¡Hola, flor! Estoy
haciendo de esto de los mensajes antes del capítulo una costumbre, me temo.
Quería avisarte de que el finde que viene son las fiestas de mi pueblo, así que
no voy a tener tanto tiempo para escribir, por lo que, ¡nos vemos la semana
siguiente! Gracias por tu paciencia y que disfrutes del cap ❤
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A pesar de que la protagonista era Diana, al primero que
vimos fue a Chad. Estaba de pie a los pies de la cama de Didi, con un brazo
rodeándole la cintura y la mano derecha en su boca mientras se mordisqueaba las
uñas. Sus ojos enrojecidos se volvieron hacia nosotros cuando sintió nuestra
presencia al otro lado de la puerta, y vimos en ellos un cansancio que no era
propio de un chico de su edad, sino, más bien, de un minero de Gales que
llevara toda la vida madrugando para contaminarse los pulmones.
Apenas nos miró un segundo antes de volver de nuevo la vista hacia la cama, alrededor de la que giraba toda la acción.
A la siguiente a la que vimos fue a Layla, que también estaba apoyada a los pies de la cama, con los codos en el colchón y las manos entrelazadas, como si rezara una plegaria silenciosa para conseguir que Diana abriera los ojos. Cuando nos miró de reojo se incorporó un poco, y una sonrisa triste le cruzó la boca; era como si llevara esperando que apareciéramos para permitirse dejar de ser fuerte.
Scott se levantó de uno de los sillones para visitas que había a un lado de la cama, y la rodeó sin contemplaciones.
-Alec-dijo, y el nombre de mi novio sonó a la respuesta a todas las plegarias que llevaba una tarde entera elevando a los cielos. Con la caída de las estrellas también había bajado su salvación. Suspiró sonoramente y se lanzó al pecho de mi novio, que cerró los brazos en torno a mi hermano y le acarició la espalda. Scott hundió la cara en el hombro de Alec y, entonces, como si hubiera estado aguantándose, se echó a llorar como un niño pequeño.
Que sólo se permitiera derrumbarse frente a Alec me hizo entender mejor por qué se había enfadado tantísimo con él cuando yo le había dicho que me había puesto los cuernos. Eso no era propio de él. Alec nos cuidaba a todos nosotros.
Scott no podría afrontar una segunda sobredosis de Diana sin Alec, pero, por suerte, no tenía por qué hacerlo, porque yo lo había traído hasta allí.
Me separé de los dos chicos y me acerqué a la cama, registrando con los ojos pero sin ver realmente las diferencias que había entre la habitación de Diana y la que había ocupado Alec después de despertarse.
Tenía demasiado a lo que prestarle atención como para ponerme a comparar el tamaño de la habitación o el distinto mobiliario. Porque, cuando Layla se había incorporado, yo había podido intuir un poco del aspecto de Diana.
Y, atraída como una polilla a la luz que va a matarla, o como un niño que no puede apartar la vista de la película que están viendo sus padres más allá de la hora en que tiene que irse a la cama y que sabe que no le dejará dormir, pero de la que no puede apartar los ojos, yo me acerqué a ella para verla mejor.
Estaba destrozada. Tenía los brazos llenos de moratones negros que destacaban sobre su piel pálida, más blanca de lo que se la había visto nunca; tanto, que tenía un ligero aspecto azulado que no era propio de ella, con su eterno toque dorado propio de un bronceado que nadie más que ella sería capaz de mantener en Nueva York. Le habían puesto unas vías en las muñecas y en la cara interna del codo, con cuidado de no rozarle los cortes que se había hecho y que tenía resaltados con las marcas de los antisépticos, que hacían que la palidez inhumana de su piel resaltara aún más. Le habían puesto en el hombro una venda que se asomaba con timidez por debajo de la bata de hospital que también había llevado Alec, y que a ella, que siempre iba impecable incluso estando por casa, le quedaba todavía peor de lo que le había quedado a él.
Pero lo peor no era su cuerpo. Oh, Dios, no. A pesar de que estaba machacada, más de lo que cabría esperar para una chica que había estado de fiesta y que se había caído sobre una mesa de bebidas, dentro de su situación en general su cuerpo no era lo que más detallaba todo lo que había sufrido.
