Acababa de darle mi segundo bocado al bocadillo de pollo
empanado que habíamos hecho en una fogata cuando sonó el walkie-talkie del interior del vehículo.
-¿Killian? Killian, aquí Bayek ¿me recibes? Cambio-preguntó una voz masculina en el interior, y Perséfone y yo nos miramos y nos sonreímos. La primera vez que escuchamos a Killian hablar por el walkie nos había dado un ataque de risa, porque pensábamos que lo de “cambio” y “corto” lo decía por tomarnos el pelo y ver nuestra reacción, pero no. Resultaba que sí que le daban uso en el ejército, y como todos los que llevaban los todoterrenos eran militares destinados especialmente a la misión de la WWF o jubilados, las viejas costumbres se mantenían.
Me pregunté si Jordan empezaría a colgarme el teléfono con un “corto” tras el adiós, y sentí una punzada de dolor en el pecho al recordar mi casa. Los días se hacían cada vez más cuesta arriba con la falta de sueño, pero las noches se volvían insoportables con las jodidas pesadillas que me asaltaban cada vez con más intensidad. Tenía miedo de pensar en ellas y también de no desgranar de forma lo suficientemente concienzuda su significado, como si hubiera algo en ellas que me ayudara a dar con la clave para conseguir que pararan (aunque me daba en la nariz que lo que tenía que hacer para que pararan era impedir por todos los medios que se cumplieran presentándole mi renuncia a Valeria y largándome en el primer avión con destino a Inglaterra), así que me encontraba en una especie de limbo en el que cada paso que diera en una u otra dirección sólo servía para clavarme mil cristales en las plantas del pie, en un calvario similar al de la sirenita.
No ayudaba, tampoco, que el cansancio me hubiera hecho darme cuenta de cómo sólo descansaba realmente bien en casa, con Sabrae dormida a mi lado, abrazada a mí y haciéndome sentir útil e importante, o yo abrazado a ella, haciéndome sentir querido y a salvo. Cada cosa que podía recordarme a casa, incluso la más insignificante, lo hacía.
-Hola, Bayek-Killian se llevó el walkie a la boca y se apuró en tragar el bocado que acababa de darle a su bocadillo-. Te recibo, cambio.
Escuchar ese “cambio” me catapultó a mi infancia, en una de las primeras Navidades que habíamos pasado en casa (en la de Dylan, me refiero; no en el infierno en el que yo nací y del que mamá me había salvado por los pelos). Dylan se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a Jordan, nuestro vecinito de enfrente, los días de mayor lluvia en los que mamá no me dejaba salir a preguntarle si quería que jugáramos. Por norma general no llamábamos a su casa salvo que estuviéramos seguros de que sus padres no habían tenido turno de noche y por tanto echarse una siestecita no era esencial para ellos, así que yo me quedaba incomunicado del que se había convertido en mi mejor amigo en los primeros días que habíamos estado en casa. Jugar con Mimi era un consuelo, pero no era lo mismo, y Dylan lo sabía. Por eso, una mañana de Navidad me había despertado con un paquete envuelto en papel metalizado con dibujos de cohetes, naves espaciales, lunas y estrellas del que mi madre no sabía nada; cuando lo había abierto, me había encontrado con un par de walkie talkies que habían puesto punto y final a mis tardes de soledad. Desde entonces, Jordan y yo nos volvimos totalmente inseparables incluso más allá de nuestros horarios de sueño. Los usábamos para absolutamente cualquier cosa: desde preguntarnos si queríamos hacer los deberes juntos (más bien animados por nuestras madres), invitarnos a tomar el postre en nuestras casas, comentar el nuevo juguete que nos habían regalado o avisarnos de la película interesantísima que estaban echando en la tele y que teníamos que comunicarle a nuestras madres. Llegamos al punto, incluso, de hablarnos por la noche, hasta bien entrada la madrugada, cuando nos levantábamos al baño o habíamos tenido alguna pesadilla. Eso había sido pésimo para nuestros horarios de sueño, pero lo mejor que podía haberle pasado a nuestra amistad; así, Jordan y yo nos convertimos el uno en parte del otro de una forma en que nadie lo había sido hasta entonces, con el permiso de mi familia, tanto biológica como adoptiva.
Yo había empezado a reírme más de la cuenta, y que Mimi se riera conmigo no era más que un aliciente para buscar a Jordan en cualquier momento. Y eso, claro, había hecho que Aaron se pusiera tan furioso que, una tarde en la que estaba pintando en unos folios esparcidos por el suelo con unas ceras que Dylan nos había traído para la ocasión, me quitara el walkie de las manos y lo estampara contra el suelo porque llevaba cinco minutos diciéndole simplemente “cambio” a Jordan. Me había cogido un disgusto tremendo, pero no tanto por el walkie sino por lo que representaba: no quería echar de menos a Jordan ahora que sabía cómo era la vida sin tener que añorarlo. Mamá riñó a Aaron, lo mandó castigado a su habitación, y me vio tan desconsolado que se centró en intentar animarme diciéndome que no pasaba nada, que podíamos ir a comprar otros mientras me acariciaba la espalda que ni se molestó en reprocharle a mi hermano mayor que en esta casa no se daban portazos. De hecho, estaba tan preocupada por mí que ni siquiera dio el respingo que siempre sucedía a los ruidos fuertes que la sobresaltaban.
Dylan había salido de su despacho atraído por el alboroto, y nos encontró a mamá y a mí abrazados en el salón mientras Mimi nos miraba con gesto lloroso, pero sin entender del todo bien la trascendencia del momento y, por tanto, sin decidirse a llorar. Dylan se acarició a mí, que sollozaba en el hombro de mamá y le estaba poniendo perdida la blusa blanca con mis manos pintadas de todos los colores de la caja de ceras; me dio un beso en la cabeza y me aseguró que no pasaba nada, que seguro que había el mismo modelo que habían hecho los elfos de Santa Claus en su taller en las tiendas de nuestro barrio y que, en cuanto terminara con su trabajo, si quería podíamos ir a buscar otro par. Pero a mí no me bastaba con eso; no quería “otro par”, quería nuestro par, el de Jordan y mío.
-Podemos darle el otro a Jordan cuando lo tengamos, mi amor-me dijo mamá mientras me acunaba contra su pecho como si fuera un bebé. Ya pesaba lo suficiente como para agotarla a los pocos minutos, pero verme tan destrozado no tenía comparación con el dolor que le supondría cargar con mi peso.
-Pero ya no será el mismo. El walkie de Jordan se quedará solo, ¡y no quiero que lo esté!
Dylan había recogido los trozos del suelo, los había estudiado un momento y después se había encerrado en el despacho con una caja de herramientas que sacó del garaje. Mamá me prometió que no tenía de qué preocuparme mientras Dylan trabajaba, y para que se me pasara el disgusto, me llevó a casa de Jordan, preguntamos por él, nos cogió de la mano y luego nos llevó a casa para que jugáramos mientras ella nos preparaba unos dulces para merendar.
Esa noche, Jordan se quedó a dormir en mi casa y Dylan no durmió en absoluto en su despacho. Cuando nos levantamos para ir al cole, el walkie me esperaba junto a mi cuenco de cereales, completamente arreglado y operativo. Dylan tenía unas ojeras profundísimas que contrastaban con la sonrisa de satisfacción cuando Jordan y yo nos pusimos a toquetear los botones que mandaban distintas melodías por los altavoces del walkie con la fuerza suficiente para despertar a medio vecindario, y lo único que le pareció más dulce que el beso en los labios que le dio mamá, confitado en una sonrisa, fue cómo me abracé yo a su pierna y le canturreé uno de los “gracias, papá” más sentidos que había dicho en mi vida. Ese día Dylan ni siquiera necesitó tomarse un café para funcionar en el trabajo mejor que nunca porque, ¿qué mejor chute de adrenalina puede haber que el que tu hijastro te llame papá de nuevo después de años sin hacerlo?
Había dejado a Dylan con un marrón en casa imposible de resolver: tenía que cuidar de mamá, de Mimi, de Mamushka, y también de Sabrae. Y eso no era todo: también estaba la casa, las facturas (que no eran ninguna fuente de preocupación, pero aun así eran una tarea más que hacer), el trabajo, y mis amigos, que seguro que estaban desfilando por mi cuarto para sobreponerse un poco a su añoranza igual que yo peregrinaría a los suyos si estuviera en Londres.
Y Jor… no podía pensar en Jor sin que se me rompiera el corazón. Me lo imaginé tumbado en su cama, haciendo el chorras con el móvil como siempre que esperaba un mensaje mío y no era suficiente con verlo en la pantalla bloqueada, sino que tenía que ver cómo le saltaba la notificación en la parte superior. Me lo imaginé paseando con Sabrae, aliviándole la carga de echarme de menos y dejando que ella le aliviara la suya; preguntándole por el contenido de mis cartas y por su frecuencia, siguiéndola estoicamente de comprar para cargar estoicamente con sus bolsas mientras ella seguía revolviendo entre las perchas, y todo porque le había hecho prometerme que la cuidaría en todo lo que ella necesitara y sería todo lo yo que podía ser sin pasar la barrera de la intimidad que sólo te da el sexo.
Y me lo imaginé ansioso porque Sabrae le pidiera que estuviera con ella, porque ella era la mayor conexión que tenía conmigo desde que me había marchado. Me lo imaginé matando el tiempo en las mañanas mientras ella estaba en clase, yendo al gimnasio a machacarse de una forma en que nunca lo había hecho conmigo. Me pregunté si le gustarían sus compañeros de entrenamiento, si se le harían cuesta arriba los ejercicios que le habría programado Sergei, o si al ponerse los guantes sentiría la misma añoranza que sentía yo cuando miraba la foto que me había traído de casa en la que estábamos los dos frente a frente en el ring, las rodillas flexionadas y los torsos ligeramente inclinados hacia delante, listos para atacar.
Me pregunté si me echaría de menos como yo lo echaba de menos a él, si creería que no tendría otro compañero tan bueno y con tanta complicidad en el gimnasio como lo había sido yo… y si se alegraría de verme cuando, inevitablemente, me presentara en casa y anunciara que había dejado el voluntariado porque ya no lo soportaba más. Si se sentiría orgulloso de que hubiera dejado que mi corazón venciera a mi orgullo, o si, por el contrario, creería que, desde que me habían derrotado en el ring y me había retirado subcampeón, estaba condenado a que toda mi vida supiera a plata, a aguantarme con sólo las migajas de las virutas de oro de quienes quedaban por encima de mí.
En ese momento para mí era un hecho que iba a marcharme, y lo único que me preocupaba era cómo se lo diría a Perséfone y Luca, y si alguno de los dos sería capaz de perdonarme algún día.
-Y yo a ti, alto y claro. Tengo novedades-respondió Bayek con voz entrecortada, pero todo lo nítida que podías esperar teniendo en cuenta la distancia que seguramente nos separaba-. Estoy en el límite de la zona H, y he recibido noticias de la Z. Quieren acortar las misiones, así que os tocará volver cuanto antes, cambio.
Killian extendió el mapa con los sectores en los que se dividían las áreas tan amplias que tenían que cubrir todas las patrullas con los terrenos y le colocó la plantilla con los nombres de las zonas, que se cambiaban cada mes por si había alguien escuchando de extranjis y, así, evitar encuentros indeseados. Frunció el ceño al identificar la zona, y tanto Perséfone como yo nos inclinamos para mirar por encima de su hombro. Sandra era una profesional, así que no necesitaba la plantilla que Killian siempre desplegaba para cerciorarse de que la zona sobre la que estaban hablando era la que había memorizado: el corazón del voluntariado, nuestro centro de operaciones.
Las órdenes venían directamente de Valeria, cómo no. La verdad es que siempre se las apañaba para ser lo más oportuna posible, pero esta vez, por las razones equivocadas y para la persona equivocada: lejos de joderme a mí, a la que iba a joderse era a ella. Yo no aguantaría lo suficiente en África como para ver salir de nuevo el sol a decenas de kilómetros del borde de los árboles.
-¿La Z? ¿Por qué quieren acortar las misiones? Estamos en nuestro último día, bastante lejos del destino. Cambio-añadió mientras meditaba en silencio. Sandra se levantó y se puso a su lado, la ceja alzada, y puso los brazos en jarras sin preocuparse por cómo rozaría a Killian en el costado con su codo-. Perséfone y yo nos miramos y nos sonreímos de nuevo; por supuesto, le había contado la confesión nocturna de Killian, y ahora no podíamos ver sus interacciones de la misma manera. Cada inclinación era una oportunidad de reclamar cariño, y cada roce, una caricia velada ante nuestros ojos más que expertos y ansiosos por un poco de amor. Puede que lo nuestro se hubiera acabado y que nunca hubiéramos vivido la sabana como habíamos vivido las orillas de nuestro Mediterráneo querido, pero eso no quería decir que no pudiéramos disfrutar de un poco de amor bien repartido.
Perséfone y yo nos separamos de ellos para darles un poco de espacio, y nos sentamos en el suelo con las piernas estiradas y las espaldas pegadas al ancho tronco de un árbol bajo cuya sombra nos habíamos detenido a descansar. Unos ojos curiosos nos observaban desde la parte superior y también desde distintos entre el suelo y el horizonte, pero ninguno de sus dueños había hecho amago de acercarse a nosotros, lo cual me causaba cierta melancolía; aunque las experiencias que había tenido con los animales con los que había tenido la suerte de estar habían sido súper enriquecedoras, lo cierto es que también eran adictivas, y demasiadas nunca eran suficientes.
Le di un bocado distraído a mi bocadillo mientras Perséfone masticaba despacio, la vista clavada en la espalda de Killian mientras éste hablaba con Bayek en el idioma que ambos compartían. Debía de haber pasado algo jodido si empezaban a hablar de forma que ninguno de los dos los entendiéramos, y por la manera en que Sandra dio un paso a un lado y se lo quedó mirando fijamente, parpadeando despacio mientras Killian hablaba a toda velocidad, diría que a ella le estaba costando seguir la conversación. Las interferencias no ayudaban, pero la tensión en los hombros de Killian tampoco lo disimulaba.
Me pregunté si habría pasado algo en casa, si Killian estaría discutiendo con Bayek porque Valeria había ordenado que volviéramos porque Saab no lo soportaba más y había decidido que no quería arriesgarse a averiguar si yo iba a volver por mi propio pie y si me mandaría llamar. El pedazo de bocadillo se hizo más duro en mi boca, un mazacote arenoso que me costó horrores tragar mientras repasaba mentalmente todas las cosas que podían haber ido mal, a cada cual peor que la anterior, y que harían que cualquier madre se sintiera orgullosa de mi capacidad para ponerme histérico y montarme películas con absolutamente nada.
Diana podía haberse puesto peor. Seguro que se había puesto peor. El acoso que estaba recibiendo por internet no debía de haber hecho más que aumentar. Seguro que Zoe había vuelto a dejarla sola. Seguro que Tommy no daba abasto. Scott estaría desesperado. Le preguntaría a Sabrae qué cojones hacía que no volvía a casa, y puede que tuvieran una movida increíble porque ella me defendería a muerte, como siempre hacía. Quizá se le iría la lengua y diría alguna cosa hiriente que en realidad no sentía, pero Saab podía ser una cabrona si se lo proponía y tirarse a la yugular sin miramientos si le tocabas lo suficiente el coño, y yo era su punto débil. Se pelearían en serio, y puede que Scott se fuera de casa. Quizá se había ido hacía unos días y se negaba a coger el teléfono. Puede que Saab creyera que esto no tenía solución, y que necesitaría de mi mano mágica que todo lo podía lograr, incluido conseguirle una disculpa que puede que no sintiera.
O puede que hubiera salido algo sobre ella. Puede que hubieran escarbado en internet hasta encontrar algo mínimamente desacertado que retorcer hasta lo irreconocible para luego crucificarla, porque era evidente que todo el mundo le tenía ganas. Puede que estuvieran hablando de nosotros, lo único por lo que Sabrae no iba a pasar. Puede que hubiera salido a defendernos, a defenderme, y no hiciera sino meterse más y más en la boca de un lobo que sólo quería pintarla como una niñata desagradecida que no se daba cuenta de que todo lo que tenía se lo debía a una gente totalmente altruista y que tampoco pedía tanto exigiéndole que no tuviera ningún tipo de intimidad.
O quizá la terapia con sus padres se había torcido. Quizá les había dicho algo de su infancia que le había hecho daño y en lo que ellos no habían dedicado el más mínimo pensamiento, o le habían echado en cara que no hubiera hablado de su adopción con ellos, sus padres todopoderosos, y sí lo hubiera hecho conmigo, alguien de fuera y que no debería haberse ganado su confianza tan rápido. Quizá le habían dicho que no querían buscar a su familia biológica porque alguien capaz de abandonarla siendo un bebé recién nacido no se merecía tener el privilegio de conocer la gran chica en que se había convertido, y Sabrae se había dado cuenta de que puede que no quisiera saber nada de sus padres biológicos, pero saber que ni siquiera tenía la opción de escoger sería como si le arrancaran una costilla sin anestesia.
O puede que se hubiera dado cuenta de que sí que quería buscarlos y Sherezade se hubiera negado en redondo, o lo hubiera hecho Zayn, o hubieran sido los dos; porque, si Sabrae conocía a su versión de sangre de lo que era ella, lo que era él o lo que eran ellos, ¿en qué se convertía ella, él, ellos?
¿En qué me convertía a mí el no estar ahí para ella?
Perséfone apoyó el peso de su cuerpo contra el mío y me colocó una mano en la pierna, sacándome así de la espiral autodestructiva a la que tan alegremente me había lanzado. Presionó levemente la yema de los dedos en mi muslo, clavándome las uñas y devolviéndome a la realidad de un plumazo con ese pequeño pinchazo de dolor que me hizo recordar que estaba muy lejos de casa y de todos esos problemas, así que no debería serles tan fácil alcanzarme.
