estaba haciendo.
               No me gustaba el nuevo Scott.
               -Nada-reiteré, encogiéndome de hombros, suspirando, levantándome y saliendo de su habitación. Scott me miró con gesto preocupado.
               -¿Saab?-pidió, y yo me volví hacia él, patéticamente esperanzada-. ¿Puedes cerrar la puerta cuando salgas?
               Asentí con la cabeza, abatida, e hice lo que me pedía. Me tumbé en la cama, cogí el teléfono móvil y abrí Telegram. Les conté a las chicas lo que había visto y todas intentaron tranquilizarme, decirme que seguro que estaba sacando las cosas de contexto, que puede que esa chica no fuera más que uno de esos rollos que tenían los mayores y que carecían de importancia, y por eso Scott no había creído relevante hablarme de ella a mí.
               Pero, cuando apagué la luz y dejé el móvil encima de la mesilla de noche, Scott todavía estaba conectado.
               Y Tommy, hacía quince minutos, se había ido a dormir.


Al cabo de unas semanas, sucedió. Mamá y papá ya me habían advertido de los cambios de mi cuerpo, de cómo poco a poco me iría acercando más a las curvas de mamá y abandonaría la figura más estilizada de mi niñez. Incluso lo había notado a la llegada del verano, cuando mis pechos eran lo suficientemente grandes como para rellenar y hacer que esos bikinis tan preciosos que se ponían las modelos me quedaran bien, me favorecieran cuando antes, lo único que hacían, era lucirse sobre un cuerpo que simplemente no daba más de sí.
               Me hablaron de los cambios que iba a experimentar en los primeros meses del año, en el mismo momento en que a Scott le dieron la segunda de las charlas que los padres nos debían a los hijos.
               Por suerte, mi charla con mis padres no fue tan difícil y extraña como la de mi hermano, a quien básicamente le dijeron que ni se le ocurriera hacer nada con una chica (o chico) sin usar protección y asegurarse de que ella (o él) estaba cómodo y a gusto y lo quería igual que lo podría querer mi hermano.
               No, la conversación con mis padres fue mucho más poética, aunque supongo que tenía que ver bastante el hecho de la trascendencia de lo que tenían que contarme. Scott fue a buscarme a mi habitación, consternado y cohibido por las expresiones utilizadas por mi padre (desde aquella exhibición de retórica, mamá le hizo prometer que nunca hablaría de sexo con nosotras delante si ella no estaba también), y me dijo que mamá y papá me esperaban  en el comedor, donde la luz del sol tímido de invierno bañaba sus siluetas sentadas a la mesa.
               Mamá fue la que habló, quizás porque ella había experimentado aquel momento por el que yo estaba pasando en sus propias carnes, o puede que porque papá, a pesar de haber estudiado literatura y vivir de los juegos de palabras y la poesía que podía hacer, sencillamente era incapaz de hablar de estas cosas sin ponerse a balbucear o a decir burradas que terminarían por asustarnos incluso de lo que sucedía bajo nuestra propia piel.
               Mamá habló con una entusiasmo y una emoción difíciles de contener en su voz, en un tono muy diferente a como solía hacerlo cuando uno de sus hijos era requerido a una conversación privada con nuestros padres.
               -Seguramente ya hayas empezado a notarlo y quizás sea un pelín tarde para hablar de esto ahora, Saab-me cogió las manos mientras se sentaba a mi lado, con papá asintiendo detrás de ella. Si por él fuera, yo me quedaría siempre como su eterna niñita mimosa y tremendamente consentida, a quien nadie en esa casa le podía decir que no, y jamás pasaría por esa etapa de jovencita contestona y rebelde que estaba condenada a vivir sin remedio-, pero hemos decidido esperar un poco para saber exactamente qué decirte-mamá me acarició el pelo, emocionada-. Verás, muy pronto tu cuerpo empezará a experimentar una serie de cambios que te sacarán de la niñez en la que has vivido y te irán acercando, poco a poco, a la mujer que estás destinada a ser: una mujer fuerte, independiente, lista y preciosa que hará que tu padre y yo nos sintamos orgullosos de ella con cada paso que da.
               -Que ya lo estamos-puntualizó papá. Mamá le miró, agradecida.
