martes, 23 de julio de 2024

Bajar al infierno y volver.


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¡Hola, flor! Quería pararme un segundito para agradecerte tu paciencia. Sé que últimamente estoy siendo un poco inconsistente al publicar unos findes y otros no, pero comprenderás que de vez en cuando apetece un descanso. Que sepas que agradezco mucho tu paciencia y lealtad, y que todos las señas de que estás ahí (comentarios, votos, mensajes y demás) son muy, pero que muy apreciados y me animan a continuar cuando estoy más perezosa. Así que, ¡gracias!
Dicho lo cual, disfruta del cap
 
Había tenido la inmensa suerte de no haberle visto la cara a Sabrae cuando le había dicho que le había sido infiel, pero no había que ser un lince para saber que era idéntica a la que estaba poniendo ahora: se había puesto pálida, había desenfocado la mirada y se había quedado totalmente quieta, como si Sherezade fuera Medusa, y las noticias que nos acababa de transmitir, sus ojos.
               No tenía tiempo para pensar en todo lo que nos había llevado hasta ese momento, ni en todo lo que podía ir mal a partir de entonces. No tenía tiempo de valorar si Sherezade había tenido falta de tacto hablándole así a su hija aun sabiendo lo mal que lo pasado, o si era consciente de que le había dicho las mismas palabras que Scott había pronunciado cuando Tommy estaba con Diana y yo tenía casi los dos pies en el otro barrio.
               Tampoco podía pensar en lo irónica que era la vida, jodiendo a mis amigos cuando eran las personas que menos se merecían sufrir.
               No: Saab estaba entrando en shock, y yo no podía permitir eso. Me necesitaba más de lo que lo había hecho nunca (salvo, quizá, aquel día en que casi lo habíamos perdido todo), así que no tenía tiempo para mis mierdas filosóficas o para comerme la cabeza con si habría sido posible que evitáramos esto. Tenía que estar ahí para ella, y así lo estaría.
               Le cogí la mano y le acaricié los nudillos, insuflándole calor, mi presencia, la certeza de que siempre estaría a salvo cuando estuviera conmigo. Vuelve conmigo, le pedí antes de que terminara de perderse del todo en las ciénagas de esos miedos que siempre estaban infestadas de pirañas famélicas.
               Sabrae levantó la cabeza y me miró con unos ojos húmedos que me hicieron odiar a todo el mundo por mojárselos así: a la industria musical, por meterles tanta presión a mis amigos; a Diana, por comprometerse con más cosas de las que podía abarcar; a todos y cada uno de los cárteles de droga que ponían a su alcance herramientas con las que la americana podía esquivar la extenuación.
               Me concentré en retener dentro de mí la rabia que sentía, en no dejar que atravesara las fronteras de mi piel. Le sostuve la mirada tratando de transmitirle la mayor calma posible mientras ella luchaba con unos demonios distintos a los míos, pues los míos eran imaginaciones mías, hechos de sombras y reflejos; los de ella eran recuerdos, fragmentos de luz capturados en su memoria como una fotografía.
               Creo que lo conseguí, porque tragó saliva y su labio empezó a temblar, como si estuviera a punto de desmoronarse pero hubiera encontrado dentro de ella la fuerza suficiente para no hacerlo. Tomando sus manos entre las mías, las levanté para acercármelas a la boca y poder besarle los nudillos, y Sabrae sonrió con tristeza.
               -Tengo miedo-dijo con un hilo de voz con el que puede que ni siquiera ella misma se había escuchado, pero yo sí. Yo siempre la escucharía.
               -¿Seguís ahí?-preguntó Sherezade finalmente, rompiendo la magia del momento y añadiendo una gota al vaso ya rebosante de mi paciencia. Francamente, me sorprendía que no estuviera gritándole a estas alturas de la película, porque por mucho que fuera esencial para ella mantener a Sabrae lejos de Internet, le habría podido dar esta noticia de un modo que fuera menos impactante para ella.
               Pero no tenía tiempo ni energías que me sobraran para poner a Sherezade Malik en su sitio, sino que opté por lo más sensato y lo que sería mejor para Saab: ponerme mentalmente los guantes de boxeo, meterme entre las cuerdas y subirme de nuevo al ring. No había otra opción.
               -Seguimos aquí, Sherezade-respondí, y me pasé una mano por el pelo mientras sostenía las de Sabrae con la otra. Esto iba a ser muy jodido para mí, pero tenía que hacerlo por ella. Una tregua era lo último que me apetecía con mis suegros, pero Saab ya iba a pasarlo bastante mal sin necesidad de que yo le pusiera palos en las ruedas, así que me tocaba encajar unos cuantos golpes con tal de que el combate saliera bien.
               No se trataba de que yo ganara, sino de que ella no perdiera; no era lo mismo, ni mucho menos.
               -Vale, necesito que vengáis a buscarnos-dije, y Sabrae abrió los ojos como platos y se me quedó mirando como si acabara de decirles que pensaba llevármela conmigo a Etiopía para que no tuviera que enfrentarse a las consecuencias de las malas decisiones de todos los que la rodeaban. Lo cual, a decir verdad, tampoco parecía tan mala idea si te parabas a pensarlo-. Nos vamos al hospital.
               -Pero tu madre…
               La atravesé con la mirada, no porque estuviera cansado de su generosidad y de cómo siempre miraba por los demás, sino porque sabía que necesitaba que atajara sus protestas con determinación. Ahora no era momento de pensar en mí, en mis promesas, o en lo que mi familia necesitaba. Teníamos un sitio en el que estar, en el que queríamos estar, y era donde seguramente ya estarían el resto de mis amigos, cuidando de Diana como habían cuidado de mí, tomando turnos para estar con ella o, peor aún, para darle a Tommy, que no querría separarse de ella, todo lo que él necesitara.
               -Si necesitáis que os acerquemos a alguien…-empezó Sherezade, pero yo la corté.
               -No. Sólo nosotros dos, gracias. Ya hablaré con mi familia cuando todo esto se solucione.
               Los ojos de Saab refulgieron como dos gemas, agradecida también de que no hubiera dicho “que esto acabe”, sino que se “solucionara”, como si no hubiera ninguna otra opción. Todo porque, para mí, no la había.
               -Tardaremos un poco en llegar-advirtió Sherezade-, ya sabéis que el tráfico a esta hora…
               -Podemos esperar-sentencié.
               -No quiero ir en transporte público-gimió Sabrae en voz baja, y yo le acaricié la espalda y le susurré que no se preocupara.
               -Ya lo sé, mi amor. Tranquila.
               Sabía que el transporte público no era su medio favorito de transporte, precisamente, por cómo creía que la opinión pública se había echado encima de ella a lo largo de las últimas semanas.
               Y todo sería mil veces peor porque, en el momento en que pusiéramos un pie fuera del apartamento, todo el mundo se nos echaría encima para preguntarnos los detalles más escabrosos de la adicción de Diana, de su sobredosis, de si se recuperaría algún día, de nuestra opinión sobre las cosas que la americana hacía o dejaba de hacer, como si nos pertenecieran de alguna manera ella o su destino.
