¡Pss, pss! No te asustes, pero estás a punto de empezar a leer el capítulo 200 de la novela. Quería darte las gracias por haber llegado hasta aquí, no importa si llevas desde 2012, 2017 o la semana pasada. Cada comentario, cada tweet, cada mensaje y cada voto han hecho posible que hoy estemos las dos aquí.
Tamborileó con los dedos en la mesa, una sonrisa nerviosa pintarrajeándose poco a poco en su boca. Sentí que la tentación de decirle que mejor lo olvidara y que su historial no importaba, que su pasado ya había pasado y ya sabía todo lo que necesitaba saber de él, que lo que hubiera hecho no le definía, pero supe que aquello sería cobardía. Él había escuchado las peores cosas de mí y no había vacilado lo más mínimo en asegurarme que mis sentimientos eran válidos, que mi vida merecía que la escucharan, y que los celos que sentía escuchándome hablar de los que le habían precedido sólo hacía que mi amor fuera más dulce, igual que la miel alivia más tras una comida especialmente picante.
Cuando le pedí que me hablara de Perséfone, había asentido con la cabeza, inclinándose hacia atrás en la silla, pegando la espalda al respaldo y cuadrando los hombros como si estuviéramos en una sala de interrogatorios, yo llevara una placa y a él lo hubieran pillado intentando meter droga en el aeropuerto.
Abrió la boca, tomó aire, la volvió a cerrar, y frunció el ceño. Se había relamido los labios y había jadeado una risa nerviosa, de ésas que exhalaba cuando me vacilaba y yo le vacilaba más fuerte, lo suficiente como para que no supiera qué contestarme, y se había hundido un poco en la silla, espatarrándose.
Cuando se pasó una mano por el pelo, ya no lo pude soportar más. Necesitaba preguntarle. La tensión de no saber qué era lo que estaba pensando, ya que se había vuelto más opaco que el muro de Berlín en plena posguerra, me estaba matando. Jamás me había sentido así con él desde que habíamos empezado lo nuestro: en el momento en que me había abierto de piernas para él, Alec me había abierto su corazón, y yo le había leído mejor que a nadie.
Hasta ahora.
-¿Qué pasa?-pregunté-. ¿Demasiado que contarme? Soy más fuerte de lo que parezco-alcé una ceja y levanté el mentón, altiva. Puede que fuera a hacerme un daño tremendo, pero me prometí a mí misma que no dejaría que se me notara. Le había pedido que me lo contara, habían usado a Perséfone como arma arrojadiza hacia mí, y le había fastidiado la noche a Alec. Tenía que saber a qué me enfrentaba, no importaba si era una mariposa o un titán.
Además, no era tonta. Sabía de sobra qué era lo que predominaría en la historia de Alec y Perséfone: placer. Placer en todas sus formas: borracheras, noches de fiesta, juergas hasta el amanecer, tardes disfrutando de ese paraíso cuyo idioma ambos compartían, y… sexo. Sexo, sexo, sexo. Muchísimo sexo.
Alec volvía demasiado radiante de Grecia como para que aquel brillo fuera sólo por el sol. Era el tipo de fulgor que sólo una mujer puede dejar en un hombre, y se me encogió el estómago al darme cuenta de que era eso, precisamente, lo que había pasado siempre, la atracción que había sentido hacia él cuando regresaba de Mykonos: la llamada que había escuchado en mi interior no era más que el eco de los gritos de Perséfone mientras alcanzaba incontables orgasmos con él. Mientras él hacía que los alcanzara.
Hay algo intangible que tienen los chicos que follan bien. No sabes muy bien qué es, ni tan siquiera eres consciente de que estás reconociendo a uno: simplemente la manera en que hacen disfrutar a las chicas impregna su piel de tal forma que se convierte en parte de ellos, una parte que sólo tu subconsciente es capaz de percibir, pero de la que se hace prácticamente imposible escapar.
Por supuesto, Alec era perfectamente consciente de que yo me esperaba mucho sexo de su historia con Perséfone, así que sus dudas y su cuidado no hacían más que colocarme al borde del precipicio. ¿Estaba dándose cuenta de que había sido tanto? ¿Demasiado, quizá? ¿Lo suficiente como para sentir que debía avergonzarse, o que los demás hacían bien burlándose de mí porque era imposible que estuviera a la altura de Perséfone, incluso cuando apenas podíamos parar de hacerlo?
-No es eso, nena-negó con la cabeza, riendo de nuevo, pero esta vez esta risa fue un poco más atractiva, más aliviada y menos nerviosa. Era Alec sabiendo que, a pesar de que lo habían cazado con las manos en la masa, tenía carisma de sobra para salir airoso de cualquier asunto-. Es que…-se pasó una mano por el pelo y se encogió de hombros, dejándola caer sobre la mesa, lo suficientemente cerca de la mía como para dejarme claro que quería cogérmela y salvar la distancia que sentía que nos separaba, pero no lo bastante como para que yo sintiera la obligación de cogérsela. Tenía derecho a estar molesta con él, era lo que me decía. Tenía derecho a cabrearme por todo lo que se había callado, sobre todo después de mi sinceridad sin tapujos.
Como si mi sinceridad no fuera en parte producto de mi corta vida sexual. Comprendía a la perfección que Alec se hubiera callado ciertas cosas: no sólo por respeto a mi ego, sino también porque es mucho más complicado comerse hasta el último bocado en un banquete que de un simple tentempié.
-… no sé muy bien cómo empezar-admitió, girando la mano de forma que su palma quedara hacia arriba, a la vista de todos los reunidos en aquella habitación: dioses, mortales, y fantasmas del pasado-. Y no sé si sería mejor para ti que vaya directamente a lo que te interesa o que te prepare un poco el terreno.