domingo, 5 de mayo de 2019

Cicatrices.


¡Toca para ir a la lista de caps!

No reconocía la chica del reflejo en el espejo. A pesar de que era idéntica a como había sido yo hacía una vida, a la vez éramos tan distintas que no terminaba de pensar que estaba mirando a una realidad alternativa en la que yo no tenía cabida. Tenía el maquillaje corrido por la cara, cayendo en cascadas negras desde los ojos y el pintalabios dejando un rastro de falsa sangre en mi boca que hacía que pareciera que acababa de venir de una cacería. Las trenzas, si es que se las podía llamar así, tenían más mechones de pelo sueltos que los que aún ocupaban su lugar. Y los ojos estaban rojos, hinchados de llorar.
               Si dijera que no sabía decir cuál había sido el punto de inflexión para que yo terminara de reunir el valor de lanzarme al precipicio, estaría mintiendo. Por supuesto que lo sabía. Lo había provocado yo misma, saliendo del baño de los chicos, limpiándome un poco de jabón de manos de la comisura del labio y mirando a Alec directamente a los ojos, haciéndole daño en el punto más sensible de su ser. Había ido directamente a atacar sus esperanzas, lo poco de él que aún le traicionaba y me hacía saber que haría lo que fuera por estar de nuevo juntos, ese rinconcito de su mente que decía que merecía más la pena perder la razón y reconciliarse conmigo que seguir en sus trece, mantener el orgullo pero perderme a mí. Había visto cómo su mirada había cambiado, cómo se oscurecía y se volvía dura.
               Lo poco que el Alec que había nacido conmigo en aquella misma discoteca cuando nos besamos por primera vez se disolvió en el aire ante mis ojos. Aquel Alec ahora sólo vivía en mi mente. Me había encargado personalmente de enviarlo al otro mundo, y antes de que él se girara y se marchara, pude ver cómo el Alec que había sido siempre, al que yo había detestado durante tanto tiempo. Yo misma había traído de vuelta a la vida al monstruo del que había huido con tanta intensidad toda mi vida.
               Y me había hecho daño. Muchísimo daño. Porque en ese momento comprendí que lo que nos traíamos entre manos no era un juego. No para Alec, al menos. Es cierto lo que dicen que sólo sabes lo que tienes hasta que lo pierdes: no fue hasta que Alec me dio la espalda que yo me di cuenta que necesitaba dormirme en su pecho; no fue hasta que la última oportunidad de acercarnos el uno al otro se hizo añicos entre mis dedos cuando yo me di cuenta de que le necesitaba conmigo.
               Le necesitaba conmigo. Le necesitaba conmigo. Y no iba a tenerlo. Ya no. Alec podía ser muchas cosas, pero ninguna era indeciso. Sabía lo que quería, sabía cuándo lo quería, y cómo lo quería, y luchaba por ello hasta la extenuación. No se daba por vencido salvo que no hubiera posibilidades, y yo había destrozado esas posibilidades haciendo el imbécil. Nos habíamos peleado de una forma que me había secado la boca y humedecido mi entrepierna, y por un momento pensé que él se sobrepondría a mi voluntad de nuevo y me besaría, y esta vez mi cuerpo me traicionaría durante tanto tiempo que, cuando quisiera resistirme a él, ya le tendría dentro y ya se me haría absolutamente imposible decirle que no.
               Cuando brindamos frente a la barra del bar con todas mis amigas mirando, por un momento estuve convencida de que Alec me atraería hacia sí, me comería la boca como estaba mandado y me recordaría quién era él, pero, sobre todo, quién era yo: Sabrae.
               Y ser Sabrae era inherente a ser de Alec.
               Por supuesto, como era ya de esperar en mí, lo eché a perder no viendo que una ocasión de oro lo era, y marchándome para darle celos porque me importaba más mi estúpido orgullo y mis ganas de tener razón que mi amor por él. Había decidido llevarlo al límite y conseguir que se decantara por mí metiéndome en el baño con Peter, aunque no habíamos hecho nada. Nada más meternos en el cubículo, los dos habíamos sacado nuestros móviles de nuestros respectivos bolsillos y nos habíamos dedicado a mirar nuestras redes sociales, aprovechando que había otra pareja enrollándose al lado nuestro para llenar el ambiente de gemidos y suspiros de satisfacción. Peter no me tocó ni un pelo ni yo se lo toqué a él, por dos sencillas razones de peso:
               La primera, que a Peter no le gustaban las chicas.
               Y la segunda, que a mí no me gustaba él, ni las chicas, ni los chicos. Sólo me gustaba Alec.
               Puede que fuera por eso por lo que mi decisión improvisada de ir la noche siguiente a casa de Hugo fuera tan mala. Puede que fuera por eso por lo que ahora tenía el maquillaje corrido, me miraba y no me reconocía. No era propio de mí quedar con mi ex novio, que claramente no se merecía que jugaran con él como lo estaba haciendo yo, con el pretexto de ver una película y terminar liándome con él en el sofá. No era propio de mí tomar tanto la iniciativa con Hugo hasta el punto de que incluso se vio sobrepasado por la situación. Mientras estábamos haciéndolo, hubo un momento en que noté que él no sabía muy bien qué hacer conmigo, porque nunca me había tenido como me estaba teniendo ahora: salvaje, apasionada, tan lanzada que rayaba en la desesperación. Cuando le puse las manos en mis pechos mientras movía las caderas encima de las suyas, disfrutando a medias de la sensación de tenerlo dentro de nuevo (aunque no tan dentro como cierto chico en el que estaba intentando no pensar), Hugo las movió despacio, sin saber qué hacer con ellas. Cualquiera que lo viera pensaría que estaba haciendo albóndigas con mis pechos.
               Necesitaba unas manos expertas. Necesitaba las de Alec. Necesitaba tenerlo dentro y besarle y que él recorriera cada centímetro de mi piel, me recordara que era deseada y deseable, que si me habían dado un cuerpo era para utilizarlo, y que él lo utilizara como ninguna otra persona lo había hecho jamás.

               Cuando terminamos y nos separamos, nos quedamos mirando la película sin verla realmente. Hugo tenía el pelo revuelto, marcas de besos y unos leves arañazos en el cuello, la boca hinchada, y no sabía qué hacer con las manos. Mis trenzas estaban un poco más flojas que antes, el corsé blanco que había rescatado del Halloween del año pasado, en que me había disfrazado con Amoke de duquesa medieval, tenía un tirante suelto y los cordones de la parte delantera colgando; mis pantalones estaban en el suelo, al igual que los de Hugo. Me dolían las caderas. Tenía los pechos sensibles, acusando la falta de atención.
               Había tenido un orgasmo.
               Y me daba vergüenza admitir en quién estaba pensando cuando lo tuve.
               Hugo chasqueó la lengua cuando se terminó la película, se dio una palmada las ingles y ofreció, sin atreverse a mirarme, con los ojos fijos en la pantalla de la televisión en la que se deslizaban los créditos:
               -¿Te apetece helado de galleta?
               Asentí con la cabeza; él se inclinó a recoger el condón usado, se puso los pantalones y se fue a la cocina. Cuando volvió, con una tarrina de helado a empezar y una cuchara, yo estaba llorando, sintiéndome una mierda de campeonato por lo que acababa de hacer. Le había echado en cara a Alec que cada vez que se le presentara un problema, él se marchara a tener sexo con otras personas, y eso era precisamente lo que estaba haciendo yo ahora. No me lo merecía. Ni siquiera me merecía que me mirara. Ni me merecía sus celos. Debería haber sido una mujer como Dios manda, haberme vestido y haberme ido a su casa a suplicarle perdón de rodillas. No debería estar en casa de Hugo, utilizando a mi ex novio para intentar sentir algo, buscando encajar a un chico en el molde inmenso de otro, un molde que yo no iba a poder rellenar nunca.
               Hugo no dijo nada al ver mis lágrimas: se limitó a dejar el helado encima de la mesa, para que yo me estirara para cogerlo, y se marchó escaleras arriba, tan silencioso como un gato. Justo cuando pensé que se había ido a dormir y que yo debería irme, le escuché bajar de nuevo. Me tendió una camiseta vieja de Los Vengadores de un azul descolorido por el paso del tiempo, con una sonrisa tímida en los labios, y tapó mis piernas con una manta tan suave como darse cuenta de que por fin ha llegado la primavera cuando ves el primer capullo de tu flor preferida abriéndose para recibir al sol.
               Hugo abrió los brazos y yo me escondí en ellos. Me puse la camiseta que me había tendido y suspiré, todavía con las lágrimas derramándose por mis mejillas, mientras aquellos brazos delgados y blanquitos me rodeaban. Su abrazo, a pesar de que no tenía nada que ver con los que me daba Alec, también fue un consuelo. Pudo poner freno a la dispersión de mis moléculas en el espacio; fue como si hubiera puesto en pausa todo el momento posterior al Big Bang, y las galaxias aún siguieran a una distancia razonable las unas de las otras.
               Hugo me besó la cabeza y yo sorbí por la nariz.
               -No soy el más fuerte-murmuró, y yo sonreí y negué con la cabeza-. Ni tampoco soy el más rápido, pero sí soy el más valiente cuando se trata de ti, Saab. Sabes que destruiré a quien te haga llorar-me limpió las lágrimas de las mejillas con los pulgares mientras yo tragaba saliva-. Puede que ya no seamos pareja, pero tú sigues ocupando un lugar muy especial en mi corazón. Así que… si necesitas darme un nombre… yo lo escucharé.
               -No puedo darte ningún nombre-repliqué-. Destruirle a él sería destruirme también a mí.
               Noté la sonrisa en la espiración de Hugo.
               -¿Quieres contármelo?
               -No. No quiero pensar más en eso.
               -Está bien-cedió, abrazándome un poco más fuerte. Nos quedamos allí, acurrucados, mirando los anuncios del canal de suscripción de cine sin decantarnos por ninguna película, yo llorando y él consolándome, hasta que nos hartamos y decidimos irnos a la cama.
               Así había llegado a aquel baño en el que una desconocida me miraba al otro lado del espejo, a punto de lavarme los dientes en una casa que una vez había sido un segundo hogar para mí, la casa en la que perdí la virginidad, donde más cómoda había estado en otra época. Una casa cuyo piso superior llevaba meses sin visitar, y en la que sin embargo me seguía esperando un cepillo de dientes propio en el baño. Hugo había superado lo nuestro igual que yo, pero todavía quedaba en él ese pequeño reducto de amor del pasado, el mismo que me había empujado a elegirlo a él de entre los chicos con los que me había acostado (que tampoco es que fueran muchos, pero incluso siendo cientos Hugo seguiría siendo al que yo escogiera) para que me quisiera cuando ni siquiera yo me quería a mí misma.
               Sentía vergüenza al contemplar ese cepillo de dientes, porque le había utilizado. Él había sido mi primer amor, el chico con el que había descubierto el sexo; se merecía ser algo más que un segundo plato, un plan B cuando el A no funcionaba.
               Cuando fui a la cama, Hugo me esperaba con medio cuerpo escondido debajo de las mantas. Una caja de preservativos descansaba sobre la mesita de noche, con la parte superior abierta, tal y como la había dejado él con las prisas de hacía un par de horas. Me la quedé mirando y me abracé a mí misma, recriminándome que puede que le estuviera dando esperanzas. El cepillo de dientes podía significar que él no me había olvidado, que no lo había superado como yo pensaba, que…
               -Es por si… acaso-explicó con timidez, y yo asentí con la cabeza.
               -No sé si… no creo que los necesitemos otra vez, Hug-murmuré, temiendo que me gritara, que me insultara, que me preguntaba a qué iba a su cama si no era para acostarnos, pero…
               … Hugo no era así.
               -Me parece estupendo-y, sin darle más importancia, cerró la caja y la guardó en el cajón de su escritorio. Me noté sonreír.
               Y me tuve que obligar a seguir sonriendo cuando pensé que Hugo no sería el único que tendría esa reacción. Porque puede que a Alec le gustase follar (le encantase, más bien), pero respetaba mis noes de la misma forma que lo había hecho Hugo. Y podía imaginármelo en una habitación que yo no conocía, en una cama que yo no había visto, esperando a que yo llegara con una leve esperanza, y guardándola en el cajón en el momento en que yo le dijera que no se ilusionara, que no iba a pasar nada más.
               Era una persona horrible, metiéndome en la cama de un chico que sólo quería consolarme mientras no dejaba de compararlo con el chico al que yo obligaba a hacerme daño. Creo que fue por eso por lo que dormí tan mal. Creo que fue por eso por lo que entré en mi casa con la cabeza bien gacha, temiendo mirarme a los espejos del recibidor. No podía volver a arriesgarme a encontrarme con mi reflejo en el espejo, aunque fuera por accidente, aunque fuera sólo un mínimo vistazo en el que apenas distinguiera mi silueta, y descubrir que me había convertido en una persona completamente diferente, una centésima de lo que había sido antes, tremendamente indigna de los sentimientos tan bonitos que había despertado en alguien tan hermoso como Alec.
               Yo no me merecía haber sido la chica a la que Alec le había dicho que la quería, a la que le había dicho que se estaba enamorando de ella, si me metía en la cama con otro chico después. Aunque no hiciera nada, el mero hecho de compartir sueño con Hugo ya era una traición en sí misma, la siguiente en una larguísima cola a la que no dejaban de añadirse ofensas.
               En casa sabían adónde había ido, así que mi llegada no despertó más que una ligera curiosidad, ganas de saber si el ruido de la puerta al abrirse y luego cerrarse se debía al viento, a la vuelta de la hija pródiga, o de un alma en pena que no había aprendido aún a atravesar sólidos.
               No había querido comer en casa de Hugo porque sabía que se preocuparía si me sentaba a la mesa y no probaba bocado, pero intentar comerme ahora una tostada y fingir que todo estaba bien era un esfuerzo que simplemente yo no podía soportar. Así que me asomé a la puerta del comedor, donde un resacoso Scott hundía la cuchara en sus cereales de chocolate, Shasha mordisqueaba una magdalena y Duna se peleaba con un trozo de galleta, y chasqueé la lengua a modo de saludo. Scott se volvió hacia mí, con los cereales tiñéndole la leche en espirales diseñados por su cuchara.
               -Peque-saludó, y yo asentí con la cabeza. Duna lanzó una exclamación que se parecía a un “buenos días” y Shasha levantó la mano en la que sostenía la magdalena. Me pregunté dónde estaban papá y mamá, pero luego decidí que era mejor así: no quería enfrentarme a ellos también. Con mis hermanos bastaba. Scott recién levantado no regía muy bien; cuando a Shasha le ponían delante una magdalena apenas veía más allá de ésta, y Duna… bueno, Duna era Duna. Era tan inocente que no se fijaría en mi aspecto de museo en ruinas, arrasado tras un incendio.
               -No voy a comer-anuncié cuando vi que Duna trataba de encaramarse al regazo de Shasha para dejarme una silla libre, y de paso puede que robarle una viruta de chocolate.
               -¿No tienes hambre?-preguntó Scott, a quien le tocaba asumir el papel de cuidador cuando sólo había hermanos en la habitación.
               -He comido en casa de Hugo.
               Scott parpadeó en mi dirección, pero sorprendentemente, fue Shasha la que dio voz a las sospechas de mi hermano.
               -¿Te ha dado él la ropa?
               Miré hacia abajo. En mi desesperación y mi tristeza, ya no recordaba que llevaba puesta la camiseta que él me había prestado. Todavía olía a él. Todavía olía a mi traición, pero también olía a la sensación de estar acogida en unas murallas, que puede que no fueran lo bastante altas para resistir el asedio que se avecinaba, pero sí lo suficientes como para mantener a raya las primeras hordas de enemigos. Era una mezcla deliciosa y desagradable de olores y de sensaciones, como cuando vas a la gasolinera y bajas las ventanillas para disfrutar del aroma de la gasolina, tan artificial que te repugna, tan atractivo que inhalas más profundamente.
               Tiré de la camiseta y miré a mis hermanos. Primero a Duna, después a Shasha, y por último, a Scott. En los ojos de S me encontré con una sombra que teñía los colores heredados de mi madre. El dorado se volvió ligeramente más líquido; el verde de las hojas de los árboles se oscureció, y el marrón que lo enmarcaba todo adquirió un chispazo inteligente. Scott sabía lo que había hecho, y puede que incluso supiera que estaba tan empachada de vergüenza que no podía ni desayunar.
               -Estaré en mi habitación-dije con un hilo de voz, sintiendo el calor del infierno, invocado por mis pecados, ascenderme hasta las mejillas. Subí las escaleras de dos en dos, procurando no hacer ruido por si llamaba la atención de mis padres, y apenas cerré la puerta de mi habitación, volqué la bolsa de plástico en la que traía mi ropa de la noche anterior, y la oculté en la parte más profunda del armario, hecha una bola, con la misma precaución con la que un asesino lanza al río más lejano posible el cuchillo con el que ha dado muerte a su enemigo. De la misma forma en que un delincuente se deshace de las pruebas del delito que ha cometido, mi vergüenza y mi sensación de no merecerme siquiera estar respirando me llevaron a ocultar mi traje de mujer fatal.
