viernes, 23 de marzo de 2018

Trapecista de precipicios.


Se me hacía cuesta arriba respirar con ella encima de mí, moviéndose así, sometiéndome como si fuera un animal que necesitaba ser domado. Meneaba las caderas en círculos tremendamente lentos y amplios, asegurándose de que cada centímetro de mi piel colisionara con la suya. El roce me volvía loco, pero más su lengua en mi boca, y sus manos en mi cuello.
               Prácticamente me dolía todo lo que me estaba haciendo, porque mi cuerpo apenas era capaz de registrar tanto placer. Sabía exactamente lo que tenía que hacerme para acelerar mi pulso y que me costara tomar aliento, y se aprovechaba de esa sabiduría como el profesor al que le plantean una pregunta particularmente difícil.
               Arrancó un par de gemidos de mi boca mientras mis manos se agarraban a su cintura y la anclaban sobre mi erección. Dejó escapar un suave jadeo y volvió de nuevo a mis labios, los capturó, los mordisqueó, y sonrió en nuestro beso cuando su melena me molestó y se la eché a un lado.
               Me incorporé hasta quedar sentado debajo de ella, que me mordisqueó el labio inferior, satisfecha, sabiendo lo que venía a continuación, y continuó agitando las caderas, esta vez con el mismo más acelerado.
               Me puse tenso entre sus piernas y la pegué más contra mí. La miré a los ojos un momento mientras decidía qué hacer a continuación. Me di cuenta de que no me bastaba con acariciar sus pechos, necesitaba probarlos. Así que bajé la cabeza y hundí la cara en su busto, abriendo la boca y pasando la lengua lentamente por uno de sus pezones. Ella clavó los dedos en mi nuca, las uñas se hundieron en mi piel, mientras yo rozaba esa parte tan sensible con los dientes.
               Se echó a temblar, la señal que yo necesitaba. Traté de controlarme con todas mis fuerzas, pero había cosas que escapaban a mi dominación. Es por eso que separé la boca de sus pechos y volví a su lengua: temía herirla.
               No porque ella fuera a rechazarme si yo le hacía daño.
               Era porque pronto tendría que irme, y si mezclábamos dolor y placer, los dos sabíamos que no habría quien nos separara hasta el siguiente amanecer.
               Jadeó mi nombre cuando le sostuve la cara entre las manos y la miré a los ojos con intensidad, leyendo todas y cada una de sus intenciones. Se quedó muy quieta, dejando que la explorara, y se echó a reír (lo cual tuvo un efecto curioso en nuestra unión) cuando la volví a sujetar de las caderas y, sin sacarme de su interior, la tumbé debajo de mí y continué poseyéndola. Gimió un agradecido “sí” mientras sus dedos pasaban por mi espalda, reconociendo cada uno de mis músculos, y cerró las piernas en torno a mi cintura, evitando que me escapara, cuando se sintió cerca.
               Sonreí mientras le besaba de nuevo los pechos mientras la consumía el orgasmo. Se retorció debajo de mí, arqueó la espalda y gritó en un extraño intento de conseguir más aire con el que llenar sus pulmones.
               Me la quedé mirando un momento, con la piel brillante por la suave película de sudor que la cubría, los ojos encendidos y las pupilas dilatadas, huellas todas de lo que podíamos hacer cuando estábamos juntos. Le pellizqué el pezón que no le había besado y ella se echó a reír. Se frotó la cara y me sacó de su interior, incorporándose hasta quedar ligeramente sentada mientras yo me tumbaba de lado, examinando su cuerpo: sus largas piernas, su vientre plano, su silueta estilizada y su melena negra.

               Se apartó el pelo de la cara y observó su sexo, como si intentara dilucidar qué era lo que había cambiado en él si me sacaba a mí de la ecuación.
               -¿Te has corrido?-preguntó, y yo sonreí, me pasé las manos por detrás de la cabeza y contesté:
               -Ya lo verás-intenté no sonar demasiado chulo ni prepotente, pero ni lo conseguí ni a ella le importó. Nunca le importaba.
               O eso creía yo.
               Se quedó mirando un ratito el hueco entre sus piernas hasta que un líquido espeso apareció por entre sus muslos, de un color blanquecino que me resultaba familiar.
               Cómo no iba a reconocerlo, si todas mis sesiones masturbatorias de mi pubertad se acababan en cuanto aparecía ese viejo amigo.
               -Qué gilipollas-se pasó una mano por la cara y negó con la cabeza-. Bueno, espero no quedarme embarazada.
               Si me hubiera durado la erección hasta entonces, de lo que me chocó ese comentario quizás incluso la polla se me habría metido para dentro.
               -¿Qué?-espeté, jadeante. Ella se incorporó, se recogió el pelo en una coleta apresurada pero tremendamente apretada y, mirándose en el espejo de la pared de su habitación, completamente desnuda, contestó:
               -Verás, resulta que tuve que dejar de tomar la píldora por un antibiótico que me dieron-contestó, y se volvió para mirarme-. Voy al baño.
               -¿Quieres que me vista y te vaya a por la píldora del día después?-me ofrecí, no, prácticamente lo imploré. No me molaba nada el rumbo que estaba tomando la conversación, pero menos aún me gustaba que ella se tomara a pitorreo lo que acababa de pasar.
               Se suponía que sólo manteníamos sexo sin protección con unas pocas personas (yo lo hacía sin condón con dos chicas, y una era ella), y que siempre no contaríamos las incidencias para que el otro estuviera informado y decidiera si le compensaba arriesgarse y que se le pasara el calentón, o quería que un médico certificara que allí no pasaba nada.
               Que me rehuyera de esa manera y encima hablara como quien comentaba el tiempo que estaba anunciado para los próximos días en la cola del supermercado me estaba poniendo de los nervios.
               -Ay, Alec-contestó desde el baño en el que se estaba pasando un cepillo por el pelo recogido-. No la puedo tomar. La tomé el mes pasado, cuando lo hice con Dean…-explicó, y yo me incorporé como un resorte. Quién cojones es Dean, me habría gustado preguntarle. Pensaba que el otro pavo al que se follaba a pelo se llamaba Brandon.
               Cuando llegué a la puerta del baño, ella tenía la mano en la sien, y miraba su reflejo con gesto preocupado.
               -Pf-suspiró-, espero que no me pase nada, porque no puedo abortar, en serio-se volvió hacia mí y es imposible que no leyera el pánico en mi cara. ¿Cómo que abortar? ¿Qué?
               Ah, no. Ni de coña.
               No. No. No.
               No te puedo dejar embarazada.
               Mi madre me mata como se entere de que he dejado embarazada a una chica.
               Me corta los huevos.
               Y eso no puede ser, que les tengo mucho cariño. Anda que no lo habremos pasado bien todos juntos…
               -Sabes lo súper católicos que son mis padres, me matarían sólo si mencionara…
               -¿Y no crees que yo debería saberlo?-inquirí, molesto, apoyándome en el vano de la puerta para no acercarme a ella y empezar a chillarle a dos palmos de su cara.
               -Es que cualquiera te dice que te pongas condón-puso los ojos en blanco y se volvió hacia su reflejo. Cogió un poco de papel higiénico y se limpió el semen que se le resalaba por las piernas.
               Me entraron ganas de vomitar viendo cómo lo hacía. Hay que joderse: hace dos segundos me había puesto cachondo como un mono ver mi semilla saliendo de su interior, y ahora lo último que me apetecía era volver a rozarme la polla con nada que no tuviera el tacto de un cactus.
               Es que eres tonto, Alec, la madre que te parió, si ya ves que tus amigos te lo decían por algo…
               -Me lo pongo con las demás-espeté, y ella se volvió y alzó las cejas. Se cruzó de brazos y yo traté de no mirarle las tetas. No lo conseguí. Alec, me recriminé, por favor, que estáis a punto de enzarzaros en una pelea, ¿fijo que quieres empalmarte?
               -Pues quizá es lo que debamos hacer a partir de ahora.
               -Pues quizá sí-acusé, aunque me arrepentí en  el acto. No me gustaba tanto cuando no usaba preservativo, aunque tuviera que aguantarme porque prefería mil veces disfrutar un poco menos y no comerme el coco pensando en si estaría dejando bastardos repartidos por Londres, o me habría tirado a una guarra que haría que se me terminara cayendo la polla a cachos-. Pero los pagaremos a medias.
               -Tengo un montón-contestó ella, y yo tomé aire.
               -No quiero usar de los tuyos.
               -¿Por qué? ¿Porque los compro de sabores y a ti no te mola que te la chupen con fundita?-gruñó.
               -Hacer una mamada con condón es como ir a un McDonald’s a pedir una ensalada, Pauline-bufé, y ella se echó a reír-, además, los tuyos me aprietan, pero esa es otra histo…-ella continuó riéndose y yo me quedé callado. Tenía una risa preciosa, completamente adorable. Daban ganas de postrarse ante ella e idolatrarla, rezarle durante cuarenta días y cuarenta noches.
               Pauline se apoyó en el lavamanos y continuó carcajeándose, señalándome de vez en cuando con el dedo. Me sentí un poco imbécil, la verdad. Aunque siempre conseguía hacer que las chicas se rieran. Era una de las cosas que mejor se me daba.
               Gracias a dios, la gran mayoría de ellas (lo que venía a ser el 99%), lo primero que decían cuando les preguntaban qué querían de un chico, era que les hiciera reír. Y yo era lo bastante imbécil como para saber enseguida cuál era el punto débil de una tía.
               Normal que follara tanto. Cuando una chica abre la boca para soltar una risotada con alguna pollada que tú le dices, está prácticamente garantizado que también se abra de piernas.
               -Bueno, nena-sonreí, pasándome una mano por el pelo mientras ella se limpiaba las lágrimas-, que lo de la ensalada no lo he inventado yo. No puedo creerme que nunca lo hayas oído. Extranjeros-puse los ojos en blanco y saqué la lengua. Solía meterme con Pauline por su nombre, dirigirme a ella forzando un acento francés totalmente falso, como si ella no hubiera nacido y crecido en Inglaterra. Eran sus padres los que habían venido de Francia, no ella, pero poco me importaba.
               -Es que… ¡ay!-dio una palmada frente a su cara y sacudió la cabeza-. ¡Ha sido buenísimo!
               -Pues no es de mis mejores chistes, cuando estoy borracho…-me interrumpió con un gritito en busca de oxígeno, y yo alcé las cejas-. ¡Muñeca! Que tampoco es para…
               -¡TU CARA!-bramó, y yo fruncí el ceño-. ¡DEBERÍAS HABÉRTELA VISTO! ¡PAULINE, ¿NO CREES QUE MERECÍA SABERLO?!-me imitó, poniendo la voz más grave y cuadrando los hombros.
               -¿Qué?
               -¡Y OFRECIÉNDOTE A IR A POR LA PÍLDORA! ¡QUÉ MONO! Y CUANDO TE DIJE QUE NO PODÍA TOMARLA, MADRE MÍA, QUÉ CARA HA PUESTO, ¡PARA ENMARCAR! FUE COMO… ¡ASÍ!-chilló, abriendo los ojos tanto que sus cejas prácticamente desaparecieron entre su pelo. Luego, continuó riéndose.
               -Eres gilipollas, tía-le di un empujón y me fui del baño, me senté en la cama y busqué mis calzoncillos. Ella vino detrás de mí y me dio un beso en los labios, pero yo me aparté, ceñudo.
               -Se te han puesto de corbata, ¿verdad?
               -Déjame en paz-bufé, apartándola de mí, pero ella siguió riéndose y acercándose a mí-. No me toques. ¡Que no me toques, te digo! Tú eres tonta. Debiste de caerte de pequeña. Acojonante-me abroché los pantalones como pude y busqué mi camiseta-. No vuelvo más. Te lo juro por Dios, Pauline, éste ha sido el último polvo que echamos. Me tienes hasta la punta del nabo.
               -Que te lo has creído-se burló, acercándose a mí. Para sorpresa de todo mi ser, le hice la cobra. Me aparté de ella con más gracilidad de la que esperaba, para ser la primera vez que rechazaba a una chica.
               -Si hubiera estado borracho, se me habría bajado la mamada del susto. ¿Eres tonta? Casi me da un ictus. La madre que me parió. Si ya me lo decían mis amigos: deja a las francesas tranquilas, que sólo te buscan problemas. En ese país le han cogido el gusto a cortarle la cabeza a la gente.
               -Yo no necesito cortarte la cabeza para que la pierdas-respondió ella, críptica, y yo me la quedé mirando.
               -Mira, ahora mismo no estoy para tus jueguecitos, Pauline. Tengo que ir a trabajar-señalé el reloj de la mesilla de su habitación.
               -Te quedan todavía 25 minutos de descanso.
               -O puedo aprovecharlos para hacer las entregas y me piro antes a casa-me incorporé de la cama y ella se levantó, todavía completamente desnuda.
               -Venga, Alec. Los dos sabemos que no vas a poder cruzar esa puerta-dijo, y yo recogí mi camiseta del suelo, la estiré y le di la vuelta.
               -¿Cómo es eso?-quise saber, y ella se acercó a mí, me pasó una mano por el pecho, la otra bajó a su espalda y me sujetó el paquete con decisión. Se puso de puntillas para decirme al oído:
               -Porque yo no te voy a dejar.
               Me recorrió un escalofrío; ojalá el pequeño traidor que tenía entre las piernas no se hubiera cambiado de bando cuanto ella empezó a acariciarme.
               Pero lo hizo.
               -Si te piensas que con una paja vas a conseguir que se me pase el mosqueo…
               Ella sonrió, me dio un mordisco en el lóbulo de la oreja… me dio la vuelta y se puso de rodillas frente a mí. Me desabrochó el pantalón y jugó con mis calzoncillos mientras tiraba de ellos.
               Sacó mi incipiente erección de mi ropa interior y me miró desde abajo. Le dio un beso en la punta y la rodeó con la lengua. Volvió a clavar los ojos en los míos y alzó una ceja.
               -Parece que ahora hablamos el mismo idioma-comenté, apartándole el pelo de la cara y dejándole hacer.
               Terminé tumbado sobre la cama, desnudo de nuevo y con la boca de la francesa rodeándome la polla, haciendo maravillas con ella. Joder, se le daba de miedo.
               Y entonces, sucedió.
               No sé por qué, pensé en Sabrae.
               Sabrae debe hacerlo de lujo, con esos labios que tiene.
               Jadeé, imaginándome cómo sería la calidez húmeda de su boca, la sensación de sus labios rodeándome y sus rizos entre mis dedos mientras yo la acariciaba y le suplicaba con las palmas de las manos que no parara.
