A pesar de que ya la usé en algún capítulo de Sabrae (a la que no puedo pasarme ni una
frase sin hacerle mención, aparentemente), y lo poco que me gusta repetir las
mismas palabras muy de seguido, creo que no hay frase más real que la que el
padre de Mulán le dice a su hija: “La
flor que florece en la adversidad es la más rara y hermosa de todas”, porque
eso es exactamente lo que he experimentado en este increíble 2023 que se ha
coronado como uno de los mejores años de mi vida, sino el que más.
Recordar el enero pasado hace aún que se me cierre el estómago y se me acelere el pulso por todo lo que pasé entonces, pero desde que me liberé de esas cadenas que me llevaban lastrando años, no he hecho más que volar. Empecé el año con el estómago cerrado, muerta de la ansiedad, incapaz de retener el desayuno por no tener vacaciones eternas de un trabajo en el que se me menospreciaba y del que no podía defenderme, y de la tristeza por creer que a quienes yo consideraba amigas mías se habían alejado de mí sin más, ni siquiera echarme de menos. En un gesto de valentía del que no he tenido que tener muchos más, por suerte, decidí tener un puente que esas “amigas” que se quejaban de que contara mi experiencia, como llevo más de doce años haciendo, no dudaron en incendiar; recriminándome que hablara de mi dolor, como llevo más de doce años haciendo, cuando ellas no parecían tener problema en hacer lo mismo, e incluso poner mi nombre en sitios a los que yo no podía acceder para reírse del cariño que yo pudiera tenerles. A pesar de que siempre he escrito mis entradas de fin de año con un halo de optimismo, porque creo que hay que estar agradecida de las cosas buenas y centrarte en ellas, y en lo que has aprendido de las malas, debo decir que sentía cierta pena y miedo al mirar el móvil, cosa que con el noveno aniversario de Chasing the Stars finalmente se me acabó. Fueron días difíciles para mí, de mañanas tensas en las que tenía que contener las ganas de ponerme los auriculares durante 7 horas al día para no tener que escuchar insultos por los que no me pagaban lo suficiente, pero de las que esperaba encontrar el consuelo pronto en mi casa, volviendo a esa rutina de poner el móvil en Modo Estudio y no salir más que para ir a comprar el pan, y descansar aprendiendo nuevas recetas de Arguiñano.
Recordar el enero pasado hace aún que se me cierre el estómago y se me acelere el pulso por todo lo que pasé entonces, pero desde que me liberé de esas cadenas que me llevaban lastrando años, no he hecho más que volar. Empecé el año con el estómago cerrado, muerta de la ansiedad, incapaz de retener el desayuno por no tener vacaciones eternas de un trabajo en el que se me menospreciaba y del que no podía defenderme, y de la tristeza por creer que a quienes yo consideraba amigas mías se habían alejado de mí sin más, ni siquiera echarme de menos. En un gesto de valentía del que no he tenido que tener muchos más, por suerte, decidí tener un puente que esas “amigas” que se quejaban de que contara mi experiencia, como llevo más de doce años haciendo, no dudaron en incendiar; recriminándome que hablara de mi dolor, como llevo más de doce años haciendo, cuando ellas no parecían tener problema en hacer lo mismo, e incluso poner mi nombre en sitios a los que yo no podía acceder para reírse del cariño que yo pudiera tenerles. A pesar de que siempre he escrito mis entradas de fin de año con un halo de optimismo, porque creo que hay que estar agradecida de las cosas buenas y centrarte en ellas, y en lo que has aprendido de las malas, debo decir que sentía cierta pena y miedo al mirar el móvil, cosa que con el noveno aniversario de Chasing the Stars finalmente se me acabó. Fueron días difíciles para mí, de mañanas tensas en las que tenía que contener las ganas de ponerme los auriculares durante 7 horas al día para no tener que escuchar insultos por los que no me pagaban lo suficiente, pero de las que esperaba encontrar el consuelo pronto en mi casa, volviendo a esa rutina de poner el móvil en Modo Estudio y no salir más que para ir a comprar el pan, y descansar aprendiendo nuevas recetas de Arguiñano.
