Tengo una mala noticia que darte (sí, precisamente en el capítulo en el que te tirarás de los pelos porque empieza el salseo): como tengo marzo un poco cargado de exámenes y quiero ponerme con el Trabajo de Fin de Grado, no subiré nada más hasta el 23 de marzo. Siento decirte esto antes de que empieces el capítulo, pero... seguro que se te olvida con lo que estás a punto de leer. 😉
Hay dos cosas en las que todo el mundo está de acuerdo en
que pueden describirme a la perfección.
La
primera: soy un bocazas. De gran nivel. Pensabas que iba a decir que soy un mujeriego,
¿verdad? Pues no. Bueno, en realidad, un poco sí. Pero no me considero un
“mujeriego” como lo suelen pintar en las películas o en las pelis. Los chicos
dicen que yo soy más bien una especie de marchante de arte con muy buen gusto,
y, ¿qué mayor obra de arte hay en la Creación que las mujeres? Bingo. Ninguna.
Pero
no. El caso es que soy un bocazas, el más bocazas que se haya paseado por la
ciudad, el país, o puede que incluso el mundo. No es que no piense las cosas
que digo (créeme, digo todo lo que
pienso), sino que mi lengua tiene una especie de conciencia propia, muy a lo
películas apocalípticas de robots, y es más rápida que yo.
No es
que sea cruel. Las cosas malas que pienso de la gente, me las guardo para mí;
eso es algo que todos aprecian de mí. Es que directamente no tengo filtro,
suelto las cosas tal cual me vienen en un intento por hacer que mi interlocutor
se ría. El problema es que no siempre tiene por qué reírse.
Seguro
que ahora estás pensando “está exagerando, fijo. Es imposible que Alec sea
así”. Lo soy. Créeme. Para que te hagas una idea: el año pasado, cuando cumplí
los 16, Amazon estaba haciendo una campaña para contratar a jóvenes como
repartidores para el servicio Premium. Yo me apunté, por eso de que me gusta
tener pasta propia, y porque para motivarnos a los adolescentes, la empresa nos
ofrecía pagarnos la gasolina y el seguro de la moto. De puta madre hasta ahí,
¿a que sí?
Error.
Tuve que hacer una entrevista, y estaba bastante bien, muy cómodo, manteniendo
a raya mi boca hasta que el de Recursos Humanos señaló mi solicitud de trabajo,
currículum adornado incluido (gracias, Jeff, por dejarme poner que había
currado antes como repartidor en tu hamburguesería), y observó:
-No
has puesto cuáles son tus aficiones.
Yo me
había encogido de hombros y me había rascado la nuca. Bey me había dicho que
fuera yo mismo y que estuviera tranquilo, pero no demasiado yo mismo ni demasiado
tranquilo. Es por eso que no había puesto lo de que me levantaba a las seis
de la mañana los sábados, después de ir de fiesta (a veces ni me acostaba) para
poder ir a boxear tranquilo. Ni que me gustaba trastear en los
electrodomésticos y descubrir cómo funcionaban. Ni que me creía el mejor
mecánico de la historia (eso decía mi mejor amiga, pero yo creo que conseguir
montar una moto y que ésta ande bien con tus propias manos tiene un mérito que
se merece ser reconocido). O que me gustaba emborracharme para jugar con Jordan
a la consola. Eso no me haría de fiar.
-No
sé-murmuré, clavando los ojos en mi currículum un momento, pensando la trola
que le contaba ahora al señor-. Son las típicas, supongo. Estar con amigos, y
tal.
-¿Qué
haces para evadirte?-insistió el hombre, siguiendo el guión preestablecido para
detectar si era un psicópata que pretendía arrollar a 40 personas en una calle
peatonal, o algo por el estilo.
-No
mucho-volví a encogerme de hombros, y entonces… la bomba.
Casi
pude escuchar la palmada en la frente de Bey cuando me preguntara qué tal había
ido la entrevista y yo le reprodujera con las mismas palabras lo que acababa de
decir:
-¿Ver
porno cuenta?
Sí.
Ojalá fuera mentira. Acababa de confesarle a un completo desconocido y
potencial empleador que me la cascaba viendo tías en bolas cuando me aburría. Y
me aburría más de lo que estaba dispuesto a admitir.
¡Alec!, me recriminaría Bey en cuanto se
lo contara.
Aguanté
la respiración, esperando la reacción del entrevistador.
Y,
entonces, se echó a reír.
Parece
ser que tengo más carisma incluso del que yo creo, y puedo soltar gilipolleces
por la boca delante de gente que no tiene ni idea de cómo soy realmente sin que
a ellos les parezca que soy imbécil o se sientan incómodos.
-Puede
contar-asintió, poniendo un tic en verde en mi currículum y apartándolo a un
lado, al montón más pequeño de los tres que tenía. Se me aceleró el corazón.
Estaba dentro, o eso creía yo-. Veo que eres sincero.
-Sincero
es mi segundo nombre-espeté, y él alzó las cejas un microsegundo antes de que
yo le aclarara-. Es coña. En realidad, es Theodore-cuántas bromas habré aguantado de pequeño con el puto Theodore-. Mi
madre… bueno. Madres, ya me entiende.
Ahora
estaba siendo un puto mentiroso. Mi segundo nombre lo había elegido yo cuando
era pequeño y mamá se casó con Dylan, y yo me cambié el apellido de mi padre
biológico por el de mi padrastro. Pero
eso era es otra historia.
Pero
no me malinterpretes: que no sea capaz de saber qué voy a decir hasta que todo
el mundo lo averigüe no me convierte en alguien cruel. Para nada. Lo bueno que
tengo es que sé pedir perdón cuando me he excedido.
Prueba
de ello fue aquella clase de educación sexual en la que nos vino un tío de la
oficina de planificación familiar del Ayuntamiento a explicarnos cómo se usaba
un condón. Hacía un año aproximadamente también. Había aparecido en clase con
dos cajas y todos los tíos nos habíamos revuelto en el asiento, clavando los
ojos en la caja que tenía unas inmensas X y L en color blanco sobre fondo azul
grabadas en el cartón. Nos hizo esperar para mencionarlas, pero por fin, cuando
las agarró, se las quedó mirando un momento y clavó los ojos en todos los tíos
de la clase. Su mirada saltó de uno en uno, y yo miré a los demás. Tommy y
Scott se miraron un segundo y contuvieron una sonrisa. Me entraron ganas de
decirles que de qué se reían, si hasta los condones de talla normal les
sobraban, pero, como he dicho, no soy cruel. No me va humillar a la gente en
público. Ya les vacilaría cuando estuviéramos en la intimidad de nuestro grupo.
-Chicos-anunció
el orientador-, no compréis XL-espetó, y yo me quedé pasmado-, es para sacaros
el dinero.
Y ahí
está.
Alec
Whitelaw.
El
que siempre tiene que decir la última
palabra.
El
justiciero del verbo.
-A mí
me aprietan-espeté, y me regodeé en cómo todos los tíos de la clase me
fulminaron con la mirada. Superad esto,
cabrones. En mi cabeza ya estaba trazando un horario de los polvos que
querrían echarme mis compañeras.
-Cómo
te va a apretar, Alec-respondió el chaval, abriendo uno y poniéndoselo en el
puño. Varias chicas sonrieron, divertidas al ver mi cara, incluida Tam, que
nunca la había visto más gorda, pues pensaba que me iba a quedar cortada y sin
nada que decir.
Pobre
Tam. El mundo no se merecía su inocencia.
-Pues
sí que la tengo grande-solté, y antes de poder frenarme, le dije a Bey, que se
sentaba a mi lado-, ¿cómo puedes desear eso, Bey?
-¡Vete
a la mierda, puto gilipollas!-había espetado ella, empujándome y tirándome de
la silla. Nos habrían expulsado de no haberla excusado yo en la oficina del
director Fitz, diciendo que había sido un malentendido y un accidente y que no
me lo había tomado a mal, que Bey no se merecía un manchurrón en su expediente
en forma de expulsión por mi culpa.
-¿Cuántas
veces quieres que te pida perdón por esto?-pregunté, caminando detrás de ella
en dirección a clase de Historia. Se volvió hacia mí y me fulminó con la
mirada.
-Dame
una cifra.
-¿36?-sugerí,
intimidado.
-326,
más bien-zanjó, abriendo la puerta de la clase y caminando hacia su mesa.
Me
pasé todo lo que nos quedaba de mañana escribiendo 326 veces en mi libreta
“siento ser un gilipollas y un bocazas, perdóname”. Para cuando terminé, tenía
la mano roja y sentía palpitaciones en ella. Doctor, vamos a tener que amputar.
Se la
entregué a mi amiga y ella se la quedó mirando.
-Las
he numerado-señalé, tocando los números de los márgenes para que supiera que no
había intentado engañarla-. Para que veas que lo siento de veras.
-Te
has disculpado dos veces por frase. Habría bastado con la mitad-contestó,
sonriéndome.
-Es
que te quiero un montón, Bey.
-Ya,
o más bien-contestó, girándose y apoyando la espalda sobre su silla-, no fuiste
capaz de dividir mentalmente 326 entre dos, ¿no es así?-sonrió, mordisqueando
el bolígrafo mientras contestaba una pregunta de nuestro cuaderno de
ejercicios.
-No
me quieres por ser listo.
Ella
me miró por encima de la punta de su boli.
-¿Quién
dice que te quiera?
-El
amor con el que me miran tus ojos.
Bey
puso los ojos en blanco y suspiró mi nombre, negó con la cabeza y pasó una
página.
-Bey…
dime que no estás enfadada conmigo, por favor. Que yo con esta angustia no
puedo vivir-le cogí la mano y ella soltó una risita.
-Ya
te perdoné en el despacho del director mientras me defendías-contestó,
encogiéndose de hombros. Desencajé la mandíbula.
-Serás
cabrona… ¿me dejas copiar el ejercicio 6?
-No-contestó,
tumbándose sobre el libro para impedirme que viera ninguna de sus respuestas.
Joder,
¿cómo he llegado hasta aquí? A ver… Bey, y su incontrolable amor por mí… el
despacho de Fitz… el incidente con el condón. ¡Ah, sí, la entrevista! Vale,
pues resumiendo: una de mis cualidades más popularmente conocidas es mi
incapacidad para mantener el pico cerrado.
Y la
segunda: sé lo que quiero. Sé lo que quiero y sé incluso que voy a querer algo
antes de hacerlo.
Y
cuando besé a Sabrae en la pista de baile, supe que acabábamos de hacernos una
promesa que tardaríamos horas en poner por palabras, pero que yo no soportaría
romper. Era la misma promesa que les hacía a todas y cada una de las chicas con
las que me había enrollado alguna vez, con o sin sexo. Les daba un pedacito de
mí con el que podrían hacer lo que quisieran durante unas horas, siempre y
cuando ellas me entregaran un pedacito equivalente por el mismo período de
tiempo.
Pero
con Sabrae, fue diferente. A Sabrae no le di un trozo minúsculo de mi ser. Ni
quería que me lo devolviera. Lo sospeché mientras la llevaba hasta la
habitación del sofá, lo descubrí en el momento en que bebí de su cuerpo su
chispeante placer.
Y me
convencí de ello cuando la acompañé a casa y le pregunté:
-¿Continuará?
-Continuará-me
concedió ella, poniéndose de puntillas y dándome un beso. Me la quedé mirando
mientras entraba en casa. Ella me miró en silencio, sonriendo, mordiéndose los
besos que aún le bailaban en los labios, y cerró la puerta cuando yo atravesé
la verja de su casa.
Ojalá
no me hubiera puesto a dar brincos como un subnormal cuando creí que no me
veía.
Pero
me puse a dar brincos como un subnormal cuando creí que no me veía.
Había
sido una noche genial, de las mejores de mi vida. Todavía no me atrevía a decir
que la mejor, no por Sabrae, sino por mí. Sabía que, si empezaba a pensar en
ella como “la mejor de mi vida”, no intentaría repetirla. Y quería repetirlo.
Quería escucharla de nuevo gemir mi nombre, sentir el sabor de su pintalabios de
frutas en mis labios, intoxicarme con el aroma de su champú mientras embestía
el centro de su ser y nos convertíamos en una única criatura.
Joder,
¿qué me pasaba? Iba a pasarme toda la noche pensando en ello, lo sabía.
Y lo
mejor es que me daba igual. No podía pensar en nada más que el tacto de sus
dedos en mi nuca, en mi pelo, la forma en que había susurrado mi nombre cuando
conseguí catapultarla de nuevo a las estrellas.
Cómo
los dos nos habíamos estremecido mientras nos besábamos por primera vez.
Nunca
había sentido una atracción tan fuerte con nadie. Jamás me había sentido tan
ligero, como si pudiera empezar a flotar con mi simple voluntad.
El
trayecto hasta mi casa fue el más largo de toda mi vida. Varias veces me detuve
en seco, debatiéndome entre dar la vuelta y echar a correr en dirección a su
casa y repetir lo que habíamos hecho. Y siempre me convencí de que mejor no,
otro día, cuando no estuviera tan embotado. Tampoco quería atosigarla; por
mucho que ella se hubiera convertido en una droga para mí, pertenecíamos a
mundos diferentes. La alineación de los planetas no es algo que se pueda
forzar.
Metí
la llave en la cerradura de mi casa y contuve el aliento, girándola muy
despacio y abriendo la puerta con más lentitud aún, temiendo que algún ruido
despertara a los que allí vivían.
Y
entonces, un silencioso demonio marrón oscuro se escabulló por la rendija de la
puerta.