               Estaba a punto de terminar cuando me sonó el móvil. Pauline no hizo el más mínimo caso, continuó con su tarea e ignoró cómo yo miraba la pantalla y pasaba de la foto de mi hermana. Ya llamaría a esa pesada cuando terminara, o cuando estuviera en casa.
               Pero no hubo suerte. Debió de pasar algo grave, porque cuando dejaron de sonar los toques y yo estaba a punto de derramarme en la boca de mi amiga, el sonido que salió de mi móvil resucitó con tonos diferentes.
               Esta vez, Pauline sí que se detuvo. Se quedó mirándome y yo levanté un dedo. Deslicé el pulgar por la pantalla para aceptar la llamada (estaba tan sudoroso que me costó tres intentos), y me llevé el teléfono a la oreja.
               -Qué hay, sargento-saludé a mi madre, dispuesto a hacerla de rabiar. Odiaba que la llamara así y yo no paraba de hacerlo porque me encantaba sacarla de sus casillas, aunque entre semana era facilísimo.
               Además, no era mi culpa que tratara de someterme a una disciplina férrea, más propia del ejército que de un hogar familiar. La mujer me lo ponía a huevo.
               -Alec-gimoteó mi hermana, y yo puse los ojos en blanco, alzando todas mis barreras. A ver qué quiere ésta.
               -¿Qué pasa, Mary Elizabeth?-espeté, y Pauline dejó escapar un tierno “oooh”-. Estoy trabajando.
               -Mira que eres mentiroso-rió la francesa, tumbándose a mi lado.
               -Nunca lo coges cuando estás trabajando-contestó mi hermana.
               -Sí, si me llama mamá. Porque asumo que sólo me llamará para emergencias. ¿Qué mierdas pasa?
               -¿Estás con Pauline?-inquirió la pequeña, y yo quise estrangularla. Pauline se rió a mi lado y yo le tapé la boca.
               -No voy a dejar que tú la ayudes a ganar-advertí.
               -Ya ha ganado-contestó la francesa, dándome un beso en la mejilla y acurrucándose contra mi pecho.
               -¿Qué más te da lo que yo haga, Mary? ¿Ahora resulta que tengo que darte explicaciones?
               -Mira, es que había pensado que podías aprovechar tu descanso para ir a mirar una cosa…
               -Ay, Dios. ¿Qué cosa?-me presioné el puente de la nariz, santa paciencia hay que tener con esta niña…
               -Verás, es que Trufas acaba de romper su pelotita preferida, la del cascabel, y he tenido que tirarla a la basura y se ha disgustado mucho, así que…
               -No tengo todo el día, ¿qué quieres?-espeté, pero ella no me hizo el más mínimo caso, como venía siendo natural en mi familia.
               -… me he metido en Amazon-ajá, ahí te quería ver yo- y he cogido la misma pelotita. Me ponía que estaba en stock, así que, ¿podrías ir al almacén y traérmela?-pidió, y yo suspiré.
               -¿Estaba disponible el envío en dos horas?
               Silencio al otro lado de la línea. No. No estaba disponible. Luego la pelotita de los huevos estaría en un rincón perdido de algún almacén que Amazon tenía en la costa, para descargar los buques que venían de China.
               -Me ponía que estaba en stock-fue todo lo que dijo mi hermana, y yo suspiré.
               -Nena, que esté en stock significa que está en algún almacén de Inglaterra, pero no que esté en Londres.
               -¿Y no podrías ir a mirar?
               -Sí, claro. No tengo yo otra cosa mejor que hacer que pasearme por todo el país mirando si tienen una estúpida pelotita para el tonto de tu conejo. Es que manda huevos, Mimi, ¿qué estaba haciendo para romper la pelota? Hay que ser muy subnormal para cargarse una pelota, que es el mecanismo más sencillo del mundo, por el amor de dios.
               -Tú pinchabas un montón de pequeño-soltó, y Pauline sonrió y se me quedó mirando. Noté cómo me ponía colorado de la rabia.
               -Eso es diferente, yo…
               -Acabas de decir que hay que ser muy subnormal para cargarse una pelota. Trufas es un conejo y tú eres un chico, al que le faltan varias cocciones, por cierto. ¿Puedes ir a mirar, por favor, cuando termines de echar el polvo?
               -A mí no me hables así, ¿eh, niña? Encima que te voy a hacer el puto favor, tú a mí no me hablas así.
               -¿Vas a ir?-Mary soltó un gritito.
               -Cualquiera te aguanta si no voy. Me pasaré por la oficina, a ver si por un casual lo han traído ya, pero no te prometo nada.
               -Deberían haberlo traído; he usado tu identificación.
               -¿Quieres dejar de aprovecharte de mi descuento de empleado?-ladré-. ¡Yo no me paso horas trabajando como un esclavo para que tú ahora compres tus estúpidas brochas de maquillaje con un 5% de descuento!
               -¡Es que son muy caras en otros sitios y todo descuento es bienvenido!
               -¡Pues no compres más, tía, que tienes como doscientas! Qué pereza das, hija mía.
               -Te quiero, Al-sonrió, y colgó. Me quedé mirando el teléfono hasta que se le apagó la pantalla y lo tiré sobre la mesilla de noche.
               -Jesús…
               -¿Es un mal momento para decirte que tengo que ir a sacar las tartas del horno?-preguntó Pauline, y yo me la quedé mirando.
               -¿Y la mamada…?
               -Cáscatela-contestó, besándome la mejilla de nuevo, incorporándose y buscando su ropa.
               -Cualquier día me tiro al Támesis desde el London Eye-amenacé-, y fijo que nadie lo ve venir.
               -Si vas a hacerlo, procura tirarte de cabeza, que como des contra el suelo con la espalda y te quedes medio lelo, no va a haber quien te aguante.
               -Por qué no seré yo maricón-protesté-, con lo fácil que sería mi vida si no me gustaran las mujeres. Es que vivís por y para amargarme a mí la existencia.
               Pauline se echó a reír.
               -Dúchate si quieres. Te espero abajo.
               7 minutos después, bajaba las escaleras de su pequeño piso en dirección a la planta baja, con la piel mucho más fresca y una sensación de limpieza que sólo una ducha después de un buen polvo podía darme. Al final no me había tocado en la ducha, más por tozudez mía y no concederle a Pauline ese gusto que por falta de ganas.
               Me senté en la pequeña barra de la pastelería, equipada con unos taburetes altos por si alguien quería tomar un pastelito en el local, y miré cómo Pauline quitaba el cartel de “vuelvo en cinco minutos” (que siempre se convertían en media hora cuando aparecía yo) de la puerta. Lo dejó sobre una mesa y empezó a colocar las tartas que acababa de sacar en el mostrador refrigerado.
               A continuación, colocó un sándwich de jamón y queso frente a mí.
               -Por lo de la broma-explicó.
               -¿Y piensas que un sándwich lo va a solucionar?
               Pauline sonrió, sacó una cerveza de una nevera, la abrió y la colocó frente a mí.
               -Tengo que conducir.
               -Es sin alcohol.
               -¿Te he dicho alguna vez que te quiero?-coqueteé.
               -No eres un mentiroso-sonrió ella, abriendo otro botellín de cerveza y chocándolo con el mío. Le di un mordisco al bocadillo y la miré mientras reordenaba los pastelitos.
               -Podría haberme dado un infarto, muñeca.
               -No puedo resistirme-explicó-, te pones tan guapo cuando te cabreas.
               -Sí, fijo que se te salió la almeja de las bragas-me burlé, dando un sorbo de la bebida y haciendo una mueca-. Está caliente.
               -Invita la casa, ¿quieres dejar de quejarte? Buenas tardes, señora Cunningham-saludó a una anciana que acababa de entrar en la pastelería.
               -Hola, preciosa. ¿Tus padres?
               -Han salido a por género, me han dejado de chica de los recados. ¿Lo de siempre?
               -Sí, por favor-sonrió la anciana con amabilidad, depositando un bolso que debía de pesar 4 veces más que ella sobre el mostrador de acero inoxidable mientras Pauline se giraba. Me quedé mirando el culo de la francesa al inclinarse ésta, aunque en mi cabeza no podía dejar de preguntarme por qué la señora no tenía unos bíceps como melones, si estaba claro que aquel mastodonte que portaba con ella bien podría pasar por unas pesas. La anciana se volvió y me miró, su sonrisa se ensanchó mientras me examinaba. Se la devolví sin enseñarle los dientes-. Que aproveche-comentó, y yo asentí con la cabeza a modo de agradecimiento.
               Pauline depositó una bandeja de papel y comenzó a colocar con eficiencia pastelitos sobre ella, bajo la atenta mirada surcada de arrugas de su clienta.
               -Le he reservado dos de crema, para su marido. Son sus  favoritos, ¿no?-preguntó mi amiga, y la señora asintió.
               -Eres un sol. Entre tú y la chica de la cafetería del lado del hospital… menudas chicas más monas. ¿La conoces? Se llama Layla-murmuró, y Pauline la miró un momento.
               -No me suena-sacudió la cabeza y continuó con su tarea.
               -Es una lástima, creo que os llevaríais muy bien.
               Estaba tan ocupado comiéndome mi sándwich que apenas les presté atención. Sólo cuando la anciana se inclinó hacia el otro extremo del mostrador y señaló un ejército de figuras marrones de diversos tamaños y formas, cuyo denominador común era ese ligero tono tierra que sólo el chocolate podía dar, comencé a interesarme por su conversación.
               -¡Qué buena pinta! ¿Acaban de salir?
               -Los hizo mi madre por la mañana. ¿Quiere probar uno?-ofreció Pauline, metiendo la mano en el mostrador y cogiendo un pequeño bombón de forma redondeada. Clavé lo ojos en él mientras la anciana lo aceptaba y se lo llevaba a la boca.
               No quise fijarme en ello.
               Pero lo hice.
               La parte superior estaba recubierta por una película de chocolate negro en la que habían espolvoreado algo de un tono dorado que hacía que el bombón brillase como una bola de discoteca con la luz que entraba por las amplias ventanas del local. Aquellas motitas de dorado parecían fuegos artificiales en la noche de Fin de Año recortando la silueta de Londres.
               O las pecas de Sabrae, repartidas sobre su nariz y sus mejillas como si fueran gotitas olvidadas de la obra maestra de un pintor infravalorado, perdidas en algún rincón de un museo que apenas recibía turistas que pudieran sufragarlo.
               La anciana dio un mordisco al bombón con mis ojos puestos en ella descaradamente, y Pauline sonrió al ver cómo su rostro cuajado de arrugas y manchas se iluminaba al descubrir el relleno de praliné que se enredó en la lengua de la mujer. Su pintalabios se echó a perder, al igual que mi estabilidad emocional.
               Es ella. Es ella cuando la muerdes, cuando estás con ella y su boca se mezcla con la tuya y no puedes pensar en otra cosa.
               Es ella cuando tu lengua hace que llegue al clímax.
               No vi cómo Pauline comentaba con la mujer la receta, como tampoco me fijé en cómo guardaba media docena de bombones en el interior de una cajita plateada y le ponía un lacito dorado. Sólo podía pensar en Sabrae, en Sabrae y en su sabor, en Sabrae y en lo parecida que era a aquellas pequeñas delicias que había de exposición en ese mostrador.
               En Sabrae y en cómo aquellos bombones la representaban a la vez que no le hacían justicia. Era más bonita. Más pequeña. Más apetecible. Más dulce. Más sorprendente, y mil veces más deliciosa
               Qué estará haciendo, me pregunté, fantaseando con la posibilidad de que en ese momento estuviera pensando en mí. ¿Y si tenía ganas de que volviéramos a encontrarnos? ¿Y si esperaba con la misma ansia que yo a que llegara el fin de semana, porque eso significaba que por lo menos podríamos vernos, aunque sólo fuera de lejos?
               ¿Y si se daba placer pensando en mí…
               … como yo me lo daba pensando en ella?
               Metí la mano en el bolsillo del pantalón y me saqué el teléfono, con una ilusionada esperanza que no debería haberme permitido. No me la permitiría de estar en una situación normal.
               Pero desde que había probado a Sabrae, no estaba en una situación normal. Era como si estuviera flotando en el espacio, un astronauta que ha perdido el contacto con su nave espacial. Jamás iba a volver a experimentar la gravedad, lo que era el arriba y el abajo.
               Y lo mejor de todo era que me daba igual: me encantaba estar dando vueltas sin ningún tipo de gravedad, sólo atraído por su presencia en cuanto entraba en la misma habitación en la que estaba yo.
               Pero que me diese igual no significaba que no doliese, y descubrir que mi pantalla bloqueada no tenía ninguna notificación con su nombre me estremeció el corazón.
               Para qué coño miras el móvil, si no tienes su teléfono, gruñó algo dentro de mí a lo que yo acallé con un mordisco furioso de un sándwich que estaba haciendo las veces de cabeza de turco.
               Ella no te va a mandar un mensaje, continuó la voz de mi cabeza, deja de rayarte el puto coco, cuando está claro que para ella sólo existes los fines de semana.
               Me aterró una idea que se me cruzó por la mente: que sólo pensara en mí cuando estaba borracha. Noté cómo se me aceleraba el corazón y a la vez se me hundía el ánimo.
               -Qué callado estás-comentó Pauline, que no estaba acostumbrada a que pudiera estar callado más de 3 segundos seguidos (excepto cuando le comía el coño). Me encogí de hombros a modo de contestación y me terminé el bocadillo.
               -¿Es tu novio?-quiso saber la anciana, curiosa, con ese gen cotilla que tenían todas las viejas. Me volví y la miré, estupefacto ante su osadía, mientras Pauline se echaba a reír y negaba con la cabeza.
               -No, sólo somos amigos.
               -Vaya por Dios-la mujer sacudió la cabeza, recogiendo sus bolsas.
               -De “vaya por Dios”, nada, señora-espeté antes de poder frenarme-, que ser amigos no nos quita de follar, y por lo menos me ahorro el gastarme dinero en ella en San Valentín.
               Supe por su mirada que me había pasado tres pueblos, pero se marchó muy digna antes de que yo pudiera recular. De todos modos, ¿qué me importaba? Esa mujer era irrelevante en mi vida, probablemente jamás volviera a verla.
               El problema era Pauline. Se cruzó de brazos frente a mí, con el ceño fruncido y los labios apretados, molesta.
               -¿Tenías que ser tan grosero con ella?
               -¿Qué le importa nuestra relación?
               -Sólo estaba siendo educada. Quizás te sorprenda, pero hay gente a la que le incomoda el silencio.
               -¿Qué significa eso?