               Sabrae sorbió por la nariz y se abrazó a mi cintura, y yo agradecí no haberme vestido aún para que pudiera sentir la calidez de mi piel contra la suya.
               -Os esperamos en el piso-sentencié, dejándole claro a Sherezade que no había opción a discutir ni negociar. Sabrae inhaló y exhaló larga y profundamente, luchando por calmarse, mientras su madre aceptaba mis condiciones sin rechistar por primera vez en su vida (creo que me merecía colgarme una medalla) y colgaba el teléfono. Automáticamente le envió su ubicación en tiempo real a Sabrae por su conversación en Telegram; eligió compartirla durante una hora en lugar de quince minutos, lo cual era bastante desalentador, pero decidí no permitir que eso me superara.
               Sabrae hizo amago de coger el móvil, pero se lo alejé todo lo que pude, estirando el brazo de forma que quedara fuera de su alcance.
               -Quiero verlo. Seguro que me estoy imaginando algo peor de lo que es-explicó, limpiándose unas lágrimas que se habían escapado por entre sus pestañas pero que no se había permitido derramar. Extendió la mano en un intento de infundirme respeto y una cierta sensación de autoridad, pero lo único que consiguió fue que yo la viera como lo que verdaderamente era: una niña desamparada con el corazón en un puño, al que sostenía con la intensidad de quien le ofrece todo lo que tiene a la deidad que le patrocina, y que no es precisamente compasiva.
               -Si tu madre no quiere que te metas en Internet es porque igual te estás imaginando algo mejor de lo que ha pasado-respondí. Yo no era nadie y, aun así, mi accidente había llenado las menciones de todos mis amigos en cuanto trascendió la noticia de lo que me había sucedido. Diana era la que más tiempo llevaba siendo famosa de la banda a la que pertenecía, y su fama antes de llegar a mi país ya era suficiente como para que su caché superara las cifras que aún no alcanzaban en conjunto el resto de Chasing the Stars. Cada vez que Diana se subía a un avión, se metía en una tienda o salía de su edificio en Nueva York, todo el mundo se enteraba.
               Había muchísimas personas rezando por la caída de Diana Styles, mucha gente que se beneficiaría de su desgracia.
               Había sido un auténtico gilipollas por no haberme dado cuenta de lo que pasaba la noche anterior.
               Había salido del cuarto morado del sofá cachondo como un mono, sin poder pensar apenas en nada que no fuera el delicioso sabor de Sabrae y la manera en que se había aferrado a mi dedo mientras se corría; lo bien que se sentiría cuando lo hiciera alrededor de mi polla y me recordara así lo bien que encajábamos juntos y cuán equivocada había estado tratando de rehuirme, cuando estaba claro que había nacido para ser para mí. Maldiciendo que mi hermana fuera tan popular que tanta gente hubiera querido acudir a su fiesta de cumpleaños que no pudiera atravesar con facilidad la pista de baile en dirección al sofá en el que estaban mis amigos, y también mi estupidez por abandonar mi lado más optimista y no haber cogido unos condones aun a pesar del acuerdo al que habíamos llegado Saab y yo de que no nos acostaríamos hasta que no solucionáramos lo de mi estancia en Inglaterra y Etiopía, me vi obligado a rodear la pista de baile para alcanzar cuanto antes a mis amigos.
               Iría a tiro fijo a por Scott, porque aunque ahora los dos estuviéramos felizmente emparejados, seguíamos siendo unos sinvergüenzas obsesionados con el sexo que aprovechaban cada oportunidad que se les presentaba para  follarse a la segunda y la primera chica más guapa de toda Inglaterra (él, y yo, respectivamente).
               No obstante, no me había hecho falta recurrir a uno de mis mejores amigos y mi principal competencia a lo largo de los últimos años, ya que, de la que me acercaba al baño, Diana salió de él. Casi me la llevo por delante, y ella exhaló un grito y me dio un empujón antes de darse cuenta de que era yo y reírse.
               -¡Al! ¡Creía que yo te caía bien!
               -Lo siento, Didi, es que…-durante medio segundo pensé en si decirle o no lo que me pasaba; luego me fijé en su vestido, en sus curvas, en lo bien que le sentaba siempre todo lo que se ponía y lo buenísima que estaría sentada en mi cara mientras Sabrae me chupaba la polla (o a la inversa) y decidí que, ya que Saab y yo hablábamos a veces de proponerle un trío, bien podía enterarse de cuándo follábamos mi chica y yo. Así que le solté-: tengo a Sabrae desnuda en ese cuarto, pero no tengo condones. ¿No tendrás uno que te sobre?
               -A mí nunca me sobran los condones-contestó, y, buf, no me digas que no haríamos una pareja cojonuda y peligrosísima si yo no estuviera tan pillado de Sabrae. No habría quien nos parara.
               A pesar de su pullita, sin embargo, se metió una mano dentro del escote de su vestido de tubo azul y se sacó un condón de dentro del sujetador.
               Con tan mala suerte que también se le cayó una pequeña bolsita de plástico transparente con un polvo blanco en su interior. Me agaché a recogerlo por puro instinto; ella lo hizo por necesidad, aunque en ese momento yo estaba tan salido que fingí no darme cuenta.
               Diana cogió la bolsa del suelo antes de que lo hiciera yo, y la examinó con la conciencia de quien tiene una pieza de coleccionista ante sí. O, al menos, todo lo que permitían las luces parpadeantes de colores. Luego se lo metió rápidamente dentro del escote y me miró como si me viera por primera vez.
               Parecía totalmente en sus cabales a pesar de lo inmenso de sus pupilas.
               -No le digas nada a Tommy, por favor.
               -¿Sobre qué? ¿Sobre esos polvitos que me estás guardando para hacer los míos un poco mejores llegado el momento?-bromeé, aunque también lo decía un poco en serio. Gilipollas de mí, le había dicho a Saab que había follado alguna vez puesto de coca, y que había sido una experiencia cojonuda. Ella terminó queriendo probarlo conmigo y yo probarlo con ella, así que era algo que estaba sobre la mesa, una casilla más que marcar, igual que el sexo anal o hacerlo en un sitio público en el que fuera casi fijo que nos fueran a pillar.
               Ahora, evidentemente, meterme lo que fuera, o permitir o incitar a que Sabrae se lo metiera era lo último que me apetecía en el mundo.
                Debería haberme preocupado. Debería haberle preguntado si no se suponía que lo estaba dejando. Debería haberle recordado lo que le había pasado ya en Nueva York, aquello a lo que yo no había asistido pero que Sabrae me había contado de pasada.
               Debería haberle dicho que Tommy era mi amigo antes que ella y que por supuesto que iba a contarle que su novia le estaba mintiendo y seguía metiéndose a sus espaldas.
               Debería haber hecho muchas cosas, excepto la que hice: coger el paquetito que me ofrecía Diana, aceptar el beso que me dio, reírme cuando me dijo que era un amigo y haberme pirado en dirección al cuarto morado del sofá para follarme a Sabrae.