-El
puto conejo-jadeé, mirando cómo Trufas se ponía a correr de un lado a otro por
el jardín de casa. Aquel animal era la hostia, en realidad. Le daba
absolutamente igual todo: la temperatura, que fuera de noche, que no pudiera
ver nada, o su obesidad mórbida. En cuanto le abrías la puerta, si no estabas
atento, salía disparado como si quisiera competir con Rayo McQueen.
Iba a
encenderme un cigarro mientras esperaba a que al animal se le bajaran los humos
de corredor olímpico cuando Trufas se paró en seco y, poniéndose en pie sobre
sus patas traseras, se giró y clavó en mí una mirada cargada de intenciones.
Alzó las orejas.
-Buenas
noches-saludé, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta. Trufas
no se movió-. Vamos, tío. ¿Adónde quieres ir? Es de noche. Podría venir un
zorro y llevársete. Y Mimi ha invertido demasiada comida en ponerte como un
tonel. No podemos perderte ahora.
Trufas
siguió clavado en su sitio. Le insté a entrar y no me obedeció. Me metí en casa
y cerré la puerta. Volví a abrirla, y el animal siguió allí plantado, sin
intención de irse a ningún lado.
Hasta
que me calentó lo suficiente como para ir a la cocina, abrir la nevera y sacar
una zanahoria por la ventana. Trufas empezó a arañar la puerta de la calle para
que le dejara entrar, y luego, empezó a correr en círculos a mi alrededor
mientras esperaba a que yo cerrara, echara el pestillo y le entregara la
zanahoria, que me arrebató a la velocidad del rayo y se llevó escaleras arriba,
en dirección a la habitación de Mimi.
Iba a
matarla, en serio. Cualquier día, Trufas se escaparía y Mary se moriría del
disgusto. No sólo lo tenía tremendamente consentido y avasallado en cuanto a
mimos, sino que le hacía más caso al bicho que a mí. Dormía con él, lo colocaba
a sus pies en la cama a pesar de que mamá le había dicho mil y una veces que lo
dejara durmiendo en la camita que habían puesto bajo el escritorio de mi
hermana, pero a Mary le daba absolutamente igual. En cuanto escuchaba la puerta
de la habitación de sus padres cerrarse, salía de la cama, cogía al pobre
animal (que estaba en el séptimo cielo de los conejos, durmiendo profundamente)
en brazos y lo subía a su cama.
Subí
las escaleras por el tramo opuesto al que había utilizado el conejo (nuestra
casa tenía forma rectangular, entrabas por la mitad y el hall consistía en una
amplia estancia de techo que llegaba hasta el tejado custodiada por dos tramos
de escaleras en curva, uno frente al otro, y una lámpara de araña colgada del
techo) y me dirigí a mi habitación. El peso del mundo acababa de implantárseme
sobre los hombros, se me estaba subiendo el alcohol a la cabeza, y la actividad
física que había hecho con Sabrae me había acelerado el pulso de tal manera que
los chupitos que había tomado durante la noche se habían multiplicado por
cinco.
Quería
tirarme en la cama y dormir un mes.
O
tirarme en la cama y quedarme boca arriba, pensando en ella.
Cuál
fue mi sorpresa cuando llegué a mi habitación y me encontré con que un hilo de
luz se colaba por la puerta entreabierta. La empujé sin darle más importancia
(no sería la primera vez que me dejaba una luz encendida y mamá no la apagaba
para poder echarme la bronca del siglo al día siguiente) y me topé de bruces
con Mary jugando con los ángulos de su reflejo en el espejo de mi armario,
toqueteándose el pelo y haciéndose fotos.
A mi
cerebro le costó un momento procesar la información que le llegaba pero, cuando
consiguió interpretar correctamente las imágenes, se alió con mi boca para
espetar:
-¿Qué
coño haces aquí?
Mimi
se giró, sus cejas se habían perdido por debajo de su flequillo pelirrojo.
Tenía los ojos maquillados y tremendamente grandes. Incluso tenían un ligero
tono verdoso que me recordó a la mirada de Sherezade, la madre de Scott (mi suegra, pensó con deleite una parte
de mi cabeza que seguía reproduciendo en bucle los gemidos de Sabrae). Los
labios también lucían un toque de color que agrandaba su tamaño y los hacía más
carnosos.
-Hacerme
fotos.
-Eso
ya lo veo, Mary Elizabeth-gruñí-. Pero en tu habitación también tienes un
espejo, ¿a qué coño tienes que venir aquí?
-En
la mía no hay sitio libre-explicó, inclinándose ligeramente y esbozando una
sonrisa que mostró todos sus dientes. Me quedé mirando la habitación, el montón
de ropa que tenía desperdigado por la tarde ahora estaba amontonado de mala
manera sobre la almohada.
-¿Me
has tirado toda la ropa a un lado de la cama?-solté, incrédulo.
-¡Es
que quedaba feo que se vieran todas tus camisas por ahí tiradas en el fondo de
mi foto!
-Joder,
Mary Elizabeth-casi sollocé-, que vengo cansado y quiero dormir, un poco de
compasión.
-¡Pero
es que estoy muy guapa, Alec, déjame terminar las fotos, jopé!-protestó,
girándose hacia mí y haciendo un puchero. Se me pasó un poco el enfado con
ella. Un poco.
-Ay,
vale, jopelines-me burlé, dándole un
beso en la mejilla. Mimi se me quedó mirando, pero yo hablé antes-. Mary… dime
que tu puñetero conejo no está mordiendo mis guantes de boxeo.
-Sabes
que Trufas no…-empezó, volviéndose, pero abrió los ojos como platos al ver cómo
el conejo se peleaba con las costuras ajadas de mis guantes-. ¡TRUFI!-bramó-.
¡NO! ¡DEJA ESO! ¡ERES MALO, TRUFITAS, MUY MALO!-lo cogió en brazos y lo apartó
de los guantes. Trufas empezó a gimotear.
-¿Te
parece que estás poco obeso, puto gordo?-le regañé en tono de broma, y Mimi lo
apretó más contra su pecho. Me dio lástima el pobre animal, podías ver el
agobio y la angustia en sus ojos. Mary podía llegar a ser muy posesiva con él.
-¡No
está gordo, lo que pasa es que tiene mucho pelo y muy abultado!
-¡Pero
si te estás poniendo roja de tenerlo en brazos, Mimi!
-No
todos estamos lo suficientemente fuertes de los brazos como para levantar
nuestro peso sin pestañear.
-Era
sólo curiosidad, ¿vale? No he vuelto a hacer pesas en mi vida. Dios. Qué
pesada-jadeé, liberando al animal y sentándome en el borde de la cama,
esperando que ella terminara su sesión fotográfica.
-¿Te
pones el pijama?-pidió ella mientras se agachaba para enseñar sus zapatos en la
fotografía. Mujeres.
-Sabes
que no duermo con pijama.
-Es
para dármelo calentito a mí; me estoy congelando.
-Claro,
¿quiere algo más Su Graciosa Majestad?-ironicé, dejado que Trufas se asentara
en mi cama. Mimi se giró y puso ojitos.
-Porfi,
Al.
Puse
los ojos en blanco. Si ya no sabía decirles que no a chicas a las que apenas
conocía, imagínate a una con la que comparto código genético. Mimi soltó un
gritito emocionado y me dio un beso que me dejó marca en la mejilla cuando
empecé a desabotonarme la camisa y me cambié de ropa. Me quedé con el pijama de
Iron Man que Mimi estaba usando esos días, y que en realidad había sido un
regalo de Navidad de parte de mamá.
Después
de una tortura de sesión, finalmente Mimi dio por concluido su pinito en el
modelaje por esa noche. Se giró, se apartó el pelo de la espalda y me pidió que
le bajara un poco la cremallera del vestido.
-No
mires-dijo, cruzándose de brazos para impedirme ver sus pechos mientras le
pasaba la camiseta del pijama.
-Como
si tuviera interés en tus tetas inexistentes.
-No
son inexistentes, son tetas de bailarina, a ver si te enteras de una vez,
capullo-escupió, molesta, sacándose el pelo del cuello de la camiseta.
-Ya,
¿qué talla usabas, otra vez? ¿Doce o catorce años?
-Vete
a la mierda-me empujó sobre la cama y se inclinó hacia mí-, ya te gustaría a ti
follar con chicas que tuvieran tetas tan bonitas como las mías.
-Si
esto es una proposición rara, Mary Elizabeth, lo siento pero voy a tener que
rechazarla.
-¿Eso
que tienes en la cara es rímel?-preguntó ella, tocándome la mejilla con un
dedo. Me encogí de hombros y me pasé las manos por detrás de la espalda. No era
la primera vez que echaba un polvo con una tía y volvía a casa con parte de su
maquillaje en mi cara.
-Es
lo que pasa cuando follas sentado con una chica y le gusta muchísimo cómo se la
estás metiendo.
Mimi
abrió mucho los ojos.
-No
habrá sido Eleanor, ¿verdad?-inquirió, empujándome de nuevo-. Porque está
emocionalmente vulnerable.
-Qué
va a ser Eleanor, Mary Elizabeth-protesté yo, incorporándome-. ¡Si a mí Eleanor
no me gusta!
-¡Pues
es muy guapa!-discutió Mary, tremendamente ofendida, apartándose el pelo
cobrizo del hombro y frunciendo el ceño. Eleanor era su mejor amiga, la
defendería hasta el agotamiento. Y que yo me atreviera a decir que no me
gustaba Eleanor era una ofensa que Mimi no estaba dispuesta a pasar por alto.
-Y
además, está buena-asentí con la cabeza, cerrando los ojos, y Mimi me dio un
empujón.
-¡Acabas
de decir que no te gusta!
-¡Porque
no se toca!-contesté, y Mimi frunció el ceño-. Es mona, y me la
tiraría-concedí-, pero a la vez no.
-¿Por
qué?
-No
sé, tía, ¿podemos dejar de hablar de Eleanor, por favor? En serio, eres una
plasta. Vine contentísimo a casa y me estás tocando los huevos de una manera…
-Eres
tú, que te picas muy rápido-contestó ella, sacándome la lengua-. ¿Qué tal
Eleanor, por cierto?
Desencajé
la mandíbula mientras la fulminaba con la mirada. ¿Es que no iba a librarme de
ella?
-Yo
estoy bien, gracias por preguntar.
-Que
qué tal Eleanor-exigió Mimi, y suspiró con frustración cuando yo me pasé las
manos con el pelo y abrí los brazos, señal de que no pretendía seguir con sus
jueguecitos. Necesitaba que me dejara solo para intentar detener los giros
descontrolados de mi cabeza. La mezcla de la noche no había sido una buena
idea: alcohol, sexo, Sabrae…
Sabrae…
-¿Y
tú, cómo estás?-la piqué, pellizcándole el codo. Mimi se zafó de mí poniéndose
en pie.
-Uf-gimió,
apretándose la nariz-. Vale, sé que te apetece fardar de machito, así que, ¿a
qué pobre incauta te has llevado al catre hoy?
Sonreí.
A ese juego sí que estaba dispuesto a jugar, básicamente porque era el as.
Nadie me superaba en esas cosas: sólo una persona, Scott. Y a él podíamos
tomarle el pelo, porque aunque estuviera con más chicas que yo, yo era el que
más relaciones tenía de los dos. Solíamos
picarle diciendo que a él le probaban por curiosidad, pero a mí venían
porque se quedaban con ganas de repetir, a lo que él contestaba riéndose y
respondiendo:
-Si
me pusiera en el mismo plan que Alec, el pobre no sería el mejor en nada. Soy
promiscuo por el cariño que te tengo, hermano-me revolvía el pelo y me daba un
beso en la mejilla, a lo que yo respondía sacándole la lengua y preguntándole
si tenía alguna confesión importante que hacernos.
-Si
te lo contara-le contesté a mi hermana, reclinándome sobre la pared y colocando
mis manos por detrás de la cabeza-, no te lo creerías.
-¿A
quién?-preguntó ella con fingido desinterés, pero la curiosidad que tiñó su voz
la traicionó.
-A
Sabrae-revelé, y me deleité en el sabor de su nombre en mi boca. Dios, qué poco
había durado guardándome ese secreto para mí. Una parte de mí se sintió mal, ¿y
si ella no quería que se enterara nadie?
Tío, es Sabrae. Siempre deja claro qué es lo
que quiere. Y te dijo “continuará”, no “ni una palabra sobre esto, Alec”.
Vale, si no me había
prohibido que lo dijera, ¿por qué una parte de mí se sentía como si estuviera
rompiendo un hilo de complicidad que había entre nosotros?
Los
ojos de Mary se abrieron como platos.
-¿Qué
Sabrae?-quiso saber, y yo puse los ojos en blanco.
-Sabrae
Malik.
-¿Qué
Sabrae Malik?-insistió ella.
-¿Cuántas
putas Sabrae conoces, Mary Elizabeth?-espeté-. ¿Y cuántas Sabrae
Malik?-chasqueé la lengua y cogí mi camisa manchada de sangre, sudor y
pintalabios-. Tírame esto a lavar, venga. Fuera de mi habitación.
-¡No
pienso tirarte esto a lavar, puto machista de mierda!
-No
lo digo porque seas mujer, imbécil, sino porque lo tienes de camino-espeté.
Mimi se cruzó de brazos.
-Hazme
un masaje en los pies, y me cuentas.
-Sí,
claro. Y después, te los beso-sacudí la camisa arrugada en mi puño frente a su
cara-. Mimi…
Mary
sonrió, acercándose un poco a mí. Apoyó las rodillas en la cama y eso me puso
tenso. Conocía esa sonrisa. La había visto infinidad de veces, cuando yo me
negaba a hacer algo y ella terminaba sometiendo mi voluntad. Todo mi cuerpo se
puso en modo lucha-o-huye.
No dejes que te toque.