               -Exactamente, ¡ya lo estamos! Pero lo que cuenta es que estás entrando en una etapa increíble de tu vida en la que quiero que entiendas lo que te está pasando en aras de poder disfrutarlo. Estás dejando de ser una niña, ya hablas con mucha más madurez y haces preguntas más sensatas que nos es más difícil contestar-me pellizcó la mejilla y yo sonreí con timidez-, pero aun así todavía tienes el cuerpo de una niña. Empezarás a cambiar, Saab. Y quiero que sepas que no va a ser a mal. Puede que te sientas confundida y sola, pero nosotros estaremos aquí, apoyándote en todo lo que necesites.
               -Vale.
               -Los cambios van a ser tanto por dentro como por fuera. Ahora mismo, eres como una sala de juegos, y te vas a convertir en una casa, para lo cual hay que deshacerse de algunas cosas y adquirir otras, reformar la fachada y el interior. ¿Lo entiendes?
               -Creo que sí.
               -Ya sabes cómo va, te lo han explicado en el colegio-mamá me sonrió-. Te crecerán los pechos, se te redondearán las caderas y te empezará a salir pelo.
               -¿Y si yo no quiero que me salga pelo? Me gusta como estoy ahora. Tengo las piernas suaves.
               -Eso se puede remediar, pero sólo si tú quieres, cariño. No dejes que nadie te diga lo que puedes o no puedes hacer con tu cuerpo, ¿me has entendido?-inquirió mamá, yo asentí con la cabeza-. Bien. Puede que te apetezca empezara maquillarte, y pronto podrás, pero sólo si me dejas ir contigo a comprar los productos y nos aseguramos de que no le hacen nada a tu preciosa piel, ¿de acuerdo?
               -Sí.
               -Y tendremos que ir a por ropa nueva, más bonita que la que ya tienes.
               -¡Eso me hace ilusión!
               -A mí también, mi niña-mamá esbozó una sonrisa de felicidad-, ya verás lo bien que nos lo vamos a pasar tú y yo, hablando de un montón de cosas de las que ahora no te apetece hablar aún.
               -A mí siempre me apetece hablar contigo, mamá-respondí.
               -Bueno, pero no es lo mismo-me apartó un mechón de pelo del hombro-. Ahora ismo estás en la primavera de tu vida, a punto de convertirte en esa mujer que te hemos dicho que vas a ser. Y las mujeres también se hacen por dentro-explicó mamá, llevándose una mano al pecho-, no sólo por fuera. Vas a sentir un montón de cosas, puede que te sientas un poco confusa… pero es normal, créeme. Hay un montón de emociones que todavía no sabes que existen. Y cuando llegan por primera vez, pueden ser como el choque de dos trenes.
               -¿Qué cosas?
               -Tu propia existencia. Y deseo. Mucho deseo.
               -Van a empezar a gustarte los chicos-explicó papá.
               -O las chicas-matizó mamá.
               -O ambos-puntualizó papá, y ella volvió a mirarle con una sonrisa en los labios.
               -Vas a desear y vas a ser deseada-me dijo mamá-, y eso está bien, ¿vale? Ser una chica con una sexualidad no es algo malo, por mucho que los demás intenten decirte lo contrario. Sabrae-me tomó de la mandíbula para asegurarse de que la miraba-. Jamás pidas perdón por ser una mujer, con todo lo que eso conlleva. No tienes que rendir cuentas ante nadie de lo que haces con tu cuerpo, más que contigo misma.
               -Está bien.
               -¿Me lo prometes?
               -Te lo prometo-sonreí, tendiéndole el meñique a mamá, que ella capturó con el suyo con una cálida sonrisa.
               -De acuerdo, mi amor. Pues… creo que eso es todo. ¿Te he dicho que tu padre y yo estamos aquí para responder a todas las preguntas que tengas?
               -Sí.
               -Vale. Puedes irte…
               -Te dejas lo más importante-rió papá, y mamá lo miró.
               -¿Qué?
               -Tu hija está a punto de ser fértil-respondió, y yo fruncí el ceño, sin comprender… hasta que caí. Mamá se dio un toquecito en la frente y puso los ojos en blanco.
               -Cierto, con tanta poética al final me he olvidado de la parte más… mundana, por así decirlo, de ser mujer. Un día de estos, vas a empezar a sangrar. Sabes lo que eso significa, ¿verdad?
               -La menstruación-dije, como si fuera una especie de monstruo del siglo XVIII, moviendo los dedos y las manos, y papá rió entre dientes.
               -Es algo totalmente normal de la vida de una mujer. Y muy bonito, aunque no lo parezca. Muchas veces es un coñazo, lo admito-mamá alzó las manos-, pero imagínate lo que eso significa, mi amor: es la prueba de tu magia, puedes generar vida en tu interior-mamá me tocó el vientre y me sonrió-. Por eso nosotras somos importantes: somos la clave para que todo el mundo funcione. Nosotras creamos el mundo, Sabrae. Somos diosas, cada una de nosotras. Y la regla es el precio que tenemos que pagar por nuestra divinidad.
