domingo, 28 de julio de 2024

Mártir.

¡Hola, flor! Estoy haciendo de esto de los mensajes antes del capítulo una costumbre, me temo. Quería avisarte de que el finde que viene son las fiestas de mi pueblo, así que no voy a tener tanto tiempo para escribir, por lo que, ¡nos vemos la semana siguiente! Gracias por tu paciencia y que disfrutes del cap


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A pesar de que la protagonista era Diana, al primero que vimos fue a Chad. Estaba de pie a los pies de la cama de Didi, con un brazo rodeándole la cintura y la mano derecha en su boca mientras se mordisqueaba las uñas. Sus ojos enrojecidos se volvieron hacia nosotros cuando sintió nuestra presencia al otro lado de la puerta, y vimos en ellos un cansancio que no era propio de un chico de su edad, sino, más bien, de un minero de Gales que llevara toda la vida madrugando para contaminarse los pulmones.
               Apenas nos miró un segundo antes de volver de nuevo la vista hacia la cama, alrededor de la que giraba toda la acción.
               A la siguiente a la que vimos fue a Layla, que también estaba apoyada a los pies de la cama, con los codos en el colchón y las manos entrelazadas, como si rezara una plegaria silenciosa para conseguir que Diana abriera los ojos. Cuando nos miró de reojo se incorporó un poco, y una sonrisa triste le cruzó la boca; era como si llevara esperando que apareciéramos para permitirse dejar de ser fuerte.
               Scott se levantó de uno de los sillones para visitas que había a un lado de la cama, y la rodeó sin contemplaciones.
               -Alec-dijo, y el nombre de mi novio sonó a la respuesta a todas las plegarias que llevaba una tarde entera elevando a los cielos. Con la caída de las estrellas también había bajado su salvación. Suspiró sonoramente y se lanzó al pecho de mi novio, que cerró los brazos en torno a mi hermano y le acarició la espalda. Scott hundió la cara en el hombro de Alec y, entonces, como si hubiera estado aguantándose, se echó a llorar como un niño pequeño.
               Que sólo se permitiera derrumbarse frente a Alec me hizo entender mejor por qué se había enfadado tantísimo con él cuando yo le había dicho que me había puesto los cuernos. Eso no era propio de él. Alec nos cuidaba a todos nosotros.
               Scott no podría afrontar una segunda sobredosis de Diana sin Alec, pero, por suerte, no tenía por qué hacerlo, porque yo lo había traído hasta allí.
               Me separé de los dos chicos y me acerqué a la cama, registrando con los ojos pero sin ver realmente las diferencias que había entre la habitación de Diana y la que había ocupado Alec después de despertarse.
               Tenía demasiado a lo que prestarle atención como para ponerme a comparar el tamaño de la habitación o el distinto mobiliario. Porque, cuando Layla se había incorporado, yo había podido intuir un poco del aspecto de Diana.
               Y, atraída como una polilla a la luz que va a matarla, o como un niño que no puede apartar la vista de la película que están viendo sus padres más allá de la hora en que tiene que irse a la cama y que sabe que no le dejará dormir, pero de la que no puede apartar los ojos, yo me acerqué a ella para verla mejor.
               Estaba destrozada. Tenía los brazos llenos de moratones negros que destacaban sobre su piel pálida, más blanca de lo que se la había visto nunca; tanto, que tenía un ligero aspecto azulado que no era propio de ella, con su eterno toque dorado propio de un bronceado que nadie más que ella sería capaz de mantener en Nueva York. Le habían puesto unas vías en las muñecas y en la cara interna del codo, con cuidado de no rozarle los cortes que se había hecho y que tenía resaltados con las marcas de los antisépticos, que hacían que la palidez inhumana de su piel resaltara aún más. Le habían puesto en el hombro una venda que se asomaba con timidez por debajo de la bata de hospital que también había llevado Alec, y que a ella, que siempre iba impecable incluso estando por casa, le quedaba todavía peor de lo que le había quedado a él.
               Pero lo peor no era su cuerpo. Oh, Dios, no. A pesar de que estaba machacada, más de lo que cabría esperar para una chica que había estado de fiesta y que se había caído sobre una mesa de bebidas, dentro de su situación en general su cuerpo no era lo que más detallaba todo lo que había sufrido.
               Lo peor era su cara. Tenía intensas ojeras cerúleas por debajo de los ojos, los labios secos, y una película de sudor que le resaltaba los moratones que se le formaban en el lado izquierdo del rostro. Se le había hinchado el pómulo y se había hecho un corte en la mejilla, seguramente con la caída, que le tenían unido por dos tiritas para que no le dejara cicatriz, a pesar de que ascendía hasta el pico de su ceja, que también estaba hinchada.

martes, 23 de julio de 2024

Bajar al infierno y volver.