Estaba dándome un ataque de ansiedad tan de gratis que ni siquiera me había dado cuenta de que lo estaba sufriendo, pero ella me conocía tan bien que sabía reconocerlos incluso cuando nunca los había tenido con ella delante.
Clavé los ojos en los de Pers, que me mantuvo la mirada con una valentía con la que lo hacían muy pocas personas en mi vida. Y a la que mejor se le daba era, precisamente, por la que estaba sufriendo ahora tanto.
-No te olvides de respirar, Al-me recordó en griego, de forma que sólo yo pudiera entender lo que me decía. Una cosa era que nos pusiéramos nerviosos ante la incertidumbre de nuestro futuro, y otra muy distinta que yo ni siquiera pudiera ocuparme ya de mis funciones vitales básicas. Fuera lo que fuera que estuviera pasando en la inmensidad de la sabana, no debía añadir un problema más a la lista de preocupaciones que ahora mismo manejaban Killian y Sandra.
Definitivamente tenía que volver a casa si ya ni siquiera era capaz de que no se me fuera la chaveta.
Perséfone apoyó la cabeza en mi hombro e inhaló profundamente, como si estar cerca de mí fuera suficiente para sanarle todos los males. Me clavó de nuevo las uñas cuando volvió a inhalar despacio, y relajó la tensión cuando soltó el aire, y yo intenté centrarme en ese sencillo movimiento, en ése y nada más. Uñas clavadas, inhalar. Piel relajada, exhalar. Uñas, piel, uñas, piel, uñas, piel, hasta que el mundo dejó de dar vueltas a toda velocidad a mi alrededor y mi cabeza dejó de ir a mil. Pers se inclinó hacia delante para mirarme con atención cuando yo por fin pude centrar la mirada, y sonrió con timidez, una pregunta en sus ojos a la que yo respondí con un asentimiento. Su sonrisa entonces se tornó radiante, y por un momento me acordé de por qué había acabado tan pillado de ella como para ir a por ella a muerte el verano en que nos enrollamos y lo terminamos haciendo.
Si Saab no tenía que ser mi primera, por lo menos me alegraba de que lo hubiera sido Pers, porque era capaz de hacerme sentir a salvo incluso a miles de kilómetros de casa.
Apoyó la cabeza en mi hombro y entonces no sólo me hizo sentir en casa, sino que también yo podía serlo para otra persona. Que puede que no hiciera todo tan mal. Que puede que Sabrae fuera capaz de sobrevivir a un poco más de mi ausencia si Perséfone lo había conseguido durante once meses al año.
-¿Mejor?-preguntó, y yo le pasé una mano por la cintura y asentí con la cabeza.
-Sí. Gracias.
-No se dan-contestó, estirando el cuello para apartarse unos mechones de pelo que le habían caído sobre la cara pegajosa por el sudor, y yo le soplé en otros mechones que se habían deslizado por mi pecho al reírme.
-Cualquier excusa es buena para meterme mano, ¿eh?
Perséfone se echó un poco hacia atrás y alzó una ceja, la comisura de la boca en ligera tensión.
-¿En serio vas a llamar a eso “meterte mano”, con todo lo que hemos hecho antes? Si hasta has llegado a discutirme que hayamos follado realmente si yo tardaba poco en correrme desde que me la metías.
-Es que darte dos embestidas y que te corrieras no es follar, Perséfone: lo que es, es lamentable-Pers se rió.
-Lamentable es que en serio creas que ponerte una mano en el muslo es meterte mano, y más cuando parecía que estabas a punto de ahogarte con un pedazo de pollo. Y sería todavía más lamentable que, encima, ese pedazo de pollo ni siquiera fuera un hueso, sino un poco de pechuga empanada.
-Sabes que las pechugas siempre han sido mi perdición-respondí, cruzando los tobillos y estirando las piernas entrelazadas. Intenté ignorar el temblor en mis rodillas, aunque era un poco difícil pasarlo por alto por cómo reverberaba por todo mi cuerpo, pero me obligué a pensar que todo iba bien.
Tenía que irlo. Al menos hasta que volviera al campamento y pudiera dar la noticia de que me iba.
Perséfone se me quedó mirando con semblante distraído, y luego me limpió una gotita de sudor que me corría por el cuello y se la limpió contra los pantalones. Recordé cómo yo hacía lo mismo con Saab, pero la diferencia era que yo recogía su sudor con la lengua.
Joder, cómo la echaba de menos. Si nos iban a hacer dar la vuelta ahora mismo puede que, incluso, me hicieran un favor. No soportaría otra noche más durmiendo prácticamente al raso y con esas pesadillas de mierda en las que ella parecía alejarse cada vez más y más de mí.
Mi amiga clavó la mirada en el punto en el que nuestras caderas se tocaban, sentados como estábamos el uno pegado al otro, y frunció ligerísimamente el ceño mientras se mordisqueaba el labio. Le di un codazo para captar su atención, pero ella solamente entrecerró un poco más los ojos.
-¿Estás pensando cómo hacer para entrarme esta noche antes de que volvamos al campamento después de que no haya dado resultado lo de que me sobes?
-Siento ser yo quien te lo diga, extranjero, pero no eres tan irresistible como para hacer que le pongas los cuernos a tu novia y cargues tú solo con ese peso-respondió fulminándome con la mirada-. Además, la verdad es que creo que no quiero enemistarme con Sabrae. Debe de ser muy fuerte para ser capaz de manejar a un búfalo bobo como tú.
Ojalá lo sea lo suficiente como para sobrevivir a la ausencia de este búfalo bobo, pensé con una punzada de dolor en el corazón.
-Mírate, tan integrada en Etiopía que ya ni siquiera me comparas con animales griegos-ronroneé, y ella puso los ojos en blanco.
-Sé lo que estás intentando hacer, y no te va a funcionar como antes, Alec.
-¿Que es…?
-Tomarme el pelo para distraerme de que te estás poniendo peor con cada hora que pasa. No duermes bien. Te despiertas en mitad de la noche al borde de ponerte a dar gritos. Te matas a trabajar para estar tan agotado que te derrumbas nada más meterte en la tienda de campaña. Ocupas cada segundo del día en cualquier cosa porque te da terror parar y enfrentarte a tus pensamientos, y en el momento en que no tienes más remedio que hacerlo, empiezas a hiperventilar como si hubieras corrido una maratón.
Apoyé la nuca en el árbol y me quedé mirando las hojas verdes, ansiosas de agua y felices de dar protección a una población de ojos sin rostro que nos observaban con infinita atención.
-No quiero que te preocupes por mí.
-Nos ha jodido. Si no quieres que me preocupe, deja de darme motivos para que lo haga y sé sincero conmigo. Dime qué es lo que te pasa. Dime qué puedo hacer para ayudarte, y sabes que lo haré. Siempre he estado ahí para ti, Al. Dime lo que necesitas, y yo te lo daré; y no tengas miedo de pedirme algo que crees que quieres ahora pero por lo que te arrepentirás más adelante, porque, a ver, que tú me gustes y nuestra historia tampoco me hacen no ver cómo sufres pensando en que puedes perder a Sabrae.
Me reí con sorna y negué con la cabeza mientras Sandra y Killian discutían con Bayek a través del walkie.
-No es tan sencillo.
-Tú y yo siempre hemos sido sencillos. Eso no tiene por qué cambiar ahora-respondió, dejando su bocadillo a medio comer sobre el recipiente de plástico a su lado y apoyándose ligeramente sobre la cadera para mirarme con los brazos cruzados.
-Esta vez sí.
-¿Y eso por qué?
-Pues porque son todo señales para que haga algo que sé que te hará daño, y lo peor de todo es que el que a ti te duela no influye para nada en mi decisión, Pers.
Perséfone alzó una ceja y afianzó sus brazos cruzados.
-Al, ya soy mayorcita y ya he digerido que no soy tu favorita. Creo que va siendo hora de que tú también lo asumas.
-Yo lo tengo muy asumido, créeme.
-Pues entonces, ¿por qué no me dices lo que hace días que sabes?
-Que es…
-Que vas a marcharte-soltó a bocajarro, y a mí me dio un vuelco el corazón. Lancé una mirada preocupada a Killian y Sandra por si acaso la escuchaban, pero la distracción del walkie era suficiente. Si le añadíamos que, además, Perséfone seguía hablándome en griego, lo cierto es que preocuparse por lo que ellos oyeran era una soberana chorrada. Y, aun así, me preocupaba.
Puede que Theodore no fuera mi segundo nombre, sino, más bien, Angustias.
-Eso no…
Cuando me giré para mirarla, Perséfone me puso las manos en la mandíbula para asegurarse de que tenía toda mi atención.
-No te molestes en intentar mentirme, porque ya sabes que conmigo lo haces de pena. Llevo sabiéndolo desde que tomaste la decisión, al igual que sé que ni siquiera estás seguro de haberla tomado siquiera-esbozó una sonrisa triste-. No tienes que avergonzarte de querer volver a casa y cuidar de los tuyos cuando las cosas se tuercen, Al. Cuidar a quien quieres siempre ha sido tu forma principal de querer. Es parte de quién eres-me acarició la mandíbula-. Y si tienes que elegir, sé que harás bien. Lo has hecho bien-su tristeza se acentuó cuando inclinó la cabeza ligeramente a un lado-. Siempre he sabido que eres increíblemente noble, y que no tenían nada que ver con quiénes fueran tus tatarabuelos; pero tu nobleza no debería impedirte ser feliz, Al.
Se me aceleró el corazón al pensarlo. Puede que tuviera razón, puede que no quisiera irme sólo para cuidar de Sabrae, sino porque también la echaba tanto de menos que quería renunciar a Etiopía para estar con ella. Puede que el mal trago que ella estaba pasando ahora me había hecho darme cuenta de que yo no quería ninguna historia independiente de la suya, y que los sueños no fueran más que proyecciones de mi subconsciente castigándome con lo que podía pasar realmente si yo seguía emperrado en disfrutar de este año cuando todo en casa se estaba desmoronando.
No iba a disfrutarlo de verdad. No iba a ser capaz de descansar, de dar el cien por cien de mí, de estar orgulloso de mi trabajo, si seguía en este plan.
Puede que Pers tuviera razón y lo más sensato fuera aceptarlo de plano, dejar de ponerle interrogantes a mi historia y empezar con los signos de exclamación, aunque fuera por las razones equivocadas. No estaba siendo noble, ni altruista: a estas alturas de la película lo que pasaba era que me aterraba la perspectiva de perder a Sabrae por no volver con ella a tiempo. Todo lo demás me daba igual.
Y aun así… por mucho que sabía que marcharme era un hecho y que mañana por la mañana se montaría la de Dios en el campamento cuando lo dijera, pero me iría con la cabeza alta, había algo dentro de mí que estaba esperando a encontrar la verdadera razón correcta. Sabía que las intenciones lo eran todo, y renunciar al voluntariado, poner en peligro la confianza que Sabrae creía que tenía depositada en ella regresando a pesar de que me había dicho que podía con todo sola y que no debía preocuparme era escupirle a la cara a todo el trabajo que había hecho para llegar hasta aquí. Si volvía y le decía que me preocupaba que nos afectara quedaría como el cerdo egoísta que yo siempre había sabido que era y que nadie se había creído que fuera. Si volvía y le decía que no dejaba de soñar que me dejaba y aquello era insoportable, la condicionaría a sentir lástima por mí, la única sensación que no había sentido que le hubiera inspirado nunca a Sabrae y por la que tanto valoraba nuestro amor, porque había sido capaz de abrirme con ella de una forma en que no lo había hecho con nadie simplemente porque ella había aceptado mi dolor como un parte de mí, y como algo que le daba rabia, pero jamás pena. Yo no quería su lástima, y como nunca la había tenido, me daba miedo que eso cambiara la percepción que ella tenía de mí, su amor, mi calor.
Había una parte de mí, por pequeñita que fuera, que todavía se resistía porque necesitaba una razón de peso. Había algo en mi interior que me decía que renunciar ahora me haría lamentarme más adelante.
No sabía qué era, ni por qué. No sabía si estaba en la cama de Sabrae o estaba ahora conmigo, pero una pequeñita parte de mí necesitaba algo más trascendental que mi ansiedad. Yo no era vidente y no preveía el futuro, y volver a casa ahora porque no era capaz de descansar y de disfrutar de Etiopía por culpa de mi jodida ansiedad sólo sería añadirle una carga más a Sabrae, y ella ya tenía bastantes.
De todos modos esa parte no era lo suficientemente fuerte como para ganar la batalla, y yo… yo estaba cansado. Toda mi vida había tenido un propósito, ya fuera más o menos honorable: proteger a mi familia, hacerlos sentir orgullosos de mí cuando ganaba combates, seguir siendo el mejor boxeador en el gimnasio de Sergei incluso estando retirado, que mis amigos se rieran cuando estaban conmigo, que las chicas a las que me follaba no pudieran olvidarme, y después, hacer feliz a Sabrae. Y luego me había subido a un puto avión y todo se había torcido, y yo estaba perdido en el mundo, sin saber qué hacer, adónde ir, malviviendo cada día y respirando a duras penas, sobreviviendo por los pelos a noches que se hacían eternas y en las que el cambio era todavía más acuciante, porque siempre habían sido mi parte preferida del día.
Perséfone se equivocaba si creía que preocuparme por mi familia, la de sangre y la elegida, era lo que hacía que yo no fuera feliz en Etiopía.
No era feliz porque no estaba con ellos. Porque les estaba fallando. Porque no estaba ahí cuando más me necesitaban. Porque estaba persiguiendo esa felicidad en los confines del mundo, intentando correr más que la sensación de traición por haberlos dejado en la estacada cuando más me necesitaban.
A pesar de lo mucho que me dolería, sería feliz estando en Londres con mis amigos, consolando a Tommy, peleándome con los Styles si intentaban llevarse a Diana en contra de la voluntad de mi mejor amigo, pasando el mono con ella, y luego durmiéndome cada noche con Sabrae entre mis brazos, asegurándome de que se sintiera segura, a salvo y suficiente. Creo que sería más feliz y me sentiría más útil incluso si se dormía llorando cada noche, porque por lo menos lo haría en mi hombro y no sola.
Esto no era sostenible. Todo el mundo a mi alrededor sufría, y yo estaba poniendo en peligro a mis compañeros no estando todo lo presente que ellos necesitaban, y si Perséfone creía que podía convencerme de que quedarme era lo que todos necesitábamos, se equivocaba de cabo a rabo…
-No te inmoles, Al-me presionó la mandíbula con la yema de los dedos, devolviéndome al presente y recuperando toda mi atención. Quise decirle que marcharme era lo único que podía salvarme de acabar muy jodido…
… pero entonces Perséfone me dejó a cuadros cuando dijo:
-Si no puedes con esto, te puedes ir. Yo me ocuparé de todo lo que dejes atrás-se le humedecieron un poco los ojos mientras me acariciaba la mejilla con el pulgar, y algo dentro de mí encajó.
La pieza que faltaba. El silencio de esa parte de mí que decía que no, que no, y que no. Que aguantara un poco más, que puede que esto no fuera el final… totalmente en silencio. La habían convencido.
No me resistía a irme por si eso me afectaba con Sabrae. Renunciar al voluntariado, aunque ya no me estuviera gustando como antes, sería un gesto de amor que ella valoraría como todo lo que yo hacía.
Renunciar al voluntariado suponía admitir que yo no podía cuidar de todo el mundo y que tenía que elegir, y que Perséfone estuviera en Etiopía en lugar de en Mykonos y formara parte de la ecuación lo complicaba todo muchísimo más. Porque la verdad es que no es que no quisiera irme; es que no quería dejar colgada a gente que contaba tanto conmigo como para confiarme su vida simplemente porque el timing no era el ideal.
Fue entonces cuando entendí que, a veces, el dolor es tan fuerte que luchar contra él es inútil, y sólo prolonga el sufrimiento de todos a tu alrededor. Fue entonces cuando entendí que ser un fantasma de lo que has sido hasta entonces es mil veces peor que convertirte en un recuerdo glorioso. Fue entonces cuando supe que yo preferiría irme con una explosión, en lugar de con un suspiro.
Yo no lo sabía, pero acababa de aprender la lección más dolorosa de toda mi vida. Por eso me quedaría callado cuando, dentro de unos cuantos años, pero no los suficientes, uno de mis mejores amigos nos anunciara que estaba terminal y que no iba a luchar contra su enfermedad. Por eso le daría permiso a otro para que se rindiera si sentía que no hacía más que atrasar lo inevitable y que con ese dolor no podía seguir subsistiendo, porque lo que estaba haciendo ya no se podía calificar de “vivir”.
Todavía estaba muy lejos en el tiempo y en la distancia de ese soleada comedor y esa nublada playa inglesa, pero Perséfone acababa de darme la llave ancestral para salir del único lugar del que la humanidad llevaba milenios intentando escapar.
No es que estuviera practicándoles la eutanasia a mis sueños: es que ya ni siquiera eran míos. Y cuando algo te quema en las manos, no abrir los dedos y dejarlo caer no es síntoma de determinación, sino de necedad.
Y yo me había enamorado de una chica demasiado increíble como para permitirme ser siquiera un poquito lerdo, ya no digamos gilipollas perdido.
-Vale-dijo Sandra, girándose hacia nosotros mientras Killian terminaba de hablar por el walkie, ahora con una brújula y un lápiz sobre el capó del coche. Dio una palmada con la que me sacó de mi ensoñación, y a ambos de la intensidad del momento. Ni siquiera sabía que acababa de pasar algo trascendental entre nosotros cuando dijo, con un suspiro-, cambio de planes. Quieren que volvamos lo más pronto que podamos porque han anunciado que la tormenta va a empeorar porque hay no sé qué cóctel meteorológico en el Océano Índico-Sandra movió las manos-, así que… les urge que volvamos a casa cuanto antes.
No te haces una idea, hija, pensé para mis adentros. Perséfone se giró hacia la tormenta que habíamos bordeado con maestría los últimos días, poniendo siempre la distancia necesaria entre ella y nosotros para que no nos afectara ni tan siquiera cuando dejáramos de movernos.