               Asentí con la cabeza, de repente ilusionada y con ganas de que me viniera la regla ya mismo. Me moría por ser mágica, me moría por convertirme en una mujer… puede que a mamá le hiciera gracia mi entusiasmo y mis ganas por empezar a menstruar, pero, si fue así, no dijo nada. Me dejó vivir en mi mundo de fantasía, dejó que me maravillara con cada minúsculo cambio de mi cuerpo y se emocionó conmigo cuando mi primer sujetador se me quedó pequeño.
               De lo que más ganas tenía de ser una mujer era de tener tetas, y parecía que el cielo me estaba respondiendo a mis plegarias.
               Había sido increíblemente feliz cambiando de sujetadores, aprendiendo poco a poco cuál era más apropiado dependiendo de la camiseta o el tipo de actividad que llevara, casi me daban ganas de llorar de felicidad cuando me veía en el espejo y me gustaba lo que veía: un cuerpo con curvas, que puede que no fuera perfecto, quizás no saliera en las revistas, pero a mamá le gustaba, a mí me gustaba, y me sentía como en casa en ese conjunto de curvas y piel que cada día iba creciendo un poco más.
               Lo único que me sorprendió y de lo que no me había hablado mamá era de las desventajas de empezar a crecer y desarrollarme. Me salieron líneas rojas en los pechos y los glúteos, y, sin entender lo que me sucedía, había ido asustada a ver a mi madre e mismo día en que me las encontré.
               Mamá había fruncido el ceño ante mi preocupación cuando le pedí discreción y que por favor me dijera si me estaba pasando algo malo, y cuando le señalé aquella especie de arañazos que el fantasma invisible de la pubertad estaba dejando en mi cuerpo, ella se echó a reír, divertida ante mi ocurrencia de que tuviera una enfermedad cutánea o algo así.
               -Son estrías, Saab-negó con la cabeza, limpiándose las lágrimas de la risa, que no me habían ofendido en absoluto, sino que incluso me habían relajado algo. Si mamá se reía, era que no era nada grave.
               -¿Estrías?
               -Claro, ¿qué te pensabas?
               -Pero… ¡tus estrías son doradas! ¡Deberían serlo también! ¿O es por mi piel?
               -Las estrías, cuando son nuevas, son rojas, sonrosadas, o puede que incluso un poco moradas. Dependiendo de la zona. Ven-me cogió de la mano y me sentó sobre el sofá de su despacho, al que no habría entrado de haber creído que era una auténtica emergencia. Mamá se quitó la camiseta prestada de papá con la que había estado trabajando ese día y se bajó un poco los pantalones de hacer yoga. A continuación, también se quitó el sujetador-. Mira-dijo, señalando su vientre marcado con líneas doradas en vertical, o saliendo de su ombligo, o dirigiéndose hacia él-. Ésta es de Scott. Shasha-añadió, pasando a una más cercana-. Shasha-repitió-. Scott. Duna-sonrió, acariciando una más pequeñita sobre su cadera-. Y éstas-explicó, señalándose una sobre el pecho izquierdo, justo encima del corazón-, son las tuyas. Son mi vida, Sabrae. Sois vosotros, las marcas que ha hecho mi cuerpo para no olvidarlos (¡como si yo pudiera hacerlo!), como los tatuajes que se hace papá-me acarició la mandíbula-. No dejes que nadie, nunca, te invalide por lo que eres, mi amor. Tu cuerpo es hermoso. Es un arma. Las estrías son las marcas de una guerra de la naturaleza en tu piel-me acarició las mejillas con los pulgares-, tus rayas de tigresa, la muestra de que tu cuerpo es un hogar y no una cárcel. Son tu femineidad, Sabrae-me apartó el pelo de la cara-. Tienes suerte de haber nacido mujer. Alá hace mujeres a sus mejores guerreras, porque sabe que así lucharemos mejor. El mundo está hecho para nosotras, nosotras nos adaptamos más a él, somos más longevas, más maduras, y más inteligentes… pero no se lo digas a tu padre-me guiñó un ojo y yo me eché a reír-. Somos sus diosas, todas nosotras. Nuestras melenas son caricias y nuestras curvas son cunas. Nuestro sexo es el paraíso, tanto para nosotras como para nuestra pareja. En nuestro interior podemos crear vida; con nuestros senos, podemos alimentarla; y con nuestras manos, criarla.
               -¿Y qué pasa si no tenemos hijos, mamá?
               -Si no tenemos hijos, nos queda nuestra piel. Nos queda nuestra forma. Nuestro corazón-me colocó una mano en el pecho- nuestra cabeza-me dio un toquecito en la sien-, y nuestro sexo-otro toquecito en la parte baja del vientre-. Nos queda cada milímetro de nosotras, mi niña, hecho para que lo adoren. Nos queda el mundo entero si no queremos ser madres.
