lunes, 5 de marzo de 2018

El cazador cazado.


Tengo una mala noticia que darte (sí, precisamente en el capítulo en el que te tirarás de los pelos porque empieza el salseo): como tengo marzo un poco cargado de exámenes y quiero ponerme con el Trabajo de Fin de Grado, no subiré nada más hasta el 23 de marzo. Siento decirte esto antes de que empieces el capítulo, pero... seguro que se te olvida con lo que estás a punto de leer. 😉

Hay dos cosas en las que todo el mundo está de acuerdo en que pueden describirme a la perfección.
               La primera: soy un bocazas. De gran nivel. Pensabas que iba a decir que soy un mujeriego, ¿verdad? Pues no. Bueno, en realidad, un poco sí. Pero no me considero un “mujeriego” como lo suelen pintar en las películas o en las pelis. Los chicos dicen que yo soy más bien una especie de marchante de arte con muy buen gusto, y, ¿qué mayor obra de arte hay en la Creación que las mujeres? Bingo. Ninguna.
               Pero no. El caso es que soy un bocazas, el más bocazas que se haya paseado por la ciudad, el país, o puede que incluso el mundo. No es que no piense las cosas que digo (créeme, digo todo lo que pienso), sino que mi lengua tiene una especie de conciencia propia, muy a lo películas apocalípticas de robots, y es más rápida que yo.
               No es que sea cruel. Las cosas malas que pienso de la gente, me las guardo para mí; eso es algo que todos aprecian de mí. Es que directamente no tengo filtro, suelto las cosas tal cual me vienen en un intento por hacer que mi interlocutor se ría. El problema es que no siempre tiene por qué reírse.
               Seguro que ahora estás pensando “está exagerando, fijo. Es imposible que Alec sea así”. Lo soy. Créeme. Para que te hagas una idea: el año pasado, cuando cumplí los 16, Amazon estaba haciendo una campaña para contratar a jóvenes como repartidores para el servicio Premium. Yo me apunté, por eso de que me gusta tener pasta propia, y porque para motivarnos a los adolescentes, la empresa nos ofrecía pagarnos la gasolina y el seguro de la moto. De puta madre hasta ahí, ¿a que sí?
               Error. Tuve que hacer una entrevista, y estaba bastante bien, muy cómodo, manteniendo a raya mi boca hasta que el de Recursos Humanos señaló mi solicitud de trabajo, currículum adornado incluido (gracias, Jeff, por dejarme poner que había currado antes como repartidor en tu hamburguesería), y observó:
               -No has puesto cuáles son tus aficiones.
               Yo me había encogido de hombros y me había rascado la nuca. Bey me había dicho que fuera yo mismo y que estuviera tranquilo, pero no demasiado yo mismo ni demasiado tranquilo. Es por eso que no había puesto lo de que me levantaba a las seis de la mañana los sábados, después de ir de fiesta (a veces ni me acostaba) para poder ir a boxear tranquilo. Ni que me gustaba trastear en los electrodomésticos y descubrir cómo funcionaban. Ni que me creía el mejor mecánico de la historia (eso decía mi mejor amiga, pero yo creo que conseguir montar una moto y que ésta ande bien con tus propias manos tiene un mérito que se merece ser reconocido). O que me gustaba emborracharme para jugar con Jordan a la consola. Eso no me haría de fiar.
               -No sé-murmuré, clavando los ojos en mi currículum un momento, pensando la trola que le contaba ahora al señor-. Son las típicas, supongo. Estar con amigos, y tal.
               -¿Qué haces para evadirte?-insistió el hombre, siguiendo el guión preestablecido para detectar si era un psicópata que pretendía arrollar a 40 personas en una calle peatonal, o algo por el estilo.
               -No mucho-volví a encogerme de hombros, y entonces… la bomba.
               Casi pude escuchar la palmada en la frente de Bey cuando me preguntara qué tal había ido la entrevista y yo le reprodujera con las mismas palabras lo que acababa de decir:

               -¿Ver porno cuenta?
               Sí. Ojalá fuera mentira. Acababa de confesarle a un completo desconocido y potencial empleador que me la cascaba viendo tías en bolas cuando me aburría. Y me aburría más de lo que estaba dispuesto a admitir.
               ¡Alec!, me recriminaría Bey en cuanto se lo contara.
               Aguanté la respiración, esperando la reacción del entrevistador.
               Y, entonces, se echó a reír.
               Parece ser que tengo más carisma incluso del que yo creo, y puedo soltar gilipolleces por la boca delante de gente que no tiene ni idea de cómo soy realmente sin que a ellos les parezca que soy imbécil o se sientan incómodos.
               -Puede contar-asintió, poniendo un tic en verde en mi currículum y apartándolo a un lado, al montón más pequeño de los tres que tenía. Se me aceleró el corazón. Estaba dentro, o eso creía yo-. Veo que eres sincero.
               -Sincero es mi segundo nombre-espeté, y él alzó las cejas un microsegundo antes de que yo le aclarara-. Es coña. En realidad, es Theodore-cuántas bromas habré aguantado de pequeño con el puto Theodore-. Mi madre… bueno. Madres, ya me entiende.
               Ahora estaba siendo un puto mentiroso. Mi segundo nombre lo había elegido yo cuando era pequeño y mamá se casó con Dylan, y yo me cambié el apellido de mi padre biológico por  el de mi padrastro. Pero eso era es otra historia.
               Pero no me malinterpretes: que no sea capaz de saber qué voy a decir hasta que todo el mundo lo averigüe no me convierte en alguien cruel. Para nada. Lo bueno que tengo es que sé pedir perdón cuando me he excedido.
               Prueba de ello fue aquella clase de educación sexual en la que nos vino un tío de la oficina de planificación familiar del Ayuntamiento a explicarnos cómo se usaba un condón. Hacía un año aproximadamente también. Había aparecido en clase con dos cajas y todos los tíos nos habíamos revuelto en el asiento, clavando los ojos en la caja que tenía unas inmensas X y L en color blanco sobre fondo azul grabadas en el cartón. Nos hizo esperar para mencionarlas, pero por fin, cuando las agarró, se las quedó mirando un momento y clavó los ojos en todos los tíos de la clase. Su mirada saltó de uno en uno, y yo miré a los demás. Tommy y Scott se miraron un segundo y contuvieron una sonrisa. Me entraron ganas de decirles que de qué se reían, si hasta los condones de talla normal les sobraban, pero, como he dicho, no soy cruel. No me va humillar a la gente en público. Ya les vacilaría cuando estuviéramos en la intimidad de nuestro grupo.
               -Chicos-anunció el orientador-, no compréis XL-espetó, y yo me quedé pasmado-, es para sacaros el dinero.
               Y ahí está.
               Alec Whitelaw.
               El que siempre tiene que decir la última palabra.
               El justiciero del verbo.
               -A mí me aprietan-espeté, y me regodeé en cómo todos los tíos de la clase me fulminaron con la mirada. Superad esto, cabrones. En mi cabeza ya estaba trazando un horario de los polvos que querrían echarme mis compañeras.
               -Cómo te va a apretar, Alec-respondió el chaval, abriendo uno y poniéndoselo en el puño. Varias chicas sonrieron, divertidas al ver mi cara, incluida Tam, que nunca la había visto más gorda, pues pensaba que me iba a quedar cortada y sin nada que decir.
               Pobre Tam. El mundo no se merecía su inocencia.
               -Pues sí que la tengo grande-solté, y antes de poder frenarme, le dije a Bey, que se sentaba a mi lado-, ¿cómo puedes desear eso, Bey?
               -¡Vete a la mierda, puto gilipollas!-había espetado ella, empujándome y tirándome de la silla. Nos habrían expulsado de no haberla excusado yo en la oficina del director Fitz, diciendo que había sido un malentendido y un accidente y que no me lo había tomado a mal, que Bey no se merecía un manchurrón en su expediente en forma de expulsión por mi culpa.
               -¿Cuántas veces quieres que te pida perdón por esto?-pregunté, caminando detrás de ella en dirección a clase de Historia. Se volvió hacia mí y me fulminó con la mirada.
               -Dame una cifra.
               -¿36?-sugerí, intimidado.
               -326, más bien-zanjó, abriendo la puerta de la clase y caminando hacia su mesa.
               Me pasé todo lo que nos quedaba de mañana escribiendo 326 veces en mi libreta “siento ser un gilipollas y un bocazas, perdóname”. Para cuando terminé, tenía la mano roja y sentía palpitaciones en ella. Doctor, vamos a tener que amputar.
               Se la entregué a mi amiga y ella se la quedó mirando.
               -Las he numerado-señalé, tocando los números de los márgenes para que supiera que no había intentado engañarla-. Para que veas que lo siento de veras.
               -Te has disculpado dos veces por frase. Habría bastado con la mitad-contestó, sonriéndome.
               -Es que te quiero un montón, Bey.
               -Ya, o más bien-contestó, girándose y apoyando la espalda sobre su silla-, no fuiste capaz de dividir mentalmente 326 entre dos, ¿no es así?-sonrió, mordisqueando el bolígrafo mientras contestaba una pregunta de nuestro cuaderno de ejercicios.
               -No me quieres por ser listo.
               Ella me miró por encima de la punta de su boli.
               -¿Quién dice que te quiera?
               -El amor con el que me miran tus ojos.
               Bey puso los ojos en blanco y suspiró mi nombre, negó con la cabeza y pasó una página.
               -Bey… dime que no estás enfadada conmigo, por favor. Que yo con esta angustia no puedo vivir-le cogí la mano y ella soltó una risita.
               -Ya te perdoné en el despacho del director mientras me defendías-contestó, encogiéndose de hombros. Desencajé la mandíbula.
               -Serás cabrona… ¿me dejas copiar el ejercicio 6?
               -No-contestó, tumbándose sobre el libro para impedirme que viera ninguna de sus respuestas.
               Joder, ¿cómo he llegado hasta aquí? A ver… Bey, y su incontrolable amor por mí… el despacho de Fitz… el incidente con el condón. ¡Ah, sí, la entrevista! Vale, pues resumiendo: una de mis cualidades más popularmente conocidas es mi incapacidad para mantener el pico cerrado.
               Y la segunda: sé lo que quiero. Sé lo que quiero y sé incluso que voy a querer algo antes de hacerlo.
               Y cuando besé a Sabrae en la pista de baile, supe que acabábamos de hacernos una promesa que tardaríamos horas en poner por palabras, pero que yo no soportaría romper. Era la misma promesa que les hacía a todas y cada una de las chicas con las que me había enrollado alguna vez, con o sin sexo. Les daba un pedacito de mí con el que podrían hacer lo que quisieran durante unas horas, siempre y cuando ellas me entregaran un pedacito equivalente por el mismo período de tiempo.
               Pero con Sabrae, fue diferente. A Sabrae no le di un trozo minúsculo de mi ser. Ni quería que me lo devolviera. Lo sospeché mientras la llevaba hasta la habitación del sofá, lo descubrí en el momento en que bebí de su cuerpo su chispeante placer.
               Y me convencí de ello cuando la acompañé a casa y le pregunté:
               -¿Continuará?
               -Continuará-me concedió ella, poniéndose de puntillas y dándome un beso. Me la quedé mirando mientras entraba en casa. Ella me miró en silencio, sonriendo, mordiéndose los besos que aún le bailaban en los labios, y cerró la puerta cuando yo atravesé la verja de su casa.
               Ojalá no me hubiera puesto a dar brincos como un subnormal cuando creí que no me veía.
               Pero me puse a dar brincos como un subnormal cuando creí que no me veía.
               Había sido una noche genial, de las mejores de mi vida. Todavía no me atrevía a decir que la mejor, no por Sabrae, sino por mí. Sabía que, si empezaba a pensar en ella como “la mejor de mi vida”, no intentaría repetirla. Y quería repetirlo. Quería escucharla de nuevo gemir mi nombre, sentir el sabor de su pintalabios de frutas en mis labios, intoxicarme con el aroma de su champú mientras embestía el centro de su ser y nos convertíamos en una única criatura.
               Joder, ¿qué me pasaba? Iba a pasarme toda la noche pensando en ello, lo sabía.
               Y lo mejor es que me daba igual. No podía pensar en nada más que el tacto de sus dedos en mi nuca, en mi pelo, la forma en que había susurrado mi nombre cuando conseguí catapultarla de nuevo a las estrellas.
               Cómo los dos nos habíamos estremecido mientras nos besábamos por primera vez.
               Nunca había sentido una atracción tan fuerte con nadie. Jamás me había sentido tan ligero, como si pudiera empezar a flotar con mi simple voluntad.
               El trayecto hasta mi casa fue el más largo de toda mi vida. Varias veces me detuve en seco, debatiéndome entre dar la vuelta y echar a correr en dirección a su casa y repetir lo que habíamos hecho. Y siempre me convencí de que mejor no, otro día, cuando no estuviera tan embotado. Tampoco quería atosigarla; por mucho que ella se hubiera convertido en una droga para mí, pertenecíamos a mundos diferentes. La alineación de los planetas no es algo que se pueda forzar.
               Metí la llave en la cerradura de mi casa y contuve el aliento, girándola muy despacio y abriendo la puerta con más lentitud aún, temiendo que algún ruido despertara a los que allí vivían.
               Y entonces, un silencioso demonio marrón oscuro se escabulló por la rendija de la puerta.