               -No lo sé, ¿sabes, siquiera, lo que es el silencio?-atacó Pauline, girándose y dándome un coletazo mientras se inclinaba a preparar más recados.
               Me levanté de un brinco, arrastrando el taburete tan fuerte que sus patas de acero chirriaron de un modo muy desagradable en las baldosas del suelo. Pauline se irguió.
               -¿Adónde vas?
               -A pedirle disculpas-respondí, dirigiéndome a la calle, abriendo la puerta y salvando la distancia que me separaba de la señora en una apretada caminata. Le toqué el hombro y ella se giró, sorprendida-. Señora, perdone. Es que estoy teniendo unos días un poco complicados, y… no quería ofenderla, ¿sabe? La contestación que le he dado ha estado fuera de lugar.
               -No te preocupes, tesoro-¿a quién llamas tú tesoro, señora? Que podría darte bisnietos-, no me ha parecido… mal-se pensó un momento la última palabra.
               -Bueno, es que… entiendo que le sorprendiera. Sólo quería disculparme…
               -No, si no me ha sorprendido tu contestación. Me sorprende que eso se siga llegando.
               -¿Disculpe?
               -Cariño-me puso una mano en el pecho-. Que yo viví los años 60.
               Y se fue sin más, atravesando el paso de peatones cuando el semáforo de puso en verde. Me giré y me encontré con Pauline, que trataba de ocultar sus carcajadas tras unos dedos manchados de harina.
               -¿Has visto lo que me acaba de soltar?
               -Vaya cara le has puesto-por fin, se echó a reír.
               -Acojonante-sacudí la cabeza y la seguí de vuelta al local.
               -Va en serio, Alec, como la señora Cunningham no vuelva, prepárate… con las propinas que dejaba…
               -¿No vuelva? Ésta te acampa a la puerta, para estar presente cuando yo venga y pedirnos permiso para unirse a la fiesta-solté, y Pauline fingió un escalofrío y se echó a reír-. Volverá-dije en tono más serio, porque sabía que esas cosas le preocupaban de verdad. No es que en su familia anduvieran muy sueltos de dinero, precisamente. De hecho, si yo había conocido a Pauline era precisamente por el programa de descuentos a los pequeños comercios de Amazon: si le compraban tanto los ingredientes como los adornos y demás a la compañía, en lugar de hacerlo a empresas dedicadas exclusivamente a ello, tenían la cuenta Premium gratis y Amazon corría con los gastos de todos los impuestos que, de otra forma, tendrían que soportar-. Los bollitos están de muerte-le aseguré, tocándole la mano-, y yo soy adictivo.
               Pauline alzó una ceja, asintió y recolocó los bombones.
               -De hecho… ¿me das una docena de los que le gustan a mi madre?
               -¿Cuál es la ocasión?
               -¿Es que un hijo no puede mimar a su madre?-pregunté, herido, llevándome una mano al pecho. Pauline rió.
               -Alec…
               -No hay ocasión-aseguré.
               -Entonces, ¿qué has hecho?-inquirió, perspicaz, mirándome por encima de su hombro.
               -¡Pauline, tía!-protesté. Pauline se volvió y parpadeó despacio, a la espera-. Vale, he suspendido Filosofía.
               -Era de esperar-comentó.
               -¿Te ruego que me disculpes?
               -Filosofía es complicada.
               -¿Me estás llamando imbécil?
               -¿Entendías algo de lo que decían en clase?
               -No-admití-, pero porque no me interesaba. Es decir, ¿a mí qué coño me importa lo que pensara que un señor que se vestía con una manta blanca y que vivió hace mil años? Aparte de que sus ideas…
               -Los griegos vivieron antes de Cristo-corrigió Pauline, pero yo no la escuché.
               -… son totalmente erróneas, ¿qué es eso de que el mundo viene del agua? Joder, y luego se quejan de que suspenda geografía. No puedo manejar tantas teorías, no debería haber tantas teorías sobre el origen del mundo cuando sólo es uno.
               Pauline sonrió y me tendió el paquete preparado.
               -¿Qué te doy?
               -Nada-sonrió ella. Chasqueé la lengua y le dejé un billete de diez libras sobre el mostrador-. Qué rico, pero con eso no tengo ni para el relleno de crema-deposité otro billete-, y ahora, sobra.
               -Quédate el cambio-contesté, inclinándome hacia ella, dándole un beso en la mejilla y recogiendo la bolsa-. Por tus increíbles servicios de esta tarde.
               -¿No me estarás llamando puta?
               No contesté, sólo esbocé una sonrisa que ella se encargó de borrarme de un tortazo.
               -Yo no soy la que intercambia sexo por comida, mira a ver quién es la puta de los dos.
               -He venido a tu casa-le recordé.
               -Eso es lo que hacen las putas de lujo-contestó Pauline, y yo me llevé una mano al pecho.
               -Me halaga que consideres mis servicios de alto standing, amiga, ¿mañana a la misma hora?
               -Venga, pírate de mi tienda antes de que te dé un escobazo-amenazó, cogiendo una escoba y levantándola sobre su cabeza. Me eché a reír, me acerqué, le di un pico y me despedí de ella con un “hasta la próxima”-. ¿Cuándo será, por cierto?-inquirió, saliendo tras de mí al callejón donde había dejado la moto. Me senté sobre ella y recogí el casco.
               -Cuando hagas otro pedido.
               -Hay una fiesta el viernes en la city. La organizan los universitarios. ¿Vas a ir?
               Mi típica sonrisa torcida fue su contestación. Pauline se echó a reír.
               -Nos veremos por ahí, entonces.
               -Hasta el viernes, muñeca-contesté, bajándome la visera del casco y arrancando la moto de una patada. Salí disparado a la calle, sorteé los coches, y en menos de 5 minutos estaba en mi siguiente parada. Hice el reparto a la velocidad de la luz, tan concentrado en mis rutas que, para cuando terminé y fui a fichar al almacén, se me había olvidado por completo la llamada de mi hermana.
               Por suerte, mi querida hermanita estaba al tanto de todo. A veces pensaba que me había puesto un localizador en el culo; era imposible que supiera exactamente en qué momento llamarme.
               Me saqué el teléfono del bolsillo mientras pasaba la tarjeta por la banda magnética de la máquina de registro de entradas y salidas. Tecleé mi código de empleado en la pantalla en la que apareció mi cara y descolgué.
               -¿Te estás muriendo?-pregunté-. Estoy trabajando, Mary Elizabeth.
               -Acuérdate de mirar mi paquete-y colgó sin más. Bufé, me apreté el puente de la nariz y conté hasta diez para no llamarla sólo para mandarla a tomar por culo. Subí por las escaleras de acero hasta las oficinas y llamé a la puerta de Rosalie que, como siempre, se estaba hinchando a donuts.
               -Rose, ¿puedes mirar si ha llegado un paquete para mi hermana?
               -¿Nombre?
               Puse los ojos en blanco.
               -Soy Alec.
               -¿A nombre de quién está?
               -Mary Elizabeth, supongo.
               -Mary Elizabeth, ¿qué?-insistió ella, limpiándose los dedos pringosos en una servilleta.
               -Whitelaw.
               -¿Puedes deletrearlo?
               Parpadeé.
               -Es el apellido más fácil del mundo. Blanco. Ley. No es tan difícil.
               Rosalie esperó, paciente. Suspiré.
               -W-H-I-T-E-L-A-W.
               -Blanco, ley-sonrió ella, tecleando lentamente en su teclado de letras semi borradas. Quise estrangularla-. Pasillo 13. Sección… B.
               -¿En qué estantería?
               -No querrás que te lo vaya a buscar yo, ¿no?
               -Estaría bien-solté, tamborileando con los dedos en el vano de la puerta. Rosalie desencajó la mandíbula y tecleó mientras farfullaba algo parecido a “estos críos”-. ¿Cómo está tu sobrina?-inquirí, sonriendo, y ella clavó en mí una mirada envenenada.
               -Fuera-ordenó, molesta. A su sobrina la había desvirgado yo en una noche loca (aunque, si tengo que ser totalmente sincero, ella se había tirado encima de mí y prácticamente me había visto obligado a hacerlo con ella), y parece ser que lo hice tan bien con ella, que le cogió el gusto al sexo. A niveles estratosféricos. Creo que ni yo había follado tan de seguido cuando perdí la virginidad como aquella chica (y mira que yo había estado cachondo cada segundo de aquel glorioso verano, y cada cosa que veía me recordaba al sexo, y claro, cuando uno es joven y guapo y sabe cómo tratar al sexo contrario, las posibilidades de que duerma solo son muy bajas).
               El caso es que su sobrina había empezado el año virgen y lo había terminado con un bombo impresionante. Eso sí, se había recuperado enseguida del embarazo, y se había convertido en lo que venía siendo una MILF de manual. Una de las mejores, me atrevería a decir.
               Con permiso, claro, de Sherezade Malik.
               -Pero… la estantería…
               -¡He dicho FUERA!-ladró, tirándome un donut que yo esquivé con habilidad mientras cerraba la puerta. Bajé corriendo las escaleras y salté las dos últimas.
               -¿Eso que ha pasado volando ha sido un donut?-preguntó Chrissy, acercándose a mí con sus piernas larguísimas agitándose con cada paso que daba.
               -Buena vista-alabé, y ella se echó a reír.
               -Debes de haberle dicho algo horrible para que renuncie a uno de sus donuts por tirártelo a la cara.
               -Fijo que soy su fantasía secreta.
               -Va en serio, Al. Cualquier día te van a pegar una paliza por esa lengua que tienes.
               -Lo de la paliza no me lo creo, sabes que sé pelear. Pero lo de la lengua… sí, vale, te compro que me pueda traer problemas. Pero no por lo que dice-la atraje hacia mí, seductor, y Chrissy se echó a reír.
               -¿Es que no has tenido bastante con tu pastelera?
               -Ya sabes que hay suficiente para las dos, nena-respondí, besándole el cuello-, no hay necesidad de que os pongáis celosas.
               Chrissy puso los ojos en blanco.
               -No seas tan meloso, que hoy tengo doble turno. En otra ocasión-prometió, y yo le guiñé el ojo. Chrissy era la otra chica con la que me acostaba sin usar condón. Nos habíamos hecho muy amigos el invierno anterior, cuando nos habían puesto juntos en la furgoneta de reparto que ella conducía: ella vigilaba los semáforos, y yo subía a las casas a entregar los paquetes. Luego, después del turno, íbamos a su casa a ver una peli y acabábamos follando en el sofá.
               O en la cama.
               O en el suelo.
               O en la encimera.
               Lo mejor de Chrissy era lo creativa que era para escoger el escenario de nuestros polvos. O que no me dijera que no cuando le pedía hacerlo de pie, porque me ponía muchísimo hacerlo de pie, sujetando a la chica, con todo el peso de su cuerpo sobre mis caderas, haciendo presión sobre ese punto tan sensible…
               … como…
               … como había sido con…
               Jadeé, notando cómo me ardían las mejillas mientras recordaba el momento en que le había dicho que la habían hecho para el placer, con sus caderas agitándose sobre las mías, todo mi ser concentrado en ese punto de conexión que compartíamos, en cada célula de mi presencia en su interior que acariciaba las suyas.
               -¿Me echas una mano?-pedí, y Chrissy se giró para mirarme. Se apartó el pelo de la cara.
               -¿Qué diablos te acabo de decir?
               -Tengo que encontrar un paquete para mi hermana-expliqué-, y Rosalie no me ha dicho la estantería.
               -Lo que yo te digo-contestó ella, pasando delante de mí-, que tienes una lengua muy larga.
               -Eso nunca ha supuesto un problema para ti.
               -Gilipollas-se carcajeó-, ¿pasillo?
               -13B.
               Chrissy me hizo el inmenso favor de acompañarme y buscar por entre las estanterías, revolviendo entre los paquetes que nadie se molestaba en ordenar alfabéticamente a pesar de ser política de la empresa.
               Lo del envío de 2 horas de Amazon siendo un pago extra es por algo. No vamos a revolver en una sección entera gratis.
               Además, si no tuviéramos el incentivo salarial por esos pedidos, nadie se molestaría en acercarse a las estanterías hasta que no estuvieran prácticamente vacías.
               -Tengo uno de tu barrio-anunció Chrissy, sacando un paquete pequeño. Chasqueó la lengua mientras yo me acercaba a ella-. Ah, no es para ti.
               -¿Para quién es?-inquirí, preguntándome si Jordan habría pedido algo. Chrissy comprobó de nuevo el nombre.
               -Shasha Malik-anunció, y yo me volví hacia ella, estupefacto. No podía ser verdad.
               -¿Shasha Malik?
               -Qué curioso, es como…
               -Zayn Malik-atajé, y ella me miró y parpadeó.
               -Sí, ¿no vivía en Los Ángeles?
               -Sí, Chrissy. Cuando tenía 20 años-cogí el paquete y examiné el apellido, todavía sin poder creerme la suerte que tenía. ¿Sería esto una señal del destino? Alguien debía de estar diciéndome que tenía que ir a verla-. No me jodas-jadeé para mí mismo-, qué casualidad.
               -Guau, pues yo no sabía nada. Joder, con lo que me gusta su música.
               -Chrissy…-suspiré-, tiene que ser coña.
               -¿El qué?
               -Su hijo es uno de mis mejores amigos.
               Chrissy abrió muchísimo los ojos.
               -¿PERDONA?
               Y me estoy tirando a su hija mayor, pensé, pero eso me lo conseguí callar.
               -Scott Malik.
               -Uf-se abanicó con la mano, apartándose el pelo de la cara-. Qué genial. ¿Y cómo es?
               -No me jodas, ¿y cómo es?
               -Pues tiene un piercing en el labio que a mí me parece bastante cani, la verdad, pero tiene estilo y…
               -¡No, gilipollas, Scott no!-me dio un manotazo en el hombro- ¡Zayn!
               Me encogí de hombros.
               -No sé. Guay, supongo. O sea, no es que hablemos de política todos los días, ¿sabes? Cuando voy a casa de Scott, pues… él está ahí. Y ya está. Y cuando me cuidaba, la verdad es que pasábamos bastante…
               -¿Cómo que te cuidaba?-inquirió Chrissy, frunciendo el ceño. Yo apreté la mandíbula.
               -¿Recuerdas cuando era pequeño, que mi madre tuvo muchas… movidas? Juicios y eso. Te lo conté-le recordé al ver su expresión. Jugueteé con el paquete. No me apetecía pensar en esa época, ya no digamos rememorarla. Ahora, no.
               -Nunca me dijiste por qué-contestó ella en un tono mucho más suave, comprensivo.
