¡Hola, mis flores!
Antes de que empecéis a leer, tengo que anunciaros algo: el martes que viene, 1
de marzo, tengo uno de los primeros exámenes de mi oposición, así que no voy a poder escribir el finde, ya
que lo estaré preparando (es por ello que también este capítulo es más cortito,
y con menos acción de la esperada, ya que ya estoy más centrada estudiando).
Por tanto, el domingo que viene no habrá capítulo. Sí voy a respetar, por
supuestísimo, el cumpleaños de Alec: nos veremos, pues, el 5 de marzo ᵔᵕᵔ. ¡Disfrutad de la lectura!
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Estaba tan concentrado en mis pensamientos saliendo del Área de Salud Mental que ni me fijé en el pibonazo que había sentado en los sofás de la sala común, las piernas cruzadas pero estiradas, bronceadas por el sol y torneadas por lo bien que se lo había pasado las últimas semanas, recorriendo Italia y Grecia y cabalgando a un joven semental que estaba más que dispuesto a llevarla al fin del mundo si ella le dejaba.
Por descontado, ella no estaba lo suficientemente alterada como para no percatarse de cuándo salía yo. Sabrae me miró con una sonrisa en los labios, esperando con ganas a que me diera cuenta de que estaba ahí, pero en lugar de fruncir el ceño cuando pasé de largo delante de ella a toda velocidad, murmurando para mí mismo cosas que no pudo entender y frotándome la boca con la mano, como hacía cuando estaba nervioso y dándole vueltas a algo, simplemente sonrió…
… y me tiró la cartera, que chocó directamente contra mi culo, desconcentrándome lo suficiente de mis ensoñaciones como para que fuera capaz de recordar que, ¡oye!, ¡estaba en el hospital, y no en ese infierno de decisiones al que había escogido lanzarme de cabeza!
Me giré en redondo, sorprendido por el comportamiento de los internos y preguntándome cómo es que alguien de la zona restringida de Salud Mental había sido capaz de escaparse. Abrí la boca para preguntarle qué quería, si podía ayudarle (sabía que no debía ponerme chulo con aquella gente a la que tenían que tener empastillada para ser capaces de manejarla, incluso si todo apuntaba a que les ganaría en una pelea), pero mi pregunta murió en mis labios cuando mi cerebro registró quién estaba frente a mí.
Sabrae me sonrió, arqueando las cejas de una forma sugerente que me recordó mucho a las veces en que decidía darme una sorpresa y esperarme en la cama… desnuda. Sabiendo de sobra lo que iba a terminar pasando.
Joder. Estaba guapísima. Mis ansias por un cigarro se evaporaron nada más verla, registrando su indumentaria con más interés que si fuera un crítico de moda. Se había puesto un vestido amarillo canario que yo nunca le había visto antes, aunque me sonaba haber cargado con él mientras se dedicaba a escoger más y más ropa en una de nuestras múltiples tardes por el centro comercial. El vestido se ceñía a sus pechos como un sujetador, sosteniéndolos en su sitio gracias a la tira que llevaba anudada al cuello igual que un bikini, y a pesar de la falda con vuelo que danzaría cuando ella echara a andar, un triángulo invertido de piel oscura se asomaba por su espalda, como si llevar los omóplatos al descubierto no fuera suficiente para volverme loco.
Se me pasaron al instante las ganas de fumarme un cigarrillo. En su lugar, me apeteció llevarme algo un poco más sano a la boca.
Por supuesto, eso no implicaba que quisiera consumirla.
-¡Saab!
-Hey-dijo, guiñándome un ojo y llevándose dos dedos a la sien, sin poder evitar sonreír. ¿Nos habíamos intercambiado los papeles y yo no lo sabía? Tenía sentido: después de todo, por una vez, era a mí al que pillaban desprevenido con una visita sorpresa, y no al revés.
Confieso que me gustaba esa actitud chulesca suya. Le sentaba bien comportarse como me comportaría yo… especialmente ahora que yo no me sentía con fuerzas para comportarme como, bueno, yo. Su presencia ya estaba tranquilizando lo más profundo de mi ser, pero todavía quedaba una parte de mí que se resistía a abandonar la angustia que me había producido la terapia. Después de todo, preocuparme era algo que llevaba haciendo toda la vida, y era difícil abandonar los viejos hábitos.
Por suerte, yo siempre había tenido unos reflejos de pantera. Sergei siempre me había aplaudido por ello: decía que no había visto a nadie levantarse tan rápido de la lona como lo hacía yo, prácticamente como si quemara. Pocas personas eran capaces de resistir golpes tan duros como los que yo había sido capaz de soportar, y cuando chocaba contra mi límite, me sacudía el aturdimiento de encima tan rápido como un tiburón que se niega a aceptar que lo han encerrado en un acuario.
-¿Me has tirado la cartera?-solté, incrédulo, y me incliné a recogerla del suelo mientras Sabrae se relamía los labios, comiéndoseme con los ojos igual que yo lo había hecho con ella. Se acarició la pierna involuntariamente con el pie que había pasado por encima, las sandalias con cuña un aliciente para su estatura que haría que mi boca estuviera un poco más a tiro para ella cuando los dos nos estiráramos y nos quedáramos de pie-. Joder, nena. Empezaba a sospechar que me estoy prostituyendo contigo, pero no pensé que tú ya hubieras llegado a la conclusión de que así es, y hubieras querido normalizarlo. Me choca un poco conociendo tus ideales, claro que… supongo que, como yo no soy una mujer, te parece que el que yo venda mi cuerpo no es algo que combatir, ¿no?