martes, 17 de abril de 2018

Para los que no son prendas, pero necesitan encontrar su etiqueta.


               Hasta hace muy poco tiempo, ni siquiera me había planteado escribir esta entrada. Me parecía que la forma en que yo descubrí mi sexualidad verdadera no tenía nada de interesante, no es el típico proceso que te enseñan en las películas o en la mayoría de los libros, en el que besas a otra persona y todo tu mundo se pone patas arriba.
               Pero, después de hablar con una chica, comprendí no sólo por qué era necesario encontrar una palabra que te defina (eso, más o menos, ya lo sabía), sino también por qué es bueno que, cuanta más gente cuente su historia, más fácil será para los demás encontrar la suya.
               No puedo decir que todo empezara en un día determinado. De hecho, creo que lleva empezando prácticamente desde que nací. Mi revelación, lejos de estar acompañada de fuegos artificiales y música celestial recalcando el momento, se produjo en el silencio de una tarde de principios de verano, quizás finales de primavera. Estaba leyendo un libro del que, quien me conozca, ya habrá oído hablar en alguna otra ocasión: Desayuno en Júpiter, de Andrea Tomé. Lo leía por recomendación de una mutual a la que siempre le tendré cariño precisamente por lo bonito de su consejo y lo que descubrí en él.
               En las páginas de este libro, la protagonista se encontraba exactamente en el mismo momento que yo. O bueno, no exactamente, pero sí a la altura de un camino común en el que nos terminaríamos cruzando en cualquier instante.
               La principal diferencia entre nosotras era que yo me había etiquetado a mí misma como asexual, sin más. Me había autoconvencido de que el ligero interés que había sentido por un par de chicos a lo largo de mi vida, precisamente por su ligereza y por lo efímero, no se podía catalogar realmente como “deseo sexual”. Un día, simplemente, me encontré con esa palabra, y sentí que, aunque no encajaba conmigo del todo, sí que era la que mejor me representaba.
               Dejé que pasara el tiempo sin replanteármelo, tan sólo pensando que ese “interés” que tenía en algunas personas (fundamentalmente, famosos; mayoritariamente, hombres) no era atracción, era otra cosa. No me apetecía acostarme con ellos. No me apetecía hacerles nada, ni dejarles que me lo hicieran a mí, más allá de, quizá, comerles la cara xd ojalá fuera mentira. De esa necesidad irrefrenable de tener sexo no había ni rastro, así que yo, por fuerza, tenía que ser asexual.
               Me dije que era curiosidad lo que me despertaban esas personas que me atraían. Que el no pensar en nada tenía que significar algo.
               No sabría decir en qué punto exactamente entendí que el hecho de que yo no experimente x cosa con la intensidad con que lo hacen los demás, no quiere decir que mi sensación sea menos válida. Que a alguien una habitación le apeste a ambientador de naranja, y yo sólo pueda percibir un ligero aroma cítrico, sin saber decir a qué fruta se lo atribuyo, no hace que la habitación no huela a naranja ni yo deje de oler ese olor.
               Seguí tan tranquila, con mis dudas cuando salía el tema en el grupo de mis amigas, porque yo, en el fondo, sabía que había gente que de verdad no sentía nada, y me sentía un poco una estafadora. Me planteaba a mí misma la posibilidad de estar forzando unos estándares sobre mí basándolos en otra gente, por el mero hecho de que a mí no me apetecían las mismas cosas que a la gran mayoría de la población.
               Entonces, empecé a leer Desayuno en Júpiter. La protagonista, que no era asexual, tenía unos sentimientos parecidos a los míos. Pude explorar en su mente lo que también era atracción: no es sólo el pensar necesito empotrarte cuando ves a alguien. También son las ganas de estar cerca, en constante contacto, las mismas preguntas que me asaltaban a mí de “me pregunto a qué le sabrá la boca, o si sus labios serían pegajosos en mi mejilla”.
               Pensé, entonces, que era heterosexual. Porque me habían gustado chicos a lo largo de mi vida. Es cierto que me había fijado en chicas, pero aquello era más bien envidia, ¿verdad? Me gustaba que fueran guapas, me gustaba admirar su belleza, me gustaba contemplarlas, y en la mayoría de los casos, me parecían más bonitas que los chicos. Porque estaban mejor construidas, sus cuerpos eran más bonitos, había matices en ellas que en ellos no conseguía ver (dejando al margen la sexualización del cuerpo femenino, claro está).
               Las frases que leía de chicas describiendo a chicos encajaban en mí.
               “Me gustan los hombres. Me gustan sus manos morenas y me gusta la fuerza de sus mandíbulas, y esas sonrisas medio de lado y las barbas de tres días y los abdominales lo suficientemente marcados.”
               Las chicas sólo me gustaban como una especie de modelo al que aspirar, algo que imitar, una meta que ponerse para conseguir ser mejor: en cuerpo, en mente, en comportamiento, en lo que fuera.
               Era verano, y los chicos subían fotos en bañador, y a mí me gustaba.

               Era verano, y las chicas subían fotos en bañador, y a mí me gustaba. Me decía que era porque así tenía fotos con las que motivarme para ponerme en forma.
               Pero entonces, llegué a un párrafo.
               “Hasta ahora había reparado en la belleza de las mujeres pensando que las envidiaba, pero no es así. Reparo en la belleza de las mujeres porque las mujeres son bonitas, y no puedo evitar sentirme atraída hacia ellas incluso cuando parece no estar bien.”
               Y, hacía pocos días, o unos días después, experimenté mi propio momento de fuegos artificiales. No hubo beso, pero sí música. La música no fue celestial.
               Fue la música de Power, de Little mix.
               Jesy siempre me había llamado la atención. Me encantaba su voz, me encantaba su forma de ser (lo poco que sabía de ella), y me encantaba su cuerpo, lo guapa que era a pesar de sus curvas, lo guapa que era gracias a sus curvas.

               Pero ahora, por fin, había dejado de negármelo a mí misma.
               Jesy me atraía, igual que lo hacía Renan Pacheco en sus fotos en Instagram.
               Jesy me atraía, con esos ojazos y esas piernas y ese pelo.
               Jesy me atraía, me atraían las mujeres.
               No había dejado de cuestionarme si era o no asexual porque yo sabía que eso no encajaba conmigo realmente. Una parte de mí, por muy pequeña que fuera, siempre lo supo, y estaba dispuesta a luchar. Mis colores eran el rosa, el morado y el azul.
               Si me habían gustado los corazones con esa combinación de colores cuando los iconos en Twitter eran cuadrados, era porque, en el fondo, me sentía representada con ellos.
               Si me gustaban los twibbons mezclando azul, morado y rosa, era porque me sentía representada con ellos.
               Una tarde de Junio sin fecha, yo me di cuenta de que era bisexual. La atracción que yo sentía era débil, pero estaba ahí.
              
               Mi consejo es que seas abierto/a. Que escuches tus sentimientos y no temas a hacerte preguntas. Tampoco tengas miedo de hacerle preguntas a alguien con cuya etiqueta tú te sientes más identificado. Quizá, si yo hubiera hablado con un asexual, me habría dado cuenta antes de que había cosas que no encajaban en mí. Y eso está bien. Si en la diversidad está la belleza, no hay nada tan bello como la sexualidad.

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