-¿El campamento no está hacia allá?-señaló en dirección a lo más oscuro de la tormenta y yo fruncí el ceño. No es que no me fiara del sentido de la orientación de Pers, todo lo contrario; después de toda una vida criándose a orillas del mar y navegando cada vez que el tiempo lo permitía, los griegos desarrollaban un sentido de la orientación espectacular, sobre todo para espacios abiertos sin ningún punto de referencia más que el sol y las estrellas. Yo había aprendido a orientarme con las constelaciones principales, y más o menos me manejaba durante el día, pero la posición del sol y la diferencia en el cielo nocturno había hecho que tirara la toalla enseguida los primeros días, y ahora simplemente me dejaba llevar.
Sandra suspiró y se masajeó las sienes.
-Sí. No lo discutáis, ¿vale? Son órdenes directas de Valeria. Quiere que lleguemos lo antes posible.
-Si llegamos-espetó Killian, y Sandra puso los brazos en jarras y se giró para mirarlo, los pies anclados en el suelo.
-Llegaremos-sentenció, como si por pura fuerza de voluntad fuéramos a conseguirlo.
Mientras Killian hacía los cálculos para asegurarse de que nuestra posición era la esperada y que no terminábamos a decenas de kilómetros de nuestro objetivo y perdidos en medio de un temporal que haría palidecer a las tormentas tropicales que azotaban el Caribe, los demás nos pusimos en marcha: Sandra y Perséfone se ocuparon de asegurar a los animales y poner inyecciones a los que estaban peor para que pasaran el viaje lo mejor posible, y yo le eché gasolina al coche, comprobé la presión de los neumáticos, aseguré los remolques con los animales y ayudé a Killian a guardar las provisiones, poner las armas a buen recaudo y asegurar todos los materiales para que no nos molestaran durante el viaje.
Con las herramientas que podríamos necesitar durante el trayecto entre Perséfone y yo, Killian arrancó el motor, colocó la brújula en un soporte especial del salpicadero, y suspiró cuando pisó el acelerador y el coche arrancó despacio pero con decisión al temporal.
Lo que más me sorprendió fue lo mucho que tardamos en llegar hasta la tormenta, pero, de nuevo, la falta de referencias era a la vez una ventaja y un inconveniente de la sabana. Su inmensidad te hacía sentir minúsculo y a la vez especial, por formar parte de un todo muchísimo más importante que nada en lo que hubieras participado hasta entonces. Killian condujo y condujo y condujo y la oscuridad que se extendía ante nosotros sólo parecía ensancharse, pero apenas se desplazaba por el cielo sobre nosotros.
Las primeras gotas de lluvia llegaron cuando Killian llevaba una hora y media conduciendo en dirección al horizonte, lo cual me hizo creer que llegaríamos mucho antes de lo previsto.
Cuando llegamos al borde de la tormenta, Killian apagó el motor, echó el freno de mano y se bajó para echar más gasolina en el depósito. Levantó la mirada hacia el cielo, entrecerrando los ojos para que no le hicieran daño las gotas de lluvia, y se subió de nuevo al interior con semblante serio. Sandra abrió un paquete de barritas de chocolate, nos tendió una a cada uno, y nos dedicamos a masticarlas en silencio mientras Killian avanzaba hacia la cortina de lluvia más densa, que nos llevó todavía otros tres cuartos de hora alcanzar. Creí que el incremento de la lluvia sería exponencial, pero fue como atravesar el límite entre las dos franjas horarias que separaban las islas Diómedes en sus cuatro kilómetros de distancia.
Como si acabáramos de cruzar una frontera invisible, un chorro intenso y constante de lluvia empezó a caer sobre el coche, absorbiendo la luz de los faros hasta el punto de que Killian tuvo que encender las luces antiniebla y reducir la velocidad a un paso en el que me convencí que no llegaríamos al campamento en un día ni de coña. Seguro que nos llevaba una semana, más bien, lo cual me venía fantástico para lo que me proponía hacer.
Sandra se sacó un cronómetro de la mochila, activó la pantalla, juntó las rodillas y extendió el mapa sobre sus piernas, observando alternativamente la brújula, el cronómetro y el mapa.
-¿Qué se supone que están haciendo?-preguntó Perséfone en voz tan baja que me costó escucharla sobre el aguacero. No quería pensar en lo mal que lo estarían pasando los animales a los que transportábamos, que siempre eran los que en peor estado estaban de aquellos con los que nos cruzábamos y, por tanto, más delicados.
-Creía que lo sabías tú-susurré con un hilo de voz que me sorprendió que Pers pudiera oír.
No obstante, ninguno de los dos nos atrevimos a preguntarlo, y a medida que atravesábamos la cortina de lluvia y la tensión entre ambos iba en aumento, la poca ventaja que la curiosidad tuviera sobre nuestras ganas de no tener movida se fue diluyendo hasta quedarse en nada.
Estuvimos lo que se me antojaron horas y horas bajo el aguacero inclemente, con Perséfone y yo cogidos de la mano con tanta fuerza que bien nos las podríamos haber roto, mientras intentábamos compartir un poco de la tensión y del miedo que nos producía el silencio decidido de Sandra y Killian. Él mantenía la vista al frente en todo momento, permitiéndose rapidísimos vistazos por el retrovisor de vez en cuando, supongo que para ver si nos seguía alguien, y sujetaba el volante con mano de acero. Ella no paraba de saltar del mapa al cronómetro y la brújula, y de nuevo de vuelta al mapa para repetir esa gira en bucle hasta la extenuación.
Bajo el concierto atronador del aguacero que caía más allá de los cristales apenas podíamos distinguir las interferencias del walkie, que se habían dejado encendido para escuchar cómo llegaban los compañeros o algún tipo de instrucción. Tras lo que me pareció una eternidad bajo el aguacero, Killian aminoró la velocidad hasta detenerse, apagó las luces del coche y nos sumió en la oscuridad rabiosa por devorarnos. Tomó aire profundamente y lo soltó despacio, ignorando la mirada de Sandra, que había detenido el cronómetro y se había girado para mirarlo. Él se frotó los ojos, estiró los brazos, flexionó los dedos y giró varias veces la cabeza sobre el cuello, haciendo restallar sus cervicales y exhalando un gemido cuando consiguió liberar parte de la tensión. Perséfone y yo no nos atrevíamos ni a respirar demasiado fuerte.
Sandra cogió el walkie y lo apagó para preguntar sin interrumpir a nadie que pudiera tener la línea abierta como nosotros:
-¿Cómo va el depósito?
-Tres cuartos-respondió Killian-. Enseguida seguimos.
-Tómate el tiempo que necesites. No hay prisa-contestó ella, y Killian rió por lo bajo.
-No. Estamos atravesando este infierno al que hemos estado evitando con determinación los últimos días porque Valeria quiere que volvamos todos ya, pero no hay prisa.
-Tampoco es como si nos hubieran ordenado que nos presentáramos inmediatamente. Nos han dicho que cambiemos el rumbo, pero no pueden pretender que crucemos media sabana en una tarde cuando hemos estado alejándonos durante cuatro días.
-En círculos.
-Ya sé que no hemos ido en línea recta como si estuviéramos corriendo los cien metros lisos, Killian-espetó-. Sólo digo que si necesitas descansar un poco…
Justo en ese momento restalló un relámpago en la distancia que partió la oscuridad en dos, y Perséfone y yo nos encogimos en el asiento. Una cosa eran las tormentas de Mykonos, que enloquecían al mar y hacían que pareciera dispuesto a devorar la isla, pero sabíamos que haría falta una catástrofe de las de verdad para que nuestro pueblo sufriera daños serios. En casa siempre teníamos dónde refugiarnos, y yo había aprendido a disfrutar especialmente de las tormentas porque solían significar tarde de mimos con Sabrae, a la que le fascinaban los relámpagos como a un dragón un huracán.
En cambio, ahora es como si yo estuviera viudo, y no teníamos dónde escondernos más allá de este todoterreno en el que íbamos todos apretujados y pendientes de cada sombra que se moviera en la oscuridad. Los reflejos de la lluvia eran traicioneros y fuente inagotable de sustos, pues en cada destello podía esconderse un depredador asustado y ansioso por un tentempié o una partida de furtivos que se hubiera arriesgado a acercarse a nosotros sigilosamente al ver nuestros faros en la distancia.
Por eso Killian había puesto las armas a mano, y por eso estaba seguro de que lo que había estado haciendo con ellas antes de colocarlas donde pudiéramos cogerlas con más facilidad era quitarles todos los seguros excepto el que nos había enseñado a todos a desactivar.
-Claro, por eso siempre va un militar con un veterinario en las partidas de rescate. Para que “descanse”-ironizó Killian, pronunciando la última palabra casi, casi como si fuera un insulto. Cerró los ojos, se los frotó con fuerza, puso de nuevo las manos en el volante y tomó aire de nuevo-. Sólo es un segundo.
Me gustaría haberle dicho que yo podía relevarle, pero sabía que sólo serviría para caldear los ánimos, y seguramente hiciera más mal que bien. Fuera lo que fuera que estuvieran haciendo con el mapa y la brújula, tenía pinta de algo muy estudiado y ensayado. Como yo o Pers cogiéramos el volante terminaríamos dando vueltas en círculos, perdidos bajo este aguacero y siendo un blanco vulnerable para todo aquel que quisiera venir a por nosotros. Entendía la frustración de Killian mejor que nadie estos días en los que lo único que podía hacer era tratar de sobreponerme a mi propio cansancio y dar lo mejor de mí en lo que ya sabía que eran las últimas horas en Etiopía, pero también creía que estaba siendo injusto con Sandra, que sólo intentaba ayudar. No podía dejar de identificarme con él, y ver a Sabrae en ella, y más aún cuando extendió la mano y se la puso en la pierna de una forma íntima en la que no lo hace ninguna amiga. Ni siquiera Perséfone.
Como Sandra estaba tocando a Killian a mí sólo me tocaba Sabrae.
Y, Dios, cómo necesitaba que Sabrae me curara con sólo mirarme como lo estaba haciendo Sandra. En cuanto llegara a casa, lo primero que haría nada más ir a buscarla sería echarme a dormir con ella abrazada a mí, y no me movería de mi cama o de la suya en, como mínimo, una semana. Ya me ocuparía de Tommy, Diana y el pifostio que tenían montado más adelante. Sólo descansado servía de algo.
Igual que sólo descansado nos sería útil Killian.
-Lo digo en serio.
Perséfone carraspeó.
-A mí no me importaría tener un momentito para mí misma, la verdad.
Killian se volvió hacia ella.
-¿Con la que está cayendo ahí fuera?
-Tanta lluvia me está aflojando la vejiga, y los baches no ayudan-explicó Perséfone con toda la tranquilidad del mundo, y yo no pude evitar sonreír. Si era una excusa era genial por lo genuina que parecía, y si era verdad… bueno, la conocía lo bastante como para saber lo mucho que le jodía reconocer una debilidad.
-A mí también me vendría guay salir a estirar las piernas-dije, y Killian me fulminó con la mirada.
-Yupi, excursión en el Aquapark de África, ¿no?
-Prueba a medir dos putos metros y estar encogido durante horas a ver qué tal te sienta, payaso-espeté.
-No mides dos putos metros, chaval, no te flipes. Ni siquiera llegas al metro noventa.
-De hecho, los supero, si contamos cuánto levanto vertical y horizontalmente-respondí, haciéndole ojitos, y Sandra apoyó el codo en la ventanilla y se giró hacia la oscuridad para que Killian no la viera reír, pero la manera en que se sacudían sus hombros la delataban. Killian gruñó por lo bajo, revolvió en su puerta y sacó un ridículo paraguas plegable.
-Venga, princesita. A atender la llamada de la naturaleza.
-Ni de coña salgo ahí fuera yo sola.
-Voy a ir contigo.
-¡Ni de coña voy a mear delante de ti! Que venga Alec.
-¡Esto es la hostia! ¿Por qué tengo que verte mear yo?
-Porque me has sujetado el pelo mientras potaba de botellón en el verano tantas veces que a ti ya te he perdido el respeto-dijo Perséfone, cogiendo el paraguas y abriendo la puerta lo justo para poder sacarlo y desplegarlo.
-¿Acaso me lo has tenido alguna vez?
-Buena pregunta.
-No os alejéis-gruñó Killian mientras encendía las luces.
-¡Apaga eso! ¿Quieres verme hacer pis, so pervertido?
-¡Cállate, tronca! ¿Es que quieres que meta el pie en la madriguera de algún suricato y me rompa la crisma, o peor aún, que tenga que volver a hacer horas extra para el cerdo explotador de Jeff Bezos para pagarles la indemnización por destruirles la casa a los primos segundos de Timón y Pumba?-protesté mientras salía del coche, armado yo también con otro paraguas plegable que me acababa de tender Sandra.
Caminamos uno al lado del otro durante unos metros, casi tanteando el terreno allí donde la luz de los faros era demasiado alta. A unos veinte metros había una colina que a Perséfone I de Grecia, soberana de la Península Helénica y de las Islas Cícladas, Princesa de Mykonos y Duquesa de Chipre le pareció digno de ocultar su real coño de ojos que no lo hubieran visto ya mínimo unos dos millones de veces. A decir verdad, si me hubiera pedido que apartara el paraguas para que Sandra y Killian no la vieran aunque lo hiciera al lado del coche a mí me habría parecido bien con tal de no ir tan lejos, incluso si me terminaba calando hasta los huesos yo; pero si algo había sacado en claro del voluntariado era que me las buscaba zorras en la cama y mulas en todo lo demás, y bastaba con que a Sabrae o a Bey o a Perséfone se les metiera entre ceja y ceja que tenían que hacer sus necesidades ocultas por un accidente geográfico para verme arrastrado en una peregrinación en medio de una tormenta que amenazaba con destruir a la raza humana, así que me tocaba aguantarme.
Perséfone rodeó la pequeña colina y se resbaló con el fango, pero mantuvo el equilibrio a duras penas, extendiendo los brazos y abriendo las piernas a un nivel que le daría envidia hasta a mi hermana. Me eché a reír y me puse a aplaudir, y Perséfone me fulminó con la mirada.
-Es increíble lo subnormal que eres.
-Con lo bien que follo sólo me faltaba ser un perfecto caballero; entonces, los demás no tendrían ninguna posibilidad.
Perséfone refunfuñó un insulto muy elaborado lleno de palabras en griego antiguo que seguro que había aprendido para sus pruebas de acceso a la universidad y se dio la vuelta mientras se desabrochaba los pantalones, y yo me disponía a girarme para darle un poco de intimidad cuando algo captó mi atención.
Había dos pequeñas estrellas de círculos perfectos flotando a pocos centímetros del suelo a unos metros de nosotros, brillando en la oscuridad como dos faros con la luminosidad mínima.
Y unos cinco pares con la misma forma, pero un poco más pequeñas y separadas entre sí, en el límite al que llegaba la luz de los faros del coche. Se me pusieron de punta todos los pelos del cuerpo, y cuando digo todos es todos. No tenía ni puta idea de lo que podía ser eso, pero me había llevado los suficientes sustos cuando a Trufas le daba por pasearse de madrugada por casa y a mí me pillaba en un paseo a por agua o al baño como para saber que eso no eran estrellas.
Y si ya acojonaban cuando
estabas en una megalópolis hiperpoblada, imagínate en medio de la nada, a
merced de los elementos, siendo con diferencia el animal con los sentidos menos
desarrollados y también el más lento en carreras cortas.
No me gustaba que fuéramos menos que ellos. No me gustaba que el coche estuviera más lejos que los dos discos pequeños. No me gustaba que parecieran mirarnos con desesperación.
-Perséfone-la llamé, sin atreverme a levantar mucho la voz y desencadenar un efecto mariposa todos los míos tuvieran que lamentar.
No podía palmarla aquí. No podía hacerle eso a Sabrae. Tenía que volver con ella y pasar a su lado un vida larga y feliz, hacerle una pedida de la hostia, casarme con ella, tener hijos con ella, volverme un viejo gruñón que sólo era dulce con su señora en el súper y pasarme mis últimos fines de semana llenando crucigramas con su nombre mientras ella tejía una mantita para nuestro cuarto o quinto nieto.
Qué cojones hago aquí, pensé por primera vez estando en Etiopía, y si aquellos ojos no estuvieran entre el campamento y yo, es probable que hubiera echado a correr en aquel mismo momento.
-Perséfone-repetí. Los ojos más cercanos parpadearon, los más lejanos se acercaron, nerviosos.
-Uf, ¿qué pasa ahora, A…?
-No reacciones-ordené, los ojos clavados en los más cercanos-. Súbete otra vez los pantalones.
-Me ha costado horrores…
-Súbete. Los. Pantalones-repetí en un tono que no dejaba lugar a discusión, y que no podía controlar. Había sido capaz de usarlo muy pocas veces con Sabrae, pero había sido mano de santo. Lo mismo con Perséfone, que se los subió rápidamente y se me quedó mirando como una gacela a unas hierbas que se movían sospechosamente, y que también apestaban a guepardo-. Pégate a mí.
Pers se me acercó, tensa, y buscó mi mirada, pero yo tenía la vista fija en los ojos que nos observaban agazapados desde el suelo, prestos a atacar. Mierda, mierda, mierda. Ojalá Valeria nos hubiera dado alguna lección sobre cómo evitar que te aceche algún animal que podría partirte el cráneo con la fuerza de su mandíbula.
-¿Qué pasa?-preguntó en un susurro, y yo le hice un gesto con la cabeza en dirección a los ojos del suelo. Perséfone se quedó paralizada al verlos, y cuando le di un toque en la espalda para llamar su atención sobre los más lejanos y numerosos, juro que la sentí echarse a temblar-. Alec.
-Tranquila. No va a pasar nada. Pégate a mí-quizá, si parecíamos demasiado grandes, nos dejarían en paz. Puede.