               Y ahora Diana estaba en coma y yo tenía mucho que contarle a Tommy, pero, ¿la verdad? Por egoísta que suene, por gilipollas que suene, no iba a fustigarme por eso ahora. Ya lo haría más tarde, cuando Sabrae no me necesitara tanto.
               Así que, no, lo siento, pero no iba a darle el móvil a Sabrae para que se metiera en el primer blog de cotilleos que encontrara en el que dieran escabrosos detalles de lo que le había pasado a Diana. Seguro que aquello ya estaba por todo Internet, así que igual ni la televisión era segura, si los programas del corazón no tenían ninguna boda real de la que informar.
               -Al menos deja que le pregunte a mi hermano-me pidió, y yo suspiré y le entregué el teléfono. No obstante, me quedé sentado a su espalda, observando por encima de su cabeza cómo hacía lo que me había dicho: entraba en la conversación con Scott, tecleaba un mensaje en el que le decía que su madre le había contado lo que le había pasado a Diana y que pronto irían al hospital, le pedía que le diera detalles, que la mantuviera informada y que le diera un beso a Tommy se su parte.
               Los dos nos quedamos mirando la conversación un rato, hasta que nos dimos cuenta de que Scott no iba a contestar pronto, y finalmente Sabrae bloqueó su teléfono y lo dejó sobre su regazo. Yo lo recogí de allí y lo coloqué en la mesita de noche. Se mordió los labios y lo miró, como si por prestarle atención fuera a conseguir que tuviera novedades antes.
               Se giró, me miró con unos ojos apagados, cansados; me puso una mano en el mentón y se inclinó a darme un beso en los labios. Por si no supiera lo jodida que estaba, ahí me di cuenta de hasta qué punto: la Sabrae que siempre habría sido se habría puesto como un basilisco si se me ocurría decirle que me enseñara el móvil, e incluso si lo hacía, sería antes de decirme que no me acostumbrara y ponerme a vuelta y media.
               Ahora, sin embargo, Saab era toda docilidad. Estaba demasiado envuelta en su preocupación como para pensar en nada más, como su emancipación como mujer o la lucha constante por su independencia que suponía ser feminista.
               Apoyó la espalda en mi pecho y la sien en mi mentón, y nos quedamos así un ratito, piel con piel, calor con calor, curvas con ángulos, yo abrazándola y ella dejándose abrazar mientras libraba una batalla en la que, por desgracia, yo no podía ayudarla. Le acaricié los hombros, le besé la cabeza y me limité a hacerle recordar mi presencia cada vez que cambiaba de postura.
               Me sentía totalmente impotente, pues ni podía ayudarla a ella ni podría ayudar a Tommy cuando fuéramos al hospital, pero en eso consiste querer a alguien: en estar a su lado mientras sufre, acompañándolo en su dolor, y sufrir tú también porque no puedes hacer mucho por disminuirlo.
               Sabrae sorbió por la nariz y se revolvió contra mi pecho.
               -¿Crees que se pondrá bien?
               -Tenemos una racha de cien por cien de resurrecciones en nuestro grupo-bromeé-. Dudo que Diana tenga pensado romperla.
               Sabrae no se rió, y a mí se me encogió un poco el corazón aunque, ¿qué esperaba? Yo no había estado allí cuando a Diana le había dado la anterior sobredosis, así que no sabía cómo lo habían vivido en Nueva York. Y, para ser justos, tampoco había estado lo que se dice consciente cuando yo tuve el accidente, así que era el que menos experiencia tenía con la preocupación de Sabrae.
               Pensar en que puede que hubiera visto a Diana por última vez no estaba dentro de mis planes, tanto por Sabrae, como por Tommy e, incluso, por mí. Ninguno de los tres podía permitirse perder a la americana; en mayor o menor medida formaba parte de nuestras vidas, y su sola presencia, si bien una novedad del último año en el que tanto me había cambiado la vida, se había vuelto tan esencial como la del resto de mis amigos. No concebía mi grupo de amigos sin Diana pululando por ahí de vez en cuando igual que no concebía mis fines de semana sin despertarme al lado de Sabrae, en su cama o en la mía, así que pensar en que quizá todo aquellos momentos ya estuvieran contados servía para que me deshiciera por dentro.
               Y no podía permitírmelo, así que no lo pensé.
               Saab se separó de mí, sorbió por la nariz y se acercó al borde de la cama. Miré el reloj despertador de la mesilla de noche: apenas habían pasado diez minutos de que habíamos colgado con Sherezade, así que era temprano para que empezara a prepararse. No quería que se alejara de mí aún, pues vistiéndose haría real todo lo que nos había sacado de nuestra burbuja de felicidad. Yo me iría de nuevo a Etiopía, Diana estaría ingresada en el hospital, y su relación con sus padres estaría tan resentida que estaba seguro de que se vería sola cuando yo me subiera al avión.
               Puede que hubiera alguna posibilidad de que yo cogiera un vuelo más tarde, si es que Diana no se despertaba pronto. Puede que pudiera ponerlo todo en pausa. Después de todo, habíamos hablado de que yo regresaría a Etiopía, pero no de cuándo, ni mucho menos ahora que no sabíamos cómo de grave era todo.
               -Podemos quedarnos en la cama acurrucados un rato más-le ofrecí, y ella suspiró.
               -Tengo que buscar qué ponerme. No puedo ir con el vestido de ayer al hospital.
               -¿Por? Todos saben que venimos directamente del piso. Además, les da igual.
               -Es demasiado corto-respondió sin volverse mientras abría el armario-, y no quiero… me gusta. No quiero que me den malas noticias con él puesto.
               Me dejé caer en la cama mientras ella revolvía en el armario; sabía a qué se refería. Yo también tenía mis propias prendas amuleto cuya energía no me gustaría que fastidiaran, y ahora que ese vestido simbolizaba tanto para ambos, incluso yo quería protegerlo.
               La observé mientras revolvía, cada vez más y más frustrada, cada vez más y más nerviosa, y empecé a sospechar que tenía que sacarla de allí cuando sacó varias sudaderas de su padre y las colgó de nuevo en el armario, negando con la cabeza y gruñendo por lo bajo palabras que yo no logré comprender.
               -¿No te convence ninguna?
               -Alec, he engordado-atajó-. No puedo ponerme la ropa de papá como si nada, porque hasta tu ropa me queda de manera distinta.
               -Seguro que todo te queda genial ahora, nena.
                Sabrae gruñó de nuevo y se volvió sin decir nada, y yo me di cuenta entonces de que,  por mucho que pusiera la casa patas arriba, necesitaba un cambio de aires. Puede que me resistiera a dar por zanjado este pequeño oasis en el que nos habíamos refugiado, pero, si era totalmente sincero conmigo mismo, tenía que reconocer que ese oasis ya se había terminado.
               Así que me enfundé los calzoncillos y me puse en pie. Di una palmada, y Sabrae se volvió para mirarme.