               -Porque no te importa-espeté, cerrándome en banda. Conocía a Chrissy lo suficientemente bien como para saber que se aprovecharía de cada milímetro de espacio que yo le dejara. Ella parpadeó, herida por mi tono tajante, pero asintió con la cabeza. No me lo iba a tener en cuenta porque no era estúpida, y sabía que yo sólo me ponía en guardia si algo realmente me hería.
               Y pensar en los primeros años de la vida de mi hermana me hacía muchísimo daño.
               -El caso es que cuando mi madre tenía que ir de acá para allá y Dylan tenía que trabajar, íbamos a casa de Tommy o de Scott. Y, cuando estaba con Scott, nos cuidaba Zayn. Aunque no nos hacía mucho caso, la verdad. Nos dejaba muy a nuestra bola.
               Recordé las veces en que el padre de Scott simplemente se había quedado sentados mirando cómo jugábamos a tonterías que para él no tenían ningún sentido, y negaba con la cabeza mirándonos antes de hacer un comentario mordaz, de esos que sólo hacen los famosos cuando consienten en que la paternidad los cambie.
               -Madre mía-había dicho en una ocasión-, ahora entiendo por qué se supone que las estrellas de rock no deberíamos tener hijos.
               Sherezade lo había mirado un segundo, alzando las cejas.
               -Tú haces pop-le recordó.
               -Perdona, gatita-contestó su marido, girándose para mirarla-, yo hago R&B.
               Y Sherezade, ni corta ni perezosa, había buscado en Youtube un vídeo de One Direction. Si no recuerdo mal, había sido Kiss You. Anda que no nos cachondeábamos ahora de cómo la mecha rubia del padre de Scott aparecía y desaparecía en cada toma del vídeo, o de cómo tenía los ojos pintados como si estuviera considerando seriamente la posibilidad de cambiarse de sexo.
               -Bueno-Zayn se incorporó, fingiendo molestia-, es que aquí estás cogiendo un vídeo de una época mala de mi vida.
               Y los dos se habían echado a reír.
               Chrissy se palmeó la cadera.
               -Qué suerte tenéis algunos. Menudo polvazo tiene Zayn-comentó, volviéndose hacia la estantería-. Me lo tiraría sin dudar.
               -Mira, y yo me tiraría a su mujer-comenté-. Deberíamos proponerles hacer un intercambio de parejas.
               -Me parece bien-rió Chrissy, revolviendo entre los paquetes. Al final, consiguió encontrar el de mi hermana, me lo lanzó y se despidió de mí tirando un beso al aire. Llegaba tarde a su primer pedido y tendría que apresurarse.
               Salí de la nave con el corazón acelerado como el motor de mi vehículo, rezando porque nada se torciera. Cuando vi el nombre de Shasha en el paquete me sentí como si estuviera viviendo un momento crucial, tomando una decisión trascendental.
               Que abra Sabrae, me descubrí suplicando como un mantra. Que abra Sabrae, que abra Sabrae, que abra Sabrae.
               Me detuve frente a su casa, me bajé de la moto, me quité el casco y me toqueteé el pelo. Agité la cabeza y comprobé que estaba bien en el retrovisor de la moto. Vale, ahí estaban esos amagos de rizo de mi pelo que a mi madre tanto le gustaban. No se habían aplastado por el casco. Genial. Me estaba empezando a salir un poco de barba, mañana tendría que afeitarme.
               Me relamí los labios, que estaban tremendamente secos, tomé aire y atravesé la pequeña verja de la casa de los Malik. Subí las escaleras, me planté en su porche, y, respirando hondo, presioné el timbre.
               Escuché unos pasos que se acercaban a la puerta con rapidez. Estaba claro que, quien quiera que fuera, no esperaba una visita y sentía curiosidad por ver qué le esperaba al otro lado de la puerta.
               Vi cómo se giraba la manilla mientras del otro lado una mano la presionaba y contuve el aliento.
               Y…
               … la preciosa cara de Sabrae apareció por la ranura de la puerta. Me miró un segundo, confusa, y luego, para evitar que viera cómo se ponía colorada, cerró de un portazo.
               Vale, esto no era lo que me esperaba.
               Me quedé allí plantado, inseguro de cómo continuar. Joder, pero si incluso me dio un ataque de pánico pensando en qué haría yo ahora si resultaba que iba a por Scott para que él lidiara conmigo. Incluso pensé en volver a llamar al timbre para que no me dejara allí plantado, ¿se puede ser más patético?
               Por suerte, mi ataque de pánico duró poco. Sabrae había cerrado la puerta para poder quitar el seguro y abrirme totalmente.
               Abrió de par en par, con tanta fuerza y velocidad que me sorprendió que la puerta no chocara contra la pared. En lugar de eso, impactó contra el pequeño tope que tenía en el suelo y rebotó, haciendo que chocara contra el costado de Sabrae, que lanzó un quejido, miró la puerta de reojo un segundo, y se llevó la mano al codo.
               -Hola-saludé, y sus ojos volvieron a encontrarse con los míos.
               -Hola-respondió en tono suave, en un jadeo ahogado que me recordó mucho a los que emitían los protagonistas de las películas que tanto le gustaba ver a Mary. El típico jadeo de galán de comedia romántica cuando ha terminado su metamorfosis de gilipollas de manual a príncipe encantador.
               -Hola-respondí yo, porque, claramente, me faltó oxígeno al nacer.
               Lo hice en el mismo tono de jadeo orgásmico que había utilizado ella, que esbozó una sonrisa.
               -Hola-contestó, y sus dientes brillaban como perlas en el fondo del mar. Nos observamos.
               Y cuando digo que nos observamos, es que lo hicimos de verdad. Fue como si fuéramos estudiantes de Bellas Artes a los que llevan a un museo a hacer su tesis doctoral. Sabrae estudió mi pelo, bajó por mis ojos, se detuvo en mi boca unos deliciosos instantes, y continuó por mi pecho, mis manos, mi cintura, mis entrepierna (oh, sí), y bajó hasta los pies.
               Yo hice lo propio.
               Vaya cómo ha mejorado el día, me dije a mí mismo, primero follo, y ahora veo a Sabrae.
               Dios, ¿cómo puedo estar pensando que el día mejora, si antes he follado y ahora estoy viendo a una chica?, me recriminé, aunque sin muchas ganas. Porque, en cuanto comencé a estudiarla, supe que no había estado tan acertado en un pensamiento en toda mi vida.
               Me fijé en la línea irregular que dividía su pelo en dos mitades perfectas, en lo apretadas que llevaba las trenzas de boxeadora. En la forma en que sus ojos resaltaban con la sudadera blanco sucio que se había puesto. En las pecas que espolvoreaban su nariz de polvo de estrellas, convirtiendo su cara en un cúmulo de galaxias en el que no me importaría perderme. Me fijé en sus labios, ligeramente brillantes debido a un cacao que (supuse) acababa de echarse. Su cuello, del que pendía una pequeña cadena cuyo colgante se perdía debajo de la tela de la sudadera. Sus pechos, cuya curva se insinuaba en una indumentaria que le quedaba grande (juraría que había visto a Scott con esa sudadera en alguna ocasión). Sus manos, una en la puerta, sujetándola para que no se cerrara; la otra, caída a un lado de su cuerpo, sin ninguna función. La forma de sus glúteos cubiertos por unos leggings negros y estirados. Las zapatillas de andar por casa.
               Volví a fijarme en sus manos. Estaban teñidas de varios colores, todos vivos y resaltando sobre su piel del color de la canela en rama. Me la imaginé pintando, concentrada en sus pensamientos mientras sus dedos sostenían con firmeza y cariño el pincel… y no me puse cachondo.
               Adoré la Sabrae de mi mente casi tanto como adoraba a la que tenía ante mí.
               Volví a encontrarme con sus ojos y Sabrae, cohibida por mi escrutinio, se pasó una mano por la cara, apartándose un mechón de pelo. Las manchas que habitaban entre sus dedos subieron hasta sus mejillas; un trazo verde lima atravesó uno de sus pómulos mientras ella se sonrojaba bajo aquella cara tan preciosa.
               Qué rica, pensé, y no era el “rica” de me la tiraría ahora mismo, sino el “rica” de madre mía, no he visto nada tan bonito en mi vida, quiero protegerla de todo mal.
               -Tienes…-susurré, señalándole la mejilla. Sabrae me miró, se tocó la piel, y luego se pasó la manga de la sudadera por la mancha verde, pero sólo consiguió difuminarla un poco.
               -¿Ya?-preguntó. Negué con la cabeza.
               -Espera-le pedí, y sin pensar mucho en lo que hacía, me mojé el pulgar con la lengua y le quité la mancha con el dedo. Sabrae se puso roja como un tomate, las pecas de su nariz parecían manchas de pólvora en un suelo arcilloso.
               Ninguno de los dos comentó el hecho de que el espacio que nos separaba era mucho más reducido ahora, puesto que había tenido que dar un paso para poder limpiarla. Pero que no lo comentáramos no hizo que no nos diéramos cuenta de ello.
               Tampoco comentamos la caricia involuntaria de mis dedos en el inicio de su mandíbula, donde ésta encajaba con su oreja, porque los dos temíamos que, al hacerlo, aquel pequeño atisbo de osadía de las yemas de los dedos acariciando su mentón se convirtiera en hijo único.
               -Ya-jadeé contra su piel, en aquel tono de comedia romántica. Sabrae tragó saliva, sus ojos estaban fijos en mis labios.
               -Gracias-musitó.
               -Nada-contesté, y nos quedamos así un momento, quietos, pegados el uno al otro. El mundo empezó a gritar dos palabras. La segunda era mi nombre; la primera: “bésala”.
               Bésala, Alec.
               Bésala, Alec.
               Incluso Sabrae parecía estar esperando a que me armara de valor. Ella era la que más tenía que perder de los dos, la que estaba en su casa, a la que podrían ver, y pedir explicaciones.
               Y le daba igual.
               Me incliné medio milímetro hacia ella, y su boca se curvó ligeramente, anticipando un beso que a los dos nos sabría a gloria, cuando una figura pequeñita apareció por el límite de mi campo de visión, rompiendo la magia del momento.
               -¿Saab?-preguntó Duna, caminando hacia su hermana con la misma curiosidad con la que Sabrae me había abierto la puerta-. ¿Qué pasa, por qué tardas tan…?-Sabrae se apartó de mí y yo me aparté de ella como si el otro fuera fuego y fuéramos seres hechos de agua-. ¡ALEC!-festejó Duna, entusiasmada, y yo esbocé una sonrisa, intentando no cagarme en la madre que parió a la niña.
               No lo conseguí (mucho, al menos).
               -¡Hola, guapísima!-sonreí, acuclillándome y dejando que se acercara a mí. Sabrae nos observó en silencio.
               -¿Qué haces aquí? ¿Has venido a comer yogur de plátano? Sabrae y yo hemos hecho una fuente-me contó, y yo negué con la cabeza.
               -Apuesto a que está delicioso-le acaricié el pelo y le hice cosquillas en la espalda. Duna soltó una risita adorable que hizo que me arrepintiera de cómo me había cagado en su madre hacía un instante.
               -¿Quieres un poco?
               -No, gracias, pero… ¿quieres tú un regaliz?
               Los ojos de la niña brillaron con luz propia.
               -¡Ay, sí, porfis!
               Me saqué el paquete del bolsillo trasero de los pantalones y se lo tendí.
               -Están un poco aplastados porque he venido en moto, y…
               -No importa-aseguró la niña, rasgando la bolsa y sacando una golosina de su interior. Me la tendió.
               -¿Qué se dice, Duna?-inquirió su hermana, y Duna la miró un momento, clavó sus ojos en mí y con una radiante sonrisa canturreó un:
               -¡Gracias!
               -Gracias, no. Un beso-exigí, y ella se rió y se colgó de mi cuello para plantarme un besazo en la mejilla. Sabrae disimuló una sonrisa.
               -Qué bien hueles-admiró la niña.
               -Gracias.
               -¡Y qué guapo estás!-me agarró del cuello de la camiseta y observó el logotipo de Amazon en mi pecho.
               -Es la ropa de trabajar.
               -Pues me gusta mucho tu camiseta.
               Sabrae se pasó una mano por la cara, pensando claramente Duna, para de ligar.
               -¿De veras? Pues es la del trabajo.
               -Qué guay. Yo quiero un trabajo, para que me den una camiseta tan chula.
               -Yo podría conseguirte una.
               -¿En serio?
               -Sí. Bueno, es decir… si fuéramos familia…
               -Pues ¡sé mi novio!-espetó Duna, y Sabrae abrió los ojos como platos mientras yo me echaba a reír.
               -Eso está hecho, mañana te la traigo, ¿vale?
               -Guay-respondió la niña, y se me quedó mirando con absoluta veneración.
               -¿Qué es eso?-preguntó Sabrae, y por su tono ligeramente irritado pude fantasear con que estaba celosa. Sonreí, poniéndome en pie.
               -Un paquete. Para Shasha.
               -Dun Dun, ¿por qué no le llevas esto a Shash? Luego seguimos pintando, ¿te parece?
               -Vale-baló la niña, agarrando el paquete de mis manos y entrando de nuevo en casa-. Adiós, Al.
               -Adiós, Dun.
               Ella soltó una risita, emocionada al haberme escuchado llamarla por su diminutivo, y trotó escaleras arriba, gritándole a la mediana que había traído un paquete para ella.
               -Me vas a meter en un lío, Sabrae-me crucé de brazos, y Sabrae se apoyó en la puerta.
               -Ah, ¿sí? Y eso, ¿por qué?
               -Se supone que le tengo que entregar el paquete a Shasha Malik. ¿Eres Shasha Malik?
               -No-coqueteó Sabrae, dando un toquecito a la puerta con su cintura-. Tendrás que conformarte conmigo.
               -Estar contigo no es conformarse, bombón.
               Sabrae sonrió, complacida, y se apartó un mechón rebelde de la cara cuando me saqué el móvil del bolsillo y le mostré la pantalla en blanco.
               -Échame una firma ahí-le di el lápiz táctil y esperé a que me hiciera un garabato-. Vale-recogí el teléfono-, ahora, necesito tu número del carnet de identidad-me lo dictó de carrerilla-. Impresionante, ¿te lo sabes de memoria?-me burlé.
               -A ver si te piensas que tú eres el único repartidor cañón que viene a mi casa-espetó, divertida.
               -Así que, ¿hay otros?
               -Te acabo de decir que estás bueno, ¿y te quedas con eso?
               -Que estoy bueno ya lo sé-respondí, cerrando la pestaña de la aplicación de entregas y abriendo mi agenda.
               -Creído de mierda-Sabrae puso los ojos en blanco.
               -Por último, necesito tu número de teléfono.