O puede que pareciéramos más apetitosos. No lo sé. Pero no se me ocurría nada mejor. Sabía lo que pasaría si echábamos a correr y nos separábamos, porque yo corría más que ella, y ni siquiera podía soportar pensar que existiera esa posibilidad.
-Alec-repitió, suplicante.
-No voy a dejar que te pase nada-dije, rodeándole la cintura y arrastrándola conmigo hacia atrás. Los ojos continuaron fijos en nosotros, pero, por suerte, no se movieron. Retrocedimos de espaldas hacia el coche, con la vista fija en ellos, y bordeamos la colina. En cuanto la hubiéramos puesto entre ellos y nosotros, nos giraríamos y correríamos como locos hacia el coche, o puede que les hiciéramos señas para que nos recogieran.
Y entonces un relámpago restalló en la oscuridad y pude ver de quiénes eran los ojos. Es increíble cómo la adrenalina te agudiza los sentidos hasta convertirte en casi un superhéroe.
Los cinco pares de ojos de la distancia les pertenecían a siluetas encorvadas, del tamaño de un perro, que nos observaban a Perséfone, a mí y al dueño de los ojos más cercanos con la sonrisa burlona que había sido la banda sonora de los villanos de la infancia de toda una generación. Todavía no se habían reído con su sorna característica, pero sabía que en cuanto Perséfone y yo nos giráramos, seguramente nos rodearan rápidamente y no permitirían que volviéramos con el coche. Killian no iba a dar abasto para atropellarlas a todas.
Y los ojos más cercanos…
Se me cayó el alma a los pies.
Los ojos más cercanos eran de una leoncita agazapada junto al cuerpo inerte de su madre, tirada en el suelo como si fuera un trapo. La leoncita parecía tremendamente asustada, no sólo de las hienas, sino también de nosotros, como si fuéramos a hacerle algo malo.
Como si pudiera hacerle algo malo a algo tan precioso e inocente, algo tan desvalido. A algo dorado.
Una sensación familiar, como un tirón en el
estómago, se adueñó de mí. No puedo
dejarla aquí, pensé. No debía de tener ni dos meses de vida, y sin embargo
ya estaba condenada.
Un montón de cosas me pasaron por la cabeza a la vez. Perséfone hacía unas horas, diciéndome que cuidar de los demás estaba en mi naturaleza. Mi madre, dándome un beso en la frente y llamándome su leoncito valiente cuando aceptaba quedarse conmigo hasta que me durmiera después de tener una pesadilla mezclada con mis recuerdos.
Sabrae, poniéndome la mano en el pecho y pidiéndome que no llevara a más la mala relación con sus padres.
-Mi león dorado-y me daba un beso en los labios-. Siempre defendiéndome.
Siempre defendiéndome. Siempre defendiéndome. Siempre defendiéndome.
Siempre defendiéndome, mi león dorado.
No puedo dejarla aquí.
Esto era distinto a Caramelito, o a aquella gacela a la que no nos habían dejado rescatar la primera vez. Esta leoncita estaba bien. No le había pasado nada más que quedarse huérfana en el momento más inoportuno, pero Perséfone y yo habíamos aparecido en el momento preciso en que estaban a punto de devorarla unas hienas malvadas. La improbabilidad de que eso sucediera sólo me hizo pensar en una cosa: estaba escrito.
Igual que lo mío con Saab.
Había pasado todo lo que había pasado para llegar hasta aquí, a este momento, a salvar a esta criatura inocente de un destino fatal.
-Voy a ir a por ella.
-¿Qué?-preguntó Perséfone.
-Te voy a soltar y voy a ir a recogerla-dije, sin apartar la vista de los ojos refulgentes de la leoncita-. Tú vete de espaldas hacia el coche. Hazles alguna señal para que se muevan y lo vayan acercando.
-Alec, ¿has visto…?
-Sí-sentencié-. Y no la voy a dejar aquí.
-¿Sabes que las hienas cazan si tienen que hacerlo? Puede que sean carroñeras, pero no les va a hacer ninguna gracia…
-Ve hacia el coche y acércamelo-respondí, separándome de ella. Vi que Perséfone ponía los ojos como platos, pero me obedeció, por una vez en su vida.
Sólo cuando dejé de oír los pasos de Perséfone cerca de mí me atreví a empezar a avanzar hacia la cachorra con pasos vacilantes. No quería asustarla y que saliera huyendo, acercándose así a las hienas. Saab me había llamado “su león”, igual que mi madre. Tenía que significar algo. Si salvaba a esta chiquitina, salvaría a Sabrae. Saab estaría bien.
Los primeros pasos fueron los más sencillos porque no la intimidé, pero en cuanto la leoncita se dio cuenta de que iba a por ella, se agazapó en la oscuridad contra el bulto del cuerpo de su madre. Una sombra bailó detrás de mí y supe que Perséfone había llegado al coche.
-Ven-le dije en voz baja-. No voy a hacerte daño. Sólo quiero ayudarte.
La leoncita siseó, seguro que mostrándome unos dientes que puede que aún no tuviera. Una nueva sensación de angustia me asaltó: ¿y si no dejaba que la cogiera? ¿Y si no me dejaba acercarme? ¿Y si se defendía?
Sabrae también se defendía, me dijo una voz en mi cabeza, y al final me había dejado entrar.
Di un paso vacilante hacia la leona y los faros titilaron. Supe lo que significaba, y que me estaba quedando sin tiempo.
Cuando se apagaron sucedieron muchas cosas a la vez. La primera es que la luz de los ojos de la leoncita desapareció, así que tuve que tirarme a ciegas a por ella. Por suerte, calculé bien y la atrapé entre mis brazos, lanzándome de cabeza al aguacero cuando solté el paraguas.
La segunda, que la luz de los ojos de las hienas se apagó también, así que dejé de tener la referencia de dónde estaban y supe, inmediatamente, que ya se estaban lanzando a por mí.
No tenía tiempo que perder. Clavé una rodilla en el suelo y me levanté a toda velocidad, impulsándome como pude mientras sostenía a la leoncita, que temblaba de pies a cabeza pero al menos no trataba de escaparse, contra mi pecho. Los faros del coche se encendieron de nuevo cuando Killian por fin pudo arrancar el motor, y trató de sacar el coche hacia delante, con tan buena suerte que se le caló.
JODER.
Los pies me resbalaban en el suelo mojado, la leoncita no me ayudaba con sus temblores y quejidos aterrorizados, y las hienas ahora parecían divertidísimas, descojonándose a mis espaldas mientras me peleaba con el suelo y con la leona por avanzar hacia el coche. De nuevo otro chispazo a mis espaldas con un nuevo relámpago, y tuve la osadía de mirar atrás para ver cómo ganaban terreno a una velocidad pasmosa.
Killian arrancó el coche de nuevo y los faros me cegaron, así que me puse un brazo frente a la cara, el otro sujetando a la leoncita como pude, y seguí corriendo y corriendo y corriendo, resbalando y luchando por no caerme, hasta que casi las tuve encima, hasta que podía sentir el chapoteo de sus patas salpicándome los pies, hasta que…
Sandra apretó el claxon del coche e hizo que todos diéramos un brinco, pero Perséfone estaba más puto loca que ella y sacó una de las escopetas del coche y se puso a pegar tiros al aire.
-¡ATRÁS, HIJAS DE PUTA! ¡ATRÁS!-bramaba como una desquiciada.
Los dos segundos de confusión y miedo de las hienas fueron suficientes para que yo ganara de nuevo el terreno que había ido perdiendo, pero enseguida reanudaron la persecución. Killian metió primera e hizo que el coche saliera disparado hacia mí; derrapó en el último momento y lo puso de lado, de forma que yo me encontré con el cuerpo de Perséfone a medio camino. Se lanzó hacia atrás hecha una bola para permitirme el paso, y yo le lancé a la leona como buenamente pude mientras saltaba dentro del coche.
Una de las hienas me enganchó de la bota, y Perséfone exhaló el grito más agudo que había escuchado en toda mi vida (y eso que me escuché a mí mismo gritar cuando Chad hizo el solo de guitarra final de One Way Or Another en Wembley). La hiena tiró de mí con una fuerza sobrehumana, y yo me vi fuera del coche, de verdad que sí.
Hasta que Sandra, ni corta ni perezosa, le pegó en la cabeza con su paraguas, de forma que la hiena me soltó, más de la impresión que del dolor. Killian no perdió el tiempo: pegó un acelerón, giró hacia la derecha, de donde habíamos venido Perséfone y yo, y puso el motor a tope de revoluciones mientras atravesaba el lodazal en que se estaba convirtiendo la sabana. Miró por el espejo retrovisor y, aunque las hienas no nos persiguieron, tardó bastante en dejar de pisar el acelerador a fondo, y todavía más en frenar.
Pero, cuando se volvió, pensé que me mataba, de verdad. Se lanzó a por mí a través del coche, me agarró del pecho y me soltó un puñetazo que yo ni me molesté en esquivar, porque sabía que lo merecía.
-¡ME CAGO EN TU PUTA MADRE! ¿¡ES QUE ESTÁS MAL DE LA CABEZA, SUBNORMAL!? ¡¡CASI HACES QUE TE MATEN!! ¡¡ME CAGO EN TU PUTÍSIMA VIDA!!
-No podía dejarla ahí.
-¿¡QUE NO PODÍAS…!? ¡YA HEMOS HABLADO DE ESTO, Y TENÍA QUE ESTAR CLARO! ¡NO! ¡PODEMOS! ¡SALVAR! ¡A! ¡TODOS! ¡LOS! ¡ANIMALES! ¡QUE! ¡NOS! ¡ENCONTREMOS!-exhaló, sacudiéndome adelante y atrás, como si pretendiera sacarme las ideas de salvador blanco de la cabeza a base de agitarme el cerebro como en una coctelera-. ¡TIENE QUE QUEDARTE MUY CLARITO, ALEC! ¡O NO VOLVERÁS A PISAR LA SABANA, TE LO JURO POR MI MADRE!
Tampoco es que antes quedaran muchas posibilidades, pero bueno.
Sandra cogió a la leoncita, que temblaba como una hoja, y la examinó rápidamente.
-No está herida, Alec.
Se me cayó el alma a los pies. Nosotros no recogíamos animales sanos; no era nuestra función.
-Su madre murió. ¿No podemos hacer una excepción?
-Si hiciéramos excepciones…-empezó Killian, pero Sandra siseó.
-Sh. Calla. A ver, eso es una putada, sin duda, pero si recogiéramos a todos los cachorros huérfanos que nos encontremos… en fin, tendríamos que tener un campamento mucho más grande. Aun así, con todas las molestias que te has tomado, y después de haber perdido mi paraguas…
-¿Es buen momento para decir que he perdido el mío también?-pregunté.
-No-gruñó Killian.
-Los leones dan mucho trabajo, Al. Consumen un montón, y no suelen integrarse bien en una manada si no han crecido en ella. Que la cuidáramos supondría que no podría vivir con los suyos nunca, porque se acostumbraría a nosotros y no a ellos.
Se me cayó el alma a los pies, pero esta batalla estaba decidido a ganarla.
-Yo me haré cargo de ella. Tengo una hermana pequeña-dije, y Perséfone se giró y se me quedó mirando como si me hubiera salido un tercer ojo-, y un conejo. No puede ser tan difícil.
Killian parecía al borde de pegarme un tiro, y no estoy de coña. Sandra, sin embargo, era la más razonable de los tres.
-Es ley de vida, Alec.
O puede que no.
-Por favor. No puedo dejarla aquí para morir. Además, casi la palmo. ¿Me estás diciendo que casi me come una manada de hienas rabiosas por nada?-pregunté, y Killian se masajeó las sienes y arrancó de nuevo. Sandra torció el gesto-. No voy a soltarla. Sería una crueldad. Los leones están en peligro de extinción, ¿no? Cada una de ellas cuenta, y esta pequeñita se adaptará muy bien a mí, lo presiento-dije, estirando las manos y recogiendo a la leoncita, que siguió temblando en mi regazo un rato. Sandra la observó todo el trayecto hasta que finalmente dejó de temblar, supongo que ayudada por mis continuas caricias entre las orejas.
-¿Qué pretendes darle de comer?-dijo al fin.
-Entonces, ¿me la puedo quedar?-pregunté con la ilusión de un niño a punto de adoptar a su perro callejero preferido, particularmente bonito y suave, por cierto.
-De momento, al menos. Hasta que decidamos qué hacer con ella de forma definitiva.
-Podríamos soltarla con alguna manada en nuestra próxima excursión-dijo Killian.
-¡No! No podemos dejarla con gente que no la conoce.
-Ya está con gente que no la conoce.
-Sí que la conocemos. Ahora somos su familia. Diles hola, Nala-ronroneé, cogiéndole una pata y agitándosela en el aire. La leoncita me miró con miedo, pero cuando le acaricié la barriga pareció tranquilizarse.
-¿Le vas a poner el nombre de la mujer de Simba?-preguntó Perséfone, incrédula.
-¿Qué coño quieres que le ponga entonces, Perséfone? ¿Optimus Prime Megatron Mcflurry?
-Mcflurry es un nombre chulo para ella. Le quedaría bien-ronroneó Sandra, inclinándose a acariciarla-. Es como un caramelito.
-¿Por qué no Lizzie McGuire? Tiene cara de Lizzie, al menos.
-No le vamos a poner el nombre de la reina más longeva de la historia de Inglaterra, Perséfone.
-Qué extranjero eres a veces, Alec. Literalmente nadie piensa en Isabel II al escuchar el nombre de Lizzie.
-Más que el nombre-dijo Killian con la vista al frente-, yo me preocuparía de algo un poco más importante.
-¿Qué puede ser más importante que el nombre de esta princesita?-pregunté, rascándole la barriga a Nala Optimus Prime Megatron Mcflurry Lizzie Mcguire. Nala, para los amigos, y yo era el mejor amigo que tenía.
Killian clavó los ojos en mí a través del retrovisor.
-Cómo coño vais a hacer para que Valeria os deje tener una mascota en el campamento.
Yo no abrí la boca en el resto del trayecto hasta que Killian finalmente se dio por vencido y decidió que no sería bueno ni prudente continuar conduciendo con lo cansado que estaba. Sandra repartió más barritas de chocolate tras un poco de queso y chorizo, que le desmenucé y le metí a Nala en la boca. Le di un beso en la cabeza y la abracé con fuerza mientras pensaba cómo haría para que Valeria le permitiera quedarse con nosotros, y sólo me di cuenta de que ya no estaba pensando en marcharme en un futuro inmediato un segundo antes de quedarme dormido con el calorcito suave de Nala entre mis brazos.
Reconocí al momento la calle, el parque, lo bancos, las farolas. También la ropa de Sabrae, siempre igual, y me preparé para sus palabras hirientes, sus “ya no te quiero”, sus “no me fío de ti”, sus “mis padres tienen razón”. Le rebatí, le supliqué, le prometí que cambiaría, que volvería con ella, que aprovecharía la segunda oportunidad que estuviera dispuesta a concederme aunque fuera a regañadientes…
… y entonces llegamos a la parte irremediable de que había otro, y ese otro era Hugo. Hugo, seguro pero aburrido; Hugo, que no le hacía disfrutar pero tampoco le hacía daño; Hugo, que había estado ahí, no cerca pero tampoco tan lejos como yo.
Me revolví en sueños y noté el calorcito del cuerpo de Nala a través de la neblina que cubría el parque y mi subconsciente.
-Él no te hace disfrutar como yo, Sabrae. Y tú te lo mereces todo, incluso disfrutar del sexo.
-Puedo acostumbrarme a polvos aburridos-respondió ella, no muy segura, sin mirarme a la cara, pero yo ya no sabía si era porque no le gustaba lo difícil que se lo estaba poniendo para romper o porque verdaderamente no se lo creía.
-No tienes por qué. Yo puedo dártelo todo, Saab. Todo. Sólo dame otra…
-Alec, es que… puede que Hugo no sepa, pero puede aprender. En cambio…
-¿Qué?
-No está lleno de cicatrices-respondió, y fue como un puñetazo en el pecho. Sabrae se puso colorada ante el golpe bajo.
Y entonces, me di cuenta.
Sabrae es valiente, y fuerte, y no necesita a nadie. Eso es lo valioso de nuestra relación: que me elegía cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo. Que le gustaba tal y como era, con mis imperfecciones, mi terquedad, mis cicatrices. Que le gustaban mis cicatrices, que me hacían más guapo, a sus ojos, porque eran la prueba de que era capaz de volver de entre los muertos si hacía falta con tal de volver con ella. Al lado del Más Allá, Etiopía no era nada. Sabrae me esperaría.
Me erguí cuan largo era y Sabrae alzó las cejas, esperando que me revolviera, que le diera el motivo para dejarme definitivamente y me colgara el cartel de malo de la película de manera definitiva.
-Tú no eres mi Sabrae-le dije, sin embargo-. Avísame cuando te parezcas un poco más a ella, porque a mí ya no me vas a engañar.
Fue la primera noche desde que había hablado con Saab en la que finalmente descansé. Y, cuando me desperté a la mañana siguiente, con el repiqueteo eterno de la lluvia sobre el capó del coche, la cabeza de Perséfone en mi hombro y Nala en mi regazo, las dos profundamente dormidas, me di cuenta de que había encontrado de nuevo mi propósito. Mi rayo de esperanza más allá de los límites de la tormenta.
Mi constelación guía durante esta noche de cinco meses que pasaría en Etiopía antes de regresar a casa y comprobar que, después de todo, el mundo no había implosionado y, contra todo pronóstico, mis amigos estaban bien y mi chica me seguía queriendo.
En definitiva, el descubrimiento de que, en realidad, yo no era tan importante. Lo cual, si te paras a pensarlo, es toda una liberación; sobre todo cuando alguien extraordinario te convierte en su mundo y te dice que te esperará el tiempo que haga falta, y te lo dice de verdad.
Apoyé la nuca en el reposacabezas y bostecé, y Nala lo hizo conmigo.