               -Vale. Te propongo algo. Vamos a ir a buscarte algo de ropa, cogemos algo para comer, y venimos aquí a esperar a que tus padres vengan a recogernos. ¿Cómo lo ves?
               -Todo estará cerrado ya-señaló las ventanas, en las que Londres se iba tiñendo poco a poco de los tonos naranja que acompañaban al atardecer. Le dediqué una sonrisa chula, la típica Sonrisa de Fuckboy® que hacía que ella perdiera los papeles y las bragas, confiando en que así se distraería un poco.
               -No todo-sonreí, y le tendí la mano, que observó como si le hubiera dicho que íbamos a atravesar la pared para saltar al vacío, todo ello sin siquiera abrir la ventana-. ¿Confías en mí?
               Saab levantó la vista y clavó sus ojos en mí, tratando de descubrir a qué estaba jugando, pero no estaba totalmente centrada en lo que estaba pasando. Una parte de ella quería creer que yo sonreía por un buen motivo, pero otra sospechaba que lo mío era todo fachada, que yo estaba igual de mal y que, si yo también me ponía en lo peor, era porque la situación lo merecía.
               No obstante, como tantas otras veces antes y todavía más después, Sabrae decidió darme un voto de confianza. Me cogió la mano y asintió con la cabeza, mirándome a los ojos con un agradecimiento, un cariño y un miedo infinitos. Algo me decía que le preocupaba que hubiera una variable que antes había sido diferente en las otras veces en que las visitas al hospital no habían sido más que un susto, y esa variable era yo. Seguro que creía que, ahora que yo estaba a su lado, las cosas cambiarían y le quitarían algo que le dolería horrores simplemente para poner a prueba nuestra relación.
               Al menos ambos sabíamos que no iba a soltarme la mano, lo cual era un consuelo para los dos: para ella, cuando atravesáramos las puertas del hospital después del trayecto en coche con sus padres; y para mí, cuando atravesamos la puerta de la tienda de Aaron.
               Sabrae la miró con curiosidad cuando doblamos la esquina, pero no dijo nada ni cuando recorrimos la acera y vio el cogote de mi hermano por encima de las perchas, inclinado como estaba sobre el mostrador mientras examinaba una libreta. Seguro que su pequeño proyectito de fin de carrera, ése en el que había empezado a trabajar apenas se había matriculado en el primer curso de Empresariales (cómo no, mi hermano tenía que ser uno de esos payasos de “mentalidad de tiburón” que “eran sus propios jefes”) ya no era tan rentable ahora que no contaba con las becas de apoyo a los negocios estudiantiles de la universidad.
               -Está cerrado-dijo Aaron sin levantar la vista de su cuaderno cuando tintineó la campanilla que había sobre la puerta. Entré detrás de Sabrae, que me miró de nuevo con cautela, pero tuvo la precaución de no preguntar a qué se debía esto. Total, iba a descubrirlo pronto.
               -No para tu hermano-respondí, cerrando la puerta tras de mí y disfrutando de la expresión de sorpresa que le contrajo el rostro a Aaron cuando escuchó mi voz. El muy psicópata fue capaz de disimularla, eso sí, cuando levantó la vista y me miró. Sus ojos saltaron un segundo hacia Sabrae, y luego, de nuevo, hacia mí. Chico listo. Puede que fuera lo bastante subnormal como para pensar que podía echarnos a nuestro padre encima a mamá y a mí cuando yo estaba en el hospital, pero no lo suficiente como para provocarme sonriéndole a Sabrae como si fuera una chuche.
               Más pequeña y frágil de lo que la había visto nunca, Sabrae se escabulló entre las perchas mientras Aaron y yo nos mirábamos desde la distancia.
               -¿Es así como haces negocio?
               Aaron rió. Una risa oscura que me recordó por qué él se había quedado con papá, y yo me había quedado con mamá: cada uno éramos igual al que habíamos escogido, o puede que nos hubieran hecho a su imagen y semejanza. Aaron era cruel, pero también gilipollas.
               Puede que yo fuera un imbécil a veces, pero me había criado mamá, así que podía ser tan fiero como ella.
               -Hombre, mira quién está aquí. Mi hermanito, el misionero-me pinchó, como si no supiera que le habían dicho que yo estaba de voluntariado en África. Puede que hubiéramos cortado todo el contacto desde la última vez que nos habíamos visto cuando yo estaba ingresado, pero no era gilipollas: sabía de sobra que Aaron tenía ente controlándome igual que yo tenía gente que me informaba de todos sus movimientos si se lo pedía. Esto de ser relativamente popular entre la gente de nuestra edad tenía sus ventajas, si sabías aprovecharlas-. ¿Será que no me echas de menos, con la cantidad de tiendas que hay por Londres, y siempre vienes a la mía?
               Me reí por lo bajo, metiéndome las manos en los bolsillos del pantalón y acercándome al mostrador. Tuve el cuidado de ponerme entre él y Sabrae, de forma que no pudiera verla mientras ella buscaba una sudadera y unos pantalones que pudieran servirle para pasar la noche en el hospital. Independientemente de si Diana estaba despierta cuando llegáramos o no, no nos moveríamos de su lado ni del de Tommy hasta que uno de los dos nos echara, e incluso si lo hacían demasiado pronto nos negaríamos.
               -Ya sabes lo que dicen: a caballo regalado…
               Aaron bufó y cerró la caja registradora de un manotazo. Cogió su móvil, fingiendo indiferencia, pero no se me escapó que abría la aplicación de mensajes y avisaba a sus amigotes de que había ido a verle. Eso me gustó. Bien, pensé. Que se cague de miedo.
               Esto de tenerlo donde yo quería era adictivo; tenía que acojonarlo más a menudo, especialmente ahora que mamá se había desentendido de él totalmente. Mimi me había dicho que de vez en cuando él todavía le enviaba algún mensaje intentando contactar con ella, pero mamá se mantenía estoica y no había respondido ni a uno solo desde que había terminado su relación con él en el hospital. Incluso había pasado su cumpleaños y no le había felicitado, algo que debía de ser tremendamente doloroso para ella, pero que hacía que yo me enorgulleciera muchísimo por lo fuerte que estaba siendo.
                -No es que me vaya mal, precisamente-soltó, como si no pudiera ver de reojo que no le estaban cuadrando los números ni me hubiera dado cuenta de que tenía sudaderas que eran de la temporada pasada, no; de la anterior-, pero hasta el último penique cuenta para sacar adelante un negocio. Tú que has trabajado seguro que lo entiendes-me dedicó una sonrisa lobuna y yo sonreí, jugueteando con los llaveros de marcas de deportes que tenía sobre el mostrador.
               -Claro, pero se me ha ocurrido que que dejes que Saab se lleve unas cositas sería una buena manera de compensarnos lo de tus amigotes de ayer-comenté en tono casual, y levanté la vista y lo miré-. Ya sabes-me encogí de hombros-, por lo de joderme en el polvo el metro, y tal.
