domingo, 27 de noviembre de 2016

Larga vida a Scommy.

Me levanté decidido a hacer algo productivo con mi vida, no dejar que la tristeza me invadiera y mantenerme ocupado para no ponerme triste por Tommy.
               Ya había llorado todo lo que quería.
               Ahora tocaba ser un hombre hecho y derecho y mirar hacia delante.
               …
               … una puta mierda.
               Para cuando terminé de bajar las escaleras como un alma en pena, espabilado por el beso que me dio papá antes de salir pitando al instituto (tenía no sé qué mierda que preparar; no me molesté en preguntar y él tampoco parecía tener tiempo de explicarlo), ya había pensado en 48 excusas para acercarme a casa de Tommy.
               ¿Me terminaría de romper la cara si me presentaba en su casa?
               Sí.
               ¿Me arriesgaría a que me rompiera la cara si me presentaba en su casa?
               Joder que sí.
               Si me daba otro puñetazo, por lo menos dedicaría un par de segundos a pensar en mí, ¿no?
               Pero todas mis resoluciones se fueron al traste cuando me encontré a mamá aún en pijama, calentando su café. Se volvió, se apartó el pelo a un lado, y me dijo con un suave susurro:
               -Cariño, ¿te importaría llevar a Duna al colegio? No he dormido muy bien esta noche-se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla y me besó en los labios tan suavemente que pensé que no lo había hecho de veras, de no ser por el rastro cálido que aún notaba en mi mejilla cuando se marchó de vuelta a la cama.
               Así que llevé a Duna al colegio y, por extensión, a Astrid y Dan.
               Casi mejor, porque apenas me terminé el desayuno, un trozo minúsculo del bizcocho que habíamos abierto mamá y yo ayer, y del que apenas quedaba nada, porque vivía literalmente con una manada de chacales famélicos, tuve que subir corriendo al baño, ponerme de rodillas frente al retrete y vomitarlo todo. Estaba histérico.
               Histérico, porque me daba miedo el encontrarme con Tommy y que me volviera a hacer lo que me hizo la última vez que estuvimos juntos. Histérico porque no quería volver a ver aquel odio en sus ojos.
               Sabía lo que me pasaría si volvía a ver con qué asco me había mirado, sabía qué sucedería si volvía a hundirme en el sentimiento de traición que desprendían sus ojos.
               Y ahora tenía que vivir, porque a) había mucha gente pendiente de mí, que me quería y me apoyaba y me aceptaba como era (o, más bien, a lo que había sido antes), y b) no era un puto egoísta como había sido con 15 años.
               Sí, S, eras súper generoso mientras te zumbabas a mi hermana a mis espaldas, contestó lacerante el Tommy de mi interior. Yo fingí que no lo oía, me quedé mirando el armario del baño, me limpié la boca con el dorso de la mano y sacudí la cabeza cuando él insistió: Sé que puedes oírme. Y sé que, en el fondo, sabes que está mal.
               Sé que me entiendes.
               No te plantearías ir a buscarme si no me entendieras.
               -Cierra la puta boca, Thomas-gruñí por lo bajo, levantándome, tirando de la cadena y lavándome los dientes.
               Me llevé a Duna, Astrid y Dan al colegio, y estuve remoloneando por el barrio hasta que decidí que necesitaba acostarme en la cama.
               Fui a ver a mamá, y me la encontré tapada hasta las cejas, con la melena azabache empapando la almohada. Se había abrazado a ella, como queriendo conservar el calor corporal residual de papá. Abrió un ojo cuando yo abrí la puerta.
               -Mi rey-susurró, y yo sonreí un poco. Noté cómo se me tensaban los labios y mi piercing rozaba mis dientes. Era un acto reflejo, ni siquiera me daba cuenta de que lo estaba haciendo hasta que sentía que lo llevaba haciendo demasiado tiempo, o dejaba de hacerlo. Me gustaba cuando me llamaba eso. La recordaba cogiéndome en brazos, estrechándome contra su pecho, hundiendo mi cara en aquellos cabellos que tan bien olían, acariciándome hasta que me quedaba dormido, dándome las gracias por existir (no, gracias a ti, mamá, en serio, en puto serio), besándome la nuca y diciéndome esas cosas.
               Todo era más fácil cuando era un bebé.
               La única vez que habían tenido que pararnos los pies a mí y a Tommy fue cuando nos conocimos. Mamá decía que nos entusiasmamos tanto que empezamos a darnos pataditas, y que incluso tuvieron que separarnos porque yo me emocioné, empecé a toquetearle la cara, y traté de meterle las manos en los ojos, porque, ¡oye, T, ¿de dónde has sacado unos ojos así de azules?!
               Me estaba poniendo tristísimo.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Comillas, bien, comillas.