               -El puto conejo-jadeé, mirando cómo Trufas se ponía a correr de un lado a otro por el jardín de casa. Aquel animal era la hostia, en realidad. Le daba absolutamente igual todo: la temperatura, que fuera de noche, que no pudiera ver nada, o su obesidad mórbida. En cuanto le abrías la puerta, si no estabas atento, salía disparado como si quisiera competir con Rayo McQueen.
               Iba a encenderme un cigarro mientras esperaba a que al animal se le bajaran los humos de corredor olímpico cuando Trufas se paró en seco y, poniéndose en pie sobre sus patas traseras, se giró y clavó en mí una mirada cargada de intenciones. Alzó las orejas.
               -Buenas noches-saludé, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta. Trufas no se movió-. Vamos, tío. ¿Adónde quieres ir? Es de noche. Podría venir un zorro y llevársete. Y Mimi ha invertido demasiada comida en ponerte como un tonel. No podemos perderte ahora.
               Trufas siguió clavado en su sitio. Le insté a entrar y no me obedeció. Me metí en casa y cerré la puerta. Volví a abrirla, y el animal siguió allí plantado, sin intención de irse a ningún lado.
               Hasta que me calentó lo suficiente como para ir a la cocina, abrir la nevera y sacar una zanahoria por la ventana. Trufas empezó a arañar la puerta de la calle para que le dejara entrar, y luego, empezó a correr en círculos a mi alrededor mientras esperaba a que yo cerrara, echara el pestillo y le entregara la zanahoria, que me arrebató a la velocidad del rayo y se llevó escaleras arriba, en dirección a la habitación de Mimi.
               Iba a matarla, en serio. Cualquier día, Trufas se escaparía y Mary se moriría del disgusto. No sólo lo tenía tremendamente consentido y avasallado en cuanto a mimos, sino que le hacía más caso al bicho que a mí. Dormía con él, lo colocaba a sus pies en la cama a pesar de que mamá le había dicho mil y una veces que lo dejara durmiendo en la camita que habían puesto bajo el escritorio de mi hermana, pero a Mary le daba absolutamente igual. En cuanto escuchaba la puerta de la habitación de sus padres cerrarse, salía de la cama, cogía al pobre animal (que estaba en el séptimo cielo de los conejos, durmiendo profundamente) en brazos y lo subía a su cama.
               Subí las escaleras por el tramo opuesto al que había utilizado el conejo (nuestra casa tenía forma rectangular, entrabas por la mitad y el hall consistía en una amplia estancia de techo que llegaba hasta el tejado custodiada por dos tramos de escaleras en curva, uno frente al otro, y una lámpara de araña colgada del techo) y me dirigí a mi habitación. El peso del mundo acababa de implantárseme sobre los hombros, se me estaba subiendo el alcohol a la cabeza, y la actividad física que había hecho con Sabrae me había acelerado el pulso de tal manera que los chupitos que había tomado durante la noche se habían multiplicado por cinco.
               Quería tirarme en la cama y dormir un mes.
               O tirarme en la cama y quedarme boca arriba, pensando en ella.
               Cuál fue mi sorpresa cuando llegué a mi habitación y me encontré con que un hilo de luz se colaba por la puerta entreabierta. La empujé sin darle más importancia (no sería la primera vez que me dejaba una luz encendida y mamá no la apagaba para poder echarme la bronca del siglo al día siguiente) y me topé de bruces con Mary jugando con los ángulos de su reflejo en el espejo de mi armario, toqueteándose el pelo y haciéndose fotos.
               A mi cerebro le costó un momento procesar la información que le llegaba pero, cuando consiguió interpretar correctamente las imágenes, se alió con mi boca para espetar:
               -¿Qué coño haces aquí?
               Mimi se giró, sus cejas se habían perdido por debajo de su flequillo pelirrojo. Tenía los ojos maquillados y tremendamente grandes. Incluso tenían un ligero tono verdoso que me recordó a la mirada de Sherezade, la madre de Scott (mi suegra, pensó con deleite una parte de mi cabeza que seguía reproduciendo en bucle los gemidos de Sabrae). Los labios también lucían un toque de color que agrandaba su tamaño y los hacía más carnosos.
               -Hacerme fotos.
               -Eso ya lo veo, Mary Elizabeth-gruñí-. Pero en tu habitación también tienes un espejo, ¿a qué coño tienes que venir aquí?
               -En la mía no hay sitio libre-explicó, inclinándose ligeramente y esbozando una sonrisa que mostró todos sus dientes. Me quedé mirando la habitación, el montón de ropa que tenía desperdigado por la tarde ahora estaba amontonado de mala manera sobre la almohada.
               -¿Me has tirado toda la ropa a un lado de la cama?-solté, incrédulo.
               -¡Es que quedaba feo que se vieran todas tus camisas por ahí tiradas en el fondo de mi foto!
               -Joder, Mary Elizabeth-casi sollocé-, que vengo cansado y quiero dormir, un poco de compasión.
               -¡Pero es que estoy muy guapa, Alec, déjame terminar las fotos, jopé!-protestó, girándose hacia mí y haciendo un puchero. Se me pasó un poco el enfado con ella. Un poco.
               -Ay, vale, jopelines-me burlé, dándole un beso en la mejilla. Mimi se me quedó mirando, pero yo hablé antes-. Mary… dime que tu puñetero conejo no está mordiendo mis guantes de boxeo.
               -Sabes que Trufas no…-empezó, volviéndose, pero abrió los ojos como platos al ver cómo el conejo se peleaba con las costuras ajadas de mis guantes-. ¡TRUFI!-bramó-. ¡NO! ¡DEJA ESO! ¡ERES MALO, TRUFITAS, MUY MALO!-lo cogió en brazos y lo apartó de los guantes. Trufas empezó a gimotear.
               -¿Te parece que estás poco obeso, puto gordo?-le regañé en tono de broma, y Mimi lo apretó más contra su pecho. Me dio lástima el pobre animal, podías ver el agobio y la angustia en sus ojos. Mary podía llegar a ser muy posesiva con él.
               -¡No está gordo, lo que pasa es que tiene mucho pelo y muy abultado!
               -¡Pero si te estás poniendo roja de tenerlo en brazos, Mimi!
               -No todos estamos lo suficientemente fuertes de los brazos como para levantar nuestro peso sin pestañear.
               -Era sólo curiosidad, ¿vale? No he vuelto a hacer pesas en mi vida. Dios. Qué pesada-jadeé, liberando al animal y sentándome en el borde de la cama, esperando que ella terminara su sesión fotográfica.
               -¿Te pones el pijama?-pidió ella mientras se agachaba para enseñar sus zapatos en la fotografía. Mujeres.
               -Sabes que no duermo con pijama.
               -Es para dármelo calentito a mí; me estoy congelando.
               -Claro, ¿quiere algo más Su Graciosa Majestad?-ironicé, dejado que Trufas se asentara en mi cama. Mimi se giró y puso ojitos.
               -Porfi, Al.
               Puse los ojos en blanco. Si ya no sabía decirles que no a chicas a las que apenas conocía, imagínate a una con la que comparto código genético. Mimi soltó un gritito emocionado y me dio un beso que me dejó marca en la mejilla cuando empecé a desabotonarme la camisa y me cambié de ropa. Me quedé con el pijama de Iron Man que Mimi estaba usando esos días, y que en realidad había sido un regalo de Navidad de parte de mamá.
               Después de una tortura de sesión, finalmente Mimi dio por concluido su pinito en el modelaje por esa noche. Se giró, se apartó el pelo de la espalda y me pidió que le bajara un poco la cremallera del vestido.
               -No mires-dijo, cruzándose de brazos para impedirme ver sus pechos mientras le pasaba la camiseta del pijama.
               -Como si tuviera interés en tus tetas inexistentes.
               -No son inexistentes, son tetas de bailarina, a ver si te enteras de una vez, capullo-escupió, molesta, sacándose el pelo del cuello de la camiseta.
               -Ya, ¿qué talla usabas, otra vez? ¿Doce o catorce años?
               -Vete a la mierda-me empujó sobre la cama y se inclinó hacia mí-, ya te gustaría a ti follar con chicas que tuvieran tetas tan bonitas como las mías.
               -Si esto es una proposición rara, Mary Elizabeth, lo siento pero voy a tener que rechazarla.
               -¿Eso que tienes en la cara es rímel?-preguntó ella, tocándome la mejilla con un dedo. Me encogí de hombros y me pasé las manos por detrás de la espalda. No era la primera vez que echaba un polvo con una tía y volvía a casa con parte de su maquillaje en mi cara.
               -Es lo que pasa cuando follas sentado con una chica y le gusta muchísimo cómo se la estás metiendo.
               Mimi abrió mucho los ojos.
               -No habrá sido Eleanor, ¿verdad?-inquirió, empujándome de nuevo-. Porque está emocionalmente vulnerable.
               -Qué va a ser Eleanor, Mary Elizabeth-protesté yo, incorporándome-. ¡Si a mí Eleanor no me gusta!
               -¡Pues es muy guapa!-discutió Mary, tremendamente ofendida, apartándose el pelo cobrizo del hombro y frunciendo el ceño. Eleanor era su mejor amiga, la defendería hasta el agotamiento. Y que yo me atreviera a decir que no me gustaba Eleanor era una ofensa que Mimi no estaba dispuesta a pasar por alto.
               -Y además, está buena-asentí con la cabeza, cerrando los ojos, y Mimi me dio un empujón.
               -¡Acabas de decir que no te gusta!
               -¡Porque no se toca!-contesté, y Mimi frunció el ceño-. Es mona, y me la tiraría-concedí-, pero a la vez no.
               -¿Por qué?
               -No sé, tía, ¿podemos dejar de hablar de Eleanor, por favor? En serio, eres una plasta. Vine contentísimo a casa y me estás tocando los huevos de una manera…
               -Eres tú, que te picas muy rápido-contestó ella, sacándome la lengua-. ¿Qué tal Eleanor, por cierto?
               Desencajé la mandíbula mientras la fulminaba con la mirada. ¿Es que no iba a librarme de ella?
               -Yo estoy bien, gracias por preguntar.
               -Que qué tal Eleanor-exigió Mimi, y suspiró con frustración cuando yo me pasé las manos con el pelo y abrí los brazos, señal de que no pretendía seguir con sus jueguecitos. Necesitaba que me dejara solo para intentar detener los giros descontrolados de mi cabeza. La mezcla de la noche no había sido una buena idea: alcohol, sexo, Sabrae…
               Sabrae…
               -¿Y tú, cómo estás?-la piqué, pellizcándole el codo. Mimi se zafó de mí poniéndose en pie.
               -Uf-gimió, apretándose la nariz-. Vale, sé que te apetece fardar de machito, así que, ¿a qué pobre incauta te has llevado al catre hoy?
               Sonreí. A ese juego sí que estaba dispuesto a jugar, básicamente porque era el as. Nadie me superaba en esas cosas: sólo una persona, Scott. Y a él podíamos tomarle el pelo, porque aunque estuviera con más chicas que yo, yo era el que más relaciones tenía de los dos. Solíamos  picarle diciendo que a él le probaban por curiosidad, pero a mí venían porque se quedaban con ganas de repetir, a lo que él contestaba riéndose y respondiendo:
               -Si me pusiera en el mismo plan que Alec, el pobre no sería el mejor en nada. Soy promiscuo por el cariño que te tengo, hermano-me revolvía el pelo y me daba un beso en la mejilla, a lo que yo respondía sacándole la lengua y preguntándole si tenía alguna confesión importante que hacernos.
               -Si te lo contara-le contesté a mi hermana, reclinándome sobre la pared y colocando mis manos por detrás de la cabeza-, no te lo creerías.
               -¿A quién?-preguntó ella con fingido desinterés, pero la curiosidad que tiñó su voz la traicionó.
               -A Sabrae-revelé, y me deleité en el sabor de su nombre en mi boca. Dios, qué poco había durado guardándome ese secreto para mí. Una parte de mí se sintió mal, ¿y si ella no quería que se enterara nadie?
               Tío, es Sabrae. Siempre deja claro qué es lo que quiere. Y te dijo “continuará”, no “ni una palabra sobre esto, Alec”.
               Vale, si no me había prohibido que lo dijera, ¿por qué una parte de mí se sentía como si estuviera rompiendo un hilo de complicidad que había entre nosotros?
               Los ojos de Mary se abrieron como platos.
               -¿Qué Sabrae?-quiso saber, y yo puse los ojos en blanco.
               -Sabrae Malik.
               -¿Qué Sabrae Malik?-insistió ella.
               -¿Cuántas putas Sabrae conoces, Mary Elizabeth?-espeté-. ¿Y cuántas Sabrae Malik?-chasqueé la lengua y cogí mi camisa manchada de sangre, sudor y pintalabios-. Tírame esto a lavar, venga. Fuera de mi habitación.
               -¡No pienso tirarte esto a lavar, puto machista de mierda!
               -No lo digo porque seas mujer, imbécil, sino porque lo tienes de camino-espeté. Mimi se cruzó de brazos.
               -Hazme un masaje en los pies, y me cuentas.
               -Sí, claro. Y después, te los beso-sacudí la camisa arrugada en mi puño frente a su cara-. Mimi…
               Mary sonrió, acercándose un poco a mí. Apoyó las rodillas en la cama y eso me puso tenso. Conocía esa sonrisa. La había visto infinidad de veces, cuando yo me negaba a hacer algo y ella terminaba sometiendo mi voluntad. Todo mi cuerpo se puso en modo lucha-o-huye.
               No dejes que te toque.