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¡Hola, flor! Quería pararme un segundito para agradecerte tu paciencia. Sé que últimamente estoy siendo un poco inconsistente al publicar unos findes y otros no, pero comprenderás que de vez en cuando apetece un descanso. Que sepas que agradezco mucho tu paciencia y lealtad, y que todos las señas de que estás ahí (comentarios, votos, mensajes y demás) son muy, pero que muy apreciados y me animan a continuar cuando estoy más perezosa. Así que, ¡gracias!
Dicho lo cual, disfruta del cap
 
Había tenido la inmensa suerte de no haberle visto la cara a Sabrae cuando le había dicho que le había sido infiel, pero no había que ser un lince para saber que era idéntica a la que estaba poniendo ahora: se había puesto pálida, había desenfocado la mirada y se había quedado totalmente quieta, como si Sherezade fuera Medusa, y las noticias que nos acababa de transmitir, sus ojos.
               No tenía tiempo para pensar en todo lo que nos había llevado hasta ese momento, ni en todo lo que podía ir mal a partir de entonces. No tenía tiempo de valorar si Sherezade había tenido falta de tacto hablándole así a su hija aun sabiendo lo mal que lo pasado, o si era consciente de que le había dicho las mismas palabras que Scott había pronunciado cuando Tommy estaba con Diana y yo tenía casi los dos pies en el otro barrio.
               Tampoco podía pensar en lo irónica que era la vida, jodiendo a mis amigos cuando eran las personas que menos se merecían sufrir.
               No: Saab estaba entrando en shock, y yo no podía permitir eso. Me necesitaba más de lo que lo había hecho nunca (salvo, quizá, aquel día en que casi lo habíamos perdido todo), así que no tenía tiempo para mis mierdas filosóficas o para comerme la cabeza con si habría sido posible que evitáramos esto. Tenía que estar ahí para ella, y así lo estaría.
               Le cogí la mano y le acaricié los nudillos, insuflándole calor, mi presencia, la certeza de que siempre estaría a salvo cuando estuviera conmigo. Vuelve conmigo, le pedí antes de que terminara de perderse del todo en las ciénagas de esos miedos que siempre estaban infestadas de pirañas famélicas.
               Sabrae levantó la cabeza y me miró con unos ojos húmedos que me hicieron odiar a todo el mundo por mojárselos así: a la industria musical, por meterles tanta presión a mis amigos; a Diana, por comprometerse con más cosas de las que podía abarcar; a todos y cada uno de los cárteles de droga que ponían a su alcance herramientas con las que la americana podía esquivar la extenuación.
               Me concentré en retener dentro de mí la rabia que sentía, en no dejar que atravesara las fronteras de mi piel. Le sostuve la mirada tratando de transmitirle la mayor calma posible mientras ella luchaba con unos demonios distintos a los míos, pues los míos eran imaginaciones mías, hechos de sombras y reflejos; los de ella eran recuerdos, fragmentos de luz capturados en su memoria como una fotografía.
               Creo que lo conseguí, porque tragó saliva y su labio empezó a temblar, como si estuviera a punto de desmoronarse pero hubiera encontrado dentro de ella la fuerza suficiente para no hacerlo. Tomando sus manos entre las mías, las levanté para acercármelas a la boca y poder besarle los nudillos, y Sabrae sonrió con tristeza.
               -Tengo miedo-dijo con un hilo de voz con el que puede que ni siquiera ella misma se había escuchado, pero yo sí. Yo siempre la escucharía.
               -¿Seguís ahí?-preguntó Sherezade finalmente, rompiendo la magia del momento y añadiendo una gota al vaso ya rebosante de mi paciencia. Francamente, me sorprendía que no estuviera gritándole a estas alturas de la película, porque por mucho que fuera esencial para ella mantener a Sabrae lejos de Internet, le habría podido dar esta noticia de un modo que fuera menos impactante para ella.
               Pero no tenía tiempo ni energías que me sobraran para poner a Sherezade Malik en su sitio, sino que opté por lo más sensato y lo que sería mejor para Saab: ponerme mentalmente los guantes de boxeo, meterme entre las cuerdas y subirme de nuevo al ring. No había otra opción.
               -Seguimos aquí, Sherezade-respondí, y me pasé una mano por el pelo mientras sostenía las de Sabrae con la otra. Esto iba a ser muy jodido para mí, pero tenía que hacerlo por ella. Una tregua era lo último que me apetecía con mis suegros, pero Saab ya iba a pasarlo bastante mal sin necesidad de que yo le pusiera palos en las ruedas, así que me tocaba encajar unos cuantos golpes con tal de que el combate saliera bien.
               No se trataba de que yo ganara, sino de que ella no perdiera; no era lo mismo, ni mucho menos.
               -Vale, necesito que vengáis a buscarnos-dije, y Sabrae abrió los ojos como platos y se me quedó mirando como si acabara de decirles que pensaba llevármela conmigo a Etiopía para que no tuviera que enfrentarse a las consecuencias de las malas decisiones de todos los que la rodeaban. Lo cual, a decir verdad, tampoco parecía tan mala idea si te parabas a pensarlo-. Nos vamos al hospital.
               -Pero tu madre…