Y el mundo ya no parecía tan grande teniendo algo tan pequeñito entre manos.
-¿Killian? Killian, aquí Bayek ¿me recibes? Cambio-preguntó una voz masculina en el interior, y Perséfone y yo nos miramos y nos sonreímos. La primera vez que escuchamos a Killian hablar por el walkie nos había dado un ataque de risa, porque pensábamos que lo de “cambio” y “corto” lo decía por tomarnos el pelo y ver nuestra reacción, pero no. Resultaba que sí que le daban uso en el ejército, y como todos los que llevaban los todoterrenos eran militares destinados especialmente a la misión de la WWF o jubilados, las viejas costumbres se mantenían.
Me pregunté si Jordan empezaría a colgarme el teléfono con un “corto” tras el adiós, y sentí una punzada de dolor en el pecho al recordar mi casa. Los días se hacían cada vez más cuesta arriba con la falta de sueño, pero las noches se volvían insoportables con las jodidas pesadillas que me asaltaban cada vez con más intensidad. Tenía miedo de pensar en ellas y también de no desgranar de forma lo suficientemente concienzuda su significado, como si hubiera algo en ellas que me ayudara a dar con la clave para conseguir que pararan (aunque me daba en la nariz que lo que tenía que hacer para que pararan era impedir por todos los medios que se cumplieran presentándole mi renuncia a Valeria y largándome en el primer avión con destino a Inglaterra), así que me encontraba en una especie de limbo en el que cada paso que diera en una u otra dirección sólo servía para clavarme mil cristales en las plantas del pie, en un calvario similar al de la sirenita.
No ayudaba, tampoco, que el cansancio me hubiera hecho darme cuenta de cómo sólo descansaba realmente bien en casa, con Sabrae dormida a mi lado, abrazada a mí y haciéndome sentir útil e importante, o yo abrazado a ella, haciéndome sentir querido y a salvo. Cada cosa que podía recordarme a casa, incluso la más insignificante, lo hacía.
-Hola, Bayek-Killian se llevó el walkie a la boca y se apuró en tragar el bocado que acababa de darle a su bocadillo-. Te recibo, cambio.
Escuchar ese “cambio” me catapultó a mi infancia, en una de las primeras Navidades que habíamos pasado en casa (en la de Dylan, me refiero; no en el infierno en el que yo nací y del que mamá me había salvado por los pelos). Dylan se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a Jordan, nuestro vecinito de enfrente, los días de mayor lluvia en los que mamá no me dejaba salir a preguntarle si quería que jugáramos. Por norma general no llamábamos a su casa salvo que estuviéramos seguros de que sus padres no habían tenido turno de noche y por tanto echarse una siestecita no era esencial para ellos, así que yo me quedaba incomunicado del que se había convertido en mi mejor amigo en los primeros días que habíamos estado en casa. Jugar con Mimi era un consuelo, pero no era lo mismo, y Dylan lo sabía. Por eso, una mañana de Navidad me había despertado con un paquete envuelto en papel metalizado con dibujos de cohetes, naves espaciales, lunas y estrellas del que mi madre no sabía nada; cuando lo había abierto, me había encontrado con un par de walkie talkies que habían puesto punto y final a mis tardes de soledad. Desde entonces, Jordan y yo nos volvimos totalmente inseparables incluso más allá de nuestros horarios de sueño. Los usábamos para absolutamente cualquier cosa: desde preguntarnos si queríamos hacer los deberes juntos (más bien animados por nuestras madres), invitarnos a tomar el postre en nuestras casas, comentar el nuevo juguete que nos habían regalado o avisarnos de la película interesantísima que estaban echando en la tele y que teníamos que comunicarle a nuestras madres. Llegamos al punto, incluso, de hablarnos por la noche, hasta bien entrada la madrugada, cuando nos levantábamos al baño o habíamos tenido alguna pesadilla. Eso había sido pésimo para nuestros horarios de sueño, pero lo mejor que podía haberle pasado a nuestra amistad; así, Jordan y yo nos convertimos el uno en parte del otro de una forma en que nadie lo había sido hasta entonces, con el permiso de mi familia, tanto biológica como adoptiva.
Yo había empezado a reírme más de la cuenta, y que Mimi se riera conmigo no era más que un aliciente para buscar a Jordan en cualquier momento. Y eso, claro, había hecho que Aaron se pusiera tan furioso que, una tarde en la que estaba pintando en unos folios esparcidos por el suelo con unas ceras que Dylan nos había traído para la ocasión, me quitara el walkie de las manos y lo estampara contra el suelo porque llevaba cinco minutos diciéndole simplemente “cambio” a Jordan. Me había cogido un disgusto tremendo, pero no tanto por el walkie sino por lo que representaba: no quería echar de menos a Jordan ahora que sabía cómo era la vida sin tener que añorarlo. Mamá riñó a Aaron, lo mandó castigado a su habitación, y me vio tan desconsolado que se centró en intentar animarme diciéndome que no pasaba nada, que podíamos ir a comprar otros mientras me acariciaba la espalda que ni se molestó en reprocharle a mi hermano mayor que en esta casa no se daban portazos. De hecho, estaba tan preocupada por mí que ni siquiera dio el respingo que siempre sucedía a los ruidos fuertes que la sobresaltaban.
Dylan había salido de su despacho atraído por el alboroto, y nos encontró a mamá y a mí abrazados en el salón mientras Mimi nos miraba con gesto lloroso, pero sin entender del todo bien la trascendencia del momento y, por tanto, sin decidirse a llorar. Dylan se acarició a mí, que sollozaba en el hombro de mamá y le estaba poniendo perdida la blusa blanca con mis manos pintadas de todos los colores de la caja de ceras; me dio un beso en la cabeza y me aseguró que no pasaba nada, que seguro que había el mismo modelo que habían hecho los elfos de Santa Claus en su taller en las tiendas de nuestro barrio y que, en cuanto terminara con su trabajo, si quería podíamos ir a buscar otro par. Pero a mí no me bastaba con eso; no quería “otro par”, quería nuestro par, el de Jordan y mío.
-Podemos darle el otro a Jordan cuando lo tengamos, mi amor-me dijo mamá mientras me acunaba contra su pecho como si fuera un bebé. Ya pesaba lo suficiente como para agotarla a los pocos minutos, pero verme tan destrozado no tenía comparación con el dolor que le supondría cargar con mi peso.
-Pero ya no será el mismo. El walkie de Jordan se quedará solo, ¡y no quiero que lo esté!
Dylan había recogido los trozos del suelo, los había estudiado un momento y después se había encerrado en el despacho con una caja de herramientas que sacó del garaje. Mamá me prometió que no tenía de qué preocuparme mientras Dylan trabajaba, y para que se me pasara el disgusto, me llevó a casa de Jordan, preguntamos por él, nos cogió de la mano y luego nos llevó a casa para que jugáramos mientras ella nos preparaba unos dulces para merendar.
Esa noche, Jordan se quedó a dormir en mi casa y Dylan no durmió en absoluto en su despacho. Cuando nos levantamos para ir al cole, el walkie me esperaba junto a mi cuenco de cereales, completamente arreglado y operativo. Dylan tenía unas ojeras profundísimas que contrastaban con la sonrisa de satisfacción cuando Jordan y yo nos pusimos a toquetear los botones que mandaban distintas melodías por los altavoces del walkie con la fuerza suficiente para despertar a medio vecindario, y lo único que le pareció más dulce que el beso en los labios que le dio mamá, confitado en una sonrisa, fue cómo me abracé yo a su pierna y le canturreé uno de los “gracias, papá” más sentidos que había dicho en mi vida. Ese día Dylan ni siquiera necesitó tomarse un café para funcionar en el trabajo mejor que nunca porque, ¿qué mejor chute de adrenalina puede haber que el que tu hijastro te llame papá de nuevo después de años sin hacerlo?
Había dejado a Dylan con un marrón en casa imposible de resolver: tenía que cuidar de mamá, de Mimi, de Mamushka, y también de Sabrae. Y eso no era todo: también estaba la casa, las facturas (que no eran ninguna fuente de preocupación, pero aun así eran una tarea más que hacer), el trabajo, y mis amigos, que seguro que estaban desfilando por mi cuarto para sobreponerse un poco a su añoranza igual que yo peregrinaría a los suyos si estuviera en Londres.
Y Jor… no podía pensar en Jor sin que se me rompiera el corazón. Me lo imaginé tumbado en su cama, haciendo el chorras con el móvil como siempre que esperaba un mensaje mío y no era suficiente con verlo en la pantalla bloqueada, sino que tenía que ver cómo le saltaba la notificación en la parte superior. Me lo imaginé paseando con Sabrae, aliviándole la carga de echarme de menos y dejando que ella le aliviara la suya; preguntándole por el contenido de mis cartas y por su frecuencia, siguiéndola estoicamente de comprar para cargar estoicamente con sus bolsas mientras ella seguía revolviendo entre las perchas, y todo porque le había hecho prometerme que la cuidaría en todo lo que ella necesitara y sería todo lo yo que podía ser sin pasar la barrera de la intimidad que sólo te da el sexo.
Y me lo imaginé ansioso porque Sabrae le pidiera que estuviera con ella, porque ella era la mayor conexión que tenía conmigo desde que me había marchado. Me lo imaginé matando el tiempo en las mañanas mientras ella estaba en clase, yendo al gimnasio a machacarse de una forma en que nunca lo había hecho conmigo. Me pregunté si le gustarían sus compañeros de entrenamiento, si se le harían cuesta arriba los ejercicios que le habría programado Sergei, o si al ponerse los guantes sentiría la misma añoranza que sentía yo cuando miraba la foto que me había traído de casa en la que estábamos los dos frente a frente en el ring, las rodillas flexionadas y los torsos ligeramente inclinados hacia delante, listos para atacar.
Me pregunté si me echaría de menos como yo lo echaba de menos a él, si creería que no tendría otro compañero tan bueno y con tanta complicidad en el gimnasio como lo había sido yo… y si se alegraría de verme cuando, inevitablemente, me presentara en casa y anunciara que había dejado el voluntariado porque ya no lo soportaba más. Si se sentiría orgulloso de que hubiera dejado que mi corazón venciera a mi orgullo, o si, por el contrario, creería que, desde que me habían derrotado en el ring y me había retirado subcampeón, estaba condenado a que toda mi vida supiera a plata, a aguantarme con sólo las migajas de las virutas de oro de quienes quedaban por encima de mí.
En ese momento para mí era un hecho que iba a marcharme, y lo único que me preocupaba era cómo se lo diría a Perséfone y Luca, y si alguno de los dos sería capaz de perdonarme algún día.
-Y yo a ti, alto y claro. Tengo novedades-respondió Bayek con voz entrecortada, pero todo lo nítida que podías esperar teniendo en cuenta la distancia que seguramente nos separaba-. Estoy en el límite de la zona H, y he recibido noticias de la Z. Quieren acortar las misiones, así que os tocará volver cuanto antes, cambio.
Killian extendió el mapa con los sectores en los que se dividían las áreas tan amplias que tenían que cubrir todas las patrullas con los terrenos y le colocó la plantilla con los nombres de las zonas, que se cambiaban cada mes por si había alguien escuchando de extranjis y, así, evitar encuentros indeseados. Frunció el ceño al identificar la zona, y tanto Perséfone como yo nos inclinamos para mirar por encima de su hombro. Sandra era una profesional, así que no necesitaba la plantilla que Killian siempre desplegaba para cerciorarse de que la zona sobre la que estaban hablando era la que había memorizado: el corazón del voluntariado, nuestro centro de operaciones.
Las órdenes venían directamente de Valeria, cómo no. La verdad es que siempre se las apañaba para ser lo más oportuna posible, pero esta vez, por las razones equivocadas y para la persona equivocada: lejos de joderme a mí, a la que iba a joderse era a ella. Yo no aguantaría lo suficiente en África como para ver salir de nuevo el sol a decenas de kilómetros del borde de los árboles.
-¿La Z? ¿Por qué quieren acortar las misiones? Estamos en nuestro último día, bastante lejos del destino. Cambio-añadió mientras meditaba en silencio. Sandra se levantó y se puso a su lado, la ceja alzada, y puso los brazos en jarras sin preocuparse por cómo rozaría a Killian en el costado con su codo-. Perséfone y yo nos miramos y nos sonreímos de nuevo; por supuesto, le había contado la confesión nocturna de Killian, y ahora no podíamos ver sus interacciones de la misma manera. Cada inclinación era una oportunidad de reclamar cariño, y cada roce, una caricia velada ante nuestros ojos más que expertos y ansiosos por un poco de amor. Puede que lo nuestro se hubiera acabado y que nunca hubiéramos vivido la sabana como habíamos vivido las orillas de nuestro Mediterráneo querido, pero eso no quería decir que no pudiéramos disfrutar de un poco de amor bien repartido.
Perséfone y yo nos separamos de ellos para darles un poco de espacio, y nos sentamos en el suelo con las piernas estiradas y las espaldas pegadas al ancho tronco de un árbol bajo cuya sombra nos habíamos detenido a descansar. Unos ojos curiosos nos observaban desde la parte superior y también desde distintos entre el suelo y el horizonte, pero ninguno de sus dueños había hecho amago de acercarse a nosotros, lo cual me causaba cierta melancolía; aunque las experiencias que había tenido con los animales con los que había tenido la suerte de estar habían sido súper enriquecedoras, lo cierto es que también eran adictivas, y demasiadas nunca eran suficientes.
Le di un bocado distraído a mi bocadillo mientras Perséfone masticaba despacio, la vista clavada en la espalda de Killian mientras éste hablaba con Bayek en el idioma que ambos compartían. Debía de haber pasado algo jodido si empezaban a hablar de forma que ninguno de los dos los entendiéramos, y por la manera en que Sandra dio un paso a un lado y se lo quedó mirando fijamente, parpadeando despacio mientras Killian hablaba a toda velocidad, diría que a ella le estaba costando seguir la conversación. Las interferencias no ayudaban, pero la tensión en los hombros de Killian tampoco lo disimulaba.
Me pregunté si habría pasado algo en casa, si Killian estaría discutiendo con Bayek porque Valeria había ordenado que volviéramos porque Saab no lo soportaba más y había decidido que no quería arriesgarse a averiguar si yo iba a volver por mi propio pie y si me mandaría llamar. El pedazo de bocadillo se hizo más duro en mi boca, un mazacote arenoso que me costó horrores tragar mientras repasaba mentalmente todas las cosas que podían haber ido mal, a cada cual peor que la anterior, y que harían que cualquier madre se sintiera orgullosa de mi capacidad para ponerme histérico y montarme películas con absolutamente nada.
Diana podía haberse puesto peor. Seguro que se había puesto peor. El acoso que estaba recibiendo por internet no debía de haber hecho más que aumentar. Seguro que Zoe había vuelto a dejarla sola. Seguro que Tommy no daba abasto. Scott estaría desesperado. Le preguntaría a Sabrae qué cojones hacía que no volvía a casa, y puede que tuvieran una movida increíble porque ella me defendería a muerte, como siempre hacía. Quizá se le iría la lengua y diría alguna cosa hiriente que en realidad no sentía, pero Saab podía ser una cabrona si se lo proponía y tirarse a la yugular sin miramientos si le tocabas lo suficiente el coño, y yo era su punto débil. Se pelearían en serio, y puede que Scott se fuera de casa. Quizá se había ido hacía unos días y se negaba a coger el teléfono. Puede que Saab creyera que esto no tenía solución, y que necesitaría de mi mano mágica que todo lo podía lograr, incluido conseguirle una disculpa que puede que no sintiera.
O puede que hubiera salido algo sobre ella. Puede que hubieran escarbado en internet hasta encontrar algo mínimamente desacertado que retorcer hasta lo irreconocible para luego crucificarla, porque era evidente que todo el mundo le tenía ganas. Puede que estuvieran hablando de nosotros, lo único por lo que Sabrae no iba a pasar. Puede que hubiera salido a defendernos, a defenderme, y no hiciera sino meterse más y más en la boca de un lobo que sólo quería pintarla como una niñata desagradecida que no se daba cuenta de que todo lo que tenía se lo debía a una gente totalmente altruista y que tampoco pedía tanto exigiéndole que no tuviera ningún tipo de intimidad.
O quizá la terapia con sus padres se había torcido. Quizá les había dicho algo de su infancia que le había hecho daño y en lo que ellos no habían dedicado el más mínimo pensamiento, o le habían echado en cara que no hubiera hablado de su adopción con ellos, sus padres todopoderosos, y sí lo hubiera hecho conmigo, alguien de fuera y que no debería haberse ganado su confianza tan rápido. Quizá le habían dicho que no querían buscar a su familia biológica porque alguien capaz de abandonarla siendo un bebé recién nacido no se merecía tener el privilegio de conocer la gran chica en que se había convertido, y Sabrae se había dado cuenta de que puede que no quisiera saber nada de sus padres biológicos, pero saber que ni siquiera tenía la opción de escoger sería como si le arrancaran una costilla sin anestesia.
O puede que se hubiera dado cuenta de que sí que quería buscarlos y Sherezade se hubiera negado en redondo, o lo hubiera hecho Zayn, o hubieran sido los dos; porque, si Sabrae conocía a su versión de sangre de lo que era ella, lo que era él o lo que eran ellos, ¿en qué se convertía ella, él, ellos?
¿En qué me convertía a mí el no estar ahí para ella?
Perséfone apoyó el peso de su cuerpo contra el mío y me colocó una mano en la pierna, sacándome así de la espiral autodestructiva a la que tan alegremente me había lanzado. Presionó levemente la yema de los dedos en mi muslo, clavándome las uñas y devolviéndome a la realidad de un plumazo con ese pequeño pinchazo de dolor que me hizo recordar que estaba muy lejos de casa y de todos esos problemas, así que no debería serles tan fácil alcanzarme.
Estaba dándome un ataque de ansiedad tan de gratis que ni siquiera me había dado cuenta de que lo estaba sufriendo, pero ella me conocía tan bien que sabía reconocerlos incluso cuando nunca los había tenido con ella delante.