Ese remanso de paz con el que yo estaba soñando el siete, el ocho, el nueve de enero, no llegó nunca, pero porque lo sustituyó uno mejor: el 12 de enero, el mismo día que Zayn cumplía 30 años, me llamaron para pasar a formar parte de otro Ayuntamiento, pero no ya en prácticas, sino como funcionaria interina. El ataque de ansiedad que había tenido hacía casi ocho meses, creyendo que no aprobaría el primer examen de una oposición que verdaderamente me importara, se convertía ahora en nervios por lo desconocido, pero también en ilusión. Después de tanto tiempo en el banquillo, me tocaba por fin demostrar lo que valía y lo que había aprendido, pero también lo que podía aprender.
Después de una semana de nervios distintos a los que había tenido desde junio del año pasado de forma intermitente, y más intensa en diciembre, el 19 de enero estampé mi firma en mi primera toma de posesión como Técnica de Administración General. Y… Dios, el subidón como un cohete que fue mi año a partir de entonces. Mañanas enteras tecleando, pero no al ritmo de los latidos de mis personajes, sino volcando conocimientos, aprendiendo y enseñando a partes iguales, con unos compañeros con los que pronto congenié y con los que incluso ya me fui de cena y de fiesta a las pocas semanas de conocerlos; viajes en coche de cien kilómetros al día, cantando a gritos canciones que debía aprenderme para los conciertos a los que iba a ir.
Aunque mis planes eran perderle el miedo a los conciertos en solitario con The Weeknd después de casi 3 años a la espera de poder cantar a gritos Heartless, febrero tenía su propia agenda y una texana quiso hacerme monárquica e imprudente: Beyoncé no había sacado un disco el año anterior, sino el disco. Y venía a España; era un evento que yo no podía perderme, no, después de haber renegado de ella y que ella me diera en los morros con su actuación histórica en Coachella. Beyoncé hacía historia allá por donde iba, y, siendo de letras, adoro la historia, de modo que tenía que aceptar la cita que nos propuso a todos los que fuéramos lo bastante usados como para utilizar un enlace que nos habían pasado nuestros conocidos por Twitter para poder acceder a su preventa. Compré la entrada frente a una arquitecta, en el mismo ordenador del trabajo, y a pesar de que me arriesgaba a que me vaciaran la cuenta del banco unos hackers, me salió bien la jugada y la imagen de Beyoncé subida a un caballo hecho de relámpagos pasó a estar por encima de The Weeknd en mi lista de conciertos pendientes en mi cuenta de Ticketmaster.
La primavera me resulta borrosa, eclipsada por el que iba a ser el evento del año, con permiso de mi cantante canadiense preferido; no obstante, que no refulja con la intensidad con la que lo hizo lo que pasó el 8 de junio de 2023 no quiere decir que no disfrutara con ella: de las comidas de trabajo por las que no entiendo que en otros lugares se quejen, de espichas con las que me terminan doliendo los pies, de (escasas, eso sí) salidas de fiesta con gente con la que no pensé que pudiera congeniar tanto, de lazos que estrecho todavía más con mis amigas, amigos, y sus parejas; de juegos de mesa y sesiones intensas hablando de libros y del Saraverso.
Pero llegó el 8 de junio. Muerta de sueño, mi madre y yo cogimos un taxi para ir al aeropuerto y plantarnos en Barcelona; ella parecía casi más ilusionada que yo, y le decía que íbamos a ver a Beyoncé a todo el que quisiera escucharnos, incluso cuando, en realidad, la única que iba al concierto era yo. Tras ver el estadio desde el avión mientras aterrizábamos y la siesta reparadora de rigor, me puse le outfit que llevaba probándome varios días, me hice una raya del ojo como buenamente pude, me pinté una sombra morada y salí a disfrutar de uno de esos momentos que crees desde fuera que son tristes hasta que no lo vives por dentro, y te das cuenta de que es peor no vivirlos que hacerlo como lo hice: asistir a mi primer concierto en solitario.