               Se me había caído el alma a los pies en cuanto había visto a aquellos payasos. No había querido decirle nada a Saab para que no se preocupara, pero en cuanto los había visto, los había reconocido, igual que ellos a mí: eran de la pandilla con la que a veces salía Aaron, con los que había coincidido en un par de ocasiones por el centro mientras celebraba algo importante con mis amigos, o salía con Chrissy o Pauline de fiesta antes de coronar la noche con un polvo. En las contadas ocasiones en que Aaron se había visto envalentonado y había decidido acercarse a mí para pincharme, no había sido tan tonto como para hacerlo solo, así que conocía a la perfección las caras de los retrasados de sus colegas. Además, eran la misma escoria que él; por eso había puesto mucho cuidado en no reaccionar a Sabrae a pesar de que ella había decidido que le daba lo mismo que todo Internet la viera follando en el metro.
               Aquellos hijos de puta eran muy capaces de grabarnos follando. Y, vale, realmente nosotros también teníamos un poco de culpa porque teníamos que saber que nos estábamos exponiendo dejándonos llevar de esa manera por nuestros instintos más bajos, pero en una situación idéntica, yo me habría reído y me habría ido del vagón para dejar a la pareja en cuestión intimidad.
               Había prestado toda mi atención para comprobar que no nos grababan, y estaba prácticamente seguro de que no habían podido (quería creer que no se habrían atrevido, pero más bien sospechaba que se debía a que no habrían podido sin que yo me diera cuenta y les abriera la cabeza), pero el agujero que sentí en el estómago cuando Sherezade nos dijo que no nos metiéramos en Internet me había empujado a ir en busca de mi hermano y exponerle brevemente los detalles de lo que les haría, a él y a los payasos de sus amigos, si alguna vez le causaban el más mínimo contratiempo a Sabrae.
               Era como cuando Sergei me hacía ponerme un protector bucal antes de cada combate. Yo siempre le decía que por qué tenía que llevar eso si me había entrenado para que esquivara cada golpe en la cara, porque cuando había empezado a entrenar ya apuntaba maneras de que iba a ser un cabrón que tendría un rostro muy cómodo para que las tías quisieran sentarse sobre él, y no quería que me lo estropeara ningún mastodonte con ínfulas de grandeza. Y él siempre me respondía lo mismo:
               -Sólo por si acaso.
               Pues aquí estaba yo, entonces: a punto de amenazar a Aaron de nuevo… sólo por si acaso.
               -¿Cómo sabes que eran mis amigos?-preguntó, y el hecho de que no se burlara de que yo lo hubiera hecho en el metro, o que le diera algún tipo de credibilidad, bastó para confirmarme que se lo habían contado nada más se habían bajado del vagón. Puede que incluso lo hubieran hecho mientras todavía estábamos todos juntos.
               Sonreí y di un paso más hacia él, que se irguió cuan alto era. No obstante, la distancia que había entre nosotros gracias al mostrador hizo que, a pesar de los centímetros que me sacaba, nos miráramos a los ojos desde la misma altura.
               Me pasé la lengua por las muelas y respondí:
               -¿Te crees que se me olvidan las caras de los mamarrachos a los que les levanté los ligues de una noche simplemente porque estaban en el mismo grupito que mi querido hermano mayor?
               Aaron rió con sorna.
               -Según tengo entendido, tú y ella-mira, ha aprendido la lección y no dice su nombre, ¡no es tan tonto como parecía!-, disteis todo un espectáculo. Me han dicho que tendría futuro en OnlyFans-me pinchó, y me guiñó el ojo-. A mis colegas les gustó bastante lo que vieron.
               -No me extraña-respondí, aunque me hervía la sangre al pensar en lo cerca que habían estado de ver más de Sabrae de lo que se merecían-. A mí me pirra.
               -¿Has venido a pedirme reseñas de sus fans?
               -En realidad, venía a proponerte que hiciéramos un club. Evidentemente, yo sería su presidente-respondí, girándome y apoyándome en el mostrador, dándole la espalda a Aaron en un gesto atrevido y de absoluta dominación que seguro que le volvió loco. Observé cómo Sabrae ojeaba en un perchero en busca de leggings de su talla con los que estuviera más cómoda que las medias de su madre que había rescatado de un cajón, y que decía que sentía un poco apretadas, y esperé a que se metiera en el probador antes de seguir hablando.
               No quería que escuchara lo que tenía que decirle a Aaron; no porque creyera que no le iba a hacer gracia (créeme, le encantaría), sino porque no quería que se preocupara por los mamarrachos de sus amigos. Si no se le había pasado por la cabeza que lo que había en Internet tuviera relación con ella y con lo que había intentado seguir haciendo en el metro cuando su madre le había pedido que no entrara, no sería yo quien le metiera esas ideas en la cabeza. Bastante tenía con lo suyo.
               -Creo que no hará falta que te comente lo que pasará si tus colegas me han pillado con el pie cambiado y lo de ayer trasciende, ¿verdad que no, Ar?-inquirí, y Aaron alzó una ceja.
               -¿Te preocupa la reputación de tu chica? He oído que está un poco bajo mínimos últimamente.
               -Qué detalle que te preocupes por ella en mi ausencia, pero que sepas que no hace falta. Tengo ojos y oídos de sobra aquí mientras estoy en Etiopía. ¿Te lo habían dicho?
               -Ya me parecía que eras lo bastante fantasma como para estar en todas partes y a la vez en ninguna-contestó, cerrando la libreta y dejándola en un cajón. Me volví y coloqué las manos sobre el mostrador.
               -Voy en serio, Aaron. No te creas que porque yo no esté aquí vas a poder campar a tus anchas y hacer lo que te salga de los cojones.
               -Esto me suena-dijo, poniendo los ojos en blanco-. ¿No me habías dicho ya que no se me ocurriera acercarme a Sabrae cuando estuvieras lejos, o que me arrepentiría?
               Le dediqué una sonrisa lobuna.
               -También te dije hace tiempo que te mataría si te atrevías a pronunciar su nombre, y mírate: olvidadizo, como siempre. Lo voy a pasar por esta vez, porque ando un poco pillado de tiempo y no me viene bien esto de abrirte la cabeza y luego tener que limpiarlo. Pero quiero que sepas una cosa: me enteraré de todo lo que pase y de todo lo que hagas. Y de todo lo que hagan los payasos de tus amigos también. No creas ni por un segundo que voy a tardar en vengarme si se os ocurre a alguno de vosotros siquiera pestañear en su dirección, porque en cualquier momento puedo aparecer y joderos la vida. Eso incluye hablar de lo que vieron ayer, o de otras cosas que puedan verle haciendo mientras yo no estoy. Sabrae no existe, ¿entiendes, Aaron? No existe para vosotros, y como intentéis demostrarme lo contrario… te juro que os vais a acordar de mí, todos vosotros.