-Mary
Elizabeth-exigí, apartándome de ella y pegando la espalda contra la pared. Mimi
dejó escapar una risita adorable mientras Trufas se revolcaba sobre la cama. Su
dueña estiró la mano en dirección a mi cuello-. Mimi, en serio, no estoy de
broma. Necesito descansar.
Mimi
se mordió el labio para no echarse a reír y romper el hechizo… y sus dedos
acariciaron mi clavícula y subieron por mi cuello.
Y yo me estremecí. Hablándolo con Tommy,
habíamos llegado a la conclusión de que los hermanos mayores teníamos el
interruptor del gen protector respecto de los pequeños en el cuello. A él le
pasaba lo mismo cuando Eleanor, Astrid o Dan le tocaban el cuello, exactamente
lo mismo que me pasaba a mí cada vez que Mimi se atrevía a acariciarme por
debajo de la mandíbula.
Nos
dejaban en la mierda. Pasábamos de lobos feroces a meros cachorritos de pastor
alemán, tumbados con la tripa vuelta hacia arriba, esperando impacientes
nuestra sesión de cosquillas, la que nos sometería completamente.
Me
revolví, dispuesto a pelear por mi libertad… aunque ya notaba los efectos que
las yemas de los dedos de Mimi tenían sobre mi cuerpo. Ya no me parecía tan
insultante que me ordenara que le masajeara los pies, como si fuera su esclavo.
Por
dios, si una parte de mí incluso estaba pensando que nos vendría bien esos
momentos a solas para poder contarle lo de Sabrae y aclararme las ideas que me
revoloteaban por la cabeza como si de aviones en temporada alta se tratara.
-Déjame
el cuello tranquilo, Mary Elizabeth-gruñí con toda la autoridad que pude, que
no era mucha. Tan poca, que Mimi incluso se echó a reír.
Una
risita adorable por la que yo permitiría que me quemaran vivo.
-¿Por
qué?
-¿Quieres
cosquillas?-contesté, agarrándola de la cintura. Sus ojos se ensancharon un
poco, en contraste con sus pupilas, que se empequeñecieron.
-No-contestó.
Pero yo se las hice y ella se rió en silencio, agitó las piernas y se zafó de
mí. A esas alturas yo ya había abandonado toda mi furia de hombre y me había
convertido sólo en hermano mayor. Ya no pensaba con claridad. Así que le
sugerí:
-Vamos
abajo, que quiero comer algo. Luego, si quieres, te rasco los pies.
Mimi
dio un brinco, estirando las manos hacia el cielo.
-¡Sí!
-Viciosa,
fetichista… eres una enferma-chasqueé la lengua y cogí una camiseta del montón
sobre el que retozaba Trufas. Mary se echó a reír, se inclinó y me dio un beso.
-Te
quiero, Al-me confesó, y yo procuré no derretirme. Fingiendo indiferencia,
respondí:
-Por
el interés.
Bajamos
a la cocina, saqué una pizza congelada de la nevera y corté una porción. La
metí en el microondas y Mary y yo esperamos en silencio, observando la cuenta
atrás, vigilando que el aparato no pitara y despertara a nuestros padres.
-Toma,
Trufi-truf-ronroneó Mimi, cogiendo un puñado de galletitas de verdura para
conejos de una bolsa y acercándoselos al hocico a Trufas, que no se hizo de
rogar y se las zampó de una sentada.
-Tienes
que dejar de cebarlo tanto, Mim. Va a terminar dándole algo.
-Es
un conejo gigante, es normal que esté gordito.
-Está
como una bola. Me sorprende que pueda saltar.
-No
le hagas caso, Trufi-Mimi le acarició la cabeza al animal, concentrándose en
sus orejas-. Te tiene envidia.
-Mucha.
Esas galletas tienen una pinta deliciosa-ironicé, abriendo el microondas. Me
daba asco el olor de las galletas del conejo. No entendía cómo el bicho podía
comérselas, o mi hermana no vomitaba cuando las tocaba.
-Cuéntame-urgió
Mary-. Sabrae.
Le di
un mordisco al trozo de pizza y me encogí de hombros.
-No
hay mucho que contar. Nos liamos.
-¿Os
liasteis versión mi edad, u os liasteis versión la tuya?
Sonreí
con maldad, dando otro bocado de la pizza.
-Sabes
que la gente de tu edad también folla, ¿verdad?
-¿Has
tenido sexo con ella?-siseó Mary, estupefacta. Me encogí de hombros.
-Sí,
¿qué pasa?
-¡Es
más pequeña que yo, Alec!
-Yo
no fui el primero en meterme ahí, Mary-le saqué la lengua y ella frunció el
ceño.
-¿Cómo
lo sabes?
Me
eché a reír.
-¿Se
puede ser más virgen?-acusé-. Eso se sabe. Es imposible estar con una chica
virgen y que no te des cuenta.
Mary
cruzó las piernas e hizo una mueca.
-Pero
no tiene por qué doler.
-Sí,
ya. A buenas horas me lo dices. En serio, Alec, ¿la hermana de Scott?
-No
lo digas de esa manera-protesté-. Es muy genérico. Scott tiene tres hermanas,
yo he estado con la mayor. Ni que hubiera seducido a Shasha, o algo-ni siquiera
quería pensar en la pequeña Duna, bastante repulsión me causaba pensar en
Shasha en ese momento, con sus doce años.
-¿Y
él qué dirá?
Me la
quedé mirando.
-Yo
no soy dueño de tu vida sexual, Mary Elizabeth. Y Scott no lo es de la de
Sabrae.
-Tommy
no quiere que Scott se acerque a Eleanor-me recordó, como si alguien pudiera
olvidarlo. Tommy ni muerto permitiría que Scott y Eleanor se enrollaran. Ella
estaba demasiado implicada con él. No es que Scott no pudiera quererla, es sólo
que… nunca llegaría a quererla como Eleanor le quería a él. Y eso tenía
consecuencias muy graves en una relación. Le daría un poder a Scott que
resultaría tremendamente tóxico a la larga.
Créeme,
yo sé de eso. Soy, básicamente, el producto de una relación de cariño
desequilibrado y de una toxicidad venenosa.
Entendía
el miedo de Tommy mejor de lo que nadie podía hacerlo, porque yo era, en cierta
medida, la representación de ese miedo.
-Es
diferente.
-¿En
qué sentido?
-En
que Sabrae no está enamorada de mí, y Eleanor sí-espeté, y Mimi se me quedó
mirando. Se cruzó de brazos.
-Pues
con más razón Tommy debería…
-Tommy
la está protegiendo, igual que yo. No podéis pedirnos que dejemos que os tiréis
de un avión sin paracaídas. Siempre vamos a intentar que no os rompan el
corazón.
-No
podéis tenernos en una caja de cristal toda la vida.
-Ponme
a prueba-la reté, desmenuzando los bordes de la pizza. Mary se quedó en
silencio un rato, observando cómo mordisqueaba aquí y allá, hasta que inquirió:
-¿Vas
a volver a acostarte con ella?
-No
lo sé, Mimi.
-¿Tú
quieres?
Me la
quedé mirando. Ella me sostuvo la mirada, decidida. Afianzó su abrazo sobre
Trufas, que se revolvió entre sus brazos para encontrar una posición más
cómoda.
-No
lo sé-mentí, y ella sonrió con tristeza.
-¿Y
si tú te enamoras de ella?
-Yo
no puedo enamorarme de nadie.
-Ya
lo estás haciendo, Al.
-Pero
bueno, ¿se puede saber qué dices?
-Nunca
hemos hablado así de ninguna chica con la que hayas estado-razonó, calmada, y
yo me la quedé mirando.
-Porque
no las conocías.
-O
porque no te importaban como te está importando Sabrae.
Solté
lo poco que quedaba de la pizza sobre el plato.
-Estoy
cansado-comenté, y ella arqueó las cejas, frunció los labios.
-No
te cierres en banda.
-No
me cierro en banda. Estoy cansado. Me voy a la cama. Y tú también deberías.
Dejé
el plato en el lavavajillas y me dirigí hacia la puerta.
-Ella
me gusta para ti-comentó, y me detuve en seco. Me giré para mirarla. Mimi le
acariciaba la tripa con los dedos a Trufas mientras lo sostenía entre sus
brazos, pero sus ojos estaban clavados en mí, esperando mi reacción, tratando
de adivinar la decisión que iba a tomar.
¿Iba
a ser Al… o iba a ser Alec Whitelaw?
-Y
eso que no nos has visto follando-soltó Alec Whitelaw, apoderándose de mi boca.
Mimi suspiró, habíamos estado tan cerca…
Subí
las escaleras y entré en mi habitación. La cabeza me daba vueltas, pero ni
siquiera intenté meterme en la cama y tratar de dormir. Sabía que no lo haría.
Estaba siendo testigo de una lucha interna titánica.
No
había caído en Scott. En Scott y en Eleanor, que, en cierta medida, podíamos
ser Sabrae y yo. No había caído en que Tommy se ponía a la defensiva en un modo
rayano en lo enfermizo cuando Eleanor se acercaba a su mejor amigo, temiéndose
lo peor. Incluso se peleaban a veces por ella, por el tonteo constante que se
traían los dos, que no tenía malas intenciones por ninguna de las partes.
Pero
a Tommy le molestaba igual. Era el único punto débil de su relación con Scott.
Y yo no quería joder las cosas con él por culpa de Sabrae como se podían joder
con Tommy por culpa de Eleanor.
Y,
sin embargo… no podía dejar de pensar en ella. No podía dejar de darle vueltas
a lo nuestro, señalando las cosas que eran diferentes entre nosotros. Eleanor
era dulce; Sabrae, picante.
Eleanor
estaba enamorada.
Sabrae,
no.
Podríamos
jugar con esa zona gris, manejarnos en la penumbra.
Cuando
llegué a esa conclusión, suspiré con alivio. No tenía que tener miedo porque no
había nada que tener. Lo de Scott y Eleanor era más bien espiritual; lo mío con
Sabrae, si se repetía, en todo caso tendría un componente físico innegable. No
hay nada como poder fusionarte con una persona físicamente para mantener tu
independencia emocional. La gente desea lo que no puede tener. Y yo podía tener
a Sabrae cuando quisiera, y Sabrae podía tenerme a mí cuando le apeteciera.
Me
encendí un cigarro y me quedé mirando las estrellas por la claraboya de encima
de mi cama. Mi habitación tenía un techo irregular; plano por la parte central,
inclinado en la pared de la cama. En esa parte, Dylan había construido una
claraboya con la intención de hacer la casa más atractiva para un estudioso del
Instituto Nacional de Astronomía que había mostrado interés en los planos de la
casa. Finalmente, había optado por una modesta casa en el sur para poder estar
más cerca del observatorio de Greenwich. Así que Dylan se había quedado con una
casa inmensa para él solo y una claraboya en un techo a la que nadie iba a
poder darle uso.
Hasta
que mi madre se plantó en su puerta acompañada de sus dos hijos y mi hermana en
el vientre.
Me
parecía que las estrellas resistían con un poco más de intensidad al
ahogamiento lumínico al que las sometía Londres. Quise hacerme creer que se
debía a mi borrachera, pero yo sabía, en el fondo, que aquel brillo era muy
diferente.
Ahora
que Sabrae me había visto ver de qué estaban hechas, eran incluso más bonitas.
Vamos, hermano, tienes que
inventarte algo para volver a quedarte a solas con ella, me dijo una
vocecita en mi cabeza, la misma que me soplaba lo que tenía que decirle a una
chica para conseguir que su fuero interno accediera a bajarse las bragas para
mí. Me eché a reír y di una calada de mi cigarro. Dios, Jordan se descojonaría
de mí cuando se lo contara y le hablara de este momento. Casi podía escuchar su
risa en mi cabeza mientras me decía: Alec
Whitelaw, el cazador cazado. La cosa se pone interesante.
Y eso
que todavía no me había puesto a pensar en cómo sería ella desnuda, realmente
desnuda. Ya había visto lo más interesante de su cuerpo, pero que tuviera las
piezas más importantes del puzzle encajadas no significaba que pudiera
disfrutar totalmente del juguete terminado. Había esquinas que me faltaban,
sitios que no conocía.
O que
sí conocía pero en los que no me había fijado. Por ejemplo, su ombligo.
Habíamos ido juntos varias veces a la playa y con la superposición de esas
imágenes en mi cabeza debería haberle bastado a mi imaginación para pensar su
desnudez y dibujar su cuerpo sin ropa en mi mente.
Pero
incluso echando mano de mi memoria me parecía que no tenía suficientes datos.
Así que cogí mi móvil, abrí Instagram y entré en su perfil. Me quedé mirando un
momento el botón azul gigante de “seguir”. ¿Me seguiría de vuelta si yo daba el
paso?
Mordisqueé
el borde de mi cigarro antes de negar con la cabeza y deslizar el dedo en
dirección a sus fotos.
No
sabía qué estaba buscando exactamente, pero lo encontré. Después de quedarme un
momento observando sus fotos chorras con sus amigas y tratando de descifrar
fotografías de comida, libros o paisajes, intentando averiguar qué significado
tendrían para ella, llegué.
Las
fotos del verano. Sabrae, sonriendo entre otras tres chicas que se repetían una
y otra vez en sus fotografías. Su bikini blanco resaltando el moreno de su
piel, los lazos de la braga resaltando la curva de sus caderas. Su tripa, no
del todo plana pero sí cuidada, y sus brazos y sus piernas fuertes.
Su
melena negra, insultantemente rizosa. La melena de la que yo no había podido
disfrutar esa noche. Me quedé mirando sus rizos y su boca…
… y
me vi catapultado hacia atrás.