               -¿Para qué?-qué rápida era, la jodida. Más incluso que yo. Y mira que ya es decir.
               -Por si hay alguna incidencia y tenemos que solventarla.
               -De acuerdo-cedió, se sacó el teléfono de la sudadera, toqueteó la pantalla y me dictó un número que yo ni me molesté en guardar.
               -Genial, gracias-contesté, metiéndome el teléfono en el bolsillo-. Mañana me paso, y me dices el tuyo en lugar del de tu hermano.
               Ella se echó a reír.
               -Buena suerte con eso.
               -Contigo no la necesito, nena-le guiñé un ojo y Sabrae sonrió. Se quedó apoyada en la puerta mientras bajaba las escaleras de su porche.
               -¿Ésta es tu zona asignada?-quiso saber mientras atravesaba la verja de su casa. Me giré para mirarla.
               -¿Por qué? ¿Vas a ponerte a pedir cosas como loca a partir de ahora?
               -Estoy abierta a descubrir nuevas opciones de compra-se encogió de hombros.
               -¿Y quieres que vuelva?-pregunté, y ella se mordió el labio. Me observó mientras me subía a la moto y se deleitó en hacerse de rogar.
               -Puede-contestó.
               -Puedes pedirlo, en la pestaña de observaciones-arranqué la moto y Sabrae se echó a reír.
               -¿Tienes código de empleado, o algo?
               -Creo que con que pongas “que lo traiga el repartidor cañón”, ya sabrán que te refieres a mí.
               Sabrae se echó a reír y negó con la cabeza, cogiendo la puerta. Sé que no la cerró hasta que yo no doblé la esquina de mi casa.
               Lo sé porque yo la vigilé por el retrovisor, y vi cómo se asomaba a la verja de su casa para verme hasta el último segundo.
               Que no me estampara contra nada fue un puto milagro, al igual que lo fue que mi madre sólo me pusiera mala cara al ver que llegaba con el casco colgado del manillar, en lugar de rodeando mi valiosa cabecita.
               -¿No habrás venido sin casco?
               -Relájese, señora-la insté-, que le he traído unos bollitos-deposité la bolsa de la repostería sobre la mesa del salón y eché a andar en dirección a mi habitación.
               -¿Qué nota te han dado?-preguntó mi madre, astuta como ella sola.
               -Ninguna.
               -Alec-urgió mamá, y yo me detuve a mitad de las escaleras, me incliné hacia delante y la miré por debajo de la línea de la puerta del salón.
               -Filosofía.
               -¿Y qué has sacado?
               -Un suspenso precioso.
               -¿Has llegado al cuatro?
               -Al cuatro, dice-me eché a reír-. Qué optimistas sois las madres.
               -¡Estás castigado!-rugió-. ¡Sin salir de casa!
               -Vale, mami-canturreé, subiendo las escaleras-. Voy a cambiarme, que he quedado con Jordan para ir al gimnasio.
               -¿HAS OÍDO LO QUE TE ACABO DE DECIR?
               -Sí, señora.
               -¿Y lo has entendido?
               -Ni que me hubieras hablado en chino.
               -¡A MÍ NO ME CONTESTES!-ladró, levantándose del sofá y plantándose al pie de las escaleras contrarias a las que había usado yo. Suspiré.
               -A ver, mamá, los dos sabemos que si me castigas sin salir de casa, voy a salir por la ventana para que no tengas pruebas de que he cruzado la puerta de la calle, ¿seguro que quieres que me juegue el cuello de esta manera?
               -Ojalá Inglaterra entre en guerra para que te obliguen a hacer el servicio militar.
               -Sí, hombre, y ganarla yo solito gracias a mis habilidades con el Call of duty-gruñí, entrando en mi habitación.
               -¡ALEC!-bramó-. ¿ADÓNDE VAS?
               -TE HE TRAÍDO BOLLOS, MUJER-protesté-. NO PUEDES TENER UN HIJO DETALLISTA Y LISTO. TIENES QUE ELEGIR. ELIGE YA.
               -Prefiero que seas listo.
               -Pues no toques los bollos, por la cuenta que te trae.
               -¿No te das cuenta de que esto no hace más que perjudicarte? No lo hago por ti, yo ya estudié todo lo que tenía que estudiar, y…
               -Ya engatusaré a una millonaria que me mantenga, tú no te preocupes por mí.
               -Soy tu madre, me voy a preocupar por ti siempre-zanjó.
               -Lo que hagas por vicio ya no es asunto mío-discutí.
               -¿¡Tienes que decir la última palabra siempre!?-me gritó mamá. Me la quedé mirando un momento, esperé lo suficiente como para que creyera que no iba  contestar.
               Y después:
               -Sí.
               Me eché a reír y me metí en mi habitación mientras ella gritaba por el piso de abajo que iba a terminar matándola de un disgusto. La desesperación de mi madre hizo que mi hermana, cuyo animal espiritual tenía por fuerza que ser un buitre, saliera de su habitación con el conejo pisándole los talones. Abrió la puerta de la mía mientras yo me descalzaba y me quitaba la camiseta.
               Entró en tromba, pero todo su ímpetu se evaporó con el calor de sus mejillas al pillarme semidesnudo. Incluso sus orejas se volvieron rojas ante mi diversión. Ni que nunca hubiéramos ido a la playa juntos, tenía que estar harta de verme sin camiseta.
               Joder, pero si en verano me paseaba por casa en calzoncillos (y que diera gracias mi madre de que no decidiera desnudarme todavía más porque, joder, vaya puto calor asfixiante y húmedo hacía en Londres).
               -¿A que estoy bueno, hermanita?-la piqué, aprovechando aquel momento de timidez de mi hermana. Estaba claro que vérselas con mis abdominales no entraba en sus planes. Era curiosa, nuestra situación: se invertía lo que solía suceder con el resto de la gente. A menos ropa tenía yo, menos vulnerable me sentía. A más ropa me faltaba, más timidez le daba a Mimi. Me di una palmadita en los abdominales y decidí pincharla un poco más-. Se mira, pero no se toca.
               Mary agitó la cabeza, apartándose el pelo de la cara y recuperando un poco de su altivez.
               -¿Has traído mi paquete?
               -¿Qué paquete?-pregunté, desabrochándome los vaqueros y pisándolos para salir de ellos. Consideré seriamente la posibilidad de agarrarme el bulto de mis bóxers y preguntarme si se refería a ese paquete, pero me dio lástima lo mal que lo estaba pasando mi hermana.
               -¿Cómo que qué paquete? El mío, lo de Trufas-señaló al animal, que se había colocado a su lado-. ¿Lo has traído, o no?
               -No.
               -¿Qué?
               -Que no. ¿No entiendes el inglés? ¿Te lo digo en ruso?
               -¿No había llegado, o qué? ¡Es urgente, Alec!
               -Haber pedido el envío en dos horas-gruñí, sacando la ropa del gimnasio del armario. Mary dio un furioso taconazo en el suelo que hizo que su mascota diera un brinco y la mirara-. Es coña, niña mimada. Ve a mirar en la moto.
               Su carrera apresurada por el juguetito del conejo me dio unos segundos preciosos en los que pude terminar de ponerme los pantalones y la camiseta de tirantes. Metí la camiseta y los pantalones de recambio hechos una bola dentro de la bolsa de deporte y recogí los guantes de boxeo de la estantería en el momento en que mi hermana volvía a la habitación.
               -¿Dónde está mi paquete?-exigió saber.
               -¿No estaba en la moto?-me toqué la mandíbula-. Vaya. Hice limpieza de la que venía-mentí-, puede que lo tirara a la basura…
               -¡MAMÁAAAAAAAAAAA!-chilló Mary, que no era capaz de lidiar conmigo y claramente necesitaba ayuda psicológica. Puse los ojos en blanco cuando mamá le preguntó qué le estaba haciendo (pues nada, señora, ¿qué voy a hacerle?) y sonreí con suficiencia cuando ella le dijo que se ocupara de mí sola. Mary apretó la mandíbula, cerró las manos en un puño y me señaló con un índice acusador.
               -Trufas-dijo en tono trascendental-, ¡ATACA!
               Menuda bestia parda le había regalado para Navidades cuando era pequeña. De menuda fiera se había encaprichado. El conejo se abalanzó hacia mí con velocidad, la agilidad de un felino y la furia de un dragón.
               Sí, la forma en que empezó a correr en círculos alrededor de mis pies, haciendo cabriolas como si estuviera en pleno apogeo de una epilepsia inducida por drogas fue bastante impresionante.
               -Aterrador-ironicé, tirándole el paquete, que le habría dado en la cara de no tener mi hermana unos reflejos de pantera-. Disfruta de tu juguetito, conejita.
               -Eres un capullo-gruñó, rasgando el cartón de la caja.
               -¿Sí? Este capullo te ha traído tu estúpida compra a pesar de que estaba violando política de la empresa. ¿Así le pagas todo lo que te quiere a este capullo?
               Ella sonrió al sostener la pelota de Trufas entre las manos, por fin. La agitó en el aire frente al conejo, que abrió los ojos como platos y empezó a salivar de puro éxtasis. Negué con la cabeza y pasé a su lado, la empujé con un hombro y ella protestó con un jadeo.
               Volé escaleras abajo, no le fuera a dar a mamá por encerrarme en casa. Lo que no me esperaba era que Mimi se asomara al hueco de las escaleras, se apoyara en la barandilla y gritara un sincero:
               -¡Gracias!
               -Ya-bufé, abriendo la puerta.
               -Te quiero, Al-sonrió ella, y yo me volví, el pomo de la puerta entre los dedos, su sonrisa clavándoseme en lo más hondo de mi corazón. Te quiero, Al. Ay, mi pequeñita. Qué no daría yo por escucharte decir eso cada dos minutos.
               -El placer ha sido mío-le guiñé un ojo y cerré la puerta. La escuché reírse al otro lado de la pared mientras me alejaba de mi casa, cruzaba la calle y llamaba a la puerta de enfrente, el hogar de Jordan. Su madre me abrió, me miró de arriba abajo y me informó de que Jordan se había cansado de esperarme hacía 45 minutos.
               -Tu hijo no va a poder casarse en su puta vida, Annie. Luego te preguntarás por qué no encuentra novia. Las mujeres sabéis estas cosas. La paciencia es una virtud.
               -La puntualidad lo es más-contestó su madre, cerrándome la puerta en las narices.
               -¿Puedo quedarme a comer el sábado?-pregunté a la puerta cerrada.
               -Claro-contestó ella, y hasta ahí llegó nuestro roce. Prácticamente volé al gimnasio, salté las barreras de seguridad, le hice un gesto con la cabeza a la recepcionista, que mordisqueó su lápiz al verme pasar, y sonrió mientras abría una nueva pestaña en su ordenador. Tiré mi bolsa dentro de la taquilla, guardé el móvil dentro, cerré el candado y me dirigí hacia los pisos superiores, donde estaban las máquinas…
               … y la sala del ring.
                 -Cada día te haces más de rogar-se burló Sergei, aporreando un saco de boxeo desteñido por el tiempo y los impactos de los guantes. Abrí los brazos.
               -Pero siempre llego, ¿verdad?
               -Qué remedio te queda, campeón-se burló, pasándose un guante por la frente perlada de sudor. Envidié en cierta medida la forma en que su cuerpo ya estaba libre de toda toxina, y de la adrenalina que sólo el boxeo podía verter en tu sangre.
               Pronto yo conseguiría tener la mente tan despejada como la tendría Sergei.
               Pero, de momento, tenía que reunirme con Jordan.
               Me lo encontré en una de las cintas de correr, con la suela de sus playeros impactando a una velocidad media en el suelo de goma. Tenía los ojos fijos en un punto más allá de las ventanas, y el cable de los auriculares que llevaba puestos le golpeaba de forma rítmica el pecho que ya empezaba a moverse de manera irregular.
               Las rastas, apartadas de su cara con una cinta para el pelo negra, le aporreaban la espalda como si fueran látigos hechos de morcillas. Me acerqué a él como una pantera y, veloz como un rayo, le agarré de los calzoncillos, tiré de ellos, y dejé que se soltaran azotándole una nalga.
               Jordan dio un brinco por el susto, y casi se cae de morros en la cinta de correr.
               -¿Eres subnormal o qué, pavo? Puto gilipollas-gruñó, volviendo a subirse de un brinco a la cinta. Me apoyé en uno de los pasamanos y parpadeé deprisa.
               -¿Me dejas los auriculares inalámbricos?
               -¿Qué te hace… pensar… que los he… traído?-jadeó Jordan, y yo alcé una ceja.
               -El amor que me profesas.
               Jordan se echó a reír. Aminoró la marcha de la máquina hasta un cómodo paseo, se bajó la cremallera de sus pantalones y me colocó los auriculares en mi palma abierta.
               -Gracias, tío. Que Dios te lo pague con una novia que sepa hacer buenas mamadas.
               -A ver si te oye.
               -Activa el Bluetooth y pon algo con mucho, mucho ruido-exigí, alejándome de él.
               -Marchando una de baladas-replicó, cambiando de máquina para poder ver cómo entrenaba yo-, ¿qué celebramos?
               -Que estoy que me salgo, joder-respondí, agarrándome a una de las barras para hacer dominadas y levantando todo mi cuerpo con la fuerza de un solo brazo.
               Sí, ya sé que es muy estúpido, de primero de primaria, el hacer un ejercicio semejante sin haber calentado primero. Pero es que me sentía invencible. Y el hecho de que no me ocurriera absolutamente nada, no sintiera más que la leve molestia que siempre acompañaba el esfuerzo físico, lejos del dolor del peligro de una lesión, daba idea de hasta qué punto aquél estaba siendo un buen día para mí.
               Jordan se echó a reír ante mi exhibición de poderío.
               -¿Pauline había hecho un pedido?
               Me giré.
               Le miré.
               Le dediqué mi mejor sonrisa torcida.
               Jordan se echó a reír.
               -Quizá tenga que echar el currículum a Amazon yo también.
               -Necesitarías sacarte el carnet-contesté, poniéndome un guante tras colocarme los auriculares.
               -O tú podrías robarme un uniforme.
               Esta vez me tocó a mí reírme.
               -Tesoro-le dije-, si te crees que todo lo que mojo es por el uniforme… es la cara. Créeme. Si no tienes cara, no tienes dónde elegir.
               -Seguro que el uniforme ayuda.
               -A ver, evidentemente, tiene morbo. No te voy a negar que no me tiraría a una azafata de vuelo sin pedirle que se deje el gorrito puesto. Pero el que le da el morbo a la camiseta soy yo.
               -Estás muy subido hoy, ¿no te parece? ¿A quién has visto?