No somos sólo nosotros y nuestras circunstancias. También somos la gente que nos rodea y sus propias circunstancias.
               Llevaba sospechándolo mucho tiempo, pero no fue hasta que me tocó ir a clase yo solo por primera vez que me di cuenta de hasta qué punto si no tenía a Scott, no tenía a nadie.
               No dormí una mierda esa noche, pero por lo menos conseguí desahogarme, llorar todo lo que necesitaba y mirar al techo lamentándome de mi suerte: de que yo fuera así, de que Scott fuera así, de que  Eleanor fuera así, de que Diana fuera así. Me comí la cabeza durante toda la madrugada, concilié el suelo menos de 15 minutos seguidos, y dudaba que hubiera llegado a la hora y media en total, me revolví en la cama, di vueltas y más vueltas y, por fin, cuando pensé que el cansancio iba a poder conmigo y podría dejarme llevar al fin, entregarme a unos sueños repletos de pesadillas en que volvía a abalanzarme sobre Scott, y los dos nos gritábamos y nos poníamos como fieras el uno con el otro, envenenando nuestros cuerpos con las hormonas de la rabia…
               … sonó el despertador.
               Bajé las escaleras como un autómata, sin enterarme de casi nada de lo que sucedía. Eleanor no me miró y yo no la miré a ella cuando entró en la cocina. Estábamos solos, así que nadie nos obligó a dirigirnos la palabra.
               Mejor.
               Lo único que se me ocurrían cuando la veía eran insultos, y por su forma de evitar a cualquier precio el más mínimo roce con mi cuerpo, cualquiera diría que lo mismo le pasaba a ella.
               Nos vestimos y me quedé sentado en mi habitación, esperando a escucharla bajar las escaleras y cerrar la puerta de casa antes de salir yo también.
               Creí que Diana estaría esperándome para ir juntos, pero ya había cogido la costumbre de pasarse al lado de mi hermana hacía demasiado tiempo, de modo que me tocó caminar solo.
               Dios, la mochila me pesaba horrores. Era posible que pesara más que Astrid. Varias veces estuve a punto de comprobar que no llevara a mi hermana pequeña metida dentro, aprovechando una excursión a mi espalda.
               Se me hizo insoportable el trayecto al instituto a partir de una esquina: en laque Scott me esperaba, o yo le esperaba a él, todos los días. La mochila empezó a pesarme más, el cansancio acumulado durante toda la noche se multiplicó, yo me convertí en un pez fuera del agua que no puede procesar el oxígeno si no está disuelto en algún líquido, o continué con mi forma humana pero respirando un aire acuoso, que mis pulmones no podían aprovechar.
               Llegué como un zombie a clase, y estaba sonando la sirena para indicar a todos los que remoloneaban alrededor de las puertas de que iba siendo hora de entrar. Logan y las gemelas me interceptaron en el pasillo, me dieron los buenos días, me miraron con aprensión cuando contesté en un tono increíblemente lastimero con la misma fórmula, y se fueron a ocupar sus asientos. Se escurrieron entre la puerta y yo.
               No podía entrar a clase.
               No podía sentarme al lado de una mesa que iba a estar vacía.
               Echaba muchísimo de menos a Scott.
               Alguien me dio una palmada en el culo. Me volví, y resultó ser Alec.
               -¿Y esa cara fea?-me puteó-. Mueve tu culo gordo, T. Tienes que graduarte.
               Se abrió paso, se volvió para mirarme, insultó a Katie cuando la muy perra se metió con mi lentitud, y tiró de mí para arrastrarme hasta mi asiento. Dejó caer el bolígrafo con el que hacía acto de presencia cada mañana en la mesa de al lado de Bey, que se apartó un rizo de la cara y lo miró con sus ojos de color miel un momento, decidiendo si se cargaba al imbécil que osaba reclamar un lugar a su lado, y luego sonrió mínimamente al comprobar que el imbécil que reclamaba su costado era el de todos los días.
               Me senté pegado al radiador, que ardía. Me quedé mirando la mesa vacía, a mi lado. Todavía tenía los garabatos que él hacía cuando nos aburríamos.
               Coloqué la mochila encima de un dragón de ojos irisados que había en la esquina, y cuyo vocabulario se reducía a “Tommy, subnormal”.
               Puto gilipollas.
               También tiré el abrigo encima de la silla que solía ocupar, me estiré en la silla y me tumbé sobre la mesa, apoyando la barbilla en las manos y clavando la vista en el reloj. Bey le estaba diciendo algo a Alec sobre el morro que tenía por no dejar de pedirle hojas, y Alec le respondía que a ella le encantaba prestarle cosas, que no se hiciera la dura con él; ya se conocían de bastantes años y había confianza.