Se
inclinaba sobre mí, movía las caderas al ritmo que mi sexo marcaba en su
interior. Ella tenía el control absoluto del placer de ambos, y yo no sentí la
necesidad de tomar el relevo en ningún momento. Me gustaba moverme en su
interior, experimentar con los ángulos mientras escuchaba sus gemidos y sus
jadeos.
Apenas
la besé mientras lo hacíamos porque me encantaba escucharla. Me encantaba la
forma en que gemía mi nombre y me indicaba (como si yo necesitase que me lo
dijera) el lugar, el ritmo, la intensidad, con la que quería que la follara.
Adoré sus pechos con la boca mientras ella me arañaba la espalda.
La
sola idea de separarnos en aquel momento nos resultaba tan dolorosa que incluso
nos volvía locos.
Me
apeteció masturbarme. Me apeteció masturbarme y a la vez no, porque no quería
sentir en soledad lo que había sentido con ella. Ya no me conformaba con
colarme en el cielo cuando podía entrar por la puerta grande en el paraíso que
era el espacio entre sus muslos.
Mi
cuerpo me suplicaba que robara un poco de aquel placer que había sentido con
ella, pero mi cabeza se resistía. No iba a ser lo mismo, yo sabía que no quería sentir aquello, que
quería sentirla a ella.
Di
otra calada al cigarro y sonreí. Me quedé mirando su foto, deslizándome por
recuerdos que había decidido hacer públicos. Estudié sus sonrisas impostadas y
las sonrisas verdaderas, y recordé cómo me mordió el lóbulo de la oreja cuando
estaba muy, muy cerca de llegar al orgasmo conmigo en su interior.
-Así,
Alec-gimió con una sonrisa-, házmelo así.
Qué suerte tienes, pequeño cabrón,
pensé, mirando el bulto en mis calzoncillos que mis recuerdos habían creado, tú sabes lo que es que ella te rodee hasta
el punto de que sea imposible distinguiros.
Di
otra calada, aguanté el humo en mis pulmones, cerré los ojos y me pasé una mano
por el pelo. La recordé moviéndose sobre mí, gimiendo mi nombre, hundiendo sus
dedos en mi pelo mientras yo la adoraba con mi boca. Me eché a reír, presa de
una demencia que nada tenía que ver con todo lo que había pasado a mi
alrededor, sino con lo que estaba pasando en mi interior.
Abrí
los ojos y observé las nubes de humo que se iban evaporando a mi alrededor,
flotando sobre mí como ángeles guardianes.
¿Cómo será ella fumando?, me pregunté, y
un chispazo me recorrió la columna vertebral cuando me la imaginé inclinada
sobre una mesa de una cafetería de mala muerte, con los ojos delineados en una
gruesa línea negra, los rizos sueltos y los labios de un oscuro color granate
que dejaba manchas en su cigarro.
Ah,
también me la imaginé vestida con cuero. Botas altas hasta la rodilla, shorts
de cuero, camiseta blanca rasgada en varias partes (que dejaba a la vista un
sujetador de cuero) y chaqueta motera negra.
Una
sonrisa de diosa de la muerte y la guerra en su boca, mientras entre sus
dientes se escapaba el humo de su cigarro.
-Joder-jadeé,
acariciándome la cara y riéndome entre dientes-. Alec, tío. Basta ya.
Como
si ella fuera a fumar alguna vez. Recordé el asco con el que había mirado a su
hermano la primera vez que le vio dar una calada. El odio lacerante que tiñó su
mirada al enterarse de que había empezado a fumar por mi culpa.
Joder, qué cachondo me estoy poniendo. Será
mejor que deje de pensar en eso.
Pero no era capaz. A mi
subconsciente le pareció una genial idea combinar las dos fantasías.
A mi
entrepierna le pareció incluso mejor.
Me la
imaginé tendida en mi cama, completamente desnuda y lista para mí. Me imaginé
metiéndome entre sus piernas, rozando mi pelvis con la suya, penetrándola
mientras expulsaba humo, como si fuera un dragón, sobre su cuerpo. Cómo Sabrae
abría la boca y separaba las piernas, recibiéndome en su interior. Cómo el humo
lamía sus curvas, descendía por entre sus pechos, la dibujaba en la oscuridad
con un halo divino.
Alec, pavo, vas a sufrir mientras te la
cascas. O lo haces, o paras ya, pero esta tortura, no, hermano.
Me reí de nuevo, aún
asfixiado en esa locura.
A día
de hoy sigue siendo un misterio cómo conseguí dormirme con semejante calentón
sin permitirme hacerme nada.
Aunque
era de esperar que me despertara de madrugada, después de soñar con ella y con
el sabor chispeante de su placer en la punta de mi lengua, tan duro que incluso
me dolía y cubierto en una capa de sudor que nada tenía que ver con las mantas,
pero sí con el calor que me envolvía.
Unos ligeros toquecitos en la puerta de mi habitación fue
lo que me trajeron de vuelta de aquel lugar plagado de sensaciones que Sabrae
dominaba. Estaba disfrutando de un sueño reparador, más profundo que muchos de
los que había tenido en los últimos meses, cuando mamá abrió la puerta de la
habitación. Entró en silencio, caminando con parsimonia y deleitándose en su
sigilo. Mi cuerpo no registró su presencia como algo real hasta que no se sentó
a mi lado en la cama, y me acarició la sien.
-Alec…-susurró
en tono suave, tremendamente dulce. Me giré para no darle la espalda y ella
aprovechó ese gesto para capturar mi cabeza y depositarla sobre su regazo. Me
revolví sobre sus piernas, cómodo en la calidez que desprendía su cuerpo. Me
acarició los rizos que se me formaban por la noche y me besó la frente-.
¿Quieres que te deje dormir?
-No-contesté
con voz ronca, somnolienta-. Ahora me… levanto-bostecé y mamá sonrió. Abrí un
ojo y me la quedé mirando.
No me
merecía a esa mujer. Era complicada como el bordado de un vestido de novia
propio de una emperatriz. Entre semana, era un verdadero general del ejército
con posibilidades de meterme en vereda, si yo no fuera tan insumiso. Era dura
conmigo porque yo lo necesitaba, me gritaba porque yo la enfadaba y me cabreaba
porque sabía que yo necesitaba que me obligaran a dar lo mejor de mí.
Pero
los domingos, la cosa cambiaba. Era como si atravesáramos un portal
interdimensional. Los domingos éramos simplemente madre e hijo, volvíamos del
ejército y nos dedicábamos mimos y carantoñas que uno buscaba y el otro no se
hacía de rogar en ofrecer. Venía a buscarme por la mañana y me preguntaba si quería
que me dejara dormir, y yo siempre contestaba que no, que ya me levantaba.
Su
sonrisa se ensanchó un poco más cuando me la quedé mirando un segundo. Mamá era
preciosa. No tenía la belleza que tenían las madres de algunos de mis amigos,
de esas que te dejan sin aliento y que se pueden convertir en la peor pesadilla
de un adolescente. Era una belleza tranquila, serena, elegante. La belleza de
una madre que para colmo es preciosa. Mimi se parecía mucho a ella, y mi
hermana era una monada donde el resto de chicas luchaban por destacar en
sensualidad.
Me
quedé mirando sus ojos grandes, color avellana, enmarcados en unas pestañas de
un ligerísimo tono rojizo. Mamá sonrió con sus labios carnosos y sus dientes
blancos, y las pecas de su nariz corrieron a juntarse en dos grupos divididos
en sus mejillas. Su pelo, un poco alborotado por el sueño, le caía en cascada
por el hombro en una coleta apresurada y me acariciaba la cara con parsimonia.
Un par de canas teñían su recogido deshecho, canas que principalmente yo había
puesto allí. Ni yo podía evitar que se preocupara por mí ni ella podía evitar
preocuparse, así que había dejado de torturarme por los disgustos que le daba a
mi madre hacía mucho tiempo.
-Si
necesitas…-comenzó ella, pero yo negué con la cabeza. Cerré los ojos un momento
y sonreí cuando ella me acarició la mandíbula con los dedos. La presión me
molestó un poco, pero procuré que no se notara-. Tienes un moratón.
-Anoche
me peleé-expliqué. Decidí no dar más detalles para que no se preocupara.
Eleanor no quería que la gente supiera lo que le había sucedido, y si Mary no
se había ido de la lengua, yo tampoco lo haría.
-Alec-suspiró
mamá, cansada de mi temperamento.
-Era
necesario-contesté, tragando saliva. Mamá asintió, se pasó una mano por la
mejilla y dejó mi cabeza sobre la almohada. Me ajusté a la nueva posición
mientras ella estiraba la sudadera vieja que usaba para andar por casa y se
rehacía la coleta-. ¿No me vas a preguntar si gané?-quise saber, y ella se
volvió y me miró. Terminó de ajustarse la cola de caballo y se inclinó hacia
mí, semiagachada.
-¿No
ganas siempre, mi joven león?-preguntó, y yo sonreí y asentí con la cabeza,
perdido en unos recuerdos que se abrían paso a duras penas entre la nube de
somnolencia y la importancia de lo que había sucedido después.
Mamá
volvió a depositar un beso en mi frente y yo aproveché para cogerle la mano y
darle uno en la mejilla. La sonrisa que me dedicó me mostró que en ese instante
la hice feliz. Y yo vivía para hacerla feliz.
-Vete
vistiéndote-me dijo-, no tardes mucho en bajar, no se te vaya a enfriar el
desayuno.
Minutos
después, me sobreponía a mi resaca y atravesaba la puerta de mi habitación.
Bajé las escaleras y sorteé a Trufas, que vino a saludarme con la efusividad
propia de las mascotas. Le acaricié la cabeza y vigilé que no se me metiera
entre los pies mientras entraba en la cocina y tomaba asiento en la mesa estilo
cocina americana del centro de la estancia. Mimi ya estaba allí, con su pijama
ajado de Iron Man cubriéndole los hombros y un cascanueces entre las manos.
Tenía un bol blanco a su lado en el que iba echando los frutos que iba sacando
de su cáscara, dos vasos de yogur, un plátano sin pelar, un cuchillo y un
botecito de miel.
Mamá
estaba concentrada en la cocina, batiendo unos huevos sobre la sartén. Incluso
si no hubiera olido el beicon recién hecho, aquella música habría bastado para
que se me hiciera la boca agua. Cogí unas naranjas de la nevera y me puse a
preparar el zumo.
Mamá
señaló el plato con el beicon.
-¿Así
será bastante, o frío más?
Le
dediqué una sonrisa suplicante, y mamá puso los ojos en blanco.
-Frío
más-sentenció.
-Ay,
cómo te quiero, mami-canturreé, besándole la mejilla y haciendo que un poco de
la masa gelatinosa de los huevos revueltos se escapara del tenedor.
-¿Por
qué la vida es tan injusta?-protestó Mimi-. Alec puede comerse una vaca y no
engorda un gramo; yo miro una lechuga y ya cambio de talla-negó con la cabeza y
le tiró un trozo de nuez a Trufas, que lo celebró rascándole el pie cuando
devoró su pequeño manjar.
-Tu
hermano hace ejercicio todos los días.
Me
eché a reír.
-Hasta
cuando voy de fiesta hago ejercicio, reina-piqué a Mimi, guiñándole un ojo.
-¿Te
metes en peleas en las fiestas?-quiso saber mamá.
-Mamá…
siento tener que ser yo quien te lo explique, pero no sólo boxeando…-empecé,
pero ella me señaló el cuello.
-Deberías
dejar de liarte con gatitas-comentó, y Mimi soltó una risita. Me llevé las
manos al cuello y contuve un gemido al notar una zona un poco irritada.
-¿Qué
tengo?
-Marcas
de uñas-comentó mamá como quien no quiere la cosa-. ¿Quién ha sido esta vez?
-Jamás
lo adivinarías, mamá-sonrió mi hermana.
-¿Alguna
de tus amigas, quizás?-probó, y yo me la quedé mirando-. ¿Bey?
Mamá
adoraba a Bey. Se moría de ganas de que le pidiera salir, como si empezar una
relación con ella estuviera en mis manos. O como si en el fondo a mí me
apeteciera arriesgar nuestra amistad por un par de polvos.
No me
malinterpretes, Bey estaba de miedo y me la tiraría sin dudar. Es sólo que no
creo que el sexo añadiera algo que necesitáramos a nuestra relación. Ya
teníamos intimidad. No necesitábamos follar. Eso sólo complicaría las cosas
entre nosotros.
-No
tengo por qué darte explicaciones de mi vida sexual, mamá.
-¿Dos?
¿O tal vez tres?
-Ya
quisiera Alec que fueran tres-se cachondeó Mary.
-Vale,
bajé a esta cocina para disfrutar de un buen desayuno en familia, y lo único
que estoy recibiendo son hostias como panes-me llevé las manos al pecho-.
¿Podéis dejarme en paz, mujeres? Por lo menos, hasta que se levante Dylan y la
pelea esté más igualada.
-Dylan
ya se ha levantado. Ha ido a la panadería, a por unos bollos de crema-informó
mamá, dejando caer unos trozos de beicon crudo en la sartén. Alcé las cejas.
-No
tendrás tú al mejor marido del mundo, ¿no, señora?
-Pues
sí, cielo-contestó mamá, altiva-, muchas gracias por la observación.
Dylan
apareció por la puerta con un periódico en una mano y una bolsa de papel de
base un poco más oscura en la otra en el momento en que mamá terminaba de freír
las últimas tiras de beicon.
-Buenos
días-saludó mi padrastro, dejando la bolsa de papel sobre la mesa y colocando
el periódico enrollado en el centro. Se volvió para darle un beso en la mejilla
a mi hermana y un beso en los labios a mi madre, que le acarició el cuello y le
dio otro piquito apresurado al reconocer el olor de los bollitos de canela y
vainilla que tanto le gustaban.