Supe que había sido una buena idea en cuanto llegué a mi asiento y me encontré con un chico en mi misma situación; aunque él era fan de Beyoncé desde Destiny’s Child, también era su primera vez viéndola. La energía que había entonces en el ambiente… increíble. No creí que pudiera sentirme en casa a mil kilómetros de mi hogar, ni en familia rodeada de decenas de miles de desconocidos, pero antes de que pudiera darme cuenta, estaba bailando y chillando y riendo con gente a la que acababa de conocer, disfrutando de la leyenda que es Beyoncé y de la suerte que tenemos quienes hemos ido a verla alguna vez de poder contribuir a hacerla un pelín más grande. Grabé vídeos, me hice fotos, agité el abanico que me había comprado esa misma tarde con violencia y me reí cuando escuché a las chicas a mi lado en el pasillo exclamar “es imposible, ¡esta se las sabe todas!” cuando Beyoncé empezó a cantar Black parade. Es una locura que una canción que hace hoy poco más de un año que descubrí me hiciera pensar “tengo que escucharla en directo”, y que, simplemente por haber visto un edit de Beyoncé recogiendo su último Grammy con Black parade de fondo, me plantara en un concierto suyo.
No me arrepiento de esa impulsividad ni de permitirme de vez en cuando ser una caprichosa, porque me lleva a esos momentos de disfrute absoluto en los que me reconcilio con la vida y con mi tiempo, en los que lo único que me preocupa es el coger el suficiente aliento para poder seguir gritando las letras que parecen hechas para mí junto a otras setenta mil personas.
Igual que no me arrepiento tampoco de mi paciencia con The Weeknd, porque un mes y medio después, volvía a entrar a un estadio yo sola, después de conocer a otra amiga que he hecho por internet y a la que me ha unido mi querida Sabrae (vaya, aquí la tenemos otra vez), y me alegraba de haber sido capaz de resistirme y no ver nada de lo que él había sacado de sus conciertos: el escenario, la ropa, las bailarinas… sólo conocía la lista de canciones, en las que también había joyas escondidas.
Y luego, en octubre, le tocó el turno a Louis. Otro producto de mi impulsividad, con la diferencia de que casi hasta el último minuto me había pensado si iba a verlo o no, pero, reconociéndome a mí misma lo mucho que le debía (escribo rápido por él, y escribo ilusionada gracias a él), reforcé su posición como el artista al que más veces he visto en directo. Y me alegro de haberlo hecho porque, independientemente de que mi usuario de Twitter tenga relación con él pero ya lo identifique más conmigo, el que me sacara la espinita de no haber escuchado Where do broken hearts go? en directo es un detalle muy típico de él y que siempre le agradeceré. Estaba tentada de decir que incluso compensaba que me hiciera perder amigas, pero, como he escrito recientemente, el que levanta una sábana y descubre un cristal hecho añicos debajo no es el culpable de haber roto esa figurita, así que, independientemente de si nos volveremos a ver o no, Louis ha hecho de mi 2023 un año redondo con ese regalo que nos ofrece a todas las que recordamos de dónde viene.
Pero los conciertos no son, ni mucho menos, lo único destacable que me ha pasado este año. Volviendo a junio, me enfrenté por primera vez a un examen oral en el que me lo jugaba todo, y no como el que había tenido en las mismas fechas del año anterior. Con la diferencia de que éste ¡lo aprobé!, con lo que le he perdido el miedo a los exámenes orales, reforzándome en mi manifestación en la que no pienso “si consigo la plaza”, sino “cuando”, lo cual, creo yo, es tan importante como la disciplina para obtenerlo.
Julio vino cargado de tensión, por un lado, por la despiadada lucha por entradas de Taylor Swift, de la que salimos victoriosas en Portugal, y a cuyas puertas nos quedamos en Madrid. Pensar que Taylor cerrará el año de conciertos que inició Beyoncé, en una especie de binomio de reinas, me resulta gracioso y terriblemente profético: la industria musical recogiendo el testigo de la reina entre reinas, el dominio femenino absoluto de la canción del que me siento particularmente orgullosa como mujer, aunque apenas esté aportando nada a éste.