               Puede que no tuvieran vídeos. Puede que no tuvieran nada. Puede que estuviera siendo un poco paranoico y puede que todo esto fuera una reacción exagerada, pero viendo cómo estaban las cosas para Sabrae, no quería arriesgarme, quedarme corto y que ella lo pasara mal. Prefería mil veces pecar por exceso que por defecto. Prefería mil veces darles ideas y acojonarles si las cumplían en el mismo acto, que no decirles nada y que se les terminara ocurriendo solitos.
               -Puede que vaya a volver a África-continué, y Aaron se cruzó de brazos, fingiendo una seguridad en sí mismo que yo sabía que no sentía. Quizá fuera el mayor, pero yo era el más fuerte y entrenado de los dos, y ya le había demostrado en el hospital que no era rival para mí, incluso con medio cuerpo vendado-, pero eso no hará que no tenga ojos ni oídos. Y como intentes algo aprovechando que yo no estoy…-se me escapó la mirada hacia Sabrae, que ya venía hacia nosotros con una sudadera negra con dibujos blancos y leggings a juego. Saab se sacó el pelo del cuello de la sudadera e hizo lo mismo con los colgantes que le había regalado, de forma que se asomaran sobre la tela negra-. Te juro que te mataré. Y lo haré despacio. Joder, incluso lo disfrutaré muchísimo.
               -Hablas demasiado para lo seguro que estás de que lo harás, ¿no te parece? Cualquiera diría que intentas convencerte de que serías capaz de hacerlo-me retó Aaron, y yo le pasé un brazo por los hombros a Sabrae y le di un beso en la cabeza. El aroma de su champú de manzana me tranquilizó un poco; lo suficiente como para que me diera cuenta de que estaba temblando de la rabia ante la idea siquiera de que Aaron y sus amigotes pudieran hacerle daño a Sabrae en mi ausencia, pero eso era algo que yo no podía controlar. Simplemente prevenir, o vengar. Sabrae no me dejaría quedarme por preocupación por lo que podía pasarle, por mucho que se me hubiera despertado el mismo instinto que antes me había hecho llegar a las finales del campeonato juvenil nacional de boxeo.
               -Ponme a prueba. Tíos más dignos que tú lo han hecho, y yo acabé con todos ellos por motivaciones que no merecían tanto la pena-miré a Sabrae, que me sonrió desde abajo.
               -Ajám-murmuró Aaron, abriendo de nuevo el cajón y escribiendo algo en la libreta. Le arranqué las etiquetas a Sabrae y se las dejé encima del mostrador. Aaron las miró de reojo, como tratando de ver su referencia sin que nosotros lo notáramos.
               -Una vez dijiste que tú y yo somos iguales-le recordé-, y no sabes cuánta razón tenías. Por eso sabes de sobra que esto no es un farol, y que si no te pido que me des un solo motivo es porque quiero más a Sabrae de lo que quiero reventarte el careto a ti. Pero sabes que soy capaz; lo llevo en la sangre. Los dos somos hijos de papá, después de todo, ¿no?-dije, guiñándole el ojo y dando una palmadita sobre el mostrador. Me impulsé sobre él para alejarme de Aaron y, con el brazo en la cintura de Sabrae, la conduje hacia la puerta.
               -¿Y qué pasa si me compensa?-preguntó desde la distancia, porque todos somos muy buenos toreros desde la barrera. Me giré y alcé una ceja-. A fin de cuentas, me saldría con la mía-constató como quien expone una tesis doctoral muy contrastada frente a un tribunal que no tiene ni idea-. Incluso aunque tú luego me la devolvieras, al final, en el fondo, habría ganado yo.
               Me reí.
               -No te atreverías.
               -Si tú lo dices…-se encogió de hombros y volvió a su libreta.
               -Estoy seguro de eso. Puede que me odies, pero, sobre todo, me tienes miedo. Y haces muy bien. Si he hecho lo que tenía que hacer, quizá incluso papá lo haga; y a mí, con eso, ya me basta.
               -¿Por qué iba a tenerte yo miedo?
               -Porque sabes que siempre termino lo que empiezo, tío-ronroneé, acariciándole la espalda a Sabrae, que parecía mucho más tranquila ahora que estaba vestida con ropa más cómoda-. Y porque no me has pedido que te pague lo que Sabrae se lleva puesto.
               Levantó la cabeza y me miró al fin.
               -¿Acaso pensabas hacerlo?
               Mi respuesta fue mi sonrisa torcida y abrirle la puerta a Sabrae para que saliera. Me esperó en la calle con una luz en la mirada que antes no estaba ahí, así que me apunté un tanto. Cruzamos la calle y pusimos rumbo al apartamento de sus padres, y sólo cuando la tienda de Aaron se perdió de vista se animó a levantar la cabeza y mirarme con orgullo, una sonrisa pícara cruzándole la boca.
               -Te la chupo la mitad de lo que te mereces-me dijo, y yo me eché a reír, porque la verdad que eso era lo último que me esperaba que me dijera… aunque me alegró ver que había recuperado un poco el sentido del humor. O la libido. O las dos cosas.
                -Me la chupas la mitad de lo que me merezco, bombón; y, si le preguntas al público-añadí, dándole una palmada en el culo antes de dejar la mano descansando ahí-, un cuarto de lo que deberías. Porque, ¿te das cuenta del pibonazo con el que te has liado y del partidazo que tienes, no, nena?
                Sabrae se detuvo, se relamió los labios, me miró y se puso de puntillas.
               -Cada día, cada hora, cada minuto-contestó. Me pasó una mano por el cuello y tiró de mí para besarme, entregándose a mi boca como si fuera el manantial que saciaría su sed tras una larga travesía por el desierto. Se separó de mí con ojos ligeramente nublados por el deseo, porque puede que estuviera preocupada por Diana, pero estaba empezando a recuperarme las ganas, y dijo-: y me aseguraré de demostrártelo nada más se despierte Diana. No quisiera decepcionar a nuestro público.
               Sonreí, le rodeé la cintura y le devolví el beso. Puede que su sonrisa no hubiera escalado a sus ojos aún, pero que se animara a hablar de que le apetecía estar conmigo y que hablara del momento en que Diana iba a despertarse como algo que iba a suceder, y no un condicionante, me animó mucho. Era un paso en la buena dirección.
 
 
Atravesar las puertas de los hospitales nunca se hace más fácil por mucho que te estés volviendo una especie de experta, y las salas de espera no son menos horribles por mucho que te empiecen a resultar familiares. Estaba a punto de descubrir eso por las malas.
               Me había pasado demasiadas noches en vela en demasiadas sillas de hospitales este año, y aunque al menos ahora tenía el consuelo de que Alec estaba a mi lado, no frente a mí o a miles de kilómetros de distancia, eso sólo lo hacía un pelín más fácil. Sólo un pelín: los hospitales, después de todo, no eran lugares en los que las oraciones fueran más sinceras porque bajo sus techos te asaltara un fervor religioso provocado por lo sobrecogedoramente hermosa que resultaba la creación, sino precisamente porque entre sus muros blancos con peste a antiséptico estabas más desesperada, y todo valía con tal de que las cosas fueran bien. Poner tu corazón en la balanza y esperar que fuera lo bastante puro como para que pasara la prueba de los dioses como sucedía con el antiguo Egipto no servía; siempre tenías que empujar un poco hacia abajo para inclinarla a tu favor.