               -Mary Elizabeth-exigí, apartándome de ella y pegando la espalda contra la pared. Mimi dejó escapar una risita adorable mientras Trufas se revolcaba sobre la cama. Su dueña estiró la mano en dirección a mi cuello-. Mimi, en serio, no estoy de broma. Necesito descansar.
               Mimi se mordió el labio para no echarse a reír y romper el hechizo… y sus dedos acariciaron mi clavícula y subieron por mi cuello.
                Y yo me estremecí. Hablándolo con Tommy, habíamos llegado a la conclusión de que los hermanos mayores teníamos el interruptor del gen protector respecto de los pequeños en el cuello. A él le pasaba lo mismo cuando Eleanor, Astrid o Dan le tocaban el cuello, exactamente lo mismo que me pasaba a mí cada vez que Mimi se atrevía a acariciarme por debajo de la mandíbula.
               Nos dejaban en la mierda. Pasábamos de lobos feroces a meros cachorritos de pastor alemán, tumbados con la tripa vuelta hacia arriba, esperando impacientes nuestra sesión de cosquillas, la que nos sometería completamente.
               Me revolví, dispuesto a pelear por mi libertad… aunque ya notaba los efectos que las yemas de los dedos de Mimi tenían sobre mi cuerpo. Ya no me parecía tan insultante que me ordenara que le masajeara los pies, como si fuera su esclavo.
               Por dios, si una parte de mí incluso estaba pensando que nos vendría bien esos momentos a solas para poder contarle lo de Sabrae y aclararme las ideas que me revoloteaban por la cabeza como si de aviones en temporada alta se tratara.
               -Déjame el cuello tranquilo, Mary Elizabeth-gruñí con toda la autoridad que pude, que no era mucha. Tan poca, que Mimi incluso se echó a reír.
               Una risita adorable por la que yo permitiría que me quemaran vivo.
               -¿Por qué?
               -¿Quieres cosquillas?-contesté, agarrándola de la cintura. Sus ojos se ensancharon un poco, en contraste con sus pupilas, que se empequeñecieron.
               -No-contestó. Pero yo se las hice y ella se rió en silencio, agitó las piernas y se zafó de mí. A esas alturas yo ya había abandonado toda mi furia de hombre y me había convertido sólo en hermano mayor. Ya no pensaba con claridad. Así que le sugerí:
               -Vamos abajo, que quiero comer algo. Luego, si quieres, te rasco los pies.
               Mimi dio un brinco, estirando las manos hacia el cielo.
               -¡Sí!
               -Viciosa, fetichista… eres una enferma-chasqueé la lengua y cogí una camiseta del montón sobre el que retozaba Trufas. Mary se echó a reír, se inclinó y me dio un beso.
               -Te quiero, Al-me confesó, y yo procuré no derretirme. Fingiendo indiferencia, respondí:
               -Por el interés.
               Bajamos a la cocina, saqué una pizza congelada de la nevera y corté una porción. La metí en el microondas y Mary y yo esperamos en silencio, observando la cuenta atrás, vigilando que el aparato no pitara y despertara a nuestros padres.
               -Toma, Trufi-truf-ronroneó Mimi, cogiendo un puñado de galletitas de verdura para conejos de una bolsa y acercándoselos al hocico a Trufas, que no se hizo de rogar y se las zampó de una sentada.
               -Tienes que dejar de cebarlo tanto, Mim. Va a terminar dándole algo.
               -Es un conejo gigante, es normal que esté gordito.
               -Está como una bola. Me sorprende que pueda saltar.
               -No le hagas caso, Trufi-Mimi le acarició la cabeza al animal, concentrándose en sus orejas-. Te tiene envidia.
               -Mucha. Esas galletas tienen una pinta deliciosa-ironicé, abriendo el microondas. Me daba asco el olor de las galletas del conejo. No entendía cómo el bicho podía comérselas, o mi hermana no vomitaba cuando las tocaba.
               -Cuéntame-urgió Mary-. Sabrae.
               Le di un mordisco al trozo de pizza y me encogí de hombros.
               -No hay mucho que contar. Nos liamos.
               -¿Os liasteis versión mi edad, u os liasteis versión la tuya?
               Sonreí con maldad, dando otro bocado de la pizza.
               -Sabes que la gente de tu edad también folla, ¿verdad?
               -¿Has tenido sexo con ella?-siseó Mary, estupefacta. Me encogí de hombros.
               -Sí, ¿qué pasa?
               -¡Es más pequeña que yo, Alec!
               -Yo no fui el primero en meterme ahí, Mary-le saqué la lengua y ella frunció el ceño.
               -¿Cómo lo sabes?
               Me eché a reír.
               -¿Se puede ser más virgen?-acusé-. Eso se sabe. Es imposible estar con una chica virgen y que no te des cuenta.
               Mary cruzó las piernas e hizo una mueca.
               -Pero no tiene por qué doler.
               -Sí, ya. A buenas horas me lo dices. En serio, Alec, ¿la hermana de Scott?
               -No lo digas de esa manera-protesté-. Es muy genérico. Scott tiene tres hermanas, yo he estado con la mayor. Ni que hubiera seducido a Shasha, o algo-ni siquiera quería pensar en la pequeña Duna, bastante repulsión me causaba pensar en Shasha en ese momento, con sus doce años.
               -¿Y él qué dirá?
               Me la quedé mirando.
               -Yo no soy dueño de tu vida sexual, Mary Elizabeth. Y Scott no lo es de la de Sabrae.
               -Tommy no quiere que Scott se acerque a Eleanor-me recordó, como si alguien pudiera olvidarlo. Tommy ni muerto permitiría que Scott y Eleanor se enrollaran. Ella estaba demasiado implicada con él. No es que Scott no pudiera quererla, es sólo que… nunca llegaría a quererla como Eleanor le quería a él. Y eso tenía consecuencias muy graves en una relación. Le daría un poder a Scott que resultaría tremendamente tóxico a la larga.
               Créeme, yo sé de eso. Soy, básicamente, el producto de una relación de cariño desequilibrado y de una toxicidad venenosa.
               Entendía el miedo de Tommy mejor de lo que nadie podía hacerlo, porque yo era, en cierta medida, la representación de ese miedo.
               -Es diferente.
               -¿En qué sentido?
               -En que Sabrae no está enamorada de mí, y Eleanor sí-espeté, y Mimi se me quedó mirando. Se cruzó de brazos.
               -Pues con más razón Tommy debería…
               -Tommy la está protegiendo, igual que yo. No podéis pedirnos que dejemos que os tiréis de un avión sin paracaídas. Siempre vamos a intentar que no os rompan el corazón.
               -No podéis tenernos en una caja de cristal toda la vida.
               -Ponme a prueba-la reté, desmenuzando los bordes de la pizza. Mary se quedó en silencio un rato, observando cómo mordisqueaba aquí y allá, hasta que inquirió:
               -¿Vas a volver a acostarte con ella?
               -No lo sé, Mimi.
               -¿Tú quieres?
               Me la quedé mirando. Ella me sostuvo la mirada, decidida. Afianzó su abrazo sobre Trufas, que se revolvió entre sus brazos para encontrar una posición más cómoda.
               -No lo sé-mentí, y ella sonrió con tristeza.
               -¿Y si tú te enamoras de ella?
               -Yo no puedo enamorarme de nadie.
               -Ya lo estás haciendo, Al.
               -Pero bueno, ¿se puede saber qué dices?
               -Nunca hemos hablado así de ninguna chica con la que hayas estado-razonó, calmada, y yo me la quedé mirando.
               -Porque no las conocías.
               -O porque no te importaban como te está importando Sabrae.
               Solté lo poco que quedaba de la pizza sobre el plato.
               -Estoy cansado-comenté, y ella arqueó las cejas, frunció los labios.
               -No te cierres en banda.
               -No me cierro en banda. Estoy cansado. Me voy a la cama. Y tú también deberías.
               Dejé el plato en el lavavajillas y me dirigí hacia la puerta.
               -Ella me gusta para ti-comentó, y me detuve en seco. Me giré para mirarla. Mimi le acariciaba la tripa con los dedos a Trufas mientras lo sostenía entre sus brazos, pero sus ojos estaban clavados en mí, esperando mi reacción, tratando de adivinar la decisión que iba a tomar.
               ¿Iba a ser Al… o iba a ser Alec Whitelaw?
               -Y eso que no nos has visto follando-soltó Alec Whitelaw, apoderándose de mi boca. Mimi suspiró, habíamos estado tan cerca…
               Subí las escaleras y entré en mi habitación. La cabeza me daba vueltas, pero ni siquiera intenté meterme en la cama y tratar de dormir. Sabía que no lo haría. Estaba siendo testigo de una lucha interna titánica.
               No había caído en Scott. En Scott y en Eleanor, que, en cierta medida, podíamos ser Sabrae y yo. No había caído en que Tommy se ponía a la defensiva en un modo rayano en lo enfermizo cuando Eleanor se acercaba a su mejor amigo, temiéndose lo peor. Incluso se peleaban a veces por ella, por el tonteo constante que se traían los dos, que no tenía malas intenciones por ninguna de las partes.
               Pero a Tommy le molestaba igual. Era el único punto débil de su relación con Scott. Y yo no quería joder las cosas con él por culpa de Sabrae como se podían joder con Tommy por culpa de Eleanor.
               Y, sin embargo… no podía dejar de pensar en ella. No podía dejar de darle vueltas a lo nuestro, señalando las cosas que eran diferentes entre nosotros. Eleanor era dulce; Sabrae, picante.
               Eleanor estaba enamorada.
               Sabrae, no.
               Podríamos jugar con esa zona gris, manejarnos en la penumbra.
               Cuando llegué a esa conclusión, suspiré con alivio. No tenía que tener miedo porque no había nada que tener. Lo de Scott y Eleanor era más bien espiritual; lo mío con Sabrae, si se repetía, en todo caso tendría un componente físico innegable. No hay nada como poder fusionarte con una persona físicamente para mantener tu independencia emocional. La gente desea lo que no puede tener. Y yo podía tener a Sabrae cuando quisiera, y Sabrae podía tenerme a mí cuando le apeteciera.
               Me encendí un cigarro y me quedé mirando las estrellas por la claraboya de encima de mi cama. Mi habitación tenía un techo irregular; plano por la parte central, inclinado en la pared de la cama. En esa parte, Dylan había construido una claraboya con la intención de hacer la casa más atractiva para un estudioso del Instituto Nacional de Astronomía que había mostrado interés en los planos de la casa. Finalmente, había optado por una modesta casa en el sur para poder estar más cerca del observatorio de Greenwich. Así que Dylan se había quedado con una casa inmensa para él solo y una claraboya en un techo a la que nadie iba a poder darle uso.
               Hasta que mi madre se plantó en su puerta acompañada de sus dos hijos y mi hermana en el vientre.
               Me parecía que las estrellas resistían con un poco más de intensidad al ahogamiento lumínico al que las sometía Londres. Quise hacerme creer que se debía a mi borrachera, pero yo sabía, en el fondo, que aquel brillo era muy diferente.
               Ahora que Sabrae me había visto ver de qué estaban hechas, eran incluso más bonitas.
               Vamos, hermano, tienes que inventarte algo para volver a quedarte a solas con ella, me dijo una vocecita en mi cabeza, la misma que me soplaba lo que tenía que decirle a una chica para conseguir que su fuero interno accediera a bajarse las bragas para mí. Me eché a reír y di una calada de mi cigarro. Dios, Jordan se descojonaría de mí cuando se lo contara y le hablara de este momento. Casi podía escuchar su risa en mi cabeza mientras me decía: Alec Whitelaw, el cazador cazado. La cosa se pone interesante.
               Y eso que todavía no me había puesto a pensar en cómo sería ella desnuda, realmente desnuda. Ya había visto lo más interesante de su cuerpo, pero que tuviera las piezas más importantes del puzzle encajadas no significaba que pudiera disfrutar totalmente del juguete terminado. Había esquinas que me faltaban, sitios que no conocía.
               O que sí conocía pero en los que no me había fijado. Por ejemplo, su ombligo. Habíamos ido juntos varias veces a la playa y con la superposición de esas imágenes en mi cabeza debería haberle bastado a mi imaginación para pensar su desnudez y dibujar su cuerpo sin ropa en mi mente.
               Pero incluso echando mano de mi memoria me parecía que no tenía suficientes datos. Así que cogí mi móvil, abrí Instagram y entré en su perfil. Me quedé mirando un momento el botón azul gigante de “seguir”. ¿Me seguiría de vuelta si yo daba el paso?
               Mordisqueé el borde de mi cigarro antes de negar con la cabeza y deslizar el dedo en dirección a sus fotos.
               No sabía qué estaba buscando exactamente, pero lo encontré. Después de quedarme un momento observando sus fotos chorras con sus amigas y tratando de descifrar fotografías de comida, libros o paisajes, intentando averiguar qué significado tendrían para ella, llegué.
               Las fotos del verano. Sabrae, sonriendo entre otras tres chicas que se repetían una y otra vez en sus fotografías. Su bikini blanco resaltando el moreno de su piel, los lazos de la braga resaltando la curva de sus caderas. Su tripa, no del todo plana pero sí cuidada, y sus brazos y sus piernas fuertes.
               Su melena negra, insultantemente rizosa. La melena de la que yo no había podido disfrutar esa noche. Me quedé mirando sus rizos y su boca…
               … y me vi catapultado hacia atrás.