               Hice chocar mis guantes. Me mordí la cara interna de la mejilla y alcé una ceja. Comencé a golpear el saco de boxeo más próximo, mientras Jordan se echaba a reír, negaba con la cabeza y alzaba las manos.
               -Ya sabes lo que les pasa a los que juegan con fuego, Al.
               -No te preocupes, Jor: pondré todo de mi parte para que no salga escaldada.
               Jordan se rió de nuevo, se subió a la máquina y comenzó a correr. La música llenó nuestros oídos, las mismas canciones desde un mismo dispositivo. Yo golpeé el saco de un modo rítmico, como siempre hacía y, a la vez, con la eterna novedad de un proceso que jamás es igual.
               Entré en trance, pero no el trance que yo me esperaba en el que conseguía crear una zona zen en la que me olvidaba de todo. No hubo neblina que superar y en la que el sol me bañara una vez atravesada.
               Más bien, todo lo contrario. Me hice mucho más consciente de mi cuerpo. Cada célula que me componía enviaba un grito a mi cerebro, indicándole su posición y cómo se sentía, expresándole sus ideas. Todas coincidían en que su núcleo de interés era la chica a la que me moría por besar, a la que casi había besado esa tarde.
               Cada cosa que hacía me recordaba a ella. Extendía los brazos para darle un golpe al saco, igual que lo había hecho para atraerla hacia mí.
               Fijaba los ojos en el saco, igual que lo había hecho con ella cuando vi cómo peleaba. Brincaba a los lados, esquivando golpes, tal y como había hecho cuando estábamos en la pelea.
               Mis pies no se quedaban en el mismo sitio ni medio segundo, igual que cuando habíamos bailado.
               Sentía un agradable cosquilleo en el estómago, nada que ver con las famosas mariposas, provocado por los momentos de ingravidez entre salto y salto. Igual que cuando su boca había encontrado al mía.
               Se me aceleraba el pulso, como cuando nos besamos.
               Mi cuerpo se cubrió de sudor.
               Igual que cuando estaba dentro de ella.
               Para cuando acabé, jadeaba.
               Igual que cuando me corría en su interior.
               Por suerte, nadie notó que el calor que cubría mi rostro no nacía de la actividad física, y que si me había puesto colorado no era por el cansancio. A pesar de que me sentía como si me hubieran pasado por encima una manada de caballos salvajes, estaba eufórico y me sentía capaz de correr una maratón. Me encontré con la mirada de aprobación de Sergei mientras le entregaba los auriculares a Jordan y los dos bajábamos juntos las escaleras en dirección al vestuario. Éramos de los pocos que quedábamos en el gimnasio; entre semana, todo estaba mucho más calmado a esas horas, cuando los que tenían la tarde libre ya se habían marchado y los que trabajaban después de comer todavía no habían llegado.
               Mi entrenador asintió con la cabeza, satisfecho con mi sesión de hoy. Fuera lo que fuera lo que me estuviera haciendo, tenía que potenciarlo a toda costa, me dijo con aquel gesto.
               La última vez que había boxeado así de bien, había ganado un campeonato.
               Una lástima que, a mis 17 años, ya fuera una vieja gloria retirada.
               Jordan y yo entramos en el vestuario riéndonos y dándonos empujones. Estábamos solos. Nos quitamos la ropa sudada, cogimos sendas toallas y entramos en las duchas.
               -¿Vas a contarme qué te retrasó tanto esta tarde, o quieres que te lo sonsaque?-inquirió abriendo el grifo del agua caliente y saltando dentro cuando comenzó a hervir.
               -Si te lo contara, no te lo creerías-contesté, abriendo el grifo yo también y metiéndome bajo un chorro de agua helada que me vino de perlas, todo había que decirlo.
               -Sé que es una chica-respondió Jordan, señalando mi entrepierna-. ¿En cuál piensas, mi amor?-preguntó, y yo me reí, me metí bajo su chorro y tiré de él para darle un beso en la mejilla en coña.
               -En ti, mi amor.
               -Quita, tío-gruñó, riéndose-, no me apuntes con eso-volvió a señalar mi entrepierna, que estaba más animada de lo que correspondía a la situación.
               -¿Habré sido negro en otra vida?-indagué-. Porque la tengo más grande que tú, Jor.
               -No es por nada, hermano, pero a mí también me crece cuando me empalmo. No eres especial-me dio una palmada en la espalda y yo sonreí.
               Recordé la mirada de Sabrae la primera vez que me vio en todo su esplendor. El gustazo que me había dado descubrir su sorpresa. Una parte de mí sabía que, detrás de aquella fachada de odio y desprecio, se escondían unas expectativas tremendamente altas. Quizás tuvieran algo que ver con aquellos sentimientos que Sabrae albergaba hacia mí.
               Y, el hecho de que hubiera superado aquellas expectativas la misma primera noche que estuvimos juntos había contribuido a dispararme el ego hacia las nubes.
               Jamás me he crecido tanto como cuando estuve con ella, pensé, y aquello terminó de encenderme. Apoyé la frente en la pared, intentando recuperar mi temperatura corporal normal (dudaba que se pudiera vivir a más de mil grados centímetros; el calor que tenía repartido por todo mi ser era insostenible). Así, inclinado contra la pared, el agua de la ducha se deslizaba por mi espalda igual que lo habían hecho sus uñas, la segunda vez que nuestros cuerpos se unieron, la primera en la que ella disfrutó y me acompañó con las caderas.
               Joder, me volvía loco la manera en que era capaz de mover sus caderas.
               Me estaba empalmando tanto que incluso me dolía.
               -Alec…-preguntó Jordan, en un tono curiosamente mezclado entre la diversión y la preocupación-. ¿Estás pensando en Sabrae?
               -No digas su nombre-le pedí en tono ronco. Dios mío, qué suerte tenía ella de estar tan lejos de mí. Las cosas que le haría si la tuviera enfrente. El hambre que tenía de ella era comparable a la de un lobo en pleno invierno.
               -¿Por qué? ¿Ha pasado algo? ¿Te… molesta?
               Abrí los ojos, pero no le vi. Sólo podía verla a ella.
               -Nunca he estado desnudo cuando alguien decía su nombre-contesté, y Jordan se quedó callado un momento.
               Esperó. A que yo me calmara. A que me purificara. A que ordenara mis pensamientos bajo el chorro de agua fría.
               Y, sobre todo, a que comenzara a hablar.
               -No puedo parar de pensar en ella, tronco.
               -Eso es evidente-contestó Jordan, riéndose.
               -Es que… joder-me pasé una mano por el pelo y negué con la cabeza-. Es que… está muy buena, ¿te has fijado? Para los años que tiene, tiene un viaje importante.
               Jordan alzó las cejas, impaciente por que continuara con mi tesis doctoral sobre el cuerpo de Sabrae Malik. Debía de pensarse que enseguida me callaría.
               El cabrón no sabía que tenía material para hablar semanas enteras, sin parar.
               -Y tampoco es que la nena sea tímida, ¿sabes? Guau. O sea, es que te dice cada guarrada… yo no me esperaba que fuera así, la verdad.
               -¿En serio? Se nota que no la conoces. Es precisamente lo que me esperaría de ella. No hay más que ver que no tenía miedo de pegarte un corte para que cerraras la boca.
               -Y me pone como una jodida moto, tío. Te lo juro. Y mira que me habrán dicho cosas… pero no me las dicen como ella, ¿sabes? Tiene un estilo a la hora de hablarte al oído…
               -Se nota-volvió a señalar mi entrepierna, y yo chasqueé la lengua.
               -Mira, pavo, en serio, ¡lo que me faltaba! Pajearme en el gimnasio-sacudí la cabeza y me froté la cara-, si es que no doy más de degenerado.
               -Te dejaré intimidad.
               -¡NO!-supliqué, cogiendo a Jordan del antebrazo-, que al ritmo que voy, todavía me la casco, y contigo aquí no lo hago.
               Jordan empezó a descojonarse.
               -Es lo más raro que me has dicho en la vida, Al.
               -Te lo pido por favor, Jor, échame un cable. No sé qué coño me está pasando. Me está embrujando. Esto no es ni medio normal-lo cogí de los hombros-.Habla con ella y dile que pare.
               -¿Que pare? ¿Seguro?
               -O que se me siente encima. No lo sé. Estoy muy confuso ahora mismo. ¿Qué me aconsejes?
               -Que vayas a casa y atranques la puerta de tu habitación-soltó Jordan. Aprovechó mi estupefacción para dejarme solo en las duchas.
               -¡Así no me estás ayudando, Jordan!
               -Está claro que no puedes pensar porque no te llega suficiente sangre al cerebro. Soluciona ese problema y después hablamos, y decidimos qué hacer.
               Me quedé mirando mi pequeño amigo, sopesando las posibilidades.
               -Ni de coña-conseguí decir por fin-. No estoy tan enfermo.
               Ella no tiene ese control sobre mí, pensé mientras me rodeaba la cintura con una toalla, me tranquilizaba lo justo y salía de las duchas. Jordan intentó no reírse ante mi evidente conflicto de intereses, pero no le salió muy bien. Menos mal que yo estaba demasiado ocupado intentando desesperadamente recordar cómo se respiraba como para ofenderme por ello.
               Creí que no llegaría a casa sin desmayarme. Pero, milagrosamente, lo conseguimos. Jordan me dio una palmada en la espalda y me cogió del cuello.
               -Ya me cuentas mañana.
               -Jordan, por el amor de Dios, si alguna vez me has tenido aprecio, no me dejes so…
               -Precisamente porque te tengo aprecio voy a dejar que te liberes de esa…-sonrió, malévolo-, carga-sentenció por fin. Me lo quería cargar-. Mañana hablamos, cuando estés más lúcido. Ah, un consejo: si empiezas a oler a quemado… para.
               -Serás bestia-protesté-. Luego te quejas de que no se te acerquen las tías.
               -Aclárate, Alec-gruñó Jordan, enfadado-. ¿Es por las rastas o es por mi lengua?
               -Es por las dos cosas-admití, entrando en mi casa y cerrando de un portazo antes de que Jordan pudiera contestar. Subí las escaleras de dos en dos y me metí en mi habitación. Me juré que no haría nada, que esperaría a que se me pasara el calentón.
               Aguanté en la cama menos de 3 segundos sin moverme.
               Terminé cogiendo el móvil y entrando en Instagram, porque la carne es débil y yo no estoy hecho precisamente de piedra.
               Ni siquiera tuve que teclear su nombre completo.  Con la última inspección que había realizado de su perfil, a la red social le había sido más que suficiente para saber que tenía que ponérmela arriba del todo en la barra de búsqueda. Toqué su cara con el pulgar derecho mientras mi mano izquierda reposaba sobre mi vientre, a la espera.
               Bajé por su perfil. No estaba buscando una foto en particular, simplemente estaba esperando una señal.
               O eso creía yo. Porque cuando llegué a una de la fotos en bikini con sus amigas, en las que se reían y parecían tremendamente felices, no lo pude evitar.
               Hundí la mano por debajo de mis pantalones y sostuve mis ganas de ella con firmeza. Subí un poco más arriba, a las publicaciones más recientes. Tenía varias fotos interesantes; las mejores, con un escote y un gesto pícaro que no intuía nada bueno.
               Y entonces, justo cuando estaba a punto de entrar en una de las fotos, lo vi. Aquel cuadrado azul en el que antes ponía “seguir”, ahora tenía una palabra más.
               “También”.
               Sabrae acababa de seguirme, y yo, como un gilipollas, no le había devuelto todavía el favor.
               Con energías renovadas, toqué en la pequeña pestaña, sonreí al ver cómo cambiaba de color y me informaba de que seguía a la dueña de aquella cuenta, y mi cerebro desconectó.
               Bailé por todas sus fotos, me detuve en las más interesantes, en las que más piel enseñaba o más sonriente aparecía. Era preciosa. El color de caramelo de su piel se potenciaba con unos filtros que elegía a la perfección. Cada ángulo estaba estudiado al milímetro. El cromatismo de su cuenta no tenía nada que envidiar a una obra de Van Gogh. Los colores, brillantes, se entremezclaban unos con otros y daban lugar a combinaciones sorprendentes y agradables.
               Mis ojos se clavaron en una foto del verano. Estaba de espaldas, mirando una puesta de sol. Sus rizos de un negro dorado brillaban con los destellos del crepúsculo. Su figura se recortaba en tonos naranja y bronce contra el beso que el sol le daba al horizonte. Estaba medio vuelta hacia la cámara, y abrazaba su pecho mientras sonreía en dirección a la cámara.
               Se abrazaba a sí misma porque no llevaba sujetador.
               Y, cuando caí en aquel minúsculo detalle, supe que me sería imposible pasarlo por alto. No es que quisiera resistirme; todo lo contrario. Me apetecía perderme en ella, disfrutar dándome placer recordando todo lo que habíamos hecho juntos. Rememorar el sabor de sus besos en mi boca o de sus ganas de mí chispeando en mi lengua mientras la adoraba con ella y con mis labios.
               Amplié el foto (bendito fuera el que había habilitado aquella opción) y me fijé en su trasero. Scott estaba harto de que su hermana se quejara del culo que tenía, pero a mí me parecía la octava maravilla del mundo.
               Empecé a perder el control cuando recordé cómo ella se había vuelto absolutamente loca en el momento en que yo la agarré del culo mientras lo hacíamos sobre el sofá. Cómo todo su cuerpo había respondido a aquel acto de dominación y deseo por mi parte, cómo su boca se había curvado en una sonrisa similar. Me había mordido el lóbulo de la oreja y había gemido mi nombre de un modo tan sucio que me había sentido como si me estuvieran bautizando. Llevaba quince días llamándome Alec, no diecisiete años.
               Casi podía sentir su lengua invadiendo mi boca y reclamándome para sí. Sus pechos acariciando los míos, su respiración ardiendo en mi cara mientras aumentábamos la necesidad.
               Tenía…
               Necesitaba…
               Dios mío…
               Debía tenerla. Necesitaba tenerla. Hundirme en ella y derramarme en su interior, sin importar las consecuencias.
               Lo que le haría a aquella boca. A aquellos pechos. A aquel culo…
               Amplié la foto un poco más, bailando al borde de un precipicio en el que me había convertido en el trapecista más experimentado. Jadeé su nombre, lo paladeé en mi boca como si del mayor manjar se tratara…
               Hasta que un fantasma blanquecino con forma de emoji de melocotón hizo acto de presencia por un brevísimo espacio de tiempo en la fotografía. Destacó contra el fondo de colores brillantes como un dálmata en una convención de maltés blancos.