lunes, 8 de julio de 2024

Cóctel de estrella fugaz.


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Nuestro vínculo era dorado, pero la canción no podía estar más acertada: querer a Alec era rojo. Rojo como el mono de Nochevieja que me había puesto con la única intención de que él me lo quitara, rojo como el desfile de corazones que decoraban las calles de Londres cada 14 de febrero.
               Rojo como el charco de sangre sobre el que sentía que me había tumbado y sobre el que se escapaba mi vida. Y, aun así, encontré dentro de mí la fortaleza suficiente para estar tranquila y sentirme tremendamente orgullosa de él. Sabía que no le había resultado nada fácil sobreponerse a sus instintos y decirme la verdad, pero ahora tenía la certeza de que esto era lo correcto.
               Esto era lo bueno. El poder mirarlo a los ojos y jugar con los mechones de pelo que todavía le caían sobre la frente mientras recogía los pedacitos en que me había roto el corazón, confiando en que él me los pegaría de nuevo con pegamento de oro que haría de mí la obra de arte que él siempre había visto cada vez que me miraba. Lo íbamos a conseguir. No importaban las piedras en el camino ni lo lejos que tuviéramos que llegar para reunirnos, cómo habríamos de escalar montañas y acurrucarnos junto a una hoguera minúscula en la oscuridad de la noche y el frío del bosque.
               Esto era sano. Sano como no había tenido nada en mi vida. Esto era infinito, como la confianza que tenía en él. Sabía que nunca, jamás, me haría daño a propósito, y con eso sería más que suficiente para aguantar durante el larguísimo invierno que estaba a la vuelta de la esquina, y que, a diferencia de los demás, no terminaría en marzo, sino en julio, cuando regresara. Puede que los días fueran cortísimos y las noches demasiado largas, puede que me preguntara una y mil veces si no debería haber insistido un poco más para que jamás probara las mieles de Etiopía, pero ahora que sabía lo que era estar lejos y aun así ser feliz, no podía quitárselo.
               No podía y tampoco quería. Alec se merecía más que nadie ser feliz, y si tenerme a miles de kilómetros lo destrozaba, pero aun así lo prefería a las preguntas que siempre nos atormentarían a ambos sobre si lo habríamos conseguido de normal. Ahí fuera había todo un mundo para que él lo disfrutara y lo dominara, y que estuviéramos en puntos distintos de nuestra vida no implicaba que uno de los dos tuviera que ponerla en pausa y subirse al vagón del otro.
               Un intensísimo sentimiento de amor floreció en mi pecho mientras me daba cuenta de lo que significaba lo que Alec acababa de hacer: me había elegido a mí por encima de sus miedos, de sus dudas, de su pecado mortal de siempre querer sacrificarse por los demás. Por una vez se había puesto a sí mismo frente a todos los demás; había vuelto a ser sincero conmigo, aun sospechando que no iba a decirme lo que yo iba a querer oír, simplemente porque me respetaba y me quería lo bastante como para ir con la verdad por delante, y me valoraba lo suficiente como para no poner en peligro la confianza que yo había depositado en él, lo más valioso que él consideraba que le había confiado, regalándome los oídos con que mis mañanas volverían a ser luminosas porque lo tendría de nuevo calentándome la cama.
                A pesar de que acababa de confirmarme que no dejaría de nevarme sobre la cabeza desnuda durante los próximos nueve meses, la primavera se abría paso por mi interior con la fuerza arrolladora de una tormenta solar. Veía en sus ojos cuánto le dolía sentirse así por todo lo que eso implicaba pero, a la vez, lo mucho que le alegraba haber podido sacárselo de dentro. Estaba tranquilo por primera vez desde que había regresado, porque ahora las cartas estaban sobre la mesa.
               Sólo teníamos que escoger.
               Pero lo haríamos como el resto de parejas cuando eligen la casa en la que construirán su hogar: sabiendo exactamente qué queríamos ambos y descartando todo lo que no encajara dentro de nuestros planes.