               Me molestó un poco que no hicieran mención a que faltaba alguien en nuestro grupo, incluso sabiendo que era eso lo que yo estaba esperando para ponerme como un basilisco.
               Entró la profesora, nos riñó por no tener ya sacados los materiales, y se puso a dar clase sin esperar a que nosotros estuviéramos listos para tomar apuntes. Apenas podía concentrarme, el espacio que había a mi lado atraía toda mi atención como la luna en una noche nublada, en la que no se ven las estrellas. Se me formaba un nudo en el estómago cada vez que se me deslizaba el codo hacia la izquierda y no había nadie protestando “Thomas, me cago en la puta, estás en mi sitio” y un codazo fuerte y un par de risas y un siseo por parte del profesor porque “Malik, Tomlinson, os voy a terminar separando”.
               Problema: sólo nosotros dos podíamos separarnos. Y lo estábamos aprendiendo a base de hostias.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Los nueve de siempre.

-Amor, ¿la pequeña?
               -¿No está en su habitación?
               -Si lo estuviera, no te preguntaría.
               -Quizá esté con su hermano.
               Los pasos apresurados del padre que no encuentra a su hija más pequeña se acercaron a la puerta de la habitación. Duna no se movió, a pesar de que llevaba un rato despierta, sólo porque no quería despertarme a mí también.
               Me había pasado toda la noche llorando, pensando en mis cosas, comiéndome la cabeza y acercándola más a mí cuando la notaba un poco más alejada. Ella no se quejó: bebió de mi calor corporal con avidez mientras yo me ahogaba en mis pensamientos.
               Cuando me sonó el despertador, estaba tan agotado después de una durísima batalla que finalmente el sueño ganó, que ni siquiera me percaté. Duna se detuvo sobre la cama, sobresaltada, clavó sus ojos oscuros en el reloj y estiró sus manitas hasta cogerlo, y apagarlo. Volvió a acurrucarse contra mí, se tapó con la manta, y sonrió con cariño cuando abrí un ojo… claro que yo no me enteré de eso.
               Volví a dormirme un segundo después.
               Un haz de luz insoportablemente potente penetró en la habitación en el momento en que papá abrió la puerta despacio. Puede que estuviera cabreado conmigo, puede que le hubiera decepcionado hasta el punto de hacer que pidiera una cita con un médico para que le borrara mi nombre y mi fatídica fecha de nacimiento del brazo, pero no dejaba de ser mi padre, me quería, y sabía que lo estaba pasando muy mal, aunque apenas me hubiera visto cuando bajé las escaleras para cenar. Podía estar enfadadísimo conmigo por lo que le había hecho a Duna, o por lo imbécil que se suponía que había sido al no vender a mis amigos a cambio de coartar mi libertad…
               … pero sabía lo que estaba sufriendo por lo de Tommy. Se lo imaginaba, más que lo sabía.
               Éramos unos Malik. Sólo los Tomlinson nos lo pueden hacer pasar así de mal; de nuestros amigos, sólo ellos tienen ese poder de dejarnos atontados, sin aliento, con la sensación de estar de pie ante un estadio entero lleno de gladiadores que se multiplican a medida que vamos asesinando a sus predecesores.
               Duna levantó la cabeza y lo miró.
               -¿Duna?-inquirió papá. Se frotó la cara y se dio la vuelta, arrastrando consigo mi brazo, y fue eso lo que me despertó. Es curioso cómo había cambiado en cosa de un día: cuando estaba con Tommy era tremendamente feliz incluso en mi desgracia, y era imposible despertarme si no era arrancándome las entrañas y estampándolas contra la pared.
               Y ahora, aunque tenía todo lo que podía desear, era incapaz de sonreír por dentro, por mucho que mi hermana más pequeña me hiciera sentir un poco de calorcito en mi interior, como si ella fuera la llama de una chimenea en una cabaña abandonada en la montaña.
               Y el más leve susurro de las sábanas servía para despertarme.
               Duna se llevó una mano a los labios, indicándole a papá que guardara silencio. Parpadeé, entrecerré los ojos, y miré cómo se inclinaba hacia ella. Le dio un beso en la mejilla y me miró con aquellos ojos de color café.
               Lo único que nos distinguía.
               Lo único que yo no había sacado de él.
               -Scott está dormido-explicó Duna. Papá sonrió, pasándose la mano por la barba.
               -No estoy dormido-respondí.
               -Sí que lo estás-replicó Duna, terca como ella sola. Una figura negra se materializó en la puerta. Las curvas podían ser de dos; pero la altura sólo te hacía pensar en mamá.