A mí
me revolvió el pelo y se echó a reír al ver mi expresión de que me habían
echado el polvo de mi vida la noche anterior y ahora estaba pasando por una
depresión post-coital durísima.
-¿Y
esas marcas en el cuello?-se rió, señalándolas y tomando asiento a mi lado.
-¿Mamá
no te las hace?-ataqué, dejando que se sirviera beicon.
-¡Alec!
-Quiero
decir… hay tipos y tipos de parejas sexuales-me encogí de hombros y me serví
zumo-. Para gustos, colores.
-Creo
que me asustaría si tu madre intentara algo así-confió él.
-Deberías
pedírselo. Es bastante… gratificante probar cosas nuevas.
-¿Podéis
dejar el temita ya?-se quejó Mimi-. Estamos comiendo, muchas gracias.
-No, nosotros estamos comiendo-protesté yo-.
Tú estás en modo ardilla que se prepara para el invierno. Todos los días igual,
con tus puñeteras nueces.
-¿Y
eso te molesta, porque…?-empezó mamá, y yo me la quedé mirando-. Deja a tu hermana
tranquila, que no le está haciendo daño a nadie.
Bufé
y asentí con la cabeza, volví a poner los ojos en blanco por décima vez esa
mañana e hice un gesto con la mano dejándolo correr. Mimi me sacó la lengua
sabiéndose victoriosa, yo la imité y ella se rió, le tiró un trozo de nuez a
Trufas y dio por zanjada nuestra disputa. Seguí dando buena cuenta de mi
desayuno mientras ella continuaba cascando nueces y mamá y Dylan charlaban
sobre algo que yo no llegué a escuchar.
Estaba
perdido de nuevo en mis recuerdos, porque Mimi se había mordido el labio
tratando de abrir una nuez particularmente difícil. De la misma forma en que lo
había hecho Sabrae mientras bailábamos The
other side, cuando estábamos a punto de besarnos, y lo habríamos hecho de
no habernos cortado el rollo aquellos imbéciles.
Mi
cabeza iba cuesta abajo y sin frenos. Recordé mi sueño con ella, la forma en
que había vuelto a poseerla lejos de mi cuerpo, sus gemidos de placer. Ya no
sentía lo crujiente y salado del beicon que tenía en la boca, sino lo
chispeante de la marea con la que su sexo había celebrado mi lengua.
¿Qué estará haciendo ahora?
¿Estará pensando en mí?
Me entró una repentina
sensación de angustia y pánico. ¿Y si se estaba lamentando de lo que había
pasado? ¿Y si habíamos tenido sexo porque ella estaba demasiado desinhibida por
el alcohol, y yo había resultado ser el chico que más a tiro estaba? ¿Y si me
estaba montando una película en la cabeza con cosas que no iban a volver a
pasar? ¿Y si no había un “continuará”?
Me
torturé pensando en sus labios. En lo blanditos y cálidos que eran, lo
tremendamente delicioso de sus besos. La fruta de la pasión prohibida que había
sacado a la humanidad del paraíso, el cual estaba repartido ahora en diminutos
pedacitos de difícil acceso, salvo que uno supiera encontrarlos.
Sus
labios eran tormentas, furiosas tormentas, y yo era un barco velero, y me moría
por naufragar por su culpa.
Pero
no estaba preparado para tocar fondo, especialmente si abajo no me esperaban
sirenas que tuvieran su rostro.
Dylan
me dio un toquecito en el hombro y yo me lo quedé mirando.
-¿Qué
pasa, hijo? Estás muy callado. Taciturno, en realidad.
Alcé
de nuevo los hombros.
-Tengo
sueño, supongo-le robé una nuez a Mimi y me la metí en la boca antes de que
ella empezara a protestar.
-¡Eh!
-Pues
estabas sonriendo bastante-murmuró Dylan, a quien no se le escapaba una. Mamá
esbozó una sonrisa mientras mordía uno de sus bollos rellenos.
-Estará
pensando en la novia.
-¿Qué
novia?-inquirí yo, sirviéndome más zumo.
-La
que no nos quieres presentar-sonrió mamá, y yo me tuve que echar a reír.
-Mamá,
créeme: cuando tenga novia, os enteraréis. Joder, ¿crees que no voy a ir
anunciándolo por ahí en cuanto la chica me diga que sí?
-Yo
también lo anunciaría-comentó Mimi-, los milagros no son algo que debamos
guardarnos para nosotros mismos.
-Vete
a la mierda, Mary Elizabeth-bufé, perdiendo todo el buen humor que mis
ensoñaciones con Sabrae me habían provocado. Ella se echó a reír y me tiró un
beso por encima de la mesa que yo ignoré.
Sabrae
no me dio tregua en toda la tarde. Ni siquiera cuando llegó la hora de salir a
jugar el partido de baloncesto de todos los domingos pude disfrutar de un poco
de tranquilidad y silencio no relacionado con ella.
Pensé
que con Jordan y las gemelas tendría un poco de tregua, pero me confundí.
Apenas empecé a atravesar la calle para llamar a la puerta de mi mejor amigo
(vivía en la casa frente a la mía), Jordan salió disparado como un resorte en
mi dirección. Ni siquiera cerró la puerta de su casa, lo cual le granjeó un par
de gritos por parte de su madre.
-La
vas a matar de un disgusto-observé, divertido, deteniéndome en medio de una
calle por la que no solían pasar coches. Jordan saltó del bordillo y vino a mi
encuentro, colocándose la pelota de baloncesto debajo del brazo izquierdo.
-Es
sólo una puerta, necesita relajarse-contestó, comenzando nuestro saludo
especial y privado. Choque de palmas, choque de puños, dos arriba y uno abajo,
enredar los dedos, separar las manos y hacernos cosquillas en la palma y darnos
un toquecito en el hombro.
-Sois
tíos, lo pillamos-urgió Tamika, ajustándose la trenza-, todos los días la misma
historia. Casi necesitáis madrugar más.
-A ti
lo que te pasa es que tienes envidia porque no puedes hacer eso con tu
hermana-acusó Jordan.
-Sí,
es una verdadera pena que yo no tenga ningún pretexto para perder el tiempo con
ella aparte de proteger mi masculinidad ultra frágil-ironizó la mayor de las
gemelas, mientras Bey se toqueteaba el pelo.
-Ayer
desapareciste del mapa, ¿qué fue de ti?-preguntó mi amiga, cruzándose de
brazos. Le dediqué una sonrisa torcida.
-¿Me
echaste de menos, preciosa?
-Ya
te gustaría.
-Jamás
adivinaríais dónde se escondió-confió Jordan, echando a caminar y haciéndose el
interesante. Tamika trotó tras él, dándole justamente lo que quería. Yo
desencajé la mandíbula y sacudí la cabeza. Sabía lo que venía.
-Entre
las piernas de Sabrae-reveló Jordan, cuando las gemelas le rodearon y se
pusieron una a cada lado de su cuerpo. Las chicas se habían colgado de sus
brazos y se giraron sobre sus talones para clavarme miradas sorprendidas, y
exhalaron un sincronizadísimo “¡ah!” propio de una película de terror que me
hizo pensar que había algo reprobable en que Sabrae y yo, dos personas maduras
y perfectamente capaces de decidir con quién teníamos sexo, nos hubiéramos
elegido mutuamente.
-¿Disculpa?-exigió
reiteración Tamika, y Jordan decidió ser más explícito.
-Se
ha tirado a Sabrae.
-Al
menos yo follo, no como otros-acusé, más a la defensiva de lo que me gustaría.
-¡Tío!-Bey
me dio un empujón-. ¡Que tiene 14 años!
-Tan
joven, y ya ha conseguido más que tú, Bey-se cachondeó su hermana, y Bey pasó a
empujarla a ella.
-Cierra
la boca, Tam.
-¿Qué
tal la experiencia, Al?-preguntó Jordan.
-A ti
te lo voy a decir, que fijo que le vas con el cuento a Scott de lo que hemos
hecho o dejado de hacer. Pasando-le quité la bola de baloncesto-, gracias.
-¿Es
que no vas a decírselo a su hermano?-inquirió Tam.
-Seguro
que lo oculta porque sabe que no está bien.
-Ni
que la hubiera obligado, Bey. Prácticamente me lo suplicó-gruñí-. Además, ¿qué
le importa a Scott? ¿Acaso vosotras os contáis todos los polvos que echáis?
Jordan
asintió con la cabeza, sopesando la validez de un argumento incontestable.
-Pues
sí-sentenció Bey.
-Pero
porque sois tías-escupí, tirándole el balón, que recogió rápidamente.
-¿Ahora
pretendes hacerme creer que las veces que os tengo que escuchar a ti y a Scott
fardando de conquistas, medio borrachos, son imaginaciones mías?
-Pero
eso es diferente.
-Sois
hermanas-aludió Jordan, y Tam puso los brazos en jarras.
-¿Y
qué? Pues, ¡con más razón de que nos lo contemos! Que, por cierto, ¿Alec no te
los cuenta a ti con pelos y señales?
-Porque
mis relatos de polvos son lo más parecido al sexo que este desgraciado está
experimentando en su triste vida-solté, y Jordan me fulminó con la mirada.
-El
día que yo empiece, te vas a cagar.
-Macho,
mientras no me quites las presas, haz lo que te salga de los huevos-alcé las
manos y gemí cuando Bey me tiró el balón y éste impactó contra mi espalda-.
¡Au!
-¿Qué
es eso de “mientras no me quites las presas”?
-Una
expresión, Bey. Cálmate un poquito, nena, ¿quieres?
-Es
una expresión sexista. No la uses delante de mí.
-Madre
mía, chica, relájate, que pareces Sabrae.
-¿Por
qué quieres que me relaje? ¿Es que te estoy poniendo cachondo?
-Me
lo pones siempre, amor-contesté, agarrándola del hombro y plantándole un beso
en la mejilla. Bey me dio un empujón y se limpió con el dorso de la mano.
-Eres
jodidamente asqueroso. Pobre Sabrae.
-¿Pobre?-rió
su hermana-. Fijo que ahora vas a pedirle consejo de cómo tirarte a este
“asqueroso”-hizo las comillas con las manos y Jordan se echó a reír.
-Ella
sabe que estoy disponible-repliqué.
-En
tus sueños, Whitelaw-bufó Bey, adelantándome y colocando el balón de baloncesto
en mi pecho.
Se me
dio de miedo eso de fingir que no tenía nada que contarle a Scott. Creo que él
no notó nada, en parte por lo bien que disimulé y en parte porque no podía
apartar los ojos de Eleanor más de dos segundos seguidos. Y mira que Diana nos
dio una lección a todos sobre jugadas de baloncesto; se notaba que era
americana y que, en su hogar, el baloncesto movía más dinero que el fútbol.
Hizo una competición de triples con Tommy que perdió por sólo una tirada, pero
él se lo compensó comiéndole la boca de un modo que hizo que hasta yo apartara
la vista.
Tommy
nos había confesado que se había acostado con ella a los pocos días de llegar y
había mencionado que sentía que eran perfectamente compatibles, pero de verlos
medio borrachos enrollándose en un sofá, e incluso levantándose para ir a hacer
de las suyas en un baño en plena noche, a verlos de día, enrollándose como si
estuvieran en celo y sin importarles nada más que ellos dos, había un buen
trecho. Fuimos marchándonos de la cancha y la americana se fue riéndose y
coqueteando descaradamente con el inglés. Les miré por encima del hombro
mientras Bey y Tam iban botando la pelota delante de nosotros, Tam intentando
quitarle el balón a Bey, Bey defendiéndolo con su vida y con movimientos que no
parecían muy legales.
-No
tienes por qué contárselo, si tú no quieres-Jordan me dio una palmadita en el
hombro. Me lo quedé mirando.
-¿Qué?
-A
Scott. Lo de Sabrae. No tienes por qué contárselo. No le incumbe.
-Estáis
haciendo una montaña de un grano de arena, todos. Ni que me fuera a casar con
ella, o algo por el estilo-gruñí, dándole una patada a una piedra-. Además, no
estaba pensando en ella.
-¿Ah,
no? ¿En qué pensabas, entonces?
-Tommy
y Diana-expliqué, y Jordan miró por encima de su hombro, como si pudiera verlos
ahora.
-Ah.
Ya. Bueno, son bastante físicos.
-¿Físicos?-me
eché a reír-. Que casi lo hacen en la cancha, por el amor de Dios.
-Tommy
tiene suerte.
-Es
que el cabrón es guapo. Y trata bien a las tías. Eso ellas lo notan. Te lo digo
yo, Jor-le di un toquecito en el pecho-. Ellas lo notan.
-¿Es
por eso por lo que estás tan callado?
-No
estoy callado, estamos hablando-respondí, eludiendo el tema. Continué
caminando, pero Jordan se detuvo y me obligó a pararme a unos pasos de él y
volverme. Tam y Bey siguieron caminando, botando la pelota e increpándose,
ajenas a nuestra conversación.
-No
has aguantado tanto tiempo sin decir una palabra desde que aprendiste a hablar.
-E
incluso entonces balbuceaba como un condenado-me encogí de hombros, alzando
ligeramente las manos. Jordan se echó a reír.
-Sabes
que tu sarcasmo de mierda no sirve de nada conmigo, ¿no?
-¿Qué
obsesión tenéis todos con calentarme la cabeza? No estoy callado, ni taciturno,
ni pollas en adobo. Sólo estoy algo cansado. Tengo ganas de llegar a casa y
echarme a dormir. -¿Para
soñar con ella?-atacó Jordan, inclinando la cabeza hacia un lado.
