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Claro que también era la primera vez que me despertaba a su lado siendo plenamente consciente de lo que me hacía que se marchara; de lo mucho que iba a echarlo de menos y cómo cada día sería como un año sin él.
También era la primera vez que sabía cuánto tardaría en verlo; lo sabía de verdad, y no como quien sabe que en invierno hace frío pero al que el verano le ha hecho olvidar la sensación del viento helado azotándote en la cara, cortándote los labios y robándote la sensibilidad en los dedos.
Por eso me permití ser egoísta y no me conformé (si es que podía usar la palabra “conformarme” cuando se trataba de Alec) con mirarlo desde mi rinconcito preferido en el mundo, que era su lado, como solía hacerlo siempre. Esta vez fui egoísta y no me preocupé de su sueño, de la falta que le hacía descansar o de lo guapo que estaba mientras dormía.
De lo único que me preocupé fue de que pronto dejaría de tenerlo, con todas las consecuencias. Así que cada segundo contaba.
Así que arrastré cada célula de mi cuerpo que estaba a veinte centímetros o más de él y me colé de nuevo en el hueco celestial de sus brazos. Pegué la cara a su pecho e inhalé profundamente para empaparme del aroma que desprendía su cuerpo, y sonreí al notar que respondía a mi contacto apretándome instintivamente contra él.
-¿Estoy en Nechisar?-preguntó con voz somnolienta, y yo levanté la mirada. Todavía tenía los ojos cerrados.
-No-respondí, depositando un beso sobre la mayor de sus cicatrices, la que más le había preocupado la primera vez que se quitó la ropa siendo oficialmente mío y teniéndome oficialmente para él.
Y pensar que le había dicho hacía un millón de años que yo no podía ser de nadie… y ahora, mírame: acurrucada a su lado, declarándole la guerra la segundero de su despertador, que me recordaba lo inevitable de mi derrota.
-¿Me he muerto?-preguntó, y yo me reí por lo bajo y negué con la cabeza. Le rodeé la cintura con un brazo, y colé el otro por debajo de su cuerpo para entrelazarlos y que su corazón latiera con más fuerza contra el mío. Puede que, si nos apretábamos lo suficiente, al final se nos sincronizara el pulso y no hubiera manera de separarnos.
Puede que, si remoloneábamos lo suficiente en su cama, su familia no subiera a buscarnos y Valeria no tuviera más remedio que mandarle sus cosas de vuelta. De repente, pensar sólo en mí y no en él y lo que quería me resultaba mucho más sencillo que el resto de veces.
Supongo que se debía a lo bien que se sentían sus brazos en mi espalda desnuda, la forma en que el fino vello que los cubría me hacía cosquillas en la línea de la columna vertebral.
-Tampoco, sol-respondí, y él suspiró sonoramente, retorciéndose a mi lado como si necesitara estirarse pero tampoco quisiera alejarse de mí ni un mísero milímetro.
-Pues estoy en el cielo-contestó, y yo me reí de nuevo-. Me encanta ese sonido-añadió, besándome la cabeza y atrayéndome hacia sí. Su pulgar empezó a recorrer la línea de mi omóplato, apaciguando una bestia legendaria y herida en mi interior.
-Apuesto a que lo vas a echar mucho de menos los próximos meses-bromeé, para mi sorpresa. La dinámica de mi relación con Alec giraba en torno a un pique constante, pero ninguno de los dos había puesto el voluntariado sobre la mesa aún. Y, sin embargo, quitarle hierro hizo que me sintiera un poco mejor.
Hizo que me creyera, aunque fuera por un momento, que lo podía conseguir.
-Como cada vez que no lo oigo-contestó. Me colocó una mano detrás de la cabeza y me besó de nuevo justo en la línea que dividía mi pelo. Me acomodó contra él, todo ángulos tremendamente confortables, y yo suspiré. Le pasé la mano por la espalda, mis dedos trazando las líneas de un mapa que sólo me estaba permitido leer a mí, y mi respiración se acompasó a la suya. Todo lo que podía estar en contacto entre nuestros cuerpos lo estaba, pero, lejos de agobiarme por el poco espacio que tenía, lo cierto es que quería más. Mucho más. Era como si necesitara compensar el tiempo durante el que no iba a tenerle cambiándolo por espacio de contacto.