               Como queriendo reforzar mi mínimo razonamiento, el aroma a frutas que desprendía su cuerpo, la colonia que se ponía cada mañana, después de ducharse, y la mezcla de su olor corporal, que le daba un toque inconfundible a su perfume, llegó hasta mi nariz.
               Recordaba ser pequeño y disfrutar de esos mismos olores cuando ella me cogía en brazos, me abrazaba contra su pecho, me besaba la cabeza, me acariciaba la espalda y me cantaba canciones de cuna.
               Cerré los ojos unos instantes, evocando aquella época de mi vida que recordaba a fragmentos.
               Por primera vez, no me produjo nostalgia el haber dejado de ser aquel Scott.
               Me produjo envidia.
               Aquel Scott tenía a Tommy. El Scott que yo era ahora, no.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Luz y oscuridad.

¡Anuncio especial! ¡Anuncio especial! ¡Anuncio especial!
Dentro de poco tendréis más detalles 



No podían hacernos esto.
               No podían separarnos, no así. Se veía a simple vista que Scott estaba mal. Con un mero vistazo un poco más profundo, bastaba para ver cómo estaba sufriendo en silencio, reconcomiéndose a sí mismo, alimentando su rabia con cada segundo que pasaba sin exteriorizarla.
               Me dolía en el alma mirarlo, pero más me dolía ver cómo él intentaba hacer caso omiso de sus emociones, de su malestar, y se afanaba en sonreír y hacer como que todo estaba bien, porque veía que me lo hacía pasar mal si él lo pasaba mal.
               No había tardado ni dos segundos en desechar el pensamiento de que estaba con Eleanor, por una razón muy sencilla que no tenía nada que ver con él, y todo que verlo con mi hermana: Scott podría enamorarse de ella, sí, vale, Eleanor era muy guapa y el roce hacía el cariño, y ella se mostraba predispuesta a seducirlo a la mínima oportunidad…
               … y no tenía sentido que esperara años y años, que tonteara a cada oportunidad que se le presentaba, para terminar enrollándose con media discoteca a la mínima oportunidad.
               Tenía que haber otra Beatrice en nuestro entorno, una en la que no hubiera pensado aún. Eleanor no le pondría los cuernos a Scott ni por todo el oro del mundo.
               No, mi amigo se había enamorado de una zorra que no se lo merecía, pero esa zorra no era mi hermana.
               Me pasé los días que aún nos quedaron juntos en el instituto comiéndome la cabeza, pensando en qué chica cuya existencia se me escapaba era la causante de todo el sufrimiento de mi amigo. Dios, si incluso desbloqueé a Ashley en Facebook sólo para comprobar que no conociera a Beatrice con ojos marrones en su lista de amigos (conocía a tres, dos de ojos claros, y una tercera, de ojos oscurísimos, pero que actualmente residía en Hawái, a juzgar por las fotos que había subido varios meses cotejando el cielo nocturno –vaya, qué de estrellas, puede que tengamos que ahorrar e ir allí cuando nos graduemos-y la información que aparecía en su perfil, por lo que podíamos descartarla).
               Estaba precisamente sumido en una de esas búsquedas espirituales, sin prestar atención en clase, cuando llamaron a la puerta y apareció Kate por ella, con las mejillas coloradas por el esfuerzo de transportar su sobrepeso hasta la planta superior del ala oeste del edificio en el que nos encontrábamos. Pidió perdón por interrumpir la clase y llamó a Scott.
               Tanto Scott como yo nos volvimos al otro Scott que había en la clase, el que siempre se metía en movidas y del que ningún profesor se fiaba ya. Creían que era el principal camello del curso y que él provocaba las peleas más gordas por culpa de sus drogas; nadie sabía que la que tenía la mercancía era, en realidad, Tam.
               La sorpresa y confusión fue monumental cuando Kate aclaró el apellido el Scott al que venía a buscar. Y no era el camorrista. Era mi Scott.
               Nos miramos un segundo, preguntándonos qué habríamos hecho (era martes, por favor, acabábamos d volver de vacaciones, todavía no nos había dado tiempo a liarla), y luego empezamos a levantarnos.
               Noté cómo el color huía de mi rostro cuando Kate dijo que sólo venía a por Scott.
               Tenía que ser un error.
               Nadie, nunca, venía sólo a por Scott. Yo iba en el pack también. Éramos como los yogures: íbamos juntitos, en packs indivisibles, éramos diferentes en cuanto a sabor, pero no se nos podía separar por eso.
               Yo entendí mucho antes que él a qué se debía lo de su llamada al despacho del director.
               Y también entendí antes que él por qué le decían que recogiera sus cosas para no dar más viajes.
               Iban a echarle la bronca del siglo, quién sabe qué le harían.
               Iban a machacarlo, y por culpa de la gilipollas de mi hermana.