               -Pero tú eres madre.
               -Y me encanta, pero que a mí me encante ser madre no quiere decir que sea menos válido que tú no quieras tener hijos, igual que sucede con que a ti te encante el chocolate blanco y yo prefiera el negro. Podemos probar. No por ser madre eres más mujer, ni por serla serás menos—asentí, escuchando-. Tienes suerte, Saab. De todas las formas que tu cuerpo podría adoptar, te ha tocado mujer. Hay una magia en nosotras tan antigua como el mundo. No dejes que nadie te la quite, no dejes que nadie te persiga por usarla-me acarició las mejillas, inundadas de lágrimas por sus preciosas palabras. Quería tener hijas sólo para poder hablarles así, sentir lo que mamá me estaba haciendo sentir. Especial, única, mágica, divina. Invencible en mi propia vulnerabilidad. Extraordinaria hasta en la última célula de mi cuerpo.
               -Jamás te rindas ante el típico hombre cisgénero, hetero y blanco-añadió, en un tono un poco jocoso, pero más en serio que nunca.
               -¿Y si me enamorara de uno?-pregunté.
               -Eres más lista que eso.
               -Tú estas con un hombre.
               -Sí.
               -Cis.
               -Sí.
               -Hetero.
               -Que yo sepa-se encogió de hombros-. Pero no es blanco-me guiñó el ojo-. Ahí está la clave, Saab. En no buscárnoslos al completo.
               Me había echado a reír y me había abrazado a mamá. Le dije que tenía ganas de que me viniera la regla sólo por ver qué charla me dedicaba, y ella se había reído y había dicho que a ella también le hacía ilusión.
               Pero ese momento llegó con ella fuera de casa, en un congreso al que había ido durante todo el fin de semana. Yo me había encontrado un poco mal el jueves, con unos pocos retortijones que achaqué a haber comido demasiado el día anterior, o quizá a los nervios por algún examen, pero cuando, el viernes por la tarde, después de llegar de clase, recién duchada y lista para pasarme el fin de semana entero viendo películas con mis hermanas o leyendo con mi padre, con todos los deberes adelantados, y fui al baño, me desilusioné bastante, e incluso me preocupé.
               Yo no sangraba marrón. ¿Por qué había ensuciado las bragas de algo marrón y un poco pegajoso?
               Lo examiné en silencio, acercándome la tela a los ojos todo lo que el elástico de la ropa interior me permitía. Algo en mi interior me decía que eso no podía ser otra cosa, pero todo mi entusiasmo se reducía a un único pensamiento.
               Es tremendamente sucia.
               Pensativa, miré en derredor, preguntándome dónde guardaba mamá las comprensas tan necesarias para estas ocasiones. No las encontré después de mucho revolver entre los cajones, y entonces, recordé lo que mis padres me habían dicho: los dos estaban allí para ayudare.
               Bajé las escaleras con unos trozos de papel higiénico sobre las bragas, con miedo a ensuciarlos más, y llamé tímidamente con los nudillos a la puerta de la habitación en la que mi padre se aislaba del mundo, llenándola de graffitis sólo para pintarla de blanco de nuevo cuando la habitación era la mayor obra de arte conglomerada del mundo.
               -¿Papá?-pregunté con timidez, abriendo la puerta. Él se volvió y se quitó la máscara, se pasó una mano teñida de verde por el pelo y me miró.
               -¿Qué pasa, mi amor? ¿Quieres hacer algo?
               -Es que…-me miré los pies, un poco azorada-. Creo que me ha venido la regla.
               Papá parpadeó, asumiendo lo que acababa de decirle.
               -Está bien. ¿Qué necesitas?
               Noté cómo me ponía colorada al admitir que no sabía dónde estaban las cosas en mi propia casa.
               -No encuentro las…
               -¿Compresas? Quizás se hayan acabado. Tu madre tiene esa costumbre-puso los ojos en blanco-, las compra un par de días antes de que le venga, por si hay alguna oferta. ¿Quieres que mire yo?
               Asentí con la cabeza, se quitó la mascarilla, la tiró encima de la mesa con los sprays y salió detrás de mí. Empezó a revolver entre los cajones, sacando cosas que yo no me había atrevido a tocar, y por fin dio con un paquetito minúsculo en el fondo de un cajón. Torció la boca, observando que estaban un poco húmedas por el vaho acumulado de las duchas y la profundidad de su escondite, se me quedó mirando un momento y dijo, cuando yo iba a extender el brazo para coger lo que sostenía entre los dedos:
               -Espera, voy a ir a comprarte unas. No quiero que te pongas esto y estés incómoda.
               -No importa, de verdad…
               -Sabrae-discutió papá-, voy a ir a comprarte compresas, ¿de acuerdo? Espérame tumbada en la cama, si te apetece.
               Así lo hice, no sin antes coger una toalla y ponerla por debajo de mi culo, sólo por si de repente mi organismo se volvía loco y empezaba a sangrar como si me hubieran cortado una pierna o algo así. Siempre me había imaginado que todo esto de la regla era mucho más repulsivo de lo que estaba pareciendo (al margen del color), que te llegaba una marea roja sin previo aviso y tú no hacías más que sentarte y refunfuñar.
               Para cuando volvió papá, la mancha en mi ropa interior no había crecido ni cambiado de tono. Se mantenía allí como una especie de señal de lo que estaba por venir, o una reseña de lo que iba a sucederme a partir de entonces, aproximadamente cada mes.
               -¿Necesitas ayuda?-preguntó después de entregarme el paquetito. Shasha y Duna me observaban desde la puerta de la habitación de la mayor.
               -No. Estaré bien-respondí, sintiendo un leve mareo al pensar en que no era justo que estuviera pasando por esto precisamente el único fin de semana en que mamá no estaba en casa y no podía explicarme exactamente qué me sucedía.
               -Como prefieras, tesoro. Estaré abajo si me necesitas, ¿entendido? Dame una voz y yo vendré.
               -¿Qué le pasa?-quiso saber Scott mientras yo cerraba la puerta.
               -Le ha venido la regla-explicó Shasha, con temor reverencial a pronunciar esa palabra.
               -¡Joder! Así que, ¿ahora nos la pueden preñar?
               -¡Scott!-recriminó papá-. ¿No tienes a ningún amigote de los tuyos para ir a soltarle ese tipo de gilipolleces, que se las tienes que decir a tus hermanas? Un poco de respeto-gruñó, y Scott refunfuñó algo y se metió en su habitación dando un sonoro portazo.
               Me coloqué la compresa, que se parecía a una mariposa con obesidad y un problema de alas cortas, y bajé al piso inferior a tirar a la basura el envoltorio.
               Me quedé mirando las bolsas con comida basura, chucherías y helado que había encima de la barra americana en la que solíamos desayunar. Se me hizo la boca agua automáticamente, y miré a papá, que sonrió.
               -A tu madre le gusta comer gusanitos los primeros días-explicó-, y a mis hermanas les daba por el helado, así que… ¿qué te parece si descubrimos de cuál eres tú?
               -Guay-respondí, sonriente, cogiendo una bolsa de nachos con queso y una tarrina de helado de galletas y chocolate. Papá cogió una bolsa de gominolas y se sentó conmigo en el sofá. Dejó que me acurrucara contra él mientras buscábamos algo para ver en la televisión, y suspiró de satisfacción cuando me apoyé en su pecho y cogí una manta para taparnos a los dos, yo metida entre sus piernas y él con los brazos alrededor de mi cintura, comiendo las cosas que yo le ponía en la boca. Nos terminamos la bolsa de nachos y dejamos a un lado las gominolas para poder centrarnos en el helado, que nos comimos en menos de una hora y nos produjo una panzada que hizo que no me pudiera apenas mover. Papá me cubrió de besos, me acarició la cintura, la tripa y las piernas, y se rió cuando yo me di la vuelta y me abracé a él, pegándome a su torso, con la mejilla sobre su pecho y la oreja en su corazón.
               Cerré los ojos, disfrutando del calorcito de su cuerpo y del suave vaivén de su respiración. Me besó la cabeza y paseó un pulgar cariñoso por mi columna vertebral.
               -Mimosa-sonrió, y yo me acurruqué aún más a su lado.
               -Gracias-le dije.
               -¿Por qué?
               Levanté la cabeza para mirarlo.
               -Por ayudarme.
               -Es mi deber, hija. Y lo cumplo gustoso.
               -Te quiero mucho, papi-ronroneé, cariñosa, dándole un beso en el cuello que a él le supo a gloria.
               -Yo también te quiero, mi reina.
               Volví a acomodar la cabeza sobre su pecho.
               -¿Sabes?-me dijo-. Creo que podré acostumbrarme.
               -¿A qué?
               -A que te venga la regla. Y seas mil veces más mimosa de lo que ya eres, mi amor.