Era como si todo lo que había construido nuestra relación se condensara en esos puntos en los que mi piel se perdía entre la suya y nos volvíamos uno. Todas las palabras que nos habíamos dicho, todos los besos que nos habíamos dado, todas las miradas desde extremos opuestos de una habitación cuando se suponía que debíamos ser sociables… todo lo que componía la relación más importante y hermosa que yo había tenido y tendría en toda mi vida se concentraba en las yemas de mis dedos bailando sobre su espalda.
Tu novio, le pese a quien le pese.
No necesito a mil chicas, te necesito a ti.
Creía que me gustaba el sexo cuando lo tenía con las demás, pero tú… contigo me he dado cuenta de lo mucho que lo adoro y lo necesito en mi vida.
Perséfone no se compara contigo.
Quería que mi hogar conociera a mi casa.
Volvería de entre los muertos por ti.
¿Continuará?
¡Continuará!
Continuará. Me regodeé en la palabra, en todas las promesas que había acogido entre sus sílabas, en todas sus implicaciones y cómo nos habíamos apañado para obtener solamente las mejores.
Podríamos haber sido un rollo de una noche que se repetía en dos y tres; amigos que se acostaban de vez en cuando y nada más. Podríamos haber sido un error que el alcohol y la euforia nos había hecho cometer y del que no nos arrepentiríamos por lo bien que nos lo habíamos pasado, pero que juraríamos no repetir.
Podríamos haber seguido como el gato y el ratón y nunca habríamos hecho de mi cama “nuestra” cama; de su habitación, “nuestra” habitación.
Pero él me había buscado y yo había dejado que me encontrara. Él me había hecho tener miedo por primera vez del amor, porque le otorgaba el poder más peligroso que puede tener una persona, y es el de destruir totalmente las ilusiones de otra.
Y, a pesar de todo, estando así… yo sólo podía pensar en lo mucho que me gustaba esto. Cómo un corazón roto por él sería un privilegio, porque supondría que él lo había tocado. Cómo que me rompiera el corazón también sería tener mucha suerte, porque él nunca me haría algo así.
Puede que mi vida se hubiera dado la vuelta y que todo lo que creía seguro ahora me hiciera morirme de dudas, que todo mi mundo hubiera cambiado su punto de gravedad y todavía estuviera habituándome a vivir en una piel que ya no sentía del todo mía…
… pero estaba segura de una cosa. Sólo de una cosa. Y era que Alec nunca me haría daño, que siempre podría contar con él.
Que siempre sería mío y yo siempre sería suya, sin importar la distancia que nos separara, sin importar el tiempo que pasáramos sin vernos. Siempre seríamos del otro.
Le iba a echar terriblemente de menos cuando se fuera esta tarde; de hecho, una parte de mí estaba convencida de que no sería capaz de dejarle ir. No, cuando su cuerpo era tan cálido y fuerte al lado del mío, cuando su respiración me hacía cosquillas de un modo que me encantaba, o cuando sus dedos sabían exactamente dónde tocarme para que yo me sintiera a gusto en una piel que ya no reconocía del todo como mía.
Alec era mi hogar, e iban a desahuciarme en unas horas. Y en lugar de angustiarme por lo jodido de la situación, lo único que me apetecía hacer era disfrutar de esa casa en la que había sido tan feliz y a la que sabía a ciencia cierta que sin duda volvería. Su luz, sus ángulos, su sonido, su olor… todo parecía diseñado específicamente para conseguir mi felicidad más plena, mi amor más absoluto.
Ni siquiera podía preocuparme por lo mucho que iba a dolerme tener que decirle adiós mientras estaba entre sus brazos, protegida del mundo, del frío y de mis inseguridades. Me sentí florecer en lo más profundo de mi ser, inundada con la luz cálida y dorada de una estrella que se expandía entre mis costillas, se colaba por sus huecos y me daba esperanza de que el futuro era brillante, porque mi presente también lo era.