Noté
cómo el color se me subía a las mejillas sin que yo pudiera hacer nada por
impedirlo. ¿Tanto se notaba que mi subconsciente estaba ansioso por intentar
retomar la película donde la habíamos dejado? Estaba a punto de correrme con
ella cuando me desperté de madrugada. Ella seguía gimiendo mi nombre,
arañándome la piel, resbalándose por mi pecho empapada en un sudor que yo había
puesto ahí. Sus senos rozaban mi torso mientras sus caderas se movían en
círculos, volviéndome terriblemente loco porque me entregara el néctar de su
sexo.
Jordan
se mordió la sonrisa.
-Te
has puesto rojo-comentó, divertido.
-No
me he puesto puto rojo-farfullé, sobándome las mejillas, como si me fuera a
quitar el rubor como se quita la suciedad del rostro de un niño-. Qué
gilipolleces dices.
-Creo
que es la primera vez que te veo ponerte rojo-comentó, y yo lo miré.
-Sí,
bueno, es lo que tenemos los blancos: nos ponemos rojos. Yo tampoco te he visto
ponerte rojo nunca y no por eso voy haciendo una tesis doctoral por ahí,
¿sabes? Porque eres negro, Jordan-acusé a la defensiva, y él se echó a reír y
echó a andar. Se colocó a mi lado y me dio un empujoncito en el hombro con el
suyo.
-Yo
seré negro, hermano, y tú no puedes parar de pensar en ella. Cada cual con su
evidencia.
-Fue
sólo un polvo.
-Alec-Jordan
arqueó una ceja-. Por favor. A mí no me puedes engañar, ya lo sabes. No ha sido
sólo un polvo, para ti no, al menos. No lo repetirías en la cabeza como sé que
lo estás haciendo de haber sido sólo un polvo.
-Fue
un polvo muy bueno-me excusé, y Jordan suspiró.
-Lo
que tú digas, hermano.
Pero
que yo lo dijera, y que me lo repitiera una y mil veces, no lo convirtió en
realidad. Lo cierto es que soñé toda la semana con ella, con ella y con su
cuerpo, sus gemidos y sus besos, nuestras esencias mezclándose y su sonrisa
juguetona mientras tonteábamos descaradamente, cayendo hacia lo inevitable.
Lanzándonos nosotros mismos.
Fingí
que no me importaba. Me reí de las tonterías que decía Jordan respecto a cómo
me giraba para buscarla en los recreos y mi decepción al no encontrarla, cuando
yo no hacía eso (eso creo). (Joder, sería tremendamente patético que la buscara
de esa forma, ni que fuera la primera chica con la que me acostaba). Tonteé con
Bey todo lo que ella me permitió, e incluso un poco más sólo por hacerla de
rabiar. La vida siguió su curso pero yo sentía que estaba fuera de mi cuerpo,
viendo una obra de teatro con la que no terminaba de simpatizar…
Hasta
que llegó el fin de semana y yo recuperé las riendas de mi vida.
Pensaba
que me la encontraría de nuevo en la discoteca de noche, que se podría repetir.
Le suplicaría por aquel continuará que me había prometido, apelaría al honor de
su palabra si era necesario.
La
busqué. La busqué por entre la gente, en la barra, e incluso mantuve siempre un
ojo pendiente de la puerta del baño de las chicas, por si la veía aparecer.
Tommy y Scott habían traído consigo no sólo a Diana, sino también a Layla
Payne, la hija de Liam, y yo estaba sentado escuchando cómo las chicas
interrogaban a Layla sobre su vida en la universidad (había dejado su pueblo natal
ese año para venirse a Londres a estudiar medicina), mirando todo lo que me
permitía mi necesidad de encontrarme con Sabrae a la nueva adquisición del
grupo, pero mucho menos de lo que requería la buena educación. Creo que Layla
no se dio cuenta, sin embargo. Parecía demasiado buena para reparar en cosas
como ésa.
La
cabeza empezaba a darme vueltas. La música estaba demasiado alta, las bebidas
estaban demasiado cargadas y las luces brillaban en exceso. Sabrae no aparecía
y yo no paraba de revolverme, inquieto, en el sofá.
Un
rayo de esperanza se abrió paso entre las nubes cuando Diana irguió su espalda
y sonrió con satisfacción.
-¡Adoro
esta canción! ¿Alguien baila?
-Yo-me
puse en pie de un brinco, ágil como un leopardo, y la seguí por entre la gente.
Diana se volvió hacia mí y comenzó a moverse al ritmo de la canción. Me
desinhibí. Sólo un poco. Lo suficiente como para poder disfrutar de la cercanía
de la americana, disfrutar de la sensualidad que desprendían sus movimientos.
Bailamos bien pegados y ella sonrió con satisfacción.
Se
volvió hacia mí cuando terminó la canción. Acercó su boca a la mía de una forma
muy peligrosa. Sonrió y yo me vi atrapado en aquel cuerpo de infarto.
Pero
había dos muros que no era capaz de atravesar.
El
primero, las cosas que Tommy hacía con ella. No podía hacerle eso a uno de mis
mejores amigos.
Y el
segundo, mucho más grueso y alto, tenía el nombre de una mujer que no compartía
nombre con nadie.
-¿No
querrás darme una prueba más de lo que podéis hacer en este diminuto
país?-ronroneó Diana en un tono sensual que activó mis instintos más
primitivos. Pero yo luché contra ellos con energías renovadas y desconocidas.
Ojalá fuera especialmente por Tommy.
Pero
fue, sobre todo, por Sabrae.
-No
vamos a hacer nada, Diana-respondí, pero me vi apartando un mechón de pelo de
su hombro y acariciándole la piel del cuello. Diana cerró los ojos un momento,
disfrutando de aquel contacto. Qué estás
haciendo, Alec.
-¿Por
qué no?-inquirió con aquel acento suyo que a Tommy le disparaba las
pulsaciones.
-Porque
eres la novia de mi mejor amigo-expliqué, y el Código de Honor de los Hombres
estaba por encima de cualquier impulso prehistórico que la naturaleza hubiera
inculcado en mi ADN.
-Yo
no soy su novia-refutó Diana-, sólo nos acostamos.
Pero
noté que un poco de distancia se había interpuesto entre los dos. Diana no
parecía molesta, siquiera confusa. Incluso le divertía la situación. Joder, no
me extrañaba. Fijo que era el único tío lo bastante subnormal como para darle
calabazas, con lo buenísima que estaba.
Me
eché a reír.
-Tommy
no sabe follar sin enamorarse-le confesé, y Diana alzó una ceja y se mordió el
labio. Me miró de arriba abajo, estudiando con precisión milimétrica cada
rincón de mi cuerpo.
Parecía
estar diciéndome algo con sus ojos de gata.
-¿Y
crees que a mí me pasa lo mismo?-dejó caer después de un momento en el que
pensé que pronunciaría su nombre y a mí me derrumbaría. Pero la americana fue
más lista que eso. Inutilizó mis defensas con una pregunta que ni siquiera tenía
que ver con Sabrae, y que sin embargo destruyó todo mi ser al hacerme dudar.
Yo no estoy seguro de que lo recuerde ahora,
pensé mientras miraba cómo se alejaba en busca de más bebidas. Me quedé
plantado en la pista, viendo cómo su pelo desaparecía entre la gente.
Volví
a buscarla a mi alrededor. Qué patético era.
Alguien
me tocó la mano y me volví. Bey me miraba con los ojos un poco achinados por
una sonrisa húmeda debido al gloss que se había echado. Estaba guapísima, con
un top que le dejaba la espalda al aire.
No
llevaba sujetador.
Y eso
habría acabado conmigo en cualquier otra ocasión.
Pero
aquella noche, yo no era yo. No tenía ni puta idea de qué me sucedía. Sólo
sabía que tenía que estar pasándome algo muy gordo si la mera idea de que Bey
estuviera desnuda debajo de aquel top sólo provocaba un ligero cosquilleo en mi
interior, en lugar del incendio que debería haberse prendido.
-Hola-saludó
con cierta timidez. Creo que se había dado cuenta en que yo había reparado en
la forma de sus pechos debajo de aquel trocito de tela.
-Hola-respondí
yo con el mismo tipo de vergüenza.
-Te
he visto solo, y me he dicho… ataca, chica-sonrió, y yo la imité.
-¿Ataca, chica?
-¡Calla!-se
echó a reír y me pasó los brazos por el cuello, aprovechando una canción un
poco más lenta-. No estás al cien por cien, ¿verdad?
-¿Y
por eso vienes?
-Estás
muy apagado-comentó, acariciándome la nuca. Cerré los ojos y hundí la cara en
su cuello, inhalé su perfume de frutas y flores de primavera-. No me gusta
verte así, Al.
-Estoy
bien.
-No
es verdad-contestó ella-. No eres el chico del que estoy enamorada.
Mis
dedos jugaron con la piel de su cintura. Me separé de ella y nos miramos a los
ojos de una forma en que nos lo dijimos absolutamente todo.
Yo
sabía que Bey estaba enamorada de mí. Me había gustado hacía tiempo, pero el
sentimiento no había sido mutuo por aquel entonces. Cuando me olvidé de ella y
la volví a encajar en la categoría de mejor amiga, mis sentimientos migraron
hacia su corazón.
Mentí
cuando dije que estar con ella estaba en sus manos. No lo estaba. Nos queríamos
demasiado para arriesgarnos a que saliera mal. Yo no lo haría. Ella tampoco.
Por mucho que ambos lo deseáramos.
-Te
echo de menos-confesó, acariciándome la cara.
-Estoy
aquí mismo, reina B.
-No,
no es cierto-negó con la cabeza-. Estás a un mundo de distancia. ¿Es por ella?
-¿Por
Sabrae?-Bey asintió-. No-ella sonrió ligeramente, alzando una ceja-. No… no lo
sé. No lo creo. No lo sé. Estoy hecho un lío.
-Te
gusta Sabrae-sonrió mi amiga.
-No-negué
con la cabeza-. No me gusta Sabrae. Es sólo que… lo de la semana pasada… con
ella… fue diferente.
-¿Diferente,
en qué sentido?
-Me
cambió. Algo dentro de mí ya no es lo mismo. Es como si… como si hubiéramos
nacido para estar juntos-susurré, y a Bey se le humedecieron los ojos,
emocionada. La miré, decidiendo si se lo contaba o no.
Le
haría ilusión. Era mi mejor amiga. Merecía saberlo.
Pero
le rompería el corazón.
No
hay nada peor que ver a un avión levantar el vuelo cuando tú has perdido el billete.
-Fue
como pensé que sería hacer el amor contigo.
Bey
sonrió, me acarició la mejilla, y luego hizo algo increíble.
Me
dio un beso en los labios. Su boca presionó con suavidad la mía, como si
temiera romperla.
Se
separó de mí antes de que pudiera siquiera asimilar que nos habíamos besado.
-Ojalá
pudieras verte como te vemos todos para dejar de odiarte como lo haces. Eres un
sol, Al. Eres buena persona.
-Hay
opiniones-comenté, agradeciendo las luces que disimulaban mi nuevo sonrojo.
Joder, menuda semanita llevaba, audicionando para el concurso ¿Quién quiere ser un tomate?
-Es
verdad. Todas buenas-Bey me frotó la nariz con la suya, cerró los ojos y siguió
moviéndose al ritmo de la música-. Te quiero-jadeó.
-Yo
también te quiero, Bey. Prométeme que no me dejarás caer.
-Es
lo que tienes que hacer. Pero yo seré tu paracaídas-sonrió, abrazándome y
colgándose de mi cuello de una forma en la que incluso me dolió. Seguimos
abrazados durante toda la canción y gran parte de la siguiente, hasta que la
atmósfera cambió entre nosotros y necesitamos más espacio.
Yo necesité más espacio.
Bailamos
un poco más, hasta que sucedió algo increíble. A aquellas alturas de la noche,
yo había perdido la esperanza y mi capa caída se había evaporado en el aire. Buscaba
una chica con la que pasar un buen rato entre la gente, todavía con Bey tan
cerca de mí que me nublaba los sentidos.
Me
había visto tan cercano a mi versión anterior que incluso había bromeado
conmigo.
-¡Mira,
Sabrae!-admiró, y yo me giré como un resorte, como un maldito gilipollas, en
busca de la chica.
-¿Dónde?
Pero
Bey se había echado a reír y me había dado un beso.
-Qué
mono-había comentado, y yo la fulminé con la mirada.
Al
poco tiempo, comenzó a sonar una canción de Jason Derulo.
Y el
sexo hecho niña se plantó detrás de mí.
-¿Me
disculpas, Bey?-inquirió, y yo me volví y me encontré de frente con sus ojos
marrones, preciosos. Sabrae esbozó una media sonrisa cuando nuestras miradas se
encontraron, pero volvió a mirar a mi amiga-. Le hice una promesa a Alec. No
estoy segura de si es bidireccional.
-Lo
es-sentenció mi amiga, inclinándose y dándome un beso en la mejilla, pero yo la
agarré por la muñeca antes de que se fuera.
-¿Seguro
que no te importa?
Ella
se inclinó hacia mi oído, confidente.
-La
he pedido yo-reveló, y yo la miré. Me dio una palmada en el pecho-. Suerte,
tigre.
-Te
amo-le dije, y ella se echó a reír-. Lo sabes, ¿no? Eres la mujer de mi vida-la
atraje hacia mí, siendo más Alec que nunca-. Déjame desflorarte.
-Es
un poco tarde para eso-rió Bey-. Que lo paséis bien, chicos-miró a Sabrae y le
guiñó un ojo-. Ten cuidado, no te vaya a pisar.
-Yo
no he pisado a nadie en mi vida, Beyoncé.
-Sí,
díselo a mi pedicura-se echó a reír mientras se esfumaba entre la gente. Sabrae
se apartó una trenza de la cara.
-Has
venido-comenté.