               Se inclinaba sobre mí, movía las caderas al ritmo que mi sexo marcaba en su interior. Ella tenía el control absoluto del placer de ambos, y yo no sentí la necesidad de tomar el relevo en ningún momento. Me gustaba moverme en su interior, experimentar con los ángulos mientras escuchaba sus gemidos y sus jadeos.
               Apenas la besé mientras lo hacíamos porque me encantaba escucharla. Me encantaba la forma en que gemía mi nombre y me indicaba (como si yo necesitase que me lo dijera) el lugar, el ritmo, la intensidad, con la que quería que la follara. Adoré sus pechos con la boca mientras ella me arañaba la espalda.
               La sola idea de separarnos en aquel momento nos resultaba tan dolorosa que incluso nos volvía locos.
               Me apeteció masturbarme. Me apeteció masturbarme y a la vez no, porque no quería sentir en soledad lo que había sentido con ella. Ya no me conformaba con colarme en el cielo cuando podía entrar por la puerta grande en el paraíso que era el espacio entre sus muslos.
               Mi cuerpo me suplicaba que robara un poco de aquel placer que había sentido con ella, pero mi cabeza se resistía. No iba a ser lo mismo, yo sabía que no quería sentir aquello, que quería sentirla a ella.
               Di otra calada al cigarro y sonreí. Me quedé mirando su foto, deslizándome por recuerdos que había decidido hacer públicos. Estudié sus sonrisas impostadas y las sonrisas verdaderas, y recordé cómo me mordió el lóbulo de la oreja cuando estaba muy, muy cerca de llegar al orgasmo conmigo en su interior.
               -Así, Alec-gimió con una sonrisa-, házmelo así.
               Qué suerte tienes, pequeño cabrón, pensé, mirando el bulto en mis calzoncillos que mis recuerdos habían creado, tú sabes lo que es que ella te rodee hasta el punto de que sea imposible distinguiros.
               Di otra calada, aguanté el humo en mis pulmones, cerré los ojos y me pasé una mano por el pelo. La recordé moviéndose sobre mí, gimiendo mi nombre, hundiendo sus dedos en mi pelo mientras yo la adoraba con mi boca. Me eché a reír, presa de una demencia que nada tenía que ver con todo lo que había pasado a mi alrededor, sino con lo que estaba pasando en mi interior.
               Abrí los ojos y observé las nubes de humo que se iban evaporando a mi alrededor, flotando sobre mí como ángeles guardianes.
               ¿Cómo será ella fumando?, me pregunté, y un chispazo me recorrió la columna vertebral cuando me la imaginé inclinada sobre una mesa de una cafetería de mala muerte, con los ojos delineados en una gruesa línea negra, los rizos sueltos y los labios de un oscuro color granate que dejaba manchas en su cigarro.
               Ah, también me la imaginé vestida con cuero. Botas altas hasta la rodilla, shorts de cuero, camiseta blanca rasgada en varias partes (que dejaba a la vista un sujetador de cuero) y chaqueta motera negra.
               Una sonrisa de diosa de la muerte y la guerra en su boca, mientras entre sus dientes se escapaba el humo de su cigarro.
               -Joder-jadeé, acariciándome la cara y riéndome entre dientes-. Alec, tío. Basta ya.
               Como si ella fuera a fumar alguna vez. Recordé el asco con el que había mirado a su hermano la primera vez que le vio dar una calada. El odio lacerante que tiñó su mirada al enterarse de que había empezado a fumar por mi culpa.
               Joder, qué cachondo me estoy poniendo. Será mejor que deje de pensar en eso.
               Pero no era capaz. A mi subconsciente le pareció una genial idea combinar las dos fantasías.
               A mi entrepierna le pareció incluso mejor.
               Me la imaginé tendida en mi cama, completamente desnuda y lista para mí. Me imaginé metiéndome entre sus piernas, rozando mi pelvis con la suya, penetrándola mientras expulsaba humo, como si fuera un dragón, sobre su cuerpo. Cómo Sabrae abría la boca y separaba las piernas, recibiéndome en su interior. Cómo el humo lamía sus curvas, descendía por entre sus pechos, la dibujaba en la oscuridad con un halo divino.
               Alec, pavo, vas a sufrir mientras te la cascas. O lo haces, o paras ya, pero esta tortura, no, hermano.
               Me reí de nuevo, aún asfixiado en esa locura.
               A día de hoy sigue siendo un misterio cómo conseguí dormirme con semejante calentón sin permitirme hacerme nada.
               Aunque era de esperar que me despertara de madrugada, después de soñar con ella y con el sabor chispeante de su placer en la punta de mi lengua, tan duro que incluso me dolía y cubierto en una capa de sudor que nada tenía que ver con las mantas, pero sí con el calor que me envolvía.


Unos ligeros toquecitos en la puerta de mi habitación fue lo que me trajeron de vuelta de aquel lugar plagado de sensaciones que Sabrae dominaba. Estaba disfrutando de un sueño reparador, más profundo que muchos de los que había tenido en los últimos meses, cuando mamá abrió la puerta de la habitación. Entró en silencio, caminando con parsimonia y deleitándose en su sigilo. Mi cuerpo no registró su presencia como algo real hasta que no se sentó a mi lado en la cama, y me acarició la sien.
               -Alec…-susurró en tono suave, tremendamente dulce. Me giré para no darle la espalda y ella aprovechó ese gesto para capturar mi cabeza y depositarla sobre su regazo. Me revolví sobre sus piernas, cómodo en la calidez que desprendía su cuerpo. Me acarició los rizos que se me formaban por la noche y me besó la frente-. ¿Quieres que te deje dormir?
               -No-contesté con voz ronca, somnolienta-. Ahora me… levanto-bostecé y mamá sonrió. Abrí un ojo y me la quedé mirando.
               No me merecía a esa mujer. Era complicada como el bordado de un vestido de novia propio de una emperatriz. Entre semana, era un verdadero general del ejército con posibilidades de meterme en vereda, si yo no fuera tan insumiso. Era dura conmigo porque yo lo necesitaba, me gritaba porque yo la enfadaba y me cabreaba porque sabía que yo necesitaba que me obligaran a dar lo mejor de mí.
               Pero los domingos, la cosa cambiaba. Era como si atravesáramos un portal interdimensional. Los domingos éramos simplemente madre e hijo, volvíamos del ejército y nos dedicábamos mimos y carantoñas que uno buscaba y el otro no se hacía de rogar en ofrecer. Venía a buscarme por la mañana y me preguntaba si quería que me dejara dormir, y yo siempre contestaba que no, que ya me levantaba.
               Su sonrisa se ensanchó un poco más cuando me la quedé mirando un segundo. Mamá era preciosa. No tenía la belleza que tenían las madres de algunos de mis amigos, de esas que te dejan sin aliento y que se pueden convertir en la peor pesadilla de un adolescente. Era una belleza tranquila, serena, elegante. La belleza de una madre que para colmo es preciosa. Mimi se parecía mucho a ella, y mi hermana era una monada donde el resto de chicas luchaban por destacar en sensualidad.
               Me quedé mirando sus ojos grandes, color avellana, enmarcados en unas pestañas de un ligerísimo tono rojizo. Mamá sonrió con sus labios carnosos y sus dientes blancos, y las pecas de su nariz corrieron a juntarse en dos grupos divididos en sus mejillas. Su pelo, un poco alborotado por el sueño, le caía en cascada por el hombro en una coleta apresurada y me acariciaba la cara con parsimonia. Un par de canas teñían su recogido deshecho, canas que principalmente yo había puesto allí. Ni yo podía evitar que se preocupara por mí ni ella podía evitar preocuparse, así que había dejado de torturarme por los disgustos que le daba a mi madre hacía mucho tiempo.
               -Si necesitas…-comenzó ella, pero yo negué con la cabeza. Cerré los ojos un momento y sonreí cuando ella me acarició la mandíbula con los dedos. La presión me molestó un poco, pero procuré que no se notara-. Tienes un moratón.
               -Anoche me peleé-expliqué. Decidí no dar más detalles para que no se preocupara. Eleanor no quería que la gente supiera lo que le había sucedido, y si Mary no se había ido de la lengua, yo tampoco lo haría.
               -Alec-suspiró mamá, cansada de mi temperamento.
               -Era necesario-contesté, tragando saliva. Mamá asintió, se pasó una mano por la mejilla y dejó mi cabeza sobre la almohada. Me ajusté a la nueva posición mientras ella estiraba la sudadera vieja que usaba para andar por casa y se rehacía la coleta-. ¿No me vas a preguntar si gané?-quise saber, y ella se volvió y me miró. Terminó de ajustarse la cola de caballo y se inclinó hacia mí, semiagachada.
               -¿No ganas siempre, mi joven león?-preguntó, y yo sonreí y asentí con la cabeza, perdido en unos recuerdos que se abrían paso a duras penas entre la nube de somnolencia y la importancia de lo que había sucedido después.
               Mamá volvió a depositar un beso en mi frente y yo aproveché para cogerle la mano y darle uno en la mejilla. La sonrisa que me dedicó me mostró que en ese instante la hice feliz. Y yo vivía para hacerla feliz.
               -Vete vistiéndote-me dijo-, no tardes mucho en bajar, no se te vaya a enfriar el desayuno.
               Minutos después, me sobreponía a mi resaca y atravesaba la puerta de mi habitación. Bajé las escaleras y sorteé a Trufas, que vino a saludarme con la efusividad propia de las mascotas. Le acaricié la cabeza y vigilé que no se me metiera entre los pies mientras entraba en la cocina y tomaba asiento en la mesa estilo cocina americana del centro de la estancia. Mimi ya estaba allí, con su pijama ajado de Iron Man cubriéndole los hombros y un cascanueces entre las manos. Tenía un bol blanco a su lado en el que iba echando los frutos que iba sacando de su cáscara, dos vasos de yogur, un plátano sin pelar, un cuchillo y un botecito de miel.
               Mamá estaba concentrada en la cocina, batiendo unos huevos sobre la sartén. Incluso si no hubiera olido el beicon recién hecho, aquella música habría bastado para que se me hiciera la boca agua. Cogí unas naranjas de la nevera y me puse a preparar el zumo.
               Mamá señaló el plato con el beicon.
               -¿Así será bastante, o frío más?
               Le dediqué una sonrisa suplicante, y mamá puso los ojos en blanco.
               -Frío más-sentenció.
               -Ay, cómo te quiero, mami-canturreé, besándole la mejilla y haciendo que un poco de la masa gelatinosa de los huevos revueltos se escapara del tenedor.
               -¿Por qué la vida es tan injusta?-protestó Mimi-. Alec puede comerse una vaca y no engorda un gramo; yo miro una lechuga y ya cambio de talla-negó con la cabeza y le tiró un trozo de nuez a Trufas, que lo celebró rascándole el pie cuando devoró su pequeño manjar.
               -Tu hermano hace ejercicio todos los días.
               Me eché a reír.
               -Hasta cuando voy de fiesta hago ejercicio, reina-piqué a Mimi, guiñándole un ojo.
               -¿Te metes en peleas en las fiestas?-quiso saber mamá.
               -Mamá… siento tener que ser yo quien te lo explique, pero no sólo boxeando…-empecé, pero ella me señaló el cuello.
               -Deberías dejar de liarte con gatitas-comentó, y Mimi soltó una risita. Me llevé las manos al cuello y contuve un gemido al notar una zona un poco irritada.
               -¿Qué tengo?
               -Marcas de uñas-comentó mamá como quien no quiere la cosa-. ¿Quién ha sido esta vez?
               -Jamás lo adivinarías, mamá-sonrió mi hermana.
               -¿Alguna de tus amigas, quizás?-probó, y yo me la quedé mirando-. ¿Bey?
               Mamá adoraba a Bey. Se moría de ganas de que le pidiera salir, como si empezar una relación con ella estuviera en mis manos. O como si en el fondo a mí me apeteciera arriesgar nuestra amistad por un par de polvos.
               No me malinterpretes, Bey estaba de miedo y me la tiraría sin dudar. Es sólo que no creo que el sexo añadiera algo que necesitáramos a nuestra relación. Ya teníamos intimidad. No necesitábamos follar. Eso sólo complicaría las cosas entre nosotros.
               -No tengo por qué darte explicaciones de mi vida sexual, mamá.
               -¿Dos? ¿O tal vez tres?
               -Ya quisiera Alec que fueran tres-se cachondeó Mary.
               -Vale, bajé a esta cocina para disfrutar de un buen desayuno en familia, y lo único que estoy recibiendo son hostias como panes-me llevé las manos al pecho-. ¿Podéis dejarme en paz, mujeres? Por lo menos, hasta que se levante Dylan y la pelea esté más igualada.
               -Dylan ya se ha levantado. Ha ido a la panadería, a por unos bollos de crema-informó mamá, dejando caer unos trozos de beicon crudo en la sartén. Alcé las cejas.
               -No tendrás tú al mejor marido del mundo, ¿no, señora?
               -Pues sí, cielo-contestó mamá, altiva-, muchas gracias por la observación.
               Dylan apareció por la puerta con un periódico en una mano y una bolsa de papel de base un poco más oscura en la otra en el momento en que mamá terminaba de freír las últimas tiras de beicon.
               -Buenos días-saludó mi padrastro, dejando la bolsa de papel sobre la mesa y colocando el periódico enrollado en el centro. Se volvió para darle un beso en la mejilla a mi hermana y un beso en los labios a mi madre, que le acarició el cuello y le dio otro piquito apresurado al reconocer el olor de los bollitos de canela y vainilla que tanto le gustaban.