Por otro, julio también trajo la tranquilidad y el aprendizaje de todos los años con el Celsius, mostrándome a autores que no temen a mostrarle su corazón a un público que, en ocasiones, no habla su idioma. Me llena de un profundo orgullo e ilusión ver que mi querida Avilés se convierte por unos días en la capital de la cultura de la fantasía, y saber que hay personas programando su año en torno a los mismos eventos a los que asisto.
E, incluso retrocediendo de nuevo un poco a ese 18 de julio en el que por fin pude cantar a gritos que no necesito una perra, soy lo que necesita una perra, también me trajo la ilusión de los nuevos descubrimientos, de conocer a una amiga en persona y de volver a pasarme horas y horas hablando de algo relacionado con One Direction en el VIPS de Gran Vía, con la diferencia de que, esta vez, hablamos de la hija imaginaria y el yerno imaginario de Zayn. Algo que estoy ansiosa por repetir.
Agosto fue el mes de ir a la playa con mis amigas, algunas viejas y otra nuevas; de descubrir nuevas olas y de reencontrarme con antiguas. De comprar pinchos en chiringuitos o llevármelos preparados de casa, cambiarme la ropa en el baño del trabajo y bajar en chanclas las escaleras que subía todos los días enfundada en unas Converse.
El 31 de agosto reservé el primer coche cuyos kilómetros estrenaría yo, aunque mi ilusión se vio empañada por el control que querían ejercer sobre mí en el trabajo. Por suerte, el 1 de septiembre vino con el regalo de un concierto a la luz de las velas; más tarde, me reuniría con Menorca y sus aguas turquesas.
Y entonces, en una planificación milimétrica del destino y por un cruce de casualidades muy bien estudiadas, en la que debería ser mi última mañana bañándome en esas aguas templadas y cristalinas, recibí otra llamada. Siempre me ha sorprendido la manera en que me sonríen las estrellas, quizá por el amor que saben que les profeso, pero en cuanto estoy incómoda, me arrancan de las garras de lo que me hace daño y me llevan a un nuevo lugar seguro.
La llamada era para trabajar en mi casa, y debo confesar que me lo pensé. Si no me hubiera pasado lo que me pasó en el trabajo, puede que incluso me hubiera quedado, pero después de un fin de semana considerando mis opciones, llamé por teléfono y acepté el llamamiento.
El 3 de octubre volvía a firmar una toma de posesión, dos días después del concierto de Louis, cinco después de mi comida de despedida en mi anterior ayuntamiento, cuya sobremesa se alargó hasta las 12 de la noche y se convirtió en una cena de cinco compañeras que nos echaríamos mucho de menos. Esta vez, no obstante, la toma de posesión tenía un escudo en su parte superior que a mí me resulta muy familiar, y que me parece el más bonito de todos los que hay en Asturias… posiblemente porque es el mío.
Octubre fue una carrera contrarreloj para poder sacar un trabajo inaplazable, pero lo logré. Y mi premio fue ver a otra reina entre reinas, la GOAT indiscutible: Mary Louise Streep. De nuevo las estrellas confabulando para hacerme un regalo con el que yo ni siquiera me atrevía a soñar; no sé en qué momento había renunciado a ver a Meryl en persona, pero cuando en marzo anunciaron que había ganado el Premio Princesa de Asturias de las Artes, me planté un único objetivo: verla. Hacer de ella células, y no píxeles. Después de una lucha como la de las entradas de Taylor que no gané, y de hacer una cola kilométrica para quedarme a las puertas del local en el que daría una charla con Antonio Banderas, finalmente pude verla. En persona. Mis indignos ojos miopes se posaron sobre su Majestad, doña Meryl Streep. Todavía es algo que soy incapaz de procesar bien, como un sueño febril, a pesar de que hay vídeos en las que ambas nos solapamos y parece estar saludándome a mí, que la observo como una cromañona viendo el fuego por primera vez, con un asombro en la mirada muy parecido a como creo que los cristianos se comportarían si se les apareciera la Virgen María. Y todo porque Meryl Streep es lo más cercano que tenemos los ateos a Jesucristo.