-He
venido-asintió ella-. Acabo de llegar. Y va y suena esto-señaló los altavoces-,
¿te lo puedes creer?
-Sí-me
eché a reír y ella alzó las cejas.
-¿Sí?
-Bueno-me
encogí de hombros-, va a sonar muy patético, pero… te estuve buscando con la
mirada toda la noche.
-Mis
amigas-explicó ella, acercándose a mí-. Las muy lerdas no querían venir
demasiado pronto.
-Seguro
que te vino genial, ¿verdad?
-Decían
que tenía que hacerme de rogar-explicó, y yo me la quedé mirando. Sus ojos se
encontraron con los míos y saltaron chispas entre nosotros.
-No
necesitas hacer que vaya detrás de ti, Sabrae-comenté, apartándole un rizo
rebelde tras la oreja. Sabrae se mordió los labios.
-¿Lo
harías?
-No
he podido dejar de pensar en ti toda la semana-confesé, y ella sonrió
ligeramente, acunando la cabeza sobre la palma de mi mano-. A estas alturas,
creo que iría al fin del mundo por ti.
-Suerte
que no tenga intención de irme a ningún sitio esta noche.
-¿Ni
siquiera a las estrellas?-tonteé, y ella se echó a reír.
-¿No
estamos entre ellas?
Se
puso de puntillas y acercó su cara a la mía.
-No
veía la hora de que volviera a ser fin de semana para poder volver aquí.
Contigo.
Volver aquí.
Contigo.
Me cago en dios, ¿cómo se
respiraba?
-Cuidado, Sabrae-coqueteé-,
no querrás mostrarte demasiado implicada.
-No
lo estoy lo suficiente-contestó, y antes de que pudiera preguntar a qué se
refería, se volvió y comenzó a frotarse contra mí. La canción lo merecía,
prácticamente lo exigía.
Lo
que Sabrae no se esperaba (ni yo tampoco, para ser sincero), era que me hubiera
estado preparando toda la semana para ese momento. La agarré de las caderas y
fui yo quien llevó la voz cantante esa vez. La froté contra mí y ella gimió,
bailando al ritmo de la música y jadeando con cada roce que mi cuerpo
ocasionaba en el suyo.
La
canción se terminó, pero Sabrae no hizo amago de moverse ni yo de dejar que se
marchara.
-¿Una
más?-ofreció.
-Hasta
que pierdas la razón.
-Estás
como una cabra-rió ella, complacida con mi efusividad.
-Ahora
soy yo quien te va a volver loca, niña-jadeé en su oreja y ella se mordió el
labio. Recorrí todo su cuerpo, sin dejarme ningún rincón, con las manos
mientras continuaban las canciones. La respiración de Sabrae cada vez se
aceleraba más, y yo cada vez pensaba con menos claridad. Sólo existía el punto
en el que nuestros cuerpos se rozaban en una exquisita tortura de sensaciones.
La
pegué contra mi dureza y di un suave golpecito de caderas contra las suyas y
ella no lo soportó más. Se giró y me agarró del cuello, tiró de mí para bajar
mi rostro a su altura, y me comió la boca de una forma en que bien podría haber
terminado arrancándome los labios.
¿Que
si me quejé? ¿Estás de puta coña? Sabrae Malik podría meterme en el horno y
comerme a la hora del almuerzo y yo le daría las putas gracias.
No lo
soportó más. Gracias a Dios, porque yo estaba empezando a considerar las
posibilidades de que Jordan no me dejara volver a entrar en aquel local
propiedad de su familia si decidía follármela en medio de la pista de baile.
Entre jadeos y gemidos, con las manos por todo mi cuerpo, como si fuera una
ciega que quiere reconocerme, Sabrae me llevó hasta el minisalón.
Yo
estaba demasiado perdido en su boca y sus manos como para percatarme de la
sonrisa divertida de Jordan al vernos entrar a trompicones en la pequeña sala,
que había tenido vacía con la esperanza de que ocurriera finalmente lo que
estaba a punto de suceder. Cerré la puerta blanca con mi espalda y Sabrae echó
el pestillo mientras yo la tomaba en brazos y la ponía a mi altura.
-Empótrame-pidió,
y yo obedecí. Me di la vuelta y la acorralé entre la pared y mi cuerpo. Empezó
a abrirme la camisa-. Madre mía, Alec… te necesito. Necesito tenerte. Necesito
que estés dentro de mí.
Sonreí
en su boca, devorando la anticipación de sus labios y su lengua, sintiendo cada
célula de mi cuerpo responder a sus roces. Iba a volverme loco, si continuaba
diciéndome esas cosas y yo no la poseía, perdería la cabeza.
Hay
dos tipos de chicas a la hora de follar.
Las
calmadas que sólo gimen.
Y las
escandalosas que no pueden callarse ni dos segundos (a no ser que tengan algo
en la boca, y entonces el que no puedes callarte eres tú).
A mí
me iban las escandalosas.
Y era
evidente que Sabrae tenía que ser una de esas.
Con
el sonido de nuestros jadeos y la música atronando al otro lado de la puerta,
Sabrae se liberó de mi camisa y la tiró al suelo. Se quedó mirando los músculos
de mis hombros y mis brazos con un hambre lobuna.
-Dios
mío…-jadeó, observando la fuerza que se escondía bajo mi piel, acariciando los
brazos y devorando mis hombros con los ojos-. Eres un dios, Alec.
-Y
eso que todavía no has visto lo más interesante de mí-respondí, y sus pupilas
se dilataron un poco más. Sus ojos eran un pozo negro en el que yo me moría por
bucear. La sujeté con firmeza y me froté contra ella, asegurándome de que mi
paquete endurecido presionara exactamente en el punto donde era más mujer y
donde me pertenecía más.
Sabrae
me clavó las uñas en la espalda y arqueó la suya. Cerró los ojos, respondiendo
a mi provocación.
-Poséeme-me
pidió, y oh, joder, si hay algo que me caracterice, es mi buen oído cuando una
tía me dice algo. No necesité que me lo dijera dos veces. La llevé hasta el
sofá y mezclé mi boca con la suya, nuestras lenguas se enredaron y sus
pantalones desaparecieron. Tuvo que ponerse sobre sus rodillas para que yo
pudiera quitárselos, y, cuando pretendía girarse de nuevo para mirarme, la
sujeté.
Se me
había ocurrido una idea.
Le di
un beso en la cintura y un mordisquito en una nalga.
-Alec…-gimió,
previendo mis intenciones. Sonreí mientras deslizaba una mano por su ropa
interior.
-¿No
eres un poco pequeña para usar tanga?-la provoqué, soltando el elástico de la
prenda y haciendo que impactara contra su piel y ella se estremeciera.
-¿Lo
soy para follar?-respondió, y yo me eché a reír.
-Puede-contesté,
bajándole el tanga por los muslos-. Pero después de lo que te voy a hacer,
estoy seguro de que conseguirás convencer a tu madre para que me defienda si me
denuncian.
Sabrae
tembló mientras continuaba acariciándola. Me quedé mirando con fascinación su
sexo, ansioso de mí. Podría haberla penetrado sin causarle ninguna molestia, no
como la semana pasada, y los dos habríamos gritado nuestros nombres mientras la
cabalgaba.
Pero
quería hacerla rabiar.
El
placer de tenerla así, abierta, húmeda y ofrecida, era un afrodisíaco en sí
mismo. Terminé de liberar el tesoro de entre sus muslos, la separé un poco y me
acerqué al centro de su ser.
Hundí
la nariz en su sexo y Sabrae se estremeció, pero no fue nada, nada, comparado
con el momento en que abrí la boca y probé el sabor salado del anhelo que
sentía por mí. Degusté con orgullo el sabor chispeante y salado de su gloriosa
excitación, pensando que no había probado nada más delicioso en toda mi vida.
Sentía
que iba a explotar, pero ahora, la protagonista era ella. Sabrae gimió, sus
caderas ya no le respondían, sino que seguían el ritmo que le marcaban mis
labios y mi lengua.
-Empiezo
a pensar que tienes ciertas tendencias caníbales-jadeó entre gemido y gemido,
entre “no pares, por favor”, entre “sigue”, entre “oh, dios”.
-Voy
a comerte entera, bombón-le aseguré-, y pienso empezar por la sorpresa que
tienes entre las piernas.
La
sujeté con más fuerza y la pegué contra mí. Cuando sentí que estaba cerca,
tremendamente cerca, me atreví a hacer algo que muchos chicos no tenían el
valor de probar.
Le di
un suave mordisco, con mucho, muchísimo cuidado.
Varias
de las chicas con las que me había acostado de forma regular, y con las que
había perfeccionado ese movimiento, se volvían locas cuando me atrevía a cruzar
aquella frontera y utilizar también los dientes. Nunca le había hecho daño a
ninguna, pero el mero hecho de que yo fuera valiente y usara un elemento con el
que los demás no se atrevían ni a soñar, me daba una ventaja con respecto al
resto que me colocaba muy por delante. Una de mis “amigas con derecho”, como
nos gustaba llamarnos, incluso le había puesto nombre a aquella travesura: el
mordisco tsunami.
Yo
pensaba en ella como “mi jugada maestra”, pero el mordisco tsunami era bastante
más… acertada.
-¡ALEC!-gritó
Sabrae, clavando las uñas en la espalda del sofá y estallando en un orgasmo
explosivo del que yo bebí hasta saciarme. Sonreí en el centro de su ser
mientras ella temblaba, descontrolada. Me incorporé cuando se tranquilizó un
poco y le pasé un dedo por la columna vertebral.
-¿Quieres
más?-susurré en su boca.
-¿Y
si te digo que no?
-Me
hundirías en la miseria, bombón.
-No
pares-pidió, y pensé en meterme dentro de ella, pero… quería jugar. Quería que
me lo pidiera. Quería escucharla suplicar, joder.
Así
que volví a pegar la boca a su sexo.
-Alec-gimió
cuando volví a las andadas-. Fóllame.
-Es
lo que estoy haciendo-contesté-. Te estoy follando con la boca.
-Sabes
a qué me refiero.
-No,
no lo sé.
-Alec…-advirtió
ella, y dio un manotazo en el sofá que me hizo dar un brinco-. Joder. Mi madre.
No pares. Dios mío.
-¿Me
pedías algo, creo entender?
-Fóllame-repitió,
y yo sonreí.
-¿Qué
llevo haciendo media hora, Sabrae?
-Siénteme-respondió,
y yo la miré. Jadeaba incontroladamente, parecía al borde de un ataque de
asma-. Alec, siénteme. Por favor, siénteme.
Qué
manera más elegante de decir “méteme la polla”.
Podría
enamorarme de esta chiquilla.
No me
hice de rogar. Sabrae sonrió cuando me escuchó desabrocharme los pantalones y
rasgar un condón. Se inclinó hacia atrás, esperando que la penetrara, y lanzó
un gemido cuando por fin entré en ella. Me recibió por todo lo alto, como un
soldado que vuelve victorioso de la guerra.
-Sí…-jadeó,
y yo me incliné hacia su oreja.
-Me
encanta cuando me suplicas que te la meta-le besé el hombro.
-Pues
te suplicaré todo lo que quieras, pero tú no me la saques.
Ojalá
hubiera podido controlarme un poco. Pero no fue así. La monté con la rabia de
quien intenta domar a un potro salvaje.
Y a
ella le encantó.
Aunque
más me encantó a mí que supiera exactamente el momento en que me acercaba el
clímax, y, con una parsimonia que me dejó patidifuso, me sacara de su interior,
se diera la vuelta y abriera las piernas de nuevo para que yo volviera a
colonizar su dulce rincón.
Tiró
de mi cuello para colocarme a tiro y me miró a los ojos.
-Mírame-ordenó,
y se bajó los tirantes de la camiseta para regalarme una vista de sus pechos,
todavía escondidos en el sujetador. Se lo desabrochó y lo tiró a un lado-. No
se te ocurra cerrar los ojos. Quiero ver cómo te corres para mí.
Hundí
la cara en sus senos y ya no lo resistí más. Mientras se los besaba, casi
mordía, me rompí para ella en un increíble orgasmo que me dejó temblando,
literalmente, en su interior. Sabrae clavó las uñas en mis nalgas para evitar
que me escapara, y nos miramos a los ojos.
-¿Y
yo soy el dios?-le pregunté, y ella se echó a reír.
-¿Me
darías otro billete de vuelta a las estrellas?
-A ti
te doy mi alma, si me la pides-contesté, besándole la boca y capturando uno de
sus labios entre los míos. Sabrae asintió con la cabeza, satisfecha, y dejó que
me sentara un momento para recobrar el aliento. Se puso encima de mí y no me
dio tregua, volvió a hacerme entrar dentro de ella como si nuestras vidas
dependieran de ello.
-Tócame-me
pidió, y yo obedecí-. Por favor, Alec-susurró-. Por favor.
-Por
favor, ¿qué?
-No
dejes que esto se acabe. No me sueltes.
-¿Soltarte?
Jamás te soltaría, Sabrae. Jamás. Te han hecho para el placer.
-Sí-asintió
ella, encorvándose y suspirando-, pero para el mío.
-Exacto,
para el tuyo. Para que yo te lo dé.
Sabrae
sonrió, se retorció sobre mí y finalmente se rompió. La sujeté por las caderas
mientras arqueaba la espalda y lanzaba una exclamación ahogada.
Se
quedó quieta un segundo y luego nos miramos. Se inclinó hacia mí y me besó en
la boca.
En su
beso, saboreé una revolución.
Y,
joder, yo era un rey que se moría por
renunciar a su corona.
Rompió
nuestra unión, se sentó sobre el sofá, se subió los tirantes de la camiseta y
se puso el tanga. Me la quedé mirando mientras cruzaba las piernas y ella me
observaba a mí.