               Puede que cualquiera que viera el atuendo pensara que no era nada del otro mundo; al fin y al cabo, había vestido de forma mucho más provocativa estando de fiesta, cuando puse tan celoso a Alec, pero precisamente la sensualidad más sutil de aquella ropa me hacía sentir más mezquina. Algo dentro de mí empezaba a agitarse, como el viento que avecinaba tormenta. Y los truenos de aquella tormenta tenían voz de acusación. Has utilizado a Hugo.
               Noté que me subía algo por la garganta y me apresuré al baño. Apenas clavé las rodillas frente al inodoro, mi estómago se contrajo y me obligó a vomitar bilis. Estuve encogida, presa de mis arcadas y de mis pensamientos destructivos, sintiendo que me empequeñecía a marchas forzadas, durante lo que me pareció una eternidad. Cuando terminé, me quedé con la cabeza apoyada un momento en la pared, disfrutando del frío reparador que lamía mis mejillas proveniente de los azulejos.
               En un mundo ideal, un mundo en el que yo no hiciera el gilipollas hasta el punto de darme asco a mí misma y vomitar por lo repulsivas que me parecían mis acciones, Scott, mi salvador, habría entrado en el baño, me habría encontrado de aquella guisa y me habría obligado a terminar con todo mi sufrimiento, y con el de Alec, entonces. Me habría levantado, me habría limpiado la boca y me habría llevado a mi habitación, donde me obligaría a vestirme con ropa que no fuera un insulto a mi historia con Alec y después me habría llevado a rastras a su casa, como había hecho tras Nochevieja, para obligarme a disculparme con él. En ese mundo ideal, Alec estaría dispuesto a perdonarme, estaría ansioso por perdonarme, y Scott se marcharía solo después de que Alec me pidiera recuperar el tiempo que habíamos perdido en peleas absurdas en su habitación.
               En aquel mundo ideal, Scott y Eleanor estaban bien, y Alec y yo volveríamos a estarlo, a rebufo de ellos, muy pronto.
               Pero en mi mundo, el que no era ideal, mi hermano decidió que no podía hacer mucho por mí estando como estaba. Que la oscuridad que se cernía sobre él era contagiosa, y yo ya tenía bastantes problemas asaltándome como para arriesgarse a que los monstruos que le mordisqueaban el alma trataran de roerme a mí también la mía. Scott tenía a Eleanor y la encrucijada en la que ella lo había puesto tan en mente que no sería capaz de encontrar una salida a mi situación. Por eso, no me seguiría al piso superior. Por eso, no escucharía mis arcadas. Por eso, me levanté yo sola.
               Y por eso, Scott no fue mi caballo de batalla, mi apuesta vencedora, sino simplemente un apoyo al que yo tenía que acudir, y no al revés. Ninguna muleta ha ido nunca hacia un cojo, sino que es el cojo siempre el que ha tenido que ir arrastrándose, o saltando como buenamente pudiera, hacia ella.
               Y yo necesitaba esa muleta. Por Dios que sí. Pero sabía que no iba a encontrarla en casa. Por eso fue que me lavé los dientes intentando no mirarme al espejo, y todavía con la cabeza dándome vueltas, decidí enviarle un mensaje a Momo pidiéndole vernos. Necesitaba sacarme todo lo que había hecho del pecho, o si no, reventaría.
               Aquello era un trabajo propio de mi Consejo de Amigas, pero las cosas con Kendra y Taïssa no estaban tan bien como lo estaban con Momo. Después de que me pidiera perdón y de que escuchara todas y cada una de mis penas sentada en mi cama, con las piernas cruzadas y las comisuras de la boca manchadas del chocolate de los bombones de Mozart, ella había estirado la mano, me había apretado la mía y me había dicho que estaba allí para lo que yo necesitara. Como siempre. Como siempre, insistió, con los ojos fijos en mí. Y, como siempre, me dijo, tenía que mirar por mi felicidad primero. Mi felicidad iba antes, y luego, todo lo demás.
               Había hablado con ella sobre mi plan nocturno, y le había parecido que podía funcionar. No me había dado alas, pero tampoco me había desanimado; después de una larga charla en la que yo había confesado al borde de las lágrimas de nuevo que Alec me importaba hasta el punto de que necesitaba perdonarle, y estaba dispuesta a hacerlo incluso sin cruzar palabras con él, Momo me había respondido que debía seguir los dictados de mi corazón. Yo conocía a Alec mejor que nadie, y si mi corazón me decía que darle celos funcionaría, ella misma se encargaría de maquillarme y de pedir la música con la que yo más pudiera bailar, asegurándose de que siempre me mantuviera en su radio de visión.
               -¿Crees que funcionará?-le había preguntado, y Momo chasqueó la lengua, la vista perdida en una galaxia de la que parecían manar las respuestas a mis preguntas.
               -Bueno… puede que no sea el mejor método, pero parece el único disponible ahora mismo, ¿no?
               Y para mí, con eso había bastado.
               Había salido tremendamente mal, pero por lo menos sabía que tenía alguien a quien acudir. No me había atrevido aún a tratar el tema de la discusión de las chicas y Alec con Kendra y con Taïssa, pero me veía tan acorralada que prefería mantenerlo apartado en un segundo plano a sacarlo todo y arriesgarme a que me explotara en la cara. Todo había pasado con Momo; con Ken y Taïs, aún no. Y yo no estaba dispuesta a volver a perder a nadie.
               Suspiré con alivio cuando, al minuto de haberle enviado el mensaje, Momo me envió su contestación.
Claro, Saab  ¿Hacen unos gofres en el parque, donde siempre, esta tarde?
               Contuve el primer impulso que me invadió de suplicarle que viniera a mi casa.
               Como si hubiera escuchado mi deseo, bajo su nombre apareció una sencilla frase en azul, escribiendo, y entonces:
O podría ir a tu casa ahora mismo. Puedo dejar la limpieza de mi habitación para esta noche, antes de acostarme.
               Me limpié las lágrimas y contuve un sollozo. No sólo no me merecía a Alec y a Hugo; tampoco me merecía a Momo. Hoy empezaba la nueva edición de Bailando con las estrellas, y ella no se lo perdería por nada del mundo… excepto por alguien: por mí.
               Saber que la tenía allí, dispuesta a hacer lo que fuera con tal de animarme un poco, hizo que consiguiera respirar con un poco más de calma. No vas a quedarte sola, ni tampoco va a juzgarte, me dijo una voz tranquilizadora en mi mente, así que, enternecida, le envié una respuesta:
No te preocupes, tengo antojo de dulce ¡Nos vemos allí a las 4!
               Añadir el emoticono sonriente era una forma de tranquilizar a Momo y también de asentar mi propio sosiego. Ahora que tenía un plan de escape, podía centrar en él todos mis esfuerzos mentales y hacer caso omiso a las voces de mi cabeza. Incluso me rugió el estómago, y tras armarme de valor y decirme que no me pasaría absolutamente nada, me decidí a bajar las escaleras y reunirme con mi familia.
               -De hecho-anuncié-, creo que tengo espacio para una galleta, después de todo.
               Roí una galleta y me las apañé para hacer tiempo hasta la hora en que había quedado con Momo. Igual que me había pasado las veces en que había quedado a una hora fija con Alec, las manecillas del reloj se regodeaban en su lentitud. Parecían querer castigarme por lo que había hecho, y a modo de distracción, le pregunté a Shasha si quería ver alguna reposición mañanera de los programas que echaban entre semana a altas horas de la noche, cuando se suponía que debíamos estar durmiendo. Mi hermana no se hizo de rogar, y cuando llegó la hora de irme, descubrí que el tiempo era relativo y que tenías el mismo poder que los acontecimientos que te rodeaban de ralentizarlo o acelerarlo a voluntad. Había entrado en Instagram, me había entretenido con las cuentas de rumores, había bombardeado a “me gusta” a cuentas de animales monos haciendo cosas monas o divertidas, y había jaleado al jurado de un programa de canto cuando finalmente expulsaron a un chico que era incapaz de dar una nota bien, ni aunque su vida dependiera de ello.
               Mi rutina se había encauzado y mi mañana había sido normal, la típica de un domingo en el que no tienes muchas cosas que hacer pero tampoco tienes la energía como para salir y aprovechar el fin de semana que se escapa entre tus dedos. Elegí mi ropa con cuidado, deleitándome en combinar las prendas  para así escapar del nerviosismo que mi confesión inminente inoculaba en mis venas, y bajé las escaleras con paso firme, fingiendo seguridad en mí misma, y también agradeciendo que la hora de salir de casa hubiera llegado por fin. Era como una paloma mensajera que detesta las jaulas en la que la meten, y que ha nacido para ir de acá para allá transmitiendo palabras de amor o de guerra, según estuvieran los tiempos. Y ahora, por desgracia, me trataba transmitirlas de guerra, pero estaba segura de que en cuanto soltara la carga que había llevado arrastrando conmigo, me sentiría mucho mejor.
                A pesar de que llegué al pequeño puesto de gofres con las sillas de hierro diez minutos antes de la hora en que había quedado con Momo, ella ya estaba allí. Se había sentado en la mesa de la esquina de la pequeña plaza presidida por los puestos, la que estaba tan pegada a los tulipanes que podías inhalar su aroma mezclado con el de la mantequilla del cruasán que de vez en cuando pedías en la gofrería, aunque fuera sólo por variar, y desde la cual se veía un rincón del estanque de los cisnes atestado de nenúfares. Me encantaba esa mesa. Troté hacia ella, animada, segura de que Momo la había elegido precisamente para estar en el terreno más favorable posible.
               Ella me dedicó una sonrisa sincera, se levantó para darme un beso por encima de la silla, y me abrazó por encima de su gofre con chocolate y una bola de helado.
               -Tengo mucho que contarte-musité, sacando mi cartera del bolso y preparándome para ir al pequeño puesto de gofres, a por mi postre de siempre con sirope de praliné y una cúpula de nata en un lado. No tuve que ir muy lejos, ni tampoco que sacar la cartera: mi pedido llegó a mí antes de que yo terminara de levantarme, de la mano de Kendra, que me dedicó una sonrisa de disculpa cuando se sentó a mi lado, en la silla que me separaba de Amoke.
               Taïssa llegó al minuto, con su propia versión del dulce, y me las quedé mirando a ambas, sintiendo cómo la valentía que me había embargado al saber que Momo no me juzgaría se helaba en mis arterias ante el frío del invierno que acababa de caer a plomo sobre mí.
               Miré a Momo con ojos estupefactos, y ella jugueteó con su servilleta, nerviosa.
               -¿Me estáis emboscando?-pregunté, y Taïssa y Kendra bajaron la cabeza, una jugando con los hilos sueltos de su falda, la otra revolviendo en su bolso para no tener que contestar, o buscando allí una respuesta. Momo carraspeó y asintió con la cabeza, clavando los codos en la mesa.
               -Estamos… preocupadas por ti. Las tres.
               Abrí la boca, buscando palabras. Como no las encontré, volví a cerrarla, igual que un pececito fuera del agua.
               -Hemos notado las cosas aún un poco tirantes entre nosotras-explicó Taïssa, levantando la mano y colocándola sobre la mía-. Y queríamos decirte que queremos que todo vuelva a ser como antes. No tienes sólo a Momo para pedirle consejo, también a nosotras.
               -Nos ha dolido un poco que no hayas comentado con nosotras lo que tenías pensado hacer. Es decir… ya nos lo olíamos-Kendra y Taïssa intercambiaron una mirada comprensiva-, pero… nos habría gustado participar el plan. Te habríamos apoyado, por supuesto, igual que ahora.
               -¿Quieres contarnos también a nosotras tu problema, Saab?-preguntó Taïssa, y yo miré a Momo. Mi mejor amiga parpadeó, a la espera de mi decisión. Puede que estuvieran allí para intentar inclinar la balanza a favor de un lado u otro, pero mi elección sería libre y no me guardarían rencor. Sabían que, si me decantaba por un instante de soledad con Momo, no sería por nada personal. Necesitaba un único consejo, no varios caminos que seguir. Necesitaba un guía, no un mapa que me indicara diferentes rutas.
                Pero, claro, Ken y Taïs también podían ser mis guías. El hecho de que necesitara una única solución no quería decir que ellas, entre las tres, no pudieran dármela.
               Tres cabezas pensaban mejor que una. Y no me harían dudar. Si tenían mi mejor interés en mente, la solución que se les ocurriera sería la misma. Y se vería reforzada por tener forma de tres voces, en lugar de sólo una.
               Asentí despacio con la cabeza y Momo esbozó una sonrisa triste. Quise echarme a llorar. Estaba convencida de que Momo se imaginaba lo que iba a decirles, y también se alegraba de que no hubiera apartado a Kendra y Taïssa. Seguro que las había llamado con la mejor intención, y que se alegraba de haber tenido la intuición de que las necesitaría.
               -Puedo decírselo yo, si quieres-argumentó Momo, y yo sacudí la cabeza.
               -No. Hay algo que no sabes.
               -Sí-respondió ella con calma, tranquilizadora-. Lo sé. Sé por qué querías quedar. Y sé que querías que lo hiciéramos antes.
               Tragué saliva despacio y me la quedé mirando. Se me formó una idea en la mente, bebiendo directamente del brazo de Hugo a mi alrededor mientras dormíamos.
               Hugo y Amoke también eran amigos.
               -¿Él…?
               -He hablado con él.
               Taïssa y Kendra nos miraban a ambas alternativamente como dos jueces de silla en un partido de tenis.
               -Perdonad, chicas, pero no entiendo muy bien qué está pasando…
               -Me he acostado con Hugo-solté, porque si no lo hacía entonces, no lo haría nunca. Taïssa abrió los ojos como platos y Kendra se puso rígida. Momo simplemente parpadeó, dándome ánimos.
               -¿Por… por qué has hecho eso, Sabrae?-preguntó Kendra, y yo no pude más. La segunda horda de enemigos había llegado a mis murallas, y estaban usando sus propios cadáveres para escalarlas. Hacían de los cuerpos desmembrados una improvisada rampa desigual, pero que era tan útil como una firme y trazada por el mayor de los expertos.
               Superada por todo y viendo cómo mi fortaleza caía, me entregué a aquellos enemigos, que no eran otros que mis emociones.
               Me llevé las manos a la cara y convertí mis dedos en una jaula de la que aislarme de todo el mundo. Mis lágrimas eran demasiado preciadas como para ponerlas al alcance de cualquiera. Me eché a llorar, y mis amigas lanzaron un gemido coral. Kendra y Taïssa se inclinaron hacia mí para acariciarme la espalda; Momo, más fiel, más afectada por mi dolor, se levantó, abandonó su gofre y rodeó la mesa para envolverme en un cálido abrazo más poderoso incluso que el que me había dado Hugo. Me besó la cabeza y me envolvió con sus brazos con suavidad, susurrándome palabras de consuelo que yo necesitaba escuchar, pero que no me hacían bien.
               Necesitaba echarlo fuera. Necesitaba abrirles la puerta y dejar que me invadieran, confiar en su piedad. Era como un géiser al que tratan de ponerle un tapón: si intentaba contenerme, lo único que conseguiría sería estallar en mil pedazos, con mucha más violencia que si dejaba que todo lo que me estaba arrasando ahora siguiera su curso.
               -Porque le echo de menos-sollocé, pensando en Alec, en cómo le había traicionado, en cómo había sido mezquina con Hugo, sin poder apartar el recuerdo del sexo con Alec mientras mantenía relaciones con él-. Y no puedo echarlo de menos tanto como lo hago. No es justo-gemí, negando con la cabeza-. Tengo lo que me merezco.
               -No digas eso-gimió Taïssa, chasqueando la lengua.
               -Es la verdad. Le he apartado de mi lado. He sido yo la que montó todo este lío. Y no debería lamentar la discusión que tuvimos, ni añorarlo, no después de lo que os dijo, pero…
               -Olvídate de lo que nos dijo-sentenció Momo, tajante, y Kendra levantó la cabeza y clavó los ojos en ella.
               -Amoke, tampoco me parece…
               -Sí, Kendra-insistió, desafiante-. Que se olvide. ¿No ves que lo está pasando muy mal? Que se olvide de lo que nos dijo-repitió, y me tomó de la mandíbula y me hizo mirarla-. Olvídate de lo que nos ha dicho. No ha sido nada, de verdad. Todo se ha salido de madre. No nos dijo nada que nosotras no supiéramos-miró a Kendra y Taïssa alternativamente, retándolas a decir algo-. Fue sincero con nosotras. Nos demostró que le importas. Le importas, Saab. Puede que las formas no fueran las mejores, pero… por el amor de tu vida, estoy dispuesta a aguantar unos cuantos gritos.