               Me bajé del coche de la mano de Alec, y el trayecto hasta las puertas fue relativamente sencillo, pues las plantas de colores que trataban de animar el ambiente bien podrían ser las de un parque. Sin embargo, en cuanto las luces de las paredes acristaladas del edificio me lamieron las puntas de las zapatillas de deporte que había encontrado en el piso del centro, un nuevo miedo se apoderó de mí. ¿Y si Diana no la contaba esta vez? Era la tercera vez que yo iba al hospital a esperar a que alguien a quien quería mucho se despertara, y todo el mundo sabe que a la tercera va la vencida.
               -Mi amor-murmuró mamá, notando el suave tirón de mi mano cuando me quedé parada. Si Alec no me había soltado de una mano, mamá no lo había hecho de la otra en el trayecto desde el párking hasta la entrada del hospital. Papá caminaba detrás de nosotros, guardándonos las espaldas y consiguiendo con esa extraña magia que Scott había heredado de él que nadie se nos acercara ni se fijara en nosotros-. ¿Quieres que nos tomemos un momento?-preguntó, girándose para mirarme. Alec no dijo nada; se limitó a mirar la fachada del hospital, iluminada como un centro comercial que desconocía el concepto “horario de cierre”, y tragó saliva.
               Ya habíamos venido muchas veces aquí, pues era el mismo hospital en el que le habían atendido cuando había tenido el accidente, y al que luego había acudido para las consultas con Claire o a seguir visitando a Josh. Sin embargo, todo era diferente ahora. Alec nunca había sido el visitante, sino el paciente. Nunca había estado a mi lado de la puerta de la UVI, esperando por las noticias que pudieran darle y de las que no fuera protagonista.
               Todas sus visitas habían estado impregnadas de esa dulce esperanza que te produce el saber que estás contribuyendo a curarte, y ahora, por primera vez, esa esperanza se había vuelto amarga en su boca y tenía frente a sí a la ignominia.
               Diana no podía morirse. No podía caer enferma. Era la persona más fuerte que conocía, la más vital, la que más se reía de los chistes de Tommy y la que más fuerte cantaba las canciones que le gustaban, la que más bailaba en las fiestas, la primera en llegar a una y la última en marcharse. Sus ganas de vivir la vida no deberían ponerla en peligro, sino en un pedestal para que todos admiráramos las ganas con que amaba ser ella misma.
               -No sé si voy a poder entrar ahí-dije, y miré a Alec, que siguió con los ojos fijos en el hospital. Tenía la mandíbula apretada, y examinaba cada ventana como si esperar que, en cualquier momento, Diana se asomara y agitara la mano a modo de saludo, riéndose por lo fácilmente que habíamos caído en su trampa.
               Claro que eso no iba a pasar. Después de mucho pensárnoslo, finalmente no habíamos sido capaces de resistir la tentación de buscar información de lo que le había pasado en Internet mientras íbamos ya de camino al hospital, y nos habíamos encontrado con que todos los portales de cotilleos tenían la noticia destacada en primera plana. Aunque cada uno contaba su propia versión de los hechos, los detalles coincidían, fruto de lo que era uno de los mayores incidentes  con público que se habían vivido en la historia reciente de la cultura pop: Diana, Tommy, Scott y sus amigos habían seguido disfrutando de la fiesta mucho después de que Mimi se fuera (gracias a Dios, había trascendido que Eleanor se había marchado de la fiesta poco antes de que Diana se retirara de nuevo al baño por última vez, acompañada de todo su grupo de amigas); la noche había continuado desmadrándose y, rayando el amanecer, Diana había ido al baño a vaciar el contenido de la bolsita de cocaína que llevaba en el escote (es increíble cuánta información puede extraerse de gente con ganas de tener sus cinco minutos de fama). Había vuelto a la fiesta tambaleándose, riéndose; había bebido un poco más y se había vuelto un poco más loca.
               Estaba subida a un sofá, cantando a gritos la versión de As it was que había hecho para su sencillo en solitario, cuando de repente se había quedado completamente en blanco y, sin más, se había desplomado sobre la mesa llena de copas vacías y paquetes de tabaco.
               Tommy no había sido lo bastante rápida para cogerla antes de que se cayera como sí había podido hacer en Nueva York, pero sí que había llegado a tiempo de sostener su cabeza entre las manos para que no se la golpeara con nada mientras convulsionaba.
               Incluso había vídeos en los que se advertía de la dureza de las imágenes. Yo no había querido verlos, pero tampoco me sorprendió la naturaleza morbosa del ser humano cuando comprobé que el vídeo superaba las trescientas mil visitas. Ni siquiera pensé que hubiera tanta gente que odiara a Diana y deseara ver cómo sufría, sino que lo que más me dolía era que, seguramente, muchas de esas visitas eran de sus fans. De las de mi hermano. De las de nuestras familias.
               Diana, en su momento más bajo, donde todo Internet podía verla y compadecerse de ella.
               Yo no tenía ninguna intención de unirme a ese grupo de gente.
               Y esto también era distinto. La otra vez nadie había notado nada; Diana había conseguido disimularlo a la perfección, y el resto de su grupo había sido capaz de ocultarlo como quien guarda un secreto picante en un grupo de niños bien.
               La vez anterior a aquella, todo el mundo había especulado con que Alec y yo lo habíamos dejado por mi repentina desaparición de las redes sociales. Me habían dado una semana de margen; en cambio, ahora estaban viviéndolo todo a la vez que yo.
                -Si quieres podemos volver a casa-ofreció papá, poniéndome una mano en el hombro-. Scott tiene el móvil y su cargador con él y nos informará de cualquier novedad. Así podrás estar más tranquila.
               Odiaba que tuviera la opción de elegir, porque el resto de personas que estaban con Diana no la tenían. Sabía que Tommy no se separaría de su lado, y Scott no se separaría del de Tommy hasta que ella no abriera los ojos. Y con ellos, el resto del grupo de Alec.
               Alec no se merecía que yo lo mantuviera alejado de los demás, y menos ahora que sabíamos a ciencia cierta que su tiempo con nosotros estaba contado.
               Era tan difícil tratar de ser fuerte cuando me notaba completamente drenada…
               -¿Alec?-le pregunté, y, por fin, me miró. Detesté la tormenta que se desató en sus ojos, como si hubiera adivinado que yo quería regresar a casa y fingir que esto no estaba pasando y él no se planteara siquiera la posibilidad de no quedarse. La opción más factible parecía que nos separáramos, pero yo no quería irme lejos de él. No quería perderlo de vista.
               No lo vería hasta mi cumpleaños cuando se marchara dentro de unas horas: cada segundo a su lado contaba.          