-No
pareces de las que usan tanga-observé, y ella sonrió.
-¿Cómo
son las que usan tanga?
-No
lo sé. No como tú.
-¿Hay
alguien como yo?
La
observé un momento.
-Para
mí no.
Sabrae
se mordió la uña del pulgar, divertida.
-Tú
tampoco pareces de los que les gusta que les supliquen.
-¿Ah,
no? ¿Y cómo son esos?
-Francamente…
no pensé que existierais.
-Pues
lo hacemos.
-Y de
qué manera-sonrió, divertida. Me acerqué a ella y le besé la mejilla. Ella
cerró los ojos y me devolvió el beso en los labios-. Alec…
-Ojalá
no pares nunca de decir mi nombre así. Hasta en mis peores pesadillas puedo
escucharte.
-No
quiero dejar de decir nunca tu nombre-contestó, y yo continué besándola-. Ojalá
siempre pudiera ser fin de semana…
-También
podemos follar entre semana. La gente lo hace.
-La
gente casada-se burló ella, y yo me detuve.
-Guo,
guo, guo. ¿No crees que es un poco… pronto para eso?
-Alec-puso
los ojos en blanco.
-Sabrae-la
imité, el mismo tono, el mismo gesto, y ella rió. Le saqué la lengua y ella
trató de mordérmela-. ¿Qué?-inquirí en tono íntimo.
-Quiero
volver pronto a casa. Mañana madrugo.
-No
pretenderás que yo te haga de despertador, ¿verdad?
-¿Lo
harías?
¿Sinceramente, Sabrae? Písame la cara. Sí,
claro que lo haría, joder.
-Ya te gustaría.
-Vamos
a aprovechar lo poco que me queda.
-Puedes
llegar tarde-le besé los nudillos-. O no llegar.
Sabrae
sonrió.
-No
llegar no es una opción-contestó, y supe que se refería tanto a nosotros como a
sus padres. Volví a besarla, a acariciarla, y ella hizo lo propio conmigo.
Nuestros besos aumentaron de profundidad, pero no de ritmo. La acaricié y noté
que volvía a desearme. Yo estaba agotado, no creía que pudiera cumplir. Por
primera vez en mi vida, no pensaba que fuera capaz de llegar hasta el final.
Sabrae
me acarició la cara, el cuello, sus ojos perdidos allá donde exploraban las
yemas de sus dedos. Yo le pasé los dedos por su costado, le bajé el tirante de
la camiseta, descubriendo uno de sus senos, y le besé el hombro.
-Déjame
saborearte-le pedí, y ella asintió con la cabeza. Volví a quitarle el tanga y
me situé de nuevo entre sus piernas. La adoré. La probé, la degusté, la devoré
y la saboreé. Todo con la banda sonora de sus gemidos y jadeos regalándome los
oídos.
Lleva toda tu vida ahí, lleva toda la vida
hablando… y tú, pedazo de gilipollas, la ves ahora, la escuchas ahora.
No sé cómo lo hice, ni cómo
pudo hacerlo ella, pero se corrió con dulzura. Esta vez fue tranquila,
relajada, con una calma tierna que me encantó descubrir en ella. Nunca pensé
que el sexo pudiera cambiar tanto, de lo rudo, sucio y duro como lo habíamos
practicado hasta entonces, a lo tierno y cauteloso.
Nos
habíamos cogido de las manos, y ambos nos quedamos mirando nuestra unión un
momento, las manos entrelazadas formando una figura de yin y yan ligeramente
modificada. Sabrae me miró desde arriba y yo la contemplé desde abajo,
completamente hechizado por su belleza. Relucía como si se hubiera tragado una
estrella, o ella misma fuera una estrella.
Me
senté de nuevo a su lado y cubrí su desnudez. Ella se estremeció un momento,
sorprendida por un contacto que no esperaba en mí, y volvió a cubrir las líneas
de mi rostro con sus manos.
Jamás
había tenido tanta intimidad con nadie como la tuve con ella en ese momento.
Cada latido de mi corazón me molestaba. Me impedía escuchar la inesperada armonía
de su respiración.
Me
incliné hacia ella. Ella se inclinó hacia mí. Rocé su nariz con la mía y Sabrae
ajustó su boca a mis labios.
Fue
el beso más dulce y a la vez revolucionario de toda mi vida. Me acarició la
cara mientras su lengua inspeccionaba, tímida, el interior de mi boca. Mis
dedos estaban en su cintura, negándose a dejarla marchar.
Tuve
miedo. Todavía no me había dado cuenta en ese instante, pero sí tuve miedo. Le
estaba dando mi corazón. Y ella me estaba dando el suyo. Y yo no lo sabía.
Sólo
sabía que ella me imponía como nadie con quien hubiera estado antes, que un
“no” de su parte sería más poderoso y me causaría más dolor que dos mil de
parte de las demás.
No
necesitaba implicarme más con ella porque estábamos tan enredados que era imposible
distinguirnos.
Sabrae
se separó de mí y me miró los labios. Frotó su nariz con la mía y se quedó
allí, quieta, disfrutando del calor que le proporcionaba mi cuerpo, un ratito
más.
Podría
haberle dicho que la quería, y no sería mentira, no del todo.
Ella
podría haberme dicho que me quería, y tampoco sería mentira.
Pero
las cosas todavía eran demasiado confusas entre nosotros.
En
silencio, Sabrae se estiró y recogió sus pantalones. Se los pasó por las
piernas y los ajustó a sus curvas. No quería que se fuera. Me moriría si se
iba.
-¿Nos
vemos mañana?-pregunté.
Sabrae
se volvió y asintió con la cabeza.
-Mañana
está bien-dijo en un tono tan distante que me dolió. Estaba asustada. Yo
también.
Se
vistió en silencio mientras yo la observaba.
-Sabrae-susurré
en lo que podía ser un gimoteo. Se volvió para mirarme-. No tienes que irte
así. Yo… te acompañaré a casa.
-¿Quieres
acompañarme?-preguntó, cauta.
-¿Quieres
que lo haga?-respondí en el mismo tono, y ella miró sus zapatos. Asintió con la
cabeza y esbozó una tímida sonrisa.
-Sí.
Sí, me gustaría. Si no te importa… Pero… no es necesario-reculó-. Puedo ir sola
perfectamente, tú te puedes quedar de fiesta y… entiendo si no te apetece.
-Me
apetece. Además, la fiesta ya no me interesa. Sería un coñazo en cuanto tú te
hayas ido.
Su
sonrisa se ensanchó un poco. Esperó a que me vistiera y salimos juntos de la
pequeña puerta. Le hice una señal a Jordan para indicarle que me iba pero que
volvería, y Jordan asintió con la cabeza, levantó el pulgar en el aire y me
dejó ir.
Caminamos
en silencio, pegados el uno al otro, ella sumida en sus pensamientos (espero que no se esté arrepintiendo),
yo, armándome de valor para dar el gran paso: pedirle el teléfono.
-Bueno-comentó,
abriendo la verja de su casa y mirándome-, pues… ya hemos llegado.
Yo
asentí, mirando las luces de su hogar. Parecía que sus padres la esperaban.
-¿Quieres
pasar y… tomar algo?-ofreció, un poco nerviosa, apoyándose en la verja y
mordiéndose el labio. No supe descifrar si estaba nerviosa por si le decía que
sí, o si le aterrorizaba que dijera que no.
Así
que no dije ni lo uno ni lo otro.
-¿Tomar
algo, o a alguien?
Sabrae
se echó a reír.
-No
podemos…
-Sólo
bromeaba, bombón-la tranquilicé-. Bueno, parece que te esperan. No tardes en entrar.
Me
separé un poco de ella, que pareció francamente decepcionada.
-Buenas
noches.
-Buenas
noches, Al.
Dio
un par de pasos hacia atrás y luego se giró para subir las escaleras. Estaba a
punto de subir la última cuando decidí echarle cojones.
-Oye,
Saab-carraspeé, y ella se giró-. Esto…-me pasé una mano por el pelo-. Me he
dado cuenta de que no tengo tu número.
Ella
alzó una ceja, divertida.
Y lo
supe en ese momento.
Me
diría que me deseaba. Me diría que me quería. Pero, ¿ponerme las cosas fáciles?
¿Dejar pasar la oportunidad de putearme un poco? Oh, no. Sabrae Malik no era
así.
Nosotros no íbamos a ser así.
-Qué
catástrofe-soltó, y yo me quedé a cuadros.
-¿Me
vas a hacer suplicar por él?-espeté, incrédulo, mientras ella metía las llaves
en la puerta de su casa. La abrió y agarró el pomo, fingió pensárselo un
momento, y luego, justo cuando pensé que me recitaría su número muy rápido y
que tendría que memorizarlo a la velocidad de la luz, sentenció:
-Sí.
Y
cerró la puerta sin más, dejándome con las ganas de espetarle que tenía formas
de conseguirlo.
Estuve
toda la noche pensando en aquel corte magistral que acababa de darme. Para
cuando se acabó la fiesta y terminé de limpiar con Jordan, amanecía. Le ofrecí
una cerveza y él aceptó, nos colamos por la claraboya de mi habitación y nos
sentamos a ver el amanecer sobre el tejado de casa, cada uno con su respectivo
botellín en la mano.
No
podía dejar de pensar en ella. Ni cuando vacilaba a Jordan me la sacaba de la
cabeza. Si pretendía que fuera tras ella con ese “sí” y la forma de cerrar la
puerta, le iba a salir una jugada redonda.
-He
vuelto a estar con Sabrae-confesé sin mirar a Jordan.
-Ah,
menos mal, pensé que te había tocado un Land Rover en la lotería.
Me
giré para mirarlo.
-¿Por
qué?
-Tienes
una sonrisa de gilipollas en la cara que apenas te abarca, hermano.
Me
eché a reír.
-No
voy a poder dejar de verla.
-Tendrías
que quedarte ciego.
-Hermano,
voy en serio. Estoy intentando abrirte mi corazón y tú…
-Es
coña. Ya sé que no vas a poder dejar de verla-se recostó sobre el tejado-. Yo
tampoco quiero que dejes de hacerlo.
-¿Y
eso?
-Te
sienta bien. La última vez que estuviste así de contento, acababas de perder la
virginidad.
-Con
ella siento que la pierdo una y otra vez.
-Espero
que no sea su sensación-contestó Jordan, y los dos nos reímos. Sí, cuando yo
perdí la virginidad estuvo bastante bien. Excepto porque duré 37 segundos, de
reloj.
-¿Crees
que esto joderá las cosas con Scott?
Jordan
me miró y dio un sorbo de su cerveza antes de responderme. Sopesaba su
contestación.
-¿Qué
es lo que deseas?
Vaya mierda de respuesta.
-Te he hecho una pregunta.
-Necesito
saber tu respuesta para poder darte la mía, Al.
Me
quedé mirando el sol, los tonos dorados como las estrías más antiguas en el
cuerpo de Sabrae, las sombras que arrancaba de los edificios, como sus rizos.
-La
deseo a ella, Jor.
Jordan
asintió con la cabeza, me dio una palmada en el hombro e hizo tintinear su
cerveza con la mía.
-Entonces…
todo irá bien.
Apúntate al fenómeno Sabrae 🍫👑, ¡dale fav a este tweet para que te avise en cuanto suba un nuevo capítulo! ❤
EMPECEMOS POR EL HECHO DE QUE ALEC ES UN PUTÍSIMO DIOS Y ESTOY ENAMORADA DE COMO NARRA Y QUE ME HE CAIDO DE CULO MIL VECES DURANTE TODO EL CAPITULO. Para empezar, el y Mimi son lo mas adorable que existe, madre mia. Mimi es un ser demasiado puro de verdad. Luego, estoy deseando ver cuándo se entere Scott porque sinceramente ni me acuerdo de como se enteraba en cts y luego, Bey. Mira, menudo amor de mujer de verdad. Me veo venir que voy a sufrir mucho por ella y Alec, pero bueno, hemos venido a jugar. Me cambió.
ResponderEliminar"Algo dentro de mí ya no es lo mismo. Es como si… como si hubiéramos nacido para estar juntos-susurré, y a Bey se le humedecieron los ojos, emocionada." O SEA, ME DA PUTO ALGO CON ESTE PAVO, QUE SE CALME PORQUE LLEVA SOLO UN CAPÍTULO NARRANDO Y YA ME HA PROVOCADO MIL INFARTOS. NO SÉ QUE VA A SER DE MÍ EL DÍA QUE RECONOZCA DE VERDAD QUE ESTÁ ENAMORADO DE SABRAE.
En fin, maravillosa como siempre Erikina. Te quiero mucho. Gracias por ayudarme a desconectar un ratín. 💜
RSTPY CHILLANDO EN IRANI Y KI SIQUEIRA SE SI ESTOY ESCRIBIENDO DECENSTRMENTE PORQUE ESTOY EN LA OGICINA,ENCERRADA EN EL BAÑO Y LEYENDO PERO TU ESO NO SE LO DIAGAD A NAFIE..ME MAYO ME MATOOO
ResponderEliminarJODER QUE BIEN TE HA QUEDADO ESCRIBIR CON ALEC.ME CAHIK EN LA LECHE
Qué ilusión ver narrar a Alec PERO MADRE MÍA ME HA MATADO ESTE HOMBRE POBRES DE NOSOTRAS CUANDO CREIAMOS QUE SCOTT ERA NUESTRO SEÑOR Y SALVADOR SCOTT SERÁ EL MESÍAS PERO ALEC ES EL PUTO DIOS
ResponderEliminarMimi ❤
"Sus labios eran tormentas, furiosas tormentas, y yo era un barco velero, y me moría por naufragar por su culpa." ❤
- Ana