Octubre dejó el listón muy, pero que muy alto, aunque noviembre se esforzó en tratar de alcanzarlo. Creo que no lo logró, pero, oye, el 23 de noviembre recogí las llaves de un coche nuevo por primera vez en mi vida, un coche que había escogido yo y que había diseñado a mi gusto. Como diría Kim Kardashian, no está mal para una chica sin talento, pero, de nuevo, ¿si hablamos de una chica sin talento, estaríamos hablando de mí?
En serio, el 23 de noviembre descubrí que puedo convertirme en el típico novio obsesionado con llevar a su novia a todas partes en su coche, con la diferencia de que yo no tengo novio y tiro de amigos. ¿Que quieres ir de compras? Yo te llevo con mi coche. ¿Que tienes que ir al aeropuerto? Yo te acerco con mi coche. ¿Que quieres ir de roadtrip? Vamos con mi coche y ponemos música en Spotify; canción que no te guste, canción que saltas directamente en la pantalla con Carplay. La sensación de libertad que siento ahora, sumado al orgullo de ver aparcado junto a mi casa el producto de tantos esfuerzos… esto es lo más cercano que las chicas a las que no nos gustan los niños tenemos al tener hijos, así que no me extraña que las madres se obsesionen con sus pequeños.
Y ahora ya ha llegado diciembre. Entre cafés en los que planifico con una compañera de la academia a la que ya llamo amiga cómo haremos para convertir en nuestras para siempre las plazas que ahora ocupamos como interinas y tardes en las que he estudiado menos de lo que debería, he ido al cine a revivir el concierto de Beyoncé con mi mejor amigo; he vuelto a agitar el abanico con violencia frente a Beyoncé mientras él se mantenía estoico en el sitio, seguramente preguntándose si soy lo bastante graciosa para todas las gilipolleces que me aguanta, o si debería pedirme que le devuelva el colgante que me regaló por mi cumpleaños y que deje de bromear con que somos novios porque en un restaurante indio pensaron que era así. También he ido de tardes de compras con otra amiga que se nos han hecho noches de pizza y de hablar del Saraverso (todavía más; esto es un agujero negro que no nos va a dejar escapar).
He enviado mensajes diciendo que me lo he pasado genial y que quiero repetir pronto, me han dolido los pies de pasear y la cara de reírme; he vaciado la cartera tomándome cócteles con amigas improbables del trabajo. He seguido escribiendo, he seguido leyendo, he seguido yendo al cine.
Y, por encima de todo, he sido feliz. Feliz como no lo había sido durante tanto tiempo y con tanta intensidad. En 2022 tenía el presentimiento de que 2023 sería un buen año para mí (a pesar de que acabara uno y empezara otro en un estado emocional bastante pobre), pero si algo he aprendido a lo largo de estos 365 días increíbles es que tengo que confiar más en mi intuición.
Y también que no eres tú el que escoge tu número preferido, sino que él te escoge a ti. Llevaba 10 años con el 17 como número preferido indiscutible, porque los 17 me trataron también muy bien (anda, fue el primer año que vi a Louis) y porque siempre me ha gustado ese número, pero el 23 estaba empezando a ser mi debilidad desde que llevo tanto tiempo escribiendo Sabrae. Sin embargo, este año ha sido un auténtico desafío del 23 al 17.
Hasta el punto de que, simplemente, no puedo decir adiós, ni dar las gracias de forma suficiente. No puedo despedirme de este año. Sólo puedo suplicar porque se repita, porque siga siendo así otro, y otro, y otro más. Sé que es imposible, pero…
… también lo parecía que mis indignos ojos miopes se posaran sobre Meryl Streep en persona, sin pantallas de por medio. Y, sin embargo, así ha sido. Así que por pedir que no falte, ¿verdad?