               La miré desde abajo, el torrente de mis lágrimas menos violento ahora. Momo sonrió, me las limpió con los pulgares y me dio un beso en la frente, de la misma forma en que lo hacía Alec. Nadie podía darme ningún mimo sin que yo no lo relacionara con la forma en que lo hacía Alec. No había absolutamente nada que pudiera hacer con otras personas que no hubiera hecho con él, y eso que sólo le había tenido un par de meses.
               Cuando vio que me tranquilizaba, Momo volvió a su sitio y hundió un dedo en el sirope de su gofre. Se lo llevó a los labios y examinó mi expresión antes de decir:
               -Tenemos que pensar una estrategia mejor para volver a juntaros.
               -Se acabó, Momo. No hay estrategias posibles. Tú viste su expresión cuando salí del baño.
               -Fue una idea un pelín mala, eso de ir a chupársela a Peter para darle celos a Alec-comentó Taïssa, negando con la cabeza.
               -Pero surtió efecto, ¿no? ¡Consiguió una respuesta de él! ¡Eso era lo que queríais, ¿no?! ¡Arrancarle una respuesta!-intervino Kendra.
               -¡Yo no quería que se marchara! Yo sólo quería… quería…
               -Volverlo loco de celos-aportó Momo.
               -Sí.
               -Despertar su lado animal.
               -Sí.
               -Activar su lado machote y obligarlo a ir a por ti.
               -Sí.
               -Y darte un beso de esos de película de mayores-aportó Taïssa, y yo asentí.
               -Sí.
               -Contra la pared-sonrió Kendra.
               -Me habría gustado.
               Empezaba a sentir calor.
               -Y luego, que te llevara al cuarto del sofá-sonrió Amoke, maligna.
               -Y que te arrancara la ropa-añadió Taïssa.
               -Y que te hiciera mujer como sólo él sabe-puntualizó Kendra.
               -Que te hiciera gritar.
               -Como una perra.
               -La más perra.
               -Tanto que no pudieras mirarlo a la cara al día siguiente.
               -O que no pudieras andar con las piernas juntas en una semana.
               -O que directamente no pudieras hablar en un mes.
               -O…
               -Chicas, ¡chicas!-protesté, y mis amigas rieron-. Vale, sí, quería todo eso, pero el tema es que no resultó. Y por eso estáis aquí.
               -No. Estamos aquí por ti. Y porque te tenemos que echar la bronca-sentenció Momo, poniendo las manos cruzadas sobre la mesa-. Ken y Taïs no lo sabían, pero yo sí. Y vine al parque con ellas para asegurarme de que el mensaje llegue hasta ti con claridad. No está bien que utilices a Hugo.
               -No-corearon Kendra y Taïssa, negando con la cabeza.
               -Si darle celos a Alec lo ha alejado de ti, está claro que irte con otro chico no hará más que distanciaros todavía más.
               -No he utilizado a Hugo. Sólo… me sentía sola.
               -No le has utilizado estrictamente hablando, pero a la vez sí, un poco. Y tú lo sabes.
               -Si de verdad te duele, deberías hablarlo con él-murmuró Taïssa, y yo negué con la cabeza.
               -Él no querrá escucharme. Ya no.
               -Por favor-Kendra puso los ojos en blanco-. Es Alec Whitelaw. Estoy segura de que su apellido significa “pagaría por ir a un concierto de pedos de Sabrae” en latín.
               Me quedé mirando a Kendra.
               -No creo que el latín funcione así-solté, y luego me empecé a reír, y mis amigas se dedicaron sonrisas satisfechas. Estaba bien. Más o menos. Empezaba a encauzarme.
               -Mira, Saab, creo que el problema de todo esto es que quieres hablar con él, pero a la vez no quieres ser tú la que dé el primer paso, ¿sabes a qué me refiero?
               -Bueno, ¿y por qué debería ser ella quien diera el primer paso? Él no es inocente en todo esto. Le dijo cosas horribles durante su discusión. La llamó zorra. Debería pedirle perdón por ello.
               -Kendra, tía, ¿me haces un favor? Cierra la boca, que cada vez que la abres, sube el pan, y la Unión Europea amenaza con echarnos-sentenció Momo. Kendra no volvió a abrir la boca durante toda la conversación más que para añadir puntuales “verdad”, “tienes razón”, y “cierto”. Para cuando me marché del parque, tenía las cosas un poco más claras que cuando me desperté aquella mañana.
               No estaba mal que me distrajera. De hecho, era lo más recomendable, dado que me había inducido a mí misma a una espiral de autodestrucción que me hacía no reconocerme cuando me miraba al espejo. Estaba descontrolada, metafórica y casi literalmente hablando también.
               El principal problema era que Alec tenía aún cierto poder sobre mí, un poder que parecía que ningún chico iba a poder arrebatarle, porque ningún chico se encontraba a su altura. No es que el sexo con Hugo hubiera sido siempre de lujo, pero creo que, salvo mi primera vez, ninguna ocasión en que hubiéramos mantenido relaciones había sido tan poco satisfactoria para mí.
               Pero todavía quedaba alguien en quien podía confiar para rescatarme, la misma persona que le había quitado ese poder a Alec.
               Además, si él podía disfrutar de los placeres del sexo sin mí, ¿por qué no podía hacerlo yo sin él? El problema de todo era que estábamos desequilibrados, y necesitaba encontrar de nuevo aquel equilibrio perdido.
               Es por eso que entré en tromba en mi casa y fui derecha al comedor, donde mis padres estaban tomando un café, charlando y mirando cómo Shasha y Duna jugaban en el jardín. Ambos se volvieron hacia mí cuando me escucharon llegar.
               -Hola, cariño-canturreó mamá, que parecía feliz de verme más animada, y papá me dedicó una radiante sonrisa-. ¿Qué tal las chicas?-añadió-, pero yo no estaba para historias. Me había armado de valor, y no podía arriesgarme a perderlo en charlas insustanciales.
               Ahora que había dado con un método de distracción infalible, patentado por el mismísimo Alec, no podía perder ni un segundo. No sólo porque quería sentir por fin la relajación propia del momento después de que tu cuerpo se abandone a un orgasmo, sino porque tampoco quería perder un ápice de determinación.
               -Mamá, papá… quiero un consolador-solté sin rodeos, porque ir dando vueltas y más vueltas no era mi estilo. En mi familia, todos éramos directos, y nos decíamos la verdad a la cara si sabíamos que no nos haría daño. Y a mis padres no les haría daño mi petición: al fin y al cabo, ya sabían que yo no era virgen, y éramos muy abiertos en el tema del sexo.
               Por eso se lo dije de aquella forma, porque pensé que se lo tomarían como algo natural. Lo que no me esperaba era la estupefacción con la que reaccionaron. Papá estaba dando un sorbo de su café cuando yo me incliné sobre la silla, probablemente para dar una respuesta dramática a la intervención magistral que sus conocimientos de profesor de Literatura le habían hecho saber que se avecinaba.
               Supongo que se esperaba que les dijera algo así como que me apetecía probar una nueva corriente del islam, o que había decidido alterar el orden de cocina de la noche y ser yo quien se ocupara de la cena; puede que incluso quisiera hacerles una oferta que no podrían rechazar referente a una web de entretenimiento en línea de lanzamiento reciente.
               Lo último que se la habría pasado por la cabeza a papá, tomando tranquilamente su café, era que yo le pidiera un juguete sexual.
               Mientras mamá se quedaba a cuadros y el color huía momentáneamente de su rostro como estaba segura de que jamás le había ocurrido ante ningún tribunal, papá tosió, atragantándose con el café. Mamá se volvió hacia él, le dio unas palmaditas en la espalda, y abrió aún más los ojos, presa de un terror absoluto, cuando papá se levantó, dejando a duras penas su taza sobre el platito.
               -Me acabo de acordar.
               -Adónde vas-urgió mamá, aterrorizada, viendo que su marido la abandonaba cuando ella más lo necesitaba. Intentó agarrarlo de la manga de su chaqueta, pero papá se le escurrió-. No me dejes sola-jadeó por lo bajo-, no me dejes sola…
               -Tengo que hacer… cosas… de hombres-soltó papá, recogiendo rápidamente su móvil de encima de la mesa. No quería enterarse de la conversación ni de casualidad, y el móvil era un dispositivo de grabación y escucha peligroso-. De hombres músicos. Nos vemos.
               -Zayn-suplicó mamá, tratando de engancharlo y fracasando estrepitosamente en el intento-. Zayn, no me dejes sola, no me de… Zayn. Zayn, Zayn.
                Esperaba que papá no abandonara a mamá con tanta facilidad cuando ella realmente lo necesitara. Su reacción había sido desmesurada, en mi opinión, ¡pero si me habían hecho un croquis de mi aparato reproductor, por el amor de Dios! ¡Incluso me habían explicado cómo masturbarme correctamente! ¿No se suponía que mis padres tenían que continuar con su línea de enseñarme a disfrutar de mi cuerpo y alcanzar el placer que se albergaba dentro de él?
               Mamá apoyó los codos en la mesa, cerró los ojos, entrelazó las manos y las apoyó sobre su frente, frotándoselas con nerviosismo. No sabía muy bien cómo proceder a continuación, así que me quedé callada por precaución. Sinceramente, lo que les había pedido tampoco era algo tan raro. Es decir; sí, vale, la gente normal no habla tan abiertamente de sexo con sus padres, y a ninguna de mis amigas se le ocurriría irle a su madre con el cuento de que quería un consolador, pero… mamá y yo teníamos una relación especial. Papá y yo, más de lo mismo. Él había sido quien me había comprado mi primera compresa y me había explicado cómo usarla. El sexo era algo natural. Ellos me lo habían enseñado.
               Masturbarse era algo natural. Ellos me lo habían enseñado. ¿Por qué ahora flipaban porque yo quisiera hacerlo con algo más que con mis manos?
               Mamá abrió los ojos, me miró a través de sus pestañas infinitas, y tragó saliva. Tiró de la silla hacia delante para sentarse más pegada a la mesa, y me hizo un gesto.
               -Siéntate, Sabrae.
               Obedecí sin rechistar, incluso me obligué a cruzar las piernas para transmitir tranquilidad.
               -Vale. Eh…-mamá se rascó la cabeza y se mordió el labio. Balanceó las manos adelante y atrás, con los ojos fijos en ellas, hasta que por fin reunió el valor suficiente como para enfrentarse a mi mirada-. Bueno. Esto… ¿podrías... eh… justificar un poco tu… petición?
               Contuve un estremecimiento justo a tiempo, porque no me gustaba la palabra que había utilizado. Sonaba a negativa velada.
               -Verás, el caso es que he estado pensando y… una de las cosas que más echo de Alec es el sexo-empecé, y mamá asintió con la cabeza-. Es decir, no he estado con nadie que me haya hecho disfrutar como lo hacía él, y dado que llevo varios días anímicamente mal (aunque he mejorado ahora que mis amigas y yo tenemos buena relación otra vez), he pensado que me ayudaría un poco… probar cosas nuevas. Cosas que sé que me gustarán. Creo que una parte de mi tristeza se debe a que me siento… aislada. Dependiente de él para alcanzar el placer. ¿Entiendes lo que te quiero decir?-pregunté, y mamá asintió-. Es como… que le echo de menos no sólo a él, sino a su…-me mordí el labio antes de decir “forma de follar” o algún sucedáneo. Mamá se frotó la cara.
               -Dime que no ibas a decir “polla”.
               -No-zanjé rápidamente, y mamá asintió con la cabeza y se escurrió en el asiento, dejando las manos extendidas sobre la mesa, los pulgares agarrando el borde.
               -Vale.
               -Es decir… sí y no. Echo de menos eso de él, pero también a él entero, y… bueno, voy un poco a ciegas en toda esta discusión. Necesito algo que me anime.
               -¿Y un consolador va a hacerlo, Sabrae? ¿Es eso todo lo que necesitas para solucionar tus problemas?-preguntó en tono incrédulo, y yo me mordí el labio inferior. No, no era lo que necesitaba para resolver mis problemas. Necesitaba a Alec, o aprender a vivir sin él. Necesitaba encontrar una manera de lidiar con mi duelo emocional. Necesitaba volver a sentir lo que había sentido antes de estar con él, cuando tenía una vida plena y satisfactoria, cuando el sexo me gustaba, cuando era dueña y señora de mi cuerpo y de mi mente, y no actuaba por impulsos que podían hacerle daño a la gente.
               -No es la solución, pero… creo que es un paso en la dirección correcta. No; no lo creo: estoy segura. Lo es.
               Mamá se masajeó el puente de la nariz e irguió la espalda. Me sentí tremendamente distanciada de ella; apenas quedaba nada de las dos mujeres, una incipiente, la otra hecha y derecha, que habíamos sido al comienzo del fin de semana, cuando estaba segura de que no volvería a casa sola, y mamá nos había pillado con los vasos cargados de líquido naranja bien alto.
               -¿Qué celebráis, chicas?-preguntó, y yo, alentada por el saberme invencible, segura como estaba de que mi cuerpo y los celos bastarían para que Alec volviera a mí, espeté:
               -Porque los chicos son basura.
               A lo que mamá había contestado riéndose, sacando una copa, sirviéndose champán y bebiéndoselo de un trago tras alzar la copia hacia nosotras. Shasha estalló en una carcajada.
               -¡Mamá! Estás casada.
               Y ella, ni corta ni perezosa, volvió a llenarse la copa, esta vez a rebosar, y se la acabó incluso más rápido que antes.
               A mamá le había parecido divertida entonces, vestida con mi bralette blanco, mis rizos sueltos, segura de mí misma. Qué diferente era ahora que me había vuelto una decepción.
               -Creo que eres un poco joven para ello-musitó mamá en el tono más cuidadoso que pudo. Sabía que mis sentimientos estaban aún demasiado heridos, pero pretendía ser firme. Era una chiquilla que trataba de descarriarse, era su hija, y debía meterme en vereda, cuidadosa pero rápidamente, antes de que me alejara demasiado del camino que ella había creado para mí.
               Ansiando demostrarle que se equivocaba y que mi decisión era fruto de una profunda reflexión (bueno, vale, puede que me estuviera precipitando, pero había puesto las cartas sobre la mesa y si las retiraba entonces no haría más que darle motivos para creer que era una caprichosa), me eché el pelo hacia atrás, en un gesto muy parecido al que hacía Alec (ouch), y, en el tono más maduro que pude, le recordé:
               -Mamá, soy sexualmente activa.
               -Ya lo sé, Sabrae-respondió ella-, pero… a ver. Una cosa es que te acuestes con chicos porque eso forma parte de las dinámicas de las relaciones ahora, y otra muy diferente comprarte juguetes sexuales. Es decir… tienes 14 años-me recordó, y yo contuve las ganas de poner los ojos en blanco-. Me parece bien que satisfagas ciertas necesidades porque eso es parte de descubrir tu cuerpo, tu sexualidad, y madurar…
               -También descubro mi cuerpo, mi sexualidad y mi madurez empezando a utilizar juguetes sexuales. No tienen nada de malo.
               -Y yo no he dicho lo contrario. Sabes que yo los utilizo, pero yo soy una mujer adulta. La cuestión es que no me parece que estés todavía en edad de tener juguetes sexuales, ¿me entiendes? Una cosa es algo que puedas disfrutar con tu pareja por añadirle un aliciente o porque os apetezca experimentar a ambos, o que tengas relaciones seguras con chicos, pero tener juguetes me parece de más mayores. ¿Comprendes?
               -Yo soy mayor para mi edad. Todo el mundo dice que soy madura para mi edad, incluida tú, mamá-constaté, dialogante. No podía perder los nervios. Si los perdía, ganaría ella.
               -Lo sé, cariño, pero introducir ese elemento ahora en la ecuación podría traer consecuencias de las que quiero huir a toda costa.
               -¿Por ejemplo?
               -Por ejemplo, que te vuelvas adicta.
               -¿Te preocupa que me vuelva adicta a los consoladores, pero no que lo haga a los chicos? Los chicos pueden dejarme embarazada, mamá. Y contagiarme enfermedades de transmisión sexual.
               -No a los consoladores. Al porno-soltó, y yo noté cómo me subía el calor a las mejillas. No había pensado en el porno.
               Pero decidí que no importaba. Aquello estaba más allá de mi límite, muy lejos de mis principios. No lo consumiría jamás, y ella lo sabía. Literatura erótica, quizá, pero, ¿porno? Ni de broma.