Clavé los ojos en los de Pers, que me mantuvo la mirada con una valentía con la que lo hacían muy pocas personas en mi vida. Y a la que mejor se le daba era, precisamente, por la que estaba sufriendo ahora tanto.
-No te olvides de respirar, Al-me recordó en griego, de forma que sólo yo pudiera entender lo que me decía. Una cosa era que nos pusiéramos nerviosos ante la incertidumbre de nuestro futuro, y otra muy distinta que yo ni siquiera pudiera ocuparme ya de mis funciones vitales básicas. Fuera lo que fuera que estuviera pasando en la inmensidad de la sabana, no debía añadir un problema más a la lista de preocupaciones que ahora mismo manejaban Killian y Sandra.
Definitivamente tenía que volver a casa si ya ni siquiera era capaz de que no se me fuera la chaveta.
Perséfone apoyó la cabeza en mi hombro e inhaló profundamente, como si estar cerca de mí fuera suficiente para sanarle todos los males. Me clavó de nuevo las uñas cuando volvió a inhalar despacio, y relajó la tensión cuando soltó el aire, y yo intenté centrarme en ese sencillo movimiento, en ése y nada más. Uñas clavadas, inhalar. Piel relajada, exhalar. Uñas, piel, uñas, piel, uñas, piel, hasta que el mundo dejó de dar vueltas a toda velocidad a mi alrededor y mi cabeza dejó de ir a mil. Pers se inclinó hacia delante para mirarme con atención cuando yo por fin pude centrar la mirada, y sonrió con timidez, una pregunta en sus ojos a la que yo respondí con un asentimiento. Su sonrisa entonces se tornó radiante, y por un momento me acordé de por qué había acabado tan pillado de ella como para ir a por ella a muerte el verano en que nos enrollamos y lo terminamos haciendo.
Si Saab no tenía que ser mi primera, por lo menos me alegraba de que lo hubiera sido Pers, porque era capaz de hacerme sentir a salvo incluso a miles de kilómetros de casa.
Apoyó la cabeza en mi hombro y entonces no sólo me hizo sentir en casa, sino que también yo podía serlo para otra persona. Que puede que no hiciera todo tan mal. Que puede que Sabrae fuera capaz de sobrevivir a un poco más de mi ausencia si Perséfone lo había conseguido durante once meses al año.
-¿Mejor?-preguntó, y yo le pasé una mano por la cintura y asentí con la cabeza.
-Sí. Gracias.
-No se dan-contestó, estirando el cuello para apartarse unos mechones de pelo que le habían caído sobre la cara pegajosa por el sudor, y yo le soplé en otros mechones que se habían deslizado por mi pecho al reírme.
-Cualquier excusa es buena para meterme mano, ¿eh?
Perséfone se echó un poco hacia atrás y alzó una ceja, la comisura de la boca en ligera tensión.
-¿En serio vas a llamar a eso “meterte mano”, con todo lo que hemos hecho antes? Si hasta has llegado a discutirme que hayamos follado realmente si yo tardaba poco en correrme desde que me la metías.
-Es que darte dos embestidas y que te corrieras no es follar, Perséfone: lo que es, es lamentable-Pers se rió.
-Lamentable es que en serio creas que ponerte una mano en el muslo es meterte mano, y más cuando parecía que estabas a punto de ahogarte con un pedazo de pollo. Y sería todavía más lamentable que, encima, ese pedazo de pollo ni siquiera fuera un hueso, sino un poco de pechuga empanada.
-Sabes que las pechugas siempre han sido mi perdición-respondí, cruzando los tobillos y estirando las piernas entrelazadas. Intenté ignorar el temblor en mis rodillas, aunque era un poco difícil pasarlo por alto por cómo reverberaba por todo mi cuerpo, pero me obligué a pensar que todo iba bien.
Tenía que irlo. Al menos hasta que volviera al campamento y pudiera dar la noticia de que me iba.
Perséfone se me quedó mirando con semblante distraído, y luego me limpió una gotita de sudor que me corría por el cuello y se la limpió contra los pantalones. Recordé cómo yo hacía lo mismo con Saab, pero la diferencia era que yo recogía su sudor con la lengua.
Joder, cómo la echaba de menos. Si nos iban a hacer dar la vuelta ahora mismo puede que, incluso, me hicieran un favor. No soportaría otra noche más durmiendo prácticamente al raso y con esas pesadillas de mierda en las que ella parecía alejarse cada vez más y más de mí.
Mi amiga clavó la mirada en el punto en el que nuestras caderas se tocaban, sentados como estábamos el uno pegado al otro, y frunció ligerísimamente el ceño mientras se mordisqueaba el labio. Le di un codazo para captar su atención, pero ella solamente entrecerró un poco más los ojos.
-¿Estás pensando cómo hacer para entrarme esta noche antes de que volvamos al campamento después de que no haya dado resultado lo de que me sobes?
-Siento ser yo quien te lo diga, extranjero, pero no eres tan irresistible como para hacer que le pongas los cuernos a tu novia y cargues tú solo con ese peso-respondió fulminándome con la mirada-. Además, la verdad es que creo que no quiero enemistarme con Sabrae. Debe de ser muy fuerte para ser capaz de manejar a un búfalo bobo como tú.
Ojalá lo sea lo suficiente como para sobrevivir a la ausencia de este búfalo bobo, pensé con una punzada de dolor en el corazón.
-Mírate, tan integrada en Etiopía que ya ni siquiera me comparas con animales griegos-ronroneé, y ella puso los ojos en blanco.
-Sé lo que estás intentando hacer, y no te va a funcionar como antes, Alec.
-¿Que es…?
-Tomarme el pelo para distraerme de que te estás poniendo peor con cada hora que pasa. No duermes bien. Te despiertas en mitad de la noche al borde de ponerte a dar gritos. Te matas a trabajar para estar tan agotado que te derrumbas nada más meterte en la tienda de campaña. Ocupas cada segundo del día en cualquier cosa porque te da terror parar y enfrentarte a tus pensamientos, y en el momento en que no tienes más remedio que hacerlo, empiezas a hiperventilar como si hubieras corrido una maratón.
Apoyé la nuca en el árbol y me quedé mirando las hojas verdes, ansiosas de agua y felices de dar protección a una población de ojos sin rostro que nos observaban con infinita atención.
-No quiero que te preocupes por mí.
-Nos ha jodido. Si no quieres que me preocupe, deja de darme motivos para que lo haga y sé sincero conmigo. Dime qué es lo que te pasa. Dime qué puedo hacer para ayudarte, y sabes que lo haré. Siempre he estado ahí para ti, Al. Dime lo que necesitas, y yo te lo daré; y no tengas miedo de pedirme algo que crees que quieres ahora pero por lo que te arrepentirás más adelante, porque, a ver, que tú me gustes y nuestra historia tampoco me hacen no ver cómo sufres pensando en que puedes perder a Sabrae.
Me reí con sorna y negué con la cabeza mientras Sandra y Killian discutían con Bayek a través del walkie.
-Tú y yo siempre hemos sido sencillos. Eso no tiene por qué cambiar ahora-respondió, dejando su bocadillo a medio comer sobre el recipiente de plástico a su lado y apoyándose ligeramente sobre la cadera para mirarme con los brazos cruzados.
-Esta vez sí.
-¿Y eso por qué?
-Pues porque son todo señales para que haga algo que sé que te hará daño, y lo peor de todo es que el que a ti te duela no influye para nada en mi decisión, Pers.
Perséfone alzó una ceja y afianzó sus brazos cruzados.
-Al, ya soy mayorcita y ya he digerido que no soy tu favorita. Creo que va siendo hora de que tú también lo asumas.
-Yo lo tengo muy asumido, créeme.
-Pues entonces, ¿por qué no me dices lo que hace días que sabes?
-Que es…
-Que vas a marcharte-soltó a bocajarro, y a mí me dio un vuelco el corazón. Lancé una mirada preocupada a Killian y Sandra por si acaso la escuchaban, pero la distracción del walkie era suficiente. Si le añadíamos que, además, Perséfone seguía hablándome en griego, lo cierto es que preocuparse por lo que ellos oyeran era una soberana chorrada. Y, aun así, me preocupaba.
Puede que Theodore no fuera mi segundo nombre, sino, más bien, Angustias.
-Eso no…
Cuando me giré para mirarla, Perséfone me puso las manos en la mandíbula para asegurarse de que tenía toda mi atención.
-No te molestes en intentar mentirme, porque ya sabes que conmigo lo haces de pena. Llevo sabiéndolo desde que tomaste la decisión, al igual que sé que ni siquiera estás seguro de haberla tomado siquiera-esbozó una sonrisa triste-. No tienes que avergonzarte de querer volver a casa y cuidar de los tuyos cuando las cosas se tuercen, Al. Cuidar a quien quieres siempre ha sido tu forma principal de querer. Es parte de quién eres-me acarició la mandíbula-. Y si tienes que elegir, sé que harás bien. Lo has hecho bien-su tristeza se acentuó cuando inclinó la cabeza ligeramente a un lado-. Siempre he sabido que eres increíblemente noble, y que no tenían nada que ver con quiénes fueran tus tatarabuelos; pero tu nobleza no debería impedirte ser feliz, Al.
Se me aceleró el corazón al pensarlo. Puede que tuviera razón, puede que no quisiera irme sólo para cuidar de Sabrae, sino porque también la echaba tanto de menos que quería renunciar a Etiopía para estar con ella. Puede que el mal trago que ella estaba pasando ahora me había hecho darme cuenta de que yo no quería ninguna historia independiente de la suya, y que los sueños no fueran más que proyecciones de mi subconsciente castigándome con lo que podía pasar realmente si yo seguía emperrado en disfrutar de este año cuando todo en casa se estaba desmoronando.
No iba a disfrutarlo de verdad. No iba a ser capaz de descansar, de dar el cien por cien de mí, de estar orgulloso de mi trabajo, si seguía en este plan.
Puede que Pers tuviera razón y lo más sensato fuera aceptarlo de plano, dejar de ponerle interrogantes a mi historia y empezar con los signos de exclamación, aunque fuera por las razones equivocadas. No estaba siendo noble, ni altruista: a estas alturas de la película lo que pasaba era que me aterraba la perspectiva de perder a Sabrae por no volver con ella a tiempo. Todo lo demás me daba igual.
Y aun así… por mucho que sabía que marcharme era un hecho y que mañana por la mañana se montaría la de Dios en el campamento cuando lo dijera, pero me iría con la cabeza alta, había algo dentro de mí que estaba esperando a encontrar la verdadera razón correcta. Sabía que las intenciones lo eran todo, y renunciar al voluntariado, poner en peligro la confianza que Sabrae creía que tenía depositada en ella regresando a pesar de que me había dicho que podía con todo sola y que no debía preocuparme era escupirle a la cara a todo el trabajo que había hecho para llegar hasta aquí. Si volvía y le decía que me preocupaba que nos afectara quedaría como el cerdo egoísta que yo siempre había sabido que era y que nadie se había creído que fuera. Si volvía y le decía que no dejaba de soñar que me dejaba y aquello era insoportable, la condicionaría a sentir lástima por mí, la única sensación que no había sentido que le hubiera inspirado nunca a Sabrae y por la que tanto valoraba nuestro amor, porque había sido capaz de abrirme con ella de una forma en que no lo había hecho con nadie simplemente porque ella había aceptado mi dolor como un parte de mí, y como algo que le daba rabia, pero jamás pena. Yo no quería su lástima, y como nunca la había tenido, me daba miedo que eso cambiara la percepción que ella tenía de mí, su amor, mi calor.
Había una parte de mí, por pequeñita que fuera, que todavía se resistía porque necesitaba una razón de peso. Había algo en mi interior que me decía que renunciar ahora me haría lamentarme más adelante.
No sabía qué era, ni por qué. No sabía si estaba en la cama de Sabrae o estaba ahora conmigo, pero una pequeñita parte de mí necesitaba algo más trascendental que mi ansiedad. Yo no era vidente y no preveía el futuro, y volver a casa ahora porque no era capaz de descansar y de disfrutar de Etiopía por culpa de mi jodida ansiedad sólo sería añadirle una carga más a Sabrae, y ella ya tenía bastantes.
De todos modos esa parte no era lo suficientemente fuerte como para ganar la batalla, y yo… yo estaba cansado. Toda mi vida había tenido un propósito, ya fuera más o menos honorable: proteger a mi familia, hacerlos sentir orgullosos de mí cuando ganaba combates, seguir siendo el mejor boxeador en el gimnasio de Sergei incluso estando retirado, que mis amigos se rieran cuando estaban conmigo, que las chicas a las que me follaba no pudieran olvidarme, y después, hacer feliz a Sabrae. Y luego me había subido a un puto avión y todo se había torcido, y yo estaba perdido en el mundo, sin saber qué hacer, adónde ir, malviviendo cada día y respirando a duras penas, sobreviviendo por los pelos a noches que se hacían eternas y en las que el cambio era todavía más acuciante, porque siempre habían sido mi parte preferida del día.
Perséfone se equivocaba si creía que preocuparme por mi familia, la de sangre y la elegida, era lo que hacía que yo no fuera feliz en Etiopía.
No era feliz porque no estaba con ellos. Porque les estaba fallando. Porque no estaba ahí cuando más me necesitaban. Porque estaba persiguiendo esa felicidad en los confines del mundo, intentando correr más que la sensación de traición por haberlos dejado en la estacada cuando más me necesitaban.
A pesar de lo mucho que me dolería, sería feliz estando en Londres con mis amigos, consolando a Tommy, peleándome con los Styles si intentaban llevarse a Diana en contra de la voluntad de mi mejor amigo, pasando el mono con ella, y luego durmiéndome cada noche con Sabrae entre mis brazos, asegurándome de que se sintiera segura, a salvo y suficiente. Creo que sería más feliz y me sentiría más útil incluso si se dormía llorando cada noche, porque por lo menos lo haría en mi hombro y no sola.
Esto no era sostenible. Todo el mundo a mi alrededor sufría, y yo estaba poniendo en peligro a mis compañeros no estando todo lo presente que ellos necesitaban, y si Perséfone creía que podía convencerme de que quedarme era lo que todos necesitábamos, se equivocaba de cabo a rabo…
-No te inmoles, Al-me presionó la mandíbula con la yema de los dedos, devolviéndome al presente y recuperando toda mi atención. Quise decirle que marcharme era lo único que podía salvarme de acabar muy jodido…
… pero entonces Perséfone me dejó a cuadros cuando dijo:
-Si no puedes con esto, te puedes ir. Yo me ocuparé de todo lo que dejes atrás-se le humedecieron un poco los ojos mientras me acariciaba la mejilla con el pulgar, y algo dentro de mí encajó.
La pieza que faltaba. El silencio de esa parte de mí que decía que no, que no, y que no. Que aguantara un poco más, que puede que esto no fuera el final… totalmente en silencio. La habían convencido.
No me resistía a irme por si eso me afectaba con Sabrae. Renunciar al voluntariado, aunque ya no me estuviera gustando como antes, sería un gesto de amor que ella valoraría como todo lo que yo hacía.
Renunciar al voluntariado suponía admitir que yo no podía cuidar de todo el mundo y que tenía que elegir, y que Perséfone estuviera en Etiopía en lugar de en Mykonos y formara parte de la ecuación lo complicaba todo muchísimo más. Porque la verdad es que no es que no quisiera irme; es que no quería dejar colgada a gente que contaba tanto conmigo como para confiarme su vida simplemente porque el timing no era el ideal.
Fue entonces cuando entendí que, a veces, el dolor es tan fuerte que luchar contra él es inútil, y sólo prolonga el sufrimiento de todos a tu alrededor. Fue entonces cuando entendí que ser un fantasma de lo que has sido hasta entonces es mil veces peor que convertirte en un recuerdo glorioso. Fue entonces cuando supe que yo preferiría irme con una explosión, en lugar de con un suspiro.
Yo no lo sabía, pero acababa de aprender la lección más dolorosa de toda mi vida. Por eso me quedaría callado cuando, dentro de unos cuantos años, pero no los suficientes, uno de mis mejores amigos nos anunciara que estaba terminal y que no iba a luchar contra su enfermedad. Por eso le daría permiso a otro para que se rindiera si sentía que no hacía más que atrasar lo inevitable y que con ese dolor no podía seguir subsistiendo, porque lo que estaba haciendo ya no se podía calificar de “vivir”.
Todavía estaba muy lejos en el tiempo y en la distancia de ese soleada comedor y esa nublada playa inglesa, pero Perséfone acababa de darme la llave ancestral para salir del único lugar del que la humanidad llevaba milenios intentando escapar.
No es que estuviera practicándoles la eutanasia a mis sueños: es que ya ni siquiera eran míos. Y cuando algo te quema en las manos, no abrir los dedos y dejarlo caer no es síntoma de determinación, sino de necedad.
Y yo me había enamorado de una chica demasiado increíble como para permitirme ser siquiera un poquito lerdo, ya no digamos gilipollas perdido.
-Vale-dijo Sandra, girándose hacia nosotros mientras Killian terminaba de hablar por el walkie, ahora con una brújula y un lápiz sobre el capó del coche. Dio una palmada con la que me sacó de mi ensoñación, y a ambos de la intensidad del momento. Ni siquiera sabía que acababa de pasar algo trascendental entre nosotros cuando dijo, con un suspiro-, cambio de planes. Quieren que volvamos lo más pronto que podamos porque han anunciado que la tormenta va a empeorar porque hay no sé qué cóctel meteorológico en el Océano Índico-Sandra movió las manos-, así que… les urge que volvamos a casa cuanto antes.
No te haces una idea, hija, pensé para mis adentros. Perséfone se giró hacia la tormenta que habíamos bordeado con maestría los últimos días, poniendo siempre la distancia necesaria entre ella y nosotros para que no nos afectara ni tan siquiera cuando dejáramos de movernos.