               A mí me revolvió el pelo y se echó a reír al ver mi expresión de que me habían echado el polvo de mi vida la noche anterior y ahora estaba pasando por una depresión post-coital durísima.
               -¿Y esas marcas en el cuello?-se rió, señalándolas y tomando asiento a mi lado.
               -¿Mamá no te las hace?-ataqué, dejando que se sirviera beicon.
               -¡Alec!
               -Quiero decir… hay tipos y tipos de parejas sexuales-me encogí de hombros y me serví zumo-. Para gustos, colores.
               -Creo que me asustaría si tu madre intentara algo así-confió él.
               -Deberías pedírselo. Es bastante… gratificante probar cosas nuevas.
               -¿Podéis dejar el temita ya?-se quejó Mimi-. Estamos comiendo, muchas gracias.
               -No, nosotros estamos comiendo-protesté yo-. Tú estás en modo ardilla que se prepara para el invierno. Todos los días igual, con tus puñeteras nueces.
               -¿Y eso te molesta, porque…?-empezó mamá, y yo me la quedé mirando-. Deja a tu hermana tranquila, que no le está haciendo daño a nadie.
               Bufé y asentí con la cabeza, volví a poner los ojos en blanco por décima vez esa mañana e hice un gesto con la mano dejándolo correr. Mimi me sacó la lengua sabiéndose victoriosa, yo la imité y ella se rió, le tiró un trozo de nuez a Trufas y dio por zanjada nuestra disputa. Seguí dando buena cuenta de mi desayuno mientras ella continuaba cascando nueces y mamá y Dylan charlaban sobre algo que yo no llegué a escuchar.
               Estaba perdido de nuevo en mis recuerdos, porque Mimi se había mordido el labio tratando de abrir una nuez particularmente difícil. De la misma forma en que lo había hecho Sabrae mientras bailábamos The other side, cuando estábamos a punto de besarnos, y lo habríamos hecho de no habernos cortado el rollo aquellos imbéciles.
               Mi cabeza iba cuesta abajo y sin frenos. Recordé mi sueño con ella, la forma en que había vuelto a poseerla lejos de mi cuerpo, sus gemidos de placer. Ya no sentía lo crujiente y salado del beicon que tenía en la boca, sino lo chispeante de la marea con la que su sexo había celebrado mi lengua.
               ¿Qué estará haciendo ahora?
               ¿Estará pensando en mí?
               Me entró una repentina sensación de angustia y pánico. ¿Y si se estaba lamentando de lo que había pasado? ¿Y si habíamos tenido sexo porque ella estaba demasiado desinhibida por el alcohol, y yo había resultado ser el chico que más a tiro estaba? ¿Y si me estaba montando una película en la cabeza con cosas que no iban a volver a pasar? ¿Y si no había un “continuará”?
               Me torturé pensando en sus labios. En lo blanditos y cálidos que eran, lo tremendamente delicioso de sus besos. La fruta de la pasión prohibida que había sacado a la humanidad del paraíso, el cual estaba repartido ahora en diminutos pedacitos de difícil acceso, salvo que uno supiera encontrarlos.
               Sus labios eran tormentas, furiosas tormentas, y yo era un barco velero, y me moría por naufragar por su culpa.
               Pero no estaba preparado para tocar fondo, especialmente si abajo no me esperaban sirenas que tuvieran su rostro.
               Dylan me dio un toquecito en el hombro y yo me lo quedé mirando.
               -¿Qué pasa, hijo? Estás muy callado. Taciturno, en realidad.
               Alcé de nuevo los hombros.
               -Tengo sueño, supongo-le robé una nuez a Mimi y me la metí en la boca antes de que ella empezara a protestar.
               -¡Eh!
               -Pues estabas sonriendo bastante-murmuró Dylan, a quien no se le escapaba una. Mamá esbozó una sonrisa mientras mordía uno de sus bollos rellenos.
               -Estará pensando en la novia.
               -¿Qué novia?-inquirí yo, sirviéndome más zumo.
               -La que no nos quieres presentar-sonrió mamá, y yo me tuve que echar a reír.
               -Mamá, créeme: cuando tenga novia, os enteraréis. Joder, ¿crees que no voy a ir anunciándolo por ahí en cuanto la chica me diga que sí?
               -Yo también lo anunciaría-comentó Mimi-, los milagros no son algo que debamos guardarnos para nosotros mismos.
               -Vete a la mierda, Mary Elizabeth-bufé, perdiendo todo el buen humor que mis ensoñaciones con Sabrae me habían provocado. Ella se echó a reír y me tiró un beso por encima de la mesa que yo ignoré.
               Sabrae no me dio tregua en toda la tarde. Ni siquiera cuando llegó la hora de salir a jugar el partido de baloncesto de todos los domingos pude disfrutar de un poco de tranquilidad y silencio no relacionado con ella.
               Pensé que con Jordan y las gemelas tendría un poco de tregua, pero me confundí. Apenas empecé a atravesar la calle para llamar a la puerta de mi mejor amigo (vivía en la casa frente a la mía), Jordan salió disparado como un resorte en mi dirección. Ni siquiera cerró la puerta de su casa, lo cual le granjeó un par de gritos por parte de su madre.
               -La vas a matar de un disgusto-observé, divertido, deteniéndome en medio de una calle por la que no solían pasar coches. Jordan saltó del bordillo y vino a mi encuentro, colocándose la pelota de baloncesto debajo del brazo izquierdo.
               -Es sólo una puerta, necesita relajarse-contestó, comenzando nuestro saludo especial y privado. Choque de palmas, choque de puños, dos arriba y uno abajo, enredar los dedos, separar las manos y hacernos cosquillas en la palma y darnos un toquecito en el hombro.
               -Sois tíos, lo pillamos-urgió Tamika, ajustándose la trenza-, todos los días la misma historia. Casi necesitáis madrugar más.
               -A ti lo que te pasa es que tienes envidia porque no puedes hacer eso con tu hermana-acusó Jordan.
               -Sí, es una verdadera pena que yo no tenga ningún pretexto para perder el tiempo con ella aparte de proteger mi masculinidad ultra frágil-ironizó la mayor de las gemelas, mientras Bey se toqueteaba el pelo.
               -Ayer desapareciste del mapa, ¿qué fue de ti?-preguntó mi amiga, cruzándose de brazos. Le dediqué una sonrisa torcida.
               -¿Me echaste de menos, preciosa?
               -Ya te gustaría.
               -Jamás adivinaríais dónde se escondió-confió Jordan, echando a caminar y haciéndose el interesante. Tamika trotó tras él, dándole justamente lo que quería. Yo desencajé la mandíbula y sacudí la cabeza. Sabía lo que venía.
               -Entre las piernas de Sabrae-reveló Jordan, cuando las gemelas le rodearon y se pusieron una a cada lado de su cuerpo. Las chicas se habían colgado de sus brazos y se giraron sobre sus talones para clavarme miradas sorprendidas, y exhalaron un sincronizadísimo “¡ah!” propio de una película de terror que me hizo pensar que había algo reprobable en que Sabrae y yo, dos personas maduras y perfectamente capaces de decidir con quién teníamos sexo, nos hubiéramos elegido mutuamente.
               -¿Disculpa?-exigió reiteración Tamika, y Jordan decidió ser más explícito.
               -Se ha tirado a Sabrae.
               -Al menos yo follo, no como otros-acusé, más a la defensiva de lo que me gustaría.
               -¡Tío!-Bey me dio un empujón-. ¡Que tiene 14 años!
               -Tan joven, y ya ha conseguido más que tú, Bey-se cachondeó su hermana, y Bey pasó a empujarla a ella.
               -Cierra la boca, Tam.
               -¿Qué tal la experiencia, Al?-preguntó Jordan.
               -A ti te lo voy a decir, que fijo que le vas con el cuento a Scott de lo que hemos hecho o dejado de hacer. Pasando-le quité la bola de baloncesto-, gracias.
               -¿Es que no vas a decírselo a su hermano?-inquirió Tam.
               -Seguro que lo oculta porque sabe que no está bien.
               -Ni que la hubiera obligado, Bey. Prácticamente me lo suplicó-gruñí-. Además, ¿qué le importa a Scott? ¿Acaso vosotras os contáis todos los polvos que echáis?
               Jordan asintió con la cabeza, sopesando la validez de un argumento incontestable.
               -Pues sí-sentenció Bey.
               -Pero porque sois tías-escupí, tirándole el balón, que recogió rápidamente.
               -¿Ahora pretendes hacerme creer que las veces que os tengo que escuchar a ti y a Scott fardando de conquistas, medio borrachos, son imaginaciones mías?
               -Pero eso es diferente.
               -Sois hermanas-aludió Jordan, y Tam puso los brazos en jarras.
               -¿Y qué? Pues, ¡con más razón de que nos lo contemos! Que, por cierto, ¿Alec no te los cuenta a ti con pelos y señales?
               -Porque mis relatos de polvos son lo más parecido al sexo que este desgraciado está experimentando en su triste vida-solté, y Jordan me fulminó con la mirada.
               -El día que yo empiece, te vas a cagar.
               -Macho, mientras no me quites las presas, haz lo que te salga de los huevos-alcé las manos y gemí cuando Bey me tiró el balón y éste impactó contra mi espalda-. ¡Au!
               -¿Qué es eso de “mientras no me quites las presas”?
               -Una expresión, Bey. Cálmate un poquito, nena, ¿quieres?
               -Es una expresión sexista. No la uses delante de mí.
               -Madre mía, chica, relájate, que pareces Sabrae.
               -¿Por qué quieres que me relaje? ¿Es que te estoy poniendo cachondo?
               -Me lo pones siempre, amor-contesté, agarrándola del hombro y plantándole un beso en la mejilla. Bey me dio un empujón y se limpió con el dorso de la mano.
               -Eres jodidamente asqueroso. Pobre Sabrae.
               -¿Pobre?-rió su hermana-. Fijo que ahora vas a pedirle consejo de cómo tirarte a este “asqueroso”-hizo las comillas con las manos y Jordan se echó a reír.
               -Ella sabe que estoy disponible-repliqué.
               -En tus sueños, Whitelaw-bufó Bey, adelantándome y colocando el balón de baloncesto en mi pecho.
               Se me dio de miedo eso de fingir que no tenía nada que contarle a Scott. Creo que él no notó nada, en parte por lo bien que disimulé y en parte porque no podía apartar los ojos de Eleanor más de dos segundos seguidos. Y mira que Diana nos dio una lección a todos sobre jugadas de baloncesto; se notaba que era americana y que, en su hogar, el baloncesto movía más dinero que el fútbol. Hizo una competición de triples con Tommy que perdió por sólo una tirada, pero él se lo compensó comiéndole la boca de un modo que hizo que hasta yo apartara la vista.
               Tommy nos había confesado que se había acostado con ella a los pocos días de llegar y había mencionado que sentía que eran perfectamente compatibles, pero de verlos medio borrachos enrollándose en un sofá, e incluso levantándose para ir a hacer de las suyas en un baño en plena noche, a verlos de día, enrollándose como si estuvieran en celo y sin importarles nada más que ellos dos, había un buen trecho. Fuimos marchándonos de la cancha y la americana se fue riéndose y coqueteando descaradamente con el inglés. Les miré por encima del hombro mientras Bey y Tam iban botando la pelota delante de nosotros, Tam intentando quitarle el balón a Bey, Bey defendiéndolo con su vida y con movimientos que no parecían muy legales.
               -No tienes por qué contárselo, si tú no quieres-Jordan me dio una palmadita en el hombro. Me lo quedé mirando.
               -¿Qué?
               -A Scott. Lo de Sabrae. No tienes por qué contárselo. No le incumbe.
               -Estáis haciendo una montaña de un grano de arena, todos. Ni que me fuera a casar con ella, o algo por el estilo-gruñí, dándole una patada a una piedra-. Además, no estaba pensando en ella.
               -¿Ah, no? ¿En qué pensabas, entonces?
               -Tommy y Diana-expliqué, y Jordan miró por encima de su hombro, como si pudiera verlos ahora.
               -Ah. Ya. Bueno, son bastante físicos.
               -¿Físicos?-me eché a reír-. Que casi lo hacen en la cancha, por el amor de Dios.
               -Tommy tiene suerte.
               -Es que el cabrón es guapo. Y trata bien a las tías. Eso ellas lo notan. Te lo digo yo, Jor-le di un toquecito en el pecho-. Ellas lo notan.
               -¿Es por eso por lo que estás tan callado?
               -No estoy callado, estamos hablando-respondí, eludiendo el tema. Continué caminando, pero Jordan se detuvo y me obligó a pararme a unos pasos de él y volverme. Tam y Bey siguieron caminando, botando la pelota e increpándose, ajenas a nuestra conversación.
               -No has aguantado tanto tiempo sin decir una palabra desde que aprendiste a hablar.
               -E incluso entonces balbuceaba como un condenado-me encogí de hombros, alzando ligeramente las manos. Jordan se echó a reír.
               -Sabes que tu sarcasmo de mierda no sirve de nada conmigo, ¿no?
               -¿Qué obsesión tenéis todos con calentarme la cabeza? No estoy callado, ni taciturno, ni pollas en adobo. Sólo estoy algo cansado. Tengo ganas de llegar a casa y echarme a dormir.               -¿Para soñar con ella?-atacó Jordan, inclinando la cabeza hacia un lado.
