sábado, 11 de enero de 2025

Once años persiguiendo las estrellas.

 


Hoy se cumplen once años de aquel once de enero en el que el mundo vio el nombre de Scott por primera vez. Aún lo paladeo en mi cabeza y tiene un regusto que no tuvo ningún otro antes que él, incluso cuando se suponía que no iba a ser el protagonista como terminó siéndolo, y la fuente de uno de mis mejores momentos como escritora o la llave a un mundo que me encanta navegar, y que no pensé que echaría tanto de menos cuando todavía vivo en él cuando ahora lo hago.
Once años desde que empecé a tener muy presente el número 11 en el calendario, en honor al cumpleaños de un actor al que hace tiempo opté por perderle la pista y que, según parece, tampoco se ha ido tan lejos como para que me sea imposible reconectar con él.
A pesar de que no se cuenta en la omnipresencia en la que sí viven el 17 y el 23 en mi cabeza, la verdad es que el 11 también me parece un número bonito. Son como las velas de una tarta de cumpleaños, la promesa de un deseo que, si lo sostienes dentro de ti el tiempo suficiente y soplas con la fuerza necesaria, se cumplirá. Hace nueve, diez, e incluso once años no me veía no dándome cuenta de qué día era o pasando de puntillas por el calendario en este día como pasas por los demás que no son reseñables, porque hace nueve, diez e incluso once años mi vida giraba en torno al número 11. Mis sueños eran distintos, hechos de humo y espejos y de amor a un producto de cuya artesanía disfrutaba a gotitas, pero creo que no sería capaz de emborracharme de él. Hace tiempo me he dado cuenta de que me gusta demasiado mi tranquilidad, y no sé si es por conformismo o porque realmente no me entendía, pero el caso es que ahora veo que soñar con estar tranquila es igual de válido que soñar con explotar y que todo el mundo te mire como si fueras un fuego artificial.
Aun así, en un día como hoy, en el que tengo el corazón más en un puño que de costumbre, en el que pienso en Scott, en Tommy, en Diana, en Layla, en Eleanor, en Chad, y en cómo gracias a ellos tengo ahora a Alec y a Sabrae, que sí que me acompañan todos los días, no puedo evitar fijarme en cómo el tiempo lo asienta todo, en cómo la intensidad se va esfumando pero el cariño siempre queda. Quizá es por la distancia o porque ya he tenido la prueba física de que Scott y los demás son míos en mis manos, de forma que ya no pueden quitármelos, pero me acuerdo de cómo aquella vez escribí una carta a Laura Gallego en la que le pedía cómo proteger a mis personajes y terminé llorando mientras la escribía. Una carta de la que esperaba obtener una respuesta trascendental, y que sin embargo nunca llegó, porque nunca llegué a enviarla.
No están siendo días fáciles, y me quedan otros más duros por delante; días de dudas, de preocupación, de intentar consolarme a mí misma y vendarme el corazón como lo hace Violet Sorrengail de Fourth wing con sus rodillas antes de que se le lesionen, pero en días como hoy encuentro el consuelo. En onces, en veintitreses, en cincos de marzos y veintiseises de abril o unos de mayo; días que salpican mi agenda y la llenan de color.
A veces hablo de mis novelas como si fuera un trabajo, y particularmente Chasing the Stars fue uno durísimo en su final, tanto por todo lo que tenía que contar como por el tiempo en que quería contarlo. Me hice un calendario con los días que publicaba y me lo puse de fondo de pantalla en el móvil para poder verlo siempre, y todavía lo conservo en el ordenador como recuerdo de una época en la que era un poco diferente, pero me iba marcando una senda que aún a día de hoy estoy siguiendo. Ahora soy más paciente conmigo misma, me permito tomarme mi tiempo, valorar mis pausas, rumiar las tramas y echarme la siesta en párrafos que se convierten en diez páginas. Sabrae sigue teniendo también ese tinte de trabajo, pero lo sigo disfrutando a pesar de todo. Al fin y al cabo, llevo once años contando la misma historia; o trece, en realidad, si partimos de la base de que Chasing the Stars no es “la base”… pero, para mí, lo cambió todo.
Por eso, aunque esté en un parón y tenga el tiempo justo, aunque me acordara más por la nota en la agenda que tengo (y cuya portada dice Trust the universe, algo que a Scott le haría mucha gracia, aunque él pensara más en la agenda de 2017 y su diseño de constelaciones) que porque me dé un vuelco al corazón al darme cuenta de que hoy es día once y debería estar escribiendo… creo que este 11 de enero se merece también un descanso, y que vuelva a sonar la música que me lleva acompañando tantísimo tiempo, los latidos del corazón de mis personajes hechos de teclas de ordenador. Un ordenador en el que la tecla S está medio borrada, la barra espaciadora tiene un valle, la A está un poco coja o la C parece una luna menguante que poco a poco se va ocultando vas y más. Llevo once años también con mi ordenador, que me ha visto reír y llorar, me ha visto sentir dolor, tener ganas de vomitar, limpiarme las lágrimas rápidamente con el dorso de la mano y seguir escribiendo porque estoy demasiado inspirada para pararme a sonarme como Dios manda.
Puede que hoy sea también un poco de compromiso, un brindis en la distancia a un viejo amigo con el que ya no tienes relación pero al que te alegras de ver al otro lado de la fiesta. Pero, al final, lo que cuenta es que pasamos por eso, y que estaremos agradecidos siempre por lo que nos unió.
Yo todavía bebo por ese 11 de enero de 2014, y dudo que algún día deje de hacerlo, aunque pasen a ser sorbitos más discretos que no comparto con nadie más que con la intimidad de mi subconsciente… pero el 11 de enero número 11, simplemente, no lo podía dejar pasar. Igual que no podía dejar pasar a Sabrae. Igual que no puedo pensar siempre en la pareja central de mi novela del momento antes de dormirme.
Todos en mi familia son Capricornio excepto yo, así que sólo podía estar escrito que, si tuviera que escoger un segundo cumpleaños, fuera el 11 de enero. Así que hoy soplo 11 velas.
Sólo me queda dar gracias y esperar a que me esperen, como poco, 23 más.
 

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