               -Sabes que no…
               -Sé que no es tu intención ahora, Sabrae, pero con estas cosas hay que ir despacio. Prefiero permitirte que mantengas relaciones con chicos porque así me aseguro de que me lo cuentes, y de que si tienes un problema no dudes en hablarlo conmigo y así podamos encontrar una solución entre las dos. Pero, ¿te crees que no sé de dónde viene esto? Yo también tuve tu edad. Yo también quise esforzarme por madurar antes. Y yo tuve muchísima suerte, y me salió bien, pero igual que yo tuve buena suerte, tú puedes tenerla mala y que las cosas se te vayan de las manos. En temas de sexo, es muy fácil que las cosas se te vayan de las manos.
               Mamá me cogió las manos y me acarició los nudillos.
               -Comprarte un consolador, o un vibrador, o sucedáneos, sería darte más posibilidades para que trataras de cambiarte. Si me dijeras que te apetece probarlo porque sientes curiosidad, no tendría reparos en permitírtelo, mi amor-me acarició la cara-. Pero veo en tus ojos que sientes que lo necesitas. Y yo sería una madre pésima si te lo diera para que tú suplieras algo que piensas que te falta, cuando en realidad no es así.
               Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas. Retiré las manos y aparté la vista. La clavé en mis hermanas, que continuaban jugando sin saber a qué me estaba enfrentando yo. Ojalá nunca encontraran a nadie que fuera capaz de romperles el corazón y de hacerles dudar de sí mismas.
               -Sé sincera, mi niña. ¿Por qué lo quieres?
               Sacudí la cabeza y mamá me acarició el brazo. Le puse una mano encima de la suya y tragué saliva, notando cómo el nudo en mi garganta se apretaba más y más.
               -No quiero hacerle daño a nadie más.
               -¿A quién le has hecho daño?
               -A Hugo. Me he acostado con él esta noche. Todo porque siento…-se me quebró la voz y sorbí por la nariz.
               -¿Qué?-me animó mamá en tono dulce, y yo jadeé.
               -Porque siento que ya no puedo sentir lo mismo estando sola. Dependo de los chicos para sentir placer.
               -Y no dependes.
               -Bueno, no de todos. De Alec. Dependo de Alec. Y no quiero depender de él. No, ahora que él me odia.
               -Él no te odia. ¿Cómo podría hacerlo? Con el amor que había en sus ojos cada vez que te miraba la última vez que os vi juntos…
               -Le he puesto celoso. Le he hecho creer que estoy siguiendo con mi vida como si nada hubiera pasado. He bailado con chicos, incluso me he besado con algunos cuantos, todo porque quería que él… bueno, que viniera a por mí y me recordara que el único que puede hacerme disfrutar es él-al ver la expresión de mamá, me apresuré a añadir-: sé que es una idea horrible, muy sexista, pero no puedo evitarlo. Prefería que se volviera un machito a que continuara siendo tan indiferente.
               -Él no es el único que puede hacerte disfrutar, Sabrae. Contigo te bastas y te sobras.
               Le sonreí con tristeza y ella me dio un beso en la punta de la nariz.
               -Además… creo que estás haciendo un mundo de todo esto. Aunque es normal, también te voy a decir. Eres joven, es tu primera relación seria...
               -Ya he tenido una relación más seria antes. Hugo fue mi novio, ¿recuerdas?
               Mamá inclinó la cabeza y me atravesó con la mirada como diciendo “ay, esta niña”.
               -Si que lo tuyo con Hugo fue más serio que lo tuyo con Alec es lo que te dices por las noches para consolarte… allá tú-solté una risita y mamá me sonrió-. Lo que te estaba diciendo: es perfectamente normal que pienses que se te está cayendo el cielo encima, y que las cosas con Alec no van a arreglarse, pero piensa en la cantidad de broncas que tiene todo el mundo a lo largo del día. ¿Sabes la cantidad de veces que me he peleado con tu padre? Veces en las que incluso pensé que ya no podríamos seguir adelante. Y lo hicimos. No hay que dejarse llevar por la desesperación, cariño.
               -Pero tú no le has hecho nada a papá como lo que yo le he hecho a Alec. Le he hecho creer que me he enrollado con otro en el baño de los chicos. Si vieras cómo me miró cuando salí…
               -¿Y te sientes orgullosa de ello?
               -No. Por supuesto que no. ¡No! No quiero hacerle daño. No así. No sé por qué lo hice.
               -Por la misma razón por la que no quiero darte un consolador ahora. Porque te sientes perdida, y eres impulsiva, y no hay nada peor que una persona impulsiva que se siente perdida.
               -Le he perdido, mamá. Esta vez, de verdad. Jamás me había mirado como lo hizo la otra noche. He hecho que no signifique nada para él.
               -Si no significas nada, ¿por qué no se quedó? A mí no me importan las mujeres con las que tu padre trabaja. Y eso que muchas veces incluso se morrea con ellas en sus vídeos-mamá puso los ojos en blanco yo me obligué a sonreír-. ¿Y sabes por qué? Porque sé que a tu padre le dan igual. Sólo tiene ojos para mí. Pues con Alec, pasa lo mismo. Si le dieras igual, se habría quedado a ver cómo bailabas con otros, ¿no? Se habría quedado a ver cómo te liabas con ellos. No le habrías molestado más de lo que te molestan dos desconocidos besándose en el aeropuerto. ¿Por qué te infravaloras tanto?-me cogió las manos-. Vales tu peso en oro, cariño. Deja de decirte a ti misma que nadie te escogería entre la multitud-clavó sus ojos castaños, dorados y verdes en mí, y sentí que nadaba en mi alma, y que descubría todos mis secretos-. Desde tu sexto día en el mundo, no han parado de elegirte. Scott te eligió. Papá te eligió. Yo te elegí. Alec te elegirá-me apartó un mechón de pelo del rostro y me lo colocó tras la oreja-. Sólo tienes que hacer tu magia, y él te elegirá por encima de su ego, y todo volverá a ser como antes.
               -No sé cómo hacer esa magia, mamá.
               -Es fácil. Sólo tienes que elegirle a él por encima de tu propio ego. Tienes que volver a ser tú misma. Eso es lo que le atrajo de ti. Lo que nos atrajo a todos. Y luego… es cuestión de tiempo.
               Me la quedé mirando. Sé tú misma. Es lo que le atrajo de ti.
               Claro. ¡Claro!
               Alec no se había marchado porque se hubiera dado por vencido. Se había marchado porque no soportaba cómo me traicionaba a mí misma, vendiendo mis principios al mejor postor: jamás le había hecho daño a Hugo cuando rompimos porque él me importaba. ¿Por qué me  esforzaba en hacérselo a Alec?
               No era propio de mí. Yo no era una mala persona. Y me había comportado como una mala pécora delante de él, sólo porque quería ponerlo celoso, sólo porque quería recordarle que había metido la pata, cuando siempre había sido indulgente. Siempre había sido comprensiva.
               -Debería pedirle perdón-musité en el mismo tono de sorpresa que llena las comedias románticas tras una gran revelación, y mamá sonrió-. Mamá, ¡eres un genio!
               -¿A qué ese tono de sorpresa? Tengo dos másteres y un doctorado. Fui la primera de mi promoción en Oxford. Es hora de que en esta casa me deis un voto de confianza.
                Sonreí, le di un beso en la mejilla y troté escaleras arriba, decidida a pensar con cuidado mi siguiente movimiento.
                Tenía que hablar con Alec, pero primero tenía que hacerme con toda la valentía posible. Y el hecho de que me hubiera marchado con Hugo se debía a que ya la estaba buscando incluso cuando yo no lo sabía. Me había estado minusvalorando desde que discutí con él: me había dicho que él no querría tener nada que ver conmigo después de todo lo que había pasado, me había comparado con sus ligues y siempre había llegado a la conclusión de que había sido afortunada de que posara sus ojos en mí. De que me deseara. Y no. Jolín, ¡no! Yo era valiosa ya de por mí. Había hecho muy mal olvidándolo. Alec no me había hecho ningún favor fijándose en mí, sino que había actuado conforme a las normas de la lógica más estricta. Yo era guapa, inteligente, y podía ser sexy. Bailaba muy bien, besaba genial, lo hacía estupendamente, y reflexionaba incluso mejor. Me había comportado como una tonta.
                Por suerte, mamá y Momo estaban allí para dispersar las nubes que habían oscurecido mi juicio. Me merecía cariño. Me merecía que me valoraran. Y Alec lo hacía. Así que me lo merecía a él.
                Por lo menos, había plantado la semilla. Ahora, sólo necesitaba regarla.
                Tenía que quererme a mí misma de nuevo. No debía buscar ese amor en otras personas, como había hecho con Hugo. No estaba bien. Había ido a buscarlo porque necesitaba un nuevo deseo, necesitaba que mi cuerpo de nuevo se estremeciera y me recordara las maravillas que había en mi interior, la luz en que podía brillar mi alma.
                El sexo me había acercado a Alec. Lo había buscado con otro chico porque le echaba de menos, necesitaba sentirme cerca de alguien.
                Y también, en cierto sentido, me había acercado a mí misma. Puede que por eso Alec buscara a otras chicas con las que mantener relaciones cuando las cosas se torcían y las voces de su cabeza empezaban a emponzoñarle el pensamiento.
               Y la discusión no sólo me había alejado de Alec: también me había alejado de mí misma. Tras decir cosas que no sentía y proferir ataques rastreros a los que jamás recurriría de ser yo al cien por cien, me había visto tan asqueada por cómo había reaccionado con Alec que me había alejado de aquella versión rabiosa de mí. Y lo había hecho tanto que me había convertido en la chica de mi reflejo en el espejo. Ahora, me tocaba desandar el camino andado.
               Así que lo primero era lo primero: borraría mis historias de Instagram, la primera arma que había utilizado contra Alec. Apenas lo había sacado en ellas a pesar de que eran importantes para mí y me gustaba mucho compartir mi vida, y creo que él había ansiado ir cobrando protagonismo. No había sido así con los chicos con los que había estado: incluso cuando sólo intercambiábamos un par de palabras, me aseguraba de que quedaran registradas para hacerle el mayor daño posible.
               Toqué el icono de la aplicación, esperé pacientemente a que cargaran los círculos de la parte superior mientras me mordisqueaba la uña… y me quedé helada al ver uno en particular.
               Uno de un perfil que había visitado tanto los últimos días que me aparecía el primero.
               Alec.
               Temiendo lo que me iba a encontrar, pero sin poder dejar de entrar en la trampa de todos modos, toqué su foto. El corazón se me encogió mientras una rueda blanca me indicaba el estado de carga de la historia.
               Era un vídeo corto, un boomerang de apenas unos segundos, que me hizo más daño que una película de miedo de varias horas de duración.
               En el vídeo, Bey aparecía con su eterna melena afro al viento, bailando con cada movimiento de su cabeza. Bey sonreía mientras se daba la vuelta, se giraba y le pasaba una pierna por encima a Alec.
               Bey no llevaba pantalones.
               Los llevaba Alec.
               Alec no llevaba camiseta.
               La llevaba Bey.
               El vídeo apenas llevaba unas horas colgado, pero para mí fue más que suficiente para captar el mensaje. Alec tenía quien lo consolara; no me necesitaba a mí. ¿Me echaba de menos? Era posible. Probable. Quizá incluso evidente.
               ¿Implicaba eso que las cosas volverían a ser como antes? No. Que eches de menos a una persona no significa que estés dispuesto a perdonarla. Ni a volver con ella a toda costa.
               Lancé el móvil bien lejos y me hice un ovillo. Creía que ya no me quedarían lágrimas que llorar, pero hasta con eso estaba presta a sorprenderme. No escuché cuando llamaron a la puerta, ni tampoco cuando Scott la abrió e hizo bailar un cuenco con cereales, yogur y rodajas de plátano frente a mi puerta.
               Sólo supe que estaba conmigo en la habitación cuando noté el peso de su cuerpo hundir mi colchón y sus dedos recorrieron mi rostro en una suave caricia. Me giré para pegarme a su cuerpo, y cuando me quise dar cuenta me había convertido en un cinturón gigante. Scott sonrió, me dio palmaditas en la cabeza y me dejó hacer, paciente.
               -No pensé que te fastidiara tanto que utilizara el bol verde para traerte los cereales, Saab. La próxima vez, cogeré el blanco-bromeó, pero yo sorbí por la nariz.
               -Te tengo envidia.
               -¿Por mi perfil angelical y mi rostro arrebatador? No me extraña-Scott se pasó una mano por el pelo, se mordisqueó el piercing y se echó a reír.
               -No. Porque tú, por lo menos, no paras de pelearte con Eleanor-bueno, más bien ella discute contigo y tú te quedas ahí plantado. Shasha y yo los habíamos escuchado durante su última discusión, en el porche de casa. Shasha había comentado que Scott discutía muy mal para lo guapo que era, y yo había respondido con amargura que Alec lo hacía de cine-. Por lo menos te aseguras tenerla delante aunque sea sólo un poco. Debes de discutir mejor que yo, porque si no, no lo haríais tanto.
               Scott se quedó callado, meditando una respuesta.
               -O puede que mis argumentos no sean tan buenos como tú te piensas, y por eso Eleanor no pare de darme oportunidades para mejorarlos.
               -Te pareceré una gilipollas. Lo siento.
               -Estás triste. Y tienes razón. Últimamente no hago más que pelearme con Eleanor. Incluso mientras follamos-suspiró.
               -No la dejes escapar.
               -No tenía pensado, Saab.
               Nos quedamos en silencio y luego yo solté un quejido.
               -Me he convertido en el arquetipo de hermana pequeña cansina. O en el personaje femenino insoportable y llorón de las novelas del siglo XVIII.
               -Naciste siéndolo-espetó Scott, y yo lo miré-. Pero no te preocupes. Estoy programado  genéticamente para quererte. Otra cosa es que te tolere. O que compre tu novela.
               Me eché a reír.
               -Seguro que piensas que soy patética, llorando por uno de tus amigos que ni siquiera me echa de menos.
               -Hombre, un poco. Fundamentalmente, porque Max no me pregunta por ti-se encogió de hombros y se estiró para alcanzar el bol. Levanté la cabeza mientras él probaba una cucharada.
               -¿Qué?
               -Max. Lloras por él, ¿no? Olvídalo. Tiene novia. Está prácticamente casado.
               -No. ¿Por qué iba a llorar por Max? Max no me interesa. Alec, sí. Lloro por él.
               -Ah. Es que como has dicho que lloras por un amigo mío que no te echa de menos… y Alec lo hace. Me extrañaba un poco que me hablaras ahora de Max, pero bueno… como a las chicas no hay quien os entienda… os llamáis patéticas por hacer cosas por las que os morís que hagamos los chicos. No creo que lo seas. Creo que tienes sentimientos muy grandes, y eres tan pequeña que te están desbordando-jugueteó con un trozo de plátano y se lo llevó a la boca. Me tendió una cucharada bien cargada de plátano, cereales, y yogur, y asintió con aprobación cuando abrí la boca para dejar que me alimentara. Esperé a que continuara, porque estaba segura de que Scott no había acabado. Tenía una forma de hablar que te hacía saber cuándo había hecho una pausa dramática o cuándo había terminado definitivamente su disertación, como los libros que saben terminar en un final abierto y sin embargo no te dejan lugar a dudas de que no habrá segunda parte. No en vano había nacido el Día del Libro-. Y cuidado con el doble rasero, Saab. A las chicas os mola que lloremos por vosotras. Que lloremos mucho. Como bebés-chasqueó la lengua-. ¿Por qué piensas que a nosotros no? Eso es machista.
               Y clavó en mí una mirada que enmarcaba una sonrisa autosuficiente. Scott no solía cazarme con una actitud machista. Mamá, sí. Scott, no.
               -A las chicas no nos gusta que los chicos lloréis por nosotras. Nos gusta que demostréis vuestros sentimientos.
               Y que perdonéis. Y que no metáis la polla en el primer agujero que se os ponga por delante. Que nos hagáis sentir especiales.
               -¿No os gusta vernos llorar? Vaya. Entonces, mi cuenco, la peli triste, triste, que tengo preparada en el ordenador, y yo, nos vamos con la música a otra parte-se levantó de la cama y se subió la capucha de la sudadera, ocultándose tras ella-. Te dejo aquí empapando tu almohada, donut gigante humano.
                -¿Qué peli habías preparado?
               Scott sonrió. No podía verlo, porque estaba de espaldas a mí, pero sé que sonrió.
               -¿Una de Ryan Gosling?
               Me miró por encima del hombro.
               -¿La La Land?
               -La La Land no es triste, triste.
               -En La La Land hay muchos primeros planos de Ryan Gosling, y la belleza de Ryan Gosling es triste. Tiene cara de cachorrito abandonado. 
               -¿Cancelo entonces mi cita con Emma Stone, sí o no?-preguntó, y yo me calcé las zapatillas, recogí mi móvil del suelo y lo seguí a su habitación. Me atiborré a yogur y cereales viendo la película, me permití llorar hasta cansarme, y lo más importante: me dije que, si Emma Stone y Ryan Gosling podían seguir adelante, yo también.