-¿El campamento no está hacia allá?-señaló en dirección a lo más oscuro de la tormenta y yo fruncí el ceño. No es que no me fiara del sentido de la orientación de Pers, todo lo contrario; después de toda una vida criándose a orillas del mar y navegando cada vez que el tiempo lo permitía, los griegos desarrollaban un sentido de la orientación espectacular, sobre todo para espacios abiertos sin ningún punto de referencia más que el sol y las estrellas. Yo había aprendido a orientarme con las constelaciones principales, y más o menos me manejaba durante el día, pero la posición del sol y la diferencia en el cielo nocturno había hecho que tirara la toalla enseguida los primeros días, y ahora simplemente me dejaba llevar.
Sandra suspiró y se masajeó las sienes.
-Sí. No lo discutáis, ¿vale? Son órdenes directas de Valeria. Quiere que lleguemos lo antes posible.
-Si llegamos-espetó Killian, y Sandra puso los brazos en jarras y se giró para mirarlo, los pies anclados en el suelo.
-Llegaremos-sentenció, como si por pura fuerza de voluntad fuéramos a conseguirlo.
Mientras Killian hacía los cálculos para asegurarse de que nuestra posición era la esperada y que no terminábamos a decenas de kilómetros de nuestro objetivo y perdidos en medio de un temporal que haría palidecer a las tormentas tropicales que azotaban el Caribe, los demás nos pusimos en marcha: Sandra y Perséfone se ocuparon de asegurar a los animales y poner inyecciones a los que estaban peor para que pasaran el viaje lo mejor posible, y yo le eché gasolina al coche, comprobé la presión de los neumáticos, aseguré los remolques con los animales y ayudé a Killian a guardar las provisiones, poner las armas a buen recaudo y asegurar todos los materiales para que no nos molestaran durante el viaje.
Con las herramientas que podríamos necesitar durante el trayecto entre Perséfone y yo, Killian arrancó el motor, colocó la brújula en un soporte especial del salpicadero, y suspiró cuando pisó el acelerador y el coche arrancó despacio pero con decisión al temporal.
Lo que más me sorprendió fue lo mucho que tardamos en llegar hasta la tormenta, pero, de nuevo, la falta de referencias era a la vez una ventaja y un inconveniente de la sabana. Su inmensidad te hacía sentir minúsculo y a la vez especial, por formar parte de un todo muchísimo más importante que nada en lo que hubieras participado hasta entonces. Killian condujo y condujo y condujo y la oscuridad que se extendía ante nosotros sólo parecía ensancharse, pero apenas se desplazaba por el cielo sobre nosotros.
Las primeras gotas de lluvia llegaron cuando Killian llevaba una hora y media conduciendo en dirección al horizonte, lo cual me hizo creer que llegaríamos mucho antes de lo previsto.
Cuando llegamos al borde de la tormenta, Killian apagó el motor, echó el freno de mano y se bajó para echar más gasolina en el depósito. Levantó la mirada hacia el cielo, entrecerrando los ojos para que no le hicieran daño las gotas de lluvia, y se subió de nuevo al interior con semblante serio. Sandra abrió un paquete de barritas de chocolate, nos tendió una a cada uno, y nos dedicamos a masticarlas en silencio mientras Killian avanzaba hacia la cortina de lluvia más densa, que nos llevó todavía otros tres cuartos de hora alcanzar. Creí que el incremento de la lluvia sería exponencial, pero fue como atravesar el límite entre las dos franjas horarias que separaban las islas Diómedes en sus cuatro kilómetros de distancia.
Como si acabáramos de cruzar una frontera invisible, un chorro intenso y constante de lluvia empezó a caer sobre el coche, absorbiendo la luz de los faros hasta el punto de que Killian tuvo que encender las luces antiniebla y reducir la velocidad a un paso en el que me convencí que no llegaríamos al campamento en un día ni de coña. Seguro que nos llevaba una semana, más bien, lo cual me venía fantástico para lo que me proponía hacer.
Sandra se sacó un cronómetro de la mochila, activó la pantalla, juntó las rodillas y extendió el mapa sobre sus piernas, observando alternativamente la brújula, el cronómetro y el mapa.
-¿Qué se supone que están haciendo?-preguntó Perséfone en voz tan baja que me costó escucharla sobre el aguacero. No quería pensar en lo mal que lo estarían pasando los animales a los que transportábamos, que siempre eran los que en peor estado estaban de aquellos con los que nos cruzábamos y, por tanto, más delicados.
-Creía que lo sabías tú-susurré con un hilo de voz que me sorprendió que Pers pudiera oír.
No obstante, ninguno de los dos nos atrevimos a preguntarlo, y a medida que atravesábamos la cortina de lluvia y la tensión entre ambos iba en aumento, la poca ventaja que la curiosidad tuviera sobre nuestras ganas de no tener movida se fue diluyendo hasta quedarse en nada.
Estuvimos lo que se me antojaron horas y horas bajo el aguacero inclemente, con Perséfone y yo cogidos de la mano con tanta fuerza que bien nos las podríamos haber roto, mientras intentábamos compartir un poco de la tensión y del miedo que nos producía el silencio decidido de Sandra y Killian. Él mantenía la vista al frente en todo momento, permitiéndose rapidísimos vistazos por el retrovisor de vez en cuando, supongo que para ver si nos seguía alguien, y sujetaba el volante con mano de acero. Ella no paraba de saltar del mapa al cronómetro y la brújula, y de nuevo de vuelta al mapa para repetir esa gira en bucle hasta la extenuación.
Bajo el concierto atronador del aguacero que caía más allá de los cristales apenas podíamos distinguir las interferencias del walkie, que se habían dejado encendido para escuchar cómo llegaban los compañeros o algún tipo de instrucción. Tras lo que me pareció una eternidad bajo el aguacero, Killian aminoró la velocidad hasta detenerse, apagó las luces del coche y nos sumió en la oscuridad rabiosa por devorarnos. Tomó aire profundamente y lo soltó despacio, ignorando la mirada de Sandra, que había detenido el cronómetro y se había girado para mirarlo. Él se frotó los ojos, estiró los brazos, flexionó los dedos y giró varias veces la cabeza sobre el cuello, haciendo restallar sus cervicales y exhalando un gemido cuando consiguió liberar parte de la tensión. Perséfone y yo no nos atrevíamos ni a respirar demasiado fuerte.
Sandra cogió el walkie y lo apagó para preguntar sin interrumpir a nadie que pudiera tener la línea abierta como nosotros:
-¿Cómo va el depósito?
-Tres cuartos-respondió Killian-. Enseguida seguimos.
-Tómate el tiempo que necesites. No hay prisa-contestó ella, y Killian rió por lo bajo.
-No. Estamos atravesando este infierno al que hemos estado evitando con determinación los últimos días porque Valeria quiere que volvamos todos ya, pero no hay prisa.
-Tampoco es como si nos hubieran ordenado que nos presentáramos inmediatamente. Nos han dicho que cambiemos el rumbo, pero no pueden pretender que crucemos media sabana en una tarde cuando hemos estado alejándonos durante cuatro días.
-En círculos.
-Ya sé que no hemos ido en línea recta como si estuviéramos corriendo los cien metros lisos, Killian-espetó-. Sólo digo que si necesitas descansar un poco…
Justo en ese momento restalló un relámpago en la distancia que partió la oscuridad en dos, y Perséfone y yo nos encogimos en el asiento. Una cosa eran las tormentas de Mykonos, que enloquecían al mar y hacían que pareciera dispuesto a devorar la isla, pero sabíamos que haría falta una catástrofe de las de verdad para que nuestro pueblo sufriera daños serios. En casa siempre teníamos dónde refugiarnos, y yo había aprendido a disfrutar especialmente de las tormentas porque solían significar tarde de mimos con Sabrae, a la que le fascinaban los relámpagos como a un dragón un huracán.
En cambio, ahora es como si yo estuviera viudo, y no teníamos dónde escondernos más allá de este todoterreno en el que íbamos todos apretujados y pendientes de cada sombra que se moviera en la oscuridad. Los reflejos de la lluvia eran traicioneros y fuente inagotable de sustos, pues en cada destello podía esconderse un depredador asustado y ansioso por un tentempié o una partida de furtivos que se hubiera arriesgado a acercarse a nosotros sigilosamente al ver nuestros faros en la distancia.
Por eso Killian había puesto las armas a mano, y por eso estaba seguro de que lo que había estado haciendo con ellas antes de colocarlas donde pudiéramos cogerlas con más facilidad era quitarles todos los seguros excepto el que nos había enseñado a todos a desactivar.
-Claro, por eso siempre va un militar con un veterinario en las partidas de rescate. Para que “descanse”-ironizó Killian, pronunciando la última palabra casi, casi como si fuera un insulto. Cerró los ojos, se los frotó con fuerza, puso de nuevo las manos en el volante y tomó aire de nuevo-. Sólo es un segundo.
Me gustaría haberle dicho que yo podía relevarle, pero sabía que sólo serviría para caldear los ánimos, y seguramente hiciera más mal que bien. Fuera lo que fuera que estuvieran haciendo con el mapa y la brújula, tenía pinta de algo muy estudiado y ensayado. Como yo o Pers cogiéramos el volante terminaríamos dando vueltas en círculos, perdidos bajo este aguacero y siendo un blanco vulnerable para todo aquel que quisiera venir a por nosotros. Entendía la frustración de Killian mejor que nadie estos días en los que lo único que podía hacer era tratar de sobreponerme a mi propio cansancio y dar lo mejor de mí en lo que ya sabía que eran las últimas horas en Etiopía, pero también creía que estaba siendo injusto con Sandra, que sólo intentaba ayudar. No podía dejar de identificarme con él, y ver a Sabrae en ella, y más aún cuando extendió la mano y se la puso en la pierna de una forma íntima en la que no lo hace ninguna amiga. Ni siquiera Perséfone.
Como Sandra estaba tocando a Killian a mí sólo me tocaba Sabrae.
Y, Dios, cómo necesitaba que Sabrae me curara con sólo mirarme como lo estaba haciendo Sandra. En cuanto llegara a casa, lo primero que haría nada más ir a buscarla sería echarme a dormir con ella abrazada a mí, y no me movería de mi cama o de la suya en, como mínimo, una semana. Ya me ocuparía de Tommy, Diana y el pifostio que tenían montado más adelante. Sólo descansado servía de algo.
Igual que sólo descansado nos sería útil Killian.
-Lo digo en serio.
Perséfone carraspeó.
-A mí no me importaría tener un momentito para mí misma, la verdad.
Killian se volvió hacia ella.
-¿Con la que está cayendo ahí fuera?
-Tanta lluvia me está aflojando la vejiga, y los baches no ayudan-explicó Perséfone con toda la tranquilidad del mundo, y yo no pude evitar sonreír. Si era una excusa era genial por lo genuina que parecía, y si era verdad… bueno, la conocía lo bastante como para saber lo mucho que le jodía reconocer una debilidad.
-A mí también me vendría guay salir a estirar las piernas-dije, y Killian me fulminó con la mirada.
-Yupi, excursión en el Aquapark de África, ¿no?
-Prueba a medir dos putos metros y estar encogido durante horas a ver qué tal te sienta, payaso-espeté.
-No mides dos putos metros, chaval, no te flipes. Ni siquiera llegas al metro noventa.
-De hecho, los supero, si contamos cuánto levanto vertical y horizontalmente-respondí, haciéndole ojitos, y Sandra apoyó el codo en la ventanilla y se giró hacia la oscuridad para que Killian no la viera reír, pero la manera en que se sacudían sus hombros la delataban. Killian gruñó por lo bajo, revolvió en su puerta y sacó un ridículo paraguas plegable.
-Venga, princesita. A atender la llamada de la naturaleza.
-Ni de coña salgo ahí fuera yo sola.
-Voy a ir contigo.
-¡Ni de coña voy a mear delante de ti! Que venga Alec.
-¡Esto es la hostia! ¿Por qué tengo que verte mear yo?
-Porque me has sujetado el pelo mientras potaba de botellón en el verano tantas veces que a ti ya te he perdido el respeto-dijo Perséfone, cogiendo el paraguas y abriendo la puerta lo justo para poder sacarlo y desplegarlo.
-¿Acaso me lo has tenido alguna vez?
-Buena pregunta.
-No os alejéis-gruñó Killian mientras encendía las luces.
-¡Apaga eso! ¿Quieres verme hacer pis, so pervertido?
-¡Cállate, tronca! ¿Es que quieres que meta el pie en la madriguera de algún suricato y me rompa la crisma, o peor aún, que tenga que volver a hacer horas extra para el cerdo explotador de Jeff Bezos para pagarles la indemnización por destruirles la casa a los primos segundos de Timón y Pumba?-protesté mientras salía del coche, armado yo también con otro paraguas plegable que me acababa de tender Sandra.
Caminamos uno al lado del otro durante unos metros, casi tanteando el terreno allí donde la luz de los faros era demasiado alta. A unos veinte metros había una colina que a Perséfone I de Grecia, soberana de la Península Helénica y de las Islas Cícladas, Princesa de Mykonos y Duquesa de Chipre le pareció digno de ocultar su real coño de ojos que no lo hubieran visto ya mínimo unos dos millones de veces. A decir verdad, si me hubiera pedido que apartara el paraguas para que Sandra y Killian no la vieran aunque lo hiciera al lado del coche a mí me habría parecido bien con tal de no ir tan lejos, incluso si me terminaba calando hasta los huesos yo; pero si algo había sacado en claro del voluntariado era que me las buscaba zorras en la cama y mulas en todo lo demás, y bastaba con que a Sabrae o a Bey o a Perséfone se les metiera entre ceja y ceja que tenían que hacer sus necesidades ocultas por un accidente geográfico para verme arrastrado en una peregrinación en medio de una tormenta que amenazaba con destruir a la raza humana, así que me tocaba aguantarme.
Perséfone rodeó la pequeña colina y se resbaló con el fango, pero mantuvo el equilibrio a duras penas, extendiendo los brazos y abriendo las piernas a un nivel que le daría envidia hasta a mi hermana. Me eché a reír y me puse a aplaudir, y Perséfone me fulminó con la mirada.
-Es increíble lo subnormal que eres.
-Con lo bien que follo sólo me faltaba ser un perfecto caballero; entonces, los demás no tendrían ninguna posibilidad.
Perséfone refunfuñó un insulto muy elaborado lleno de palabras en griego antiguo que seguro que había aprendido para sus pruebas de acceso a la universidad y se dio la vuelta mientras se desabrochaba los pantalones, y yo me disponía a girarme para darle un poco de intimidad cuando algo captó mi atención.
Había dos pequeñas estrellas de círculos perfectos flotando a pocos centímetros del suelo a unos metros de nosotros, brillando en la oscuridad como dos faros con la luminosidad mínima.
Y unos cinco pares con la misma forma, pero un poco más pequeñas y separadas entre sí, en el límite al que llegaba la luz de los faros del coche. Se me pusieron de punta todos los pelos del cuerpo, y cuando digo todos es todos. No tenía ni puta idea de lo que podía ser eso, pero me había llevado los suficientes sustos cuando a Trufas le daba por pasearse de madrugada por casa y a mí me pillaba en un paseo a por agua o al baño como para saber que eso no eran estrellas.
No me gustaba que fuéramos menos que ellos. No me gustaba que el coche estuviera más lejos que los dos discos pequeños. No me gustaba que parecieran mirarnos con desesperación.
-Perséfone-la llamé, sin atreverme a levantar mucho la voz y desencadenar un efecto mariposa todos los míos tuvieran que lamentar.
No podía palmarla aquí. No podía hacerle eso a Sabrae. Tenía que volver con ella y pasar a su lado un vida larga y feliz, hacerle una pedida de la hostia, casarme con ella, tener hijos con ella, volverme un viejo gruñón que sólo era dulce con su señora en el súper y pasarme mis últimos fines de semana llenando crucigramas con su nombre mientras ella tejía una mantita para nuestro cuarto o quinto nieto.
Qué cojones hago aquí, pensé por primera vez estando en Etiopía, y si aquellos ojos no estuvieran entre el campamento y yo, es probable que hubiera echado a correr en aquel mismo momento.
-Perséfone-repetí. Los ojos más cercanos parpadearon, los más lejanos se acercaron, nerviosos.
-Uf, ¿qué pasa ahora, A…?
-No reacciones-ordené, los ojos clavados en los más cercanos-. Súbete otra vez los pantalones.
-Me ha costado horrores…
-Súbete. Los. Pantalones-repetí en un tono que no dejaba lugar a discusión, y que no podía controlar. Había sido capaz de usarlo muy pocas veces con Sabrae, pero había sido mano de santo. Lo mismo con Perséfone, que se los subió rápidamente y se me quedó mirando como una gacela a unas hierbas que se movían sospechosamente, y que también apestaban a guepardo-. Pégate a mí.
Pers se me acercó, tensa, y buscó mi mirada, pero yo tenía la vista fija en los ojos que nos observaban agazapados desde el suelo, prestos a atacar. Mierda, mierda, mierda. Ojalá Valeria nos hubiera dado alguna lección sobre cómo evitar que te aceche algún animal que podría partirte el cráneo con la fuerza de su mandíbula.
-¿Qué pasa?-preguntó en un susurro, y yo le hice un gesto con la cabeza en dirección a los ojos del suelo. Perséfone se quedó paralizada al verlos, y cuando le di un toque en la espalda para llamar su atención sobre los más lejanos y numerosos, juro que la sentí echarse a temblar-. Alec.
-Tranquila. No va a pasar nada. Pégate a mí-quizá, si parecíamos demasiado grandes, nos dejarían en paz. Puede.
O puede que pareciéramos más apetitosos. No lo sé. Pero no se me ocurría nada mejor. Sabía lo que pasaría si echábamos a correr y nos separábamos, porque yo corría más que ella, y ni siquiera podía soportar pensar que existiera esa posibilidad.
-Alec-repitió, suplicante.