               Me detuve en seco. Noté cómo toda la sangre me huía del rostro, como si necesitara más concentración en mi lugar favorito del cuerpo. Tomé aire y bajé lentamente la fotografía, como dándole tiempo al dios de las redes sociales para que reconsiderara su decisión respecto a mi destino.
               En cuanto vi el pequeño corazón debajo dela fotografía en un acusador tono sangre, me incorporé de un brinco, saqué la mano de mis pantalones (el menor de mis problemas ahora mismo) y me la quedé mirando.
               -No. No. No, no, no, no, nononono…-jadeé, quitando el corazón, saliendo de la aplicación, soltando el móvil encima de la cama como si quemara.
               Lo recogí.
               Volví a mirarlo.
               Lo volví a soltar.
               Como tenga las notificaciones encendidas…
               LE VA A SALIR LA NOTIFICACIÓN, chilló mi fuero interno, en modo alerta máxima. Me la sudaba todo. Me daba igual la bronca con mi madre, que Jordan estuviera esperando que me pusiera en contacto con él… incluso me daba igual la mera posibilidad de ver a Sabrae mañana, cuando le llevara la camiseta a Duna (porque, oh, vaya que sí se la iba a llevar).
               Incluso me importaba una mierda el calentón que había experimentado hasta entonces.
               Estaba tan acojonado que incluso se me había bajado toda la grúa.
               Me levanté como un resorte y me metí en la habitación de Mimi. Abrí la puerta y casi me caigo al suelo del ímpetu con el que lo hice.
               Mimi dio un chillido. El conejo, que estaba sobre sus piernas, saltó de la cama y aterrizó sobre su costado. Pero mi hermana no le hizo el menor caso. Sus ojos, de pupilas minúsculas, estaban clavados en mí.
               -¿Sabes cómo se puede quitar la notificación de un “me gusta” en Instagram?
               Mimi se llevó una mano al pecho.
               -Creo que no se puede, ¿por qué?
               -No me jodas. No me jodas, Mary Elizabeth. Me muero-gruñí, cerrando la puerta con un nuevo portazo. Mamá protestó en el piso inferior, pero no estaba el horno para bollos. Salté de nuevo a mi habitación y me quedé mirando el teléfono,  con la pantalla apagada. Estaba impasible a mi sufrimiento. Parecía incluso orgulloso de la traición que acababa de cometer.
               Menudo error de novato, el mío. Anda que, manda huevos. Era básico lo de hacer capturas de pantalla a las fotos de Instagram cuando querías utilizarlas para fines impuros. Desde luego, sólo se me ocurría a mí no atender a esas reglas mínimas que todo tío conocía. Nacíamos sabiéndolas. Era puro instinto.
               -Me borro la cuenta-decidí en voz alta, como dando fuerza a mi resolución. Asentí con la cabeza y me abalancé sobre mi móvil que, en ese momento, se encendió, jocoso.
               Me dio un vuelco el corazón. En la pantalla, como si de una broma pesada se tratara, acababa de aparecer el nombre de Sabrae.
               ¡A Saab. 🍫👑 (@sabraemalik) le ha gustado a tu publicación!
               -Mi puta madre-jadeé-. Me cambio de nombre. Me piro del país.
               Pero, en lugar de coger mi pasaporte (que tenía siempre en regla, ventajas de tener familia repartida por todo el mundo) y comenzar a hacer la maleta, entré en Instagram. Toqué la notificación de la foto con la que Sabrae había interactuado y entré en ella. Revisé la gente que le había dado “me gusta”.
               Su nombre no aparecía. No sabía si el número de me gustas se correspondía con los que había tenido hasta la fecha. No solía revisarlos, por eso de que se me disparaban enseguida gracias a las chicas que empezaban a seguirme cuando Tommy o Scott me etiquetaban en alguna de sus fotos. Era la única actividad que Instagram no me permitía desglosar. Sí podía hacer eso con los comentarios y las notificaciones, pero los me gusta de cada fotografía eran un desfile de personas a las que yo no conocía en la mayoría de ocasiones.
               Me quedé mirando la foto. También era de verano. También era en una playa.
               Mi cerebro comenzó a trabajar a toda velocidad.
               Esta cabrona…
               Ha visto la foto.
               ¿No me estará vacilando?
               Me senté sobre la cama, con las piernas cruzadas, y me mordisqueé el pulgar. Decidí probar suerte. Entré de nuevo en su perfil, le di me gusta a la misma foto de antes, y esperé.
               Esperé.
               Y esperé.
               Estaba a punto de levantarme a coger el pasaporte y reservar un billete a la Antártida cuando su nombre volvió a aparecer en una pestañita en mi teléfono. La toqué.
               La misma foto.
               Un me gusta más.
               Su nombre estaba el primero en la lista de personas a las que le había gustado mi publicación.
               Me reí. Me reí muy nervioso. Me pasé una mano por el pelo, decidiendo qué hacer ahora. Vale, no le parecía raro que estuviera husmeando en su perfil. Ni parecía haberle molestado que hubiera estado mirando fotos suyas del verano.
               O, si le había molestado, no se atrevía a decírmelo a la cara.
               ¿Por qué debía molestarle, imbécil?, pensé. Si las ha subido a Internet, es por algo.
               Decidí probar suerte con publicaciones más modernas. Subí hasta la última foto que había colgado, entré en ella, le di dos toques y la examiné. Estaba sentada con una chica de melena afro del color de las puestas de sol. La chica lamía una piruleta mientras Sabrae sacaba la lengua y guiñaba un ojo, jugando con una de sus trenzas con una mano mientras en la otra sostenía una piruleta con forma de corazón.
               Toqué la cara de la chica. Amoke. Se llamaba Amoke, ahora me acordaba. Creía recordar que era su mejor amiga.
               Una nueva notificación. Toqué de nuevo la pestaña y, ¡sorpresa! Vi que Sabrae le había dado me gusta a mi foto más moderna.
               Iniciamos una especie de guerra. Le di me gusta a 10 fotos suyas, y ella respondió dándole a quince mías. Subí a 20. Sabrae subió a 25. Treinta. Cincuenta.
               No esperé más. Decidí bombardearla “me gusta”, bajando por su perfil hasta la primera foto que tenía subida. Me la quedé mirando un momento mientras Sabrae insistía en la disputa que yo había pausado, llenándome la cuenta de efímeros corazones blancos con hijos rojos.
               Era una foto de ella de pequeña con su padre, ella sosteniendo un gramófono dorado que yo había visto de refilón varias veces en casa de Scott. Estaba en brazos de Zayn, que la miraba con orgullo y un cariño infinitos. Me enterneció ver a padre e hija en un momento tan íntimo, compartiendo amor e inmortalizándolo para todo aquel que quisiera verlo.
               Estudié el premio con curiosidad. Nunca me había fijado en él, pero no me extrañó lo que vi.
               Yo también escribiría canciones que ganaran Grammys si tuviera el suficiente talento. Y también les pondría el nombre de Sabrae.
               Sabrae se merecía todas las canciones del mundo. Se merecía todos los premios del mundo. Se merecía todos los corazones blancos del mundo.
               Le di dos toques.
               Y la guardé para verla cuando estuviera triste. Porque aquella pequeña desprendía tanta felicidad, que dudaba que hubiera ninguna enfermedad que no pudiera curar.
               Esperé. Esperé, y esperé, y esperé, sin darme cuenta de que Sabrae había subido más fotos que yo, y ya no le quedaba más remedio que comprobar mi cuenta con la esperanza de que yo subiera algo. Recibí una nueva notificación suya pasados unos minutos, cuando yo comenzaba a perder la esperanza.
               Entré sin esperarme que fuera un comentario, y no un simple par de toques.
               Ella también había bajado a mi primera foto.
               Y le había puesto un par de corazones. No pude evitar sonreír cuando los vi.
               sabraemalik .
               Se correspondían con los colores de la tarta de cumpleaños de Mimi en su 6º aniversario. Era una tarta de limón con un gran seis de cera azul derritiéndose lentamente sobre las capas de glaseado de nata. En la foto, Mimi estaba sentada entre mis piernas, inclinada hacia la tímida llama, mientras yo la sostenía con firmeza para evitar que no se cayera.
               Aquella foto era importante para mí. Era el primer cumpleaños en el que había podido dormir bien, sin preocuparme de que nadie entrara en la habitación de Mimi a hacerle daño. El primer cumpleaños en el que yo había sido el hombrecito de la casa.
               Le di un pequeño corazón a su comentario y respondí con una carita sonriente. Me imaginé a Sabrae sonriendo en su habitación, tumbada en su cama, esperando que el juego no hubiera terminado.
               Entré en la pantalla de inicio y me fijé en que su cara apareció con una tímida explosión en la parte superior, acompañada de una aureola de color que me llamó la atención. Toqué su cara y me desesperé mientras la imagen cargaba.
               Sus historias eran rápidas, consistían en vídeos muy cortos, o boomerangs, de ella desayunando, echándose un zumo con sus amigas en la cafetería del instituto, o saltando y girando sobre sí misma en bucle mientras se agarraba la falda.
               Era una cría.
               Y me encantaba que fuera así de cría.
               Llegué a la parte en la que ella había llegado a casa. Estaba pintando con Duna, a la que le preguntaba tonterías sólo por hacerla de rabiar. Duna fruncía el ceño cuando Sabrae metía un dedo en su yogur de plátano, se apartaba de ella y se marchaba mientras Sabrae se reía.
               Qué suerte tienen sus padres, que la han escuchado reírse así toda la vida, pensé, como un gilipollas.
               Y luego… una foto.
               Ella, tirada en el sofá, con las piernas estiradas, y el paquete de Amazon que le había llevado a cas sobre sus piernas. Estaba acompañada de un texto con la tipografía de una máquina de escribir.
               Me encanta el servicio de Amazon, es que les como la cara.
               No lo pensé.
               Te lo juro. No lo pensé. Estaba tan pletórico que simplemente empecé a teclear y envié el mensaje antes de darme cuenta de que lo hacía.
¿Con el servicio, o con el repartidor?
               No tardó ni 10 segundos en leerlo. No tardó ni 13 en empezar a escribir.
Bueno, con el repartidor en horas no laborables estoy más contenta que en horas laborables, la verdad.
               Me eché a reír.
Se lo haré saber al jefe.
¿Para qué? ¿Acaso tienes enchufe?
No, yo soy más bien el del cable.
               Me quedé mirando el mensaje, estupefacto.
               ¡Alec! ¡Tío! ¿¡Por qué coño le has dicho eso!? ¿Y si ahora suda de ti, igual que hacen las tías con todos los babosos?
               ¿Por qué has tenido que sonar como un baboso, si no lo has sido en tu vida?
¡Vaya! No sabía que teníais también servicio de electricidad. 😉
               Suspiré con alivio y me eché a reír a la vez. Sí, puede hacerse.
               Al final, resulta que los hombres sí que podemos hacer dos cosas a la vez.
Tenemos servicios muy completos. Cuando quieras, me paso por tu casa y te los enseño.
O tú por la mía. Como prefieras.
               Empezó a latirme el corazón a toda velocidad mientras esperaba su respuesta.
Tentador, Whitelaw. Por desgracia, soy una chica ocupada. Además, yo no soy la que manda en casa.
Pásame con Sher. Estoy seguro de que puedo convencerla de que le interesan mis ofertas.
¿Tus ofertas, a mi madre? Mi madre está bien servida, pero gracias por la proposición.
               Eres imbécil, tronco. Eres jodidamente imbécil.
Lo siento.
¿Por qué?
¿No estás enfadada?
¿Debería? Me ha hecho gracia, la verdad.
¿De verdad?
Sí. Es decir, que creas que tienes posibilidades con mi madre, es graciosísimo.
¿Y eso, por qué? Podría ser cosa de las Malik.
¿El qué?
Sentir debilidad por mí. 😜
¿Cómo que cosa de “las Malik”? ¿Quién siente debilidad por ti?
Cierto, me olvidaba de que Duna simplemente me adora. La de la debilidad eres tú.
Sigue soñando.
Wow, Saab. Ya me parecía que estabas tardando en pedirme que pensara en ti.
               Me envió un emoticono riéndose, y la conversación se quedó estancada. No sabía qué más decirle, ni si debería insistir y arriesgarme a resultarle pesado.
               Sabrae se desconectó. Lo supe porque en la bandeja de mis mensajes desapareció el “activo ahora” con un círculo azul, y en su lugar apareció un decepcionante “activo hace un minuto”. Me mordisqueé la cara interna de las mejillas, pensando en cómo podía atraer su atención de nuevo.
               Abrí varios juegos, me entretuve un rato, pero no conseguí concentrarme en nada que no fuera ella. Me quedé tumbado, haciendo malabares con el teléfono. Miré mi reflejo semioculto en la ventana del techo y la línea de mi piel visible entre el pantalón y la camiseta me dio la solución.
               ¿Qué hay mejor para atraer la atención de nadie que una foto presumiendo de físico?
               Lógica masculina. Sí, vale, puede que a nosotros nos pareciera que tenía sentido. Es decir, si yo veo una foto de una tía enseñando las tetas, evidentemente me voy a interesar por ella. Por ella y por cómo meterme en sus bragas. Pues esto era un poco lo mismo. Quería meterme en las bragas de Sabrae, o por lo menos, conseguir que me hiciera el caso que me había prestado hasta entonces.
               Así que me puse en pie, me coloqué frente al espejo, me toqueteé el pelo y me estudié. Me levanté la camiseta y, después de considerarlo un poco, hice unos cuantos abdominales y planchas para calentarme los músculos (buen truco, ¿verdad? Uno no conserva a sus seguidoras regaladas por sus amigos famosos a base de subir fotos de los bizcochos que prepara su madre, especialmente cuando su madre ha hecho obras de arte mucho mejores), me levanté un poco la camiseta y me hice una foto.
               No me costó elegir cuál quería subir: en la que se viera más músculo, evidentemente. O vas a tope, o te vas a casa.
               Acompañé la foto de un emoticono de un guante de boxeo y me tumbé a esperar. Mis notificaciones explotaron como tenían por costumbre. Enseguida aparecieron los comentarios de los gilipollas de mis amigos con sus típicos “gordo”, “ese Photoshop todo guapo👏”, “a rayar queso”, “bonitos playeros, ¿son nuevos?”, y yo los despaché a todos con elegancia (vale, sí, los mandé a la mierda) mientras esperaba.
               Pero Sabrae no apareció. Empezaba a impacientarme, así que entré en mis mensajes y vi que estaba activa en ese momento. Me lancé a la foto y me metí en la lista de personas que le daban “me gusta”, la cual no dejaba de crecer.
               Ahí estaba ella. Abajo del todo. Había sido la primera.