               Noté cómo el color se me subía a las mejillas sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo. ¿Tanto se notaba que mi subconsciente estaba ansioso por intentar retomar la película donde la habíamos dejado? Estaba a punto de correrme con ella cuando me desperté de madrugada. Ella seguía gimiendo mi nombre, arañándome la piel, resbalándose por mi pecho empapada en un sudor que yo había puesto ahí. Sus senos rozaban mi torso mientras sus caderas se movían en círculos, volviéndome terriblemente loco porque me entregara el néctar de su sexo.
               Jordan se mordió la sonrisa.
               -Te has puesto rojo-comentó, divertido.
               -No me he puesto puto rojo-farfullé, sobándome las mejillas, como si me fuera a quitar el rubor como se quita la suciedad del rostro de un niño-. Qué gilipolleces dices.
               -Creo que es la primera vez que te veo ponerte rojo-comentó, y yo lo miré.
               -Sí, bueno, es lo que tenemos los blancos: nos ponemos rojos. Yo tampoco te he visto ponerte rojo nunca y no por eso voy haciendo una tesis doctoral por ahí, ¿sabes? Porque eres negro, Jordan-acusé a la defensiva, y él se echó a reír y echó a andar. Se colocó a mi lado y me dio un empujoncito en el hombro con el suyo.
               -Yo seré negro, hermano, y tú no puedes parar de pensar en ella. Cada cual con su evidencia.
               -Fue sólo un polvo.
               -Alec-Jordan arqueó una ceja-. Por favor. A mí no me puedes engañar, ya lo sabes. No ha sido sólo un polvo, para ti no, al menos. No lo repetirías en la cabeza como sé que lo estás haciendo de haber sido sólo un polvo.
               -Fue un polvo muy bueno-me excusé, y Jordan suspiró.
               -Lo que tú digas, hermano.
               Pero que yo lo dijera, y que me lo repitiera una y mil veces, no lo convirtió en realidad. Lo cierto es que soñé toda la semana con ella, con ella y con su cuerpo, sus gemidos y sus besos, nuestras esencias mezclándose y su sonrisa juguetona mientras tonteábamos descaradamente, cayendo hacia lo inevitable. Lanzándonos nosotros mismos.
               Fingí que no me importaba. Me reí de las tonterías que decía Jordan respecto a cómo me giraba para buscarla en los recreos y mi decepción al no encontrarla, cuando yo no hacía eso (eso creo). (Joder, sería tremendamente patético que la buscara de esa forma, ni que fuera la primera chica con la que me acostaba). Tonteé con Bey todo lo que ella me permitió, e incluso un poco más sólo por hacerla de rabiar. La vida siguió su curso pero yo sentía que estaba fuera de mi cuerpo, viendo una obra de teatro con la que no terminaba de simpatizar…
               Hasta que llegó el fin de semana y yo recuperé las riendas de mi vida.
               Pensaba que me la encontraría de nuevo en la discoteca de noche, que se podría repetir. Le suplicaría por aquel continuará que me había prometido, apelaría al honor de su palabra si era necesario.
               La busqué. La busqué por entre la gente, en la barra, e incluso mantuve siempre un ojo pendiente de la puerta del baño de las chicas, por si la veía aparecer. Tommy y Scott habían traído consigo no sólo a Diana, sino también a Layla Payne, la hija de Liam, y yo estaba sentado escuchando cómo las chicas interrogaban a Layla sobre su vida en la universidad (había dejado su pueblo natal ese año para venirse a Londres a estudiar medicina), mirando todo lo que me permitía mi necesidad de encontrarme con Sabrae a la nueva adquisición del grupo, pero mucho menos de lo que requería la buena educación. Creo que Layla no se dio cuenta, sin embargo. Parecía demasiado buena para reparar en cosas como ésa.
               La cabeza empezaba a darme vueltas. La música estaba demasiado alta, las bebidas estaban demasiado cargadas y las luces brillaban en exceso. Sabrae no aparecía y yo no paraba de revolverme, inquieto, en el sofá.
               Un rayo de esperanza se abrió paso entre las nubes cuando Diana irguió su espalda y sonrió con satisfacción.
               -¡Adoro esta canción! ¿Alguien baila?
               -Yo-me puse en pie de un brinco, ágil como un leopardo, y la seguí por entre la gente. Diana se volvió hacia mí y comenzó a moverse al ritmo de la canción. Me desinhibí. Sólo un poco. Lo suficiente como para poder disfrutar de la cercanía de la americana, disfrutar de la sensualidad que desprendían sus movimientos. Bailamos bien pegados y ella sonrió con satisfacción.
               Se volvió hacia mí cuando terminó la canción. Acercó su boca a la mía de una forma muy peligrosa. Sonrió y yo me vi atrapado en aquel cuerpo de infarto.
               Pero había dos muros que no era capaz de atravesar.
               El primero, las cosas que Tommy hacía con ella. No podía hacerle eso a uno de mis mejores amigos.
               Y el segundo, mucho más grueso y alto, tenía el nombre de una mujer que no compartía nombre con nadie.
               -¿No querrás darme una prueba más de lo que podéis hacer en este diminuto país?-ronroneó Diana en un tono sensual que activó mis instintos más primitivos. Pero yo luché contra ellos con energías renovadas y desconocidas. Ojalá fuera especialmente por Tommy.
               Pero fue, sobre todo, por Sabrae.
               -No vamos a hacer nada, Diana-respondí, pero me vi apartando un mechón de pelo de su hombro y acariciándole la piel del cuello. Diana cerró los ojos un momento, disfrutando de aquel contacto. Qué estás haciendo, Alec.
               -¿Por qué no?-inquirió con aquel acento suyo que a Tommy le disparaba las pulsaciones.
               -Porque eres la novia de mi mejor amigo-expliqué, y el Código de Honor de los Hombres estaba por encima de cualquier impulso prehistórico que la naturaleza hubiera inculcado en mi ADN.
               -Yo no soy su novia-refutó Diana-, sólo nos acostamos.
               Pero noté que un poco de distancia se había interpuesto entre los dos. Diana no parecía molesta, siquiera confusa. Incluso le divertía la situación. Joder, no me extrañaba. Fijo que era el único tío lo bastante subnormal como para darle calabazas, con lo buenísima que estaba.
               Me eché a reír.
               -Tommy no sabe follar sin enamorarse-le confesé, y Diana alzó una ceja y se mordió el labio. Me miró de arriba abajo, estudiando con precisión milimétrica cada rincón de mi cuerpo.
               Parecía estar diciéndome algo con sus ojos de gata.
               -¿Y crees que a mí me pasa lo mismo?-dejó caer después de un momento en el que pensé que pronunciaría su nombre y a mí me derrumbaría. Pero la americana fue más lista que eso. Inutilizó mis defensas con una pregunta que ni siquiera tenía que ver con Sabrae, y que sin embargo destruyó todo mi ser al hacerme dudar.
               Yo no estoy seguro de que lo recuerde ahora, pensé mientras miraba cómo se alejaba en busca de más bebidas. Me quedé plantado en la pista, viendo cómo su pelo desaparecía entre la gente.
               Volví a buscarla a mi alrededor. Qué patético era.
               Alguien me tocó la mano y me volví. Bey me miraba con los ojos un poco achinados por una sonrisa húmeda debido al gloss que se había echado. Estaba guapísima, con un top que le dejaba la espalda al aire.
               No llevaba sujetador.
               Y eso habría acabado conmigo en cualquier otra ocasión.
               Pero aquella noche, yo no era yo. No tenía ni puta idea de qué me sucedía. Sólo sabía que tenía que estar pasándome algo muy gordo si la mera idea de que Bey estuviera desnuda debajo de aquel top sólo provocaba un ligero cosquilleo en mi interior, en lugar del incendio que debería haberse prendido.
               -Hola-saludó con cierta timidez. Creo que se había dado cuenta en que yo había reparado en la forma de sus pechos debajo de aquel trocito de tela.
               -Hola-respondí yo con el mismo tipo de vergüenza.
               -Te he visto solo, y me he dicho… ataca, chica-sonrió, y yo la imité.
               -¿Ataca, chica?
               -¡Calla!-se echó a reír y me pasó los brazos por el cuello, aprovechando una canción un poco más lenta-. No estás al cien por cien, ¿verdad?
               -¿Y por eso vienes?
               -Estás muy apagado-comentó, acariciándome la nuca. Cerré los ojos y hundí la cara en su cuello, inhalé su perfume de frutas y flores de primavera-. No me gusta verte así, Al.
               -Estoy bien.
               -No es verdad-contestó ella-. No eres el chico del que estoy enamorada.
               Mis dedos jugaron con la piel de su cintura. Me separé de ella y nos miramos a los ojos de una forma en que nos lo dijimos absolutamente todo.
               Yo sabía que Bey estaba enamorada de mí. Me había gustado hacía tiempo, pero el sentimiento no había sido mutuo por aquel entonces. Cuando me olvidé de ella y la volví a encajar en la categoría de mejor amiga, mis sentimientos migraron hacia su corazón.
               Mentí cuando dije que estar con ella estaba en sus manos. No lo estaba. Nos queríamos demasiado para arriesgarnos a que saliera mal. Yo no lo haría. Ella tampoco. Por mucho que ambos lo deseáramos.
               -Te echo de menos-confesó, acariciándome la cara.
               -Estoy aquí mismo, reina B.
               -No, no es cierto-negó con la cabeza-. Estás a un mundo de distancia. ¿Es por ella?
               -¿Por Sabrae?-Bey asintió-. No-ella sonrió ligeramente, alzando una ceja-. No… no lo sé. No lo creo. No lo sé. Estoy hecho un lío.
               -Te gusta Sabrae-sonrió mi amiga.
               -No-negué con la cabeza-. No me gusta Sabrae. Es sólo que… lo de la semana pasada… con ella… fue diferente.
               -¿Diferente, en qué sentido?
               -Me cambió. Algo dentro de mí ya no es lo mismo. Es como si… como si hubiéramos nacido para estar juntos-susurré, y a Bey se le humedecieron los ojos, emocionada. La miré, decidiendo si se lo contaba o no.
               Le haría ilusión. Era mi mejor amiga. Merecía saberlo.
               Pero le rompería el corazón.
               No hay nada peor que ver a un avión levantar el vuelo cuando tú has perdido el billete.
               -Fue como pensé que sería hacer el amor contigo.
               Bey sonrió, me acarició la mejilla, y luego hizo algo increíble.
               Me dio un beso en los labios. Su boca presionó con suavidad la mía, como si temiera romperla.
               Se separó de mí antes de que pudiera siquiera asimilar que nos habíamos besado.
               -Ojalá pudieras verte como te vemos todos para dejar de odiarte como lo haces. Eres un sol, Al. Eres buena persona.
               -Hay opiniones-comenté, agradeciendo las luces que disimulaban mi nuevo sonrojo. Joder, menuda semanita llevaba, audicionando para el concurso ¿Quién quiere ser un tomate?
               -Es verdad. Todas buenas-Bey me frotó la nariz con la suya, cerró los ojos y siguió moviéndose al ritmo de la música-. Te quiero-jadeó.
               -Yo también te quiero, Bey. Prométeme que no me dejarás caer.
               -Es lo que tienes que hacer. Pero yo seré tu paracaídas-sonrió, abrazándome y colgándose de mi cuello de una forma en la que incluso me dolió. Seguimos abrazados durante toda la canción y gran parte de la siguiente, hasta que la atmósfera cambió entre nosotros y necesitamos más espacio.
               Yo necesité más espacio.
               Bailamos un poco más, hasta que sucedió algo increíble. A aquellas alturas de la noche, yo había perdido la esperanza y mi capa caída se había evaporado en el aire. Buscaba una chica con la que pasar un buen rato entre la gente, todavía con Bey tan cerca de mí que me nublaba los sentidos.
               Me había visto tan cercano a mi versión anterior que incluso había bromeado conmigo.
               -¡Mira, Sabrae!-admiró, y yo me giré como un resorte, como un maldito gilipollas, en busca de la chica.
               -¿Dónde?
               Pero Bey se había echado a reír y me había dado un beso.
               -Qué mono-había comentado, y yo la fulminé con la mirada.
               Al poco tiempo, comenzó a sonar una canción de Jason Derulo.
               Y el sexo hecho niña se plantó detrás de mí.
               -¿Me disculpas, Bey?-inquirió, y yo me volví y me encontré de frente con sus ojos marrones, preciosos. Sabrae esbozó una media sonrisa cuando nuestras miradas se encontraron, pero volvió a mirar a mi amiga-. Le hice una promesa a Alec. No estoy segura de si es bidireccional.
               -Lo es-sentenció mi amiga, inclinándose y dándome un beso en la mejilla, pero yo la agarré por la muñeca antes de que se fuera.
               -¿Seguro que no te importa?
               Ella se inclinó hacia mi oído, confidente.
               -La he pedido yo-reveló, y yo la miré. Me dio una palmada en el pecho-. Suerte, tigre.
               -Te amo-le dije, y ella se echó a reír-. Lo sabes, ¿no? Eres la mujer de mi vida-la atraje hacia mí, siendo más Alec que nunca-. Déjame desflorarte.
               -Es un poco tarde para eso-rió Bey-. Que lo paséis bien, chicos-miró a Sabrae y le guiñó un ojo-. Ten cuidado, no te vaya a pisar.
               -Yo no he pisado a nadie en mi vida, Beyoncé.
               -Sí, díselo a mi pedicura-se echó a reír mientras se esfumaba entre la gente. Sabrae se apartó una trenza de la cara.
               -Has venido-comenté.