-No voy a dejar que te pase nada-dije, rodeándole la cintura y arrastrándola conmigo hacia atrás. Los ojos continuaron fijos en nosotros, pero, por suerte, no se movieron. Retrocedimos de espaldas hacia el coche, con la vista fija en ellos, y bordeamos la colina. En cuanto la hubiéramos puesto entre ellos y nosotros, nos giraríamos y correríamos como locos hacia el coche, o puede que les hiciéramos señas para que nos recogieran.
Y entonces un relámpago restalló en la oscuridad y pude ver de quiénes eran los ojos. Es increíble cómo la adrenalina te agudiza los sentidos hasta convertirte en casi un superhéroe.
Los cinco pares de ojos de la distancia les pertenecían a siluetas encorvadas, del tamaño de un perro, que nos observaban a Perséfone, a mí y al dueño de los ojos más cercanos con la sonrisa burlona que había sido la banda sonora de los villanos de la infancia de toda una generación. Todavía no se habían reído con su sorna característica, pero sabía que en cuanto Perséfone y yo nos giráramos, seguramente nos rodearan rápidamente y no permitirían que volviéramos con el coche. Killian no iba a dar abasto para atropellarlas a todas.
Y los ojos más cercanos…
Se me cayó el alma a los pies.
Los ojos más cercanos eran de una leoncita agazapada junto al cuerpo inerte de su madre, tirada en el suelo como si fuera un trapo. La leoncita parecía tremendamente asustada, no sólo de las hienas, sino también de nosotros, como si fuéramos a hacerle algo malo.
Como si pudiera hacerle algo malo a algo tan precioso e inocente, algo tan desvalido. A algo dorado.
Un montón de cosas me pasaron por la cabeza a la vez. Perséfone hacía unas horas, diciéndome que cuidar de los demás estaba en mi naturaleza. Mi madre, dándome un beso en la frente y llamándome su leoncito valiente cuando aceptaba quedarse conmigo hasta que me durmiera después de tener una pesadilla mezclada con mis recuerdos.
Sabrae, poniéndome la mano en el pecho y pidiéndome que no llevara a más la mala relación con sus padres.
-Mi león dorado-y me daba un beso en los labios-. Siempre defendiéndome.
Siempre defendiéndome. Siempre defendiéndome. Siempre defendiéndome.
Siempre defendiéndome, mi león dorado.
Esto era distinto a Caramelito, o a aquella gacela a la que no nos habían dejado rescatar la primera vez. Esta leoncita estaba bien. No le había pasado nada más que quedarse huérfana en el momento más inoportuno, pero Perséfone y yo habíamos aparecido en el momento preciso en que estaban a punto de devorarla unas hienas malvadas. La improbabilidad de que eso sucediera sólo me hizo pensar en una cosa: estaba escrito.
Igual que lo mío con Saab.
Había pasado todo lo que había pasado para llegar hasta aquí, a este momento, a salvar a esta criatura inocente de un destino fatal.
-Voy a ir a por ella.
-¿Qué?-preguntó Perséfone.
-Te voy a soltar y voy a ir a recogerla-dije, sin apartar la vista de los ojos refulgentes de la leoncita-. Tú vete de espaldas hacia el coche. Hazles alguna señal para que se muevan y lo vayan acercando.
-Alec, ¿has visto…?
-Sí-sentencié-. Y no la voy a dejar aquí.
-¿Sabes que las hienas cazan si tienen que hacerlo? Puede que sean carroñeras, pero no les va a hacer ninguna gracia…
-Ve hacia el coche y acércamelo-respondí, separándome de ella. Vi que Perséfone ponía los ojos como platos, pero me obedeció, por una vez en su vida.
Sólo cuando dejé de oír los pasos de Perséfone cerca de mí me atreví a empezar a avanzar hacia la cachorra con pasos vacilantes. No quería asustarla y que saliera huyendo, acercándose así a las hienas. Saab me había llamado “su león”, igual que mi madre. Tenía que significar algo. Si salvaba a esta chiquitina, salvaría a Sabrae. Saab estaría bien.
Los primeros pasos fueron los más sencillos porque no la intimidé, pero en cuanto la leoncita se dio cuenta de que iba a por ella, se agazapó en la oscuridad contra el bulto del cuerpo de su madre. Una sombra bailó detrás de mí y supe que Perséfone había llegado al coche.
-Ven-le dije en voz baja-. No voy a hacerte daño. Sólo quiero ayudarte.
La leoncita siseó, seguro que mostrándome unos dientes que puede que aún no tuviera. Una nueva sensación de angustia me asaltó: ¿y si no dejaba que la cogiera? ¿Y si no me dejaba acercarme? ¿Y si se defendía?
Sabrae también se defendía, me dijo una voz en mi cabeza, y al final me había dejado entrar.
Di un paso vacilante hacia la leona y los faros titilaron. Supe lo que significaba, y que me estaba quedando sin tiempo.
Cuando se apagaron sucedieron muchas cosas a la vez. La primera es que la luz de los ojos de la leoncita desapareció, así que tuve que tirarme a ciegas a por ella. Por suerte, calculé bien y la atrapé entre mis brazos, lanzándome de cabeza al aguacero cuando solté el paraguas.
La segunda, que la luz de los ojos de las hienas se apagó también, así que dejé de tener la referencia de dónde estaban y supe, inmediatamente, que ya se estaban lanzando a por mí.
No tenía tiempo que perder. Clavé una rodilla en el suelo y me levanté a toda velocidad, impulsándome como pude mientras sostenía a la leoncita, que temblaba de pies a cabeza pero al menos no trataba de escaparse, contra mi pecho. Los faros del coche se encendieron de nuevo cuando Killian por fin pudo arrancar el motor, y trató de sacar el coche hacia delante, con tan buena suerte que se le caló.
JODER.
Los pies me resbalaban en el suelo mojado, la leoncita no me ayudaba con sus temblores y quejidos aterrorizados, y las hienas ahora parecían divertidísimas, descojonándose a mis espaldas mientras me peleaba con el suelo y con la leona por avanzar hacia el coche. De nuevo otro chispazo a mis espaldas con un nuevo relámpago, y tuve la osadía de mirar atrás para ver cómo ganaban terreno a una velocidad pasmosa.
Killian arrancó el coche de nuevo y los faros me cegaron, así que me puse un brazo frente a la cara, el otro sujetando a la leoncita como pude, y seguí corriendo y corriendo y corriendo, resbalando y luchando por no caerme, hasta que casi las tuve encima, hasta que podía sentir el chapoteo de sus patas salpicándome los pies, hasta que…
Sandra apretó el claxon del coche e hizo que todos diéramos un brinco, pero Perséfone estaba más puto loca que ella y sacó una de las escopetas del coche y se puso a pegar tiros al aire.
-¡ATRÁS, HIJAS DE PUTA! ¡ATRÁS!-bramaba como una desquiciada.
Los dos segundos de confusión y miedo de las hienas fueron suficientes para que yo ganara de nuevo el terreno que había ido perdiendo, pero enseguida reanudaron la persecución. Killian metió primera e hizo que el coche saliera disparado hacia mí; derrapó en el último momento y lo puso de lado, de forma que yo me encontré con el cuerpo de Perséfone a medio camino. Se lanzó hacia atrás hecha una bola para permitirme el paso, y yo le lancé a la leona como buenamente pude mientras saltaba dentro del coche.
Una de las hienas me enganchó de la bota, y Perséfone exhaló el grito más agudo que había escuchado en toda mi vida (y eso que me escuché a mí mismo gritar cuando Chad hizo el solo de guitarra final de One Way Or Another en Wembley). La hiena tiró de mí con una fuerza sobrehumana, y yo me vi fuera del coche, de verdad que sí.
Hasta que Sandra, ni corta ni perezosa, le pegó en la cabeza con su paraguas, de forma que la hiena me soltó, más de la impresión que del dolor. Killian no perdió el tiempo: pegó un acelerón, giró hacia la derecha, de donde habíamos venido Perséfone y yo, y puso el motor a tope de revoluciones mientras atravesaba el lodazal en que se estaba convirtiendo la sabana. Miró por el espejo retrovisor y, aunque las hienas no nos persiguieron, tardó bastante en dejar de pisar el acelerador a fondo, y todavía más en frenar.
Pero, cuando se volvió, pensé que me mataba, de verdad. Se lanzó a por mí a través del coche, me agarró del pecho y me soltó un puñetazo que yo ni me molesté en esquivar, porque sabía que lo merecía.
-¡ME CAGO EN TU PUTA MADRE! ¿¡ES QUE ESTÁS MAL DE LA CABEZA, SUBNORMAL!? ¡¡CASI HACES QUE TE MATEN!! ¡¡ME CAGO EN TU PUTÍSIMA VIDA!!
-No podía dejarla ahí.
-¿¡QUE NO PODÍAS…!? ¡YA HEMOS HABLADO DE ESTO, Y TENÍA QUE ESTAR CLARO! ¡NO! ¡PODEMOS! ¡SALVAR! ¡A! ¡TODOS! ¡LOS! ¡ANIMALES! ¡QUE! ¡NOS! ¡ENCONTREMOS!-exhaló, sacudiéndome adelante y atrás, como si pretendiera sacarme las ideas de salvador blanco de la cabeza a base de agitarme el cerebro como en una coctelera-. ¡TIENE QUE QUEDARTE MUY CLARITO, ALEC! ¡O NO VOLVERÁS A PISAR LA SABANA, TE LO JURO POR MI MADRE!
Tampoco es que antes quedaran muchas posibilidades, pero bueno.
Sandra cogió a la leoncita, que temblaba como una hoja, y la examinó rápidamente.
-No está herida, Alec.
Se me cayó el alma a los pies. Nosotros no recogíamos animales sanos; no era nuestra función.
-Su madre murió. ¿No podemos hacer una excepción?
-Si hiciéramos excepciones…-empezó Killian, pero Sandra siseó.
-Sh. Calla. A ver, eso es una putada, sin duda, pero si recogiéramos a todos los cachorros huérfanos que nos encontremos… en fin, tendríamos que tener un campamento mucho más grande. Aun así, con todas las molestias que te has tomado, y después de haber perdido mi paraguas…
-¿Es buen momento para decir que he perdido el mío también?-pregunté.
-No-gruñó Killian.
-Los leones dan mucho trabajo, Al. Consumen un montón, y no suelen integrarse bien en una manada si no han crecido en ella. Que la cuidáramos supondría que no podría vivir con los suyos nunca, porque se acostumbraría a nosotros y no a ellos.
Se me cayó el alma a los pies, pero esta batalla estaba decidido a ganarla.
-Yo me haré cargo de ella. Tengo una hermana pequeña-dije, y Perséfone se giró y se me quedó mirando como si me hubiera salido un tercer ojo-, y un conejo. No puede ser tan difícil.
Killian parecía al borde de pegarme un tiro, y no estoy de coña. Sandra, sin embargo, era la más razonable de los tres.
-Es ley de vida, Alec.
O puede que no.
-Por favor. No puedo dejarla aquí para morir. Además, casi la palmo. ¿Me estás diciendo que casi me come una manada de hienas rabiosas por nada?-pregunté, y Killian se masajeó las sienes y arrancó de nuevo. Sandra torció el gesto-. No voy a soltarla. Sería una crueldad. Los leones están en peligro de extinción, ¿no? Cada una de ellas cuenta, y esta pequeñita se adaptará muy bien a mí, lo presiento-dije, estirando las manos y recogiendo a la leoncita, que siguió temblando en mi regazo un rato. Sandra la observó todo el trayecto hasta que finalmente dejó de temblar, supongo que ayudada por mis continuas caricias entre las orejas.
-¿Qué pretendes darle de comer?-dijo al fin.
-Entonces, ¿me la puedo quedar?-pregunté con la ilusión de un niño a punto de adoptar a su perro callejero preferido, particularmente bonito y suave, por cierto.
-De momento, al menos. Hasta que decidamos qué hacer con ella de forma definitiva.
-Podríamos soltarla con alguna manada en nuestra próxima excursión-dijo Killian.
-¡No! No podemos dejarla con gente que no la conoce.
-Ya está con gente que no la conoce.
-Sí que la conocemos. Ahora somos su familia. Diles hola, Nala-ronroneé, cogiéndole una pata y agitándosela en el aire. La leoncita me miró con miedo, pero cuando le acaricié la barriga pareció tranquilizarse.
-¿Le vas a poner el nombre de la mujer de Simba?-preguntó Perséfone, incrédula.
-¿Qué coño quieres que le ponga entonces, Perséfone? ¿Optimus Prime Megatron Mcflurry?
-Mcflurry es un nombre chulo para ella. Le quedaría bien-ronroneó Sandra, inclinándose a acariciarla-. Es como un caramelito.
-¿Por qué no Lizzie McGuire? Tiene cara de Lizzie, al menos.
-No le vamos a poner el nombre de la reina más longeva de la historia de Inglaterra, Perséfone.
-Qué extranjero eres a veces, Alec. Literalmente nadie piensa en Isabel II al escuchar el nombre de Lizzie.
-Más que el nombre-dijo Killian con la vista al frente-, yo me preocuparía de algo un poco más importante.
-¿Qué puede ser más importante que el nombre de esta princesita?-pregunté, rascándole la barriga a Nala Optimus Prime Megatron Mcflurry Lizzie Mcguire. Nala, para los amigos, y yo era el mejor amigo que tenía.
Killian clavó los ojos en mí a través del retrovisor.
-Cómo coño vais a hacer para que Valeria os deje tener una mascota en el campamento.
Yo no abrí la boca en el resto del trayecto hasta que Killian finalmente se dio por vencido y decidió que no sería bueno ni prudente continuar conduciendo con lo cansado que estaba. Sandra repartió más barritas de chocolate tras un poco de queso y chorizo, que le desmenucé y le metí a Nala en la boca. Le di un beso en la cabeza y la abracé con fuerza mientras pensaba cómo haría para que Valeria le permitiera quedarse con nosotros, y sólo me di cuenta de que ya no estaba pensando en marcharme en un futuro inmediato un segundo antes de quedarme dormido con el calorcito suave de Nala entre mis brazos.
Reconocí al momento la calle, el parque, lo bancos, las farolas. También la ropa de Sabrae, siempre igual, y me preparé para sus palabras hirientes, sus “ya no te quiero”, sus “no me fío de ti”, sus “mis padres tienen razón”. Le rebatí, le supliqué, le prometí que cambiaría, que volvería con ella, que aprovecharía la segunda oportunidad que estuviera dispuesta a concederme aunque fuera a regañadientes…
… y entonces llegamos a la parte irremediable de que había otro, y ese otro era Hugo. Hugo, seguro pero aburrido; Hugo, que no le hacía disfrutar pero tampoco le hacía daño; Hugo, que había estado ahí, no cerca pero tampoco tan lejos como yo.
Me revolví en sueños y noté el calorcito del cuerpo de Nala a través de la neblina que cubría el parque y mi subconsciente.
-Él no te hace disfrutar como yo, Sabrae. Y tú te lo mereces todo, incluso disfrutar del sexo.
-Puedo acostumbrarme a polvos aburridos-respondió ella, no muy segura, sin mirarme a la cara, pero yo ya no sabía si era porque no le gustaba lo difícil que se lo estaba poniendo para romper o porque verdaderamente no se lo creía.
-No tienes por qué. Yo puedo dártelo todo, Saab. Todo. Sólo dame otra…
-Alec, es que… puede que Hugo no sepa, pero puede aprender. En cambio…
-¿Qué?
-No está lleno de cicatrices-respondió, y fue como un puñetazo en el pecho. Sabrae se puso colorada ante el golpe bajo.
Y entonces, me di cuenta.
Sabrae es valiente, y fuerte, y no necesita a nadie. Eso es lo valioso de nuestra relación: que me elegía cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo. Que le gustaba tal y como era, con mis imperfecciones, mi terquedad, mis cicatrices. Que le gustaban mis cicatrices, que me hacían más guapo, a sus ojos, porque eran la prueba de que era capaz de volver de entre los muertos si hacía falta con tal de volver con ella. Al lado del Más Allá, Etiopía no era nada. Sabrae me esperaría.
Me erguí cuan largo era y Sabrae alzó las cejas, esperando que me revolviera, que le diera el motivo para dejarme definitivamente y me colgara el cartel de malo de la película de manera definitiva.
-Tú no eres mi Sabrae-le dije, sin embargo-. Avísame cuando te parezcas un poco más a ella, porque a mí ya no me vas a engañar.
Fue la primera noche desde que había hablado con Saab en la que finalmente descansé. Y, cuando me desperté a la mañana siguiente, con el repiqueteo eterno de la lluvia sobre el capó del coche, la cabeza de Perséfone en mi hombro y Nala en mi regazo, las dos profundamente dormidas, me di cuenta de que había encontrado de nuevo mi propósito. Mi rayo de esperanza más allá de los límites de la tormenta.
Mi constelación guía durante esta noche de cinco meses que pasaría en Etiopía antes de regresar a casa y comprobar que, después de todo, el mundo no había implosionado y, contra todo pronóstico, mis amigos estaban bien y mi chica me seguía queriendo.
En definitiva, el descubrimiento de que, en realidad, yo no era tan importante. Lo cual, si te paras a pensarlo, es toda una liberación; sobre todo cuando alguien extraordinario te convierte en su mundo y te dice que te esperará el tiempo que haga falta, y te lo dice de verdad.
Apoyé la nuca en el reposacabezas y bostecé, y Nala lo hizo conmigo.
Y el mundo ya no parecía tan grande teniendo algo tan pequeñito entre manos.
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Diooooooooosss llevo esperando este capítulo milenios, que ilusión por fin conocer a Nala!!! Me he muerto de amor con el momento y aunque no tiene relación también me ha encantado la historia del walkie y Dylan, se me ha escapado una lagrimita. No puedo no decir también como te atreves a hacer alusión a la muerte de Scott sin comerlo ni beberlo. No he superado una mierda porque el sollozo ha sido heavy al leer ese párrafo.
ResponderEliminarEstoy deseando leer cómo avanza la relación de Alex y Nala.