               Así que, mientras rodaban los créditos y Scott se acurrucaba a mi lado y me daba un beso en el hombro para echarse una siesta sobre mi cómodo y cálido cuerpecito, me obligué a avanzar a golpe de dedo sobre la pantalla.
               Fui eliminando todas las fotos que tenía con Alec, o de Alec, o que me había hecho él, del álbum de mi cámara.
               Una.
               A.
               Una.


No me di cuenta de que estaba navegando por las diferentes fases del duelo hasta que llegué la última. Puede que comparar lo que me había ocurrido con Alec con el dolor que asumía tu cuerpo al sufrir la pérdida de un ser querido fuera un poco exagerado, pero en mi interior, en cuanto descubrí que estaba en la etapa de la aceptación, consideré que la metáfora era válida. Alec no se había muerto físicamente, gracias a Dios, pero una parte de él sí que se había desvanecido. La parte de su personalidad que era cuando estaba yo.
               Lo peor de todo el viaje había sido precisamente ese desconocimiento, verme arrastrada de un lado a otro por mis emociones y no saber a qué atenerme. Nadie más que yo podía ayudarme a recorrer aquel camino, porque estaba sola, porque sólo yo había sufrido una pérdida. Las cosas se hacen más llevaderas cuando tienes con quién compartirlas, por eso yo había estado tan perdida y tan hundida.
               Por fin, había llegado a la fase de aceptación. Lo había hecho después de bailar entre la zona de la depresión y la de la negociación, saltando de un lado a otro según cambiara el viento. Fue en un breve momento de la fase de negociación con mi dolor cuando decidí empezar a avanzar de nuevo. Después de pasarme casi una hora mirando la conversación de Alec en Telegram, riéndome de sus gracias y lamentándome de que los comentarios bonitos y sentidos no fueran a repetirse, y con el corazón dándome vuelcos cada vez que él se conectaba (en intervalos inferiores a cuatro minutos), decidí poner punto y final. No me metería a mí misma el dedo en la llaga.
               Mi mente era el peor sitio en el que podía vivir en ese momento. Cada vez que debajo del nombre de Alec aparecía una frase azul compuesta de dos palabras, “en línea”, mi corazón me decía que podía estar comprobando que yo no le había enviado ningún mensaje, que la conexión que nos unía era tan fuerte que él intuía que yo había puesto la mano al otro lado del cristal. Pero mi cerebro, mucho más poderoso y también más cruel, me recordaba una y otra vez el vídeo inédito de Bey, en el que le pasaba una pierna desnuda por encima de la suya y se la acariciaba con el pie suavemente por debajo de la rodilla mientras esperaban a que se terminara la intro de una serie.
               No se conectaba para ver si le había enviado un mensaje. Se conectaba porque estaba hablando con ella. Puede que intercambiándose fotos subidas de tono. Puede que haciendo sexting. Cosas que no había hecho conmigo, y que sí, que ahora compartía con otra chica. Una que se lo merecía, una que lo conocía, una que lo aceptaba y que no intentaba cambiarlo. Una a la que no podían convencerlo de que él no merecía la pena, porque llevaba enamorada de él más tiempo que yo. La primera chica de la que Alec se había enamorado.
               Así que, actuando con una madurez que me sorprendió incluso a mí, decidí eliminar toda tentación y quitarme mi última conexión con respecto a él. Así ya no podría ver ni cuándo se conectaba, ni con qué frecuencia lo hacía. Podría bucear en el arrecife de mis recuerdos bombeándome oxígeno a los pulmones con la conversación con él, pero no podría engancharme con nada ni meterme en una gruta submarina.
               Mi corazón me decía que estaba exagerando, que no pasaba nada, que Bey era sincera cuando vino a verme y a pedirme que reconsiderara mi postura con Alec. Que le caía bien, incluso me tenía cariño, y no se metería entre nosotros por muy separados que estuviéramos, incluso si no había un “nosotros”. Pero mi cerebro me susurraba que no fuera estúpida, y que me alejara de él, ya que él no tenía intención de acercarse a mí, aunque fuera sólo para discutir, como hacían Eleanor y Scott. Puede que Alec no se acostara con Bey, pero quería hacerme daño con aquella historia igual que yo lo había buscado con las mías. Y era imposible que no se hubiera acostado con nadie después de verme salir del baño.
               Era mejor así.
               Y así fue como salté de la etapa de la negociación a la de la aceptación directamente, sin pasar de nuevo por la de la depresión. Además, no podía permitirme hacerme una bola y seguir llorando más. Mi hermano me necesitaba. Le habían expulsado del instituto porque, al parecer, habían conseguido un vídeo suyo saliendo del edificio la noche en que entró a liberar a los tíos a los que les habían pegado una paliza. Scott se había negado a dar los nombres de quienes les habían ayudado, renunciando así a una expulsión de una semana y granjeándose una a perpetuidad. Mi hermano no podría graduarse en mi instituto. Había perdido un curso. Tendría que matricularse al año siguiente en algún otro de la zona, puede que uno completamente privado, en el que no les importara su manchurrón en el expediente, pero eso no era lo peor. Ese manchurrón en el expediente no sólo le hacía tener que enfrentarse a meses y meses de espera, sino que también le había cerrado la puerta de las mejores universidades del país, puede que incluso del mundo.
               Scott Malik, rey de reyes, obligado a irse a universidades mediocres, a estudiar carreras mediocres, todo por haber defendido a su novia. No era justo.
               Como tampoco lo era que Tommy le abandonara precisamente en el momento en mi hermano más le necesitaba. Habían tenido una discusión horrible la tarde en que expulsaron a mi hermano, discusión en la que terminó contándole la verdad. Él era el novio misterioso de Eleanor, el que la hacía llorar, el que la tenía al límite en todo momento. Eleanor era la chica que le estaba haciendo sufrir, que le había apagado la sonrisa. Lo habían dejado hacía un día, pero daba lo mismo: igual que la onda expansiva del impacto de un meteorito alcanza la otra punta del mundo, la relación de Scott con Eleanor hizo que los cimientos de su amistad con Tommy se tambalearan. Tommy incluso le dio un puñetazo, cosa que nadie habría creído posible. Y se marchó. Y no se hablaban.
               Así que era hora de superar a Alec ya, no sólo por mí, sino también por Scott. Tenía todo el día metido en casa para lamentarse y, aunque había recuperado a Eleanor, con ella no le era suficiente. Tommy era tan necesario en su vida como el oxígeno que respiraba. Sin él, se moriría. Y Shasha, Duna y yo estábamos haciéndole de mascarillas, intentando alargar su resistencia hasta que todo se arreglara.
               Si algo había decidido cuando borré las fotos de Alec y más tarde decidí quitarme la conexión, era que no dejaría que mis sentimientos me destruyeran. Me entregaría a ellos, no lucharía contra ellos, lloraría cuando estuviera triste y sonreiría cuando me notara mejorar. Intentaría volver a surfear, pero no invocaría las mareas.
               Apechugaría con lo hecho. Miraría hacia delante. Aprovecharía las ocasiones que se me presentaran para pasar página.
               Pero, oh, toda aquella teoría era muy fácil de recitar mentalmente, pero muy difícil de poner en práctica. Porque Alec, como buen amigo que era, estaba ahí para Scott. Y con ahí, me refiero a mi casa. Dado que mi hermano no quería salir, eran sus amigos quienes venían a visitarlo. Y yo no podía resistir la tentación de meterme en mi cuarto, sentarme en la cama y escuchar la voz de Alec amortiguada a través de la pared, intentando hacer reír a S.
               Me permitía echarle de menos. Era normal. Lo natural. Habíamos compartido muchísimas cosas, había aprendido muchísimo de él y también de mí misma. Se había convertido en una parte esencial de mi rutina, y ahora estaba descolocada. Necesitaba racionalizar mis sentimientos. Procesarlos. Y, para ello, debía permitirme sentirlos primero. De la misma forma que no puedes saber si algo es salado o dulce hasta que no lo pruebas, tampoco puedes catalogar un sentimiento de agradable o nostálgico hasta que no lo sientes empapándote.
               Al menos tenía el consuelo de que no era la única en casa que añoraba a Alec. Lo que en un principio me había molestado de Duna, su insistencia en invocarlo cuando yo hacía lo posible por fingir que no existía, comenzó a beneficiarme.
               La primera semana que Alec no se dejó caer por mi casa ni una sola vez, Duna se tomó como una misión personal el conseguir que llamara a la puerta. Como había traído cosas de Amazon con anterioridad, se había hecho con mi tarjeta de crédito y se había dedicado a pedir cosas completamente aleatorias (desde un peluche hasta un paquete de moldes de galleta) para asegurarse una visita de uno de nuestros chicos favoritos en el mundo. Incluso llegó a poner en las observaciones del tercer pedido que “por favor, venga Alec, el chico guapo y alto de pelo marrón que tan bueno es conmigo” a entregarnos el paquete. Duna lloró cuando vino otro chico, alto, guapo y de pelo marrón, que la trató bien a pesar de ser un impostor.
               -¿Por qué ya no viene, Sabrae?-me preguntó entre lágrimas de cocodrilo, agitando en el aire un disco de música clásica que había pedido porque era el primero que aparecía en las búsquedas de “amor”-. ¿Es que ha dejado el trabajo? ¿Se ha mudado a otro país?
               Yo le había quitado el disco y había subido a mi habitación, molesta con mi hermana. No necesitaba que me recordara lo que había pedido: yo misma lo hacía cada diez segundos.  Claro que, visto en retrospectiva, estaba siendo demasiado dura con ella. Siempre había sentido cierta debilidad por Alec, y él la había tratado como a una verdadera princesa. Era normal que se encariñara más aún con él dado lo mucho que se había dejado caer por casa (que yo lo había atraído a casa).
               Finalmente me había reconciliado en silencio con ella, y allí estábamos ahora, compartiendo el mismo sentimiento por un mismo chico, uno que no había sentido lo mismo por ambas. Duna entró en mi habitación con paso ligero, se subió a mi cama, se sentó en ella con los pies colgando y me cogió la mano.
               Lo peor de todo era estar allí sentada, intentando acostumbrarme a que un muro me separara del hombre que me había hecho sentir mujer por primera vez, y luego tantas veces, con su cercanía. Escuchando su voz y diciéndome que era una locura que entrara en la habitación de Scott porque necesitaba verlo. Cuando atravesaba los peores baches emocionales, era absolutamente horrible. Yo misma me hacía más daño del que Alec me infligía.
               Había desarrollado una obsesión enfermiza con pensar en las cosas que haría él mientras yo estaba en casa. Me sentaba en el sofá a pensar en él, y me decía que él no pensaba en mí porque seguro que estaba con otra chica. O con otras dos. O incluso con tres. Porque no nos engañemos; si Alec folla con las chicas de una en una es porque quiere, no porque no pueda hacerlo con varias a la vez.
               Estaba allí, sumida en mis pensamientos, con los dedos de Duna entre los míos, cuando de repente mi hermana se bajó de un salto de la cama y trotó hacia el pasillo. Lo atravesó como un rayo y yo me asomé a la puerta de mi habitación. La de Scott estaba abierta, y ya no había ruido proveniente de ella. Sus amigos se habían ido.
               Siguiendo un impulso del que luego me arrepentiría, estaba segura, salí de mi habitación, oculté mis manos en las mangas de mi sudadera de andar por casa, y me asomé al hueco de las escaleras en el momento en que Duna lanzaba una exclamación.
               -¡Alec!
               Me agazapé en el suelo, estudiando cómo él se volvía y la cogía al vuelo, con unos reflejos en los que siempre se podía confiar. Alec esbozó una sonrisa sincera: se alegraba de verdad de ver a Duna. Sentí que se me hundía un poco el corazón. Seguro que él no me dedicaría esa sonrisa a mí. Yo no me la merecía. Le había hecho daño.
               -Hola, guapísima.
               Duna se colgó de su cuello como un koala particularmente espabilado, inhaló el aroma que manaba de su pelo y cerró los ojos, ocultando el rostro en el hueco que sus hombros formaban contra su cuello.
               -Te echo de menos-musitó mi hermana en tono lastimero, y Alec cerró los ojos un momento, entregándose al abrazo. Le acarició la espalda (porque podía sujetar a mi hermana sólo con un brazo) y le dio un beso en la sien.
               -Y yo a ti, mi princesita.
               -¿Por qué has venido?-quiso saber Duna, seguramente para repetir lo que fuera que hubiera atraído a Alec a nuestra casa. Haría lo que fuera. Pagaría lo que fuera. Robaría las tarjetas que fuera necesario.
               -Scott está triste.
               -Yo también estoy triste-replicó Duna-. ¿Puedes venir más a menudo?
               -Te haré un huequecito en la agenda.
               Y entonces…
               -¿Puedes ampliarlo un poco? Sabrae también está triste-se me heló la sangre en las venas cuando dijo mi nombre. Alec no reaccionó. O no al principio, al menos. Como si la palabra que me definía fuera una bomba de efecto retardado, sus ojos tardaron un poco en acusar el golpe-. Y también te echa de menos. Puedes venir, estar un poco con Scott, otro poco conmigo, y otro poco con Sabrae. Desde que no vienes a verla, está muy triste.
               Y entonces, Alec levantó la mirada, como si supiera que yo estaba allí. Me puse en pie de un brinco y pegué la espalda a la pared, como un agente secreto al que casi pillan en plena base enemiga. Me latía el corazón en la boca. Me sudaban las manos y estaba hecha un flan, presa de unos escalofríos que me hacían vibrar.
               -No creo que yo pueda hacer nada ahora mismo que le haga bien a tu hermana, Dundun.
               -Tú puedes hacerlo todo-respondió mi hermana, en el mismo tono en que lo haría un cura la que empezaras a cantarle la canción de Ariana Grande que asegura que Dios es mujer.
               -No. Eso, no. Porque la culpa de que Saab lo esté pasando mal la tengo yo.
               Tomé aire y lo solté muy despacio. Había algo en aquella frase que hizo que mi progreso hasta la fase de aceptación del duelo peligrara.
               Mi nombre.
               No me había llamado Sabrae.
               Me había llamado Saab.
               Y creía haber escuchado cierto cariño en la forma en que pronunció mi diminutivo.
               -Te has hecho mayor-observó Duna, apoyando los codos en los hombros de Alec para alejarse un poco de él y así tener perspectiva. Alec alzó las cejas.
               -¿En serio? ¿Me notas más alto?
               -No. Te noto más tonto. Y los mayores os volvéis tontos.
               Alec se quedó a cuadros, sin saber qué decir. Sus ojos volvieron a la esquina donde por un momento me había visto, pero yo seguía oculta tras la pared, luchando por respirar. Duna le dio una palmada en el pecho para que la bajara, renunciando así a su contacto con él. Era su forma de ayudarme, su forma de decirle que se equivocaba. Que Duna renunciara a estar el mayor tiempo posible con Alec me hizo saber hasta qué punto me quería mi hermana. Ella lo adoraba; Duna no sabía muy bien aún lo que era la religión, pero el sentimiento de misticismo y de confianza ciega y absoluta que la embargaba cuando Alec entraba en escena era el mismo que nutría al islam, al cristianismo, al judaísmo. Se sentía protegida cerca de Alec de la misma forma que un creyente lo hacía cuando se enfrentaba a una desgracia de la que su deidad lo salvaría.
               Así me había sentido yo estando con él.
               Era el único que no le decía “cuánto pesas” cuando la cogía en brazos. No le recordaba que era una niña en crecimiento. Le dejaba ser como siempre había sido. Un alma. Sólo un alma. Un alma que tiene un cuerpo. De la misma manera que tener una casa no te convierte en ella, tu cuerpo no eras tú.
               Eso también me gustaba de él: no te recordaba de dónde venías, ni adónde ibas. Te tenía delante y con tu versión del presente le bastaba para quererte.
               Y lo echaba de menos. Muchísimo. Echaba de menos que me viera como yo realmente era, al margen de mis atributos físicos, al margen de mis miedos, de mis inseguridades, o con ellos incluidos. Echaba de menos mirarnos a los ojos y ver su esencia más pura, sin mácula, igual que él veía la mía.
               Entré en mi habitación y me senté en mi cama. Observé la pantalla del móvil, mi reflejo en el espejo negro, y buceé en mis ojos de la misma forma que lo hacía Alec. Me permití aceptar la verdad.
               Echaba de menos a Alec. Lo echaba de menos hasta el punto de que me echaba de menos también a mí misma. No había acabado sólo con la versión de él que era conmigo, sino también con mi versión cuando estaba con él. Y quería que las cosas volvieran a ser como antes. No tenía rencor, sólo añoranza. No tenía rabia, sólo decepción. No me enfurecían las cosas que nos habíamos dicho: me entristecía que nos hubiéramos gritado cosas horribles porque queríamos hacernos daño.