               -He venido-asintió ella-. Acabo de llegar. Y va y suena esto-señaló los altavoces-, ¿te lo puedes creer?
               -Sí-me eché a reír y ella alzó las cejas.
               -¿Sí?
               -Bueno-me encogí de hombros-, va a sonar muy patético, pero… te estuve buscando con la mirada toda la noche.
               -Mis amigas-explicó ella, acercándose a mí-. Las muy lerdas no querían venir demasiado pronto.
               -Seguro que te vino genial, ¿verdad?
               -Decían que tenía que hacerme de rogar-explicó, y yo me la quedé mirando. Sus ojos se encontraron con los míos y saltaron chispas entre nosotros.
               -No necesitas hacer que vaya detrás de ti, Sabrae-comenté, apartándole un rizo rebelde tras la oreja. Sabrae se mordió los labios.
               -¿Lo harías?
               -No he podido dejar de pensar en ti toda la semana-confesé, y ella sonrió ligeramente, acunando la cabeza sobre la palma de mi mano-. A estas alturas, creo que iría al fin del mundo por ti.
               -Suerte que no tenga intención de irme a ningún sitio esta noche.
               -¿Ni siquiera a las estrellas?-tonteé, y ella se echó a reír.
               -¿No estamos entre ellas?
               Se puso de puntillas y acercó su cara a la mía.
               -No veía la hora de que volviera a ser fin de semana para poder volver aquí. Contigo.
               Volver aquí.
               Contigo.
               Me cago en dios, ¿cómo se respiraba?
               -Cuidado, Sabrae-coqueteé-, no querrás mostrarte demasiado implicada.
               -No lo estoy lo suficiente-contestó, y antes de que pudiera preguntar a qué se refería, se volvió y comenzó a frotarse contra mí. La canción lo merecía, prácticamente lo exigía.
               Lo que Sabrae no se esperaba (ni yo tampoco, para ser sincero), era que me hubiera estado preparando toda la semana para ese momento. La agarré de las caderas y fui yo quien llevó la voz cantante esa vez. La froté contra mí y ella gimió, bailando al ritmo de la música y jadeando con cada roce que mi cuerpo ocasionaba en el suyo.
               La canción se terminó, pero Sabrae no hizo amago de moverse ni yo de dejar que se marchara.
               -¿Una más?-ofreció.
               -Hasta que pierdas la razón.
               -Estás como una cabra-rió ella, complacida con mi efusividad.
               -Ahora soy yo quien te va a volver loca, niña-jadeé en su oreja y ella se mordió el labio. Recorrí todo su cuerpo, sin dejarme ningún rincón, con las manos mientras continuaban las canciones. La respiración de Sabrae cada vez se aceleraba más, y yo cada vez pensaba con menos claridad. Sólo existía el punto en el que nuestros cuerpos se rozaban en una exquisita tortura de sensaciones.
               La pegué contra mi dureza y di un suave golpecito de caderas contra las suyas y ella no lo soportó más. Se giró y me agarró del cuello, tiró de mí para bajar mi rostro a su altura, y me comió la boca de una forma en que bien podría haber terminado arrancándome los labios.
               ¿Que si me quejé? ¿Estás de puta coña? Sabrae Malik podría meterme en el horno y comerme a la hora del almuerzo y yo le daría las putas gracias.
               No lo soportó más. Gracias a Dios, porque yo estaba empezando a considerar las posibilidades de que Jordan no me dejara volver a entrar en aquel local propiedad de su familia si decidía follármela en medio de la pista de baile. Entre jadeos y gemidos, con las manos por todo mi cuerpo, como si fuera una ciega que quiere reconocerme, Sabrae me llevó hasta el minisalón.
               Yo estaba demasiado perdido en su boca y sus manos como para percatarme de la sonrisa divertida de Jordan al vernos entrar a trompicones en la pequeña sala, que había tenido vacía con la esperanza de que ocurriera finalmente lo que estaba a punto de suceder. Cerré la puerta blanca con mi espalda y Sabrae echó el pestillo mientras yo la tomaba en brazos y la ponía a mi altura.
               -Empótrame-pidió, y yo obedecí. Me di la vuelta y la acorralé entre la pared y mi cuerpo. Empezó a abrirme la camisa-. Madre mía, Alec… te necesito. Necesito tenerte. Necesito que estés dentro de mí.
               Sonreí en su boca, devorando la anticipación de sus labios y su lengua, sintiendo cada célula de mi cuerpo responder a sus roces. Iba a volverme loco, si continuaba diciéndome esas cosas y yo no la poseía, perdería la cabeza.
               Hay dos tipos de chicas a la hora de follar.
               Las calmadas que sólo gimen.
               Y las escandalosas que no pueden callarse ni dos segundos (a no ser que tengan algo en la boca, y entonces el que no puedes callarte eres tú).
               A mí me iban las escandalosas.
               Y era evidente que Sabrae tenía que ser una de esas.
               Con el sonido de nuestros jadeos y la música atronando al otro lado de la puerta, Sabrae se liberó de mi camisa y la tiró al suelo. Se quedó mirando los músculos de mis hombros y mis brazos con un hambre lobuna.
               -Dios mío…-jadeó, observando la fuerza que se escondía bajo mi piel, acariciando los brazos y devorando mis hombros con los ojos-. Eres un dios, Alec.
               -Y eso que todavía no has visto lo más interesante de mí-respondí, y sus pupilas se dilataron un poco más. Sus ojos eran un pozo negro en el que yo me moría por bucear. La sujeté con firmeza y me froté contra ella, asegurándome de que mi paquete endurecido presionara exactamente en el punto donde era más mujer y donde me pertenecía más.
               Sabrae me clavó las uñas en la espalda y arqueó la suya. Cerró los ojos, respondiendo a mi provocación.
               -Poséeme-me pidió, y oh, joder, si hay algo que me caracterice, es mi buen oído cuando una tía me dice algo. No necesité que me lo dijera dos veces. La llevé hasta el sofá y mezclé mi boca con la suya, nuestras lenguas se enredaron y sus pantalones desaparecieron. Tuvo que ponerse sobre sus rodillas para que yo pudiera quitárselos, y, cuando pretendía girarse de nuevo para mirarme, la sujeté.
               Se me había ocurrido una idea.
               Le di un beso en la cintura y un mordisquito en una nalga.
               -Alec…-gimió, previendo mis intenciones. Sonreí mientras deslizaba una mano por su ropa interior.
               -¿No eres un poco pequeña para usar tanga?-la provoqué, soltando el elástico de la prenda y haciendo que impactara contra su piel y ella se estremeciera.
               -¿Lo soy para follar?-respondió, y yo me eché a reír.
               -Puede-contesté, bajándole el tanga por los muslos-. Pero después de lo que te voy a hacer, estoy seguro de que conseguirás convencer a tu madre para que me defienda si me denuncian.
               Sabrae tembló mientras continuaba acariciándola. Me quedé mirando con fascinación su sexo, ansioso de mí. Podría haberla penetrado sin causarle ninguna molestia, no como la semana pasada, y los dos habríamos gritado nuestros nombres mientras la cabalgaba.
               Pero quería hacerla rabiar.
               El placer de tenerla así, abierta, húmeda y ofrecida, era un afrodisíaco en sí mismo. Terminé de liberar el tesoro de entre sus muslos, la separé un poco y me acerqué al centro de su ser.
               Hundí la nariz en su sexo y Sabrae se estremeció, pero no fue nada, nada, comparado con el momento en que abrí la boca y probé el sabor salado del anhelo que sentía por mí. Degusté con orgullo el sabor chispeante y salado de su gloriosa excitación, pensando que no había probado nada más delicioso en toda mi vida.
               Sentía que iba a explotar, pero ahora, la protagonista era ella. Sabrae gimió, sus caderas ya no le respondían, sino que seguían el ritmo que le marcaban mis labios y mi lengua.
               -Empiezo a pensar que tienes ciertas tendencias caníbales-jadeó entre gemido y gemido, entre “no pares, por favor”, entre “sigue”, entre “oh, dios”.
               -Voy a comerte entera, bombón-le aseguré-, y pienso empezar por la sorpresa que tienes entre las piernas.
               La sujeté con más fuerza y la pegué contra mí. Cuando sentí que estaba cerca, tremendamente cerca, me atreví a hacer algo que muchos chicos no tenían el valor de probar.
               Le di un suave mordisco, con mucho, muchísimo cuidado.
               Varias de las chicas con las que me había acostado de forma regular, y con las que había perfeccionado ese movimiento, se volvían locas cuando me atrevía a cruzar aquella frontera y utilizar también los dientes. Nunca le había hecho daño a ninguna, pero el mero hecho de que yo fuera valiente y usara un elemento con el que los demás no se atrevían ni a soñar, me daba una ventaja con respecto al resto que me colocaba muy por delante. Una de mis “amigas con derecho”, como nos gustaba llamarnos, incluso le había puesto nombre a aquella travesura: el mordisco tsunami.
               Yo pensaba en ella como “mi jugada maestra”, pero el mordisco tsunami era bastante más… acertada.
               -¡ALEC!-gritó Sabrae, clavando las uñas en la espalda del sofá y estallando en un orgasmo explosivo del que yo bebí hasta saciarme. Sonreí en el centro de su ser mientras ella temblaba, descontrolada. Me incorporé cuando se tranquilizó un poco y le pasé un dedo por la columna vertebral.
               -¿Quieres más?-susurré en su boca.
               -¿Y si te digo que no?
               -Me hundirías en la miseria, bombón.
               -No pares-pidió, y pensé en meterme dentro de ella, pero… quería jugar. Quería que me lo pidiera. Quería escucharla suplicar, joder.
               Así que volví a pegar la boca a su sexo.
               -Alec-gimió cuando volví a las andadas-. Fóllame.
               -Es lo que estoy haciendo-contesté-. Te estoy follando con la boca.
               -Sabes a qué me refiero.
               -No, no lo sé.
               -Alec…-advirtió ella, y dio un manotazo en el sofá que me hizo dar un brinco-. Joder. Mi madre. No pares. Dios mío.
               -¿Me pedías algo, creo entender?
               -Fóllame-repitió, y yo sonreí.
               -¿Qué llevo haciendo media hora, Sabrae?
               -Siénteme-respondió, y yo la miré. Jadeaba incontroladamente, parecía al borde de un ataque de asma-. Alec, siénteme. Por favor, siénteme.
               Qué manera más elegante de decir “méteme la polla”.
               Podría enamorarme de esta chiquilla.
               No me hice de rogar. Sabrae sonrió cuando me escuchó desabrocharme los pantalones y rasgar un condón. Se inclinó hacia atrás, esperando que la penetrara, y lanzó un gemido cuando por fin entré en ella. Me recibió por todo lo alto, como un soldado que vuelve victorioso de la guerra.
               -Sí…-jadeó, y yo me incliné hacia su oreja.
               -Me encanta cuando me suplicas que te la meta-le besé el hombro.
               -Pues te suplicaré todo lo que quieras, pero tú no me la saques.
               Ojalá hubiera podido controlarme un poco. Pero no fue así. La monté con la rabia de quien intenta domar a un potro salvaje.
               Y a ella le encantó.
               Aunque más me encantó a mí que supiera exactamente el momento en que me acercaba el clímax, y, con una parsimonia que me dejó patidifuso, me sacara de su interior, se diera la vuelta y abriera las piernas de nuevo para que yo volviera a colonizar su dulce rincón.
               Tiró de mi cuello para colocarme a tiro y me miró a los ojos.
               -Mírame-ordenó, y se bajó los tirantes de la camiseta para regalarme una vista de sus pechos, todavía escondidos en el sujetador. Se lo desabrochó y lo tiró a un lado-. No se te ocurra cerrar los ojos. Quiero ver cómo te corres para mí.
               Hundí la cara en sus senos y ya no lo resistí más. Mientras se los besaba, casi mordía, me rompí para ella en un increíble orgasmo que me dejó temblando, literalmente, en su interior. Sabrae clavó las uñas en mis nalgas para evitar que me escapara, y nos miramos a los ojos.
               -¿Y yo soy el dios?-le pregunté, y ella se echó a reír.
               -¿Me darías otro billete de vuelta a las estrellas?
               -A ti te doy mi alma, si me la pides-contesté, besándole la boca y capturando uno de sus labios entre los míos. Sabrae asintió con la cabeza, satisfecha, y dejó que me sentara un momento para recobrar el aliento. Se puso encima de mí y no me dio tregua, volvió a hacerme entrar dentro de ella como si nuestras vidas dependieran de ello.
               -Tócame-me pidió, y yo obedecí-. Por favor, Alec-susurró-. Por favor.
               -Por favor, ¿qué?
               -No dejes que esto se acabe. No me sueltes.
               -¿Soltarte? Jamás te soltaría, Sabrae. Jamás. Te han hecho para el placer.
               -Sí-asintió ella, encorvándose y suspirando-, pero para el mío.
               -Exacto, para el tuyo. Para que yo te lo dé.
               Sabrae sonrió, se retorció sobre mí y finalmente se rompió. La sujeté por las caderas mientras arqueaba la espalda y lanzaba una exclamación ahogada.
               Se quedó quieta un segundo y luego nos miramos. Se inclinó hacia mí y me besó en la boca.
               En su beso, saboreé una revolución.
               Y, joder, yo era un rey que se moría por renunciar a su corona.
               Rompió nuestra unión, se sentó sobre el sofá, se subió los tirantes de la camiseta y se puso el tanga. Me la quedé mirando mientras cruzaba las piernas y ella me observaba a mí.