Lo peor era su cara. Tenía intensas ojeras cerúleas por debajo de los ojos, los labios secos, y una película de sudor que le resaltaba los moratones que se le formaban en el lado izquierdo del rostro. Se le había hinchado el pómulo y se había hecho un corte en la mejilla, seguramente con la caída, que le tenían unido por dos tiritas para que no le dejara cicatriz, a pesar de que ascendía hasta el pico de su ceja, que también estaba hinchada.
Apenas nos miró un segundo antes de volver de nuevo la vista hacia la cama, alrededor de la que giraba toda la acción.
A la siguiente a la que vimos fue a Layla, que también estaba apoyada a los pies de la cama, con los codos en el colchón y las manos entrelazadas, como si rezara una plegaria silenciosa para conseguir que Diana abriera los ojos. Cuando nos miró de reojo se incorporó un poco, y una sonrisa triste le cruzó la boca; era como si llevara esperando que apareciéramos para permitirse dejar de ser fuerte.
Scott se levantó de uno de los sillones para visitas que había a un lado de la cama, y la rodeó sin contemplaciones.
-Alec-dijo, y el nombre de mi novio sonó a la respuesta a todas las plegarias que llevaba una tarde entera elevando a los cielos. Con la caída de las estrellas también había bajado su salvación. Suspiró sonoramente y se lanzó al pecho de mi novio, que cerró los brazos en torno a mi hermano y le acarició la espalda. Scott hundió la cara en el hombro de Alec y, entonces, como si hubiera estado aguantándose, se echó a llorar como un niño pequeño.
Que sólo se permitiera derrumbarse frente a Alec me hizo entender mejor por qué se había enfadado tantísimo con él cuando yo le había dicho que me había puesto los cuernos. Eso no era propio de él. Alec nos cuidaba a todos nosotros.
Scott no podría afrontar una segunda sobredosis de Diana sin Alec, pero, por suerte, no tenía por qué hacerlo, porque yo lo había traído hasta allí.
Me separé de los dos chicos y me acerqué a la cama, registrando con los ojos pero sin ver realmente las diferencias que había entre la habitación de Diana y la que había ocupado Alec después de despertarse.
Tenía demasiado a lo que prestarle atención como para ponerme a comparar el tamaño de la habitación o el distinto mobiliario. Porque, cuando Layla se había incorporado, yo había podido intuir un poco del aspecto de Diana.
Y, atraída como una polilla a la luz que va a matarla, o como un niño que no puede apartar la vista de la película que están viendo sus padres más allá de la hora en que tiene que irse a la cama y que sabe que no le dejará dormir, pero de la que no puede apartar los ojos, yo me acerqué a ella para verla mejor.
Estaba destrozada. Tenía los brazos llenos de moratones negros que destacaban sobre su piel pálida, más blanca de lo que se la había visto nunca; tanto, que tenía un ligero aspecto azulado que no era propio de ella, con su eterno toque dorado propio de un bronceado que nadie más que ella sería capaz de mantener en Nueva York. Le habían puesto unas vías en las muñecas y en la cara interna del codo, con cuidado de no rozarle los cortes que se había hecho y que tenía resaltados con las marcas de los antisépticos, que hacían que la palidez inhumana de su piel resaltara aún más. Le habían puesto en el hombro una venda que se asomaba con timidez por debajo de la bata de hospital que también había llevado Alec, y que a ella, que siempre iba impecable incluso estando por casa, le quedaba todavía peor de lo que le había quedado a él.
Pero lo peor no era su cuerpo. Oh, Dios, no. A pesar de que estaba machacada, más de lo que cabría esperar para una chica que había estado de fiesta y que se había caído sobre una mesa de bebidas, dentro de su situación en general su cuerpo no era lo que más detallaba todo lo que había sufrido.
Lo peor era su cara. Tenía intensas ojeras cerúleas por debajo de los ojos, los labios secos, y una película de sudor que le resaltaba los moratones que se le formaban en el lado izquierdo del rostro. Se le había hinchado el pómulo y se había hecho un corte en la mejilla, seguramente con la caída, que le tenían unido por dos tiritas para que no le dejara cicatriz, a pesar de que ascendía hasta el pico de su ceja, que también estaba hinchada.