               Acaricié la pantalla del móvil con el pulgar. Desearía ser como las demás parejas, tener un millón de fotos juntos en las redes sociales con las que torturarme incluso cuando las borrara de mi móvil.
               Y no teníamos fotos besándonos. Me había dado cuenta mientras hacía limpieza del álbum de mi cámara.  Eso era muy de novios, lo que habíamos sido incluso aunque yo nos negara la etiqueta. Me habría gustado tenerlas; me habría encantado. Ojalá él me las hubiera pedido. Ojalá yo se las hubiera pedido a él. Ojalá tuviera un recuerdo físico de cómo era besarlo. Me encantaba cuando me besaba. Hacía unas cosas con la lengua que despertaban cosas que yo no sabía que tenía, ya no digamos ni que estuvieran dormidas. Y siempre se las apañaba para darme una de cal y otra de arena. Incluso en los besos tiernos, había cierto deje de pasión. Incluso en los morreos más apasionados, conseguía darle un toquecito dulce. Adoraba aquel contraste. Adoraba que todo él fueran contrastes: que fuera inteligente y se hiciera el bobo, que fuera un payaso y a la vez el único con el que podía tratar los asuntos más serios, que destilara confianza en sí mismo y a la vez fuera inseguro. Que estuviera bueno y a la vez fuera mono, que fuera atento y a la vez despreocupado, que fuera amable y un poco vacilón, que me cuidara y a la vez me animara a hacer locuras.
               Me aterraba pensar que nuestros besos no fueran más que recuerdos que se nos pudieran olvidar. Debía ser valiente, y luchar por él.
               Lo echo mucho de menos, reconocí, mirándome, y me noté sonreír mientras navegaba por el océano ahora en calma de mis pensamientos. Echaba de menos cómo se reía y las cosas que decía, tonterías o inteligentes. Echaba de menos que me escuchara como quien escucha la música por primera vez. Que me leyera como no me leía nadie. Verlo en el pasillo y que me sonriera y que mi corazón diera un vuelco y ver cómo se mordía el labio y se miraba los pies y girara la cabeza cuando yo estaba fuera del alcance de su vista fingiendo que no le hacía la ilusión que le hacía que yo diera un rodeo sólo para verle. Echaba de menos verlo en las fiestas y mirarlo y saber que esa noche iba a disfrutar de sexo genial, y de una charla de después aún mejor. Que me hiciera sentir tan deseada que pareciera que llevara esperándome toda la vida.
               Los sándwiches ya no me parecían tan crujientes desde que no eran sus dientes los que les arrancaban esos ruiditos de pequeñas tormentas. Incluso Scott había dejado de parecerme tan guapo como antes. Y apenas podía resistirme a mirar a Tommy. Apenas podía soportar verlo. Se parecía demasiado a Al. Mi Al. Con su pelo marrón, su sonrisa feliz, sus ojos chispeando como chispeaban las estrellas, y su piel ligeramente bronceada, y sus brazos… Oh, Dios mío. Los brazos de Alec.
               Me senté con las piernas cruzadas, me mordí el labio y desbloqueé el teléfono. Estaba entrando en Telegram cuando Duna llegó a mi habitación.
               -He hablado con Alec. Creo que estoy en proceso de solucionarlo.
               -Gracias, Dun-le dediqué mi más amplia sonrisa, y ella me la devolvió, muy animada-. ¿Te importaría cerrar la puerta? Tengo que hacer un trabajo, y necesito concentrarme.
               -Vale-cedió Duna, y en cuanto cerró la puerta, entré en mi conversación con él. Estudié las fotos que nos habíamos enviado, desde tonterías (comida, capturas de pantalla con memes) a cosas más serias (nosotros dos, por ejemplo). No tenía todas las fotos que había eliminado de mi teléfono en la conversación, pero eso no era problema. Tenía a Shasha: ella las recuperaría con sus dotes de diosa de la informática.
               Y tenía el aliciente de que en Telegram seguían las fotos que me había enviado Alec, algunas un poco provocativas, otras no tanto. Yo no necesitaba que fueran de ninguna manera en especial. Sólo necesitaba verlo.
               Despacio, muy despacio, deleitándome en el camino que seguía, mi mano se deslizó por mi vientre y se coló por debajo de mis leggings, por dentro de mis bragas. Empecé a acariciarme mirándolo, y cuando quise darme cuenta, estaba tumbada sobre mi cama, dándome placer a mí misma, imaginándome que era él quien lo hacía. Notaba la diferencia de mis manos, pero no me importaba: en cierto sentido, aquel placer manaba de Alec y no de mí. Que yo pensara en él era suficiente para que estuviera allí, conmigo.
               No tenía manos suficientes para suplirlo, pero no era eso lo que yo quería recordar lo que era pertenecerle. No podía tocarme y acariciarme el resto del cuerpo como él me acariciaba cuando estábamos juntos. Me hacían falta labios para besarme. Y me hacían falta manos que teclearan al otro lado del barrio “¿no duermes, bombón? 😉😉
               Me dejé llevar por un dulce orgasmo mientras reproducía en bucle su voz en mi cabeza, la forma en que se doblaba para llamarme bombón. Su voz gimiendo “joder, Sabrae, sí” cuando visitaba el paraíso que tenía entre mi piernas. Su voz ahora diciendo mi nombre, con la misma adoración de siempre, puede que un poco desteñida por la falta de contacto y lo malo que había sido el poco que habíamos tenido. No fue el más explosivo de mi vida, pero encajaba perfectamente en cómo me sentía: un poco atenuada, en un escenario en el que se intuía mi silueta, pero nada más. Necesitaba luz. Necesitaba un sol.
               Alec era ese sol.
               Le veía en cada libro, en cada película, en cada serie y en cada flor, y había creído que no podría vivir así. Que el universo me torturaba, cuando lo único que hacía era recordarme lo que había tenido y había perdido, por lo que tenía que luchar otra vez.
               Alec no lo había hecho bien, pero yo tampoco. Alec se había pasado, pero yo también. Alec me echaba de menos. Y yo también a él. Ya estaba bien de comportarnos como críos.
               Los recuerdos que él me había dado eran de los mejores de mi vida. Mis preferidos. Me había hecho feliz como jamás habría sospechado que sabría.
               Pero quería más. Quería todo de él. Quería que las cosas volvieran a ser como antes; pensarlo y tener la certeza de que él me pensaba a mí. ¿Tenía sentido, o era una locura? Las chicas habían dicho que por el amor de mi vida, estaban dispuestas a ser más indulgentes. La cuestión es, ¿lo era Alec? A fin de cuentas, había puesto mi vida patas arriba en cuanto se marchó, pero la forma en que se había ido colando en mi interior no me parecía la propia de las películas. Había habido fuegos artificiales, sí, y había pensado en él, pero lo que me había hecho enamorarme no había sido la atracción física, sino la mental. ¿Podría recuperar aquello, o el hilo que había cortado sin miramientos no era lo bastante largo para hacerle un nudo en cada extremo y volver a hacer que nos conectara a ambos?
               Necesitaba consejo de alguien que fuera imparcial, alguien que apostara por mi felicidad y mi felicidad solamente. Alguien que antepusiera lo que creyera que me haría bien por encima de mis propios deseos, que me diera alas para volar o un ancla para que no me arrastrara la marea. Ansiaba con toda mi alma que las cosas con Alec volvieran a ser como antes hasta el punto de que estaba dispuesta a disculparme con él, y perdonarlo por cosas que aún me hacían daño, incluso si él no quería pedirme perdón a mí. Me estaba volviendo vulnerable, y no podía arriesgarme a un nuevo golpe, porque aquel sí que sería el de gracia y yo no levantaría cabeza.
               Así que salí de mi habitación y me fui derecha al piso inferior, donde mamá atendía una llamada mientras miraba fijamente el iPad. Tenía en sus ojos la fiereza y la determinación de una cazadora, lo cual me hizo lamentarlo por la persona que estuviera al otro lado de la línea. No tendría piedad. Chasqueó la lengua, asintió con la cabeza y soltó una retahíla de jerga jurídica que, sinceramente, no logré entender.
               Cuando me vio, las comisuras de su boca se alzaron ligeramente en una sonrisa que titiló en sus labios. Levantó el dedo índice para indicarme que esperaba, y así lo hice. Sólo cuando asintió con la cabeza y dejó el móvil encima de la mesa me atreví a hablar.
               -Mamá, desde tu punto de vista, ¿sería contradictorio que…?
               -No-sentenció ella, entrelazando las manos por encima de la mesa y lanzándome una mirada cargada de inteligencia. Era como si estuviera leyendo mis pensamientos antes incluso de que yo los pensaba. Aunque su respuesta era la que yo quería obtener, quería asegurarme de que sabía lo que me estaba diciendo.
               -No sabes lo que te iba a preguntar.
               -No me hace falta. Tienes esa cara-me señaló y desbloqueó su iPad-. La que pones cuando quieres hablarme de Alec. Sé qué es lo que tienes en mente, y me parece bien. Tienes cosas que perdonarle, cosas por las que le puedes excusar. Puedes perdonarle por meterse donde no le llaman, y seguir a partir de ahí-me sugirió, y yo me descubrí flotando varios metros por encima del suelo. Me había dado una solución, ¡me había sacado de la encrucijada antes  de que llegara! Mamá era la mejor. La más lista, la más guapa, la más inteligente, la más intuitiva, ¡la más todo! ¿Cómo podía haber creído que la suerte me había abandonado cuando me peleé con Alec y todo empezó a torcerse? La suerte jamás me abandonaría, porque mi suerte era mamá, y ella jamás me daría la espalda—. Una cosa es que te parezca mal, y estás en tu derecho, y otra que no te vayas a permitir perdonarlo nunca. No es contrario a nuestros valores. No te hace depender de él.
               -Pero, ¿no te parece que estoy cumpliendo con el estándar que se espera de mí?
               -Claro. Y eso me alegra. No te equivoques, Sabrae: buscas ser feliz.
               -No era en eso en lo que  estaba pensando, precisamente.
               Pensaba en los siglos de historia que había a mis espaldas. Lo que me había llevado hasta allí. Siglos y siglos de mujeres sufridoras que aguantaban estoicamente las putadas que les hacían hombres que no se las merecían, ni a ellas ni a su perdón. Pero había una diferencia entre ellas y yo: Alec sí se lo merecía. Alec no me había hecho una putada irremediable. De hecho, ya estaba resuelta.
               -Lo sé. Y te equivocas pensando que actuarías mal. El feminismo es perdonarnos por lo que la sociedad nos culpa por desear, Sabrae, no dejar de desear, y ya está. Somos mujeres. Somos personas.
               Sonreí.
               -¿Crees que funcionará?
               -Llevo rezando porque uno de los dos se animara por fin a dar el paso desde que me contaste lo que os pasaba-mamá sonrió, jugueteando con su bolígrafo digital-. La verdad es que no me importaba quién fuera el que pidiera disculpas de los dos, pero que lo haga mi hija es algo que me llena de un orgullo un pelín culpable.
               Avancé a ella y le cogí una mano, me hundí en sus ojos y susurré:
               -¿Por qué me has dejado ser tan tonta durante tanto tiempo, mamá?
               -Por la misma razón por la que te dije no el fin de semana-respondió, aludiendo al incidente con el consolador-. Porque estás en tu momento de ser niña. Ya te comportarás como una mujer cuando lo seas de verdad.
               Ahora que tenía un nuevo objetivo en la vida, estaba preparada para afrontar los días que vinieran con ilusión. Fui a la habitación de Scott y le invité a jugar a algún videojuego, y para mi sorpresa conseguí sacarlo de la cama. Estaba cansado de tanta pelea, y yo también, así que a ambos nos haría bien una distracción.
               Además, cuando tenía los dedos ocupados en los botones del mando de la consola, era cuando mejor discurrían mis ideas. Necesitaba trazar un plan. Las cosas que habían empujado a Alec lejos de mí eran demasiado recientes, así que no tenía sentido que fuera a su casa y le pidiera disculpas ya mismo. Le echaba de menos, pero no quería que pensara que me movía por la lástima que me había dado el ver que él también me echaba de menos a mí, porque era evidente que le había visto con Duna y que, si me había marchado, mi hermana me habría contado después lo que habían hablado Alec y ella.
                Todo era demasiado reciente. Debía dejar que las aguas volvieran a su cauce. Si Alec había subido una historia con Bey con la intención de ponerme celosa, era porque mi pequeño espectáculo con Peter había dado resultado. Lo mejor sería que dejara que pasaran un par de días antes de poner en marcha mi plan, y así, de paso, pudiera trazarlo con cuidado. Decían que el  tiempo lo curaba todo, y nosotros teníamos aún muchas heridas que debíamos cicatrizar.
               Decidí que iría en su busca durante el fin de semana, cuando tuviera más tiempo libre y fuera más fácil encontrarlo en casa. Alec dormía las mañanas de los sábados, y se levantaba de muy buen humor antes de comer. Llamaría a su puerta, le explicaría la situación a Annie, y no me quedaría otra que esperar a que se levantara, abordarlo en su casa y enumerarle las cosas de las que me arrepentía, las cosas que quería que volvieran a ser como antes.
               Estaba ensayando mi monólogo mental cuando Scott sugirió que podríamos ver una película todos, en familia, en el salón. Al repetirlo en la mesa, Shasha vio en aquélla la oportunidad del milenio para obligar a mi hermano a ver una comedia romántica sin que Scott pudiera escaparse. Nos vendría bien a todos, dijo. Los ánimos estaban un poco bajos, y no había nada mejor que una modesta producción de Netflix que rápidamente escaló puestos en popularidad. Scott gruñó, pero asintió con la cabeza: al fin y al cabo, había sido idea suya dejarme elegir a mí la película.
               Celebramos mi cambio de humor por todo lo alto; tanto, que incluso Scott se animó un poco mientras hacíamos varios boles de palomitas, cogíamos mantas, nos poníamos los pijamas y dejábamos bien cerca varias bolsas de gominolas y chocolatinas para comer durante A todos los chicos de los que me enamoré. Era increíble el poder que aquella película, aparentemente tan simple, podía tener sobre tu estado de ánimo: te curaba las heridas, te bajaba la fiebre, te limpiaba el alma.
               Y me dio una idea. Una idea genial.
               Lara Jean decía que escribía cartas cuando sus emociones eran tan intensas que se sentía embargada por ellas. En cierto modo, tenía un toque nostálgico y cuidado el sentarse a escribirle algo a alguien de tu puño y letra: podías indicarle que esa persona te importaba más por el mero hecho de tomarte tantas molestias por ella.
               Puede que a Alec no le fueran esas cosas, pero a mí sí. Es más: lo necesitaba. Mi disculpa no sólo era por él, también era por mí. La carta que le escribiría, volcando mi corazón y mi alma en el papel, sería un regalo que nos haría a ambos. Me permitiría sincerarme y decidir qué decirle y qué callarme, perfilar cuidadosamente mi disculpa.
               Seré joven, pero siempre he sido sincera conmigo misma e incluso entonces ya me conocía a la perfección, así que sabía de sobra que en cuanto viera a Alec, me pondría nerviosa y no me saldrían ni la mitad de las palabras que habría ensayado durante una semana entera. Además, él no podría interrumpirme durante una carta, con lo que no me haría perder el hilo ni así se me quedarían cosas en el tintero (¡nunca mejor dicho!).
               Así que, cuando nos tocó recoger las cosas y lavar los boles antes de irnos todos a dormir, le presenté mi idea a las chicas de la casa. Papá y Scott estaban doblando las mantas, cerrando las puertas y apagando las luces, preparando la casa para la noche.
               -He decidido que voy a escribirle una carta a Alec.
               Mamá me miró, el trapo con el que estaba secando el bol que yo acababa de tenderle entre las manos.
               -Eso es fantástico, cariño.
               -¿Te tu puño y letra?-preguntó Duna con actitud soñadora, y yo asentí con la cabeza. Por supuesto. Escribir en un ordenador era muy frío. Además, si abría Word y me ponía a teclear, no sería muy diferente a un mensaje de texto. Y yo no quería volver con él con algo tan vulgar como un mensaje de texto. Había metido mucho la pata. Quería que tuviera algo que le demostrara que me importaba. Que no era como los otros chicos para mí. Jamás le había escrito ninguna carta de disculpa a Hugo. Una de cumpleaños, sí, e incluso tarjetas de San Valentín, pero nada de disculpa. No es que hubiera tenido que disculparme nunca con Hugo, pero incluso si hubiera tenido que hacerlo, no habría sido así.
               Lo estaba reservando para alguien especial. Para Alec.
                -¡Qué romántico!-admiró mi hermana, dejándose caer sobre el respaldo de una de las sillas altas de la cocina, y mamá dio un paso instintivamente hacia ella para evitar que se cayera, pero Shasha la tenía controlada.