               -No pareces de las que usan tanga-observé, y ella sonrió.
               -¿Cómo son las que usan tanga?
               -No lo sé. No como tú.
               -¿Hay alguien como yo?
               La observé un momento.
               -Para mí no.
               Sabrae se mordió la uña del pulgar, divertida.
               -Tú tampoco pareces de los que les gusta que les supliquen.
               -¿Ah, no? ¿Y cómo son esos?
               -Francamente… no pensé que existierais.
               -Pues lo hacemos.
               -Y de qué manera-sonrió, divertida. Me acerqué a ella y le besé la mejilla. Ella cerró los ojos y me devolvió el beso en los labios-. Alec…
               -Ojalá no pares nunca de decir mi nombre así. Hasta en mis peores pesadillas puedo escucharte.
               -No quiero dejar de decir nunca tu nombre-contestó, y yo continué besándola-. Ojalá siempre pudiera ser fin de semana…
               -También podemos follar entre semana. La gente lo hace.
               -La gente casada-se burló ella, y yo me detuve.
               -Guo, guo, guo. ¿No crees que es un poco… pronto para eso?
               -Alec-puso los ojos en blanco.
               -Sabrae-la imité, el mismo tono, el mismo gesto, y ella rió. Le saqué la lengua y ella trató de mordérmela-. ¿Qué?-inquirí en tono íntimo.
               -Quiero volver pronto a casa. Mañana madrugo.
               -No pretenderás que yo te haga de despertador, ¿verdad?
               -¿Lo harías?
               ¿Sinceramente, Sabrae? Písame la cara. Sí, claro que lo haría, joder.
               -Ya te gustaría.
               -Vamos a aprovechar lo poco que me queda.
               -Puedes llegar tarde-le besé los nudillos-. O no llegar.
               Sabrae sonrió.
               -No llegar no es una opción-contestó, y supe que se refería tanto a nosotros como a sus padres. Volví a besarla, a acariciarla, y ella hizo lo propio conmigo. Nuestros besos aumentaron de profundidad, pero no de ritmo. La acaricié y noté que volvía a desearme. Yo estaba agotado, no creía que pudiera cumplir. Por primera vez en mi vida, no pensaba que fuera capaz de llegar hasta el final.
               Sabrae me acarició la cara, el cuello, sus ojos perdidos allá donde exploraban las yemas de sus dedos. Yo le pasé los dedos por su costado, le bajé el tirante de la camiseta, descubriendo uno de sus senos, y le besé el hombro.
               -Déjame saborearte-le pedí, y ella asintió con la cabeza. Volví a quitarle el tanga y me situé de nuevo entre sus piernas. La adoré. La probé, la degusté, la devoré y la saboreé. Todo con la banda sonora de sus gemidos y jadeos regalándome los oídos.
               Lleva toda tu vida ahí, lleva toda la vida hablando… y tú, pedazo de gilipollas, la ves ahora, la escuchas ahora.
               No sé cómo lo hice, ni cómo pudo hacerlo ella, pero se corrió con dulzura. Esta vez fue tranquila, relajada, con una calma tierna que me encantó descubrir en ella. Nunca pensé que el sexo pudiera cambiar tanto, de lo rudo, sucio y duro como lo habíamos practicado hasta entonces, a lo tierno y cauteloso.
               Nos habíamos cogido de las manos, y ambos nos quedamos mirando nuestra unión un momento, las manos entrelazadas formando una figura de yin y yan ligeramente modificada. Sabrae me miró desde arriba y yo la contemplé desde abajo, completamente hechizado por su belleza. Relucía como si se hubiera tragado una estrella, o ella misma fuera una estrella.
               Me senté de nuevo a su lado y cubrí su desnudez. Ella se estremeció un momento, sorprendida por un contacto que no esperaba en mí, y volvió a cubrir las líneas de mi rostro con sus manos.
               Jamás había tenido tanta intimidad con nadie como la tuve con ella en ese momento. Cada latido de mi corazón me molestaba. Me impedía escuchar la inesperada armonía de su respiración.
               Me incliné hacia ella. Ella se inclinó hacia mí. Rocé su nariz con la mía y Sabrae ajustó su boca a mis labios.
               Fue el beso más dulce y a la vez revolucionario de toda mi vida. Me acarició la cara mientras su lengua inspeccionaba, tímida, el interior de mi boca. Mis dedos estaban en su cintura, negándose a dejarla marchar.
               Tuve miedo. Todavía no me había dado cuenta en ese instante, pero sí tuve miedo. Le estaba dando mi corazón. Y ella me estaba dando el suyo. Y yo no lo sabía.
               Sólo sabía que ella me imponía como nadie con quien hubiera estado antes, que un “no” de su parte sería más poderoso y me causaría más dolor que dos mil de parte de las demás.
               No necesitaba implicarme más con ella porque estábamos tan enredados que era imposible distinguirnos.
               Sabrae se separó de mí y me miró los labios. Frotó su nariz con la mía y se quedó allí, quieta, disfrutando del calor que le proporcionaba mi cuerpo, un ratito más.
               Podría haberle dicho que la quería, y no sería mentira, no del todo.
               Ella podría haberme dicho que me quería, y tampoco sería mentira.
               Pero las cosas todavía eran demasiado confusas entre nosotros.
               En silencio, Sabrae se estiró y recogió sus pantalones. Se los pasó por las piernas y los ajustó a sus curvas. No quería que se fuera. Me moriría si se iba.
               -¿Nos vemos mañana?-pregunté.
               Sabrae se volvió y asintió con la cabeza.
               -Mañana está bien-dijo en un tono tan distante que me dolió. Estaba asustada. Yo también.
               Se vistió en silencio mientras yo la observaba.
               -Sabrae-susurré en lo que podía ser un gimoteo. Se volvió para mirarme-. No tienes que irte así. Yo… te acompañaré a casa.
               -¿Quieres acompañarme?-preguntó, cauta.
               -¿Quieres que lo haga?-respondí en el mismo tono, y ella miró sus zapatos. Asintió con la cabeza y esbozó una tímida sonrisa.
               -Sí. Sí, me gustaría. Si no te importa… Pero… no es necesario-reculó-. Puedo ir sola perfectamente, tú te puedes quedar de fiesta y… entiendo si no te apetece.
               -Me apetece. Además, la fiesta ya no me interesa. Sería un coñazo en cuanto tú te hayas ido.
               Su sonrisa se ensanchó un poco. Esperó a que me vistiera y salimos juntos de la pequeña puerta. Le hice una señal a Jordan para indicarle que me iba pero que volvería, y Jordan asintió con la cabeza, levantó el pulgar en el aire y me dejó ir.
               Caminamos en silencio, pegados el uno al otro, ella sumida en sus pensamientos (espero que no se esté arrepintiendo), yo, armándome de valor para dar el gran paso: pedirle el teléfono.
               -Bueno-comentó, abriendo la verja de su casa y mirándome-, pues… ya hemos llegado.
               Yo asentí, mirando las luces de su hogar. Parecía que sus padres la esperaban.
               -¿Quieres pasar y… tomar algo?-ofreció, un poco nerviosa, apoyándose en la verja y mordiéndose el labio. No supe descifrar si estaba nerviosa por si le decía que sí, o si le aterrorizaba que dijera que no.
               Así que no dije ni lo uno ni lo otro.
               -¿Tomar algo, o a alguien?
               Sabrae se echó a reír.
               -No podemos…
               -Sólo bromeaba, bombón-la tranquilicé-. Bueno, parece que te esperan. No tardes en entrar.
               Me separé un poco de ella, que pareció francamente decepcionada.
               -Buenas noches.
               -Buenas noches, Al.
               Dio un par de pasos hacia atrás y luego se giró para subir las escaleras. Estaba a punto de subir la última cuando decidí echarle cojones.
               -Oye, Saab-carraspeé, y ella se giró-. Esto…-me pasé una mano por el pelo-. Me he dado cuenta de que no tengo tu número.
               Ella alzó una ceja, divertida.
               Y lo supe en ese momento.
               Me diría que me deseaba. Me diría que me quería. Pero, ¿ponerme las cosas fáciles? ¿Dejar pasar la oportunidad de putearme un poco? Oh, no. Sabrae Malik no era así.
               Nosotros no íbamos a ser así.
               -Qué catástrofe-soltó, y yo me quedé a cuadros.
               -¿Me vas a hacer suplicar por él?-espeté, incrédulo, mientras ella metía las llaves en la puerta de su casa. La abrió y agarró el pomo, fingió pensárselo un momento, y luego, justo cuando pensé que me recitaría su número muy rápido y que tendría que memorizarlo a la velocidad de la luz, sentenció:
               -Sí.
               Y cerró la puerta sin más, dejándome con las ganas de espetarle que tenía formas de conseguirlo.
               Estuve toda la noche pensando en aquel corte magistral que acababa de darme. Para cuando se acabó la fiesta y terminé de limpiar con Jordan, amanecía. Le ofrecí una cerveza y él aceptó, nos colamos por la claraboya de mi habitación y nos sentamos a ver el amanecer sobre el tejado de casa, cada uno con su respectivo botellín en la mano.
               No podía dejar de pensar en ella. Ni cuando vacilaba a Jordan me la sacaba de la cabeza. Si pretendía que fuera tras ella con ese “sí” y la forma de cerrar la puerta, le iba a salir una jugada redonda.
               -He vuelto a estar con Sabrae-confesé sin mirar a Jordan.
               -Ah, menos mal, pensé que te había tocado un Land Rover en la lotería.
               Me giré para mirarlo.
               -¿Por qué?
               -Tienes una sonrisa de gilipollas en la cara que apenas te abarca, hermano.
               Me eché a reír.
               -No voy a poder dejar de verla.
               -Tendrías que quedarte ciego.
               -Hermano, voy en serio. Estoy intentando abrirte mi corazón y tú…
               -Es coña. Ya sé que no vas a poder dejar de verla-se recostó sobre el tejado-. Yo tampoco quiero que dejes de hacerlo.
               -¿Y eso?
               -Te sienta bien. La última vez que estuviste así de contento, acababas de perder la virginidad.
               -Con ella siento que la pierdo una y otra vez.
               -Espero que no sea su sensación-contestó Jordan, y los dos nos reímos. Sí, cuando yo perdí la virginidad estuvo bastante bien. Excepto porque duré 37 segundos, de reloj.
               -¿Crees que esto joderá las cosas con Scott?
               Jordan me miró y dio un sorbo de su cerveza antes de responderme. Sopesaba su contestación.
               -¿Qué es lo que deseas?
               Vaya mierda de respuesta.
               -Te he hecho una pregunta.
               -Necesito saber tu respuesta para poder darte la mía, Al.
               Me quedé mirando el sol, los tonos dorados como las estrías más antiguas en el cuerpo de Sabrae, las sombras que arrancaba de los edificios, como sus rizos.
               -La deseo a ella, Jor.
               Jordan asintió con la cabeza, me dio una palmada en el hombro e hizo tintinear su cerveza con la mía.
               -Entonces… todo irá bien.






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3 comentarios:

  1. EMPECEMOS POR EL HECHO DE QUE ALEC ES UN PUTÍSIMO DIOS Y ESTOY ENAMORADA DE COMO NARRA Y QUE ME HE CAIDO DE CULO MIL VECES DURANTE TODO EL CAPITULO. Para empezar, el y Mimi son lo mas adorable que existe, madre mia. Mimi es un ser demasiado puro de verdad. Luego, estoy deseando ver cuándo se entere Scott porque sinceramente ni me acuerdo de como se enteraba en cts y luego, Bey. Mira, menudo amor de mujer de verdad. Me veo venir que voy a sufrir mucho por ella y Alec, pero bueno, hemos venido a jugar. Me cambió.
    "Algo dentro de mí ya no es lo mismo. Es como si… como si hubiéramos nacido para estar juntos-susurré, y a Bey se le humedecieron los ojos, emocionada." O SEA, ME DA PUTO ALGO CON ESTE PAVO, QUE SE CALME PORQUE LLEVA SOLO UN CAPÍTULO NARRANDO Y YA ME HA PROVOCADO MIL INFARTOS. NO SÉ QUE VA A SER DE MÍ EL DÍA QUE RECONOZCA DE VERDAD QUE ESTÁ ENAMORADO DE SABRAE.
    En fin, maravillosa como siempre Erikina. Te quiero mucho. Gracias por ayudarme a desconectar un ratín. 💜

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  2. RSTPY CHILLANDO EN IRANI Y KI SIQUEIRA SE SI ESTOY ESCRIBIENDO DECENSTRMENTE PORQUE ESTOY EN LA OGICINA,ENCERRADA EN EL BAÑO Y LEYENDO PERO TU ESO NO SE LO DIAGAD A NAFIE..ME MAYO ME MATOOO
    JODER QUE BIEN TE HA QUEDADO ESCRIBIR CON ALEC.ME CAHIK EN LA LECHE

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  3. Qué ilusión ver narrar a Alec PERO MADRE MÍA ME HA MATADO ESTE HOMBRE POBRES DE NOSOTRAS CUANDO CREIAMOS QUE SCOTT ERA NUESTRO SEÑOR Y SALVADOR SCOTT SERÁ EL MESÍAS PERO ALEC ES EL PUTO DIOS

    Mimi ❤

    "Sus labios eran tormentas, furiosas tormentas, y yo era un barco velero, y me moría por naufragar por su culpa." ❤

    - Ana

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