               -Estoy tan enamorada de ti-susurré en voz baja, aunque no me habría importado subir a la azotea y gritarlo a pleno pulmón, o plantarme en medio de Trafalgar Square y anunciarlo a los cuatro vientos desnuda como estaba; de verdad que no me habría importado lo más mínimo, porque me sabía la chica más afortunada del mundo por ser la única con derecho a estar así, con su cuerpo entrelazado con el suyo, sólo la frontera de nuestra piel separando nuestras almas.
               Me incliné hacia él para darle un beso en los labios; fue un beso lento y paciente que bien podría protagonizar una película de época. Me concentré en la sensación de sus labios contra los míos, la humedad de su boca, la calidez de su aliento, el sonido de nuestros labios al separarse. Ahora que sabía a ciencia cierta que aquellos pequeños grandes lujos estaban contados, iba a atesorarlos todavía más. Tomé aire, lo retuve dentro de mí unos segundos, como si así pudiera conservar más tiempo el aroma de Alec conmigo, y finalmente exhalé. Le acaricié el brazo que me había pasado por la cintura con la yema de los dedos y dejé mi mano descansando en su costado.
               -Aun así-dijo también en un susurro-, creo que tenemos que hablarlo-pasó la otra mano por debajo de mi cuerpo y me acarició la espalda con la yema de los dedos, enviando descargas eléctricas que estallaban en mi columna vertebral y hacían estragos por el resto de mi cuerpo-. También estoy muy bien aquí. Contigo. Tú eres lo único que no ha hecho que no dude en si debo coger el avión o no, Saab. Desde el principio-me recordó, y yo le sonreí.
               -Te has sacrificado demasiadas veces por mí como para que yo no te devuelva el favor ahora. De lo contrario, creo que nunca podría ponerme al día-dije, cogiéndole la mano que tenía en mi cintura y llevándomela a los labios para besarle los nudillos. Metí una de mis piernas entre las suyas y suspiré, rozando su cuerpo con el mío en todo lo posible. Cada milímetro de contacto entre nosotros valía oro, y yo estaba dispuesta a ir a la guerra por aunque fuera un minuto más a su lado.
               -No estoy llevando la cuenta-respondió con paciencia-, y si crees que alguna vez me he sacrificado por ti, te aseguro que no ha sido así. O, al menos, yo no lo he sentido así-respondió, besándome el hombro y rozándome el costado con los dedos. Ni siquiera sabía lo al filo que me tenía, el peligro que corría de perder el control y dar por zanjado este asunto sin conseguir que acordáramos que tenía que marcharse para meterlo entre mis piernas, y precisamente por eso era por lo que lo quería tanto: no estaba tratando de distraerme; simplemente lo hacía, y punto.
               -Precisamente porque no llevas la cuenta, mi amor, es por lo que quiero hacer esto. ¿Me gustaría tenerte conmigo todos los días?-pregunté, acariciándole la pierna con mi pie, incapaz de resistirme a sentir sus músculos-. Por supuesto. Pero no tengo derecho a pedirte que te quedes sabiendo que prefieres marcharte, y más aún cuando lo más complicado de tu ausencia ni siquiera tiene que ver contigo. No tienes culpa de nada de lo que ha pasado-susurré, besándole las yemas de los dedos, que había extendido en mi abrazo-, y no puedo pedirte que te responsabilices de mis problemas cuando no eres tú quien los ocasiona.
               -¿Y si quisiera hacerlo?-respondió-. Puede que me vea volviendo a Etiopía y reuniéndome contigo dentro de una infinidad de meses, pero no tienes que hacerte la fuerte por mí. ¿Pensarías distinto si te dijera que no voy a disfrutar del voluntariado sabiendo que tú estás mal en casa?
               -Sé que no te resultará fácil que estemos lejos-contesté, acariciándole el pecho y siguiendo la línea de su cicatriz-, pero confío en que el que sigas con tus planes al final será lo mejor. No puedo quitarte algo que te hace feliz después de todo lo que has luchado por serlo-me encogí de hombros-. Creo que no viviría tranquila ni a gusto conmigo misma si descubriera que puedo ser así de egoísta.
               -No sería egoísmo-contestó él, incorporándose y apartándome un mechón de pelo de la cara-, sino supervivencia.