               -¿Me dejarás leerla?-quiso saber mi hermana mediana.
               -No. Es privada.
               -Pero, ¡Sabrae! Eres una mala pécora. No pienso recuperarte las fotos que has borrado del móvil, entonces. Te aguantas.
               -Shasha…-recriminó mamá.
               -¡Es una egoísta! Voy a hacerle el favor del milenio mañana, ¡y mira cómo me lo paga! ¿A ti te parece normal que no quiera enseñarme esa carta? ¡Con lo que me das la tabarra con los trabajos de clase!
               -¡Si eres tú la que me dice que se los deje leer!-protesté.
               -Claro que es normal que se la guarde para ella; es personal. No tiene por qué compartirlo contigo si no quiere, Shasha.
               -Soy su hermana.
               -¿A ti te han escrito cartas de amor, mamá?-preguntó Duna.
               Y mamá se puso colorada.
               -¡MAMÁ!-bramamos Shasha y yo, mientras Duna aullaba como una hiena-. ¿Cuándo? ¿Quién?
               -¿Aún las conservas?
               -¿Son picantes?
               -¡Niñas! Por favor. Eso es privado.
               -¿Tienes muchas?
               -¿Papá te ha escrito alguna?-pregunté por preguntar, porque lo dudaba. Papá le escribía canciones, canciones que compartía con el mundo, porque había pocas cosas de las que se enorgulleciera más que de su amor por mamá.
               Ella se apartó el pelo de la cara y asintió despacio con la cabeza.
               -Sí. De hecho, son la mayoría. Tengo una garantizada al año, el día que nos conocimos.
               Empezamos a chillar más alto; tanto, que Scott llegó corriendo a la puerta de la cocina en un par de segundos.
               -¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Un bicho? ¿Es una araña?
                Con el sonido de los pasos de papá apresurándose a las escaleras en el piso de arriba, mamá, Shasha y yo fulminamos a Scott con la mirada.
               -Eso ha sido tan sexista que ni me voy a molestar en quitarme la zapatilla y darte un alpargatazo, Scott-espetó mamá, y mi hermano hundió los hombros en el momento en que papá abría de par en par la puerta de la cocina y exclamaba:
               -¿DÓNDE ESTÁ LA RATA?
               Shasha, Duna, Scott y yo nos miramos y nos echamos a reír mientras mamá ponía los ojos en blanco y espetaba:
               -Acaba de llegar.
               -No te hagas la digna, Sherezade. La última vez que os escuché gritar así, estabais las cuatro arrinconadas en una esquina del garaje mientras un ratón se paseaba por entre las ruedas del coche.
               -¡Tenía el tamaño del antebrazo de Duna, Zayn! ¡Las ratas transmiten enfermedades!
               -¡Ni que te fuera a comer! Pero no me has respondido, ¿qué pasa?
               -Mamá nos ha contado lo de las cartas-sonrió Duna.
               -¿Qué cartas?
               -Las que le escribes-sonreí yo.
               -En vuestro aniversario-sonrió Shasha, encuadrándose la cara bajo las manos. Papá abrió la boca, nos miró alternativamente a todas, y por último, miró a mamá.
               -Espero que te gustara la última, Sherezade, porque no pienso escribirte más. Eres una bocazas. Ni un poco de intimidad puedo tener con mi esposa-bufó, saliendo de la cocina-. Ten hijas, decían. Son siempre más cariñosas. Y son más obedientes. La madre que me parió… me estáis quitando entre las cuatro más años de vida que el tiempo que estuve esnifándome hasta el polvo de debajo de las alfombras con Louis.
               -¿Papá te escribe cartas?-preguntó Scott, arrugando la nariz-. ¿Por qué?
               -¿Has visto a tu madre, chaval?-gritó papá desde arriba-. ¡Ser el puto Zayn Malik no es suficiente para espantar a todos los moscones que la rondan! ¡Hay que trabajársela cada día!
               -Hay que trabajarse al amor de tu vida-le respondió mamá, riéndose.
               -No te equivoques, Sherezade-se escuchó el ruido de una puerta en el piso superior-. Si te aguanto tanta tontería es porque sé que nuestro divorcio sería un puto infierno. Y que no me dejarías ver a los niños. Aunque, visto lo visto, sería lo mejor para mi salud. ¡No sé cómo me las apaño para no tener aún canas!
               Mamá se echó a reír.
               -Mamá, ¿cómo sabes si alguien es el amor de tu vida?-preguntó Duna, y todos en la habitación nos quedamos en silencio. Ni siquiera Scott se movió. Puede que él fuera el más interesado en la contestación de mamá, que se aclaró la garganta, y se pasó una mano por el pelo, acariciándoselo hasta dejarse un mechón detrás de la oreja.
               Se llevó la mano al vientre instintivamente, y yo sentí que el suelo cedía bajo mis pies. Pero entonces…
               -Le das el pecho.
               -Oooouuuu-contestó Duna, retorciéndose sobre sí misma y saltando al regazo de mamá, mientras Scott, Shasha y yo sonreíamos. Mamá se colocó a Duna de forma que ésta no se cayera y añadió:
               -Y te imaginas a ti misma dando a luz a sus hijos.
               Lo hizo mirando hacia arriba, en voz lo bastante alta como para que la escuchara papá desde la habitación.
               -Olvídate de que te caliente hoy los pies, mujer-protestó él, gruñón, y mamá se rió, dejó a Duna en el suelo y se atusó el pelo.
               -Si me disculpáis, tengo que ir a reconquistar a mi marido.
               -Adelante, adelante-instó Scott, haciéndose a un lado y abriéndole la puerta. Nos dio un beso a todas y se marchó tras mamá.
               Esa noche, me dormí planificando mis movimientos. Ahora que tenía un plan más definido, tenía que hacer ciertos arreglos en mi idea original. Iría a casa de Alec el sábado, sí, y hablaría con Annie, también, pero para que se asegurara de que fuera él quien recogiera la carta del buzón. Yo la deslizaría con cuidado cinco minutos antes de pedirle que lo despertara, y después trotaría a casa de Momo, que vivía cerca de él, por si acaso decidía invocarme.
               No le conté mi plan a ninguna de mis amigas, pues quería que me perteneciera a mí en exclusiva. Cuando fui llegué a clase, mucho más sonriente que de costumbre, más incluso que cuando las cosas me iban bien con Alec, mis amigas me preguntaron si estaba todo bien.
               -Así es-sonreí.
               -¿Pero todo, todo… bien, bien?-insistieron, preparando ya el confeti. Yo negué con la cabeza, pero mi sonrisa no me abandonó.
               -No, pero confío en que lo esté pronto.
               Estaba siendo absurdamente optimista, lo reconozco. Puede que estuviera pecando de confianza, pero vista la forma en que Alec había pronunciado mi nombre, me creía con motivos para pensar que no estaba todo perdido.
               Decidí que escribiría la carta de un tirón, para asegurarme de ser sincera y poner más sentimientos en el papel. Luego la corregiría, pero de momento quería ponerme en una lluvia de ideas que se llevara todos los malos sentimientos que me habían embargado.
               Releí libros románticos, me deleité en pasajes que tenía subrayados para coger inspiración, y de nuevo Lara Jean fue la musa que me dio el empujoncito que necesitaba. Al principio de la segunda parte de A todos los chicos de los que me enamoré, PS: Todavía te quiero, Lara Jean hablaba de degustar el nombre de Peter como si fuera chocolate fundiéndosele en la boca.
               Hice la prueba.
               -Alec. Alec. Alec-me dije como un mantra, y notaba cómo mi sonrisa se rizaba a medida que saboreaba lo dulce y esperanzador de su nombre en mi lengua.
               Empecé a escribir. Y me gustó cómo lo hice. Jamás había estado tan inspirada, porque nunca había tenido una meta tan apetecible como una cariñosa normalidad con Alec. Ya dudaba de que pudiera marcharme a casa de Momo mientras él leía la carta, pero tenía tiempo para solucionarlo.
               O eso pensaba yo.
               Porque el viernes, los amigos de Scott decidieron que sería buena idea organizar un partido de baloncesto al que Scott y Tommy estuvieran invitados. Se suponía que tenían que hablar, reconciliarse, y todo volvería a la normalidad. El tiempo sería perfecto: Scott y Tommy se reconciliarían, y después lo haríamos Alec y yo, y todos seríamos felices y comeríamos perdices.
               Pero salió mal. Scott y Tommy no se reconciliaron; es más, su discusión se hizo más grave, y el abismo que los separaba se profundizó. Cuando volvió del partido, yo estaba practicando con mi saco de boxeo, tratando de calmar mis nervios. Todos en casa nos mostramos conmocionados al descubrir que había sido Scott, y no Tommy, el primero en dar el golpe esta vez. Jamás le habríamos creído capaz de algo así, de la misma forma que nunca habríamos creído que Tommy se podría pelear con él, pero… así eran las cosas.
               Me lo tomé como una señal de mal agüero. Pensé que las cosas no estaban tan garantizadas como yo creía, y que la carta no serviría, o que no estaba terminada, o que no había suficientes disculpas en ella, o que ni todas las disculpas del mundo podrían hacer que Alec me perdonara. Que le había perdido para siempre.
               Intenté estar en la habitación con Scott para tranquilizarlo y así sentirme útil, y decirme que había cosas que yo no podía controlar pero otras en las que tenía influencia, pero mi hermano quería estar solo, y yo… yo no sabía qué hacer. Me sentía pedida, como un satélite que pierde a su planeta y gira en torno al vacío, más por inercia que por otra cosa.
               Cogí un folio en blanco y traté de centrarme en hacer mandalas que Duna pudiera colorear más adelante, pero todos me salían fatal: asimétricos, irregulares, aburridos. No estaba en mi mejor momento.
               Estaba a punto de volverme loca y de comprar unos billetes a Fiji, huyendo así de mis preocupaciones para ir en pos del sol y de unas playas paradisíacas, cuando mi móvil emitió un sonido al que, tristemente, me había desacostumbrado.
               El tono de mensaje personalizado para Alec.
               Me abalancé sobre el teléfono, creyendo que había sido un sueño, pero cuando encendí la pantalla y vi el pequeño rectángulo blanco con el nombre de Alec a modo de título, sentí que me volvía ligera, y que me daba un vuelco el corazón, y que la tierra me tragaba, y que mi temperatura subía mientras yo comenzaba a brillar, como una estrella.
               Deslicé el dedo por la pantalla y empecé a leer.
¿Sabrae? Sé que estás enfadada conmigo, y la verdad es que, pensándolo en frío, creo que estás cabreada con toda la razón del mundo, porque lo que te hice fue una falta de respeto hacia ti, y estuvo fatal, y quiero pedirte perdón, pero también entiéndeme, bombón. Te echo de menos, joder, te echo de menos aunque no te he tenido nunca, y si me puse así con tus amigas es porque me importas, me importas como no me ha importado nadie nunca y como nadie debería importarme, porque siento que lo haces de una forma en que vas a conseguir que mi felicidad dependa exclusivamente de ti, y tampoco creo que la felicidad de alguien deba depender de una persona íntegramente, ya no digamos una persona que no sea él mismo, así que imagínate lo mal que me sentó ver que tú las necesitabas y ellas te abandonaron a tu suerte, imagínate cuánto me repatea el pensar que el hecho de que yo estuviera allí fue sólo una coincidencia, cuestión de suerte, y que al igual que yo pude cuidarte otro podría haber llegado perfectamente y haberse aprovechado de ti y haberte hecho mucho daño, y tienes idea de lo que me cabrea pensar en que alguien te pueda hacer daño???????????????? Bueno, mira, este mensaje es muy inconexo, pero es que estoy escribiendo tal cual me viene, perdón. Lo que intento decirte es que… Te echo de menos, no me gusta que hayamos dejado de hablar, no me gusta estar con ganas de llegar a casa y que se haga de noche para que hablemos y darme cuenta de que no vamos a hacerlo porque estamos enfadados, no me gusta estar en una fiesta y no poder acercarme a ti, aunque sólo sea a decirte hola, porque no quiero molestarte y… no sé, no me gusta que nos crucemos en el instituto y hagamos como que no pasa nada entre nosotros, como que no nos conocemos, porque estoy seguro de que tú lo notas igual que yo. Por mucho que estés enfadada  conmigo no puedes negar la conexión que tenemos, veo cómo me mirabas, cómo me miras cuando nadie se fija, ni siquiera tú, y quiero que lo hagas sin preocuparte, y que me dejes mirarte y acercarme a ti y estar contigo, porque sinceramente no sé qué es esto, sé que no es sólo atracción, porque ya la he sentido más veces y esto tiene cien mil veces más potencia, sólo sé que me gusta y que no quiero perderla o perderte a ti, perdernos a nosotros aunque ni siquiera existamos como un “nosotros” porque yo sea un gilipollas sobreprotector que no sabe dónde están sus límites. Así que por favor, Sabrae, tú que eres más lista que yo, encuentra el modo de perdonarme y de volver a meterme en tu vida, porque no hay nada que desee más que pasarme las mañanas bostezando porque he estado toda la noche empapándome de tu sabiduría. Y déjame verte, por favor. Déjame ver esa carita tuya de cerca otra vez y escucharte hablar y reír y ver cómo me miras y derretirme por la forma que tienes de sonreírme. Por favor, perdóname. Te echo de menos. No quiero que acabemos así. No quiero perderme, porque sin  ti no soy yo del todo, pero mucho menos quiero perderte a ti. No quiero que tengamos un final, ni de suspiro ni de explosión. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento de verdad. Déjame volver a tu vida. Y vuelve a la mía. Vuelve a darme vida. Porque lo que tengo sin ti no lo es.
               Mis pulmones inhalaron todo el oxígeno del mundo. El oxígeno que llevaba semanas sin inhalar, desde que Alec había puesto sus labios sobre los míos en aquel beso que se convirtió en mordisco. Bombón. Perdóname. Lo siento. Vuelve a darme vida. No quiero perderte a ti. Esto no es sólo atracción.
               No. Es verdad. No es sólo atracción. Es mucho más. Es amor.
               Decía mucho de él que no me hubiera querido presionar, incluso entonces, para arrancar una respuesta sobre mis sentimientos. Era un caballero. Era bueno. Y yo no me lo merecía.
               Pero él me quería y yo le quería a él, y haríamos lo que fuera por estar juntos.
               Con las manos temblorosas, y agradeciendo que él hubiera sido más valiente que yo y se hubiera atrevido a dar el paso, empecé a escribir.
Te quiero. Lo siento. Te echo de menos. Necesito volver. Quiero volver.
               Pero entonces, decidí que no podía hacerlo así.  Quería que mi disculpa fuera especial, un mensaje me había parecido cutre, pero el suyo no me había despertado ese sentimiento, sino una profunda gratitud, un tremendo amor por él.
               Así que borré lo que había escrito, entré en la aplicación del teléfono, y toqué su nombre. Suerte que su inicial era la primera letra del abecedario.
               Suerte que le había puesto en contactos favoritos hacía tiempo.
               Me llevé el móvil al oído, angustiada, creyendo que aquello era una broma del destino tremendamente cruel, que puede que Mimi hubiera cogido el teléfono y estuviera intercediendo por su hermano.
               Pero antes de que sonara el primer timbrazo, él salió en mi defensa, como siempre hacía. Me arrancó de las fauces de aquellos demonios de voz ronca, y con una voz preñada de emoción, pronunció la única palabra que podía curarme todos los males. Mi nombre. Con su voz.
                -¿Sabrae?-había esperanza en su voz, había una sonrisa, había una muda desesperación y ganas de que todo volviera a la normalidad. Era él. Era él. Estaba pasando de verdad.
               -Alec-jadeé, y noté cómo sonreía, y escuché su sonrisa al otro lado de la línea-. ¿Podemos vernos?-pregunté, porque no me bastaba con un mensaje. No me bastaba con su voz. No me bastaba con una carta. Quería pedirle perdón en persona. Quería verlo. Tocarlo. Olerlo. Besarlo.
               -Sí. Sí. Claro que sí, ¡sí!
               Me eché a reír, aliviada, y Alec gruñó por lo bajo.
               -Me visto y voy para tu casa.
               -No-repliqué, sacudiendo la cabeza-. Tardaremos menos si nos encontramos por el camino. ¿En el parque, en diez minutos?
               -Claro, bombón-carraspeó, y me lo imaginé pasándose una mano por el pelo, mordiéndose el labio, y oh, Dios mío, aquí llegaba de nuevo mi deseo-. Bueno, voy a…
               -Espera-pedí, y él jadeó.
               -¿Qué pasa?
               -No cuelgues todavía, yo… quiero oírte un poco más-confesé, y noté que me sonrojaba ligeramente-. Hace mucho que no te oigo.