               Sus ojos castaños se pasearon por mi rostro, estudiando en mis facciones una respuesta que sólo él podía ver. Luego, miró de nuevo hacia la puerta del hospital, que me parecía inexpugnable como si la estuviera custodiando un dragón. Se pasó la lengua por las muelas, apretó ligeramente la mandíbula y me miró de nuevo.
               -Por favor-me pidió-, no me odies.
               Creí que iba a soltarme la mano, y aunque no tenía ningún problema con mis padres a pesar de que no había hablado con ellos, en una extraña tregua silenciosa en la que nos habíamos sumido todos, sabía que eso me destrozaría. No significaría nada, por supuesto, porque si se iba con sus amigos era porque era su deber, y conmigo estaba porque lo deseaba, pero… no quería ver cómo se alejaba de mí. Sabía que me torturaría cada noche hasta que volviera, pensando en las posibilidades que había de que aquello se repitiera.
               Sin embargo, como siempre, me sorprendió para bien.
               -Ven conmigo, por favor. Te necesito a mi lado.
               Que él no fuera no era una opción. Y ahora, que yo no fuera tampoco. Miré a mis padres, asentí con la cabeza, decidida, y miré de nuevo las puertas del hospital. Ya no me parecían tan impresionantes, y, desde luego, creía que podría cruzarlas y sobrevivir.
               Así que entramos.
               Atravesar el vestíbulo y dirigirnos a los ascensores fue como ser sonámbula pero totalmente consciente; habitar un cuerpo que se sentía exactamente igual que el mío pero que ya no era el mío del todo. Como si me hubiera puesto una armadura que me encajara en la piel a la perfección, todo lo que experimenté a partir de entonces estaba mitigado por una extraña sensación de despersonalización. El aire era más denso, mis pisadas, más alejadas y su sonido más tenue; las luces no brillaban como lo habían hecho antes, ni el ascensor se detuvo con la brusquedad con la que lo había notado otras veces.
               Papá fue el encargado de dirigirnos a una sala distinta a aquella en la que habíamos esperado a que terminaran de operar a Alec, en la misma planta en que se encontraba la UVI pero en dirección contraria. Giramos un par de esquinas, pasamos por delante de dos puestos de control de enfermeras, y finalmente llegamos al final del ala del hospital en la que tenían a Diana.
               Todos los amigos de Alec estaban ya allí, y se giraron de a una al vernos llegar. Bey y Jordan exhalaron un gemido cuando vieron a Alec; Tam se acercó a abrazarlo la primera, Karlie se sentó en uno de los sofás que había junto a la puerta y empezó a llorar con fuerza, como si ahora que Alec había llegado ya no tuviera que fingir entereza; Max y Bella se acercaron a nosotros y me estrecharon entre sus brazos, y Logan estaba en una esquina, con el móvil en la mano, tecleando a toda velocidad mientras sorbía por la nariz sonoramente.
               -Scott…-dije, aunque sabía de sobra dónde estaba mi hermano. No había opción a que estuviera en ningún otro lugar.
               -Está con Tommy-dijo Eri, y me di cuenta entonces de que Louis y ella también estaban allí. Supuse que los padres de Diana estarían viniendo de Nueva York, y que estarían a punto de llegar, a juzgar por la ausencia de Niall y Liam. Quizá fueran a recogerlos en el aeropuerto. Quizá pretendieran hacerles el golpe un poco menos duro extendiéndoles una alfombra roja de la que se bajaban del avión y los traían.
               Me giré para mirar a mis padres, la cabeza embotada, los dedos hormigueándome.
               -Shasha y Duna están con Annie. No tienes que preocuparte-me dijo mamá, y no me di cuenta de que me había cargado con un peso inmenso hasta que no me lo quitaron de encima.
               Suspiré y asentí con la cabeza. Alec se pasó las manos por los vaqueros, miró a sus amigos uno a uno, y anunció:
               -Voy a verla.
               Bey y Jordan posaron los ojos en mí y luego intercambiaron una mirada. Yo no había visto los vídeos, pero ellos sí. De hecho, ellos los habían visto en directo, y sabían que lo que podía encontrarme en la habitación de Diana no era agradable.
               Porque, por supuesto, yo no iba a dejar que Alec entrara en esa habitación él solo.
               -¿Estás seguro?-preguntó Bey al fin, con unos ojos rojos que en nada tenían que envidiar a los de Karlie. Alec la miró con determinación.
               -Soy el mayor-sentenció-. Se supone que tengo que cuidaros. A todos.
               -¿Y quién te cuida a ti?-contestó Karlie, sonándose de forma estruendosa.
               -Todos lo hacéis.
               Tam se sentó al lado de Karlie y le pasó un brazo por los hombros, gimiendo por lo bajo. Me preparé para lo peor, porque si sus amigos estaban así, significaba que Diana estaba muy, pero que muy mal. Puede que rivalizara en mal aspecto con Alec cuando tuvo su accidente.
               Tomé aire, me acerqué a Alec, le cogí la mano, le di un apretón y lo miré. Sabía que en mi mirada se reflejaba un miedo atroz, pero también la férrea determinación de no dejarlo solo y pasar esto junto a él. Las otras veces yo había estado sola; al menos ahora le tenía conmigo, haciéndome de pilar y de ancla para impedir que me hundiera o que me fuera flotando a la deriva.
               Me devolvió una mirada cansada, preocupada, hecha de miedo y nerviosismo. Hecha de esa infinidad de posibilidades que habíamos descartado por los pelos de separarnos para siempre, y a las que ahora se enfrentaban Tommy y Diana. La diferencia estaba en que ellos no eran nosotros, así que corrían un peligro real de separarse. Nosotros teníamos nuestro destino escrito en piedra, y jamás íbamos a separarnos. Tommy y Diana no lo tenían tan claro.
               Alec me devolvió el apretón, nadando con sus ojos en mi alma, buscando una debilidad que cubrir con su fortaleza.
               -¿Juntos?-me preguntó, como si hubiera otra posibilidad. Asentí con la cabeza.
               -Sí. Juntos.
               Asintió también una única vez, como un soldado recibiendo instrucciones. Me acarició los nudillos con el pulgar, y colocó la mano que tenía libre sobre el pomo de la puerta.
               Lo último que pensé antes de que Alec la abriera fue que iría a la guerra gustosa cogida de su mano, y que bajaría al infierno sin pensármelo dos veces con tal de acompañarlo.
               Y luego vimos a Diana y los dos nos dimos cuenta de que ya habíamos bajado.
                

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1 comentario:

  1. Bueno me muero de absoluta pena. Empiezo diciendo que mucho estas tardando en escribir un capitulo en el que Saab y Alec muelan a palos al jodido Aaron. No puedo mas con el de verdad. Por otro lado, se me han puesto los pelillos de punta con lo de que sea el mismo hospital y no puedo evitar morirme de la ilusión con los momentos de grupo en los que Alec adopta el rol de siempre de estar para todos, aunque sea asi de triste.
    Pense que estaria preparada al estar sobre aviso para leer lo de Diana pero si ya me he muerto de pena con este capitulo no me quiero imaginar la llorera con el siguiente.

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