               Estaba a punto de decírselo y meterme un poco con ella cuando reparé en que me había dejado un comentario.
               sabraemalik Creía que eso de levantarse la camiseta para presumir de abdominales se había pasado de moda.
               Me eché a reír y comencé a teclear.
               Alecwlw05 @sabraemalik ya ves, se pasa de moda para no tienen de qué presumir.
¿Y se supone que tienes mucho de qué presumir?
               Su mensaje había llegado segundos después de mi contestación. Tecleé disfrutando de cada toquecito, viendo su cara en mi cabeza.
Mm, creo que sí, especialmente dado que me dijiste que te encantaban mis abdominales cuando estábamos juntos.
Cuando estoy borracha digo muchísimas tonterías.
Suerte que lo contrarrestes diciendo verdades como puños cuando estás cachonda perdida.
¡Oye!
               Casi pude escuchar cómo se reía en mi cabeza al ver mi respuesta. Dejé el móvil encima de la cama y me froté la cara. Escuché a Mimi revolverse en la habitación de al lado, respondiendo al grito de mi madre de que bajáramos para cenar.
               -Venga, Trufs. Voy a cenar. Quítate de encima, gordito.
               Me pasé una mano por el pelo y me levanté para salir de la habitación. Comprobé que nada en mi cuerpo delataba lo que había estado haciendo minutos antes y agarré la manilla de la puerta. Un tintineo, sin embargo, impidió que la abriera.
               Me acerqué al móvil, respondiendo a su toque de atención.
               ¡Saab. 🍫👑 (@sabraemalik) ha subido una foto nueva!
               No voy a decir que entré corriendo a ver qué era, con la esperanza de que fuera una foto presumiendo de cuerpo, porque quedaría muy triste y sonaría a desesperado que te cagas.
               Pero entré corriendo a ver qué era, con la esperanza de que fuera una foto presumiendo de cuerpo.
               Yo antes no era así. Lo prometo.
               En su lugar, sin embargo, una agridulce decepción. Sabrae había decidido subir una foto de esa misma tarde, con la manos pintadas de colores y Duna sonriendo a cámara con toda la cara pintarrajeada. Sabrae tenía la cara limpia, la suave huella de un dedo (el mío) sobre la finísima capa de acuarelas con las que había estado experimentando.
               Había puesto “las pequeñitas de la casa 💓🌟” como pie de foto.
               Y yo no pude resistirme. Fue el primero en darle “me gusta” (aunque en mi defensa diré que mucha gente me siguió, más incluso que a Sabrae en mi perfil) y tecleé:
               Alecwlw05 ¿Sabes que la pintura es para el lienzo y no para la cara, verdad?
               Sabrae no tardó en contestar.
               sabraemalik @Alecwlw05 es que es una nueva corriente de arte. No esperaba que la conocieras.
               Me eché a reír y le puse un emoticono de un pulgar alzado. Mamá me dio un grito para que bajara ya o me quedaría sin comer. A regañadientes, bajé las escaleras. La cena, a pesar de que eran costillas asadas con salsa barbacoa, me pareció el mayor obstáculo al que me enfrenté en toda mi vida.
               Recogí yo mismo la mesa (lo cual dejó flipando a toda mi familia, porque yo nunca recogía sin protestar primero) para poder subir corriendo las escaleras y comprobar si Sabrae seguía activa. No estaba. Tampoco respondió al comentario con mi anterior emoticono, de modo que me tocó esperar.
               Y la espera y la curiosidad son malos compañeros.
               ¿Nunca has tenido la mala suerte de encontrarte, entre todos los mensajes, el que peor te va a sentar? Porque conmigo, parecía que las tecnologías se ensañaban especialmente. Apenas un par de comentarios por debajo del mío (incluido uno de Eleanor en el que ponía en chillonas mayúsculas REINAS DE ESPAÑA, Y SIN SER ESPAÑOLAS), un tal Hugo había comentado en la foto de Sabrae en un tono bastante meloso.
               -Jo, ¡qué grande está ya! En casa me preguntan mucho por ti, Saab. Tienes que pasarte un día.
               -¡Me encantaría, Hug! ¿Hace el viernes? Tú también tienes que venir a la mía. Duna no para de preguntar por ti.
               No, no hace el viernes, contesté yo mentalmente, porque el viernes vas a estar conmigo.
               Me metí en la cuenta del tal Hugo. Lo tenía todo privado. Qué hijo de puta, ¿qué querría esconder?
               ¿Y por qué coño Sabrae no intentaba sacarme conversación?
               Dios, con lo bien que había ido el día, y joderlo de esa manera…
               Gracias al cielo, Mimi, que tenía el don de la oportunidad tanto para lo bueno como para lo malo, llamó con los nudillos a mi puerta y la abrió sin esperar contestación.
               -¿Te he dicho que puedes pasar, niña?-protesté-. Podría estar desnudo, o algo así.
               -Ni que tú tuvieras problema. ¿Quieres ver una serie?-preguntó.
               -Estoy ocupado.
               -¿Haciendo qué, si puede saberse?
               -Contemplar la vida pasar-contesté, reticente.
               Mimi suspiró, abrió la puerta con más amplitud y se inclinó, enseñándome el bol con trozos de plátano, nueces, yogur y miel que se había preparado.
               Estudié su aperitivo desde mi posición privilegiada, tirado en la cama como un rey en sus aposentos.
               -¿Qué vas a ver?
               -Sexo en Nueva York-contestó.
               -Bajaré a por palomitas.
               Nos las comimos en silencio y luego ella comenzó con su yogur. Me obligó a ir a por una cuchara a la cocina, porque “no me había lavado los dientes y no le apetecía compartir conmigo una cuchara después de que yo hubiera comido un coño”. Será gilipollas, la niña ésta.
               Para cuando volví a la habitación, descubrí que no sólo no había parado la reproducción, sino que encima había lamido toda la miel que quedaba en el cuenco para que yo tuviera que comerme el yogur y el plátano a pelo. Porque, de las nueces, olvídate.
               Era la 16ª vez que miraba el teléfono y ponía mala cara al ver que no tenía ninguna notificación nueva, cuando Mary pausó el episodio y se abrazó a Trufas, quien había conseguido nueces.
               La hija de puta quería al puñetero conejo gordo más que a su propio hermano.
               -¿Qué pasa?-preguntó.
               -El tiempo-le contesté. Mimi puso los ojos en blanco.
               -Voy en serio, Al. No dejas de mirar el móvil, en la cena casi no has hablado…
               -Porque las costillas estaban deliciosas.
               -¡Me extraña que hayas podido saborearlas! Si casi te comes el hueso, y todo. Y luego, has recogido la mesa. Así, sin más. Sin provocación previa-arrugó la nariz-. ¿Te encuentras bien?
               -¡Manda huevos! Cuando no hago nada, porque no hago nada; cuando recojo la mesa, porque la recojo. ¿Me queréis dejar vivir?
               -Estás muy raro. Apenas has comentado nada de la tetas de Carrie Bradshaw-señaló el episodio y yo descubrí, con estupefacción, que efectivamente la protagonista estaba en plena acción con un hombre.
               -Estoy demasiado ocupado desarrollando poderes telepáticos con los que cascármela sin usar las manos-espeté, y Mary me dio un empujón y yo me eché a reír.
               -¡Serás cerdo! ¡Ugh! No vuelvo a preocuparme por ti.
               -Qué detalle, princesita, pero estoy bien-le di un beso en el brazo y ella agitó el pelo de modo y manera que me flagelara con él.
               Pero no podía concentrarme. Las escenas de sexo me daban igual. Los desnudos me daban igual. Lo único que me importaba eran las señales de vida que daba Sabrae.
               O, para ser más precisos, las que no daba.
               -Mím-murmuré, mordisqueándome la uña del pulgar. Mi hermana llevaba esperando que me armara de valor para hacerle la pregunta que me estaba carcomiendo desde que comencé a morderme el dedo. Era mi seña de identidad, el signo de que pronto plantearía una cuestión que me preocupaba-. ¿Tú sabes si… Sabrae… está interesada en alguien?
               Mimi frunció el ceño.
               -No. ¿Por qué debería saberlo?
               Me giré para mirarla.
               -No sé. Pensé que erais amigas.
               -No-Mary negó con la cabeza, agitó su melena y clavó la mirada en la pantalla del ordenador, sopesando su respuesta-. No, yo no soy amiga de Sabrae.
               -Ya, bueno, vale, no está en tu círculo y no salís juntas, pero… habláis a veces.
               -Sí, bueno, hablamos por Eleanor, pero yo no creo que seamos amigas. Es decir, yo no la considero mi amiga.
               -¿Por qué?
               -No sé-se apartó la melena pelirroja de los hombros-. A ver, es que… yo soy… como… más selectiva con la gente que yo llamo amiga, ¿entiendes?-se mordisqueó el labio.
               -Ah, ¿eso es que yo no?
               -A ver, Alec-Mimi apartó a Trufas de su regazo-. Jopé-dio una palmada-. Es que tú eres más sociable, y tal, y a mí… pues… me cuesta más conocer a gente nueva.
               Me erguí en mi asiento.
               -¿Qué conocer gente nueva, Mary Elizabeth, si la conoces desde que nació?
               -No-soltó antes de poder reprimirse-, desde que nació, no la conoce nadie en realidad.
               Nos miramos un segundo, cada uno más flipado que el otro. Yo no podía creerme que acabara de decir eso.
               Mary no podía creerse que siquiera pensara eso.
               -Joder-gruñí, cogiendo el ordenador-, no puedo creerme que empezara a boxear por ti, macho.
               -Al…-susurró, tocándome el hombro, pero yo me aparté.
               -Es horrible lo que acabas de decir, Mary Elizabeth.
               -Ya lo sé-gimoteó, al borde del llanto.
               -Como lo digas delante de ella, te rompo la cara, ¿me has oído?
               -Se me ha escapado-sollozó-, no lo pienso de verdad…
               -Pues más te vale que no se te vuelva a escapar, porque si te pillo yo y no Scott, ya puedes ir dando gracias. Él te mata como sueltes algo así delante de Sabrae. ¿Tienes idea de lo mal que la harías sentir?
               -Sí-jadeó-. Sí, Al, yo… jo. Perdón. No quería… no sé por qué…
               -No quiero hablar más del tema.
               -Pero…
               -He dicho que no quiero hablar más del tema, Mary Elizabeth. Deja de llorar-protesté-. Que dejes de llorar, o te doy y lloras por algo.
               Mary se limpió las lágrimas.
               -¿Crees que soy mala persona?-jadeó, agobiada, y me dio un poco de lástima, la verdad. Puede que me estuviera pasando un poco con ella.
               -No. Creo que a veces eres tonta. Y ésta es una de esas veces. Y mamá no se lo puede permitir, ¿sabes? Mamá ya tiene un hijo tonto. No necesita que los dos lo seamos.
               -No lo he dicho con mala intención…
               -Hay que pensar las cosas antes de decirlas.
               -Tú nunca las piensas.
               -Sí, y mira lo bien que me va-gruñí, lanzando lejos el teléfono para evitar volver a mirarlo en los siguientes segundos. Mimi se lo quedó mirando un momento, dolida. Se apoyó en la cama y lentamente se arrastró hacia mí. Se pegó a mi brazo y esperó a que se lo pasara por los hombros, pero yo no lo hice.
               -¿Quieres que se lo pregunte a Eleanor?-ofreció después de un rato. Yo estaba demasiado enredado en la maraña de mis pensamientos como para pillar a qué se refería.
               -¿Preguntarle qué?
               -Lo de Sabrae-contestó Mary, limpiándose las lágrimas-. Si está interesada en alguien.
               -Ah. No-chasqueé la lengua-. Paso. Era simple curiosidad, por… tener conversación, y tal.
               Recogí el teléfono del colchón y lo desbloqueé. Entré en Instagram.
               -Alec-baló mi hermana-, ¿sigues enfadado conmigo?
               -No.
               -Porque lo lamento de verdad.
               -Ya.
               -Entonces, ¿por qué no me das un abrazo?-quiso saber, preocupada. Volví a bloquear la pantalla, tratando de ignorar los nuevos comentarios que acababa de ver.
               -Porque no me apetece, Mary. Venga, pon el capítulo, que hay que acostarse pronto.
               Era mentira. Sí que me apetecía. Es más, lo que más me apetecía era hacerme una bolita y dejar que Mimi me consolara.
               Porque Sabrae acababa de quedar con Hugo. No íbamos a vernos el viernes.
               Y eso me ponía furioso de una forma que nunca había sentido antes. Mi interior palpitaba con una rabia ígnea que me calentaba las entrañas y le robaba calidez a mis extremidades. No quería que Mimi notara los efectos de la ponzoña que se extendía por mi cuerpo.
               Nunca había sentido unos celos como estos. Así de posesivos. Si me hubieran puesto al tío delante, no sé qué le habría hecho. Nada bueno, desde luego.
               Y me daba miedo esa incertidumbre. Porque aquel fuego bien podía ser genético. Al fin y al cabo, los dragones no bebían el fuego del sol.
               Lo heredaban de sus padres.





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3 comentarios:

  1. ESTOY CHILLANDO EN MIL IDIOMAS.
    Mira, no miento si digo que he shippeado la escena en casa de los Malik más que el fin de semana de Sceleanor. O sea, es que literal que daba grititos mientras lo leía, que fantasia macho. Me encanta lo caradura que es Alec, aunque por otro lado en este capítulo ha habido cositas de machirulo que me han chirriado algo, pero si hay algo que hago es confiar en ti ciegamente y sé que la evolución de Alec con respecto a esas actitudes me va a dejar en el suelo y van a hacer que me dé un puntito en la boca. Quitando eso, adoro como narra Alec. Adoro lo carismatico y gracioso que es y memha partido en dos la ultima frase. No se si estos lista para cuando cuente todo por lo que ha pasado.
    Pd: Deseando estoy que se den el puto número ya.
    Te quiero mucho Erikina. 💜

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  2. ME CAGO EN LA PUTA QUE PEDAZO DE CAPITULO!!!! No tengo mucho tiempo para comentar así me quedo para decirte que ha sido el mejor capitulo de la historia. Que quiero un alec whitelaw en mi vida y que Sabrae es una reina y yo su esclava. YQUE OLE LA PERSOALIDAD QUE LE DAS EN CADA CAPITULI A ALEC

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  3. Un capítulo maravilloso, es genial ver las cosas desde la perspectiva de Alec e ir conociéndole más ❤

    "Su figura se recortaba en tonos naranja y bronce contra el beso que el sol le daba al horizonte." ❤

    - Ana

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