No puedo hacer esto.
No
sin Scott.
No
puedo, joder, no puedo, esto es una puta mierda, no soy más que una extensión
de su cuerpo, no llego más allá de donde él no me empuja, no puedo andar más
del camino que él ha trazado.
Lo
necesito aquí, conmigo. Para empujarme más allá de mis límites, que es
exactamente a donde tengo que llegar para poder hacer lo que quiero.
Daño
a Diana. Tanto daño que sienta que algo la desgarra, que un tigre la está
devorando viva, que sus entrañas están al rojo vivo.
Que
sienta lo mismo que yo, exactamente lo mismo que me está haciendo sentir a mí.
Sé
que no debería, pero lo hago, porque el ser humano es masoquista por
naturaleza, y yo es imposible que sea más humano. Cada vez que me llega una
notificación a Instagram, rápidamente desbloqueo el teléfono. Prácticamente lo
tengo en la mano durante toda la noche. Y la veo. Veo cómo otros disfrutan de
ella, veo cómo ella disfruta de ellos, veo cómo los dos disfrutan de sí mismos,
mientras yo estoy ahí. Preguntándome qué he hecho mal, comiéndome la cabeza,
creyendo que es imposible que sea más gilipollas de lo que ya soy, hasta que
ella sube una nueva foto, con esa falda minúscula y ese top más minúsculo aún,
y se me pone dura, y la tengo de nuevo delante, frotándose contra mí,
diciéndome “eres mío, inglés”, con ese acento suyo, y, justo cuando voy a
estirar la mano, rozarla con los dedos, se desvanece. Y yo no puedo alcanzarla.
Jamás puedo.
Pero
sí alcanzo a ver lo bien que está sin mí.
Lo
bien que Scott está sin mí.
Me
duele tanto el estómago de tristeza que ya no voy a poder comer en dos
milenios, se me embota de tal manera la cabeza que ya no entiendo el inglés, ni
el español, ni nada que se le parezca. Sólo entiendo de lo encogido que tengo
el corazón, lo mucho que me molesta mirarla, tan perfecta, en manos de otro, y
de otro más, y de otros, que no van a saber valorarla, ni apreciarla, ni quererla,
como lo hago yo.
No
hay animal más imbécil que yo en todo este planeta.
Y lo
peor de todo es que esta estupidez mía no tiene límites. Igual que mi rencor.
Es por eso que quiero hacerle daño, mucho daño, todo el que pueda, pero no voy
a llegar hasta el extremo en el que ella irá a buscarme, porque quiero
demostrarle que no le pertenezco, ni a ella, ni a Layla, ni a la zorra
pelirroja, ni a nadie… pero, sobre todo, a la zorra pelirroja.
Porque
como me acerque a Megan, aunque sea sólo un milímetro de lo que ya estoy, todo
se irá a la mierda.
No le
voy a hacer daño a Diana: la voy a apartar de mi lado.
Y
prefiero verla cada día, por mucho que me odie, a que se convierta en mi
segundo Scott: un recuerdo tan brillante que te ciega en cuanto lo evocas.
Así
que le voy a pagar con la misma moneda. ¿No quiere jugar? Podemos jugar dos.
Todo lo bueno del mundo se hace en pareja. Los videojuegos, las cartas,
cocinar, el sexo…
Pero
no hay ninguna que me sirva, todas son demasiado mediocres en comparación con
Diana; y, a la vez, todas me valen, porque ninguna le llega a la suela de los
zapatos a Diana, y ella lo sabe, y se apiadará de mí, porque ella es la lista
de los dos. Yo nunca soy el inteligente de la relación, ya me he acostumbrado y
estoy cómodo en ese papel.
Echo
de nuevo un vistazo en derredor. Pelirrojas, morenas, rubias, castañas. Todas
son preciosas, a todas me las tiraría (es lo que tiene estar borracho y que una
de las mejores modelos del mundo se haya frotado contra ti mientras te pregunta
si quieres follártela), y sin embargo sé que no voy a ser capaz de tocarle un
pelo a ninguna.
Ya lo
he intentado. Y no ha dado resultado.
Logan
sigue mirándome cuando me doy cuenta de qué puede ayudarme. Sólo hay una cosa
que me afecte más que el alcohol: las drogas. Y Scott no está aquí para pararme
los pies, y nadie va a poder detenerme si Scott no está aquí para pararme los
pies.
Claro
que, si Scott estuviera aquí, ya me habría mandado de una patada en el culo a
buscar a Diana, al grito de “vamos a por tu americana, tontito enamorado”. Y me
habría sacado a rastras, me habría llevado por el metro, me habría agarrado de
la cazadora cuando me quisiera dar media vuelta, me habría cruzado la cara
(como yo se la crucé el martes, como él me la cruzó el viernes, como nos la
cruzamos ese puto, maldito viernes) cuando me derrumbara en alguna esquina y
habría hecho que le pidiera perdón de rodillas, que le suplicara que me
perdonara, que me arrastrara hasta lo más bajo para darle lo que quiere: mi
arrepentimiento más sincero.
Pero,
claro, el haberme peleado con Scott es, precisamente, lo que ha provocado todo
este lío.
Menos
mal que no tengo cojones a enrollarme otra vez con Megan, porque Diana me
matará.
Y si
no, lo hará Scott.
Y si
no lo hace ninguno, probablemente termine matándome yo.
Un
nombre se materializa como la explosión de una bomba en mi mente. Logan me
llena de nuevo el vaso de chupitos. Soy más manejable cuando estoy borracho. Me
vuelvo gilipollas perdido (más), pero me da por hablar con objetos inanimados y
también me vuelvo súper dócil, como un inmenso san Bernardo tontorrón que se
adentra en la tormenta de nieve a una sola sugerencia de su amo.
Por
eso, no le doy tiempo a que termine de acercarme el vaso antes de levantarme,
tambaleándome.