               Solté una risita, me hundí un poco más en su pecho, y me quedé dormida, sintiéndome como me sentía cuando era un bebé y estaba en la misma posición que ahora: calentita, a gusto, tremendamente cómoda, amada y protegida. 

Apúntate al fenómeno Sabrae 🍫👑, ¡dale fav a este tweet para que te avise en cuanto suba un nuevo capítulo! 

3 comentarios:

  1. Me encanta tanto la forma en la que estás desenvolviendo toda esta historia. Ya te he dicho que me parece una idea genial haber empezado a narrar cuando Sabrae era solo un bebé e ir desarrollando todo desde ahí parandote en los momentos más importantes de la vida de toda chica. De verdad que me ha encantado este capítulo. La charla de Ayer ha sido preciosa y Zayn dándole mimos ha sido lo puto mejor. Por último, no puedo esperar a ver el tremendo zasca que le dará Alec a Sher en un futuro.

    ResponderEliminar
  2. AY POR FAVOR PERO SI SABRAE ES LA CRIATURA MÁS TIERNA DEL MUNDO NO SÉ COMO PODEMOS ESTAR EXISTIENDO SIN ELLA, menos mal que existe tua cabeza para bendecirnos con algo como esto porque si no estoy segura que nada en esta vida tendría sentido. ES QUE ES MARAVILLOSA
    Sabrae sintiendose engañada y traicionada por Scott y por su actitud...¿puedes exlicarme porque dijimos que era el rey cuando es idiota? Uffff no puede seeeer
    SABRAE MIMOSA CON ZAYN!!! SABRAE MIMOSA CON ZAYN Y ÉL ENCANTADO CON LA REGLA PORQUE SE PONE MIMOSA!!! SI SON MÁS ADORABLE ME MUERO

    ResponderEliminar
  3. La charla de Sher y Zayn con Sabrae ha sido tan bonita de verdad quiero que sean mis padres

    Ojalá alguien me hubiera hablado sobre mi cuerpo, sobre las estrías y la regla como Sher le habla a Sabrae de ello. ❤
    "Hasta Júpiter, hasta Saturno, mucho más lejos, siempre, pequeña." SI SE QUIEREN MÁS REVIENTAN

    "No dejes que nadie, nunca, te invalide por lo que eres, mi amor. Tu cuerpo es hermoso. Es un arma. Las estrías son las marcas de una guerra de la naturaleza en tu piel." ❤

    "Nuestras melenas son caricias y nuestras curvas son cunas. Nuestro sexo es el paraíso, tanto para nosotras como para nuestra pareja. En nuestro interior podemos crear vida; con nuestros senos, podemos alimentarla; y con nuestras manos, criarla." ❤

    - Ana

    ResponderEliminar

Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