               -¿Que no me oyes…? Nos hemos visto en el instituto. Y a mí no me basta con eso. Necesito verte ahora.
               -No me refiero a hablar. Me refiero a… respirar-expliqué, y ahora sí que me puse roja. Le había hecho la confesión más tonta de la historia, pero la más verídica. Añoraba su forma de respirar. Puedes pensar que todo el mundo respira de una manera, pero no es así. Reconocería su forma de respirar entre miles de personas-. Me gusta escucharte respirar. No todo el mundo puede hacerlo.
               Se quedó callado un rato, meditando lo que acababa de decirle, digiriendo aquella confesión.
               -¿Sabrae?
               -¿Sí?
               -A mí también me gusta escucharte respirar.
               Y nos quedamos así un ratito, tirados en la cama, dejando que pasaran los minutos y que nuestros cuerpos se acostumbraran a la nueva sensación de contacto. No nos creíamos que al final todo se hubiera arreglado y, aunque nos moríamos de ganas por vernos en persona, queríamos agarrarnos un poco más a ese momento de magia y perdón absolutos, en el que estábamos tirados en la cama oyendo cómo existíamos, separados pero juntos. Ya nadie podría volver a separarnos.
               -¿Qué te parece si nos escuchamos respirar en persona?-ofreció después de un momento, cuando la magia empezó a agotarse y dejó de bastarnos.
               -Sí-jadeé, sonriente-. Pero… no colguemos hasta que no sea necesario, ¿vale? Yo también tengo que cambiarme de ropa.
               -A la mierda. Ven como estés. Hablemos de camino.
               -No puedo, Alec. Estoy en pijama.
               -En pijama estás perfecta.
               -No es verdad. Estoy… quiero estar guapa.
               -Tú siempre estás guapa.
               -Pero quiero ponérmelo. Para ti.
               Alec guardó silencio al otro lado de la línea.
               -Soy el cabrón con más suerte de toda la historia-susurró, y yo me eché a reír.
               -Es lo menos que puedo hacer. Lo menos que te mereces, sol.
               -Yo también me voy a poner guapo para ti, bombón-me prometió, y escuché cómo se levantaba de la cama y abría su armario. Yo hice lo mismo, y procuré no pensar en que los dos estábamos sincronizándonos a la velocidad de la luz. Intenté no pensar en que quizá recuperáramos el tiempo perdido antes de lo que yo creía.
               Pero no pude dejar de hacerlo, así que me decanté por una falda con cremallera. Y, cuando escuché el sonido de sus pantalones al meterles las piernas y subírselos, caí en que probablemente hubiéramos estado desnudos a la vez. Me excitó imaginármelo ante el armario vestido sólo con sus calzoncillos o, ¿por qué no?, sin ellos. Me excitó imaginármelo tumbado en la cama desnudo, escribiendo el mensaje.
               Me alegré de haberme puesto la falda, que para colmo llevaba cremallera por si… bueno, por si la necesitaba.
               Tuve el buen criterio de no ponerme medias. Cogí un abrigo de plumas, me calcé las botas y, tras un ínfimo instante de vacilación, recogí la carta. Sabía que podía serme útil y, ya que la había escrito, lo justo sería que se la entregara a Alec ahora que iba a verlo. Al fin y al cabo, no me pertenecía del todo. Desde que la empecé con su nombre, la había hecho tanto suya como mía.
               -¿Al? Ya estoy. Salgo ahora.
               -Vale. ¿Quieres seguir hablando mientras vamos?
               -No. Quiero anticiparlo-sonreí, y le escuché sonreír.
               -Vale, bombón. Nos vemos allí, entonces.
               Fui yo la que terminó la llamada, porque él estaba reticente a dejarme marchar. Era como si temiera que me alejara de él de nuevo por el mero hecho de cortar la comunicación, cuando no había nada que me apeteciera menos. En silencio, abrí la puerta de mi habitación, encendí la luz del pasillo, y caminé en dirección a las escaleras, no sin antes detenerme frente a la puerta de la habitación de Scott. Habría jurado que, en el instante en que la oscuridad me rodeó cuando apagué la luz de mi habitación, había visto una tenue luz azulada colarse por debajo de la puerta de su habitación.
               Tenía que avisar a alguien de que me marchaba, pero no quería despertar a papá y mamá. Me daba la sensación de que se asustarían si los levantaba en medio de la noche y les decía que iba a ver a Alec; tratarían de disuadirme diciéndome que podía esperar. Scott, en cambio, nos había visto a ambos por separado, había visto lo que nos habíamos hecho, y seguro que estaba tan ansioso como nosotros por que nos reconciliáramos.
               -Estoy despierto-escuché el susurro que se coló por debajo de su puerta, así que giré el pomo y la empujé. Estaba tirado sobre la cama, ataviado con el pijama y unas ojeras de no poder (o no querer) dormir tan profundas como el cariño que podía albergar en su corazón. No debía de haber pegado ojo en toda la noche, a pesar de que era de madrugada. Puede que estuviera esperando a que Tommy le llamara y recapacitara, o que se estuviera torturando hasta que el miedo a que su mejor amigo le volviera a rechazar fuera menor que el miedo a sentirse solo y perderle para siempre.
               Me sentí un poco mal por asomarme a su puerta para decirle que me iba con Alec, cuando las cosas estaban tan mal para él, pero avancé de todos modos. Tenía que saberlo. Tenía que encontrar esperanzas. Si yo las había encontrado, si me había reconciliado con Alec (o estaba a punto) y Alec y yo éramos Alec y yo, él bien podría reconciliarse también con Tommy. Porque ellos eran Scott y Tommy, Scommy, iban en pack.
               Pero supongo que mi hermano estaba tan desesperado y tan machacado entonces que ni siquiera se atrevía a pensar en tener esperanzas. Así que lo mejor sería hacerle un poco de rabiar, pensé, por lo que enseguida cambié el chip de hermana ilusionada a hermana un poco repelente.
               -Voy a salir-anuncié, críptica, ocultándome bajo la capucha de mi abrigo.
               -No me jodas, Sabrae, pensaba que dormías con plumíferos-espetó, hiriente, aunque yo sabía que agradecía la pelea. Entrecerré los ojos.
               -¿A que te piso los huevos, aunque luego Eleanor me mate porque entonces ya no le sirves?
               Lo bueno de haber discutido con Tommy era que Eleanor había vuelto con Scott, y por lo menos ella le hacía de consuelo y de comodín. Se acostaban, se daban mimos, y mi hermano parecía más vivo cuando ella estaba en casa.
               -¿Se puede saber adónde vas?
               -Por ahí.
               -¿Dónde es por ahí?
               -A ver a Alec-me encogí de hombros, como quien no quiere la cosa, pero él sonrió-. No voy a lo que piensas-me apresuré a añadir. Aunque, bueno, sí, en parte sí que iba a lo que Scott pensaba, pero no sólo a eso. El sexo era algo secundario; lo que quería era estar con él.
               -Son las dos de la mañana, y te has puesto falda.
               -Bueno-repliqué, poniendo los ojos en blanco-. Tampoco quiero cerrarme ninguna puerta.
               -Creía que no soportabas a Alec. Eso dijiste el fin de semana, antes de salir toda despendolada.
               -Y no lo hago-asentí, aunque no iba a decirle que lo que no soportaba era verlo no ser mío-. Pero tampoco no soporto no llevarme con él-jugueteé con los pelos de la capucha de mi abrigo-. Oye, si mamá se despierta, ¿se lo dirás?
               -¿Que te están haciendo un bombo? Claro, seguro que lo entiende-rió en silencio-. Las mujeres de esta familia cada vez empezáis antes.
               Intenté contener una sonrisa ante la perspectiva de la que estaba hablando Scott. La verdad es que la idea de que Alec me acariciara la tripa abultada en un futuro más o menos lejano no me disgustaba. Es más, incluso me parecía esperanzadora, lo cual era todo un logro después de una semana en la que me había creído sin un porvenir en el que hubiera espacio para el amor.
               -¿No querrás que vaya contigo?-pinchó Scott, y yo hice una mueca.
               -¡Pues claro que no!
               -Guay, porque hace un frío que te cagas, y… ¿llevas medias?
               -Voy a ver a Alec y llevo falda, ¿a ti qué coño te parece, Scott?
               -Me parece que eres una perra en celo y que más te vale ponerte condón-soltó-, porque como Alec te haga un crío es que os mato a los dos.
               -Respecto a eso… ¿no tendrás, por casualidad…?
               Señaló con la cabeza su mesilla de noche.
               -En el primer cajón. Es hora de que vayas aprendiendo dónde están. Por si no estoy en casa cuando los necesites.
               Me acerqué a él con cautela, como si fuera a morderme. Estiré la mano y abrí el cajón: allí, efectivamente, había una caja azulada con el logo de Durex en la parte superior. La abrí y cogí un paquetito plateado.
               Y luego, cogí otro. Por si acaso.
               Scott rió entre dientes y sacudió la cabeza.
               -Pásalo bien. Llámame en cuanto salgas de casa. Quiero asegurarme de que te secuestran mis sicarios de la esquina.
               Me eché a reír, le di un beso en la mejilla y troté escaleras abajo. Estaba a punto de atravesar la puerta de entrada cuando me fijé en una pequeña barra de labios que mamá siempre dejaba en el recibidor, por si acaso. Era su brillo de labios de la suerte, el que se ponía para los casos en que no lo veía del todo claro, el mismo que utilizaba para despedirse dando besos al aire y pidiéndolos que le deseáramos suerte. Recordé que no me había echado maquillaje, y, pensando en que mamá jamás había perdido un caso, decidí que no me vendría mal un poco de color en los labios. Igual que hacía ella, me los delineé, me miré al espejo, lancé un beso al aire y le pedí a mi reflejo:
               -Deséame suerte.
               Al menos conocía a la chica que me sonrió al otro lado del cristal.
               Marqué de memoria el número de Scott en cuanto atravesé la puerta de entrada, y me burlé de él diciéndole que sus sicarios no eran muy efectivos.
               Creí que no me daría miedo ir de mi casa al parque, un trayecto que había hecho montones de veces, incluso algunas de noche, pero no dejaba de imponerme respeto. Empecé a pensar que no había sido tan buena idea decirle a Alec que nos veíamos allí en lugar de pedirle que fuera a casa. Después de todo, si él venía a casa, podríamos enrollarnos en mi cama, donde no haría frío y estaríamos más cómodos, pero… supongo que me dejé llevar por el momento.
               Con paso firme pero enérgico, atravesé las verjas del parque mientras agudizaba el oído. Scott hablaba por lo bajo para tranquilizarme de una tontería a la que yo no estaba prestando atención. Las farolas hacían que mis sombras se multiplicaran y me rodearan como un escudo mágico.
               Rodeé el estanque, pasé por delante de la gofrería, y me dirigí al banco en el que lo habíamos hecho en lo que a mí me parecía una vida anterior. No habíamos quedado en un sitio concreto, y el parque era enorme, pero algo me estaba llamando igual que el canto de un sirena que invoca a un marinero.
               Ese algo era la presencia de Alec. Pude percibirla en mi piel incluso antes de verlo: se me erizó el vello, me recorrió una dulce corriente eléctrica, y mi aliento se aceleró por razones ajenas a mi improvisada carrera.
               Estaba dando vueltas de un lado a otro frente a nuestro banco, mirando en todas direcciones, preguntándose cuándo llegaría. Su sombra danzaba a sus pies en un ritual chamánico tan ensayado que parecía incluso de mentira. Por suerte, al lado de nuestro banco había una farola, así que no dejaría de verlo cuando el diera la carta.
               Mi plan era sencillo: acercarme a él, sonreírle, saludarlo, darle un beso en la mejilla y entregarle la carta sin decirle nada. Aquella sería mi disculpa. Él la leería en silencio, sonreiría con las cosas que le había puesto en ella, y luego, nos abrazaríamos y empezaríamos a besarnos, recuperando el tiempo perdido.
               Cuando me vio aparecer entre los árboles, se quedó plantado en el sitio un segundo. Eché mano al bolsillo en el que llevaba la carta y cerré los dedos con fuerza en torno a ella.
               -Hola-saludé, animada, trotando hacia él, lista para tenderle la carta e iniciar mi plan. Pero él tenía otros muy diferentes.
               Alec no quería hablar. De dos zancadas, salvó la distancia que nos separaba, me agarró de la cintura y me pegó a él. Dejé escapar un grito ahogado fruto de la sorpresa, grito que no llegó a salir de mi garganta, puesto que él puso sus labios en mi boca y me besó con urgencia.
               Allí estaban de nuevo. Los fuegos artificiales. Las rodillas temblando. La música gloriosa que sólo sonaba en nuestras cabezas.
               Olvidado todo, la discusión, la semana horrible, los celos, las mentiras, los encuentros a media noche y los besos robados, el perdón, e incluso el sobre que tenía entre los dedos, me entregué a aquel beso. Mientras él me pegaba a mí, como queriendo fundirnos en un solo ser, yo hundí los dedos en su pelo y dejé escapar un gemido. Tenía la boca pegajosa por el pintalabios, lo cual era un poco incómodo y fastidiaba el momento: había pensado en ir mordiéndome los labios para quitármelo, y de paso que no se notara el ligero cambio de color al activar el riego sanguíneo, mientras él leía.
               Pero, claro… Alec no iba a ponerse a leer teniéndome delante. Era estúpida si pensaba que iba a hacer algo así.
                Sus dedos se anclaron en mi cintura, haciéndome cosquillas, y me separé de él para reírme.
               -Dios, cómo he echado de menos ese sonido-jadeó, acercándome a él-. Eres tan hermosa. Me vuelves loco, Sabrae.
               -Para, para-reí, negado con la cabeza, boqueando en busca de aire-. Te estoy manchando, mira, se me está corriendo el maquillaje.
               -Me da igual.
               -Pero, mi pintalabios.
               -Que me da igual, Sabrae-respondió él, insistente-, que echo muchísimo de menos tu boca, joder. Y te prometí que no dejaría que nada ni nadie se interpusiera entre nosotros. Ni siquiera nosotros. Éste soy yo cumpliendo esa promesa. Déjame cumplirla, y ven aquí.
               Y volvió a tirar de mí para pegarme a él, y yo sentí que estaba en el lugar indicado. Sus brazos eran mil veces mejores que los de Hugo: puede que Hugo pudiera impedir que yo me desintegrara, pero Alec hacía que mis moléculas esparciéndose por el universo no fuera algo tan malo. Alec era mi Big Bang. Estaba en un mundo cuajado de estrellas, tan unidas que sólo había luz. Todavía no existían las galaxias, de tan unidas que estaban. Yo era ese universo. Y él me haría crecer y crecer y crecer hasta ocuparlo absolutamente todo. Me haría infinita. Me haría eterna.
               Su lengua jugó con la mía y por un momento me estremecí, abandonándome a la gloriosa sensación de convertirme en diosa en los labios de Alec. Respiré el aire que él respiraba, saboreé los manjares que él saboreaba, y toqué todo lo que él tocaba. Me estaba creando con cada movimiento de su cuerpo, mezclándonos tanto que sería imposible hablar de un Alec y una Sabrae después de aquello.
               Tiró de mí un poco más, como pensando en lo mismo, en que no debíamos alejarnos, y entonces algo crujió en mi bolsillo. La carta. Me había olvidado de ella en tanto frenesí. Él se detuvo un instante y bajó la mirada, pero no nos separó. En lugar de nuestras bocas, ahora, lo que estaba en contacto eran nuestras frentes. Su aliento formaba deliciosas nubes de vapor que yo quería atravesar volando a lomos de un pegaso.
               Lentamente, saqué el sobre de mi bolsillo y le sonreí con timidez. Nuestros besos eran tiritas, pero la carta sería lo que acabaría con las cicatrices que nos aquejaban el alma.
               Alec miró el sobre con curiosidad, y luego, rápidamente, sus ojos ascendieron a los míos. Sentí que se me encendían las mejillas cuando le revelé:
               -Yo también estoy cumpliendo tu promesa. Te he escrito una carta.



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2 comentarios:

  1. Me ha jodidamente encantado el capítulo. Me he empezado a sentir muy mal con el tema de Hugo porque jo es un buenazo y se nota que esta pilladito de Sabrae en el fondo pero nene la vida es asi pobrete. Me ha maravillado la intervención divina de Scott sobre que a las chicas nos gusta ver llorar a los chicos xd, no falta capítulo en el que no me recuerdes porque lo quiero. El momento de Duna y Alec y Sabrae mirándolos me ha partido el corazoncito jolines que pena más grande, encima me lo he imaginado súper bien y ay que dolor de verdad te lo digo.
    El final ha sido una maravilla narrada por parte de Sabrae, mis dieses a mi niño por comerle la boca lo primero, di que si joder, first thing first.

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  2. como te atreves a parar el capitulo ahi es que no te lo perdonare nunca

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